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miércoles, 25 de diciembre de 2013

Vanka [Cuento. Texto completo.] Anton Chejov

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/chejov/vanka.htm

Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.

Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.

Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.

El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.

«Querido abuelo Constantino Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...

Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un viejecito enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Lo acompañaban dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.

Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba cuando lo tenían ya por muerto.

En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.

-¿Quiere usted un polvito? -les preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.

Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría con ambas manos los ijares.

Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.

El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve...

Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.

Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:

«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»

Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.

«Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no estás contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.

«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.

«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»

Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba:

-¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!

Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio...

«¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes que te quiere tu nieto

                                         VANKA CHUKOV

Ven en seguida, abuelito.»

Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:

«En la aldea, a mi abuelo.»

Tras una nueva meditación, añadió:

«Constantino Makarich.»

Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y, sin otro abrigo, corrió a la calle.

El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través del mundo entero.

Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...

Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.

Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente se paseaba en torno de la estufa y meneaba el rabo...
FIN

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La obra maestra desconocida Honoré de Balzac

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/balzac/la_obra_maestra_desconocida.htm


La obra maestra desconocida[Cuento largo. Texto completo.]Honoré de Balzac
I
GILLETTE
A finales del año 1612, en una fría mañana de diciembre, un joven, pobremente vestido, paseaba ante la puerta de una casa situada en la Rue des Grands-Augustins, en París. Tras haber caminado harto tiempo por esta calle, con la indecisión de un enamorado que no osa presentarse ante su primera amante, por más accesible que ella sea, acabó por franquear el umbral de aquella puerta y preguntó si el maestro Françoise Porbus estaba en casa. Ante la respuesta afirmativa que le dio una vieja ocupada en barrer el vestíbulo, el joven subió lentamente los peldaños, deteniéndose en cada escalón, cual un cortesano inexperto, inquieto por el recibimiento que el rey va a dispensarle. Al llegar al final de la escalera de caracol, permaneció un momento en el rellano, perplejo ante el aldabón grotesco que ornaba la puerta del taller donde, sin lugar a duda, trabajaba el pintor de Enrique IV que María de Médicis había abandonado por Rubens. El joven experimentaba esa profunda sensación que ha debido de hacer vibrar el corazón de los grandes artistas cuando, en el apogeo de su juventud y de su amor por el arte, se han acercado a un hombre genial o a alguna obra maestra. Existe en todos los sentimientos humanos una flor primitiva, engendrada por un noble entusiasmo, que va marchitándose poco a poco hasta que la felicidad no es ya sino un recuerdo, y la gloria una mentira. Entre estas frágiles emociones, nada se parece más al amor que la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio; pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos concretos. Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética. Aquellos fanfarrones que, pagados de sí mismos, creen demasiado pronto en el porvenir, no son gentes de talento sino para los necios. A este respecto, el joven desconocido parecía tener verdadero mérito, si el talento debe ser medido por esa timidez inicial, por ese pudor indefinible que los destinados a la gloria saben perder en el ejercicio de su arte, como las mujeres bellas pierden el suyo en el juego de la coquetería. El hábito del triunfo atenúa la duda y el pudor es, tal vez, una duda.
Abrumado por la miseria y sorprendido en aquel momento por su propia impertinencia, el pobre neófito no habría entrado en la casa del pintor al que debemos el admirable retrato de Enrique IV, sin la extraordinaria ayuda que le deparó el azar. Un anciano comenzó a subir la escalera. Por la extravagancia de su indumentaria, por la magnificencia de su gorguera de encaje, por la prepotente seguridad de su modo de andar, el joven barruntó en este personaje al protector o al amigo del pintor; se hizo a un lado en el descansillo para cederle el paso y lo examinó con curiosidad, esperando encontrar en él la buena naturaleza de un artista o el carácter complaciente de quienes aman las artes; pero percibió algo diabólico en aquella cara y, sobre todo, ese no sé qué que atrae a los artistas. Imagine una frente despejada, abombada, prominente, suspendida en voladizo sobre una pequeña nariz aplastada, de remate respingado como la de Rabelais o la de Sócrates; una boca burlona y arrugada, un mentón corto, orgullosamente levantado, guarnecido por una barba gris tallada en punta; ojos verdemar que parecían empañados por la edad, pero que, por contraste con el blanco nacarado en que flotaba la pupila, debían de lanzar, a veces, miradas magnéticas en plenos arrebatos de cólera o de entusiasmo. Además, su semblante estaba singularmente ajado por las fatigas de la edad y, aún más, por esos pensamientos que socavan tanto el alma como el cuerpo. Los ojos ya no tenían pestañas y apenas se veían algunos vestigios de cejas sobre sus salientes arcos. Coloque esta cabeza sobre un cuerpo enjuto y débil, enmárquela en un encaje de blancura resplandeciente, trabajado como una pieza de orfebrería, eche sobre el jubón negro del anciano una pesada cadena de oro, y tendrá una imagen imperfecta de este personaje al que la tenue iluminación de la escalera confería, por añadidura, una coloración fantasmagórica. Diríase un cuadro de Rembrandt avanzando silenciosamente y sin marco en la oscura atmósfera que ha hecho suya este gran pintor. El anciano lanzó al joven una mirada impregnada de sagacidad, golpeó tres veces la puerta, y dijo a un hombre achacoso, de unos cuarenta años, que vino a abrir:
-Buenos días, maestro.
Porbus se inclinó respetuosamente, dejó entrar al joven creyendo que venía con el viejo y se preocupó tanto menos por él cuanto que el neófito permanecía bajo la fascinación que deben de sentir los pintores natos ante el aspecto del primer estudio que ven y donde se revelan algunos de los procedimientos materiales del arte. Una claraboya abierta en la bóveda iluminaba el obrador del maestro Porbus. Concentrada en una tela sujeta al caballete, que todavía no había sido tocada más que por tres o cuatro trazos blancos, la luz del día no alcanzaba las negras profundidades de los rincones de aquella vasta estancia; pero algunos reflejos extraviados encendían, en la sombra rojiza, una lentejuela plateada en el vientre de una coraza de reitre1 suspendida de la pared, rayando con un brusco surco de luz la moldura esculpida y encerada de un antiguo aparador cargado de curiosas vajillas, o moteaban de puntos brillantes la trama granada de algunos viejos cortinajes de brocado de oro con grandes pliegues quebrados, arrojados allí como modelos. Vaciados anatómicos de escayola, fragmentos y torsos de diosas antiguas, amorosamente pulidos por los besos de los siglos, cubrían anaqueles y consolas. Innumerables esbozos, estudios con la técnica de los tres colores, a sanguina o a pluma, cubrían las paredes hasta el techo. Cajas de pigmentos, botellas de aceite y de trementina, banquetas volcadas, dejaban sólo un estrecho paso para llegar bajo la aureola que proyectaba el alto ventanal cuyos rayos caían de lleno sobre el pálido rostro de Porbus y sobre el cráneo marfileño del singular personaje. La atención del joven pronto fue absorbida exclusivamente por un cuadro que, en aquel tiempo de confusión y de revoluciones, ya había llegado a ser célebre, y que visitaban algunos de esos tozudos a los que se debe la conservación del fuego sagrado durante los tiempos difíciles. Este bello lienzo representaba una María Egipcíaca disponiéndose a pagar el pasaje del barco. Esta obra maestra, destinada a María de Médicis, fue vendida por ella en sus días de miseria.
-Tu santa me gusta -dijo el anciano a Porbus- y te daría por ella diez escudos de oro por encima del precio que ofrece la reina; pero ¿pretender lo mismo que ella?... ¡diablos!
-¿Le gusta?
-¡Hum! ¡hum! -masculló el anciano- ¿gustar?... pues sí y no. Tu buena mujer no está mal hecha, pero no tiene vida. ¡Ustedes creen haber hecho todo en cuanto han dibujado correctamente una figura y puesto cada cosa en su sitio según las leyes de la anatomía! ¡Colorean ese dibujo con el tono de la carne, preparado de antemano en su paleta, cuidando de que un lado quede más oscuro que otro, y sólo porque miran de vez en cuando a una mujer desnuda puesta en pie sobre una mesa, creen haber copiado la naturaleza, creen ser pintores y haber robado su secreto a Dios!... ¡Prrr! ¡Para ser un gran poeta no basta conocer a fondo la sintaxis y no cometer errores de lenguaje! Mira tu santa, Porbus. A primera vista parece admirable; pero en una segunda ojeada se percibe que está pegada al fondo de la tela y que no se podría rodear su cuerpo. Es una silueta que sólo tiene una cara, es una figura recortada, es una imagen incapaz de volverse o de cambiar de posición. No siento aire entre ese brazo y el ámbito del cuadro; faltan el espacio y la profundidad; sin embargo, la perspectiva es correcta, y la degradación atmosférica está observada con exactitud; pero, a pesar de tan loables esfuerzos, no puedo creer que ese bello cuerpo esté animado por el tibio aliento de la vida. Tengo la impresión de que si pusiera la mano sobre este seno de tan firme redondez, ¡lo encontaría frío como el mármol! No, amigo mío, la sangre no corre bajo esa piel de marfil, la vida no llena con su corriente purpúrea las venas que se entrelazan en retículas bajo la ambarina transparencia de las sienes y del pecho. Este lugar palpita, pero ese otro está inmóvil; la vida y la muerte luchan en cada detalle: aquí es una mujer, allí una estatua, más allá un cadáver. Tu creación está incompleta. No has sabido insuflar sino una pequeña parte de tu alma a tu querida obra. El fuego de Prometeo se ha apagado más de una vez en tus manos y muchas partes de tu cuadro no han sido tocadas por la llama celeste.
-Pero ¿por qué, mi querido maestro? -dijo respetuosamente Porbus al anciano, mientras que el joven reprimía a duras penas su deseo de golpearlo.
-¡Ah, ahí está! -dijo el anciano menudo-. Has flotado indeciso entre los dos sistemas, entre el dibujo y el color, entre la flema minuciosa, la rigidez precisa de los viejos maestros alemanes, y el ardor deslumbrante, la feliz abundancia de los pintores italianos. Has querido imitar a la vez a Hans Holbein y a Tiziano, a Alberto Durero y a Pablo Veronés. ¡En verdad era una magnífica ambición! Pero ¿qué ocurrió? No has logrado ni el severo encanto de la sequedad, ni las engañosas magias del claroscuro. En este lugar, como un bronce en fusión que revienta su molde demasiado débil, el rico y rubio color de Tiziano ha hecho estallar el magro contorno de Alberto Durero en el que lo habías colado. En otra parte, la línea ha resistido y contenido los magníficos desbordamientos de la paleta veneciana. Tu figura no está ni perfectamente dibujada, ni perfectamente pintada, y lleva por todas partes la huella de esta desgraciada indecisión. Si no te sentías lo bastante fuerte como para fundir en el fuego de tu genio las dos maneras rivales, debías haber optado con franqueza por una u otra, a fin de obtener la unidad que simula uno de los requisitos de la vida. No eres auténtico sino en las partes centrales, tus contornos son falsos, no son envolventes y nada prometen a su espalda. Aquí hay verdad -dijo el anciano señalando el pecho de la santa. También aquí -continuó, indicando el lugar donde terminaba el hombro en el cuadro-. Pero allí -dijo, volviendo al centro del pecho, todo es falso. No analicemos nada; sólo serviría para desesperarte.
El anciano se sentó en un taburete, apoyó la cabeza en sus manos y quedó en silencio.
-Maestro -le dijo Porbus-, sin embargo he estudiado bien en el desnudo este pecho, pero, para nuestra desgracia, hay efectos verdaderos en la naturaleza que pierden su verosimilitud al ser plasmados en el lienzo...
-¡La misión del arte no es copiar la naturaleza, sino expresarla! ¡Tú no eres un vil copista, sino un poeta! -exclamó con vehemencia el anciano, interrumpiendo a Porbus con un gesto despótico-. ¡De otro modo, un escultor se ahorraría todas sus fatigas sólo con moldear una mujer! Pues bien, intenta moldear la mano de tu amante y colocarla ante ti; te encontrarás ante un horrible cadáver sin ningún parecido, y te verás forzado a recurrir al cincel del hombre que, sin copiártela exactamente, representará su movimiento y su vida. Tenemos que captar el espíritu, el alma, la fisonomía de las cosas y de los seres. ¡Los efectos!, ¡los efectos! ¡Pero si éstos son los accidentes de la vida, y no la vida misma! Una mano, ya que he puesto este ejemplo, no se relaciona solamente con el cuerpo, sino que expresa y continúa un pensamiento que es necesario captar y plasmar. ¡Ni el pintor, ni el poeta, ni el escultor deben separan el efecto de la causa, que están irrefutablemente el uno en la otra! ¡Esa es la verdadera lucha! Muchos pintores triunfan instintivamente sin conocer esta cuestión del arte. ¡Dibujan una mujer, pero no la ven! No es así como se consigue forzar el arcano de la naturaleza. La mano de ustedes reproduce, sin pensarlo, el modelo que han copiado con su maestro. No profundizan en la intimidad de la forma, no la persiguen con el necesario amor y perseverancia en sus rodeos y en sus huidas. La belleza es severa y difícil y no se deja alcanzar así como así; es preciso esperar su momento, espiarla, cortejarla con insistencia y abrazarla estrechamente para obligarla a entregarse. La Forma es un Proteo mucho menos aprehensible y más rico en repliegues que el Proteo de la fábula. Sólo tras largos combates se la puede obligar a mostrarse bajo su verdadero aspecto; ustedes, ustedes se contentan con la primera apariencia que les ofrece, o todo lo más con la segunda, o con la tercera; ¡no es así como actúan los luchadores victoriosos! Los pintones invictos que no se dejan engañar por todos estos subterfugios, sino que perseveran hasta constreñir a la naturaleza a mostrarse totalmente desnuda y en su verdadero significado. Así procedió Rafael -dijo el anciano, quitándose el gorro de terciopelo negro para expresar el respeto que le inspiraba el rey del arte-; su gran superioridad proviene del sentido íntimo que, en él, parece querer quebrar la Forma. La Forma es, en sus figuras, lo que es para nosotros: un medio para comunicar ideas, sensaciones; una vasta poesía. Toda figura es un mundo, un retrato cuyo modelo ha aparecido en una visión sublime, teñido de luz, señalado pon una voz interior, desnudado por un dedo celeste que ha descubierto, en el pasado de toda una vida, las fuentes de la expresión. Ustedes representa a sus mujeres con bellas vestiduras de carne, con hermosas colgaduras de cabellos, pero ¿dónde está la sangre que engendra la calma o la pasión y que causa peculiares efectos? Tu santa es una mujer morena, pero esto, mi pobre Porbus, ¡es una rubia! Sus figuras son, pues, pálidos fantasmas coloreados que nos pasean ante los ojos, y llaman a esto pintura y arte. Sólo porque han hecho algo que se parece más a una mujer que a una casa, creen haber alcanzado la meta y, orgullosos de no estar ya obligados a escribir, junto a sus figuras, currus venustus o pulcher homo2 como los primeros pintores, ¡se creen artistas maravillosos! ¡Ja, ja! aún están lejos, mis esforzados compañeros; necesitan utilizar muchos lápices, cubrir muchas telas antes de llegar. ¡Ciertamente, una mujer porta su cabeza de esta manera, sostiene su falda así, sus ojos languidecen Y se diluyen con ese aire de dulzura resignada, la sombra palpitante de las pestañas flota así sobre las mejillas! Es eso, y no es eso. ¿Qué falta, pues? Una nadería, pero esa nada lo es todo. Han conseguido la apariencia de la vida, pero no han logrado expresar su desbordante plenitud, ése no se qué que es quizá el alma y que flota como una bruma sobre la forma exterior; en fin, esa flor de vida que Tiziano y Rafael supieron sorprender. Partiendo del punto extremo al que han llegado, tal vez se podría hacer una excelente pintura, pero se cansan demasiado pronto. El vulgo admira pero el verdadero entendido sonríe. ¡Oh Mabuse, oh maestro mío! -añadió el singular personaje-; ¡eres un ladrón, te llevaste contigo la vida! Excepto por esto -continuó-, esta tela es mejor que las pinturas de ese bellaco de Rubens con sus montañas de carnes flamencas, espolvoreadas de bermellón, sus ondulaciones de cabelleras rubias y su alboroto de colores. Ustedes, al menos, tienen color, sentimiento y dibujo, las tres partes esenciales del Arte.
-¡Pero si esta santa es sublime, señor mío! -exclamó en voz alta el joven, saliendo de un arrobamiento profundo-. Estas dos figuras, la de la santa y la del barquero, tienen una agudeza de intención ignorada por los pintones italianos; no conozco ni uno que hubiera ideado la indecisión del barquero.
-¿Este pequeño bribón viene con usted? -preguntó Porbus al anciano.
-¡Ay, maestro!, perdone mi osadía -respondió el neófito, sonrojándose-. Soy un desconocido, un pintamonas instintivo, llegado hace poco a esta ciudad, fuente de todo conocimiento.
-¡Manos a la obra! -le dijo Porbus, ofreciéndole un lapicero rojo y una hoja de papel.
El desconocido copió con destreza la figura de María, de un trazo.
-¡Oh! ¡oh! -exclamó el anciano-. ¿Su nombre?
El joven escribió debajo Nicolás Poussin.
-No está mal para un principiante -dijo el singular personaje de disparatado discurso-. Veo que se puede hablar de pintura en tu presencia. No te censuro por haber admirado la santa de Porbus. Es una obra maestra para todo el mundo, y sólo los iniciados en los más profundos arcanos del arte pueden descubrir en qué falla. Pero, ya que eres digno de la lección y capaz de comprender, te voy a mostrar lo poco que se necesitaría para completar esta obra. Abre bien los ojos y préstame toda tu atención: tal vez jamás se te presente una ocasión como ésta para instruirte. ¡Tu paleta, Porbus!
Porbus fue a buscar paleta y pinceles. El viejecillo se arremangó con un movimiento de convulsiva brusquedad, pasó su pulgar a través de la paleta que Porbus le tendía, salpicada de diversos colores y cargada de tonalidades; más que cogerlo, le arrancó de las manos un puñado de pinceles de todos los tamaños, y su puntiaguda barba se agitó, de pronto, por impacientes esfuerzos que expresaban el prurito de una amorosa fantasía.
Mientras cargaba el pincel de color, murmuraba entre dientes:
-He aquí tonalidades que habría que tirar por la ventana con quien las ha preparado; son de una crudeza y de una falsedad indignantes; ¿cómo se puede pintar con esto?
Después, con una vivacidad febril, mojaba la punta del pincel en las diferentes masas de colores, cuya gama entera recorría, algunas veces, con más rapidez que un organista de catedral al recorrer toda la extensión de su teclado en el O Filii de Pascua.
Porbus y Poussin se mantenían inmóviles, cada uno a un lado del lienzo, sumidos en la más intensa contemplación.
-Mira, joven -dijo el anciano sin volverse-, ¡observa cómo, con tres o cuatro toques y una pequeña veladura azulada, es posible hacer circular el aire alrededor de la cabeza de esta pobre santa que se ahogaba, prisionera en aquella espesa atmósfera! ¡Mira cómo revolotea ahora este paño y cómo se percibe que la brisa lo levanta! Antes tenía el aspecto de una tela almidonada y sostenida con alfileres. ¿Ves cómo el brillante satinado que acabo de poner sobre el pecho expresa la carnosa suavidad de una piel de jovencita, y cómo el tono mezclado de marrón rojizo y de ocre calcinado, calienta la frialdad gris de esta gran sombra, en la que la sangre se coagulaba en vez de fluir? Joven, joven, lo que te estoy enseñando, ningún maestro podría enseñártelo. Sólo Mabuse poseía el secreto de dar vida a las figuras. Mabuse sólo tuvo un discípulo, que soy yo. ¡Yo no he tenido ninguno y ya soy viejo! Tienes inteligencia suficiente para adivinar el resto, a partir de lo que te dejo entrever.
Mientras hablaba, el insólito anciano tocaba todas las partes del cuadro: aquí dos toques de pincel, allí uno sólo, pero siempre tan acertados que diríase una nueva pintura, una pintura inundada de luz. Trabajaba con un ardor tan apasionado que el sudor perlaba su frente despejada; se movía con tal rapidez, con pequeños movimientos tan impacientes, tan bruscos, que al joven Poussin le parecía que hubiera en el cuerpo del estrambótico personaje un demonio que actuaba a través de sus manos, asiéndolas mágicamente, contra su voluntad. El brillo sobrenatural de los ojos y las convusiones que parecían el efecto de una resistencia interior, conferían a esta idea una apariencia de verdad que debía de influir en la imaginación del joven. El anciano iba diciendo: -¡Paf, paf, paf!. ¡Así es cómo esto se emplasta, joven! ¡Vengan, mis pequeños toques, hagan enrojecer este tono glacial! ¡Vamos a ello! ¡pom!, ¡pom!, ¡pom! -decía, dando calor a las partes en las que había notado una falta de vida, haciendo desaparecer, por medio de algunas capas de color, las diferencias de temperamento y restableciendo así la unidad de tono que requería una ardiente Egipcíaca.
-Ves, muchacho, sólo importa la última pincelada. Porbus ha dado cien; yo, sólo una. Nadie sabe lo que hay debajo. ¡Tenlo bien en cuenta!
Por fin se detuvo aquel demonio y volviéndose hacia Porbus y Poussin, mudos de admiración, les dijo:
-Esto no está todavía a la altura de mi Belle Noiseuse; no obstante, el autor podría firmar semejante obra. Sí, yo la firmaría -añadió levantándose para coger un espejo, en el que la miró-. Ahora vamos a comer -dijo-. Vengan ambos a mi casa. ¡Tengo jamón ahumado y buen vino! ¡Vamos! ¡A pesar de los malos tiempos, hablaremos de pintura! De eso entendemos. Tenemos aquí un jovenzuelo que tiene buena mano -añadió, dando una palmada en el hombro de Nicolás Poussin.
Reparando entonces en la miserable casaca del normando, sacó de su cinto una bolsa de piel, hurgó en ella, tomó dos monedas de oro y, enseñándoselas, le dijo:
-Compro tu dibujo.
-Cógelas -dijo Porbus a Poussin viéndolo estremecerse y enrojecer de vergüenza, pues este joven iniciado tenía el orgullo del pobre-. ¡Vamos, cógelas, tiene en su escarcela el precio del rescate de dos reyes!
Bajaron los tres del estudio y caminaron, departiendo sobre las artes, hasta llegar a una hermosa casa de madera, situada cerca del Pont Saint-Michel, cuyos ornamentos -el aldabón, los marcos de los enrejados, los arabescos- maravillaron a Poussin. El pintor en ciernes se encontró de golpe en una estancia de la planta baja, ante un buen fuego, cerca de una mesa cargada de apetitosos manjares y, por una extraordinaria ventura, en compañía de dos grandes artistas llenos de sencillez.
-Joven -le dijo Porbus, al verlo embelesado ante un cuadro- no mire demasiado esa tela; pues caería en la desesperación.
Era el Adán que hizo Mabuse para salir de la prisión en la que sus acreedores lo retuvieron largo tiempo. Aquella figura emanaba, en efecto, tal poder de realidad, que Nicolás Poussin empezó a comprender, desde ese momento, el verdadero sentido de las confusas palabras dichas por el anciano, que miraba el cuadro con aire de satisfacción, pero sin entusiasmo, y que parecía decir: «¡Yo he hecho cosas mejores!»
-Tiene vida -dijo-; mi pobre maestro se ha superado, pero aún falta un poco de verdad en el fondo del lienzo. El hombre está realmente vivo, se levanta y va a venir hacia nosotros. Pero el aire, el cielo, la brisa que respiramos, vemos y sentimos, no están presentes. ¡Además, ahí todavía no hay más que un hombre! Ahora bien, el único hombre salido directamente de las manos de Dios debería tener algo divino, que aquí falta. El mismo Mabuse lo decía con despecho cuando no estaba borracho.
Poussin miraba alternativamente al anciano y a Porbus, con inquieta curiosidad. Se acercó a éste como para preguntarle el nombre de su anfitrión, pero el pintor se puso un dedo en los labios con un aire de misterio, y el joven, vivamente interesado, guardó silencio, esperando que tarde o temprano alguna palabra le permitiera adivinar el nombre de su anfitrión, cuya riqueza y talentos se hallaban suficientemente atestiguados por el respeto que Porbus le manifestaba y por las maravillas acumuladas en aquella sala.
Poussin, al ver sobre la oscura madera de roble que revestía las paredes, un magnífico retrato de mujer, exclamó:
-¡Qué bello Giorgione!
-¡No! -respondió el anciano-; ¡está viendo uno de mis primeros garabatos!
-¡Por mi vida! Entonces estoy ante el dios de la pintura -dijo cándidamente Poussin.
El anciano sonrió como hombre familiarizado desde mucho tiempo atrás con tales elogios.
-¡Maestro Frenhofer! -dijo Porbus-, ¿podría conseguirme un poco de su excelente vino del Rin?
-Dos barricas -respondió el anciano-. Una como compensación por el placer que he tenido esta mañana viendo tu preciosa pecadora, y la otra como regalo de amistad.
-¡Ah!, si yo no estuviera siempre indispuesto -respondió Porbus-, y si usted me permitiera ver su Belle Noiseuse, yo podría realizar alguna pintura alta, ancha y profunda, en la que las figuras fueran de tamaño natural.
-¡Mostrar mi obra! -exclamó el anciano, emocionado-. No, no, aún debo perfeccionarla. Ayer, al atardecer -dijo-, creí haberla acabado. Sus ojos me parecían húmedos, su carne palpitaba. Las trenzas de sus cabellos se movían. ¡Respiraba! Si bien he encontrado el medio de plasmar. en una tela plana, el relieve y la redondez de la naturaleza, esta mañana, con la luz del día, he reconocido mi error. ¡Ah!, para llegar a este glorioso resultado he estudiado a fondo los grandes maestros del color, he analizado y levantado, capa por capa, los cuadros de Tiziano, el rey de la luz; como ese soberano pintor, he esbozado mi figura en un tono claro, con un empaste ligero y nutrido, pues la sombra no es más que un accidente; recuerda esto, muchacho. Después, he vuelto a mi obra y, utilizando medias tintas y veladuras, cuya transparencia disminuía cada vez más, he obtenido las sombras más vigorosas y hasta los negros más profundos; pues las sombras de los pintores mediocres son de distinta naturaleza que sus tonos iluminados; es madera, es bronce, es todo lo que quieran, excepto carne en la sombra. Se tiene la sensación de que si su figura cambiara de posición, los lugares sombreados no quedarían nítidos y no se tornarían luminosos. ¡He evitado este defecto, en el que han caído muchos de los más ilustres y, en mi caso, la blancura se manifiesta bajo la opacidad de la sombra más persistente! Mientras que una multitud de ignorantes cree dibujar correctamente porque traza una línea cuidadosamente perfilada, yo no he marcado con rigidez los bordes exteriores de mi figura, ni he resaltado hasta el menor detalle anatómico, porque el cuerpo humano no acaba en líneas. En esto los escultores pueden acercarse a la verdad más que nosotros. La naturaleza comporta una sucesión de redondeces que se involucran unas en otras. Hablando con rigor, ¡el dibujo no existe! ¡No se ría, joven! Por más singular que le parezca esta afirmación, algún día comprenderá sus razones. La línea es el medio por el que el hombre percibe el efecto de la luz sobre los objetos; pero no hay líneas en la naturaleza, donde todo está lleno: es modelando como se dibuja, es decir, como se extraen las cosas del medio en el que están. ¡La distribución de la luz da, por sí misma, la apariencia al cuerpo! Por eso no he fijado las líneas, sino que he esparcido en los contornos una nube de medias tintas rubias y cálidas que impide que se pueda poner el dedo con precisión en el lugar donde los contornos se encuentran con los fondos. De cerca, este trabajo parece blando y falto de precisión, pero a dos pasos todo se consolida, se detiene, se separa; el cuerpo gira, las formas toman relieve, se siente circular el aire alrededor. Sin embargo aún no estoy contento; tengo dudas. Quizá fuera necesario no dibujar ni un solo trazo, y fuera mejor abordar una figura por su parte media, fijándose primero en lo que resalta por estar más iluminado, para pasar, a continuación, a las partes más oscuras. ¿Acaso no procede de esta guisa el sol, ese divino pintor del universo? ¡Oh, naturaleza! ¡Naturaleza! ¿Quién ha logrado jamás sorprenderte en tus huidas? Sepan que el exceso de conocimiento, al igual que la ignorancia, acaba en una negación. ¡Yo dudo de mi obra!
El anciano hizo una pausa y después continuó:
-Hace diez años que trabajo, joven, pero ¿qué son diez cortos años cuando se trata de luchar contra la naturaleza? ¡Ignoramos cuánto tiempo empleó el señor Pigmalión en hacer la única estatua que jamás haya caminado!
El viejo se sumió en una profunda ensoñación y permaneció con la mirada fija, jugando mecánicamente con su cuchillo.
-Helo aquí en conversación con su espíritu -dijo Porbus en voz baja.
Ante este comentario, Nicolás Poussin se sintió bajo el poder de una inexplicable curiosidad de artista. Ese anciano, con los ojos en blanco, absorto y estupefacto, que se había convertido para él en algo más que un hombre, se le manifestó como un genio lunático que vivía en una esfera desconocida. Le despertaba mil confusas ideas en el alma. El fenómeno moral de esta especie de fascinación no puede definirse, al igual que no puede traducirse la emoción suscitada por un canto que recuerda la patria en el corazón del exiliado. El desprecio que el anciano parecía manifestar hacia las más bellas tentativas del arte, su riqueza, sus maneras, las diferencias que Porbus le manifestaba; aquella obra mantenida tanto tiempo en secreto, obra de paciencia, obra de genio sin duda, a juzgar por la cabeza de la Virgen que el joven Poussin había admirado tan francamente y que, bella incluso comparada con el Adán de Mabuse, atestiguaba el hacer imperial de uno de los príncipes del arte. Todo en ese anciano iba más allá de los límites de la naturaleza humana. Lo que la rica imaginación de Nicolás Poussin pudo aprehender de forma clara y perceptible viendo a este ser sobrenatural, era una imagen completa de la naturaleza del artista, de esa naturaleza loca a la que tantos poderes son confiados y de los que, demasiado a menudo, abusa, arrastrando consigo a la fría razón, a los burgueses e incluso a algunos aficionados, a través de mil caminos pedregosos a un lugar donde, para ellos, nada hay, mientras que, retozando en sus fantasías, esa muchacha de alas blancas descubre allí epopeyas, castillos y obras de arte. ¡Naturaleza burlona y buena, fecunda y pobre! Así, para el entusiasta Poussin, este anciano, por una transfiguración súbita, se había convertido en el Arte mismo, el arte con sus secretos, sus arrebatos y sus ensoñaciones.
-Sí, querido Porbus -prosiguió Frenhofer-, hasta ahora no he podido encontrar una mujer intachable, un cuerpo cuyos contornos sean de una belleza perfecta y cuyas encarnaciones... ¿Pero dónde se encuentra, viva -dijo, interrumpiéndose-, esa Venus de los antiguos, imposible de hallar, siempre buscada y de la que apenas encontramos algunas bellezas dispersas? ¡Oh, por ver un momento, una sola vez, la naturaleza divina, completa, el ideal, en fin, daría toda mi fortuna; iría a buscarte hasta tus limbos, celestial belleza! Como Orfeo, descendería al infierno del arte para recuperar de allí la vida.
-Podemos marcharnos -le dijo Porbus a Poussin-, ¡ya no nos oye, ya no nos ve!
-Vamos a su taller -respondió el joven maravillado.
-¡Oh, el viejo reitre ha sabido custodiar la entrada. Sus tesoros están demasiado bien guardados como para que podamos llegar hasta ellos. No he esperado el parecer y la ocurrencia de usted para intentar el asalto al misterio.
-¿Hay, pues, un misterio?
-Sí -respondió Porbus-. El viejo Frenhofer es el único discípulo que Mabuse quiso tener. Convertido en su amigo, su salvador, su padre, Frenhofer sacrificó la mayoría de sus tesoros para satisfacer las pasiones de Mabuse; a cambio, Mabuse le legó el secreto del relieve, la facultad de dar a las figuras esa vida extraordinaria, esa flor natural, nuestra eterna desesperación, cuya factura a tal punto dominaba, que un día, habiendo vendido y bebido el damasco de flores con el que debía vestirse para presenciar la entrada de Carlos Quinto, acompañó a su maestro con una vestimenta de papel adamascado, pintado. El brillo peculiar de la estofa que llevaba Mabuse sorprendió al emperador, quien, al querer felicitar por ello, al protector del viejo borracho, descubrió la superchería. Frenhofer es un hombre apasionado por nuestro arte, que ve más alto y más lejos que los demás pintores. Ha meditado profundamente sobre los colores y sobre la verdad absoluta de la línea; pero, a fuerza de búsquedas, ha llegado a dudar del objeto mismo de sus investigaciones. En sus momentos de desesperación pretende que el dibujo no existe, y que con líneas sólo se pueden representar figuras geométricas; cosa que está más allá de la verdad, ya que con el trazo negro, que no es un color, se puede hacer una figura; lo que prueba que nuestro arte, al igual que la naturaleza, está compuesto por una infinidad de elementos: el dibujo proporciona un esqueleto, el color es la vida, pero la vida sin el esqueleto es algo más incompleto que el esqueleto sin la vida. En fin, hay algo más verdadero que todo esto, y es que la práctica y la observación lo son todo para un pintor, y que si el razonamiento y la poesía disputan con los pinceles, se acaba dudando como ese buen hombre, que es tan loco como pintor. Pintor sublime, tuvo la desgracia de nacer rico, lo que le ha permitido divagar. ¡No lo imite! ¡Trabaje! Los pintores no deben meditar sino con los pinceles en la mano.
-¡Entraremos en su estudio! -exclamó Poussin sin escuchar ya a Porbus y sin dudar ya de nada.
Porbus sonrió ante el entusiasmo del joven desconocido y se despidió de él, invitándolo a ir a visitarlo.
Nicolás Poussin regresó con pasos lentos hacia la Rue de la Harpe, y, sin darse cuenta, pasó de largo la modesta posada donde se alojaba. Subiendo con inquieta celeridad su miserable escalera llegó a una habitación en el piso alto, situada bajo una techumbre de entramado, sencilla y ligera cubierta de las casas del viejo París. Cerca de la única y sombría ventana de esta habitación vio a una muchacha que, al ruido de la puerta, se irguió al instante, impulsada por el amor; había reconocido al pintor por su forma de girar el picaporte.
-¿Qué te pasa? -le preguntó.
-¡Me pasa, me pasa -gritó él, sofocado por el placer-, que me he sentido pintor! ¡Hasta ahora, había dudado de mí, pero esta mañana he creído en mí mismo! ¡Puedo ser un gran hombre! ¡Animo, Gillette, seremos ricos, felices! Hay oro en estos pinceles.
Pero calló de repente. Su rostro grave y vigoroso perdió la expresión de alegría en cuanto comparó la inmensidad de sus esperanzas con la mediocridad de sus recursos. Las paredes estaban cubiertas por simples papeles llenos de bocetos a lápiz. No poseía ni siquiera cuatro lienzos utilizables. Los pigmentos tenían entonces precios elevados, y el pobre hidalgo contemplaba su paleta casi desnuda. En medio de esta miseria, sentía y poseía increíbles riquezas en su corazón, y la plétora de un genio devorador. Llevado a París por un gentil hombre amigo, o quizás por su propio talento, había encontrado de inmediato una amante, una de esas almas nobles y generosas destinadas a sufrir junto a un gran hombre, cuyas miserias abrazan y cuyos caprichos se esfuerzan por comprender; fuertes para la miseria y el amor, como otras son intrépidas para llevar el lujo, para hacer ostentación de su insensibilidad. La sonrisa errante en los labios de Gillette doraba ese desván y rivalizaba con el esplendor del cielo. El sol no siempre brillaba, pero ella siempre estaba allí, recogida en su pasión, aferrada a su felicidad, a su sufrimiento, consolando al genio que se desbordaba en el amor antes de adueñarse del arte.
-Escucha, Gillette, ven.
La obediente y alegre joven saltó sobre las rodillas del pintor. Era toda gracia, toda belleza, hermosa como una primavera, adornada con todas las riquezas femeninas e iluminándolas con el fuego de un alma bella.
-¡Oh Dios! -exclamó él-, jamás me atrevería a decirle...
-¿Un secreto? -prosiguió ella-; quiero saberlo.
Poussin quedó pensativo.
-Habla, pues.
-¡Gillette! ¡pobre corazón amado!
-¡Oh! ¿Quieres algo de mí?
-Sí.
-Si deseas que vuelva a posar para ti como el otro día -continuó ella con un aire ligeramente mohíno-, no accederé nunca más porque en tales momentos, tus ojos no me dicen nada. Dejas de pensar en mí aunque me estés mirando.
-¿Preferirías verme copiando a otra mujer?
-Tal vez -dijo ella-, si fuera muy fea.
-Veamos -continué Poussin con seriedad-, ¿si para mi futura gloria, si para que llegue a ser un gran pintor, fuera necesario que posaras para otro?
-Quieres ponerme a prueba -dijo ella-. Bien sabes que no lo haría.
Poussin dejó caer la cabeza sobre el pecho, como un hombre que sucumbe a una alegría o a un dolor demasiado fuerte para su alma.
-Escucha -dijo ella tirando a Poussin de la manga de su gastado jubón-: te he dicho, Nick, que daría mi vida por ti, pero nunca te he prometido renunciar a mi amor, mientras viva.
-¿Renunciar? -exclamó Poussin.
-Si me mostrara así a otro, dejarías de amarme. Y yo misma me encontraría indigna de ti. Obedecer tus caprichos, ¿no es algo natural y sencillo? Muy a mi pesar, soy dichosa e incluso me siento orgullosa de hacer tu santa voluntad. Pero, para otro, ¡qué asco!
-Perdóname, querida Gillette -dijo el pintor cayendo de rodillas-. Prefiero ser amado a ser famoso. Para mí eres más bella que la fortuna y los honores. Anda, tira mis pinceles, quema estos bocetos. Me he equivocado. Mi vocación es amarte. No soy pintor, soy enamorado. ¡Mueran el arte y todos sus secretos!
Ella lo admiraba feliz, seducida. Reinaba, sentía instintivamente que, por ella, las artes eran olvidadas y arrojadas a sus pies como un grano de incienso.
-Sin embargo, se trata sólo de un anciano -continuó Poussin-. No podrá ver en ti más que a la mujer. ¡Eres tan perfecta!
-Hay que amar -exclamó ella, dispuesta a sacrificar sus escrúpulos de amor para recompensar a su amante por todos los sacrificios que hacía por ella-. Pero -prosiguió- eso sería perderme. ¡Ah! perderme por ti. Sí, ¡eso es realmente hermoso! Pero me olvidarás. ¡Oh, qué mala ocurrencia has tenido!
-La he tenido y, no obstante, te amo -dijo él con aire contrito; pero soy un infame.
-¿Y si lo consultamos con el padre Hardouin? -dijo ella.
-¡Oh no! Que sea un secreto entre nosotros dos.
-Está bien, iré; pero tú no estés presente -dijo-. Quédate en la puerta, armado con tu daga; si grito, entra y mata al pintor.
Pensando sólo en su arte, Poussin estrechó a Gillette entre sus brazos.
-¡Ya no me ama! -pensó Gillette cuando se encontró sola.
Ella se arrepentía ya de su decisión. Pero pronto fue presa de un espanto más cruel que su arrepentimiento, y se esforzó en rechazar un horrible pensamiento que crecía en su corazón. Creía amar ya menos al pintor, presintiéndolo menos digno de amor que antes.

II
CATHERINE LESCAULT
Tres meses después del encuentro de Poussin con Porbus, éste fue a visitar al maestro Frenhofer. El anciano, en ese momento, era víctima de una de esas depresiones profundas y espontáneas cuya causa se encuentra, de creer a los matemáticos de la medicina, en una mala digestión, en el viento, en el calor o en cualquier empacho de los hipocondrios y, según los espiritualistas, en la imperfección de nuestra naturaleza moral. El pobre hombre, pura y simplemente, se había agotado perfeccionando su misterioso cuadro. Estaba lánguidamente sentado en un amplio sillón de roble esculpido y guarnecido con cuero negro; sin abandonar su actitud melancólica, miró a Porbus desde el fondo de su hastío.
-¿Qué ocurre, maestro? -le dijo Porbus , el color ultramar que fue a buscar a Brujas, ¿era malo? ¿No puede desleir su nuevo blanco? ¿Se ha alterado su aceite o se le resisten los pinceles?
-¡Ay de mí! -exclamó el anciano-; por un momento he creído que mi obra estaba terminada; pero ciertamente me he equivocado en algunos detalles y no estaré tranquilo hasta que haya esclarecido mis dudas. He decidido viajar a Turquía, a Grecia y a Asia para buscar allí una modelo y comparar mi cuadro con diferentes naturalezas. Tal vez tenga allí arriba -continuó, dejando escapar una sonrisa de satisfacción- la naturaleza misma. A veces casi temo que un soplo despierte a esa mujer y que se me vaya.
Después se levantó, de repente, como para irse.
¡Oh, oh! -respondió Porbus-, llego a tiempo para evitarle el gasto y las fatigas del viaje.
-¿Cómo? -preguntó Frenhofer asombrado.
-El joven Poussin es amado por una mujer cuya incomparable belleza carece de imperfección alguna. Pero, mi querido maestro, si él consiente en prestársela, al menos tendría usted que permitirnos ver su pintura.
El anciano permaneció de pie, inmóvil, en un estado de absoluta consternación.
-¡Cómo! -exclamó al fin, dolorido-. ¿Enseñar mi criatura, mi esposa? ¿Rasgar el velo bajo el que castamente he cubierto mi felicidad? ¡Eso sería una abominable prostitución! Hace ya diez años que vivo con esa mujer; es mía, sólo mía, ella me ama. ¿Acaso no me ha sonreído a cada pincelada que le he dado? Tiene un alma, el alma que yo le he dado. Se ruborizaría si una mirada distinta a la mía se posara en ella. ¡Enseñarla! ¿Qué marido, qué amante sería tan vil como para llevar a su mujer a la deshonra? Cuando haces un cuadro para la corte, no pones toda tu alma en él; ¡no vendes a los cortesanos más que maniquís coloreados! Mi pintura no es una pintura; ¡es un sentimiento, una pasión! Nacida en mi taller, ha de permanecer virgen en él y sólo puede salir de allí vestida. ¡La poesía y las mujeres no se entregan, desnudas, sino a sus amantes! ¿Poseemos acaso la modelo de Rafael, la Angélica de Ariosto, la Beatriz de Dante? ¡No! Sólo vemos sus Formas. Pues bien, la obra que guardo arriba, bajo cerrojos, es una excepción en nuestro arte. No es un cuadro, ¡es una mujer!, una mujer con la que lloro, río, charlo y pienso. ¿Pretendes que, de repente, abandone una felicidad de diez años como se tira un abrigo? ¿Que, de golpe, deje de ser padre, amante y Dios? Esa mujer no es una criatura, es una creación. Que venga tu joven amigo y le daré mis tesoros, le daré cuadros de Correggio, de Miguel Ángel, de Tiziano, besaré la huella de sus pasos en el polvo, pero ¿convertirlo en mi rival? ¡Qué vergüenza! ¡Ay! soy aún más amante que pintor. Sí, tendré fuerzas para quemar mi Belle Noiseuse cuando esté a punto de exhalar mi último aliento, pero ¿hacerle soportar la mirada de un hombre, de un joven, de un pintor? ¡No, no! ¡Mataría al día siguiente a quien la hubiera mancillado con una mirada! ¡Te mataría al momento, a ti, mi amigo, si no la saludaras de rodillas! ¿Pretendes ahora que someta mi ídolo a las frías miradas y a las estúpidas críticas de los imbéciles? ¡Aj! El amor es un misterio, sólo puede vivir en el fondo de los corazones y todo está perdido cuando un hombre dice, siquiera sea a su amigo:
-¡He aquí aquélla a la que amo!
El anciano parecía haber rejuvenecido; sus ojos tenían brillo y vida, sus pálidas mejillas habían adquirido un matiz de un rojo encendido, y sus manos temblaban. Porbus, asombrado por la violencia apasionada con que estas palabras fueron dichas, no sabía qué responder ante un sentimiento tan nuevo como profundo. ¿Frenhofer estaba cuerdo o loco? ¿Estaba dominado por una fantasía de artista, o acaso las ideas que había expresado procedían de ese fanatismo inefable producido en nosotros por el largo alumbramiento de una gran obra? ¿Existía alguna esperanza de poder convivir con esa extraña pasión?
Dominado por todos estos pensamientos, Porbus dijo al anciano:
-¿Pero no se trata de mujer por mujer?; ¿no entrega Poussin su amante a las miradas de usted?
-¿Qué amante? -respondió Frenhofer-. Ella lo traicionará tarde o temprano. ¡La mía siempre me será fiel!
-¡Está bien! -continuó Porbus-, no se diga más. Pero antes de que usted encuentre, siquiera en Asia, una mujer tan bella, tan perfecta como aquélla de la que habló, usted quizás habrá muerto sin haber acabado su cuadro.
-¡Oh!, ya está acabado -dijo Frenhofer-. Quien lo viese creería llegar a percibir una mujer echada sobre un lecho de terciopelo, bajo unos cortinajes. Cerca de ella un trébedes de oro exhala perfumes. Estarías tentado de coger la borla de los cordones que retienen las cortinas, y te parecería ver el seno de Catherine Lescault, una bella cortesana llamada la Belle Noiseuse, traducir el movimiento de su respiración. No obstante, querría estar seguro...
-Ve, pues, a Asia -respondió Porbus al percibir una cierta vacilación en la mirada de Frenhofer.
Y Porbus dio algunos pasos hacia la puerta de la estancia.
En ese momento, Gillette y Nicolás Poussin habían llegado a la morada de Frenhofer. Cuando la muchacha estaba a punto de entrar, soltó el brazo del pintor y retrocedió como si hubiera sido presa de algún súbito presentimiento.
-¿Pero qué hago yo aquí? -preguntó a su amante con una voz profunda y mirándolo fijamente.
-Gillette, estoy en tus manos y quiero complacerte en todo. Eres mi conciencia y mi gloria. Vuelve a casa, sería más feliz, tal vez, que si tú...
-¿Soy dueña de mí misma cuando me hablas así? ¡Oh, no!, no soy más que una niña. Vamos, -añadió, pareciendo hacer un tremendo esfuerzo-; si nuestro amor muere y si sufro en mi corazón una permanente pena, ¿no será tu celebridad el precio de mi obediencia a tus deseos? Entremos, eso supondrá vivir, aunque no sea sino como un recuerdo, para siempre, en tu paleta.
Al abrir la puerta de la casa, los amantes se encontraron con Porbus, quien, sorprendido por la belleza de Gillette cuyos ojos estaban, en ese momento, llenos de lágrimas, la asió, toda temblorosa, y la llevó ante el anciano:
-Mírela -dijo-, ¿no vale todas las obras maestras del mundo?
Frenhofer se estremeció. Gillette estaba allí en la actitud candorosa y sencilla de una joven georgiana inocente y atemorizada, raptada y ofrecida por unos bandidos a un traficante de esclavos cualquiera. Un púdico rubor coloreaba su rostro, bajaba los ojos, sus manos colgaban a ambos lados, sus fuerzas parecían abandonarla y las lágrimas protestaban contra la violencia hecha a su pudor. En ese momento Poussin, lamentando haber sacado aquel bello tesoro de su buhardilla, se maldijo a sí mismo. Se tornó más amante que artista y mil escrúpulos le torturaron el corazón al ver la mirada rejuvenecida del anciano, quien, con hábito de pintor, desnudó, por decirlo de alguna manera, a esta muchacha, adivinando sus más secretas formas. Entonces recayó en los feroces celos del verdadero amor.
-¡Gillette, vámonos! -gritó.
Ante esa intensidad, ante ese grito, su amante, alborozada, levantó la mirada hacia él, lo vio y corrió a sus brazos.
-¡Ah!, me amas, pues -respondió ella, deshaciéndose en lágrimas.
Tras haber tenido la entereza necesaria para callar su sufrimiento, le faltaban fuerzas para ocultar su felicidad.
-¡Oh!, déjemela por un momento -dijo el viejo pintor-, y podrá compararla con mi Catherine. Sí, acepto el reto.
Aún había pasión en la exclamación de Frenhofer. Parecía galantear con su ficción de mujer y gozar, por adelantado, del triunfo que la belleza de su virgen iba a obtener frente a la de una joven verdadera.
-No le permita desdecirse -exclamó Porbus dando una palmada en el hombro de Poussin-. Los frutos del amor son efímeros; los del arte son inmortales.
-Para él -respondió Gillette mirando atentamente a Poussin y a Porbus-, ¿no soy, pues, más que una mujer?
Levantó la cabeza con orgullo; pero cuando, tras haber lanzado una mirada fulgurante a Frenhofer, vio a su amante entregado, nuevamente, a la contemplación del retrato que poco antes había tomado por un Giorgione, dijo:
-¡Ah, subamos! A mí nunca me ha mirado así.
-Viejo -dijo Poussin, sacado de su meditación por la voz de Gillette-, ¿ves esta espada? La hundiré en tu corazón a la primera palabra de queja que pronuncie esta muchacha; incendiaré tu casa y nadie se salvará. ¿Entiendes?
Nicolás Poussin tenía un aspecto sombrío y su parlamento fue terrible. Esta actitud y, sobre todo, el gesto del joven pintor, consolaron a Gillette, quien casi le perdonó que la sacrificara por la pintura y por su glorioso porvenir. Porbus y Poussin permanecieron a la puerta del taller, mirándose el uno al otro en silencio. Si bien, al principio, el pintor de la María Egipcíaca se permitió algunas exclamaciones: -¡Ah! ella se está desnudando, ¡él le pide que salga a la luz! ¡La está comparando!-, en seguida calló al ver el aspecto de Poussin, cuyo semblante estaba profundamente afligido, y, si bien los viejos pintores ya no tienen esos escrúpulos, tan insignificantes ante el arte, los admiró por lo ingenuos y hermosos que eran. El joven tenía su mano sobre la empuñadura de su daga y la oreja casi pegada a la puerta. Ambos, en la penumbra y de pie, parecían, de tal guisa, dos conspiradores en espera del momento oportuno para atentar contra un tirano.
-Pasen, pasen -les dijo el anciano radiante de dicha-. Mi obra es perfecta y ahora puedo mostrarla con orgullo. Jamás pintor, pinceles, colores, lienzo ni luz lograrán crear una rival de Catherine Lescault, la bella cortesana.
Movidos por una viva curiosidad, Porbus y Poussin se precipitaron hasta el centro de un amplio taller cubierto de polvo, donde todo estaba en desorden y en el que vieron, aquí y allá, cuadros colgados de las paredes. Se detuvieron, en primer lugar, ante una figura de tamaño natural, semidesnuda, ante la que quedaron llenos de admiración.
¡Oh!, dejen eso -dijo Frenhofer-, es una tela que he emborronado para estudiar una postura; ese cuadro no vale nada. He aquí mis errores -prosiguió, mostrándoles espléndidas composiciones suspendidas de las paredes de alrededor.
Ante estas palabras, Porbus y Poussin, estupefactos ante su desdén por tales obras, buscaron el retrato anunciado, sin conseguir descubrirlo.
-Pues bien, ¡aquí está! -les dijo el anciano, con los cabellos desordenados, con el rostro inflamado por una exaltación sobrenatural, con los ojos centelleantes y jadeando como un joven embriagado de amor-. ¡Ah, ah! -exclamó-, ¡no esperaban tanta perfección! Están ante una mujer y buscan un cuadro. Hay tanta profundidad en este lienzo, su atmósfera es tan real, que no llegan a distinguirlo del aire que nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido, desaparecido! He aquí las formas mismas de una joven. ¿No he captado bien el color, la viveza de la línea que parece delimitar el cuerpo? ¿No es el mismo fenómeno que nos ofrecen los objetos que se encuentran inmersos en la atmósfera como los peces en el agua? ¿Aprecian cómo los contornos se destacan sobre el fondo? ¿No les parece que podrían pasar la mano por esa espalda? Y es que durante siete años he estudiado los efectos del encuentro de la luz con los objetos. Y estos cabellos, ¿no están inundados por la luz?... ¡Creo que ha respirado!... ¿Ven este seno? ¡Ah! ¿quién no querría adorarla de rodillas? Sus carnes palpitan. Está a punto de levantarse, fíjense.
~¿Ve usted algo? -preguntó Poussin a Porbus.
-No. ¿Y usted?
-Nada.
Los dos pintores dejaron al anciano en su éxtasis y comprobaron si la luz, al caer vertical sobre la tela que les mostraba, neutralizaba todos los efectos. Examinaron, entonces, la pintura, colocándose a la derecha, a la izquierda, de frente, agachándose y levantándose alternativamente.
-Sí, sí, es una pintura -les decía Frenhofer, equivocándose sobre la finalidad de este examen escrupuloso-. Miren, aquí está el bastidor y esto es el caballete; en fin, aquí están mis colores y mis pinceles.
Y tomó una brocha que les mostró con un gesto pueril.
-El viejo lansquenete se burla de nosotros -dijo Poussin volviendo ante el pretendido cuadro-. Aquí no veo más que colores confusamente amontonados y contenidos por una multitud de extrañas líneas que forman un muro de pintura.
-Estamos en un error, ¡mire!... -continuó Porbus.
Al acercarse percibieron, en una esquina del lienzo, el extremo de un pie desnudo que salía de ese caos de colores, de tonalidades, de matices indecisos, de aquella especie de bruma sin forma; un pie delicioso, ¡un pie vivo! Quedaron petrificados de admiración ante ese fragmento librado de una increíble, de una lenta y progresiva destrucción. Aquel pie aparecía allí como el torso de alguna Venus de mármol de Paros que surgiera entre los escombros de una ciudad incendiada.
-¡Hay una mujer ahí debajo! -exclamó Porbus señalando a Poussin las capas de colores que el viejo pintor había superpuesto sucesivamente, creyendo perfeccionar su obra.
Los dos pintores se volvieron espontáneamente hacia Frenhofer, empezando a comprender, aunque vagamente, el éxtasis en que vivía.
-Lo ha hecho de buena fe -dijo Porbus.
-Sí, amigo mío -respondió el anciano, desvelándose-; hace falta la fe, fe en el arte, y vivir durante mucho tiempo con la propia obra, para poder realizar semejante creación. Algunas de estas sombras me han costado mucho trabajo. Miren, allí hay, en su mejilla, bajo los ojos, una ligera penumbra que, si la observan al natural, les parecerá casi intraducible. Pues bien, ¿creen que no me ha costado esfuerzos inauditos reproducirla? Además, mi querido Porbus, si observas atentamente mi trabajo, comprenderás mejor lo que te decía sobre la manera de tratar el modelado y los contornos. Mira la luz del seno y observa cómo, con una serie de toques y de realces muy empastados, he conseguido atrapar la verdadera luz y combinarla con la blancura fulgente de los tonos iluminados; y cómo, mediante un trabajo inverso, eliminando los resaltes y el grano del empaste, he podido, a fuerza de acariciar el contorno de mi figura, atenuado con medios tonos, suprimir hasta la idea de dibujo y de medios artificiales y darle la apariencia y la redondez misma de la naturaleza. Acérquense; verán mejor el trabajo. De lejos, desaparece. ¿Se dan cuenta? Aquí creo que es muy visible.
Y, con el extremo de su brocha, señalaba a los dos pintores un empaste de color claro.
Porbus dio una palmada en el hombro del anciano y volviéndose hacia Poussin dijo a éste:
-¿Sabe usted que vemos en él a un pintor muy importante?
-Es aún más poeta que pintor -respondió Poussin con gravedad.
-Aquí -continuó Porbus tocando la tela-, acaba nuestro arte en la tierra.
-Y, desde aquí, sube a perderse en los cielos -dijo Poussin.
-¡Cuántos placeres en este trozo de lienzo! -exclamó Porbus.
El anciano, absorto, no los escuchaba y sonreía a esa mujer imaginaria.
-Pero, tarde o temprano, ¡se dará cuenta de que no hay nada en su lienzo! -exclamó Poussin.
-Nada en mi lienzo -dijo Frenhofer mirando alternativamente a ambos pintores y a su supuesto cuadro.
-¡Qué ha hecho usted! -le dijo Porbus a Poussin.
El anciano agarró con fuerza el brazo del joven y le dijo:
-¡No ves nada, patán!, ¡bandido!, ¡villano!, ¡afeminado! Entonces, ¿por qué has subido aquí? Mi buen Porbus -continuó, volviéndose hacia el pintor-, ¿también usted se está burlando de mí? ¡Conteste! Soy su amigo, dígame, ¿he echado a perder, pues, mi cuadro?
Porbus, indeciso, no osó decir nada, pero la angustia que se dibujaba en el pálido rostro del anciano era tan atroz, que señaló la tela diciéndole:
-¡Mire!
Frenhofer contempló su cuadro durante un instante y vaciló.
-¡Nada, nada! ¡Y haber trabajado durante diez años!
Se sentó y lloró.
-¡Así que soy un imbécil, un loco! ¡No tengo, pues, ni talento, ni capacidad; no soy más que un hombre rico que cuando camina, no hace sino caminar! De modo que no he producido nada.
Contempló su lienzo a través de sus lágrimas, se irguió de repente con orgullo, y lanzó a los dos pintores una mirada centelleante.
-¡Por la sangre, por el cuerpo, por la cabeza de Cristo, son unos envidiosos que pretenden hacerme creer que está malograda para robármela! ¡Yo, yo la veo! -gritó-; es maravillosamente bella.
En ese momento, Poussin oyó el llanto de Gillette, olvidada en un rincón.
-¿Qué te ocurre, ángel mío? -le preguntó el pintor, súbitamente enamorado de nuevo.
-¡Mátame! -dijo ella-. Sería una infame si te amase todavía, porque te desprecio. Te admiro y me causas horror. Te amo y creo que ya te odio.
Mientras Poussin escuchaba a Gillette, Frenhofer cubría a su Catherine con una sarga verde, con la seria tranquilidad de un joyero que cierra sus cajones creyéndose en compañía de diestros ladrones. Lanzó a ambos pintores una mirada profundamente llena de desprecio y de suspicacia, y los despachó en silencio de su taller, con una celeridad convulsiva. Luego les dijo, desde el umbral de su casa:
-Adiós, mis jóvenes amigos.
Este adiós heló a los dos pintores. Al día siguiente, Porbus, preocupado, volvió a visitar a Frenhofer, y supo que había muerto durante la noche, después de haber quemado sus cuadros.
FIN
1. Reitre: soldado alemán al servicio del Rey de Francia.
2Currus venustus: carruaje elegante; pulcher homo: hombre bello.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

El guardagujas [Cuento. Texto completo.] Juan José Arreola

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/arreola/el_guardagujas.htm

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
FIN

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El misterio [Cuento. Texto completo.] Leónidas Andréiev

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El misterio[Cuento. Texto completo.]Leónidas Andréiev
I
Experimenté una inmensa alegría. Yo era un estudiante pobre, sin un copec en el bolsillo -había gastado los últimos en un anuncio solicitando un empleo-. Y tuve la suerte de encontrar un magnífico trabajo.
Una nublada mañana de finales de octubre recibí una carta en la cual se me invitaba a presentarme en el Hotel de Francia, situado en la calle de la marina. Hora y media más tarde, y cuando la lluvia, que empezó a caer poco antes de que la carta llegara a mis manos, no había cesado aún, disponía de un empleo, de una vivienda y de veinte rublos ¡Un verdadero sueño, un cuento de hadas! Desde el primer momento, todo me causó una grata impresión: el suntuoso hotel, la lujosa habitación donde fui recibido y el amable caballero que me atendió. Era un caballero entrado en años y vestido con la inconfundible elegancia de las personas acostumbradas a la buena ropa desde su infancia.
Resulta innecesario decir que acepté sus condiciones: vivir con su familia en el campo, ser el profesor de un niño de ocho años y cobrar cincuenta rublos mensuales.
-¿Le gusta a usted el mar? -me preguntó Norden (no había por qué llamarlo “señor” Norden).
-¿El mar? -balbucí-¡Oh sí!, ¡muchísimo!
Norden se echó a reír.
-Desde luego... ¿A quién no le ha gustado el mar en su juventud? Pues bien, desde casa verá usted el mar. Un mar un poco gris, un poco triste; pero con furores y sonrisas. Se encontrará usted en la gloria.
-No lo dudo.
Sonreí, y Norden también. Añadió:
-En aquel mar se ahogó mi hija Elena... Hace cinco años.
Permanecí en silencio. No sabía qué decir. Además, estaba desconcertado por su sonrisa. ¡Sonreía hablando de la muerte de su hija!
“¿Será una broma?”, pensé.

El anticipo de veinte rublos me lo hizo m
otu proprio  y se negó aceptar un recibo. No me pidió el pasaporte y ni siquiera preguntó mi nombre. En otras circunstancias, aquella confianza acaso me hubiera parecido muy natural; pero me hallaba tan deprimido a causa de mi expulsión de la Universidad, tenía el estomago tan vacío y los calcetines tan mojados, que el inspirarla me sorprendió mucho y aumentó mi satisfacción.
Sin embargo, cuando llevaba unos días en casa de Norden, no veía las cosas tan color de rosa: me había acostumbrado al lujo de mi habitación, a la buena mesa y a los calcetines secos, y a medida que me distanciaba de la ida de Petersburgo, del hambre, de la terrible lucha por la existencia, mis ojos iban percibiendo matices raros y nada alegres en lo que me rodeaba. Al enumerar a mis compañeros, en mis cartas, las excelencias de mi nueva vida, no experimentaba ninguna alegría.
Al principio, mi percepción de aquellos sombríos y misteriosos matices fue muy vaga, casi inconsciente. A simple vista, no había en el mundo morada más alegre ni familia más dichosa que la de Norden. Y hubo de transcurrir algún tiempo antes de que pudiera empezar a intuir que pesaban sobre el lugar y las personas ocultos y abrumadores motivos de tristeza.
La casa, rodeada de un jardín, se hallaba situada a orillas del mar. Era de dos pisos, amplia y lujosa; a mí, pobre estudiante, me habían alojado en el entresuelo, en una habitación espléndida, como si fuera un personaje o un amigo intimo de la familia. El jardín era magnífico: a pesar de lo severo y pobre de la naturaleza circundante -rocas, arenas y pinos-, a pesar de las nieblas matinales y de la fría brisa marina, estaba poblado de árboles soberbios, tilos, abetos azules, nogales y castaños, y lo embellecían numerosos rosales y jazmines. Entre los árboles y los arbustos -que ignoro por qué motivo se me antojaban que siempre tenían frío- crecía un hermoso césped. Todos los que lo veían a través de la verja lo encontraban precioso y envidiaban a su propietario.
Norden estaba orgulloso de su jardín. A mí, cuando lo vi por primera vez, me encantó. Pero en su excesivo aislamiento, en la especie de desamparo de los árboles sobre el fondo verde, había algo que hacía pensar, de un modo vago, en una dolorosa injusticia, en un error irreparable, en una felicidad pérdida.
En los senderos no había huellas. ¿Por qué?. En la casa vivían numerosas personas. Norden se paseaba con frecuencia por el jardín, los niños que eran tres, pasaban en el buena parte del día; pero -lo recuerdo como si estuviera viéndolo- en los senderos no había huellas.
Norden, vanagloriándose un día de aquella extraña peculiaridad de su jardín, me dijo que la arena que recubría los senderos era una mezcla especial de arcilla y grava, sobre la cual no quedaban impresas las pisadas ni siquiera inmediatamente después de la lluvia.
-Es un capricho- añadió.
No le oculté que me parecía un capricho absurdo.
Norden se echo a reír, sin que yo acertara a explicarme el motivo de su hilaridad, y tocándome suavemente en el codo murmuró:
-Contemple usted el jardín al amanecer.
Como obedeciendo a una orden irresistible, al día siguiente me levanté al amanecer, limpié los empañados cristales y miré al jardín: Tres oscuras siluetas avanzaban, encorvadas sobre la arena, por los senderos. Me di cuenta de que eran obreros entregados a la tarea de borrar huellas. Aquello no me gustó.
Aparte de las huellas, hubiese resultado muy natural ver alguna vez en los senderos un juguete abandonado, una herramienta olvidada por el jardinero... Pero allí nadie olvidaba nada ni abandonaba nada. Las últimas hojas, amarillas, abarquilladas, caían sobre los árboles, caían de los árboles y parecían adherirse desesperadamente a la arena; pero las mismas manos dóciles que borraban las huellas no tardaban en llevárselas. A veces se me antojaba que alguien, quizás el propio Norden, luchaba sin tregua contra los recuerdos, tratando de crear en torno suyo el vacío, sin conseguirlo, ya que cuanto más abría su boca al vacío más cuerpo tomaban los recuerdos ahuyentados, las imágenes destruidas, las huellas borradas. Yo, que no poseía una gran capacidad de observación, sentía ya pesar sobre mí los recuerdos de un error fatal, de una felicidad desvanecida, de una triste verdad.

No tardé en convertirme en un espía, en un buscador de huellas. Mi imaginación, nada risueña a causa de mi dolorosa niñez y de una juventud no demasiado alegre, pobló aquel extraño jardín de crímenes y asesinatos. Los días soleados -muy raros aquel otoño-  me reía de mis fantasías y las atribuía a mis pocos años.
Pero cuando las nieblas marinas inundaban la costa y el cielo de color plomizo parecía aplastar la tierra, se me encogía el corazón al pensar en aquellos tres hombres que al amanecer, encorvados, recorrían los senderos del jardín.
No sé si mis indagaciones hubieran sido fructíferas sin la ayuda del propio Norden, que una tarde paseando en mi compañía por la playa, me mostró un montón de piedras pegadas en forma de pirámide. Las olas habían derribado algunas de las piedras y la pirámide había perdido parte de su forma primitiva, por cuyo motivo, sin duda, no me había fijado aún en ella.
-No es tan grande como la de Cheops -me dijo Norden-, pero es una pirámide.
Prorrumpió una carcajada -aquel hombre encontraba motivo de risa en todo- y añadió:
-Mi primera intención fue la de edificar una iglesia de estilo normando. ¿Le gusta a usted el estilo normando? Pero me negaron el permiso... ¡Qué mezquindad de espíritu!
Guardé silencio. No sabía qué decir. Es algo que me sucede con frecuencia. Norden, tras una pausa lo bastante prolongada como para darme tiempo a hacer algún comentario o formular alguna pregunta, me explicó:
-En este lugar fue encontrado el cadáver de mi hija Elena. A este lado la cabeza, allí los pies. Creo haberle dicho ya que murió ahogada.
-¿Cómo ocurrió la desgracia?
-Una imprudencia juvenil -respondió Norden, sonriendo-. Embarcó sola en una lancha; se levantó un viento muy fuerte y la lancha zozobró.
Contemplé el mar, gris y un poco agitado. Hasta muy lejos de la orilla, el mar no cubría del todo las rocas de que estaba salpicado el fondo.
-El mar es aquí muy poco profundo -observé.
-Si, pero ella se alejó más de lo debido.
-¿Por qué lo hizo?
-Los jóvenes, amigo mío, suelen ir demasiado lejos -respondió Norden, sonriendo y tocándome suavemente el codo.
Y empezó hablarme de sus dos magnificas lanchas a la sazón guardadas, ya que sólo las utilizaba durante la primavera y el verano.
-¿Y se encontró también la lancha? -interrumpí.
-¿Cuál?
-La de la desgracia.
-¡Oh, sí! El mar la arrojó a la playa. La hice pintar de un color distinto. Es la más fuerte y la más marinera de las dos. Ya tendrá usted ocasión de comprobarlo, cuando llegue el buen tiempo.
Después de aquella conversación -que a pesar de no haberme revelado nada concreto, se me antojaba que me había revelado muchas cosas-, la ruinosa pirámide fue otra de mis preocupaciones, durante algún tiempo. ¿Por qué aquel hombre, que borraba implacablemente todas las huellas, que había mandado a pintar de otro color la lancha en la cual había perecido a su hija, había erigido aquella especie de monumento en memoria de la difunta? ¿Se trataba de un arrebato sentimental, o de una de esas faltas de lógica en que suelen incurrir los hombres más consecuentes?
Sin embargo, no tardé en dejar de formularme semejantes preguntas, atraída mi atención por algo que me inquietaba más que la pirámide, más que los melancólicos árboles del jardín: el mar. La profunda tristeza que pesaba sobre aquella mansión y sobre sus moradores debía de tener su principal origen en el mar.
En el mar...

II
Antes de seguir adelante debo hablar de mi vida entre aquellas personas tan raras, tan desagradables y tétricas a pesar de su aparente regocijo.
Por la mañana ejercía mis funciones docentes por espacio de dos horas. Mi discípulo, Volodía era un muchacho de ocho años, muy bien educado, cortés como un gentleman, estudioso y dócil. No apoyaba, como otros discípulos que yo había tenido, las rodillas en el borde de la mesa, ni se metía los dedos en las narices, ni derramaba la tinta, ni decía sandeces. Escuchaba mis explicaciones con un aire tan grave como si yo fuera el rey Salomón y él uno de mis súbditos. Ignoro si me consideraba realmente como un sabio; pero aquella grave atención, que parecía atribuir un enorme valor a cada una de mis palabras, me azoraba mucho.
Todos los días, excepto los festivos, a las diez en punto aparecía ante mi mesa la cabeza rubia, pelada al rape de Volodía, y a las doce en punto desaparecía. El rostro del muchacho era achatado, pálido, desprovisto de cejas, y los ojos, muy separados y de color claro, destacaban en él con gran relieve, como si estuvieran en un plato. El pobre niño no tenía mucho que agradecerle a la naturaleza desde el punto de vista estético.
“Quizá con el tiempo mejorase su aspecto”, pensaba yo. A pesar de su aire respetuoso y su prudencia, no me era simpático. He dicho “a pesar”, y debí decir “a causa”; yo lo encontraba demasiado dócil y cortés. Sólo se reía cuando una persona mayor bromeaba, lo hacia para complacerla. En su inexpresivo semblante sólo se pintaba la alegría, el asombro, el horror o la tristeza cuando algún adulto decía algo que “debía” alegrar, asombrar, horrorizar o entristecer a sus oyentes. No parecía un niño, sino alguien que representaba concienzudamente el papel de un niño. Incluso cuando jugaba lo hacía a las instancias de las personas mayores, y como si hubiese aprendido a jugar en sueños. Sus dos hermanitos -un chiquillo de siete años y una niña de cinco- no podían haberle enseñado: no jugaban nunca.
Yo veía muy poco a los hermanos de Volodia. Siempre estaban con su vieja aya inglesa, con la cual no podía conversar debido a mi desconocimiento del idioma.
Traté de acostumbrar a mi discípulo a que paseara conmigo; pero lo hacía de un modo absurdo, artificial, como un autómata, como un niño de madera o de celuloide; bien educado,eso sí.
Una tarde bajé al jardín y lo vi sentado en un banco muy limpio, junto a un sendero, también muy limpio y sin huella alguna. Volodia estaba llorando. Tenía una rodilla entre las manos y se mordía el labio inferior. Era la primera vez que percibía en su rostro una expresión verdaderamente infantil. Sin duda se había caído y lastimado seriamente. En cuanto advirtió mi presencia, dejó de llorar, se puso en pie y salió a mi encuentro, cojeando ligeramente.
-¿Te has lastimado Volodia? -inquirí.
-Sí.
-Llora, llora…
Me miró fijamente, como para convencerse de que hablaba en serio, y respondió.
-Ya he llorado.
No me habría sorprendido oírle añadir “gracias”, como el protagonista de la antigua anécdota. ¡Hasta tal punto era fino aquel absurdo hombrecito!
Mis deberes pedagógicos, como ya he dicho, se reducían a las dos horas diarias de clase; en consecuencia, me pasaba gran parte del día paseando, si el tiempo lo permitía, o leyendo en mi cuarto. Norden había puesto a mi disposición todos sus libros, que eran muy numerosos, proporcionándome con ello una gran alegría. A veces leía en la biblioteca, para lo cual me había dado permiso también Norden, y allí me encontraba a mis anchas. Cómodos divanes, grandes mesas cubiertas de revistas, estanterías repletas de libros lujosamente conservados, silencio... un silencio más absoluto que el que reinaba en mi aposento, ya que la biblioteca se encontraba en el segundo piso, donde no llegaban los únicos ruidos de la casa, todos provocados por Norden, ignoro con qué objeto, haciendo ladrar a los perros, cantar a los niños y reír a cuantos le rodeaban.
A la hora de las comidas nos reuníamos en el comedor los niños, el aya, Norden y yo. Nunca había invitados, si se exceptúa un alemán gordo y taciturno que almorzaba a veces con nosotros y que sólo abría la boca para comer y para reír cuando Norden contaba algún chascarrillo. Creo que era el administrador de Norden.
Durante las comidas reinaba una ruidosa alegría: continuamente resonaban estrepitosas carcajadas, con motivo o sin él. El amo de la casa utilizaba todos los recursos para excitar la hilaridad de los comensales. El aya se desternillaba de risa, a pesar de que no comprendía ni la mitad de lo que Norden decía: al parecer, todo el mundo estaba obligado a reírse.
Los primeros días, no solía tomar parte de este regocijo, lo cual turbaba e incluso afligía a Norden.
-¿Por qué no se ríe usted? -me preguntaba mirándome a los ojos con aire angustiado-. ¿No le ha hecho gracia?
Y me repetía el chascarrillo, aclarándome en qué consistía su comicidad. Y sí, a pesar de todo yo continuaba serio o me limitaba a sonreír, se ponía nervioso y contaba otro chascarrillo, y otro, y otro, extrayéndome la risa como se extrae el agua de la manteca. De haberme obstinado en no reír, creo que Norden hubiera empezado a llorar y a besarme las manos, suplicándome por el amor de dios la limosna de mi risa, como si su vida peligrase y mis carcajadas pudieran salvarla.
No tardé en reírme como los demás; la risa estúpida, imbécil, ensanchaba mi boca, como el freno ensancha la de un caballo. Y, lleno de dolor y de horror, a veces experimentaba, estando solo en mi habitación o en la playa, unos locos deseos de reír…
Durante algún tiempo, al no ver en la mesa más que a las personas mencionadas, creí que la familia de Norden se reducía a sus tres hijos. Pero un día, al final del almuerzo, oí que alguien tocaba el piano en el piso alto, en el ala separada de la biblioteca por un pasillo, en cuyo extremo había una puerta, siempre cerrada.
Quedé asombrado y, contra todas las convenciones -nunca he sabido adaptarme a ellas-, pregunté:
-¿Quién está tocando?
Norden respondió, risueño:
-Es mi esposa. Perdone. Me había olvidado ponerle en antecedentes. Mi esposa no goza de muy buena salud, la pobre, y no sale de su habitación. Pero es inteligentísima; y toca el piano maravillosamente. ¡Escuche, escuche!
Pero la música era muy triste y Norden se turbó.
-¡Toca maravillosamente! -repitió, golpeando el borde del plato con el cuchillo.
Un instante después se puso de pie y echo a correr escaleras arriba.
No habían transcurrido dos minutos cuando volvió a bajar y exclamó, en tono jubiloso:
-¡Niños! ¡Miss Moll! ¡A bailar! ¡Mamá quiere que bailen un poco!
En efecto, a la música triste sucedió la de un baile de moda, rápido y semiepiléptico. La ejecución, ahora, era mucho menos limpia, y Norden me explicó:
-Es una pieza nueva que acaban de mandarnos de Petersburgo. Un baile encantador. Este otoño lo está bailando toda Europa.
Y gritó:
-Tanziren, meine, kindem, tanziren (¡Bailen, hijos míos, bailen!) ¡Y usted también, Miss Moll!
Y los tres dóciles muñecos empezaron a girar sobre sí mismos; la pequeña seguía con los ojos los movimientos de los mayores y los imitaba, levantando los brazos y agitando torpemente las piernas. Era la única cuya alegría me parecía verdadera, cuya risa no se me antojaba ficticia. Miss Moll, remedando a los niños, danzaba también, con la misma gracia de un caballo de circo obligado por el domador a andar sobre sus patas traseras. Norden batía palmas llevando el compás, lanzaba gritos de estimulador entusiasmo y, de pronto, como si no pudiera resistir la tentación, empezó a bailar. Mientras bailaba me dijo:
-¿Por qué no baila usted?
Luego se detuvo y me suplicó:
-¡Baile un poquito! ¡No nos niegue este gusto! Si no sabe, Miss Moll le enseñará.
Pero me negué en redondo.
Cuando se llevaron a los niños, acaloradísimos, Norden encendió un cigarro y me preguntójadeante:
-Somos la familia más alegre del mundo, ¿verdad?
A partir de aquel día oí música casi a diario procedente del piso alto, unas veces tristes, y otras la más alegre y no muy bien interpretada. Norden siempre que efectuaba un viaje a Petersburgo, traía nuevas partituras, la mayoría de ellas de los nuevos bailes que estaban de moda en Europa. Iba muy a menudo a la capital, a donde lo llamaban importantes asuntos; pero su ausencia no solía prolongarse más de un par de días, a lo sumo.
¿A qué obedecía el aislamiento de su esposa? "Tal vez ese misterio y el de la gran tristeza que planea sobre esta casa y sobre sus habitantes sean el mismo misterio", pensaba yo. Pero todas mis tentativas de averiguar algo resultaban estériles. A los criados no quería preguntarles nada; constituía una falta de delicadeza y, además, los criados parecían estar tan in albis como yo en lo que respecta a las intimidades de la familia. El respetuoso Volodia era un consumado maestro en el arte del disimulo.
-¿Cómo esta tú mama? -le pregunté un día-. ¿La has visto esta mañana?
-Sí. Todas las mañanas subimos a verla. Siente mucho no poder conocerlo a usted...
-¿Está muy enferma?
-No... Toca muy bien el piano. Tiene mucho talento.
-¿Llora mucho?
-¿Mamá? -exclamó Volodia, asombrado-¿Por qué habría de llorar?
-Esta siempre riéndose, ¿eh? -inquirí, en tono sarcástico.
-¿Acaso es malo reírse? -replicó el más respetuoso de mis discípulos, dispuesto, sin duda, a mostrarse jovial o saturnino, según lo que yo aseverase.
Una noche o, mejor dicho, un amanecer (los tres obreros estaban ya entregados a la tarea de borrar huellas), algo, en mi opinión relacionado con la pianista invisible, provocó súbitamente una gran agitación en la casa. Se oyó caer no sé qué; alguien profirió un grito de espanto o de dolor, y por el pasillo al cual daba la puerta de mi habitación pasaron varios criados con velas encendidas.
-¡No ha sido nada! -oí que decía Norden-. Un simple susto... El viento ha arrancado un postigo de la ventana, y el ruido...
El viento, en efecto, era muy fuerte. Aullaba en las chimeneas, se estrellaba furiosamente contra los muros y rugía a sus anchas en las alturas. Pero Norden había mentido: al hacerse de día pude comprobar que no se había caído ningún postigo.
Mientras contemplaba las ventanas, en busca de una que careciera de un postigo, vi por primera vez, detrás de los cristales de una de ellas, a la esposa de Norden. Sus ojos grandes y profundos estaban clavados en el mar. En contra de lo que yo suponía, no era vieja, sino joven y bella.
-¿Qué edad tiene su esposa? -le pregunté aquella tarde a Norden, quien me inspiraba cada día menos respeto.
-Veintinueve años.
-Entonces, Elena…
-Elena era hija de mi primer matrimonio. Estoy casado en segundas nupcias.

III
Aquella noche eché de menos mi diario: me lo habían robado. La pueril y obstinada lucha contra toda huella lo había hecho desaparecer, sin duda. Pero el ladrón no consiguió nada con aquel acto tan innoble, recuerdo perfectamente todo lo que vi y experimenté hasta el momentoen que el horror extinguió mi conciencia por largo tiempo. Y las huellas grabadas en mi memoria no podrían borrarlas los tres hombres que al amanecer recorrían los senderos del parque.
¿Cómo iba a olvidar aquel mar poco profundo, desesperadamente triste y tan llano que hacía dudar de la redondez de la tierra? Yo había asociado siempre la idea del mar a la de los barcos; pero desde aquella playa no se veían barcos; entre aquella orilla y toda ruta de navegación se interponía la remota y brumosa línea del horizonte. Y el agua se extendía en un desierto gris, un tedio infinito parecía pesar sobre las diminutas olas, las cuales trataban en vano de alcanzar la costa, buscando el eterno reposo.
Una o dos veces vi a lo lejos una barca de pesca avanzando con tanta lentitud que tardé un rato en convencerme de que no era una roca.
A la horrible noche de viento de que he hablado, sucedieron siete u ocho días de calma, nada fríos, pero muy húmedos; la niebla pesada y opaca, convertía el día en un crepúsculo interminable y desalentador. El mar había retrocedido, dejando al descubierto pequeñas islas y archipiélagos de arena. Una tarde eché a andar a través de aquel mundo fantástico. Al atravesar las islas en un par de pasos, al cruzar de un salto de una u otra, me parecía ser un gigante, un ente casi sobrenatural que pisaba por primera vez la tierra, recién creada y desierta.
Al llegar junto al agua, las pequeñas y pl
ácidas olas se me antojaron enormes, colosales, comodebieron ser en los primeros días del mundo.
Inclinándome sobre la arena, escribí con el dedo un nombre: “Elena”. Las cinco letras, aunque no muy grandes, ocupaban buena parte de una isla y parecían gigantescas. Más que leerse, hubiérase dicho que la palabra se oía, que era un grito dirigido al cielo, al mar, a la tierra...
¿Por qué no me guié, al regresar a la playa, por las huellas de mis pasos? Avanzando y retrocediendo en busca de un camino seco, se me hizo de noche y me desorienté. Cada vez que mis pies tocaban el agua, retrocedía, temiendo hundirme. Por fin me decidí a avanzar en línea recta, al azar, sin detenerme ante los charcos, y, lleno de alegría, no tardé en divisar delante de mí la oscura masa de la pirámide de piedras. La casualidad me había llevado al lugar donde fue encontrado el cadáver de Elena.
-¿Por qué vive usted aquí? -le pregunté aquella noche a Norden-. ¡Este mar es tan lúgubre!
Mis palabras parecieron entristecerlo. Volvió ansiosamente la cabeza hacia la oscura ventana.
-¿Lúgubre? No... Cuando se familiarice usted con él, le encantará.
Me encantaba ya, pero con el encanto y la fascinación de la tristeza y el miedo. La atracción que ejercía sobre mi era un mortal veneno, del cual tenía que huir.
Sin darme tiempo, para contestar, Norden empezó a contar un chascarrillo, y al terminar me suplicó con la mirada que no le negara mi risa. Me senté delante de él y los dos prorrumpimos en carcajadas.
¡Qué estupidez y qué bajeza!
De los días siguientes hasta el 5 de diciembre, no recuerdo nada, como si los hubiera pasado sumido en profundo sueño. El 5 de diciembre cayó la primavera, nevada, copiosísima. Y aquel día empezaron a ocurrir las cosas extraordinarias que hicieron más inquietante para mí el misterio que, a veces, se me figura una siniestra fantasía o un imaginario cuento de terror.
Trataré de ser lo más exacto posible y de no omitir ningún detalle importante, aunque su relación con los acontecimientos no sea directa. Yo atribuyo una importancia capital a la aparición de aquel ser extraordinario que parecía concentrar todas las fuerzas oscuras, toda la tristeza que pesaba sobre la maldita casa de Norden, todo el dolor que incluso a mí, un extraño, había de arrastrarme en su terrible torbellino.
El 5 de diciembre cayó, como ya he dicho, la primera nevada. Empezó al amanecer y durótoda la mañana. Cuando terminaba la clase de Volodia salí al jardín, todo estaba blanco y silencioso. Dejando profundas huellas de mi paso, llegue a la playa. Y proferí un grito de asombro al ver que ya no había mar. Horas antes empezaba allí la superficie helada, casi opaca; ahora, la vista no tropezaba con límite alguno entre el mar y la tierra, ambos cubiertos con el mismo blanco sudario.
Obedeciendo a ese impulso que nos asalta ante toda superficie lisa e intacta, me quité el guante de la mano derecha y escribí con el dedo en la nieve “Elena”.
La pirámide se había convertido en una colina blanca de suaves contornos, en algo sumiso y como muerto por segunda vez y para siempre. “A este lado la cabeza, allí, los pies...” Resultaba difícil imaginar en aquella superficie. Impasible las olas y la lancha volcada. Y me pareció que se me quitaba un peso de encima.
“No estaría de más -me dije- un viajecito a Petersburgo, para asomarme a la Universidad”.
En aquel momento, Norden se me antojaba un hombre extravagante y desagradable, aunque inofensivo. ¿Qué me importaba que contara chascarrillos e hiciera bailar a su familia? Lo que a mí me interesaba era reunir algún dinero y marcharme.
“¿Cómo vas arreglártelas para borrar las huellas?”, pensé, riéndome, mientras regresaba a lacasa. Y evité cuidadosamente pisar ya las existentes, a fin de dejar el mayor número posible de ellas.
Al día siguiente -y al otro, y al otro, y al otro, si tardaba en volver a nevar- sería para mi un placer, casi un orgullo verlas.
Los árboles del jardín ya no producían la impresión de tristeza y de soledad a que me he referido: parecían sumidos en un tranquilo sueño. Lo único que descomponía la placidez del paisaje eran los cajones de madera que Norden había hecho construir para abrigo de algunos árboles meridionales. Yo no había visto nunca proteger los árboles contra el frío de aquella forma, y los altos y extraños me oprimían el corazón; semejaban ataúdes en pie, dispuestos a tomar parte en una macabra procesión. "Estoy orgulloso de mi invento", decía Norden, con gran indignación de mi parte.
Hacía dos días que Norden se había marchado a Petersburgo, y en la amplia mansión, que yo no conocía aún en su totalidad, reinaban un silencio y una calma absolutos; los niños permanecían con el aya en sus habitaciones, quietos y callados, y la servidumbre no hacia tampoco el menor ruido; en el piso alto, una mujer joven y bella, víctima de fuerzas desconocidas, languidecía solitaria...
Permanecí casi una hora en la biblioteca, pero no tenía ganas de leer; me sentía extrañamente excitado. La casa, silente y misteriosa, despertaba en mi alma una viva curiosidad y una vaga sed de aventuras. Tras cerciorarme de que nadie podía verme, empujé la puerta que daba a las habitaciones situadas al otro lado del pasillo y penetré en ella de puntillas. Crucé dos amplias estancias, avancé a lo largo de un corredor y salí al rellano de una escalera interior cuya existencia desconocía. Delante de la escalera había una puerta encerrada. “Ahí dentro está la enferma”, me dije. Intenté abrir la puerta, pero me resultó imposible. No sabía qué hacer. Por mi cerebro cruzó la idea de llamar, pero no me atreví hacerlo.
Permanecí allí largo rato, turbado por aquel silencio que lo envolvía y penetraba todo y miraba con sus ojos blancos a través de la claraboya. Súbitamente oí un rumor de pasos en la planta baja y regresé apresuradamente a la biblioteca. Cogí un libro y con él en las manos me quede dormido en un diván, llevándome al reino del sueño la visión del mundo taciturno y cubierto de nieve.
Después de cenar me retiré a mi cuarto y, tras anotar en mi diario las impresiones del día y escribir dos o tres cartas, me acosté; pero, como me había pasado la mayor parte de la tarde durmiendo, no tenia sueño, y estuve cerca de dos horas despierto, atento el oído al silencio, la mirada atenta a las tinieblas. Más allá de la ventana, velada por un blanco visillo, reinaba la noche blanca; las nubes sumían y deshabilitaban la luz de la luna.

Creo que empezaba a quedarme dormido cuando experiment
é la súbita sensación de que delante de la ventana, en el jardín, había alguien. Me incorporé. Una sombra se dibujaba en el visillo.
Dado que mi habitación se encontraba en el entresuelo y la altura de la ventana era escasa, supuse que alguno de los criados habría salido llevándose únicamente la llave de la verja y no se atrevía a llamar a la puerta principal. Con una clara angustia, a pesar todo, me levanté, me acerqué a la ventana y descorrí el visillo. Un hombre, al cual el antepecho de la ventana le llegaba un poco más debajo de la barbilla, se erguía en la oscuridad, inmóvil y mudo. Le dirigíuna especie de saludo con la mano, pero no él ni se movió. Di unos golpecitos con los dedos en el cristal: el mismo silencio y la misma inmovilidad.
-¿Qué es lo que desea? -le pregunté en voz baja, sin acordarme de que era invierno y los cristales dobles no le permitieron oírme.
Viendo que continuaba sin moverse y sin hablar, me indigné y decidí salir al jardín a repetirle la pregunta, pero antes de que acabara de girar sobre mis talones la misteriosa figura empezó aalejarse lentamente, sus hombros eran muy anchos y se tocaba la cabeza con un sombrero hongo. En su aspecto no había nada extraordinario. A pesar de todo, empecé a vestirme para bajar al jardín; pero a medida que me vestía, iba sintiéndome menos resuelto, y terminé por decirme, con fingida indiferencia: “Mañana averiguaré de qué se trata”.

Al día siguiente interrogu
é a los criados; pero me aseguraron que ninguno de ellos había salido la noche anterior, y que nadie había visto al hombre del sombrero hongo. El portero me respondió sin inmutarse. En cambio, el lacayo Iván, visiblemente turbado, inquirió a su vez:
-¿Está usted seguro de que era un hombre con sombrero hongo?
-Completamente seguro -afirmé.
Mi respuesta pareció tranquilizarlo.
Más tarde me enteré de que la servidumbre estaba atemorizada por la supuesta presencia de un espectro; pero se trataba del espectro de  Elena, ahogada en el mar. Era un temor vago y poco serio, una de esas supersticiones frecuentes en las casas donde ha sucedido algo trágico.
Con la esperanza de descubrir allí la clave del enigma, me dirigí a la parte del jardín que caía al pie de mi ventana y lo que vi me sorprendió desagradablemente: no había huellas en la nieve y, además, la altura de la ventana era mayor de lo que yo había imaginado; aunque mi estatura es más que mediana, me costó trabajo alcanzar el borde del antepecho con las puntas de los dedos. A juzgar por este detalle, el desconocido tenía que ser desmesuradamente alto... o sostenerse en el aire, como un fantasma.
“He sido víctima de una alucinación”, me dije.
La explicación resultaba bastante lógica; la atención sostenida, angustiosa, con que yo observaba todo en aquella casa, mi constante presentimiento de algo maravilloso, podían haber debilitado mis nervios hasta el punto de hacerme ver, en este siglo ilustrado y escéptico, un fantasma. Sin embargo, se me ocurrían algunas objeciones contra aquella hipótesis: yo estaba fuerte, sano, mi cerebro funcionaba perfectamente, en mis sensaciones no había nada anormal. Además, era muy raro que mis nervios, debilitados, me hubieran hecho ver un ser que por su aspecto no se apartaba de lo vulgar; un ser sin relación alguna con mis pensamientos y mis sospechas. Lo lógico hubiese sido que mi imaginación enferma me hubiera presentado la imagen de Elena, y no la de aquel caballero taciturno, tocado con un sombrero hongo.
Pero a pesar de que no encontré respuesta a tales objeciones, no tarde en tranquilizarme.Durante el día no ocurrió nada digno de mención. Por la noche regresó Norden. Cuando estábamos terminando de cenar nos dijo que había traído la partitura de un nuevo baile de moda. Unos instantes después, la pianista invisible lo interpretaba, reflejando en la ejecución,un poco insegura, su desconocimiento de la pieza. Los niños bailaban, Miss Moll daba vueltas como un caballo de circo, el amo de la casa imitaba, cómicamente, a los danzarines de ballet. Todos nos desternillábamos de risa.

De pronto, al volver los ojos casualmente hacia una ventana, me pareció ver una figura humana en las tinieblas. Miré m
ás fijamente detrás de los cristales: no había nadie; mi estúpida imaginación me había engañado. Pero Norden observó mi fugaz inquietud
-¿Por qué estás tan serio? -me preguntó-. ¿No te gusta el nuevo baile? ¡Anímense, anímense! Si no, Miss Moll le impondrá un correctivo.
Y señalándome con el dedo, le dijo a Miss Moll algo en inglés, que la hizo prorrumpir en estridentes carcajadas. Luego, continuando la broma, la obligo a acercarse a mi, la cogió por la muñeca y con la mano de la anciana me dio unas palmaditas en el hombro.
-¡Arrodíllense a sus pies y suplíquenle que baile un poco! -les dijo a continuación a los niños, los cuales se apresuraron a obedecerle.
Luego, dirigiéndose al aya, añadió:
-¡Y usted también!
El aya se postró a mis pies y unió sus ruegos a los de los niños.
Yo no sabía qué hacer: todo aquello me repugnaba; pero, tratándose de una broma, no podía enfadarme.
-¡Ven tú también arrogarle que baile, perillán! -le gritó Norden al lacayo Iván, el cual contemplaba la escena desde la puerta con ojos asombrados.
Y el lacayo entró y se prosternó al lado de la anciana.
En el piso alto, tan silencioso el día anterior, continuaba resonando la alegre música. Lo salvajemente grotesco de aquel regocijo me crispaba los nervios y me arrancaba carcajadas casi dolorosas; se hubiera dicho que me estaban haciendo cosquillas. Acabé por ponerme a bailar, y al pasar por delante de las ventanas, que se me antojaban innumerables, me preguntaba:
“¿Dónde estoy?” ¿Me habré vuelto loco?
Norden tardó largo rato en calmarse. Tuve que permanecer con él en el comedor hasta mucho después de que los niños se hubieran acostado, oyéndole hablar de la velada tan alegre que habíamos tenido, de la comicidad coreográfica de Miss Moll, de lo bien que bailaba Volodia, de lo gracioso que estaban todos de rodillas a mis pies...
-Una velada así -me decía, dándome golpecitos en la rodilla con su blanca y cuidada mano- denota cultura, civilización. Vivimos en un verdadero desierto. A un lado el mar; al otro el páramo o poco menos. Y, sin embargo, bromeamos, reímos, bailamos... Mis amigos enPetersburgo me preguntan cómo puedo vivir aquí sin morir de tedio. ¡Si nos hubieran visto esta noche!
Y prorrumpió en una serie de carcajadas largas, insoportablemente largas.
-Deberíamos invitarles a un baile -continuó-, es una gran idea, ¿verdad?
Y empezó a pasear nerviosamente de un lado para otro, con el aire de un hombre a quien se le acaba de ocurrir una idea genial.
-Anoche... -empecé.
-¡Sí, si! Invitaremos a cincuenta, a cien amigos, y bailaremos todos. ¡Será una fiesta magnifica, un alarde esplendido de cultura, de civilización!
-Anoche...
De súbito, Norden, muy serio, se volvió hacia a mí, me miró fijamente y me preguntó en tono amable, cortés:
-¿Decía usted?
Me sentí sin fuerzas para contestar, como si de repente me hubiesen puesto un candado en los labios. De modo que no dije nada.
Aquella noche me quedé inmediatamente dormido. A las dos o las tres de la madrugada alguien me gritó:
-¡Arriba!
Me incorporé  bruscamente. Un profundo silencio reinaba en la habitación, cuya puerta estaba cerrada con llave. “¡He oído esa voz en sueños! -pensé-. No es ningún fenómeno extraordinario”. Y cuando iba tenderme de nuevo en la cama, advertí que había alguien en el jardín, delante de la ventana.
Era “él”. Me acerque a la ventana y, al igual que la noche anterior, le dirigí con la mano una especie de saludo, ahora menos pacifico; pero él, lo mismo que la noche anterior, no me respondió ni se movió. Observé que era altísimo y no se sostenía en el aire.
“No puede ser un fantasma”, me dije, con un suspiro de alivio, sin caer en la cuenta de que la visita nocturna de un gigante que no dejaba huellas no resultaba demasiado normal. Decidí salir al jardín; pero él pareció adivinar mi pensamiento y echó a andar, sin mucha prisa, a lo largo de la pared. Renuncié a vestirme, considerando que al hacerlo le permitiría al desconocido desaparecer antes de que pudiera echarle la vista encima.
En realidad su actitud no tiene nada de terrible”, pensé, mientras volvía a acostarme.
Pero mis manos y mis pies estaban fríos como témpanos de hielo. Y empecé a temblar como si tuviera calentura.

IV
La noche del 7 de diciembre me acosté vestido, resuelto a dar alcance a mi nocturno visitante y enterarme de su identidad y deseos. No tenía miedo, pero la impaciencia y la cólera me impedían conciliar el sueño.
Mi espera resultó inútil: ni una sombra, ni un rumor detrás de los cristales en toda la noche.
Y en las dos siguientes tampoco. Con una facilidad asombrosa, dada las circunstancias, recobré casi por completo la tranquilidad y empecé de nuevo a dormir a pierna suelta, sin acordarme apenas del desconocido.
El sábado, después de cenar -y no obligado, como de costumbre, a acompañar en la sobremesa a Norden, que se había marchado otra vez a Petersburgo-, subí a la biblioteca y me dediqué a examinar unos soberbios volúmenes en los cuales se resumía la historia del arte. El tiempo se me pasó sin sentir y cuando miré el reloj de la estancia, que no daba campanadas a las horas, vi que eran ya las 11:15. Como yo acostumbraba a acostarme a las 11, me puse en pie apresuradamente. Mientras recogía mi cuaderno de apuntes dirigí una mirada indiferente a la ventana. Detrás de los cristales, con la barbilla a medio palmo de distancia del antepecho, estaba “él”. Mi sorpresa fue tan grande que el cuaderno se me cayó al suelo. Al agacharme a recogerlo, pensé: “Tal vez cuando levante la cabeza ese hombre no estará ahí”.
Pero mi esperanza no se realizó. La luz de la lámpara iluminaba el rostro del desconocido, un rostro tranquilo, nada terrible, afeitado, de facciones correctas. Representaba unos treinta y cinco años. Lo único que no pude verle fueron los ojos a pesar de que también los iluminaba la luz de la lámpara; parecían quedar ocultos detrás de su propia mirada, fija en mi: una mirada inmóvil, dura -casi en el sentido táctil de la palabra-, una mirada horrible.
No sé hasta cuándo hubiese continuado mirándome si, ofendido por su insolencia, no me hubiese acercado a la ventana, gritando :
-¡Sinvergüenza!
El desconocido me volvió lentamente la espalda. Y un instante después se había hundido en la negrura de la noche.
Estallé en una carcajada y empecé a pasearme excitado y nervioso, a través de la estancia.
-¿Habrase visto semejante sinvergüenza? -murmuré.
Y cuando, en el colmo de la indignación, me disponía, a pesar de lo intempestivo de la hora, a despertar a los criados y hacerles buscar al intruso por el jardín, recordé con repentino pasmo que la biblioteca se encontraba en el segundo piso.

Aquella noche signific
ó para mi el principio de una persecución encarnizada, implacable, cuyo objetivo trataba en vano de explicarme. Durante algunos días el desconocido continuópresentándose únicamente de noche; luego empezó a mostrarse el atardecer, o, mejor dicho, a partir del atardecer, ya que no se contentaba con una visita diaria.
No sé si podrían llamarse visitas aquellas súbitas apariciones, tan pronto detrás de los cristales de una  ventana como de los de otra. Recuerdo que en cierta ocasión, para librarme de su presencia, me trasladé rápidamente a una habitación del extremo opuesto de la casa: al llegar allí, comprobé que el desconocido había andado más deprisa que yo y estaba esperándome delante de la ventana.
Nadie en la casa daba muestra de haber advertido lo que sucedía. La vida seguía su curso habitual, frío y triste, turbado únicamente por la absurda y ruidosa alegría de Norden. ¿Por qué no lloraban nunca aquellos niños? ¿Por qué no tenían rabietas? Una tarde, al volver a mi cuarto, después de un rato de lectura en la biblioteca, me detuve en el pasillo del entresuelo, estupefacto, al oír lloriquear a la niña; el hecho resultaba tan insólito, tan extraordinario, que abrí suavemente la puerta de la habitación donde sonaba la quejumbrosa vocecilla. La niña estaba sola, en un rincón, de cara a la pared. En una mano tenía una muñeca tuerta, y con la otra se secaba las lágrimas. Al oírme cesó de lloriquear; pero no se volvió, limitándose a esconder la muñeca.
-¿Estas castigada? -le pregunté, inclinándome sobre ella, pero sin atreverme a tocarla, pues su dolor, sin saber por qué, me pareció sagrado, intangible.

Tuve que repetirle tres o cuatro veces la pregunta; finalmente me contest
ó en voz muy baja:
-No, no estoy castigada.
-¿Quieres que te lleve un ratito a mi cuarto, guapa?
No me contestó, pero dejó caer la muñeca, y si no en su rostro -que continuaba casi pegado a la pared-, en sus bracitos, en sus hombros, en su cabeza pisada, vi reflejarse una medrosa vacilación.

Me disponía a cogerla en brazos y llevármela, cuando oí la risa de Norden en la escalera y salí al pasillo precipitadamente.

V
Tenía que marcharme. Cuando se me ocurrió aquella idea salvadora comprendí que no debía demorar el ponerla en práctica, pero algo más fuerte que la voz de la razón, débil y opaca, me encadenaba aquel lugar, paralizaba mi voluntad y me adentraba más y más en aquel circulo de misterio y horror. La tristeza y el miedo tienen su encanto, y el poder de las fuerzas oscuras sobre las almas que no han conocido nunca la alegría es muy grande. Casi sin vacilar, rechacé la idea salvadora.

Acaso contribuyera a ello el delicioso tiempo que había sucedido a los tristes días del otoño. El frío nocturno cubría de nuevo las 
ramas de los árboles, las embellecía con el milagro de un nuevo follaje, en cuya blancura la luz áurea del sol ponía rutilantes destellos que no solo deslumbraban los ojos, sino también el alma.

Él” había dejado de presentarse. Norden, con sus risas y sus chascarrillos, estaba en Petersburgo, y en la casa reinaba el silencio, un silencio tan profundo como si hubieran cesado todos los ruidos de la tierra. Durante aquellas horas felices llenas de paz, mi alma se mecía en el olvido de los horrores de la noche. La tierra, de día, era tan distinta...
Por la mañana me calzaba los patines y me dirigía al lugar donde se alzaba la pirámide; y mis ojos se recreaban en la contemplación del nombre -Elena- que había escrito en la nieve.

Al volver a la casa miraba obstinadamente hacia la ventana de la habitación donde vivía y sufría la señora Norden, con la esperanza de ver otra vez, aunque solo fuera un instante, su joven y pálido rostro. Pero nadie aparecía detrás de los cristales. 
Se hubiera dicho que en aquella habitación no había nadie, que la señora Norden, aquella extraña mujer de la que nadie hablaba, era ya tan del otro mundo como Elena.
Aunque nadie hablaba de ella, los niños subían todos los días a su cuarto, y algunas veces, muy de tarde en tarde, se oía una campanilla cuyo sonido era distinto al de todas las demás; la señora Norden llamaba. Me parecía inverosímil que la puerta de su habitación se abriera como cualquier otra puerta, que aquella mujer enigmática le diera órdenes a la doncella. La doncella no contaba nunca nada de “la señora”.
A mediados de diciembre regresó Norden. El tiempo volvió a empeorar y cayó una copiosa nevada, la cual cubrió con un espeso y frío sudario el nombre de Elena. Con el mal tiempo volvió “él”, y nuestras relaciones entraron en una nueva fase.
El domingo 18 de diciembre, después de almorzar, Volodia y yo nos acercamos a la ventana. La nieve caía en grandes copos sobre el melancólico jardín. Súbitamente apareció “él”. Era la primera vez que se me presentaba en pleno día y encontrándome acompañado. Estaba a dos pasos de distancia de la ventana, y los blancos copos se posaban en su sombrero y en sus hombros como en los de cualquier mortal. Pero, más que en él, mi atención estaba centrada en Volodia. Los ojos del niño -no cabía duda- veían al desconocido, lo miraban. Y cuando, transcurrido unos instantes, el desconocido dio media vuelta y empezó alejarse, Volodia dio un paso hacia adelante, como si se dispusiera a seguirle.
-Lo ves, ¿eh? Lo ves -dije-, en tono áspero.
Tranquilamente mintiendo como un adulto, Volodia respondió:
-No sé de qué me habla. No veo más que la nieve. ¿Acaso ve usted otra cosa?
-¡Si!
-¿Qué es lo que ve?
Convencido de que continuaría mintiéndome, renuncié a la esperanza de enterarme de algo por mediación suya. Al día siguiente sucedió lo mismo, excepto por el detalle de que la persona que estaba a mi lado en el hueco de la ventana no era Volodia sino Norden, no menos mentiroso que su hijo. Después de permanecer unos instantes inmóvil ante nosotros, el desconocido se retiró. Y Norden, que lo había visto desde el primer momento, lo siguió con la mirada.
-Muy divertido, ¿verdad? -le pregunté en tono sarcástico.
-Celebro mucho verle a usted, por fin, de buen humor -respondió Norden, con un asombro muy bien fingido-, pero no sé de qué me habla.
-¿No lo ha visto usted?
-No.
-¡No es cierto! ¡La forma de su respuesta lo ha traicionado!
Norden se quedó mirándome serio, grave. Abrumado por la impotencia y la desesperación, grité:
-¡No estoy dispuesto a continuar guardando silencio!
Al oír aquella estúpida frase, Norden puso una cara muy amable, absolutamente amable; me abrazó, casi me besó, y me formuló mil preguntas acerca del motivo de mi descontento.
-¿Lo ha ofendido a usted alguien? ¿Algún criado, quizás? En mi casa no permitiré... ¡Dígame el nombre del culpable! El que se haya atrevido... ¿No? ¿no lo ha ofendido nadie? Entonces, ¿qué le pasa? ¿Qué es lo que lo exaspera? ¿Qué es lo que lo irrita? Lo adivino: se aburre usted. ¡Sí, sí, no me lo niegue! Yo también he sido joven... ¡Oh, la juventud!
Y el desconcertante individuo se extendió en consideraciones filosóficas de una filosofía jovial, humorística, sobre la juventud, no sé si burlándose de mí, o tratando de ahogar el donaire de su propia angustia. “¡Alégrese! ¡Ríase!”, me decía, de cuando en cuando, en un tono entre suplicante y amenazador.
-¡Sí, hay que divertirse, hay que divertirse! -continuó tras una breve pausa-, ¿qué podríamos inventar? Podríamos organizar una fiesta... ¿No se le ocurre nada? En estas fechas nada tan apropósito como un árbol de navidad... ¡Sí, si eso! ¡Un árbol de navidad monstruo! Mañana mismo haré cortar el mayor de los pinos de estos alrededores y lo haré instalar en el salón. Hay que enviar inmediatamente alguien a Petersburgo para que traiga todo lo necesario. Voy a hacer una lista...
Así terminó nuestra conversación. A partir del día siguiente la casa se vio invadida por una ruidosa actividad, mientras en mi alma de amontonaban negras tinieblas. Instalaron en el salón un pino enorme, iluminando su copa con velas de colores. Al acre olor de la resina se mezclaban el fúnebre color de la cera. Subidos a una escalera sostenida por el propio Norden, Miss Moll, los niños y yo colgábamos en las ramas los regalos, con hilos de plata. Luego bailamos y cantamos al son de alegres melodías, interpretadas por la invisible pianista del piso alto.
Y he aquí lo que pasó la noche del día en que tuvo lugar mi conversación con Norden. Aquella conversación, o, mejor dicho, mi propia tontería, me indignó tanto que decidí salir enseguida de mi pasividad y obrar de un modo enérgico y decisivo. Después de cenar, anoté en mi diario las impresiones del día, me acosté vestido y esperé, lleno de impaciencia, la aparición del desconocido. Mi tensión nerviosa era tan intensa que las horas me parecían siglos y tenía que hacer un gran esfuerzo para reprimir el deseo de llamar a mi perseguidor. Era ya cerca de la una cuando intuí su silenciosa y sombría presencia.
Salté de la cama; me acerqué rápidamente a la ventana y descorrí el visillo. En efecto, estaba allí. Mis ojos se clavaron, airados, en su sombría figura de anchos hombros, lo amenacé con la mano y me dirigí hacia la puerta. Él dio también media vuelta.
Cuando llegué a la puerta del jardín encendí una cerilla y a su claridad descorrí el cerrojo. El hierro estaba tan frío que me quemó la mano. Abrí la puerta. El desconocido se encontraba en lo alto de la escalinata, inmóvil, mudo. Era un poco más alto que yo.
No sé cuánto tiempo permanecimos frente a frente, separados por un par de pasos de distancia. Cuando el terror acabó de adueñarse de mi corazón, retrocedí lentamente, crucé el umbral y, sin apresurarme demasiado -ignoro por qué motivo consideraba muy del caso una extremada cortesía-, cerré la puerta. Al echar el cerrojo me pareció que “él” tiraba del pomo con mano suave, pero no me atrevo asegurarlo.

VI
A pesar de todo, a la mañana siguiente me levanté dueño todavía de mi equilibrio mental. Durante toda la mañana mi tranquilidad fue absoluta, y mi cerebro funcionaba como el de cualquier hombre en perfecto estado de salud física y mental. Para que nada turbara mis reflexiones, pretexté una jaqueca y, en vez de ayudar a la aya y a los niños adornar el árbol, me fui a pasear por el camino de la estación. El día era frío y triste.
Había leído y oído decir a doctores y expertos que las personas abrumadas por un gran dolor o remordimiento suelen tener visiones fantásticas; pero yo no me encontraba en ninguno de los dos casos. El desconocido, por lo tanto, era un ser real. Ahora bien: ¿qué relación existía entre el hombre del sombrero hongo, que se sostenía en el aire, que asechaba detrás de los cristales, y yo? ¿Por qué me manifestaba tan obstinado efecto? ¿Qué quería de mi? En aquella casa, yo no era más que un profesor y nada sabía de la triste equivocación, de la dolorosa injusticia, del crimen quizá, cuya sombra planeaba sobre el lugar y las personas.
"¿Qué quería de mi? En aquella casa, yo no era más que un profesor."
Repetí varias veces, en voz alta, aquel argumento. Me parecía tan convincente, que de buena gana hubiera hablado con el espectro, le hubiera dicho que estaba equivocado, que en aquella casa yo no era más que un profesor. Pero, ¿acaso puede dialogarse con los espectros? ¡Qué estupidez!
“¡No soy más que un profesor!”, repetí de nuevo, tras una breve pausa.
Y no tardé en darme cuenta de que mis pensamientos eran siempre los mismos y se sucedían en el mismo orden, trazando un circulo semejante al de un caballo amaestrado, un circulo que se cerraba siempre con la palabra “estupidez”. Era preciso salir de él, pensar en otra cosa, pero me resultaba imposible. Parado en medio del camino, continuaba girando, girando como un caballo bajo el látigo del domador. Experimenté un miedo atroz, no inspirado por el espectro, al cual no concedía ya tanta importancia, sino por las ideas que pueden cruzar por un pobre cerebro humano. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no gritar. De súbito, la soledad me asustó; volví precipitadamente sobre mis pasos; en aquel momento, la casa de Norden me parecía un refugio seguro.
Cuando llegué a ella me sentí súbitamente tranquilizado, tal vez por la presencia de dos estudiantes, sobrinos de Norden, que habían llegado aquella mañana invitados a pasar laNochebuena. Eran dos muchachos muy simpáticos a los cuales bastaba mirar para saber que eran hermanos. Estaban ayudando a Norden y a los niños a adornar el árbol. Arriba resonaba -sinceramente alegre, por primera vez- el piano de la señora Norden. La invisible pianista interpretaba un nuevo baile cuya partidura habían traído los estudiantes.
Recuerdo que, antes de almorzar, los dos huéspedes y yo decidimos dar un paseo. El almuerzo fue muy alegre: bebimos como esponjas y nos reímos mucho. Por la tarde llegó una señora gorda, con sus dos hijas, animadísimas y muy amables. Aquella noche bailamos en serio.
Durante los días que siguieron llegaron otros invitados, muy simpáticos. A pesar de que la casa no era muy espaciosa, no sé cómo se las arregló Norden para alojar a tanta gente. Lo cierto es que terminadas las diversiones nocturnas, todas aquellas damas y todos aquellos caballeros se retiraban a sus respectivos aposentos. No podría decir quiénes eran. Es más, no recuerdo el rostro de ninguno de ellos. Recuerdo muy bien los trajes de los hombres y los vestidos de las mujeres, los detalles de atuendos de uno y otras; pero he olvidado sus rostros. Me parece estar viendo aun el uniforme de un general, pero solo el uniforme, como si el invitado que lo llevaba fuera un maniquí.
Pero volvamos al día en que llegaron los dos estudiantes y la señora gorda y sus dos hijas. Después de haber bebido y bailado más de la cuenta -haciendo reír, con mi torpeza, a todos los presentes-, me retiré a mí cuarto sintiéndome un poco mareado. Me dejé caer en la cama, sin desvestirme, y me quedé inmediatamente dormido.
La sed y una rara sensación me despertaron al cabo de un par de horas, obligándome a levantarme. Había dejado descorrido el visillo. Detrás de los cristales estaba “él”. Recuerdo que me encogí los hombros y me bebí dos vasos de agua. “Él” no se iba. Tiritando de frío,olvidados el baile y la música, me dirigí lentamente hacia la puerta. Al igual que el día anterior, el frío del cerrojo me quemó los dedos; y, al igual que el día anterior, lo encontré esperándome en lo alto de la escalinata. En medio del silencio nocturno, lejano y solitario, se oían los ladridos de un perro.
Ignoro el tiempo que llevábamos frente a frente, silenciosos, inmóviles, separados por un par de pasos de distancia, cuando “él”, apartándome con cierta rudeza, penetró en la casa. Lo seguí a través de las oscuras estancias. Me guiaba su silueta negra, destacando sobre el fondo blanquecino de las ventanas. No me causó la menor sorpresa verlo introducirse en mi cuarto.
Yo entré detrás de él y, maquinalmente, cerré la puerta; pero me detuve a unos pasos del umbral. Temía tropezar con el desconocido en la oscuridad de la estancia. Cuando mis ojos se acostumbraron a las tinieblas, vi un bulto inmóvil junto a la pared, en un lugar donde no había ningún mueble, y deduje que era “él”, aunque no se le oía respirar, ni daba señales de vida.
No obstante, transcurrió tanto tiempo y su inmovilidad era tan absoluta, que empecé a dudar de su presencia. Sacando fuerzas de flaqueza me obligué a mí mismo a acercarme al bulto y a palparlo. Mis dedos tocaron una tela, bajo la cual se percibía la pureza de un brazo o de un hombro. Retiré apresuradamente la mano y contin mirando, perplejo, a mi nocturno visitante. Finalmente, conseguí articular:
-¿Qué quiere usted de mi? En esta casa, yo no soy más que un profesor
Pero no me contestó. Me pareció ridículo haberle hablado de usted. A pesar de su silencio, me di cuenta de que deseaba que me acostara. Me desvestí bajo la mirada de sus ojos invisibles. Los crujidos de la cama al hundirse con el peso de mi cuerpo me llenaron de turbación, sin saber por qué. Ya entre las frías sábanas recordé que no había dejado, como de costumbre,las botas en el pasillo, junto a la puerta.
Me acosté boca arriba considerando que aquella postura era la mas respetuosa. Por su parte,“él” se sentó en el borde de la cama y apoyó una mano en mi frente.
Era una mano fría y pesada, de la cual parecían emanar el sueño y la tristeza . He sufrido mucho en la vida, he asistido a la muerte de mi padre; pero no creo que exista una tristeza semejante a la que experimenté al contacto de aquella mano. Inmediatamente empecé a dormirme; pero, cosa rara, el sueño y la tristeza no luchaban, sino que penetraban juntos en míy se extendían unidos en todo mi cuerpo, mezclándose con mi sangre y empapando mis músculos y mis huesos. Cuando llegaron a mi corazón y lo invadieron, mi razón, mis pensamientos, mi terror, se ahogaron en un mar de angustia mortal, desesperada. Las imágenes, los recuerdos, los deseos, la juventud, la misma vida, parecieron extinguirse. La presencia del desconocido me resultaba ya indiferente. Todo mi ser languidecía en el infinito desmayo de aquella tristeza sin límites y de aquel sueño sin ensueños.
A la mañana siguiente me desperté a la hora de costumbre. En la habitación no había nadie y todo estaba en orden. No me sentía bien ni mal, sino como vacío. Mi rostro -que vi en el espejo, mientras me vestía-, un rostro vulgar y feo, no había sufrido alteración ninguna; continuaba siendo, sencillamente, el de un hombre que ha pasado mucha hambre y no ha conocido ningún afecto.
Todo estaba igual y, sin embargo, yo sabía que en el mundo había cambiado algo y que nunca volvería a ser como era. Pero observé en mi una cosa que me produjo cierta satisfacción: el misterioso espectro que me perseguía no me inspiraba ya ningún temor. Al entrar en el comedor, donde Norden hacia desternillarse de risa a más huéspedes comentándoleschascarrillos, experimenté una repugnancia invencible. Empezar a estrechar manos se convirtió en un verdadero asco.
Aquel asco fue debilitándose en el transcurso del día -un día animado, ruidoso- y casi llegó a desaparecer, pero volví a experimentarlo todas las mañanas al estrechar la mano de los invitados.

VII
Aquella mañana, cuando volvimos de la playa, después de bombardearnos, en un alegre combate dirigido por Norden, con bolsas de nieve, me encerré en mi cuarto y le escribí una carta a uno de mis compañeros de Petersburgo. No era amigo mío, pues yo no tenia amigos, pero me trataba mejor que los demás y era un buen muchacho, amable y servicial. Le decía que me encontraba en un gran peligro, y le rogaba que acudiera en mi socorro, pero en una forma tan desmayada, tan poco expresiva, que la carta, de haber llegado a sus manos, hubiese provocado en él un simple encogimiento de hombros. No sé por qué motivo no se la envié. El día que me dieron de alta en el hospital la encontré en un bolsillo de mi chaqueta, metida en un sobre cerrado, pero sin dirección. ¿Por qué no puse las señas? ¿No las recordaba? Me sería imposible decirlo.
Creo que fue aquel día cuando empecé a perder la memoria. El último periodo de mi vida en casa de Norden solo lo recuerdo de un modo fragmentario. Ya he dicho que no recuerdo más que la ropa de los numerosos invitados, como si no se tratara de seres humanos, sino de maniquíes. Y debo añadir que he olvidado también sus palabras, todas sus palabras, aunque hablaba y bromeaba con ellos. Asimismo, me resultaba completamente imposible recordar el tiempo transcurrido entre el día que escribí la carta y el último de mi estancia en la casa. ¿Fueron dos o tres días? ¿Dos o tres semanas? No lo sé. En cambio, recuerdo perfectamente algunos detalles aislados. Acaso mi amnesia no se remonta, como supongo, al día que escribí la carta, y sea producto de la larga y grave enfermedad que he padecido.
Por encima de todo, recuerdo -eso es algo inolvidable- las visitas nocturnas del desconocido. Todas las noches, cuando los invitados se retiraban a sus habitaciones, yo me acostaba vestido y dormía unas horas: luego, a través de las oscuras estancias, me dirigía al vestíbulo, abría la puerta del jardín y dejaba entrar al espectro, que me esperaba ya en lo alto de la escalinata. Le seguía hasta mi cuarto, me desvestía, me tendía entre las frías sábanas, y él se sentaba al borde de mi lecho y posaba su mano en mi frente, una mano de la cual emanaban el sueño y la tristeza.
No me inspiraba ya ningún temor. Si no le hablaba, no era por miedo, sino porque consideraba superflua toda palabra. Se hubiera dicho que era un médico silencioso y metódico en su vida diaria con un enfermo silencioso y dócil.
Después empezaba el día ruidoso, agitado, y le sucedía la velada, con su desaforada y ficticia alegría. No sé qué extrañas velas habían colocado, sin que yo lo viera, en el árbol de Navidadque cada noche brillaba más, inundando de cegadora claridad las paredes y el techo. Y atodas horas resonaban los estimulantes gritos de Norden.
-Tanziren! Tanziren!
No recuerdo otras veces, pero todavía me parece oír aquella que me persigue en mis sueños, irrumpe en mi cerebro y dispersa mis pensamientos. Encaramado sobre todos los demás ruidos, aquel grito resonaba  tenaz, insoportable, de extremo a extremo de la casa. A veces se tornaba ronco, amenazador...
Recuerdo que una noche la pianista invisible dejó súbitamente de tocar y se produjo un extraño silencio.
-Tanziren! Tanziren! -grito furiosamente Norden. Debía de estar borracho. Tenía los cabellos en desorden y la expresión de su rostro era feroz, salvaje.
-Tanziren! Tanziren!
Los invitados se apretujaban a lo largo de las paredes inundadas de luz, de una luz fulgurante, como la de un incendio.
-Tanziren! Tanziren! -repetía Norden agitando los puños, y en sus ojos brillaba la amenaza.
Por fin volvió a sonar la música y el baile continuó. Aquel fue el más brillante de todos. Recuerdo, además de lo que he referido, lo numeroso de la concurrencia: sin duda, aquella tarde había llegado muchísima gente.
A mi recuerdo de aquel baile se asocia en mi memoria el de un sentimiento muy raro: el de la presencia de Elena.

No sé si ardían muchas antorchas en el patio y el jardín. Lo único que sé es que, consciente o inconscientemente, me dirigí hacia la playa. Y allí, junto a la pirámide cubierta de nieve, permanecí largo rato pensando en Elena. He dicho “pensando”
... y juraría que durante toda la velada la tuve a mi lado. Incluso recuerdo las dos islas en las cuales estuvimos sentados el uno junto al otro, conversando. Y creo que me bastaría un pequeño esfuerzo de memoria para recordar su rostro, su voz, sus palabras, y comprender... Pero no quiero hacer ese esfuerzo. Que todo continúe como está.
Una vez que Elena hubo desaparecido, su presencia fue sustituida en mi alma por una nueva sensación: la de que era testigo involuntario de una lucha despiadada entre seres invisibles y misteriosos. En su combate, agitaban el aire de tal modo que el torbellino me arrastraba a mi, mero espectador. No creo que Norden, a pesar de ser uno de los personajes de aquel drama, tuviera una idea más clara que la mía de lo que sucedía a nuestro alrededor.
Sin embargo, mi terror solo duró hasta que recibí la visita del desconocido. En cuanto su mano se posaba sobre mi frente, mis emociones, mis deseos, mi voluntad, mi inteligencia, se hundían en un mar de tristeza. Y el hecho de que la tristeza llegara siempre en intima unión con el sueño, la hacía aun más terrible. Cuando el hombre está triste, pero despierto, la visión de la vida que le rodea alivia un poco su dolor; pero el sueño se alzaba entre mi alma y el mundo exterior como un espeso muro, y la tristeza -una tristeza inmensa, sin límites- la saturaba.
Ignoro cuantos días habían transcurrido desde que en el curso de aquel ruidoso baile los“Tanziren! Tanziren!” de Norden quedaron básicamente ahogados por un  torrente de voces estremecedoras.
Me despertó, precisamente a la hora en que el desconocido solía detenerse delante de mi ventana, un repentino estrépito de carreras y gritos. Me acordé de aquella noche del mes de noviembre... No me levanté a abrirle la puerta al desconocido como de costumbre. Estaba seguro de que no había venido ni vendría. Me desvestí y volví acostarme. Los gritos y las carreras continuaban. En la escalera interior resonaban de continuo pasos apresurados. Unos días antes, aquel ininterrumpido subir y bajar, que hacía presagiar alguna desgracia, me hubiera producido una dolorosa impresión, manteniéndome en vela. Pero ahora no me preocupaba. Tranquilamente me dormí, pues sabía que el desconocido no se atrevería a venir estando todo el mundo levantado en la casa.
En aquel momento ignoraba que no volvería a ver nunca más los anchos hombros de mi nocturno visitante. Cuando me desperté, reinaba en la casa un profundo silencio, a pesar de que el sol estaba ya muy alto. Sin duda, después de la agitada noche, incluso los criados estaban durmiendo.
Me vestí y salí al comedor. Encima de la mesa yacía una mujer amortajada. Nunca había visto de cerca a la señora Norden, pero la reconocí inmediatamente.

VII
No la alumbraban cirios ni oraba nadie junto a ella. La rodeaban el silencio y la soledad. Al verla tan abandonada, se hubiera dicho que nadie sabía que había muerto.
Era joven y bella. Es decir, no sé si era realmente bella; pero era la mujer a la cual yo había amado y buscado toda mi vida, sin saberlo. Había conocido, vivos, sus finos dedos yertos cruzados sobre el pecho, y había sentido el encanto de la dulce mirada de aquellos ojos, ya sin luz, cerrados para siempre. ¡Pobres dedos de nácar, obligados a arrancarle al piano alegres notas, a cuyo son bailaba Norden! ¡Perdónalo! ¿Qué sabia él? ¡Perdóname también a mí el haber escrito en la nieve el nombre de Elena! ¡No sabía el tuyo!
No sé hasta qué punto será cierto lo que en aquel momento era para mí una evidencia absoluta. Solo sé que el amor que sentía, súbitamente revelado, era tan profundo como la tristeza que inundaba mi corazón a medida que me daba cuenta, ante la inmovilidad del cadáver, ante el sepulcral silencio que reinaba en la casa, de que “ella” estaba muerta.
Y cuando la palabra “muerta” brotó de mis labios en voz queda y doliente, me eché a llorar.
Desecho en lágrimas, salí poco después de la casa de Norden, sin abrigo, ni sombrero. Crucéel jardín y la playa, hundiéndome en la nieve hasta más arriba de los tobillos, y avance mar adentro. Sobre el hielo, la capa de nieve era menos espesa y me permitía andar con más facilidad. No tardé en encontrarme a una gran distancia de la playa. Ya no lloraba. No pensaba en nada. Continuaba avanzando, avanzando, a través del inmenso desierto blanco y liso, que parecía irme absorbiendo. Empezaba a sentir frío y cansancio, y me detuve un instante. Miré a mi alrededor como en un ensueño: la planicie infinita y blanca, sin otras huellas que las mías, me cercaba por todas partes...
Reemprendí la marcha y, sin dejar de andar, empecé a dormitar, como los caballos extenuados por una larga jornada, como los vagabundos que buscan en el ruido rítmico de sus pasos el opio que alivie sus penas.
A pesar de que cada vez me resultaba más difícil flexionar los brazos y las piernas, no me daba cuenta de que empezaba a helarme y continuaba avanzando, clavados los ojos en la nieve que se extendía a mis pies.
Avanzaba, avanzaba y la nieve era siempre la misma. Ignoro si se hizo de noche o si las tinieblas surgieron de mi propio ser, pero lo blanco fue haciéndose gris, y lo gris fue haciéndose negro. Cuando ya no veía nada me dije:
“Estoy ciego”.
Y continué andando, ciego.
Unos pescadores me encontraron tendido en la nieve y me salvaron. En el hospital me amputaron tres dedos de los pies que se me habían helado. He estado un par de meses enfermo y sumido en la inconsciencia.
No sé nada de Norden. Su esposa efectivamente había muerto. No sé nada de él.
El desconocido no ha vuelto a aparecer, y sé que no aparecerá más. Si ahora viniera, creo que su visita no me desagradaría.
Me muero.
Todos me preguntan de qué me muero y por qué no hablo. Sé que esas preguntas las dicta el afecto, pero me hacen sufrir. ¿Acaso todo el que se muere sabe de qué muere?
Vivo con M. I., el compañero al cual le escribí suplicándole que acudiera a mi socorro. Es muy bueno y quiere llevarme una temporada al campo. Yo no me opongo. Si lo hiciera, daría lugarnuevas preguntas, y debo hablar lo menos posible. ¿Cómo explicarle que el mutismo es el estado natural del hombre? Él ama las palabras y cree en algunas de ellas.
Anoche estuvimos en las islas. Había mucha gente. Vimos zarpar un yate de velas muy blancas...
¡Ah! ¡Lo olvidaba! No amo a Elena ni a la señora de Norden y nunca pienso en ellas.
Y no tengo nada más que decir.
FIN