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miércoles, 28 de diciembre de 2016

Cuento de Navidad - Guy de Maupassant - Ciudad Seva - Luis López Nieves Recibidos x

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Guy de Maupassant

Francia:
1850-1893

Cuento de Navidad

[Cuento - Texto completo.]
Guy de Maupassant

El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:
-¿Un recuerdo de Navidad?… ¿Un recuerdo de Navidad?…
Y, de pronto, exclamó:
“-Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena.
“Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis propios ojos.
“¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas. Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia, por no disminuir el efecto de mi extraña historia.
“Confesaré, por lo pronto, que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible, aparentando la credulidad propia de un campesino.
“Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville.
“Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Amontonábanse al norte densas nubes, y caían blandamente los copos de nieve tenue y blanca.
“En una sola noche se cubrió toda la llanura.
“Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos.
“Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la nieve.
“Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.
“Nevó continuamente durante ocho días; luego, de pronto, aclaró. La tierra se cubría con una capa blanca de cinco pies de grueso.
“Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día, claro como un cristal azul y, por la noche, tan estrellado como si lo cubriera una escarcha luminosa. Helaba de tal modo que la sábana de nieve, compacta y fría, parecía un espejo.
“La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todo parecía muerto de frío. Ni hombres ni animales asomaban; solamente las chimeneas de las chozas en camisa daban indicios de la vida interior, oculta, con las delgadas columnas de humo que se remontaban en el aire glacial.
“De cuando en cuando se oían crujir los árboles, como si el hielo hiciera más quebradizas las ramas, y a veces desgajábase una, cayendo como un brazo cortado a cercén.
“Las viviendas campesinas parecían mucho más alejadas unas de otras. Vivíase malamente; cada uno en su encierro. Sólo yo salía para visitar a mis pacientes más próximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve de una hondonada.
“Comprendí al punto que un pánico terrible se cernía sobre la comarca. Semejante azote parecía sobrenatural. Algunos creyeron oír de noche silbidos agudos, voces pasajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los daban, sin duda, las aves migratorias que viajaban al anochecer y que huían sin cesar hacia el sur. Pero es imposible que razonen gentes desesperadas. El espanto invadía las conciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios.
“La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del caserío de Epívent, junto a la carretera intransitada y desaparecida. Como carecían de pan, el herrero decidió ir a buscarlo. Entretúvose algunas horas hablando con los vecinos de las seis casas que formaban el núcleo principal del caserío; recogió el pan, varias noticias, algo del temor esparcido por la comarca, y se puso en camino antes de que anocheciera.
“De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevo sobre la nieve, un huevo muy blanco; inclinose para cerciorarse; no cabía duda; era un huevo. ¿Cómo sé hallaba en tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su corral para ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba, pero cogió el huevo para llevárselo a su mujer.
“-Toma este huevo que encontré en el camino.
“La mujer bajó la cabeza, recelosa:
“-¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace? ¿No te has emborrachado?
“-No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y el huevo estaba junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes; me lo metí en el pecho para que no se enfriase. Cómetelo esta noche.
“Lo echaron en la cazuela donde se hacía la sopa, y el herrero comenzó a referir lo que se decía en la comarca.
“La mujer escuchaba, palideciendo.
“-Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y entraban por la chimenea.
“Sentáronse y tomaron la sopa; luego, mientras el marido untaba un pedazo de pan con manteca, la mujer cogió el huevo, examinándolo con desconfianza.
“-¿Y si tuviese algún maleficio?
“-¿Qué maleficio puede tener?
“-¡Toma! ¡Si yo supiera!
“-¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades.
“La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispuso a tomárselo con prevención, cogiéndolo, dejándolo, volviendo a cogerlo. El hombre decía:
“-¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno?
“Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto fijó en su marido los ojos, feroces, inquietos, levantó los brazos y, convulsa de pies a cabeza, cayó al suelo, retorciéndose, dando gritos horribles.
“Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un temblor espantoso la sacudía, la transformaba. El herrero, falto de fuerza para contenerla, tuvo que atarla.
“Y la mujer, sin reposo, vociferaba:
“-¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido en el cuerpo!
“Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los calmantes conocidos; ninguno me dio resultado. Estaba loca.
“Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo que ofrecían a las comunicaciones las altas nieves heladas, la noticia corrió de finca en finca: ‘La mujer de la fragua tiene los diablos en el cuerpo.’
“Acudían los curiosos de todas partes; pero sin atreverse a entrar en la casa, oían desde fuera los horribles gritos, lanzados por una voz tan potente que no parecían propios de un ser humano.
“Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió con sobrepelliz, como si se tratara de auxiliar a un moribundo, y pronunció las fórmulas del exorcismo, extendiendo las manos, rociando con el hisopo a la mujer, que se retorcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatro mocetones.
“Los diablos no quisieron salir.
“Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo.
“La víspera, por la mañana, el cura fue a visitarme:
“-Deseo -me dijo- que asista la infeliz a la misa de gallo. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la hora en que nació de una mujer.
“Yo respondí:
“-Me parece bien, señor cura. Es posible que se impresione con la ceremonia, muy a propósito para conmover, y que sin otra medicina pueda salvarse.
“El viejo cura insinuó:
“-Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, confío mucho en su ayuda. ¿Quiere usted encargarse de que la lleven a la iglesia?
“Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mi alcance.
“De noche comenzó a repicar la campana, lanzando sus quejumbrosas vibraciones a través de la sombría llanura, sobre la superficie tersa y blanca de la nieve.
“Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumisos a la voz de bronce del campanario. La luna llena iluminaba con su tibia claridad todo el horizonte, haciendo más notoria la pálida desolación de los campos.
“Fui a la fragua con cuatro mocetones robustos.
“La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta con sogas a la cama. La vistieron, venciendo con dificultad su resistencia, y la llevaron.
“A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y encendidas todas las luces, hacía frío; los cantores aturdían con sus voces monótonas; roncaba el serpentón; la campanilla del monaguillo advertía con su agudo tintineo a los devotos los cambios de postura.
“Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en la cocina de la casa parroquial, aguardando el instante oportuno. Juzgué que éste sería el que sigue a la comunión.
“Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían comulgado pidiendo a Dios que los perdonase. Un silencio profundo invadía la iglesia, mientras el cura terminaba el misterio divino.
“Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puerta y acercáronse a la endemoniada.
“Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces y el tabernáculo resplandeciente, hizo esfuerzos tan vigorosos para soltarse que a duras penas conseguimos retenerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en dolorosa inquietud la tranquilidad y el recogimiento de la muchedumbre; algunos huyeron.
“Crispada, retorcida, con las facciones descompuestas y los ojos encendidos, apenas parecía una mujer.
“La llevaron a las gradas del presbiterio, sosteniéndola fuertemente, agazapada.
“Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendo la custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía una hostia blanca, y alzando por encima de su cabeza la sagrada forma, la presentó con toda solemnidad a la vista de la endemoniada.
“La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojos fijos en aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto, inmóvil, hasta el punto de parecer una estatua.
“La mujer mostrábase temerosa, fascinada, contemplando fijamente la custodia; presa de terribles angustias, vociferaba todavía; pero sus voces eran menos desgarradoras.
“Aquello duró bastante.
“Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para separar la vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la rigidez, recobraba su blandura.
“La muchedumbre se había prosternado con la frente en el suelo; y la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia de Dios ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerrado sus ojos definitivamente.
“Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada…, ¡no, no!, vencida por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la custodia de oro; humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante.
“Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar.
“La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum.
“Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Al despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la posesión ni del exorcismo.
“Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.
Hubo un corto silencio y, luego, añadió:
-No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.
FIN


miércoles, 21 de diciembre de 2016

El cuento del niño malo [Cuento - Texto completo.] Mark Twain

http://ciudadseva.com/texto/el-cuento-del-nino-malo

Mark Twain

Estados Unidos:
1835-1910

El cuento del niño malo

[Cuento - Texto completo.]
Mark Twain

Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.
Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.
La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.
Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de bofetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le halaba las orejas.
Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero acto seguido… no se sintió mal ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este tipo de cosas les sucede a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “deliciosa”; metió la brea, y dijo que esta también estaría deliciosa, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró.
Una vez se encaramó a un árbol de manzana del granjero Acorn para robar manzanas, y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando este lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro… nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres en levitas, sombrero de copa y pantalones muy cortos, y de mujeres con vestidos que tienen la cintura debajo de los brazos y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en los libros de las clases de religión.
Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo metió en la gorra a George Wilson… el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto un juez de paz de peluca blanca, para pasmo de todos, que dijera indignado:
-No castigue usted a este noble muchacho… ¡Aquel es el solapado culpable!: pasaba yo junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo.
Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó ni armó un lío, de manera que George, el niño modelo, recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes, detestaba a los muchachos sanos, y decía que este era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente.
Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga: y a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí… esa debe ser la razón.
La vida de Jim era encantadora, así de sencillo. Nada le hacía daño. Llegó al extremo de darle un taco de tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza con la trompa. En la despensa buscó esencia de hierbabuena, y no se equivoco ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su salud.
Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la comisaría.
Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora.
FIN


“The Story of the Bad Little Boy”, 1875

lunes, 19 de diciembre de 2016

Cuento de Jorge Bucay: Milagro de Navidad

http://narrativabreve.com/2016/12/cuento-de-jorge-bucay-milagro-de-navidad.html

“Milagro de Navidad” es la adaptación que Jorge Bucay ha hecho de un cuento jasídico. Siento no poder dar el nombre del cuento jasídico original ni su autor.
Cuento de Jorge Bucay, Milagro de Navidad

Cuento de Jorge Bucay: Milagro de Navidad

Había una vez, en un pequeño pueblo, un viejo cura párroco famoso y respetado por su sabiduría y su bondad.
Su parroquia, bastante alejada de la plaza central del pueblo, se mantenía casi ignorada y oscura durante todo el año. Sin embargo cada diciembre, cuando se acercaba la Navidad la calle entera de la iglesia parecía adquirir luz propia. Es verdad que el desproporcionado árbol de Navidad que el anciano armaba en el ciprés de la vereda, frente a la iglesia, irradiaba un brillo incomparable, pero no era sólo eso. Cada ladrillo del frente del viejo edificio parecía iluminarse desde adentro y alumbrar la que hasta unas horas antes era una de las calles más oscuras del barrio. Desde la otra punta del pueblo se veía la luminosidad que parecía expandirse desde la vieja parroquia elevándose en el cielo.
Quizá por eso, quizá por la nobleza del viejo cura, hombre puro de alma y espíritu y sacerdote de fe inquebrantable, quizá por la suma de todas las cosas, la Navidad traía al pueblo un hecho que para muchos representaba su milagro navideño.
Cada año, para estas fechas, todos lo que tenían un deseo insatisfecho, una herida en el alma o la imperiosa necesidad de algo importante que no habían podido lograr iban a ver al viejo cura. El se reunía con ellos, los escuchaba, y los convocaba para que prepararan su corazón para un milagro antes de las doce de la noche del veinticuatro de diciembre.
Cuando el día esperado llegaba y todos estaban reunidos frente a la parroquia, el cura encendía todavía algunas velas más alrededor del árbol, y luego recitaba una oración en voz muy baja… como si fuera para él mismo. Dicen… que cada Navidad Dios escuchaba las palabras del párroco cuando hablaba.
Dicen que a Dios le gustaban tanto las palabras que decía, dicen que se fascinaba tanto con aquel árbol de Navidad iluminado de esa manera, dicen que disfrutaba tanto de esa reunión cada Nochebuena… Que no podía resistir el pedido del cura y concedía los deseos de las personas que ahí estaban, aliviaba sus heridas y satisfacía sus necesidades.
Cuando el anciano murió, y se acercaron las navidades, la gente se dio cuenta que nadie podría reemplazar a su querido párroco. Cuando llegó diciembre, sin embargo, decidieron de todas maneras armar el árbol de Navidad frente a la parroquia e iluminarla como lo hacía en vida el sacerdote.
Y esa Nochebuena, siguiendo la tradición que el cura había instituido, todos los que tenían necesidades y deseos insatisfechos se reunieron en la vereda y encendieron velas como habían aprendido del viejo párroco…
Se hizo un silencio. Nadie sabía lo que el viejo párroco decía cuando el árbol se iluminaba por completo… Como no conocían las palabras, empezaron a cantar una canción, recitaron unos salmos, y al final se miraron a los ojos compartiendo en voz alta sus dolores, alegrías y temores en ese mismo lugar, alrededor del árbol. Y dicen… que Dios disfrutó tanto de esa gente reunida alrededor del ciprés, frente a la vieja parroquia, hermanados en sus deseos… que aunque nadie dijo las palabras adecuadas, igual sintió el deseo de satisfacer a todos los que ahí estaban. Y lo hizo.
Desde entonces cada Nochebuena en aquella parroquia, alrededor de ese árbol tan especial, algunos milagros ocurrían, posiblemente en honor o quizá (¿por qué no?) por influencia del cura párroco. El tiempo ha pasado y de generación en generación la sabiduría se ha ido perdiendo…
Y aquí estamos nosotros. Nosotros no sabemos cuál es el pueblo donde está la parroquia. Nunca conocimos al bondadoso anciano y mucho menos sabemos cuáles eran sus ‘mágicas’ palabras… Nosotros ni siquiera sabemos cómo armar nuestro árbol de la manera en que él lo hacía…
Sin embargo, hay dos cosas que sí sabemos: sabemos esta historia, y sabemos que se acerca la Navidad. Y dicen… que Dios adora tanto este cuento… que disfruta tanto de las historias navideñas, que basta que alguien cuente esta leyenda y que alguien la escuche… para que Él, complacido, satisfaga cualquier necesidad, alivie cualquier dolor y conceda cualquier deseo a todos los que todavía, aunque sea un poco, creen en la magia de la Navidad. ¡Ojalá sea cierto!

Cuento de Richard Matheson en la revista Playboy



Cuento de Richard Matheson en la revista Playboy

No es este el primer cuento que publicamos del escritor estadounidense Richard Matheson. Nuestro profesor de cabecera, Miguel Díez R., publicó un par de cuentos suyos en Narrativa Breve: “Lemmins” y “Nacido de hombre y mujer”, que escribió cuando tenía 24 años. Dicho cuento le hizo mundialmente famoso.
Recordemos un breve fragmento del comentario que Miguel Díez R. le dedicó a esta narración:
“Born of Man and Woman” fue el primer cuento que escribió, cuando tenía 24 años, y que le hizo famoso inmediatamente. Publicado en Magazine of Fantasy and Science Fiction en 1950, fue uno de los relatos seleccionados en 1970 por los miembros de la asociación Science Fiction Writers of America en una lista de los mejores cuentos de dicho género de todos los tiempos y como tal apareció en The Science Fiction Hall of Fame, I, 1929-1964 (1970), famosa antología que recogía los veintiséis relatos más votados por los miembros de la citada asociación; y téngase en cuenta que, entre estos relatos, se encontraban algunos tan famosos como “A Martian Odyssey” (“Una odisea marciana”, 1934) de Stanley G. Weinbaum; “Nightfall” (“Anochecer”, 1941) de Isaac Asimov; “Mars Is Heaven” (“Marte es el cielo”, 1948) de Ray Bradbury -incluido posteriormente en el capítulo VI de Crónicas marcianas (1950) con el título de “The Third Expedition” (“La tercera expedición”)- y “Flowers for Algernon” (“Flores para Algernon”, 1959) de Daniel Keyes.
“Nacido de hombre y mujer” es un conciso, inquietante y oscuro relato de un niño de ocho años cuyos padres lo mantienen encadenado en el sótano. No existe una descripción física del protagonista, pero se dan algunos datos dispersos sobre su anormalidad o monstruosidad: tiene varias piernas, puede desplazarse por las paredes pues los pies se le pegan a ellas como si fueran ventosas, sus fluidos corporales son verdes, su fuerza es desproporcionada a su edad, etc.
Hoy os doy otro cuento de Richard Matheson, “Botón, botón”, que fue publicado por primera vez en la revista Playboy, en junio de 1970. Esta inquietante narración fue incluida en el libro Button, Button: Uncanny Stories (Tor, Nueva York, 2008). El cuento que vais a leer está traducido al castellano por Jairo S. Sánchez Galvis y publicado en la revista Espéculo.


cuento de Richard Matheson
Richard Matheson

Cuento de Richard Matheson en la revista Playboy: Botón, botón

El paquete estaba junto a la puerta —una caja de cartón sellada con cinta, la dirección y sus nombres escritos a mano: Señor y Señora Lewis, 217 E. calle 37, Nueva York, Nueva York, 10016. Norma lo levantó, abrió la puerta y entró al apartamento. Apenas empezaba a oscurecer.
Después de haber puesto los trozos de cordero en la parrilla, se sentó y abrió el paquete.
Dentro de la caja de cartón había una unidad provista de un botón y sujetada a una pequeña arca de madera. Una cúpula de vidrio cubría el botón. Norma intentó levantarla pero estaba sellada. Volteó la unidad y vio un papel doblado y pegado con cinta adhesiva a la parte inferior de la caja. Lo desprendió: El señor Steward los visitará a las 8 p.m.
Norma colocó la unidad del botón a su lado, sobre el sofá. Releyó el mensaje impreso, sonriendo.
Unos minutos después regresó a la cocina para hacer la ensalada.
El timbre sonó a las ocho en punto.
—Yo abro —gritó Norma desde la cocina. Arthur estaba en la sala, leyendo.
Había un hombre pequeño en la entrada. Se quitó el sombrero cuando Norma abrió la puerta.
—¿Señora Lewis? —preguntó cortésmente.­
—¿Sí?
—Soy el señor Steward.
—Ah, cierto —Norma reprimió una sonrisa. Ahora estaba segura de que se trataba de un truco para vender algo.
—¿Puedo pasar? —preguntó el señor Steward.
—Estoy bastante ocupada —dijo Norma—, pero le traeré su paquete —. Le dio la espalda.
—¿No quiere saber lo que es?
Norma se volteó. El tono del señor Steward fue ofensivo.
—No, creo que no —contestó ella.
—Podría resultar muy provechoso —le dijo.
—¿Económicamente? —lo cuestionó.
El señor Steward asintió.
—Económicamente —dijo.
Norma frunció el ceño. No le gustó la actitud del hombre.
—¿Qué está intentando vender? —preguntó ella.
—No estoy vendiendo nada —respondió él.
Arthur salió de la sala.
—¿Pasa algo?
El señor Steward se presentó.
Ah, el … —Arthur señaló hacia la sala y sonrió—. ¿Y qué es ese aparato, a todo esto?
—No me tomará mucho tiempo explicarlo —contestó el señor Steward—. ¿Puedo pasar?
—Si está vendiendo algo… —dijo Arthur.
El señor Steward negó con la cabeza.
—No, no vendo nada.
Arthur miró a Norma.
—Como quieras —le dijo ella.
Dudó un poco.
—Bueno, ¿por qué no? —dijo él.
Entraron a la sala y el señor Steward se sentó en la silla de Norma. Metió la mano en el bolsillo de dentro de su abrigo y sacó un pequeño sobre sellado.
—Aquí dentro hay una llave para abrir la cúpula del timbre —dijo y colocó el sobre encima de la mesa auxiliar—. El timbre está conectado a nuestra oficina.
—¿Para qué sirve? —preguntó Arthur.
—Si oprime el botón —le dijo el señor Steward— en alguna parte del mundo alguien que usted no conoce morirá. A cambio, recibirá un pago de 50.000 dólares.
Norma se quedó mirando al hombrecillo. Estaba sonriendo.
—¿De qué habla? —le preguntó Arthur.
El señor Steward pareció sorprendido.
—Pero si lo acabo de explicar —dijo.
—¿Es esto una broma de mal gusto?
—De ningún modo. La oferta es completamente genuina.
—Eso que usted dice no tiene sentido —dijo Arthur—. Usted espera que creamos…
—¿A quién representa? —inquirió Norma.
El señor Steward se notó apenado.
—Me temo que no estoy autorizado para revelarle eso —dijo—. Sin embargo, le aseguro que la organización es de talla internacional.
—Creo que es mejor que se vaya —dijo Arthur poniéndose de pie.
El señor Steward se levantó.
—Por supuesto.
—Y llévese la unidad con usted.
—¿Está seguro de que no le interesaría pensarlo hasta mañana, quizás?
Arthur levantó la unidad del botón y el sobre y los tendió bruscamente en las manos del señor Steward. Caminó por el pasillo y abrió la puerta.
—Dejaré mi tarjeta —dijo el señor Steward. La colocó encima de la mesilla que estaba cerca de la puerta.
Cuando se había ido, Arthur rompió la tarjeta por la mitad y arrojó los pedazos sobre la mesa.
Norma permanecía sentada en el sofá.
—¿Qué crees que era? —preguntó.
—No me interesa saber —contestó él.
Ella intentó sonreír pero no pudo.
—¿No te da ni un poco de curiosidad?
—No —negó con la cabeza.
Después de que Arthur había retomado su libro, Norma regresó a la cocina y acabó de lavar los platos.
—¿Por qué no quieres hablar de eso? —preguntó Norma.
Los ojos de Arthur se movían constantemente mientras se cepillaba los dientes. Miraba el reflejo de Norma en el espejo del baño.
—¿No te intriga?
—Me ofende —dijo Arthur.
—Ya sé, pero —Norma colocó otro rulo en su pelo— ¿no te intriga también?
—¿Crees que es una broma de mal gusto? —preguntó ella cuando entraban a la habitación.
—Si lo es, es una broma asquerosa.
Norma se sentó en la cama y se quitó las pantuflas.
—Tal vez sea algún tipo de investigación psicológica.
Arthur se encogió de hombros.
—Podría ser.
—Tal vez algún millonario excéntrico la está realizando.
—Tal vez.
—¿No te gustaría saber?
Arthur negó con la cabeza.
¿Por qué?
—Porque es inmoral —le dijo.
Norma se deslizó bajo las cobijas.
—Bueno, yo creo que es intrigante —dijo. Arthur apagó la lámpara y se agachó para besarla. —Buenas noches —le dijo.
—Buenas noches —Norma le dio palmaditas en la espalda.
Norma cerró los ojos. «Cincuentamil dólares», pensó.
En la mañana, cuando iba a salir del apartamento, Norma vio las dos mitades de la tarjeta sobre la mesa. Impulsivamente, las arrojó dentro de su cartera. Cerró la puerta y alcanzó a Arthur en el ascensor.
Mientras estaba en su descanso sacó las dos partes de la tarjeta y juntó los pedazos rasgados. Solamente el nombre del señor Steward y un número telefónico estaban impresos en la tarjeta.
Después del almuerzo volvió a sacar las dos mitades y unió los bordes con cinta adhesiva. «¿Por qué estoy haciendo esto?», pensó.
Poco antes de las cinco marcó el número.
—Buenas tardes —dijo la voz del señor Steward.
Norma por poco cuelga, pero se contuvo. Aclaró la garganta.
—Habla la señora Lewis —dijo.
, señora Lewis —el señor Steward se escuchó complacido.
—Tengo curiosidad.
—Es natural —dijo el señor Steward.
—No es que crea una sola palabra de lo que nos dijo.
—Sin embargo, es la pura verdad —contestó el señor Steward.
—Bueno, como sea —Norma tragó saliva—. Cuando manifestó que alguien en el mundo moriría, ¿qué quiso decir?
—Exactamente eso —contestó—. Podría ser cualquier persona. Todo lo que garantizamos es que usted no la conoce. Y, por supuesto, que usted no tendría que verla morir.
—Por 50.000 dólares—dijo Norma.
—Es correcto.
Ella hizo un sonido de burla.
—Eso es una locura.
—Pero esa es la propuesta —dijo el señor Steward—. ¿Desea que le lleve de nuevo la unidad?
Norma se puso tensa.
Claro que no —colgó malhumorada.
El paquete estaba junto a la puerta principal, Norma lo vio al salir del ascensor. «Bueno, ¡qué frescura!», pensó. Fijó la mirada en el paquete mientras abría la puerta. «Simplemente no lo entraré», se dijo. Entró y empezó a preparar la cena.
Más tarde, salió al pasillo principal. Abriendo la puerta, levantó el paquete y lo trasladó hasta la cocina, dejándolo sobre la mesa.
Se sentó en la sala, mirando a través de la ventana. Después de un rato, fue a la cocina para colocar las chuletas en la parrilla. Colocó el paquete en la alacena inferior. Lo tiraría en la mañana.
—Tal vez algún millonario excéntrico está jugando con la gente —dijo ella.
Arthur levantó la mirada de su plato.
—No te entiendo.
—¿Qué quieres decir?
Olvídalo —le dijo a ella.
Norma comió en silencio. De repente bajó su tenedor.
—Supón que es una oferta real —dijo ella.
Arthur se quedó mirándola.
Supón que es una oferta real.
—Está bien, supón que lo es —él se veía incrédulo—. ¿Qué querrías hacer? ¿Volver a tener el botón y oprimirlo? ¿Asesinar a alguien?”
Norma pareció disgustada.
Asesinar.
—¿Cómo lo definirías?
—¿Si ni siquiera conoces a la persona? —dijo Norma.
Arthur quedó estupefacto.
—¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?
—¿Si es algún viejo campesino chino a diez mil millas de distancia? ¿Algún aborigen enfermo en el Congo?
—¿Qué tal un bebé en Pennsylvania? —Arthur replicó—. ¿Alguna hermosa niña en la otra cuadra?
—Ahora estás exagerando las cosas.
— Norma, el hecho es—continuó—, no importa a quién matas, sigue siendo asesinato.
—El hecho es —interrumpió Norma—, si es alguien a quien nunca has visto en la vida y a quien nunca verás, alguien de cuya muerte ni siquiera tendrás que saber, aun así ¿no apretarías el botón?
Arthur se quedó mirándola, horrorizado.
—¿Quieres decir que tú lo harías?
—Cincuenta mil dólares, Arthur.
—¿Qué tiene que ver la cantidad…
Cincuenta mil dólares, Arthur —interrumpió Norma—. Una oportunidad para hacer ese viaje a Europa del que siempre hemos hablado.
—Norma, no.
—Una oportunidad para comprar esa cabaña en la isla.
—Norma, no —su cara había palidecido.
Ella se encogió de hombros.
—Está bien, tranquilízate —dijo ella—. ¿Por qué te enojas tanto? Sólo estamos hablando.
Después de la cena, Arthur fue a la sala. Antes de abandonar la mesa dijo:
—Preferiría no discutirlo más, si no te importa.
Norma levantó los hombros.
—Está bien.
Ella se levantó más temprano que de costumbre para preparar panqueques, huevos y tocino para el desayuno de Arthur.
—¿Qué estamos celebrando? —preguntó Arthur con una sonrisa.
—No, no se trata de ninguna celebración —Norma se mostró ofendida—. Quise hacerlo, es todo.
—Bueno —dijo él—, me alegro de que lo hayas hecho.
Ella volvió a llenar la taza de Arthur.
—Quería demostrarte que no soy… —se encogió de hombros.
—¿Que no eres qué?
—Egoísta.
—¿Dije que lo eras?
—Pues —ella gesticuló vagamente—, anoche…
Arthur permaneció callado.
—Toda esa charla acerca del botón —dijo Norma—. Creo que… pues, me malinterpretaste.
—¿En qué sentido? —su voz fue cautelosa.
—Creo que pensaste —gesticuló de nuevo— que yo sólo estaba pensando en mí.
—Ah.
—No lo hacía.
—Norma…
—Pues no lo hacía. Cuando hablé de Europa, la casa en la isla…
—Norma, ¿por qué te estás involucrando tanto en esto?
—De ninguna manera lo estoy haciendo —respiró nerviosamente—. Sólo intento decir que…
—¿Qué?
—Que quisiera un viaje a Europa para nosotros. Que quisiera una cabaña en la isla para nosotros. Quisiera un apartamento mejor para nosotros, mejores muebles, mejor ropa, un auto. Me gustaría que nosotros por fin tuviéramos un bebé, a decir verdad.
—Norma, ya lo haremos —dijo él.
—¿Cuándo?
Se quedó mirándola, consternado.
—Norma…
¡¿Cuándo?!
—¿Estás… —pareció retractarse un poco—, estás diciendo en serio…?
—Estoy diciendo que probablemente lo están haciendo para un proyecto investigativo —lo interrumpió—. Que quieren saber qué haría la gente común frente a tal circunstancia, que sólo están diciendo que alguien moriría para estudiar las reacciones, para ver si hay sentimiento de culpa, ansiedad, ¡lo que sea! No crees que en realidad matarían a alguien, ¿verdad?”
Él no contestó. Ella vio que a Arthur le temblaban las manos. Después de un rato él se levantó y se fue.
Cuando se había ido a trabajar, Norma permaneció en la mesa, mirando fijamente su café. «Voy a llegar tarde», pensó. Se encogió de hombros. ¿Qué importaba?, ella debería estar en casa y no trabajando en una oficina.
Mientras acomodaba los platos, se volvió abruptamente, se secó las manos y sacó el paquete de la alacena inferior. Lo abrió y colocó la unidad del botón sobre la mesa. Se quedó mirándola un rato antes de sacar la llave del sobre y retirar la cúpula de vidrio. Fijó su mirada en el botón. «Qué ridículo», pensó. «Todo este alboroto por un botón sin importancia».
Estiró la mano y lo oprimió. «Por nosotros» —se dijo con rabia.
Se estremeció. ¿Estaría sucediendo? Un escalofrío aterrador la recorrió.
En un momento ya todo había terminado. Hizo un ruido desdeñoso. «Ridículo», pensó. «Exaltarse tanto por nada».
Tiró la unidad del botón, la cúpula y la llave a la caneca de la basura y se apresuró a vestirse para ir al trabajo. Acababa de dar vuelta a los filetes para la cena cuando sonó el teléfono. Levantó la bocina.
—¿Aló?
—¿Señora Lewis?
—¿Sí?
—Este es el hospital Lenox Hill.
Se sintió irreal cuando la voz le informó del accidente en el subterráneo: los empujones de la multitud, Arthur había sido arrojado de la plataforma cuando el tren pasaba. Era consciente de que estaba negando con la cabeza pero no podía parar.
Cuando colgó, recordó la póliza de seguro de vida de Arthur por 25.000, con doble indemnización por…
¡No! Parecía que no podía respirar. Se incorporó con gran dificultad y caminó atontada hasta la cocina. Algo helado presionaba su cráneo mientras sacaba la unidad del botón de la caneca de la basura. No había clavos ni tornillos a la vista. No podía ver cómo estaba ensamblada.
De repente, comenzó a estrellarla contra el borde del lavaplatos, golpeándola cada vez con más violencia hasta que la madera se quebró. Separó las partes, cortándose los dedos sin darse cuenta. No había transistores en la caja, ni cables, ni tubos. La caja estaba vacía.
Se volvió con un grito ahogado cuando el teléfono sonó. Tropezándose para llegar hasta la sala, levantó la bocina.
—¿Señora Lewis? —preguntó el señor Steward.
No era su voz la que chillaba de tal manera, no podía ser.
—¡Usted dijo que yo no conocería al que muriera!
—Mi querida señora —dijo el señor Steward—, ¿en verdad cree que usted conocía a su esposo?