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miércoles, 31 de agosto de 2016

LA CASA INUNDADA (cuento) Felisberto Hernández

http://narrativabreve.com/2013/11/cuento-felisberto-hernandez-casa-inundada.html

felisberto hernandez, casa inundada, cuento
Escritor Felisberto Hernández. Fuente de la imagen
“La casa inundada”, de Felisberto Hernández, era uno de los cuentos preferidos de Julio Cortázar, tanto que se da por válido que el autor argentino tuvo muy presente la lectura de este cuento a la hora de escribir “Casa tomada“.
El presente relato de Felisberto Hernández está incluido en la antología Cuentos inolvidables según Julio Cortázar(Alfaguara).

LA CASA INUNDADA

(cuento)

Felisberto Hernández

De esos días siempre recuerdo las vueltas en un bote alrededor de una pequeña isla de plantas. Cada poco tiempo las cambiaban; pero allí las plantas no se llevaban bien. Yo remaba colocado detrás del cuerpo inmenso de la señora Margarita. Si ella miraba la isla un rato largo, era posible que me dijera algo; pero no lo que me había prometido; sólo hablaba de las plantas y parecía que quisiera esconder entre ellas otros pensamientos. Yo me cansaba de tener esperanzas y levantaba los remos como si fueran manos aburridas de contar siempre las mismas gotas. Pero ya sabía que, en otras vueltas del bote, volvería a descubrir, una vez más, que ese cansancio era una pequeña mentira confundida entre un poco de felicidad. Entonces me resignaba a esperar las palabras que me vendrían de aquel mundo, casi mudo, de espaldas a mí y deslizándose con el esfuerzo de mis manos doloridas.
Una tarde, poco antes del anochecer, tuve la sospecha de que el marido de la señora Margarita estaría enterrado en la isla. Por eso ella me hacía dar vueltas por allí y me llamaba en la noche -si había luna- para dar vueltas de nuevo. Sin embargo el marido no podía estar en aquella isla; Alcides -el novio de la sobrina de la señora Margarita- me dijo que ella había perdido al marido en un precipicio de Suiza. Y también recordé lo que me contó el botero la noche que llegué a la casa inundada. Él remaba despacio mientras recorríamos “la avenida de agua”, del ancho de una calle y bordeada de plátanos con borlitas. Entre otras cosas supe que él y un peón habían llenado de tierra la fuente del patio para que después fuera una isla. Además yo pensaba que los movimientos de la cabeza de la señora Margarita -en las tardes que su mirada iba del libro a la isla y de la isla al libro- no tenían relación con un muerto escondido debajo de las plantas. También es cierto que una vez que la vi de frente tuve la impresión de que los vidrios gruesos de sus lentes les enseñaban a los ojos a disimular y que la gran vidriera terminada en cúpula que cubría el patio y la pequeña isla, era como para encerrar el silencio en que se conserva a los muertos.
Después recordé que ella no había mandado hacer la vidriera. Y me gustaba saber que aquella casa, como un ser humano, había tenido que desempeñar diferentes cometidos; primero fue casa de campo; después instituto astronómico; pero como el telescopio que habían pedido a Norte América lo tiraron al fondo del mar los alemanes, decidieron hacer, en aquel patio, un invernáculo; y por último la señora Margarita la compró para inundarla.
Ahora, mientras dábamos vuelta a la isla, yo envolvía a esta señora con sospechas que nunca le quedaban bien. Pero su cuerpo inmenso, rodeado de una simplicidad desnuda, me tentaba a imaginar sobre él un pasado tenebroso. Por la noche parecía más grande, el silencio lo cubría como un elefante dormido y a veces ella hacía una carraspera rara, como un suspiro ronco.
Yo la había empezado a querer, porque después del cambio brusco que me había hecho pasar de la miseria a esa opulencia, vivía en una tranquilidad generosa y ella se prestaba -como prestaría el lomo una elefanta blanca a un viajero- para imaginar disparates entretenidos. Además, aunque ella no me preguntaba nada sobre mi vida, en el instante de encontrarnos, levantaba las cejas como si se le fueran a volar, y sus ojos, detrás de tos vidrios, parecían decir: “¿Qué pasa, hijo mío?”.
Por eso yo fui sintiendo por ella una amistad equivocada; y si ahora dejo libre mi memoria se me va con esta primera señora Margarita; porque la segunda, la verdadera, la que conocí cuando ella me contó su historia, al fin de la temporada, tuvo una manera extraña de ser inaccesible.
Pero ahora yo debo esforzarme en empezar esta historia por su verdadero principio, y no detenerme demasiado en las preferencias de los recuerdos.
Alcides me encontró en Buenos Aires en un día que yo estaba muy débil, me invitó a un casamiento y me hizo comer de todo. En el momento de la ceremonia, pensó en conseguirme un empleo, y ahogado de risa, me habló de una “atolondrada generosa” que podía ayudarme. Y al final me dijo que ella había mandado inundar una casa según el sistema de un arquitecto sevillano que también inundó otra para un árabe que quería desquitarse de la sequía del desierto. Después Alcides fue con la novia a la casa de la señora Margarita, le habló mucho de mis libros y por último le dijo que yo era un “sonámbulo de confianza”. Ella decidió contribuir, enseguida, con dinero; y en el verano próximo, si yo sabía remar, me invitaría a la casa inundada. No sé por qué causa, Alcides no me llevaba nunca; y después ella se enfermó. Ese verano fueron a la casa inundada antes que la señora Margarita se repusiera y pasaron los primeros días en seco. Pero al darle entrada al agua me mandaron llamar. Yo tomé un ferrocarril que me llevó hasta una pequeña ciudad de la provincia, y de allí a la casa fui en auto. Aquella región me pareció árida, pero al llegar la noche pensé que podía haber árboles escondidos en la oscuridad. El chofer me dejó con las valijas en un pequeño atracadero donde empezaba el canal, “la avenida de agua”, y tocó la campana, colgada de un plátano; pero ya se había desprendido de la casa la luz pálida que traía el bote. Se veía una cúpula iluminada y al lado un monstruo oscuro tan alto como la cúpula. (Era el tanque del agua). Debajo de la luz venía un bote verdoso y un hombre de blanco que me empezó a hablar antes de llegar. Me conversó durante todo el trayecto (fue él quien me dijo lo de la fuente llena de tierra). De pronto vi apagarse la luz de la cúpula. En ese momento el botero me decía: “Ella no quiere que tiren papeles ni ensucien el piso de agua. Del comedor al dormitorio de la señora Margarita no hay puerta y una mañana en que se despertó temprano, vio venir nadando desde el comedor un pan que se le había caído a mi mujer. A la dueña le dio mucha rabia y le dijo que se fuera inmediatamente y que no había cosa más fea en la vida que ver nadar un pan”.
El frente de la casa estaba cubierto de enredaderas. Llegamos a un zaguán ancho de luz amarillenta y desde allí se veía un poco del gran patio de agua y la isla. El agua entraba en la habitación de la izquierda por debajo de una puerta cerrada. El botero ató la soga del bote a un gran sapo de bronce afirmado en la vereda de la derecha y por allí fuimos con las valijas hasta una escalera de cemento armado. En el primer piso había un corredor con vidrieras que se perdían entre el humo de una gran cocina, de donde salió una mujer gruesa con flores en el moño. Parecía española. Me dijo que la señora, su ama, me recibiría al día siguiente; pero que esa noche me hablaría por teléfono.
Los muebles de mi habitación, grandes y oscuros, parecían sentirse incómodos entre paredes blancas atacadas por la luz de una lámpara eléctrica sin esmerilar y colgada desnuda, en el centro de la habitación. La española levantó mi valija y le sorprendió el peso. Le dije que eran libros. Entonces empezó a contarme el mal que le había hecho a su ama “tanto libro” y “hasta la habían dejado sorda, y no le gustaba que le gritaran”. Yo debo haber hecho algún gesto por la molestia de la luz.
-¿A usted también le incómoda la luz? Igual que a ella.
Fui a encender un portátil; tenía pantalla verde y daría una sombra agradable. En el instante de encenderla sonó el teléfono colocado detrás del portátil, y lo atendió la española. Decía muchos “sí” y las pequeñas flores blancas acompañaban conmovidas los movimientos del moño. Después ella sujetaba las palabras que se asomaban a la boca can una silaba o un chistido. Y cuando colgó el tubo suspiró y salió de la habitación en silencio.
Comí y bebí buen vino. La española me hablaba pero yo, preocupado de cómo me iría en aquella casa, apenas le contestaba moviendo la cabeza como un mueble en un piso flojo. En el instante de retirar el pocillo de café de entre la luz llena de humo de mi cigarrillo, me volvió a decir que la señora me llamaría por teléfono. Yo miraba el aparato esperando continuamente el timbre, pero sonó en un instante en que no lo esperaba. La señora Margarita me preguntó por mi viaje y mi cansancio con voz agradable y tenue. Yo le respondía con fuerza separando las palabras.
-Hable naturalmente -me dijo-; ya le explicaré por qué le he dicho a María (la española) que estoy sorda. Quisiera que usted estuviera tranquilo en esta casa; es mi invitado; sólo le pediré que reme en mi bote y que soporte algo que tengo que decirle. Por mi parte haré una contribución mensual a sus ahorros y trataré de serle útil. He leído sus cuentos a medida que se publicaban. No he querido hablar de ellos con Alcides por temor a disentir, soy susceptible; pero ya hablaremos…
Yo estaba absolutamente conquistado. Hasta le dije que al día siguiente me llamara a las seis. Esa primera noche, en la casa inundada, estaba intrigado con lo que la señora Margarita tendría que decirme, me vino una tensión extraña y no podía hundirme en el sueño. No sé cuándo me dormí. A las seis de la mañana, un pequeño golpe de timbre, como la picadura de un insecto, me hizo saltar en la cama. Esperé, inmóvil, que aquello se repitiera. Así fue. Levanté el tubo del teléfono.
-¿Está despierto?
-Es verdad.
Después de combinar la hora de vernos me dijo que podía bajar en pijama y que ella me esperaría al pie de la escalera. En aquel instante me sentí como el empleado al que le dieran un momento libre.
En la noche anterior, la oscuridad me había parecido casi toda hecha de árboles; y ahora, al abrir la ventana, pensé que ellos se habrían ido al amanecer. Sólo había una llanura inmensa con un aire claro; y los únicos árboles eran los plátanos del canal. Un poco de viento les hacía mover el brillo de las hojas; al mismo tiempo se asomaban a la “avenida de agua” tocándose disimuladamente las copas. Tal vez allí podría empezar a vivir de nuevo con una alegría perezosa. Cerré la ventana con cuidado, como si guardara el paisaje nuevo para mirarlo más tarde.
Vi, al fondo del corredor, la puerta abierta de la cocina y fui a pedir agua caliente para afeitarme en el momento que María le servía café a un hombre joven que dio los “buenos días” con humildad; era el hombre del agua y hablaba de los motores. La española, con una sonrisa, me tomó de un brazo y me dijo que me llevaría todo a mi pieza. Al volver, por el corredor, vi al pie de la escalera -alta y empinada- a la señora Margarita. Era muy gruesa y su cuerpo sobresalía de un pequeño bote como un pie gordo de un zapato escotado. Tenía la cabeza baja porque leía unos papeles, y su trenza, alrededor de la cabeza, daba la idea de una corona dorada. Esto lo iba recordando después de una rápida mirada, pues temí que me descubriera observándola. Desde ese instante hasta el momento de encontrarla estuve nervioso. Apenas puse los pies en la escalera empezó a mirar sin disimulo y yo descendía con la dificultad de un líquido espeso por un embudo estrecho. Me alcanzó una mano mucho antes que yo llegara abajo. Y me dijo:
-Usted no es como yo me lo imaginaba… siempre me pasa eso… Me costará mucho acomodar sus cuentos a su cara.
Yo, sin poder sonreír, hacía movimientos afirmativos como un caballo al que le molestara el freno. Y le contesté:
-Tengo mucha curiosidad de conocerla y de saber qué pasará.
Por fin encontré su mano. Ella no me soltó hasta que pasé al asiento de los remos, de espaldas a la proa. La señora Margarita se removía con la respiración entrecortada, mientras se sentaba en el sillón que tenía el respaldo hacia mí. Me decía que estudiaba un presupuesto para un asilo de madres y no podría hablarme por un rato. Yo remaba, ella manejaba el timón, y los dos mirábamos la estela que íbamos dejando. Por un instante tuve la idea de un gran error; yo no era botero y aquel peso era monstruoso. Ella seguía pensando en el asilo de madres sin tener en cuenta el volumen de su cuerpo y la pequeñez de mis manos. En la angustia del esfuerzo me encontré con los ojos casi pegados al respaldo de su sillón; y el barniz oscuro y la esterilla llena de agujeritos, como los de un panal, me hicieron acordar de una peluquería a la que me llevaba mi abuelo cuando yo tenía seis años. Pero estos agujeros estaban llenos de bata blanca y de la gordura de la señora Margarita. Ella me dijo:
-No se apure; se va a cansar en seguida.
Yo aflojé los remos de golpe, caí como en un vació dichoso y me sentí por primera vez deslizándome con ella en el silencio del agua. Después tuve cierta conciencia de haber empezado a remar de nuevo. Pero debe haber pasado largo tiempo. Tal vez me haya despertado el cansancio. Al rato ella me hizo señas con una mano, como cuando se dice adiós, pero era para que me detuviera en el sapo más próximo. En toda la vereda que rodeaba al lago, había esparcidos sapos de bronce para atar el bote. Con gran trabajo y palabras que no entendí, ella sacó el cuerpo del sillón y lo puso de pie en la vereda. De pronto nos quedamos inmóviles, y fue entonces cuando hizo por primera vez la carraspera rara, como si arrastrara algo, en la garganta, que no quisiera tragar y que al final era un suspiro ronco. Yo miraba el sapo al que habíamos amarrado el bote pero veía también los pies de ella, tan fijos como los otros dos sapos. Todo hacía pensar que la señora Margarita hablaría. Pero también podía ocurrir que volviera a hacer la carraspera rara. Si la hacía o empezaba a conversar yo soltaría el aire que retenía en los pulmones para no perder las primeras palabras. Después la espera se fue haciendo larga y yo dejaba escapar la respiración como si fuera abriendo la puerta de un cuarto donde alguien duerme. No sabía si esa espera quería decir que yo debía mirarla; pero decidí quedarme inmóvil todo el tiempo que fuera necesario. Me encontré de nuevo con el sapo y los pies, y puse mi atención en ellos sin mirar directamente. La parte aprisionada en los zapatos era pequeña; pero después se desbordaba la gran garganta blanca y la pierna rolliza y blanda con ternura de bebé que ignora sus formas; y la idea de inmensidad que había encima de aquellos pies era como el sueño fantástico de un niño. Pasé demasiado tiempo esperando la carraspera; y no sé en qué pensamientos andaría cuando oí sus primeras palabras. Entonces tuve la idea de que un inmenso jarrón se había ido llenando silenciosamente y ahora dejaba caer el agua con pequeños ruidos intermitentes.
-Yo le prometí hablar … pero hoy no puedo… tengo un mundo de cosas en qué pensar…
Cuando dijo “mundo”, yo, sin mirarla, me imaginé las curvas de su cuerpo. Ella siguió:
-Además usted no tiene culpa, pero me molesta que sea tan diferente.
Sus ojos se achicaron y en su cara se abrió una sonrisa inesperada; el labio superior se recogió hacia los lados como algunas cortinas de los teatros y se adelantaron, bien alineados, grandes dientes brillantes.
-Yo, sin embargo, me alegro que usted sea como es.
Esto lo debo haber dicho con una sonrisa provocativa, porque pensé en mí mismo como en un sinvergüenza de otra época con una pluma en el gorro. Entonces empecé a buscar sus ojos verdes detrás de los lentes. Pero en el fondo de aquellos lagos de vidrio, tan pequeños y de ondas tan fijas, los párpados se habían cerrado y abultaban avergonzados. Los labios empezaron a cubrir los dientes de nuevo y toda la cara se fue llenando de un color rojizo que ya había visto antes en faroles chinos. Hubo un silencio como de mal entendido y uno de sus pies tropezó con un sapo al tratar de subir al bote. Yo hubiera querido volver unos instantes hacia atrás y que todo hubiera sido distinto. Las palabras que yo había dicho mostraban un fondo de insinuación grosera que me llenaba de amargura. La distancia que había de la isla a las vidrieras se volvía un espacio ofendido y las cosas se miraban entre ellas como para rechazarme. Eso era una pena, porque yo las había empezado a querer. Pero de pronto la señora Margarita dijo:
-Deténgase en la escalera y vaya a su cuarto. Creo que luego tendré muchas ganas de conversar con usted.
Entonces yo miré unos reflejos que había en el lago y sin ver las plantas me di cuenta de que me eran favorables; y subí contento aquella escalera casi blanca, de cemento armado, como un chiquilín que trepara por las vértebras de un animal prehistórico.
Me puse a arreglar seriamente mis libros entre el olor a madera nueva del ropero y sonó el teléfono:
-Por favor, baje un rato más; daremos unas vueltas en silencio y cuando yo le haga una seña usted se detendrá al pie de la escalera, volverá a su habitación y yo no lo molestaré más hasta que pasen dos días.
Todo ocurrió como ella lo había previsto, aunque en un instante en que rodeamos la isla de cerca y ella miró las plantas parecía que iba a hablar.
Entonces, empezaron a repetirse unos días imprecisos de espera y de pereza, de aburrimiento a la luz de la luna y de variedad de sospechas con el marido de ella bajo las plantas. Yo sabía que tenía gran dificultad en comprender a los demás y trataba de pensar en la señora Margarita un poco como Alcides y otro poco como María; pero también sabía que iba a tener pereza de seguir desconfiando. Entonces me entregué a la manera de mi egoísmo; cuando estaba con ella esperaba, con buena voluntad y hasta con pereza cariñosa, que ella me dijera lo que se le antojara y entrara cómodamente en mi comprensión. O si no, podía ocurrir, que mientras yo vivía cerca de ella, con un descuido encantado, esa comprensión se formara despacio, en mí, y rodeara toda su persona. Y cuando estuviera en mi pieza, entregado a mis lecturas, miraría también la llanura, sin acordarme de la señora Margarita. Y desde allí, sin ninguna malicia, robaría para mí la visión del lugar y me la llevaría conmigo al terminar el verano.
Pero ocurrieron otras cosas.
Una mañana el hombre del agua tenía un plano azul sobre la mesa. Sus ojos y sus dedos seguían las curvas que representaban los caños del agua incrustados sobre las paredes y debajo de los pisos como gusanos que las hubieran carcomido. Él no me había visto, a pesar de que sus pelos revueltos parecían desconfiados y apuntaban en todas direcciones. Por fin levantó los ojos. Tardó en cambiar la idea de que me miraba a mí en vez de lo que había en los planos y después empezó a explicarme cómo las máquinas, por medio de los caños, absorbían y vomitaban el agua de la casa para producir una tormenta artificial. Yo no había presenciado ninguna de las tormentas; sólo había visto las sombras de algunas planchas de hierro que resultaron ser bocas que se abrían y cerraban alternativamente, unas tragando y otras echando agua. Me costaba comprender la combinación de algunas válvulas; y el hombre quiso explicarme todo de nuevo. Pero entró María.
-Ya sabes tú que no debes tener a la vista esos caños retorcidos. A ella le parecen intestino… y puede llegarse hasta aquí, como el año pasado… -Y dirigiéndose a mí-: Por favor, usted oiga, señor, y cierre el pico. Sabrá que esta noche tendremos “velorio”. Sí, ella pone velas en unas budineras que deja flotando alrededor de la cama y se hace la ilusión de que es su propio “velorio”. Y después hace andar el agua para que la corriente se lleve las budineras.
Al anochecer oí los pasos de María, el gong para hacer marchar el agua y el ruido de los motores. Pero ya estaba aburrido y no quería asombrarme de nada.
Otra noche en que yo había comido y bebido demasiado, el estar remando siempre detrás de ella me parecía un sueño disparatado; tenía que estar escondido detrás de la montaña, que al mismo tiempo se deslizaba con el silencio que suponía en los cuerpos celestes; y con todo me gustaba pensar que “la montaña” se movía porque yo la llevaba en el bote. Después ella quiso que nos quedáramos quietos y pegados a la isla. Ese día habían puesto unas plantas que se asomaban como sombrillas inclinadas y ahora no nos dejaban llegar la luz que la luna hacía pasar por entre los vidrios. Yo transpiraba por el calor, y las plantas se nos echaban encima. Quise meterme en el agua, pero como la señora Margarita se daría cuenta de que el bote perdía peso, dejé esa idea. La cabeza se me entretenía en pensar cosas por su cuenta: “El nombre de ella es como su cuerpo; las dos primera silabas se parecen a toda esa carga de gordura y las dos últimas a su cabeza y sus facciones pequeñas…”. Parece mentira, la noche es tan inmensa, en el campo, y nosotros aquí, dos personas mayores, tan cerca y pensando quién sabe qué estupideces diferentes. Deben ser las dos de la madrugada… y estamos inútilmente despiertos, agobiados por estas ramas… Pero qué firme es la soledad de esta mujer…
Y de pronto, no sé en qué momento, salió de entre las ramas un rugido que me hizo temblar. Tardé en comprender que era la carraspera de ella y unas pocas palabras:
-No me haga ninguna pregunta…
Aquí se detuvo. Yo me ahogaba y me venían cerca de la boca palabras que parecían de un antiguo compañero de orquesta que tocaba el bandoneón: “¿quién te hace ninguna pregunta? … Mejor me dejaras ir a dormir…”
Y ella terminó de decir:
-… hasta que yo le haya contado todo.
Por fin aparecerían las palabras prometidas -ahora que yo no las esperaba-. El silencio nos apretaba debajo de las ramas pero no me animaba a llevar el bote más adelante. Tuve tiempo de pensar en la señora Margarita con palabras que oía dentro de mí y como ahogadas en una almohada. “Pobre, me decía a mí mismo, debe tener necesidad de comunicarse con alguien. Y estando triste le será difícil manejar ese cuerpo…”
Después que ella empezó a hablar, me pareció que su voz también sonaba dentro de mí como si yo pronunciara sus palabras. Tal vez por eso ahora confundo lo que ella me dijo con lo que yo pensaba. Además me será difícil juntar todas sus palabras y no tendré más remedio que poner aquí muchas de las mías.
“Hace cuatro años, al salir de Suiza, el ruido del ferrocarril me era insoportable. Entonces me detuve en una pequeña ciudad de Italia…”.
Parecía que iba a decir con quién, pero se detuvo. Pasó mucho rato y creí que esa noche no diría más nada. Su voz se había arrastrado con intermitencias y hacía pensar en la huella de un animal herido. En el silencio, que parecía llenarse de todas aquellas ramas enmarañadas, se me ocurrió repasar lo que acababa de oír. Después pensé que yo me había quedado, indebidamente, con la angustia de su voz en la memoria, para llevarla después a mi soledad y acariciarla. Pero en seguida, como si alguien me obligara a soltar esa idea, se deslizaron otras. Debe haber sido con el que estuvo antes en la pequeña ciudad de Italia. Y después de perderlo, en Suiza, es posible que haya salido de allí sin saber que todavía le quedaba un poco de esperanza (Alcides me había dicho que no encontraron los restos) y al alejarse de aquel lugar, el ruido del ferrocarril la debe haber enloquecido. Entonces, sin querer alejarse demasiado, decidió bajarse en la pequeña ciudad de Italia, peor en ese otro lugar se ha encontrado, sin duda, con recuerdos que le produjeron desesperaciones nuevas. Ahora ella no podrá decirme todo esto, por pudor, o tal vez por creer que Alcides me ha contado todo. Pero él no me dijo que ella está así por la pérdida de su marido, sino simplemente: “Margarita fue trastornada toda su vida”, y María atribuía la rareza de su ama a “tanto libro”. Tal vez ellos se hayan confundido porque la señora Margarita no les habló de su pena. Y yo mismo, si no hubiera sabido algo por Alcides, no habría comprendido nada de su historia, ya que la señora Margarita nunca me dijo ni una palabra de su marido.
Yo seguí con muchas ideas como éstas, y cuando las palabras de ella volvieron, la señora Margarita parecía instalada en una habitación del primer piso de un hotel, en la pequeña ciudad de Italia, a la que había llegado por la noche. Al rato de estar acostada, se levantó porque oyó ruidos, y fue hacia una ventana de un corredor que daba al patio. Allí había reflejos de luna y de otras luces. Y de pronto, como si se hubiera encontrado con una cara que le había estado acechando, vio una fuente de agua. Al principio no podía saber si el agua era una mirada falsa en la cara oscura de la fuente de piedra; pero después el agua le pareció inocente; y al ir a la cama la llevaba en los ojos y caminaba con cuidado para no agitarla. A la noche siguiente no hubo ruido pero igual se levantó. Esta vez el agua era poca, sucia y al ir a la cama, como en la noche anterior, le volvió a parecer que el agua la observaba, ahora era por entre hojas que no alcanzaban a nadar. La señora Margarita la siguió mirando, dentro de sus propios ojos y las miradas de los dos se había detenido en una misma contemplación. Tal vez por eso, cuando la señora Margarita estaba por dormirse, tuvo un presentimiento que no sabía si le venía de su alma o del fondo del agua. Pero sintió que alguien quería comunicarse con ella, que había dejado un aviso en el agua y por eso el agua insistía en mirar y en que la miraran. Entonces la señora Margarita bajó de la cama y anduvo vagando, descalza y asombrada, por su pieza y el corredor; pero ahora, la luz y todo era distinto, como si alguien hubiera mandado cubrir el espacio donde ella caminaba con otro aire y otro sentido de las cosas. Esta vez ella no se animó a mirar el agua; y al volver a su cama sintió caer en su camisón, lágrimas verdaderas y esperadas desde hacía mucho tiempo.
A la mañana siguiente, al ver el agua distraída, entre mujeres que hablaban en voz alta, tuvo miedo de haber sido engañada por el silencio de la noche y pensó que el agua no le daría ningún aviso ni la comunicaría con nadie. Pero escuchó con atención lo que decían las mujeres y se dio cuenta de que ellas empleaban sus voces en palabras tontas, que el agua no tenía culpa de que las echaran encima como si fueran papeles sucios y que no se dejaría engañar por la luz del día. Sin embargo, salió a caminar, vio un pobre viejo con una regadera en la mano y cuando él la inclinó apareció una vaporosa pollera de agua, haciendo murmullos como si fuera movida por pasos. Entonces, conmovida, pensó: “No, no debo abandonar el agua; por algo ella insiste como una niña que no puede explicarse”. Esa noche no fue a la fuente porque tenía un gran dolor de cabeza y decidió tomar una pastilla para aliviarse. Y en el momento de ver el agua entre el vidrio del vaso y la poca luz de la penumbra, se imaginó que la misma agua se había ingeniado para acercarse y poner un secreto en los labios que iban a beber. Entonces la señora Margarita se dijo: “No, esto es muy serio; alguien prefiere la noche para traer el agua a mi alma”.
Al amanecer fue a ver a solas el agua de la fuente para observar minuciosamente lo que había entre el agua y ella. Apenas puso sus ojos sobre el agua se dio cuenta que por su mirada descendía un pensamiento. Aquí la señora Margarita dijo estas mismas palabras: “un pensamiento que ahora no importa nombrar” y, después de una larga carraspera, “un pensamiento confuso y como deshecho de tanto estrujarlo. Se empezó a hundir, lentamente y lo dejé reposar. De él nacieron reflexiones que mis miradas extrajeron del agua y me llenaron los ojos y el alma. Entonces supe, por primera vez, que hay que cultivar los recuerdos en el agua, que el agua elabora lo que en ella se refleja y que recibe el pensamiento. En caso de desesperación no hay que entregar el cuerpo al agua; hay que entregar a ella el pensamiento; ella lo penetra y él nos cambia el sentido de la vida”. Fueron éstas, aproximadamente, sus palabras.
Después se vistió, salió a caminar, vio de lejos un arroyo, y en el primer momento no se acordó que por los arroyos corría agua -algo del mundo con quien sólo ella podía comunicarse. Al llegar a la orilla, dejó su mirada en la corriente, y en seguida tuvo la idea, sin embargo, de que esta agua no se dirigía a ella; y que además ésta podía llevarle los recuerdos para un lugar lejano, gastárselos. Sus ojos la obligaron a atender a una hoja recién caída de un árbol; anduvo un instante en la superficie y en el momento de hundirse la señora Margarita oyó pasos sordos, con palpitaciones. Tuvo una angustia de presentimientos imprecisos y la cabeza se le oscureció. Los pasos eran de un caballo que se acercó con una confianza un poco aburrida y hundió los belfos en la corriente; sus dientes parecían agrandados a través de un vidrio que se moviera, y cuando levantó la cabeza el agua chorreaba por los pelos de sus belfos sin perder ninguna dignidad. Entonces pensó en los caballos que bebían el agua del país de ella, y en lo distinta que sería el agua allá.
Esa noche, en el comedor del hotel, la señora Margarita se fijaba a cada momento en una de las mujeres que había hablado a gritos cerca de la fuente. Mientras el marido la miraba, embobado, la mujer tenía una sonrisa irónica, y cuando se fue a llevar una copa a los labios, la señora pensó: “En qué bocas anda el agua”. En seguida se sintió mal, fue a su pieza y tuvo una crisis de lágrimas. Después se durmió pesadamente y a las dos de la madrugada se despertó agitada y con el recuerdo del arroyo llenándole el alma. Entonces tuvo ideas en favor del arroyo: “Esa agua corre como una esperanza desinteresada y nadie puede con ella. Si el agua que corre es poca, cualquier pozo puede prepararle una trampa y encerrarla: entonces ella se entristece, se llena de un silencio sucio, y ese pozo es como la cabeza de un loco. Yo debo tener esperanzas como de paso, vertiginoso, si es posible, y no pensar demasiado en que se cumplan; ese debe ser, también, el sentido del agua, su inclinación instintiva. Yo debo estar con mis pensamientos y mis recuerdos como en un agua que corre con gran caudal…” Esta marea de pensamientos creció rápidamente y la señora Margarita se levantó de la cama, preparó las valijas y empezó a pasearse por su cuarto y el corredor sin querer mirar el agua de la fuente. Entonces pensaba: “El agua es igual en todas partes y yo debo cultivar mis recuerdos en cualquier agua del mundo”. Pasó un tiempo angustioso antes de estar instalada en el ferrocarril. Pero después el ruido de las ruedas la deprimió y sintió pena por el agua que había dejado en la fuente del hotel; recordó la noche en que estaba sucia y llena de hojas, como una niña pobre, pidiéndole una limosna y ofreciéndole algo; pero si no había cumplido la promesa de una esperanza o un aviso, era por alguna picardía natural de la inocencia. Después la señora Margarita se puso una toalla en la cara, lloró y eso le hizo bien. Pero no podía abandonar sus pensamientos de agua quieta: “Yo debo preferir, seguía pensando, el agua que esté detenida en la noche para que el silencio se eche lentamente sobre ella y todo se llene de sueño y de plantas enmarañadas. Eso es más parecido al agua que llevo en mí, si cierro los ojos siento como si las manos de una ciega tantearan la superficie de su propia agua y recordara borrosamente, un agua entre plantas que vio en la niñez, cuando aún le quedara un poco de vista”.
Aquí se detuvo un rato, hasta que yo tuve conciencia de haber vuelto a la noche en que estábamos bajo las ramas; pero no sabía bien si esos últimos pensamientos la señora Margarita los había tenido en el ferrocarril, o se le había ocurrido ahora, bajo estas ramas. Después me hizo señas para que fuera al pie de la escalera.
Esa noche no encendí la luz de mi cuarto, y al tantear los muebles tuve el recuerdo de otra noche en que me había emborrachado ligeramente con una bebida que tomaba por primera vez. Ahora tardé en desvestirme. Después me encontré con los ojos fijos en el tul del mosquitero y me vinieron de nuevo las palabras que se habían desprendido del cuerpo de la señora Margarita.
En el mismo instante del relato no sólo me di cuenta que ella pertenecía al marido, sino que yo había pensado demasiado en ella; y a veces de una manera culpable. Entonces parecía que fuera yo el que escondía los pensamientos entre las plantas. Pero desde el momento en que la señora Margarita empezó a hablar sentí una angustia como si su cuerpo se hundiera en un agua que me arrastrara a mí también; mis pensamientos culpables aparecieron de una manera fugaz y con la idea de que no había tiempo ni valía la pena pensar en ellos; y a medida que el relato avanzaba el agua se iba presentando como el espíritu de una religión que nos sorprendiera en formas diferentes, y los pecados, en esa agua, tenían otro sentido y no importaba tanto su significado. El sentimiento de una religión del agua era cada vez más fuerte. Aunque la señora Margarita y yo éramos los únicos fieles de carne y hueso, los recuerdos de agua que yo recibía en mi propia vida, en las intermitencias del relato, también me parecían fieles de esa religión; llegaban con lentitud, como si hubieran emprendido el viaje desde hacía mucho tiempo y apenas cometido un gran pecado.
De pronto me di cuenta que de mi propia alma me nacía otra nueva y que yo seguiría a la señora Margarita no sólo en el agua, sino también en la idea de su marido. Y cuando ella terminó de hablar y yo subía la escalera de cemento armado, pensé que en los días que caía agua del cielo había reuniones de fieles.
Pero, después de acostado bajo aquel tul, empecé a rodear de otra manera el relato de la señora Margarita; fui cayendo con una sorpresa lenta, en mi alma de antes, y pensando que yo también tenía mi angustia propia; que aquel tul en que hoy había dejado prendidos los ojos abiertos, estaba colgado encima de un pantano y que de allí se levantaban otros fieles, los míos propios, y me reclamaban otras cosas. Ahora recordaba mis pensamientos culpables con bastantes detalles y cargados, con un sentido que yo conocía bien. Habían empezado en una de las primeras tardes, cuando sospechaba que la señora Margarita me atraería como una gran ola; no me dejaría hacer pie y mi pereza me quitaría fuerzas para defenderme. Entonces tuve una reacción y quise irme de aquella casa; pero eso fue como si al despertar, hiciera un movimiento con la intención de levantarme y sin darme cuenta me acomodara para seguir durmiendo. Otra tarde quise imaginarme -ya lo había hecho con otras mujeres- cómo sería yo casado con ésta. Y por fin había decidido, cobardemente, que si su soledad me inspirara lástima y yo me casara con ella, mis amigos dirían que lo había hecho por dinero; y mis antiguas novias se reirían de mí al descubrirme caminando por veredas estrechas detrás de una mujer gruesísima que resultaba ser mi mujer. (Ya había tenido que andar detrás de ella, por la vereda angosta que rodeaba al lago, en las noches que ella quería caminar).
Ahora a mí no me importaba lo que dijeran los amigos ni las burlas de las novias de antes. Esta señora Margarita me atraía con una fuerza que parecía ejercer a gran distancia, como si yo fuera un satélite, y al mismo tiempo que se me aparecía lejana y ajena, estaba llena de una sublimidad extraña. Pero mis fieles me reclamaban a la primera señora Margarita, aquella desconocida más sencilla, sin marido, y en la que mi imaginación podía intervenir más libremente. Y debo haber pensado muchas cosas más antes que el sueño me hiciera desaparecer el tul.
A la mañana siguiente, la señora Margarita me dijo, por teléfono: “Le ruego que vaya a Buenos Aires por unos días; haré limpiar la casa y no quiero que usted me vea sin el agua”. Después me indicó el hotel donde debía ir. Allí recibiría el aviso para volver.
La invitación a salir de su casa hizo disparar en mí un resorte celoso y en el momento de irme me di cuenta de que a pesar de mi excitación llevaba conmigo un envoltorio pesado de tristeza y que apenas me tranquilizara tendría la necesidad estúpida de desenvolverlo y revisarlo cuidadosamente. Eso ocurrió al poco rato, y cuando tomé el ferrocarril tenía tan pocas esperanzas de que la señora Margarita me quisiera, como serían las de ella cuando tomó aquel ferrocarril sin saber si su marido aún vivía. Ahora eran otros tiempos y otros ferrocarriles; pero mi deseo de tener algo común con ella me hacía pensar: “Los dos hemos tenido angustias entre ruidos de ruedas de ferrocarriles”. Pero esta coincidencia era tan pobre como la de haber acertado sólo una cifra de las que tuviera un billete premiado. Yo no tenía la virtud de la señora Margarita de encontrar un agua milagrosa, ni buscaría consuelo en ninguna religión. La noche anterior había traicionado a mis propios fieles, porque aunque ellos querían llevarme con la primera señora Margarita, yo tenía, también, en el fondo de mi pantano, otros fieles que miraban fijamente a esta señora como bichos encantados por la luna. Mi tristeza era perezosa, pero vivía en mi imaginación con orgullo de poeta incomprendido. Yo era un lugar provisorio donde se encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos; pero mis abuelos aunque eran distintos y con grandes enemistades, no querían pelear mientras pasaban por mi vida: preferían el descanso, entregarse a la pereza y desencontrarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes. Yo trataba de no provocarlos, pero si eso llegaba a ocurrir preferiría que la lucha fuera corta y se exterminaran de un golpe.
En Buenos Aires me costaba hallar rincones tranquilos donde Alcides no me encontrara. (A él le gustaría que le contara cosas de la señora Margarita para ampliar su mala manera de pensar en ella). Además yo ya estaba bastante confundido con mis dos señoras Margarita y vacilaba entre ellas como si no supiera a cuál, de dos hermanas, debía preferir o traicionar; ni tampoco las podía fundir, para amarlas al mismo tiempo. A menudo me fastidiaba que la última señora Margarita me obligara a pensar en ella de una manera tan pura, y tuve la idea de que debía seguirla en todas sus locuras para que ella me confundiera entre los recuerdos del marido, y yo, después, pudiera sustituirlo.
Recibí la orden de volver en un día de viento y me lancé a viajar con una precipitación salvaje. Pero ese día, el viento parecía traer oculta la misión de soplar contra el tiempo y nadie se daba cuenta de que los seres humanos, los ferrocarriles y todo se movía con una lentitud angustiosa. Soporté el viaje con una paciencia inmensa y al llegar a la casa inundada fue María la que vino a recibirme al embarcadero. No me dejó remar y me dijo que el mismo día que yo me fui, antes de retirarse el agua, ocurrieron dos accidentes. Primero llegó Filomena, la mujer del botero, a pedir que la señora Margarita la volviera a tomar. No la había despedido sólo por haber dejado nadar aquel pan, sino porque la encontraron seduciendo a Alcides una vez que él estuvo allí en los primeros días. La señora Margarita, sin decirle una palabra, la empujó, y Filomena cayó al agua; cuando se iba, llorando y chorreando agua, el marido la acompañó y no volvieron más. Un poco más tarde, cuando la señora Margarita acercó, tirando de un cordón, el tocador de su cama (allí los muebles flotaban sobre gomas infladas, como las que los niños llevan a las playas), volcó una botella de aguardiente sobre un calentador que usaba para unos afeites y se incendió el tocador. Ella pidió agua por teléfono, “como si allí no hubiera bastante o no fuera la misma que hay en toda la casa”, decía María.
La mañana que siguió a mi vuelta era radiante y habían puesto plantas nuevas; pero sentí celos de pensar que allí había algo diferente a lo de antes; la señora Margarita y yo no encontraríamos las palabras y los pensamientos como los habíamos dejado, debajo de las ramas.
Ella volvió a su historia después de algunos días. Esa noche, como ya había ocurrido otras veces, pusieron una pasarela para cruzar el agua del zaguán. Cuando llegué al pie de la escalera la señora Margarita me hizo señas para que me detuviera; y después para que caminara detrás de ella. Dimos una vuelta por toda la vereda estrecha que rodeaba al lago y ella empezó a decirme que al salir de aquella ciudad de Italia pensó que el agua era igual en todas partes del mundo. Pero no fue así, y muchas veces tuvo que cerrar los ojos y ponerse los dedos en los oídos para encontrarse con su propia agua. Después de haberse detenido en España, donde un arquitecto le vendió los planos para una casa inundada -ella no me dio detalles- tomó un barco demasiado lleno de gente y al dejar de ver tierra se dio cuenta que el agua del océano no le pertenecía, que en ese abismo se ocultaban demasiados seres desconocidos. Después me dijo que algunas personas, en el barco, hablaban de naufragios y cuando miraban la inmensidad del agua, parecía que escondían miedo; pero no en una bañera, y de entregarse a ella con el cuerpo desnudo. También les gustaba ir al fondo del barco y ver las calderas, con el agua encerrada y enfurecida por la tortura del fuego. En los días que el mar estaba agitado la señora Margarita se acostaba en su camarote, y hacía andar sus ojos por hileras de letras, en diarios y revistas, como si siguieran caminos de hormigas. O miraba un poco el agua que se movía entre un botellón de cuello angosto. Aquí detuvo el relato y yo me di cuenta que ella se balanceaba como un barco. A menudo nuestros pasos no coincidían, echábamos el cuerpo para lados diferentes y a mí me costaba atrapar sus palabras, que parecían llevadas por ráfagas desencontradas. También detuvo sus pasos antes de subir a la pasarela, como si en ese momento tuviera miedo de pasar por ella; entonces me pidió que fuera a buscar el bote. Anduvimos mucho rato antes que apareciera el suspiro ronco y nuevas palabras. Por fin me dijo que en el barco había tenido un instante para su alma. Fue cuando estaba apoyada en una baranda, mirando la calma del mar, como a una inmensa piel que apenas dejara entrever movimientos de músculos. La señora Margarita imaginaba locuras como las que vienen en los sueños: suponía que ella podía caminar por la superficie del agua; pero tenía miedo que surgiera una marsopa que la hiciera tropezar; y entonces, esta vez, se hundiría, realmente. De pronto tuvo conciencia que desde hacía algunos instantes caía, sobre el agua del mar, agua dulce del cielo, muchas gotas llegaban hasta la madera de cubierta y se precipitaban tan seguidas y amontonadas como si asaltaran el barco. Enseguida toda la cubierta era, sencillamente, un piso mojado. La señora Margarita volvió a mirar el mar, que recibía y se tragaba la lluvia con la naturalidad conque un animal se traga a otro. Ella tuvo un sentimiento confuso de lo que pasaba y de pronto su cuerpo se empezó a agitar por una risa que tardó en llegarle a la cara, como un temblor de tierra provocado por una causa desconocida. Parecía que buscara pensamientos que justificaran su risa y por fin se dijo. “Esta agua parece una niña equivocada; en vez de llover sobre la tierra llueve sobre otra agua”. Después sintió ternura en lo dulce que sería para el mar recibir la lluvia; pero al irse para su camarote, moviendo su cuerpo inmenso, recordó la visión del agua tragándose la otra y tuvo la idea de que la niña iba hacia su muerte. Entonces la ternura se le llenó de una tristeza pesada, se acostó en seguida y cayó en el sueño de la siesta. Aquí la señora Margarita terminó el relato de esa noche y me ordenó que fuera a mi pieza.
Al día siguiente recibí su voz por teléfono y tuve la impresión de que me comunicaba con una conciencia de otro mundo. Me dijo que me invitaba para el atardecer a una sesión de homenaje al agua. Al atardecer yo oí el ruido de las budineras, con las corridas de María, y confirmé mis temores: tendría que acompañarla en su “velorio”. Ella me esperó al pie de la escalera cuando ya era casi de noche. Al entrar, de espaldas a la primera habitación, me di cuenta de que había estado oyendo un ruido de agua y ahora era más intenso. En esa habitación vi un trinchante. (Las ondas del bote lo hicieron mover sobre sus gomas infladas, y sonaron un poco las copas y las cadenas con que estaba sujeto a la pared.) Al otro lado de la habitación había una especie de balsa, redonda, con una mesa en el centro y sillas recostadas a una baranda: parecían un conciliábulo de mudos moviéndose apenas por el paso del bote. Sin querer mis remos tropezaron con los marcos de las puertas que daban entrada al dormitorio. En ese instante comprendí que allí caía agua sobre agua. Alrededor de toda la pared -menos en el lugar en que estaban los muebles, el gran ropero, la cama y el tocador- había colgadas innumerables regaderas de todas formas y colores; recibían el agua de un gran recipiente de vidrio parecido a una pipa turca, suspendido del techo como una lámpara; y de él salían, curvados como guirnaldas, los delgados tubos de goma que alimentaban las regaderas. Entre aquel ruido de gruta, atracamos junto a la cama; sus largas patas de vidrio la hacían sobresalir bastante del agua. La señora Margarita se quitó los zapatos y me dijo que yo hiciera lo mismo; subió a la cama, que era muy grande, y se dirigió a la pared de la cabecera, donde había un cuadro enorme con un chivo blanco de barba parado sobre sus patas traseras. Tomó el marco, abrió el cuadro como si fuera una puerta y apareció un cuarto de baño. Para entrar dio un paso sobre las almohadas, que le servían de escalón, y a los pocos instantes volvió trayendo dos budineras redondas con velas pegadas en el fondo. Me dijo que las fuera poniendo en el agua. Al subir, yo me caí en la cama; me levanté en seguida pero alcancé a sentir el perfume que había en las cobijas. Fui poniendo las budineras que ella me alcanzaba al costado de la cama, y de pronto ella me dijo: “Por favor, no las ponga así que parece un velorio”. (Entonces me di cuenta del error de María). Eran veintiocho. La señora se hincó en la cama y tomando el tubo del teléfono, que estaba en una de las mesas de luz, dio orden de que cortaran el agua de las regaderas. Se hizo un silencio sepulcral y nosotros empezamos a encender las velas echados de bruces a los pies de la cama y yo tenía cuidado de no molestar a la señora. Cuando estábamos por terminar, a ella se le cayó la caja de los fósforos en una budinera, entonces me dejó a mí solo y se levantó para ir a tocar el gong, que estaba en la otra mesa de luz. Allí había también una portátil y era lo único que alumbraba la habitación. Antes de tocar el gong se detuvo, dejó el palillo al lado de la portátil y fue a cerrar la puerta que era el cuadro del chivo. Después se sentó en la cabecera de la cama, empezó a arreglar las almohadas y me hizo señas para que yo tocara el gong. A mí me costó hacerlo; tuve que andar en cuatro pies por la orilla de la cama para no rozar sus piernas, que ocupaban tanto espacio. No sé por qué tenía miedo de caerme al agua -la profundidad era sólo de cuarenta centímetros-. Después de hacer sonar el gong una vez, ella me indicó que bastaba. Al retirarme- andando hacia atrás porque no había espacio para dar vuelta-, vi la cabeza de la señora recostada a los pies del chivo, y la mirada fija, esperando. Las budineras, también inmóviles, parecían pequeñas barcas recostadas en un puerto antes de la tormenta. A los pocos momentos de marchar los motores el agua empezó a agitarse; entonces la señora Margarita, con gran esfuerzo, salió de la posición en que estaba y vino de nuevo a arrojarse de bruces a los pies de la cama. La corriente llegó hasta nosotros, hizo chocar las budineras, unas contra otras, y después de llegar a la pared del fondo volvió con violencia a llevarse las budineras, a toda velocidad. Se volcó una y en seguida otras; las velas al apagarse, echaban un poco de humo. Yo miré a la señora Margarita, pero ella, previendo mi curiosidad, se había puesto una mano al costado de los ojos. Rápidamente, las budineras se hundían en seguida, daban vueltas a toda velocidad por la puerta del zaguán en dirección al patio. A medida que se apagaban las velas había menos reflejos y el espectáculo se empobrecía. Cuando todo parecía haber terminado, la señora Margarita, apoyada en el brazo que tenía la mano en los ojos, soltó con la otra mano una budinera que había quedado trabada a un lado de la cama y se dispuso a mirarla; pero esa budinera también se hundió en seguida. Después de unos segundos, ella, lentamente, se afirmó en las manos para hincarse o para sentarse sobre sus talones y con la cabeza inclinada hacia abajo y la barbilla perdida entre la gordura de la garganta, miraba el agua como una niña que hubiera perdido una muñeca. Los motores seguían andando y la señora Margarita parecía, cada vez más abrumada de desilusión. Yo, sin que ella me dijera nada, atraje el bote por la cuerda, que estaba atada a una pata de la cama. Apenas estuve dentro del bote y solté la cuerda, la corriente me llevó con una rapidez que yo no había previsto. Al dar vuelta en la puerta del zaguán miré hacia atrás y vi a la señora Margarita con los ojos clavados en mí como si yo hubiera sido una budinera más que le diera la esperanza de revelarle algún secreto. En el patio, la corriente me hacía girar alrededor de la isla. Yo me senté en el sillón del bote y no me importaba dónde me llevara el agua. Recordaba las vueltas que había dado antes, cuando la señora Margarita me había parecido otra persona, y a pesar de la velocidad de la corriente sentía pensamientos lentos y me vino una síntesis triste de mi vida. Yo estaba destinado a encontrarme solo con una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero distraído que tampoco supiera dónde iba. Esta vez ni siquiera comprendía por qué la señora Margarita me había llamado y contaba su historia sin dejarme hablar ni una palabra; por ahora yo estaba seguro que nunca me encontraría plenamente con esta señora. Y seguí en aquellas vueltas y en aquellos pensamientos hasta que apagaron los motores y vino María a pedirme el bote para pescar las budineras, que también daban vuelta alrededor de la isla. Yo le expliqué que la señora Margarita no hacía ningún velorio y que únicamente le gustaba ver naufragar las budineras con la llama y no sabía qué más decirle.
Esa misma noche, un poco tarde, la señora Margarita me volvió a llamar. Al principio estaba nerviosa, y sin hacer la carraspera tomó la historia en el momento en que había comprado la casa y la había preparado para inundarla. Tal vez había sido cruel con la fuente, desbordándole el agua y llenándola con esa tierra oscura. Al principio, cuando pusieron las primeras plantas, la fuente parecía soñar con el agua que había tenido antes; pero de pronto las plantas aparecían demasiado amontonadas, como presagios confusos; entonces la señora Margarita las mandaba cambiar. Ella quería que el agua se confundiera con el silencio de sueños tranquilos, o de conversaciones bajas de familias felices (por eso le había dicho a María que estaba sorda y que sólo debía hablarle por teléfono). También quería andar sobre el agua con la lentitud de una nube y llevar en las manos libros, como aves inofensivas. Pero lo que más quería, era comprender el agua. Es posible, me decía, que ella no quiera otra cosa que correr y dejar sugerencias a su paso; pero yo me moriré con la idea de que el agua lleva adentro de sí algo que ha recogido en otro lado y no sé de qué manera me entregará pensamientos que no son los míos y que son para mí. De cualquier manera yo soy feliz con ella, trato de comprenderla y nadie podrá prohibir que conserve mis recuerdos en el agua.
Esa noche, contra su costumbre, me dio la mano al despedirse. Al día siguiente, cuando fui a la cocina, el hombre del agua me dio una carta. Por decirle algo le pregunté por sus máquinas. Entonces me dijo:
-¿Vio qué pronto instalamos las regaderas?
-Sí, y… ¿anda bien? (Yo disimulaba el deseo de ir a leer la carta).
-Cómo no… Estando bien las máquinas, no hay ningún inconveniente. A la noche muevo una palanca, empieza el agua de las regaderas y la señora se duerme con el murmullo. Al otro día, a las cinco, muevo otra vez la misma palanca, las regaderas se detienen, y el silencio despierta a la señora; a los pocos minutos corro la palanca que agita el agua y la señora se levanta.
Aquí lo saludé y me fui. La carta decía:
“Querido amigo: el día que lo vi por primera vez en la escalera, usted traía los párpados bajos y aparentemente estaba muy preocupado con los escalones. Todo eso parecía timidez; pero era atrevido en sus pasos, en la manera de mostrar la suela de sus zapatos. Le tomé simpatía y por eso quise que me acompañara todo este tiempo. De lo contrario, le hubiera contado mi historia en seguida y usted tendría que haberse ido a Buenos Aires al día siguiente. Eso es lo que hará mañana.
“Gracias por su compañía; y con respecto a sus economías nos entenderemos por medio de Alcides. Adiós y que sea feliz; creo que buena falta le hace. Margarita.
“P.D. Si por causalidad a usted se le ocurriera escribir todo lo que le he contado, cuente con mi permiso. Sólo le pido que al final ponga estas palabras: “Esta es la historia que Margarita le dedica a José. Esté vivo o esté muerto.”

LOS MEJORES 1001 CUENTOS LITERARIOS DE LA HISTORIA

La dicha de vivir [Minicuento - Texto completo.] Leopoldo Lugones

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Leopoldo Lugones

Argentina:
1874-1938

Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a Jesús, conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.
-Yo soy el resucitado de Naim -dijo el hombre-. Antes de mi muerte, me regocijaba con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos, prodigaba joyas y me recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi madre viuda era mía tan solo. Ahora nada de eso puedo; mi vida es un páramo. ¿A qué debo atribuirlo?
-Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados -respondió el apóstol-. Es como si aquel volviera a nacer en la pureza del párvulo…
-Así lo creía y por eso vengo.
-¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?
-Que me devuelva mis pecados -suspiró el hombre.
FIN

De Filosofícula, 1924

viernes, 26 de agosto de 2016

Cuento corto de G.K. Chesterton: El árbol del orgullo

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cuento corto, Chestertoncuento corto, Chesterton
Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.

Microrrelato de Manuel Pastrana Lozano: Tratamiento exitoso

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Microrrelato de Manuel Pastrana Lozano: Tratamiento exitoso


psiquiatra photo
El siquiatra observa detenidamente al paciente, le dedica unos instantes para evaluar sus reflejos ante estímulos musculares que repite varias veces, presta atención al movimiento de sus ojos, y luego le realiza algunas pruebas para controlar su motricidad. Sus rasgos le parecen normales. Le ha hecho un test para medir su capacidad mental, estimular su imaginación y registrar sus emociones. Han sido largos años de tratamientos intensivos, fármacos, ejercicios permanentes para conseguir al fin su equilibrio conductual.
–Ya puedes marcharte tranquilo –le dice el siquiatra, esboza una sonrisa, le estrecha su mano y le palmotea la espalda cariñosamente–. No olvides comprar los medicamentos que te indiqué –le dice al despedirse.             
El paciente disciplinado saluda agradecido al siquiatra, abandona el consultorio y camina hacia la farmacia más próxima en busca de los medicamentos que aún le faltan. Extiende la receta y espera obediente la respuesta del empleado.
 –¿Su nombre y apellidos, por favor? Es una exigencia legal necesaria –le dice este.
–Sí, sí, por supuesto –responde el paciente disciplinado–, extrae un papel en blanco de su bolsillo y luego escribe en él en mayúsculas y con una caligrafía perfectamente equilibrada, y con cada letra en su lugar preciso: “Nombre: LAVADO. Apellidos: DEL CEREBRO” –y se lo entrega amablemente al empleado. El androide sonríe ahora satisfecho.

jueves, 25 de agosto de 2016

EL APRENDIZ DE DIOS - ISAAC ASIMOV

EL APRENDIZ DE DIOS - ISAAC ASIMOV




Todos conocemos la historia del aprendiz de brujo, el joven que estudiaba para ser un mago e intentó utilizar la magia de su amo para ahorrarse trabajo..., pero luego se dio cuenta de que no podía controlar la magia.
El poema original es obra del escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe. El músico francés Paul Dukas se inspiró en él para escribir en 1897 una encantadora composición, que más tarde fue adaptada, de forma todavía más encantadora, por Walt Disney, en su película de dibujos animados Fantasía.

La historia resulta muy divertida, sobre todo porque el pobre aprendiz es rescatado finalmente por el mago, y todos podemos reír a gusto de sus desgracias; pero en el fondo sentimos cierta intranquilidad al verla, porque muy bien podría ocurrir que la humanidad estuviera desempeñando el papel de aprendiz de Dios. Hemos aprendido mucho sobre el Universo y somos capaces de hacer cosas que parecerían magia a nuestros antepasados. Sin duda, si un cruzado del siglo XII apareciera en nuestro mundo sin previo aviso y viera los aviones a reacción, la televisión y las máquinas computerizadas, creería que todo aquello era brujería y, casi con toda probabilidad, magia negra; y se santiguaría mil veces para encomendar su alma a Dios y pedir su protección.


Casi podemos llegar a convencernos de que hemos usurpado los poderes divinos de creación, o al menos los hemos tomado a préstamo para establecer nuestro propio dominio de la naturaleza; y del mismo modo que le ocurrió al aprendiz de brujo, somos lo bastante listos para utilizar esos poderes, pero no lo bastante sabios para controlarlos. Si miramos hoy el mundo que nos rodea, ¿no vemos acaso que la tecnología se ha hecho independiente de nosotros y, lenta pero inexorablemente, ha empezado a destruir el medio ambiente y la habitabilidad del planeta?

miércoles, 24 de agosto de 2016

Último beso [Cuento - Texto completo.] F. Scott Fitzgerald

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F. Scott Fitzgerald

Estados Unidos:
1896-1940

Último beso

[Cuento - Texto completo.]
F. Scott Fitzgerald

I
Era una sensación agradabilísima estar en la cima. Tenía la certeza de que todo era perfecto, de que las luces brillaban sobre bellas damas y hombres valientes, de que los pianos nunca desafinaban y de que los labios jóvenes cantaban para corazones felices. Todos aquellos rostros hermosos, por ejemplo, debían ser absolutamente felices.
Y entonces, al son de una rumba crepuscular, un rostro que no era suficientemente feliz pasó ante la mesa de Jim. Ya había pasado cuando Jim llegó a semejante conclusión, pero permaneció en su retina unos segundos más. Era la cara de una chica casi tan alta como él, de ojos opacos y castaños y mejillas tan delicadas como una taza de porcelana china.
-Ya ves -dijo la mujer que lo había acompañado a la fiesta, siguiendo su mirada y suspirando-. Yo lo llevo intentando años, y a otras sólo les cuesta un segundo.
Jim se quedó con las ganas de responder: «Pero tú tuviste tu momento, tres maridos. ¿Qué me dices de mí? Treinta y cinco años y todavía sigo comparando a todas las mujeres con un amor perdido de la adolescencia, buscando todavía en cada chica las semejanzas y no las diferencias».
Cuando las luces volvieron a diluirse deambuló entre las mesas para salir al vestíbulo. Los amigos lo llamaban desde todas partes, más numerosos que nunca, porque la noticia de su contrato como productor la había publicado el Hollywood Reporter aquella mañana, pero Jim ya había escalado posiciones otras veces, y estaba acostumbrado. Era un baile benéfico y en la barra, preparado para su actuación, había un hombre con un traje hecho con papel pintado, y Bob Bordley, vestido de hombre anuncio, con un cartel que decía:
Esta noche a las diez
En el estadio de hollywood
Sonja heine patinará
Sobre sopa caliente
 
A su lado Jim vio al productor al que le quitaría el puesto al día siguiente, bebiéndose sin ningún tipo de suspicacia una copa con el agente que había contribuido a su ruina. Y con el agente estaba la chica cuya cara le había parecido triste mientras bailaba la rumba.
-Ah, Jim -dijo el agente-, Pamela Knighton, tu futura estrella.
La chica lo miró llena de ilusión profesional. Lo que el agente le había dicho era: «Atención. Este es alguien».
-Pamela se ha unido a mi cuadra -dijo el agente-. Quiero que cambie su nombre por el de Boots.
-Creía que habías dicho Toots -rió la chica.
-Toots o Boots. Es por el sonido de la doble o: el sonido doble o. Se te queda. Pamela es inglesa. Su verdadero nombre es Sybil Higgins.
Jim se dio cuenta de que el productor destituido lo miraba con algo infinito en la mirada. No era odio, no era envidia, sino un asombro profundo que parecía preguntar: «¿Por qué? ¿Por qué? Por Dios bendito, ¿por qué?». Más preocupado por aquella mirada que por su enemistad, Jim se sorprendió a sí mismo invitando a bailar a la chica inglesa. Y cuando se miraron en la pista de baile se sintió exultante.
-Hollywood está bien -dijo, como para anticiparse a alguna crítica-. Le gustará. A la mayoría de las chicas inglesas les gusta: no esperan demasiado. He tenido suerte al trabajar con inglesas.
-¿Es usted director?
-He hecho de todo… desde agente de prensa en adelante. Acabo de firmar un contrato para trabajar como productor a partir de mañana.
-Me gusta esto -dijo la chica al cabo de unos segundos-. Siempre se tienen esperanzas. Y si no se cumplen, siempre podré volver a dar clases en el colegio.
Jim se apartó un poco para mirarla: la impresión era de escarcha rosa y plata. Se parecía tan poco a una maestra de escuela, a una maestra de escuela del Oeste, que se echó a reír. Y otra vez notó que había algo triste y un poco perdido en el triángulo que formaban sus labios y sus ojos.
-¿Con quién ha venido? -preguntó Jim.
-Con Joe Becker -era el nombre del agente-. He venido con otras tres chicas.
-Tengo que salir media hora. Tengo que ver a alguien… No me lo estoy inventado. Créame. ¿Quiere acompañarme y tomar un poco el aire?
Ella asintió.
Camino de la puerta pasaron junto a la mujer que lo había acompañado a la fiesta: dedicó una mirada inescrutable a la chica y a Jim un gesto apenas perceptible con la cabeza. Fuera, en la noche clara de California, Jim apreció por primera vez su gran coche nuevo: le gustaba más que el hecho de usarlo. Las calles por las que pasaban estaban tranquilas a aquella hora y la limosina se deslizaba silenciosamente a través de la oscuridad. La señorita Knighton esperó a que Jim hablara.
-¿De qué daba clases en el colegio? -preguntó.
-Enseñaba a sumar. Dos y dos son cinco y todo eso.
-Es un buen salto, de la escuela a Hollywood.
-Es una larga historia.
-No puede ser muy larga: no debe de tener más de dieciocho años.
-Veinte. ¿Cree que soy demasiado mayor? -preguntó con ansiedad.
-¡No, por Dios! Es una edad estupenda. Yo lo sé: yo tengo veintiuno y la arteriosclerosis sólo está en sus comienzos.
Lo miró muy seria, calculando su edad, pero sin decirla.
-Me gustaría oír esa larga historia.
La chica suspiró.
-Bueno, todos los hombres mayores se enamoraban de mí. Mayores, muy mayores. Era la novia de un viejo.
-¿Vejestorios de veintidós años?
-Andaban entre los sesenta y los setenta. Es absolutamente cierto. Así que me convertí en una aventurera y los exprimí bien hasta que tuve el dinero suficiente para irme a Nueva York. El primer día, Joe Becker me vio en el Veintiuno.
-¿Así que nunca ha trabajado en el cine?
-Ah, sí; he hecho una prueba esta mañana.
Jim sonrió.
-¿Y no le remuerde la conciencia por haberles sacado el dinero a todos esos viejos? -inquirió.
-Pues no -dijo, con sentido práctico-. Disfrutaban dándomelo. Y ni siquiera era dinero. Cuando querían hacerme un regalo, los mandaba a un joyero que yo conocía y luego yo devolvía el regalo y el joyero me daba las cuatro quintas partes de lo que valía.
-¡Vaya, es usted una pequeña estafadora!
-Sí -admitió muy tranquila-; me enseñó una amiga. Y estoy dispuesta a conseguir todo lo que pueda.
-¿Y no les importaba… a los viejos, me refiero… que no se pusiera las joyas que le regalaban?
-Ah, me las ponía… una vez. Los viejos no ven muy bien, o se les olvidan las cosas. Por eso no tengo ninguna joya -calló-. Creo que aquí las puedes alquilar.
Jim volvió a mirarla y se echó a reír.
-Yo no me preocuparía por eso. California está llena de viejos.
Habían torcido hacia una zona residencial. Al doblar la esquina Jim le avisó al chofer.
-Pare aquí -se volvió hacia Pamela-: Tengo que solucionar un asunto feo.
Jim miró su reloj, se apeó del coche y atravesó la calle hacia un edificio con la placa de un consultorio médico. Dejó atrás la placa, despacio, y entonces un individuo salió del edificio y lo siguió. En la oscuridad, entre dos farolas, Jim se le acercó, le dio un sobre y le dijo algo. El hombre se alejó en dirección contraria y Jim volvió al coche.
-Voy a cargarme a todos los viejos -explicó-. Hay cosas peores que la muerte.
-Ah, pero ahora no estoy libre -le aseguró-. Tengo novio.
-Ah… -y un momento después preguntó-: ¿Un inglés?
-Claro, naturalmente. ¿No le parece que…? -se detuvo demasiado tarde.
-¿Que los norteamericanos somos poco interesantes?
-No, no… -su tono despreocupado lo empeoró. Y cuando sonrió, en el momento en que una luz voltaica la iluminó y envolvió su belleza en un fulgor blanco, resultó aún más impertinente-. Ahora cuéntemelo -dijo-. Cuénteme el misterio.
-Dinero -contestó Jim casi ausente-. Ese medicucho griego le ha dicho a cierta dama que tiene mal el apéndice… y nosotros la necesitamos para una película. Así que lo hemos comprado. Es la última vez que hago el trabajo sucio de otro.
La chica frunció el entrecejo.
-Pero ¿necesita que la operen de apendicitis?
Jim se encogió de hombros.
-Probablemente no. Por lo menos esa rata no lo sabe. Es su cuñado y quiere el dinero.
Después de una larga pausa, Pamela sentenció:
-Un inglés no haría eso.
-Algunos lo harían -respondió Jim lacónicamente-, y algunos norteamericanos no.
-Un caballero inglés no lo haría.
-Me parece que está empezando con mal pie -sugirió Jim- si lo que quiere es trabajar aquí.
-Ah, los norteamericanos me encantan, los civilizados.
Por su manera de mirarlo, Jim dedujo que lo incluía en ese grupo, pero, lejos de tranquilizarlo, aquello le pareció un ultraje.
-Se la está jugando -dijo-. La verdad es que no sé cómo se ha atrevido a acompañarme. Podría llevar un penacho de plumas bajo el sombrero.
-No lleva sombrero -dijo la chica, muy tranquila-. Además, Joe Becker me lo dijo. Que a lo mejor conseguía algo.
Después de todo era productor, y jamás se llega a nada importante perdiendo la calma, salvo si es a propósito.
-Estoy seguro de que algo conseguirá -dijo, y mientras hablaba se daba cuenta de que un tono traidor y rastrero le cambiaba furtivamente la voz.
-¿De verdad? -preguntó la chica-. ¿Cree que destacaré, o sólo soy una del montón?
-Ya está destacando -continuó Jim en el mismo tono-. En el baile todo el mundo la miraba -se preguntaba si lo que estaba diciendo se acercaba a la verdad. ¿O era una invención suya que la chica era única?-. Usted es un nuevo tipo de mujer -continuó-. Una cara como la suya le daría a las películas norteamericanas un… un aire más civilizado.
Había apuntado bien, pero para su inmensa sorpresa la flecha rebotó.
-¿Lo cree de verdad? -exclamó-. ¿Va a darme una oportunidad?
-Por supuesto -no podía creer que su ironía estuviera errando el blanco-. Pero, claro, después de esta noche tendré tantos competidores que…
-Ah, yo preferiría trabajar con usted -declaró-. Se lo diré a Joe Becker.
-No le diga nada -la interrumpió.
-Muy bien, no se lo diré. Haré lo que usted me diga.
Tenía los ojos muy abiertos, expectantes. Trastornado, Jim sentía que las palabras acudían a sus labios y se le escapaban sin querer. Cuánta inocencia y cuánto afán de rapiña podía cobijar aquella dulce voz inglesa.
-La desperdiciarían en papeles sin importancia -empezó a decir-. Se trata de conseguir un gran papel -se interrumpió y volvió a empezar-: Tiene usted una personalidad tan arrolladora que…
-¡No, por favor! -Jim vio un destello de lágrimas en la comisura de sus ojos-. Déjeme que lo consulte con la almohada. Llámeme por la mañana, o cuando me necesite.
El coche se detuvo ante la larga alfombra roja que conducía a la fiesta. Al ver a Pamela, la multitud se arremolinó grotescamente bajo el chorro de luz deslumbradora de los focos. Tenían los cuadernos de autógrafos preparados, pero, incapaces de reconocerla, volvieron a suspirar tras el cordón de seguridad.
A través de la pista, bailando, Jim acompañó a la chica hasta la mesa de Becker.
-No diré una palabra -murmuró. Sacó del bolso una tarjeta con el nombre de un hotel escrito a lápiz-. Si me llegan otras ofertas las rechazaré.
-No, por favor -se apresuró a decir Jim.
-Por favor, sí -le dedicó una sonrisa luminosa y, durante algunos segundos, Jim revivió lo que había sentido al verla por primera vez. En aquel momento la cara de la chica daba una impresión de cálida simpatía, de juventud y sufrimiento a la vez. Se preparó para asestarle una rápida cuchillada final que reventara la burbuja apenas inflada.
-Dentro de un año más o menos… -empezó. Pero la música y la voz de la chica lo acallaron.
-Esperaré su llamada. Usted es… Usted es el norteamericano más civilizado que he conocido nunca.
Ella le dio la espalda como apurada por la magnificencia de aquel cumplido. Jim se dirigía a su mesa, pero, viendo que la mujer que lo había acompañado a la fiesta hablaba con alguien a través de su silla vacía, se desvió. La sala, la noche, le parecían de repente excesivamente ruidosas: la mezcla de música y voces era estridente, sin armonía, y cuando recorrió la sala con la mirada, sólo encontró envidias y odios, egos que redoblaban como tambores en una fanfarria. Y él, en contra de lo que había pensado, no estaba al margen de la batalla.
Iba hacia el guardarropa y pensaba en la nota que le mandaría con un camarero a su acompañante: «Estabas bailando, así que yo…». Entonces se dio cuenta de que estaba muy cerca de la mesa de Pamela Knighton y, desviándose de nuevo, se dirigió hacia la puerta por otro camino.
II
Un productor de cine puede actuar sin inteligencia creativa pero no sin tacto. En aquel momento el tacto absorbía a Jim Leonard, con exclusión de todo lo demás. Quizá el poder debería haberle permitido pasar la diplomacia a un segundo plano, dejándole actuar a su aire, pero en lugar de eso aumentó sus relaciones humanas: con los altos cargos, con los directores, guionistas, actores y técnicos asignados a su unidad, con los jefes de departamento, censores y, por fin, con los «hombres del Este». Pero mantener a raya a una solitaria chica inglesa, que no disponía de otras armas que el teléfono y una nota que le hizo llegar desde recepción, no tendría que haber supuesto ningún problema.

Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche. He recibido algunas ofertas pero sigo dándole largas a Joe Becker. Si cambio de hotel, le avisaré.
 
Una ciudad llena de juventud y esperanza pronunciaba aquellas palabras, con sus dos mentiras transparentes y la valiente falsedad de su tono. A la chica no le importaban ni el dinero ni la gloria que protegían los muros inexpugnables. Pasaba por allí simplemente. Simplemente pasaba por allí.
Eso fue dos semanas después. A la semana siguiente, Joe Becker se dejó caer por su despacho.
-¿Te acuerdas de la chica inglesa, Pamela Knighton? ¿Qué te pareció?
-Muy agradable.
-No sé por qué no quiere que hable contigo -Joe miraba por la ventana-. Así que me imagino que no la pasaron demasiado bien aquella noche.
-Claro que la pasamos bien.
-La chica tiene novio, ¿sabes?, un inglés.
-Me lo contó -dijo Jim, molesto-. No intenté ligármela, si es lo que estás insinuando.
-No te preocupes, yo entiendo esas cosas. Sólo quería decirte algo sobre ella.
-¿No le interesa a nadie?
-Sólo lleva un mes aquí. De los comienzos nadie se libra. Sólo quería decirte que cuando entró en el Veintiuno aquel día todos los clientes acudieron como… como moscas. ¿Sabes?, inmediatamente se convirtió en el tema de conversación de todo el restaurante.
-Fantástico, ¿no? -dijo Jim secamente.
-Sí. Y LaMarr también estaba allí ese día. Fíjate: Pam estaba completamente sola, imagino que vestida a la inglesa, nada que llamara la atención: pieles de conejo. Pero brillaba como un diamante.
-No me digas.
-Mujeres duras derramaban lágrimas en su vichysoisse. Elsa Maxwell…
-Joe, tengo que trabajar.
-¿Verás su prueba?
-Las pruebas se hacen para los maquilladores -dijo Jim, impaciente-. De las pruebas que salen bien no me fío. Y de las malas tampoco.
-Tú tienes tus ideas, ¿no?
-A ese respecto, sí. Se han cometido muchas equivocaciones en las salas de proyección.
-Y en los despachos también -dijo Joe poniéndose de pie.
Una semana después llegó otra nota.
 
Ayer llamé por teléfono y una secretaria me dijo que había salido, y otra que estaba reunido. Si me está dando largas, dígamelo. No voy a rejuvenecer. Es evidente que tengo veintiún años, y parece que usted se ha cargado a todos los viejos.
 
La cara de la chica se había difuminado. Jim recordaba las mejillas delicadas, los ojos atormentados, como si los hubiera visto en una película hacía mucho tiempo. Sería fácil dictar un carta que hablara de un cambio de planes, de una futura prueba, de imprevistos que harían imposible…
No se sentía satisfecho, pero por lo menos había terminado con aquel asunto. Aquella noche, mientras se tomaba un bocadillo en un bar cercano a su casa, le pareció que su primer mes en el trabajo había sido satisfactorio. Le sobraba tacto. Su equipo funcionaba como la seda. Las sombras que decidían su destino no tardarían en apreciarlo.
Había pocos clientes en el bar. Pamela Knighton era la chica que leía el periódico. Lo miró, sorprendida, por encima del Illustrated London News.
Recordando la carta que tenía en la mesa de su despacho a la espera de firma, Jim pensó hacer como que no la había visto. Dio media vuelta conteniendo la respiración, con el oído atento. Pero nada sucedió, aunque la chica lo había visto, y, avergonzado de su cobardía típica de Hollywood, de nuevo dio media vuelta y la saludó levantando el sombrero.
-Se acuesta tarde, ¿no? -dijo.
Pamela dejó de leer inmediatamente.
-Vivo a la vuelta de la esquina -dijo-. Acabo de mudarme: le he escrito hoy.
-Yo también vivo cerca de aquí.
Ella dejó la revista en el anaquel de los periódicos. El tacto de Jim desapareció. Se sintió repentinamente viejo y agobiado, e hizo la pregunta equivocada.
-¿Cómo van las cosas?
-Ah, muy bien -dijo-. Trabajo en una comedia, una auténtica comedia en el teatro Nuevos Valores de Pasadena. Para ir cogiendo experiencia.
-Me parece muy sensato.
-Estrenamos dentro de dos semanas. Esperaba que viniera.
Salieron juntos y se detuvieron bajo el resplandor del luminoso rojo. En la otra acera de la calle otoñal los vendedores de periódicos gritaban los resultados del fútbol.
-¿Hacia dónde va? -preguntó la chica.
«En dirección contraria a la tuya», pensó Jim, pero cuando ella le indicó hacia dónde iba, la acompañó. Hacía meses que no pisaba Sunset Boulevard, y la mención de Pasadena le recordó la primera vez que llegó a California, hacía diez años. Era el recuerdo de algo nuevo y fresco.
Pamela se detuvo ante unas casitas minúsculas en torno a un patio central.
-Buenas noches -dijo-. No se preocupe si no puede ayudarme. Joe me ha explicado cómo están las cosas, con la guerra y todo eso. Sé que a usted le gustaría ayudarme.
Jim asintió solemnemente, despreciándose a sí mismo.
-¿Está casado? -preguntó la chica.
-No.
-Entonces deme un beso de buenas noches -como Jim dudaba, añadió-: Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.
La abrazó tímidamente y se inclinó para acercarse a sus labios, apenas rozándolos… y pensó de pronto que ya no podría mandarle la carta que tenía sobre la mesa… y le gustó abrazarla.
-Ya ve que no es nada -dijo ella-, sólo como amigos. Para darnos las buenas noches.
Camino de la esquina Jim dijo en voz alta:
-Bueno, me condenaré.
Y siguió repitiéndose la siniestra profecía hasta después de haberse acostado.
III
Tres noches después del estreno de la obra de Pamela, Jim fue a Pasadena y sacó una entrada para la última fila. Entró en un teatro diminuto y fue el primero en llegar, prescindiendo de los acomodadores que revoloteaban por la sala y el parloteo que se mezclaba con los martillazos entre bastidores. Pensó en emprender una discreta retirada, pero lo tranquilizó la llegada de un grupo de cinco personas, entre las que se encontraba el ayudante de Joe Becker. Las luces se apagaron; sonó un gong; para un público de seis personas comenzó la obra.
Jim observaba a Pamela; delante de él, los otros cinco espectadores juntaban sus cabezas y cuchicheaban después de cada escena en la que aparecía la chica. ¿Era buena? No le cabía la menor duda. Pero, entre tantas películas como se exhiben en medio mundo, el don natural del talento era una rareza. Existía alguna remota posibilidad, y suerte. Él era la suerte. Quizá fuera la suerte para esa chica, si confirmaba que lo que ella le hacía sentir por dentro era universal. Las estrellas ya no se creaban por el capricho de un hombre, como en los días del cine mudo, pero seguía habiendo aspirantes, pruebas, oportunidades. Cuando cayó el telón, con el aire doméstico de una persiana, fue a los bastidores por el simple procedimiento de atravesar una puerta lateral. Ella lo estaba esperando.
-Hubiera preferido que no viniera esta noche -dijo-. Ha sido un fracaso. La noche del estreno hubo lleno, y estuve mirando a ver si lo veía.
-Ha estado usted muy bien -dijo Jim tímidamente.
-No, no. Tendría que haberme visto el otro día.
-He visto suficiente -dijo-. Le voy a dar un pequeño papel. ¿Puede venir al estudio mañana?
Observaba la expresión de Pamela. En su mirada, en la curva de los labios, brilló una pena repentina y abrumadora.
-Ay -dijo-. Lo siento muchísimo. Joe invitó a alguna gente y al día siguiente firmé un contrato con Bernie Wise.
-¿De verdad?
-Sabía que usted estaba interesado y al principio no me di cuenta de que usted sólo era una especie de supervisor. Creí que tenía más poder… -se interrumpió antes de asegurarle con fastidio-: Usted me cae mejor. Es mucho más civilizado que Bernie Wise.
Sintió una punzada de dolor y contrariedad. Muy bien, por lo menos era civilizado.
-¿Puedo llevarla hasta Hollywood? -le preguntó.
Atravesaron una noche de octubre suave como si fuera de abril. Al cruzar un puente, Jim hizo un gesto señalándole las alambradas que coronaban el pretil, y Pamela asintió.
-Sé lo que es -dijo-. ¡Qué estupidez! Los ingleses no se suicidan si no consiguen lo que quieren.
-Lo sé. Se vienen a Estados Unidos.
Pamela se echó a reír y lo miró, como apreciando su valor. Sí, podría hacer con él lo que quisiera. Apoyó la mano en la mano de Jim.
-¿Hay beso esta noche? -sugirió Jim un rato después.
Pamela miró al chofer, aislado en su compartimiento.
-Hay beso esta noche -dijo ella.
Al día siguiente viajó al Este en avión, en busca de jóvenes actrices que fueran exactamente igual que Pamela Knighton. Tenía tanto interés, que cualquier mirada que sugiriera melancolía, cualquier voz con claro acento inglés, lo predisponían. Parecía un intento desesperado de encontrar a alguien exactamente igual que aquella chica. Entonces, cuando un telegrama reclamó que volviera urgentemente a Hollywood, se encontró con que Pamela caía en sus manos.
-Tienes una segunda oportunidad, Jim -dijo Joe Becker-. No la desaproveches.
-¿Qué ha pasado?
-No tenían un papel para ella. Aquello es un desastre. Así que rompimos el contrato.
Mike Harris, el jefe de los estudios, investigó el asunto. ¿Cómo un cineasta inteligente como Bernie Wise quería prescindir de ella?
-Bernie dice que no sabe actuar -le informó Harris a Jim-. Y además crea problemas. Sigo pensando en Simone y en las dos chicas austriacas.
-La he visto actuar -insistió Jim-. Y tengo trabajo para ella. No pretendo darle nada importante todavía. Me gustaría probarla en un pequeño papel para que la vieras.
Una semana después Jim empujaba la puerta acolchada y entraba preocupado en el plató III. Los extras, en traje de noche, lo miraron en la penumbra; las pupilas se dilataban.
-¿Dónde está Bog Griffin?
-En ese camerino, con la señorita Knighton.
Estaban sentados en un sofá a la luz de una lámpara de tocador, y por el gesto de contrariedad de Pamela, Jim dedujo que el problema era serio.
-No pasa nada -insistía Bob, todo amabilidad-. Somos como una pareja de gatitos. ¿A que sí, Pam?
-Hueles a cebolla -dijo Pamela.
Griffin volvió a intentarlo.
-Hay una manera inglesa de hacer las cosas y una manera norteamericana. Estamos buscando un feliz término medio, eso es todo.
-Hay una manera correcta y una manera estúpida -resumió Pamela-. No quiero empezar pareciendo una imbécil.
-¿Te importa dejarnos solos, Bob? -dijo Jim.
-Claro. Todo el tiempo del mundo.
Jim no la había visto aquella agotadora semana de pruebas, pruebas de vestuario y ensayos, y ahora se daba cuenta de lo poco que sabía acerca de ella, y ella de ellos.
-Parece que estás de Bob hasta la coronilla -dijo.
-Quiere que diga cosas que no diría una persona en su sano juicio.
-De acuerdo, quizá sea así -asintió-. Pamela, ¿desde que estás trabajando aquí has exagerado alguna vez tu papel?
-Bueno… Todo el mundo lo hace alguna vez.
-Escucha, Pamela, Bob Griffin gana casi diez veces más que tú. Por una sencilla razón. No porque sea el director más brillante de Hollywood, que no lo es, sino porque jamás exagera su papel.
-Él no es actor -dijo, confundida.
-Me refiero a su papel en la vida real. Lo escogí para esta película porque de vez en cuando yo exagero mi papel. Pero Bob, no. Firmó un contrato por una suma desproporcionada, que no se merece, que nadie se merece. Pero cobra eso porque tener mano izquierda es la cuarta dimensión de este negocio y Bob ha aprendido a no pronunciar nunca la palabra «yo». Gente que le triplica en talento, productores, actores y directores, se van a pique porque no llegan nunca a aprender eso.
-Sé que me estás echando un sermón -dijo Pamela, insegura-. Pero creo que no te entiendo. Una actriz tiene su propia personalidad…
Jim asintió.
-Y nosotros le pagamos cinco veces lo que podría conseguir en cualquier otro sitio: con tal de que sea capaz de no estorbar al resto del equipo. Tú nos estás estorbando a todos, Pamela.
«Creí que eras mi amigo», dijeron los ojos de Pamela.
Le habló durante algunos minutos más. Todo lo que dijo lo decía de corazón, pero como había besado esos labios dos veces, supo que era ayuda y protección lo que esperaban de él. Todo lo que había conseguido era sorprenderla por no estar de su parte. Sintiéndose un poco desconcertado, y triste al verla sola, se asomó a la puerta del camerino y gritó:
-¡Eh, Bob!
Jim fue a resolver otros asuntos. Volvió a su despacho, donde Mike Harris lo estaba esperando.
-Esa chica vuelve a crear problemas.
-Acabo de estar allí.
-Me refiero a hace cinco minutos -gritó Harris-. Desde que te fuiste ha estado causando problemas. Bob Griffin ha tenido que suspender el rodaje por hoy. No podía más.
Bob entró.
-Hay gente con la que no parece haber manera de… con la que no encuentras cómo…
Se produjo un momento de silencio. Mike Harris, disgustado por la situación, sospechó que Jim tenía un lío con la chica.
-Denme de plazo hasta mañana por la mañana -dijo Jim-. Creo que puedo resolver el asunto.
Griffin titubeó pero vio en la mirada de Jim una petición personal, un ruego tras el que había diez años de relaciones.
-De acuerdo, Jim -dijo.
Cuando se fueron, Jim llamó a Pamela por teléfono. Sucedió lo que casi había esperado, pero el alma se le cayó a los pies cuando le contestó una voz de hombre.
IV
A excepción de las enfermeras, una actriz es la presa más fácil para un hombre sin escrúpulos. Jim había aprendido que en el fondo de los problemas o fracasos de una actriz muchas veces existía un timador bien hablado pero indigno de confianza, que hacía valer su masculinidad por la vía del entrometimiento, los regaños a medianoche y los malos consejos. La técnica del individuo consistía en empequeñecer el trabajo de la mujer y en poner en cuestión incesantemente las razones y la inteligencia de las personas para quienes ella trabajaba.
Cuando Jim llegó al hotel de Beverly Hills al que Pamela se había mudado, eran más de las seis. En el patio, una fuente fresca salpicaba agua estúpidamente entre la niebla de diciembre, y Jim oyó la fuerte voz del mayor Bowes que sonaba en tres radios distintas.
Cuando se abrió la puerta del apartamento, Jim se quedó asombrado. El hombre era viejo: un inglés encorvado y mustio, con la cara colorada, un color invernal que se iba apagando. Iba en bata -una bata vieja- y zapatillas, e invitó a Jim a sentarse con aire de estar en su casa. Pamela llegaría enseguida.
-¿Es usted familia? -preguntó Jim, perplejo.
-No. Pamela y yo nos hemos conocido aquí, en Hollywood, extranjeros en tierra extraña. ¿Trabaja usted en el cine, señor… señor…?
-Leonard -dijo Jim-. Sí, actualmente soy el jefe de Pamela.
La mirada del hombre cambió: los ojos lagrimosos se aguzaron, los párpados viejos se endurecieron al entornarse. La boca se curvó hacia abajo, se tensó: Jim contemplaba una expresión de absoluta perversidad. Inmediatamente, las facciones volvieron a suavizarse, a ser los rasgos de un anciano.
-Espero que traten a Pamela como se merece.
-¿Usted ha trabajado en el cine? -preguntó Jim.
-Hasta que me falló la salud. Pero sigo en la lista de actores de los estudios y conozco perfectamente el mundo del cine y el alma de sus dueños y…
Calló de repente. La puerta se abrió y entró Pamela.
-Vaya, hola -dijo, sorprendida-. ¿Se conocen? El honorable Chauncey Ward… El señor Leonard.
Su radiante belleza, que apareció como arrebatada al clima y al viento, le cortó la respiración a Jim unos segundos.
-Pensaba que ya me habías recordado mis pecados esta tarde -dijo Pamela, con cierto tono de desafío.
-Quería hablar contigo fuera de los estudios.
-No aceptes que te bajen el salario -dijo el viejo-. Es un truco muy viejo.
-No es eso, señor Ward -dijo Pamela-. El señor Leonard ha sido amigo mío hasta ahora. Pero hoy el director pretendía que yo hiciera el ridículo y el señor Leonard lo ha apoyado.
-Están todos de acuerdo -dijo el señor Ward.
-Me pregunto si… -empezó a decir Jim-. ¿Podríamos hablar a solas?
-El señor Ward es de confianza -dijo Pamela, frunciendo el ceño-. Lleva aquí veinticinco años y se puede decir que es mi representante.
Jim se preguntó de qué profunda soledad habría surgido aquella relación.
-Me han dicho que ha vuelto a haber problemas en el plató -dijo.
-¡Problemas! -Pamela abrió mucho los ojos-. El ayudante de Griffin me insultó y yo lo oí. Y me fui. Y si Griffin me manda disculpas contigo, no las acepto. A partir de ahora nuestra relación será estrictamente profesional.
-Griffin no te pide disculpas -dijo Jim, incómodo-. Te da un ultimátum.
-¡Un ultimátum! -exclamó Pamela-. Tengo un contrato y tú eres su jefe, ¿no?
-Hasta cierto punto -dijo Jim-; pero está claro que las películas se hacen en equipo y…
-Déjame entonces que pruebe con otro director.
-Lucha por tus derechos -dijo el señor Ward-. Es lo único que les impresiona.
-Se ha empeñado usted en destruir a esta chica -dijo Jim sin levantar la voz.
-No nos asusta -gritó Ward-. Conozco bien a la gente como usted.
Jim volvió a mirar a Pamela. No podía hacer nada. Si estuvieran enamorados y le pareciera aquel momento la ocasión de avivar la chispa de pasión que compartían, habría podido influir sobre ella. Pero era demasiado tarde. Era como si sintiera que, fuera de aquellas cuatro paredes, los rápidos engranajes de la industria giraban en la oscuridad de Hollywood. Sabía que, cuando el estudio abriera a la mañana siguiente, Mike Harris tendría nuevos proyectos en los que Pamela no figuraba.
Titubeó unos minutos más. Era un hombre apreciado, joven todavía, respetado por todos. Podría responsabilizarse de aquella chica, ponerle un profesor de arte dramático. Le dolía verla cometer semejante error. Y, por otra parte, temía que ciertas personas le hubieran aguantado demasiadas cosas, echándola a perder para una carrera como la que había elegido.
-Hollywood no es un lugar demasiado civilizado -dijo Pamela.
-Es una jungla -ratificó el señor Ward-. Es un nido de alimañas al acecho.
Jim se levantó.
-Bueno, uno que se va a acechar a otra parte -dijo-. Pam, lo siento mucho. Si piensas así, creo que lo más sensato sería que volvieras a Inglaterra y te casaras.
Hubo un destello de duda en los ojos de Pamela. Pero la confianza en sí misma y la egolatría juvenil pesaban más que la razón: no se daba cuenta de que en aquel preciso momento se le presentaba una oportunidad que iba a perder para siempre.
Porque ya la había perdido cuando Jim dio media vuelta y se fue. Aquello sucedió semanas antes de que llegara a darse cuenta de lo que había pasado. Recibió el salario de varios meses -Jim se preocupó de que así fuera-, pero no volvió a pisar aquel plató. Ni ningún otro. Sin mediar palabra, había sido incluida en la lista negra que no está escrita en ningún papel pero que funciona durante las partidas de backgammon que siguen a la cena o camino de las carreras de caballos. Hombres influyentes la miraban con interés, se fijaban en ella en algún restaurante, pero todas las averiguaciones que hacían terminaban en el mismo punto muerto.
Resistió durante meses: incluso mucho después de que Becker se desinteresara de sus asuntos y ella desapareciera de esos lugares a los que la gente va para que la vean. Y ni el dolor ni el desaliento la mataron: murió en junio de muerte natural.
V
Cuando Jim se enteró no podía creerlo. Supo por casualidad que estaba en el hospital con neumonía, llamó por teléfono y le dijeron que había muerto. Sybil Higgins, actriz, inglesa, de veintiún años.
Había dado el nombre del viejo Ward como la persona que debía ser informada y Jim le mandó dinero para cubrir los gastos del entierro, con el pretexto de algún salario retrasado. Temiendo que Ward sospechara la procedencia del dinero, no fue al funeral, pero visitó la tumba una semana después.
Era un espléndido e interminable día de junio, y se quedó una hora. La ciudad estaba llena de jóvenes que se contentaban con respirar y ser felices y era un sinsentido que la chica inglesa no estuviera entre ellos. Seguía dándoles vueltas y vueltas a las cosas, en busca de algo que hubiera podido salvarla, pero era demasiado tarde. Aquella escarcha rosa y plata se había disuelto. Dijo adiós en voz alta y prometió volver.
En el estudio reservó una sala de proyección y pidió las pruebas que Pamela había hecho y los metros de película que le había dado tiempo de rodar. Se acomodó en la oscuridad en un sillón de piel y apretó el botón para que empezara.
En la prueba Pamela vestía el traje de noche que llevaba en el baile donde la conoció. Parecía muy feliz, y Jim se alegró de que por lo menos hubiera gozado de aquella felicidad. Llegaron las imágenes de la película, entrecortadas, con la voz de Bob Griffin al fondo y las claquetas que señalaban el número de cada secuencia. Entonces llegó la última toma y Jim se sobresaltó: Pamela dejaba de mirar a la cámara y murmuraba:
-Preferiría morirme antes que hacer eso.
Jim se levantó y volvió a su despacho, y buscó y leyó una vez más las tres notas que ella le había mandado.
…Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche.
Pasaba por el estudio. En primavera lo había llamado dos veces por teléfono, lo sabía, y le hubiera gustado verla. Pero no podía ayudarla, y le hubiera dolido decírselo.
«No soy muy valiente», se dijo Jim. Incluso en aquel momento tenía metido el miedo en el corazón, miedo de que aquello acabara obsesionándolo, poseyéndolo, como aquel recuerdo de la juventud. No quería ser desdichado.
Y unos días después se quedó trabajando hasta muy tarde en la sala de doblaje, y luego fue a tomar un bocadillo al bar que había cerca de su casa. Era una noche de calor y había muchos jóvenes bebiendo refrescos. Estaba pagando cuando vio a alguien en la estantería de los periódicos, que lo miraba por encima de una revista abierta. Se detuvo. No quería volverse a mirar, para llevarse la desilusión de un simple parecido. Pero tampoco quería irse.
Oyó cómo pasaban una página, y vio por el rabillo del ojo la portada de la revista: The Illustrated London News.
No sintió miedo: pensaba con demasiada rapidez, con demasiada desesperación: si aquello fuera real y pudiera asirse a ella para recuperarla, y volver a empezar desde aquel mismo instante, desde aquella noche.
-Aquí tiene la vuelta, señor Leonard.
-Gracias.
Sin atreverse a mirar, se dirigió a la puerta y entonces la revista se cerró, y la dejaron en la estantería, y oyó la respiración de alguien a su lado, muy cerca. Los vendedores de periódicos voceaban un número extra en la acera de enfrente, y entonces tomó la dirección contraria a su casa, el camino de ella, y oyó cómo ella lo seguía: las pisadas eran tan claras que aminoró el paso con la sensación de que a ella le costaba seguirlo.
Frente al patio de los apartamentos la abrazó para sentir más cerca su radiante belleza.
-Dame un beso de buenas noches -dijo ella-. Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.
«Duerme entonces», pensó mientras daba la vuelta y se alejaba. «Duerme. Fue imposible: cuando me encontré con tu belleza, no quise malgastarla, pero la malgasté, no sé cómo. Duerme. Es lo único que te queda.»
FIN

“Last Kiss”, 1949