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José Santos González Vera (San Francisco del Monte, 17 de septiembre de 1897 – Santiago, 27 de febrero de 1970) fue un escritor chileno que obtuvo el Premio Nacional de Literatura 1950.
La localidad donde nació se conoce hoy como El Monte, a secas, y está a poco tiempo –media hora quizá– de la capital de Chile (Santiago). Cuando cumple apenas once años su familia se traslada a esta y él ingresa en el liceo Valentín Letelier, donde cursa apenas hasta el sexto preparatorio ya que nunca pudo aprobar el grado superior. De ahí deambula por distintos oficios, incluso el de peluquero y lustrador de botas en un club de señores adinerados. Buscando mayor fortuna se cambia a Valparaíso donde se hace anarquista como muchos de sus contemporáneos.
-“Era adolescente cuando, para ganarme el pan, intenté aprender los más diversos oficios. Así pude vincularme a obreros ansiosos de establecer una sociedad igualitaria y libre, como la conciben los anarquistas. Muy pronto hice mía tal aspiración, porque nada ayuda tanto a decidirse como el ser joven”.
González Vera atiende a la literatura con la decisión de escribir después de leer a Gorki y a Kropotkin, considerado el mayor teórico del anarquismo. Junto al escritor Manuel Rojas (Hijo de ladrón y Lanchas en la bahía) fundan las revistasLa Pluma y Claridad, órgano oficial de los estudiantes de la Universidad de Chile. Allí conoce a Gabriela Mistral y poco después al huir al sur, de los que lo persiguen por sus ideas políticas, se junta con Pablo Neruda en Temuco.
Más tarde, cuando el temporal amaina se casa con María Marchant en 1932, educadora y militante comunista, intendente y regidora de su época. Tuvieron dos hijos, Álvaro y María Elena.
El premio Nacional de Literatura le fue otorgado en 1950, cuando González Vera había publicado solo dos libros: Vidas mínimas (1923) y Alhué (1928). Esto provocó un escándalo. La Sociedad de Escritores abrió un debate por su nominación, mientras el escritor Luis Durand comentaba: “Sus obras completas caben en un cuaderno de composición escolar”. La comisión que le otorga el galardón consideró su estilo preciso, su fina escritura, y el ámbito universal de sus historias y personajes. González Vera falleció el 27 de febrero de 1970 en su casa en Ñuñoa, comuna del Gran Santiago.
Además de Vidas íntimas y Alhué, escribió Cuando era muchacho (autobiografía) y el relato “El conventillo”. También ensayos, artículos periodísticos y algo de poesía.
De su novela Alhué es el siguiente relato que entregamos a continuación.
Cuento de José Santos González Vera: El preceptor bizco
A Catalina Talesnik
En la escuela fue donde conocí, por primera vez, el aspecto brutal de la vida. La escuela parroquial funcionaba en una feísima y vieja casa, compuesta de grandes salas yertas. El patio, aunque extenso, por estar encerrado entre altos muros, era más frío y extraño que las salas. Además estaba como aplastado por la sombra de la iglesia contigua. La fisonomía de ese patio estará siempre fija en mi memoria. De entonces solo conservo recuerdos de imágenes. Tal vez nos enseñaban alguna cosa… Era el profesor un sujeto rubio, bizco, de pequeña estatura, gélido completamente. Pisaba con la punta de sus pies y gritaba sin cesar. No sonreía ni por broma. ¡Qué excelente carcelero hubiera sido!
Apenas la campana sonaba, el torturador aparecía en el patio frotándose las manos. Nos formábamos apresuradamente y nos íbamos a la sala temblando por lo que podía suceder. Le odiábamos con entusiasmo y ejercitábamos nuestros espíritus en desearle las más abominables desgracias; pero el bárbaro estaba siempre en pie, sonrosado, elástico, con una salud desafiante. Reinaba en la sala silencio lúgubre… Nos mirábamos con mirada piadosa y después estáticos y con el corazón convulso, esperábamos el temido minuto.
El bizco se alisaba su cabellera roja y miraba con detenimiento. Luego comenzaba a tomar la lección con la cabeza inclinada sobre su cuaderno de notas. Solía toser algo; pero nunca tanto como para que se le comprometiesen los pulmones.
Desventurado era el chiquillo que no había resuelto su tarea. El bizco sin poner mala cara, pero sin oír tampoco ninguna disculpa, le ordenaba colocarse frente al pizarrón, y empezaba a modular todos los tonos del sollozo. Y nosotros nos sentíamos embargados por la más intolerable de las angustias.
Nuestro torturador abría su escritorio y buscaba. Revolvía los papeles con el abandono del que se encuentra solo; pero cuando hallaba al guante, en su rostro se proyectaba una sombra de agrado.
El penitente, mientras duraba la búsqueda, gemía con cierto método. Cuando el tono decrecía y parecía extinguirse, era seguro que en su alma crecía la esperanza de salvarse.
Desde nuestros bancos podíamos seguir con precisión absoluta los movimientos del profesor. Nuestra unidad psicológica era maravillosa. Si sus ademanes eran medidos, el gemido de la víctima oscilaba en la nota menor y el ritmo de nuestros corazones se normalizaba. Pero, si la mano se estiraba con vehemencia hasta el fondo del cajón, el gemido dilataba el pecho del colegial y ganaba espacio sin respeto a ninguna nota intermedia, y nosotros dejábamos de respirar.
Para el bizco era motivo de bochorno, después del precipitado adelantamiento de sus dedos, no dar con el instrumento. Es cierto que terminaba por imponerse, pero el titubeo le contrariaba.
No sé si por distracción o espíritu de farsa, exclamaba en voz alta:
-En fin… el guante ha desaparecido.
Y quedaba pensativo.
El alumno imploraba a su vez:
-Señor.. Perdóneme… le juro que…
Regresaba el bizco de su abstracción dándose con la punta de los dedos en la frente:
-¡Ah… pero si ayer lo guardé en el otro cajón!
Cuando se acercaba con el guante, el discípulo chillaba, cerraba los ojos, se retorcía. Daba gritos que herían las entrañas. Ocultaba sus manos en la espalda, se hincaba, pedía perdón, se entregaba a todas las manifestaciones de la impotencia. Por desgracia, inútilmente. El bizco, inmutable y frío, le ordenaba presentar la mano abierta.
Y el guante se alzaba y golpeaba…
Los gritos vibraban en los vidrios, repercutían en los muros del patio y se iban muriendo por las calles desiertas.
“El preceptor bizco” pertenece al libro Alhué, 1928.
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