9. El celular
La tarde de verano desplomaba su calor, insensible él a nuestras penurias. Eso se percibía aun más con las ventanas abiertas. Sin embargo, dejé la comodidad de mi vivienda para ir a tomar el colectivo, el 84, rumbo a la clase de tai qi.
Aun no habían salido los escolares de sus colegios y noté con un placer de magnitud inexplicable que en el colectivo, que se detuvo en la esquina, había asientos libres. Magro paliativo este para el calor que ocupaba el ambiente hasta el último recoveco, pero era algo positivo.
Todo parecía más intenso a esa hora de la tarde: el sol castigaba todavía vertical, los bocinazos, intermitentes, configuraban una continuidad a costa de ser muchos, la gente se desplazaba con sus rostros húmedos y el mínimo de ropa aceptable, antes de llegar a la desnudez; hasta el verde de los árboles parecía más verde.
Pagué con mi tarjeta y me senté en un asiento doble, junto a la ventana. Corrí la cortinilla con la ilusión de mejorar todo con la penumbra. Dos paradas más lejos subió una mujer de unos 50 años. Hizo lo propio con su tarjeta y se sentó en el asiento a mi lado. Es instintivo echar una mirada a quien de pronto nos acompaña en una circunstancia así. La mujer vestía de negro. –Con este calor ropa negra!! –pensé –hay gente para todo.
Volví sobre mi libro-de-colectivos cuya virtud especial es el tamaño y el peso: un verdadero pocket. La mujer, un poco desaliñado el cabello, puso su dedo pulgar sobre el celular y comenzó a hablar un tanto inclinada sobre el aparato. Hablaba en voz baja pero no tanto como para que yo no llegara a oírla con claridad.
–¡Cómo pudo! ¡Cómo pudo hacer eso! Está bien, andábamos como la mona, ya no teníamos coincidencias, si él blanco, yo negro, si yo blanco, él negro. Los encuentros en la cama eran mecanismos de defensa. ¿Qué defendíamos me querés decir? ¿Qué defendíamos? Tal vez ese matrimonio arrastrado durante años. Me aplastaba, y al final se lo dije, –¡Me aplastás, me podás los brotes! Así era, todo su comportamiento para conmigo parecía dedicado a aplastarme. ¿Y qué? ¿Para qué? ¿Y yo, por qué?, ¿para qué?… Hasta el mate lo tomábamos en silencio, ¿podés creer?, un silencio que unía con una nada vacía los espacios de las alternancias, un mate yo, un mate él… ¡Pero llegar a eso! Tal vez fue su gesto final para terminar de aplastarme. ¡Sí! Ahora lo veo clarito. Me aplanó del todo… ahora soy una hoja andante. Y nunca podré olvidarlo, y nunca podré perdonarlo, porque un suicidio queda prendido en la memoria de los más próximos y reincide con su acoso diariamente. Un suicidio se te pega como una sanguijuela. Lo hizo para hundirme… ¿Me entendés? ¿Me entendés?
–…
– ¿No tenés nada que decirme?, ¿eh? ¿Todo lo que te conté te deja así indiferente?, ¿sos así o te dejé muda? ¿o sos una insensible? –me endilgó sin elevar la voz mientras acercaba su cara a la mía de un modo casi agresivo.
–¿Yo? ¿Estás hablando conmigo o con la persona a la que llamaste por el celu?
–El celu está apagado, ¿no te das cuenta alma de piedra?
Y entonces sentí: –esto también es estar en casa, vivir una letra de tango en el colectivo 84.
Margarita Schultz, Mi Buenos Aires querido. Crónicas y salpicaduras.
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