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viernes, 26 de febrero de 2016

Fragmentos literarios: “El afinador de pianos”, de Daniel Mason

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Buenos maridos (Fragmento de El afinador de pianos, de Daniel Mason)
–“Los afinadores son buenos maridos –les había dicho a sus amigas cuando (ella y él) regresaron de su luna de miel–. Saben escuchar, y sus caricias son más delicadas que las de los pianistas, porque sólo ellos conocen el interior del piano”.
Las jóvenes rieron ante las escandalosas insinuaciones de aquellas palabras.
En ese momento, dieciocho años más tarde, ella sabía dónde tenía él callosidades y de qué eran.
En una ocasión le había explicado (él) el origen de cada una de ellas, como un hombre tatuado relata la historia de sus ilustraciones.
-“Esta que discurre por la parte interior del pulgar, es del destornillador; los arañazos de la muñeca son de la caja, porque suelo apoyar el brazo así cuando toco. Las durezas del índice y del anular de la mano derecha son de apretar las clavijas antes de utilizar los alicates; nunca uso el dedo del corazón, no sé por qué, quizá sea una costumbre de juventud. Las uñas rotas son de las cuerdas; es una señal de impaciencia”, le dijo.
*** Extractado por Ernesto Bustos Garrido (Corebo) de la novela El afinador de pianos de Daniel Mason (Editorial Narrativa Salamandra 2008) Página 57.

Cuento de María Elena Gertner: El invencible sueño del coronel

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cuento-María-Elema-Gertner
Escritor María Elena Gertner
La escritora María Elena Gertner (1927-2013) se fue a vivir los últimos años de su vida al pueblito costero de Isla Negra, el mismo donde Pablo Neruda se instaló en su época de mansedumbre y donde le sorprendió el Golpe de Estado de 1973 que terminó en la caída del Presidente Salvador Allende.
Allí, bajo el ruido de las olas, María Elena leía y traducía. Y también recordaba sus tiempos de actriz, una bella actriz que obnubiló a los más recios galanes del teatro y la televisión.
Había nacido en el puerto de Iquique, en el norte de Chile. Entre los cinco y nueve años fue una niña voraz en cuanto a lecturas. Por eso a los veintidós años ya tenía su primer libro de poemas, Homenaje al miedo. En esos mismos años viajó a París, donde conoció a Sartre, a Camus y a Simone de Beauvoir. En la ciudad de la Luz entra a los patios del existencialismo y se hace seguidora de Dostoievski y de Virgina Woolf. Así solo le quedaba escribir, y entonces de regreso a Chile produce una larga lista de novelas, entre las que sobresalen Islas en la ciudadDespués del desiertoPáramo salvajeLa derrota y La mujer de sal, entre muchas. En 1963 participa y gana el primer lugar del concurso literario CRAV. El cuento lo llamó “El invencible sueño del Coronel”, que es el ahora queremos compartir con ustedes. Clarisa, la protagonista de la historia, es la sombra de miles de mujeres que aman sin consuelo, con la resolución de la joven despechada que decide irse al convento.
Ernesto Bustos Garrido

Cuento de María Elena Gertner: El invencible sueño del coronel *

El coronel se duerme, se duerme; se duerme cada vez que hacemos el amor. Su negra cabeza resbala en esa cavidad entre mi hombro y mi cuello, y sus párpados se cierran pesados, indolentes, cubriendo de arruguitas los ojos ambarinos, ocultando, en ese sueño irresistible, una pequeña esperanza maltratada.
Mi profesión de modista me ha vuelto clarividente; tan cierto es lo que afirmo, que muchas señoras me mandan a confeccionar vestidos que no necesitan para disponer de algún pretexto, y poder averiguar qué intuyo acerca de sus maridos, de sus hijos, de sus amantes, o de sus criadas. La mujer del boticario, por ejemplo, vino la semana pasada a probarse una falda, y mientras insistía en que desaparecieran unos pliegues y en que le ajustara la pretina, indagó:
–Dígame usted, Clarisa… ¿será efectivo que mi esposo me engaña?
–¡Señora Orfelinda, por Dios! –suspiré, poniendo cara de odiota–. ¿Cómo voy a saber yo esas cosas?
–¡Hijita, no se me haga la tonta, que usted ve debajo del agua!
–Pero….¿en qué se basa, señora Orfelinda, para sospechar que le es infiel?
–¿En qué? Hace seis meses que Onofre no me toca, pese a que me he comprado un camisón rojo, con encajes. Además….. recibí un anónimo. ¡Mire, lea!
Escrutando los rincones para asegurarse de que nadie la espía, doña Orfelinda abre su bolso de cuero y me entrega un papel ajado. Con letra infantil, una mano desconocida ha escrito allí: Estimada Orfelinda, si quiere cerciorarse de los amoríos de su cónyuge, acuda a la quinta del doctor Valverde, cuando se celebran las sesiones de espiritismo, y observe por la ventana la cabaña que da al estero.
Todos los habitantes del pueblo están en antecedentes de que don Onofre, el boticario, y don Augusto, el gobernador, se reúnen en la Quinta de don Norberto Valverde, el médico, y que en compañía de la mujer de este último, de las tres hijas del gobernador y del capitán de Carabineros, se dedican a llamar a los espíritus; sin embargo, la pequeña cabaña, que antiguamente albergaba a los cuidadores de la propiedad, ha permanecido por más de un década clausurada, y es un hecho insólito que a alguien se le haya ocurrido atisbar por la ventana, más aún teniendo en cuenta que las sesiones de espiritismo se realizan a medianoche. Por otra parte, es comprensible que la pasión de don Onofre por doña Orfelinda disminuya al cabo de dieciocho años de matrimonio, y que la aparición de la señora, con su rolliza humanidad, liberada del corsé y envuelta en rojos encajes, no le resulte el más afrodisíaco de los manjares.
Tampoco conviene olvidar que, si el vínculo matrimonial ha convertido a Orfelinda en una obesa matrona que camina blandamente y representa cincuenta en vez de los cuarenta y dos que en realidad acaba de cumplir, don Onofre ha llegado al apogeo de los cuarenta y cinco, conservando su andar elástico, sus dientes albos y su renegrido bigote. Estas consideraciones inducen a pensar que la traición del marido, aunque no disculpable, sería más que posible.
–¿Y bien….? ¿Qué opina, Clarisa? –me apremia la agitada señora.
Sonrío:
–Si le interesa descubrir la verdad, haga lo que le proponen en el anónimo.
–¡Ah! Eso significa que usted está de acuerdo en que el muy canalla me es infiel.
–No…. yo no he dicho nada.
–Ni una palabra más. Iré; iré hoy mismo.
–Tenga cuidado al empinarse para alcanzar la ventana. Puede tropezarse y caer al estero…. –le recomiendo. Pero ella no escucha, se ha precipitado hacia la puerta y corre desalada, sin reparar siquiera en que lleva la falda apenas hilvanada alrededor de sus voluminosas cadetas.
***
Me atribuyen un sentido casi profético, y empiezan a darme fama de hechicera. No obstante, no consigo adivinar por qué mi Coronel se duerme en mis brazos cada tarde. Logicamente despierta pronto, y su ardor renace, pues él encara el amor igual que si se hallara en las trincheras, y no ataca una vez, sino muchas, con renovado brío. Sí, en este mullido campo de batalla, con iniciales bordadas sobre el blanco lienzo, con un almohadón de plumas supliendo el casco guerrero, en medio de las tibias frazadas hilada por la tía Eudosia, y los cuatro pilares de bronce reluciente, él recurre a sus tácticas más infalibles, hace despliegue de sus armas digno de las Fiestas Patrias, se desplaza de la retaguardia a la vanguardia, y es el vencedor, el héroe que, probablemente, ha ansiado ser en una quimérica guerra en la que ha tenido el honor de participar. Sin embargo, en el instante en que los clarines tocan a retirada, anunciamndo una breve tregua, mi Coronel se derrumba agredido por un sueño incontenible, un sueño que lo hiere más de lo podrían hacerlo esas balas, granadas o sables enemigos, que no han oasado rasguñar su piel. Y yo permanezco contempleando la obscuridad que es un mar sin olas en el que mi lecho se mece, semejante a un bajel con el velamen desplegado, sin horizonte y sin puerto en el cual recalar un día. Y oigo las campanas de la parroquia que dan el Angelus, al otro lado de la plaza, y evoco a las viejas que se santiguan y a las jovencitas que se pasean sonriéndole a los muchachos, y me digo a mí misma: “Clarisa, niña…. ¿ no estarás desperdiciando tu vida?” ¡Ay si mi Coronel supiera las dudas y los temores que me acometen mientras él duerme, se arrancaría las pestañas, ingeriría drogas, inventaría algún remedio audaz que lo mantuviera despierto. Porque todos mis pesares brotan como legión de demonios y brujas, cerca de esa respiración calmada, de esos labios húmedos levemente abiertos, del calor de la sangre y los huesos quietos de mi bello y durmiente Coronel. Brujas y demonios emergen de las cuatro esquinas de mi dormitorio y cuchichean:
–Clarisita, buenas tardes….
–Buenas noches, Clarisita. ¿Te sientes muy sola?
–¡Pobre Clarisa! El Coronel no es demasiado conversador. Y el amor no se ha hecho para conversar….no es así? Para charlar él dispone de mucha gente, de su mujer, su ordenanza, sus hijos que salieron mal en los exámenes, docenas de camaradas, el teniente que le sirve de ayudante, y el capellán. Sería un estúpido si viniera a encerrarse en tu cuarto para gastar el tiempo en palabras. Pero a ti te gustaría intercambiar ideas…. por supuesto, eres ingenua y romántica como el común de las modistas provincianas.
–Te gustaría ovillar recuerdos de un pasado común, y, sobre todo, hilar proyectos para un futuro dichoso.
–¡Qué ridícula eres, Clarisa! ¿No comprendes que entre el Coronel y tu no existe el pasado, ni menos el futuro?
–Junto a su mujer él rememora el feliz período del noviazgo, se enternce reviviendo la mañana en que el hijo mayor aprendió a dar pasitos, y el menor enfermó de escarlatina; hablar del provenir: del día que jubile con el grado de general y se retire a vivir en una playa lejana, a la sombra de un huerto, a reposar sentado en un escaño, a envejecer en paz, rodeado de nietos.
–Tú no figuras ni en el antes, ni en el más tarde; únicamente aquí, en este presente estrecho. No existe lugar para ti en las fechas que destaca el santoral, ni en las festividades privadas, aquellas que se celebran en familia, con champaña y tortas. Tampoco tienes cabida dentro de las situaciones dramáticas; los peligros, los dolores, y hasta la muerte del Coronel, te rechazan.
–Piensa: si estallara esa guerra que él tanto anhela, y que para su desgracia nunca nunca se aproximará a nuestras costas, tu Coronel partiría con una fotografía de su esposa y de sus hijitos en el bolsillo, reteniendo la última mirada de ella…., oye bien, de ella, y no tuya. Y cuando las tropas del invasor lo aprehendieran y lo sometieran a juicio militar y lo arrastrasen al paredón, la carta de despedida que dejaría, estaría también dirigida a ella.
–Afortunadamente, para ti, esa guerra es una niña coqueta que atrae al Coronel, y se le escapa, burlándose de sus ímpetus de soldado, Pero ello no te autoriza a descansar tranquila. El Coronel puede fallecer de una caída a caballo, de fiebres ondulantes durante una misión oficial en países tropicales, de un síncope cardíaco si continúa aumentando de peso, o de pulmonía, por ser demasiado vanidoso y creer que todavía tiene veinte años, y no cambiarse las botas empapadas por la lluvia. Y en esa triste circunstancia ¿qué harás desdichada Clarisa? Llorarás, sí, naturalmente, pero deberás guardarte tus lágrimas. ¿En qué sociedad bien constituída se ha visto que la modista del pueblo se cubra de crespones y camine lanzando gemidos tras el cortejo fúnebre del Coronel del Regimiento?
–Las tarjetas de pésame, las frases de condilencias, las alabanzas por el sublime valor, los adjetivos ensalzando a la compañera fiel, etc.., etc.., le pertenecerían exclusivamente a la viuda. Nadie sabrá que el Coronel te juraba amor eterno, y que su galoneada guerrera colgaba del respaldo de tu silla, en tu habitación, ni que sus calcetines quedaban tirados al lado de tus medias. Talvez lo sepa el capellán, porque, si el cielo le concede esa gracia, el Coronel podrá arrepentirse de haberte amado y logrará la absolución de sus faltas, pero el capellán habrá de guardar es ecreto de confesión, lo cual le impedirá consolarte.
***
Los demonios y las brujas siguen torturándome y, de repente, mi Coronel abre los ojos.
–¡Bah, parece que me quedé dormido! –exclama, desperezándose, y asombrado me interroga:
–¿Qué pasa, preciosa? ¿Estabas llorando?
Creo que si mi Coronel no se durmiera, mi existencia cambiaría; y que si la facultad de vislumbrar cosas secretas me ayudara a desentreñar la clave de su sueño, yo impediría que este arruine mi destino. Lo malo es que el don de la adivinación me ha sido concedido solo en beneficio de terceros, y no es el mío propio. Aunque no sé si mis consejos son verdaderamente útiles para quienes los ponen en práctica.
Anteayer volvió a visitarme doña Orfelinda, y se desplomó pálida en una butaca. El viento se filtraba por el agujero del vidrio roto e inflaba los visillos; la voz de la señora imitó aquel ritmo ululante:
–Hijita de mi alma, tendré que separarme de Onofre.
–¿Acaso…. confirmó que la engaña?
–Ojalá fuera solamente eso! Saltaría de alegría si hubiese comprobado que me engañaba así no más, con sencillez…. y que se comportaba igual que el resto de los hombres. Es normal que ellos tengan sus aventurillas a escondidas y ninguna mujer se va a escandalizar por esas nimiedades.
–¿Entonces?
–Clarisa, lo que acontece es espantoso, escalofriante. ¡Onofre es la encarnación de Satanás! ¡La Bestia Apocalíptica a la que se refieren las Escrituras!
–Señora Orfelinda, usted exagera.
–No, hija mía. ¿Quieres saber de quién es el amante de mi marido….? ¡De un fantasma!
–¿Qué?
–Lo que oye.
–Es imposible. Los fantasmas no se ven, no se tocan, son…. inmetariales, blanduchos.
–Este es de los más visibles. Y tangible. Envié al dependiente de la botica y le hice apostarse frente a la ventana de la cabañita. Ahí presenció la escena.
–¡Santo Dios!
-Temblando, el muchacho me informó de que había sorprendido a Onofre saliendo de la casa del doctor Valverde y una especie de sombra blanca lo seguía. Después lo vio abrazar a esa sombra, o sea al espíritu, y arrastrarlo hacia la cabaña, y allí…. ¡Oh, me horroriza imaginarlo!
–Prosiga por favor.
–El monstruo de mi marido desvistió al fantasma, o mejor dicho a la fantasma, porque se trataba de un espíritu femenino, y bastante agraciado, según el dependiente; claro es que yo desconfío del juiio de ese pobre chico ignorante.
–No puede haberla desvestido, señora Orfelinda. Los fantasmas no usan ropa.
–Bueno, le quitó el manto o la mortaja,…..y supongo que lo demás no necesito describírselo.
Doña Orfelinda se despidió y fue por la calle principal deteniendo a los vecinos, participándoles los macabros amores de don Onofre. Entró en la barbería, en la tienda de abarrotes, en la zapatería y en la oficina de correos, imponiendo a cuantos deseaban oirla, de la lamentable historia; llegó hasta las puertas de la iglesia, y rodeada por las Hijas de María, estuvo gritando su drama a los cuatro vientos. El pueblo entero comenta ya el espeluznante caso, y no hay dama respetable que salude a don Onofre, quien agazapado tras el mostrador de la botica, advierte los gestos de despecio de las señoras, y ciertas risitas sardónicas en la boca de los caballeros.
Entre tanto, yo me asomo al balcón y escucho las voces de mando de mi Coronel; desde el patio del cuartel vienen a mi encuentro, rebotando por las aceras empedradas, bajo los tilos que la brisa despeina. ¿Qué irá a ser de mí, el día en que esas voces sonoras se acallen? La enfermedad y la muerte no son las únicas amenazas que me acongojan. Puede suceder que, cuando menos lo piense, destinen al Coronel a otra guarnición, y no lo vea más. Y tendré que quedarme aquí, cortando el molde de una manga, mirando el rostro impávido del maniquí de yeso, dando puntadas en las telas que no me pertenecen; con la luz de la tarde descendiendo por las paredes vacías de la salita, removiendo partículas de polvo en las tablas del piso donde ya no resonarán los pasos del Coronel. Afuera, el sol dorará la cruz de la iglesia y la campana emitirá sus tañidos, indiferente; adentro, principiará a oscurecer, y el silencio rodará por el pasillo hacia el dormitorio, buscando el lecho. Y será inútil que yo coloque un tango en el gramáfono, que me ponga a dar vueltas por la habitación, o que saque la lengua delante del espejo y me ría de las muecas de esa tonta que se dibuja allí. Ahora las voces de mando se elevan, suben es espiral, persiguen a los pájaros que emigran formando escuadrillas y bandadas, punzan las nubes que cierran el horizonte; el otoño galopa por las arboledas, junto al río.
–¡Atención….! ¡Firme! ¡De frente………maaaarchen!
Si pudiese retener siempre estas roncas vibraciones en mi oído, percibirlas eternamente rasgando el aire, no experimentaría tanto miedo.
Hoy, a eso de las cinco de la tarde, apareció la esposa del capitán de carabineros, a contarme que doña Orfelinda está furiosa conmigo. Se esclareció el misterio de los amoríos de don Onofre: acaba de fugarse con Magaly, una de las tres hijas del gobernador.
–No existía tal fantasma –me dijo la mujer del capitán–. La pícara Magaly, en connivencia con sus hermanas, se disfrazaba con una sábana para que los asistentes a las sesiones de espiritismo creyeran que era la materialización del espíritu de Ana Bolena –y añadió encogiéndose de hombros–. ¡Vaya una a saber quién era la tal Ana Bolena! Y fíjese, Clarisa, que cuentan que el farsante de Onofre pretendía ser el medium, y, con el fin de que el fantasma no quedara penándoles en la casa, fingía llevárselo para el estero. ¡Qué estero ni que cuentos de hadas, pues Clarisita! Los dos iban a encerrarse en la cabaña, noche a noche, y así habrían continuado, riéndose de los peces de colores, si la pobrecita de la Orfelinda no hubiera recibido aquel anónimo y armando el tremendo lío. Fue una tontería muy grande la que cometió la Orfelinda, porque si se queda callada, Onofre seguiría acostándose con su fantasma y conservando su hogar; pero se les terminó el espiritismo, y a este paso también va tener que cerrar la botica, pero prefirió largarse con la chiquilla a vivir su vida.
Lo peor es que nada podría hacer el gobernador puesto que la Magaly es mayor de edad, y a la Orfelinda ni los santos le devolverán a su marido.
–¿Y por qué se ha enojado conmigo?
–¡Ay, Clarisa, trate de comprenderla! Dice que usted que es tan adivina debería haberle avisado que el fantasma era la Magaly, porque….. de sospecharlo, otro gallo cantaría.
Mi clarividencia ha fallado, y en vano intentaré descifrar las causas del invencible sueño de mi Coronel. Si, para mi pesar, él me abandona, ya sea por culpa de las fiebres ondulantes, de las botas empapadas, del cambio de guarnición, o porque una compañía de teatro pasa por el pueblo, lloraré mi soledad irremediable, sin pasado, sin futuro, sin hijos, sin evocaciones. Y envejeceré cerca del gramáfono apagado, hilvanando vestidos ajenos, dialogando con el impasible maniquí; oyendo las voces de mando de desconocidos militares en el patio del cuartel, respirando la atmósfera congelada de otros otoños y otros inviernos, enterándome de los nuevos amoríos de las generaciones nuevas; contemplando atardeceres en el campanario, aleteos de insectos en torno a mi lámpara, el florecer de los ciruelos y el resecarse de las higueras, el ágil vuelo de las semillas de cardos. Las cortinas tejidas a bolillo, obra de arte de la tía Eudosia, se destiñirán caldeadas por el sol, mordidas por el polvo del camino, humedecidas por la lluvia que salta a través del vidrio roto. Solamente en mi cama, escoltada por los cuatro pilares de bronce, ya opacos, recordaré aquellos atardeceres de mis treinta años, y la guerrera de él, con los galones relumbrando en la semipenumbra. Repetiré entonces, monótonamente, con el tono en quse se tararea una añeja melodía inolvidable:
–El Coronel se dormía, se dormía; se dormía cada vez que hacíamos el amor.
* Primer Premio Concurso de Cuentos CRAV (1963)
CRAV (Compañía Refinería Azucar Viña del Mar). Empresa estatal que al comienzo de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1974) fue privatizada y entregada a capitales nacionales y extranjeros.

miércoles, 24 de febrero de 2016

Gracias, vientre leal [Cuento. Texto completo.] Mario Benedetti

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/benedett/gracias_vientre_leal.htm

Mario Benedetti

Uruguay:
1920-2009

Gracias, vientre leal

[Cuento. Texto completo.]

Mario Benedetti


"A nadie", le había dicho el Colorado, "a nadie, ni siquiera a tu mujer. ¿Estamos?" Y él había contestado: "Estamos". "Ni el menor indicio, ¿eh? Bastante caro hemos pagado ya esos y otros liberalismos. Y la acción de mañana es particularmente riesgosa. Aun extremando las medidas de seguridad, vos y Alfredo van a correr mucho peligro. Eso lo sabés, ¿verdad?" "Está bien, está bien", había dicho él. El Colorado había resoplado antes de concretar: "Bueno, a las siete te recogerá Alfredo en Durazno y Convención".
Ahora Marta le servía lo que ella denominaba "costillitas de cerdo a la riojana, versión libre". Siempre, para bromear, le ponía un papelito sobre el plato con el menú del día. Ñoquis a la romana. Escalope a la viena. Crême parmentière. Y así por el estilo. Esto de "a la riojana" le había quedado de cierta vez que fueron a Buenos Aires y a él le había gustado aquella combinación. Era la época en que todavía podían ir de compras cada tres meses, y de paso veían cine, teatro, exposiciones. A ellos, que en Montevideo vivían rodeados de padres, suegros, tíos, primos, sobrinos, aquellas escapadas les servían como una puesta al día de su mejor intimidad. Se sentían más unidos, más pareja, caminando del brazo por Corrientes que en su propia casa donde había ojos en todos los rincones y en todos los retratos. Pero hacía tiempo que esas "lunas de miel" se habían acabado. Ahora había que hacer milagros con la plata.
-¿Te llamó tu madre? -preguntó Marta.
-Sí. Veinte minutos. De un tirón.
-¿Qué quería?
-Lo de siempre: compasión. Pobre vieja. Cómo se mira el ombligo. El mundo puede venirse abajo, pero para ella no hay nada más importante que el almacenero que le cobró de más y le pesó de menos.
-¿Sabés lo que pasa? Es bravo llegar a los setenta, y estar sola, y no haber hecho otra cosa que pensar en sí misma. Además, a esa edad, ¿vas a pretender cambiarla?
-Ni se me ocurre. Apenas si alguna vez le digo: "Vieja, ¿por qué no lees los diarios? Así a lo mejor te enteras de que la gente muere de hambre en el Nordeste brasileño, de los niños que en Vietnam son quemados diariamente con napalm, y también de los botijas que aquí en tu país, no han probado jamás leche. Enterate de todo eso y vas a ver cómo mañana vas corriendo a darle un besito al almacenero que, con toda humildad, apenas si te afanó treinta pesos".
Cuando iba por la mitad de la última frase, se fijó de pronto en lo linda que estaba Marta esta noche. No venía nadie, y sin embargo se había puesto el vestidito azul. O sea que era para él, nada más que por él. Simultáneamente con la comprobación de lo bien que le quedaba el vestido, le vinieron unas tremendas ganas de quitárselo. Pero se contuvo.
-Que linda estás hoy.
-¿Hoy nomás?
Ese juego de frases era casi una tradición entre ellos. Tenían varias series de esos dialoguitos automáticos. A veces funcionaban bien y provocaban otros dialoguitos, esto sí improvisados. Otras veces, en cambio, sonaban a rutina. Dependía de tantas cosas: del estado de ánimo de uno, o de los dos; de la buena o mala digestión; de la noticia desalentadora en la radio; hasta de la niebla, la lluvia o el sol, que podía registrase en la ventana del living.
-Vos en cambio estás feo.
-El hombre es como el oso, ¿no?
-Sí, cuanto más feo más espantoso.
En realidad, la variante era de él, pero ella se había reído mucho cuando él la había incorporado al folklore doméstico.
-¿Te pido algo? No limpies la cocina esta noche. Dejala para mañana.
-¿Vos me ayudás mañana?
Él vaciló, y ella se dio cuenta.
-Ah, no me ayudás.
-Mira, no voy a ayudarte mañana, porque tengo que salir temprano. Pero igual te pido que no limpies la cocina esta noche.
-Bueno, el argumento no es muy convincente.
-¿Y la mirada?
-La mirada sí.
-¿Entonces no limpiás?
-Entonces no limpio.
Todo estaba implícito. Ocho años de matrimonio, ocho buenos años de matrimonio, crean rutinas, claro, pero también crean entrelíneas, claves, contraseñas. "No tenemos que dejar que nos aplaste la costumbre", decía él a menudo. "Siempre hay que crear, siempre hay que inventar." "¿Y yo te empujo mucho a la costumbre?", preguntaba Marta. "No, en absoluto. Porque no alcanza con que invente un solo integrante de la pareja; no alcanza con que se renueve uno solo. Algunas noches vos me hacés una caricia nueva, una caricia inédita, y fíjate qué curioso, esa caricia nueva también sirve para revitalizar las viejas caricias, como si las contagiara de su novedad."
-Vení. Quiero quitarte yo el vestido.
-¿Qué pasa, amor?
-Nada. Sólo que quiero quitarte yo el vestido. Ya que es tan lindo.
Marta se enfrentó a él, alegre y sorprendida, como dispuesta a iniciar un juego del que aún no había captado totalmente el sentido.
-Quite, pues.
Él descorrió lentamente los cierres, desabotonó lo que había que desabotonar, y luego presionó hacia abajo. El vestido azul quedó arrollado a los pies de Marta. Ella iba a recogerlo, pero él dijo: "Después" "Se va a arrugar." "No importa." La hizo girar frente a sí, le desprendió el sostén.
-Realmente estás mucho más linda que cuando nos casamos.
-Pero, ¡qué pasa, amor?
-Eso es lo que quería confirmar. Ya lo he confirmado. Ahora vení.
-¿No se piensa desvestir, compañero?
-¿Lo crees necesario?
-Absolutamente.
"A nadie", había dicho el Colorado, "ni siquiera a tu mujer". Quizá por eso, él sentía oscuramente que en ese acto de amor iba a haber una trampa. Pero estaba resuelto a trampear. Estaba resuelto, aun en el instante de empezar a recorrer morosamente el cuerpo de Marta. Sus manos estaban esa noche como nuevas. Su tacto tenía hoy una increíble sensibilidad, todo lo captaba, todo lo excitaba, todo lo enamoraba. Le pareció incluso que sus manos se habían vuelto repentinamente memoriosas, ya que al acariciar un pecho, o un trozo de cintura, o un muslo, recobraba con sorpresa sensaciones muy anteriores, es decir, volvía a sentir (junto con el tacto nuevo) un recuperado tacto antiguo.
Marta advirtió que ésta era una noche excepcional. No sabía la razón. Pero dejó para averiguarlo luego. No era ésta una noche para estar pasiva, dejándose amar y punto. Era una noche para amar ella también activamente, entre otras cosas, porque se sentía invadida por un deseo tierno, fuera de serie. Él le susurraba: "Linda, tierna, buena", y ella sentía que efectivamente lo era, en ese instante al menos. Por su parte, ella no decía nada. Le gustaba que él le dijera cosas, pero ella callaba. Sólo sus ojos y sus manos hablaban. Y eso bastaba. Mientras los ojos y las manos de Marta hablaran, a él no le importaba que no hubieran palabras. Las palabras la ponía él. Siempre había alguna nueva, y la palabra nueva era como una nueva caricia, y también enriquecía las palabras de siempre.
Sólo en un instante, cuando él sintió que se conmovía casi hasta el llanto, ella abrió desmesuradamente los ojos, suspendió todo ritmo y murmuró en su oído: "¿Qué hay?" Él balbuceó promesas, pidió perdones, juró amor, pero todo en un lenguaje cifrado que ella no alcanzó a comprender. Allí el deseo reclamó sus derechos, y también esa duda quedó para después.
Quedaron fatigados, satisfechos, unidos. Él pasó el brazo bajo el cuello de Marta, y permanecieron en silencio, los dos fumando.
-Hacía mucho que... -empezó él.
-¿Verdad que sí? ¿Por qué será? Después de todo somos los mismos hoy que la semana pasada.
-Quién sabe.
-Estoy contenta, ¿sabés?
-¿De qué? ¿De que el país ande como el diablo?
-No. Estoy contenta porque nosotros andamos bien. Lo del país me amarga, claro. Pero te confieso que todavía no soy lo suficientemente generosa como para anteponer el destino del país al destino nuestro.
-¿No te parece que el destino del país nos incluye a nosotros?
-Sí, claro.
-¿Y entonces?
-Ya te dije que no soy lo suficientemente generosa.
-No es cierto.
-Bueno, a veces soy generosa casi por egoísmo. Con vos, por ejemplo. ¿Cómo no ser generosa con vos? Pero eso también es egoísmo.
-Todo mezclado, como dice Guillén.
-Pero estoy contenta. ¿Y vos?
-También.
-Estoy contenta porque intuyo que todo lo nuestro va a ir cada día mejor. Y a corto plazo.
-Ojalá Dios mejore de su sordera.
-¿Y eso?
-Es mi modo de decir que Dios te oiga.
Ella sonrió por entre el humo.
-Decime: ¿pensás seguir militando?
-Sí.
-¿Lo crees realmente necesario?
-Sí, Marta, lo creo. Sobre todo para mí, para nosotros.
-A veces tengo miedo. Todo se está complicando tanto. No sé si vale la pena el sacrificio.
-Siempre vale la pena.
-Ese miedo es la única nube a la vista. Ya han caído tantos. ¿Puedo pedirte algo?
-Claro.
-No asumas riesgos mayores.
-No hay riesgos mayores y riesgos menores. Hay riesgos. Punto. Y a ésos no pienso sacarles el cuerpo.
-Vos bien sabés a qué me refiero. No podría soportar que te pasara algo.
-No me va a pasar nada.
-Ya sé. Ya sé. Pero...
-¿Vos me querrías si supieras que le escapo a los riesgos, que me acobardo y flaqueo?
-No sé. No creas que es tan simple. A lo mejor mi cabeza te haría reproches, pero creo que mi vientre te querría igual. ¿Sabés una cosa? Mi cabeza puede atenerse a principios, y hasta asumir compromisos. Pero para mi vientre vos sos mi único compromiso. Lo que pasa es que es un vientre leal, ¿no crees?
Él siguió fumando en silencio, conmovido. Ella esperó la respuesta, luego insistió.
-¿Qué? ¿No lo crees?
-Sí, lo creo.
Y la volvió a abrazar. Esta vez sin otra intención de saberla cerca, y sentir de paso la lealtad de aquel vientre.
Se durmieron de a poco, despertándose o semidespertándose sólo para sentirse confortados con la piel del otro, como si el simple tacto los pusiera a salvo de toda desgracia.
Él se despejó por completo diez minutos antes de que sonara el despertador. Durante la noche Marta se había apartado y ahora dormía boca abajo, sin sábana: realmente una gloria. No la tocó siquiera. Se levantó en silencio, fue al baño, se vistió de apuro. La miró una vez más. En un papel garabateó una frase: "Gracias, vientre leal", y lo dejó sobre la cama en desorden.
Salió a la calle y miró el reloj: tenía tiempo justo para encontrarse con Alfredo en Convención y Durazno.
FIN
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domingo, 21 de febrero de 2016

Microrrelato de Miguel Bravo Vadillo: Del cumplimiento de las profecías



http://narrativabreve.com/2016/02/microrrelato-miguel-bravo-vadillo-profecias.html?utm_source=Newsletter+de+Narrativa+Breve&utm_campaign=907c581d6c-Campa%C3%B1a+de+RSS&utm_medium=email&utm_term=0_eae174c202-907c581d6c-172078117

El Gran Dictador, Chaplin, microrrelato

El Gran Dictador, Chaplin, microrrelato
Fotograma de “El gran dictador”, de Charles Chaplin

Microrrelato de Miguel Bravo Vadillo: Del cumplimiento de las profecías
Wang Chu, el célebre profeta chino que vivió en el siglo III antes de Nietzsche, predijo que en un tiempo futuro un ejército que combatiría bajo el emblema de la doble cruz haría la guerra a toda Europa, ocupando muchos países y exterminando millones de vidas humanas.
Adenoid Hinkel leyó la profecía siendo muy joven y, profundamente resentido porque no pudo ingresar en la Academia de Bellas Artes y vivir como un artista, se dijo a sí mismo: “Este será mi emblema, y yo guiaré ese ejército”. A tal empeño dedicó el resto de su vida, y fue tal su obstinación que acabó dando cumplimiento a la profecía, incrementando así ello la fama del profeta.

sábado, 20 de febrero de 2016

Horacio Quiroga "EL ALMOHADON DE PLUMAS"

" A LA URUGUAYA"
Horacio Quiroga
"EL ALMOHADON DE PLUMAS"
Su luna de miel fué un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. El, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses--se habían casado en abril--vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía en seguida.
La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso--frisos, columnas y estatuas de
mármol--producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluído por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en
su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fué ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma detención, ordenándole calma y descanso absolutos.
--No sé--le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía
baja.--Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme en seguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio.
Pasábanse horas sin oir el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
--¡Jordán! ¡Jordán!--clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dió un alarido de horror.
--¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y
después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte.
La observaron largo rato en silencio y pasaron al comedor.
--Pst...--se encogió de hombros desalentado su médico.--Es un caso serio... poco hay que hacer...
--¡Sólo eso me faltaba!--resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fué extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas olas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza.
No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el
almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió, luego, el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin.
La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
--Señor--llamó a Jordán en voz baja.--En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchas de sangre.
--Parecen picaduras--murmuró la sirvienta después de un rato de
inmóvil observación.
--Levántelo a la luz--le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero en seguida lo dejó caer, y se quedó
mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
--¿Qué hay?--murmuró con la voz ronca.
--Pesa mucho--articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo.
Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dió un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: ...sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca--su trompa, mejor dicho--a las sientes de aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible.
La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fué vertiginosa.
En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

viernes, 19 de febrero de 2016

Cuento de Antón Chéjov: El talento

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Cuento, Antón Chéjov, La tristeza
Cuento, Antón Chéjov, La tristeza
Antón Chejov.







Cuento de Antón Chéjov: El talento

El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.
Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!
Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.
La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.
La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.
Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.
Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:
-No puedo casarme.
–¿Pero por qué? -suspira ella.
-Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.
-¿Y no lo sería usted conmigo?
-No me refiero precisamente a este caso… Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.
-¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo… ¡Ah, mi situación es terrible!… Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado… Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto… ¡Menudos escándalos me armará!
-¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?
Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.
-¡Yo debía irme al extranjero! -dice.
Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo…
-¡Naturalmente! -contesta Katia-. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.
-¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? -grita, indignado, el pintor-. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?
En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.
-¡Puerca! -le grita a Katia la viuda del oficial- ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!
El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.
Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Se halla en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras… El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.
-¡Ese maldito samovar! -vocifera la viuda-. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!
Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.
-Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.
Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el oscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y lo llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.
-¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama-. ¿Cómo te va, muchacho?
Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas…
-Habrás pintado cuadros muy interesantes -dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.
-Sí, he pintado algo… ¿y tú?
Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.
-Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio… Esto lo he hecho en tres sesiones.
En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.
Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.
-Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire… El horizonte está bien… Pero ese jardín…, ese matorral de la izquierda… son de un colorido un poco agrio.
No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.
Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.
-¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! -dice-. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.
Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso entusiasmo. Se les creería, oyéndolos, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas los sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.
A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.
Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando…
-¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el pintor- ¿En qué piensas?
-¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de usted! -susurra ella-. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.
Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Transición [Cuento. Texto completo.] Algernon Blackwood

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/blackwood/transicion.htm


Algernon Blackwood

Inglaterra: 

Transición

[Cuento. Texto completo.]

Algernon Blackwood


John Mudbury regresaba de sus compras con los brazos llenos de regalos navideños. Eran las siete pasadas y las calles estaban atestadas de gente. Era un hombre corriente, vivía en un piso corriente de las afueras, con una mujer corriente y unos hijos corrientes. Él no los consideraba corrientes, aunque sí los demás. Traía un regalo corriente a cada uno: una agenda barata para su mujer, una pistola de aire comprimido para el chico y así sucesivamente. Tenía más de cincuenta años, era calvo, oficinista, honesto de hábitos y manera de pensar, de opiniones inseguras, ideas políticas inseguras e ideas religiosas inseguras. Sin embargo, se tenía a sí mismo por un caballero firme y decidido, sin percatarse de que la prensa matinal determinaba sus opiniones del día. Y vivía... al día. Físicamente estaba bastante sano, salvo el corazón, que lo tenía débil (cosa que nunca le preocupó); y pasaba las vacaciones de verano jugando mal al golf, mientras sus hijos se bañaban y su mujer leía a Garvice tumbada en la arena. Como la mayoría de los hombres, soñaba, ociosamente con el pasado, se le escapaba embarulladamente el presente, e intuía vagamente -tras alguna que otra lectura imaginativa- el futuro.
-Me gustaría sobreexistir -decía- si la otra vida fuera mejor que ésta -mirando a su mujer y sus hijos, y pensando en el trabajo diario-. ¡Si no...! -y se encogía de hombros como hace todo hombre valeroso.
Acudía a la iglesia con regularidad. Pero nada en la iglesia lo convencía de que iba a subsistir en la otra vida, ni le inclinaba a esperar tal cosa. Por otra parte, nada en la vida lo convencía de que no fuera o no pudiera ser así. «Soy evolucionista», le encantaba decir a sus pensativos amigotes (delante de una copa), ignorando que se hubiera puesto en duda jamás el darwinismo.
Así, pues, volvía a casa contento y feliz, con su montón de regalos navideños «para la mujer y los chicos», y recreándose con la idea de la alegría y animación de su familia. La noche anterior había llevado a «su señora» a ver Magia en un selecto teatro de Londres frecuentado por intelectuales... y se había entusiasmado lo indecible. Había ido indeciso, aunque esperando algo fuera de lo corriente. «No es un espectáculo musical -advirtió a su mujer-; ni tampoco una comedia o una farsa, en realidad», y en respuesta a la pregunta de ella sobre qué decían las críticas, se encogió, suspiró y enderezó cuatro veces su chillona corbata en rápida sucesión. Porque no podía esperarse que un «hombre de la calle» con una pizca de dignidad entendiese lo que decían los críticos, aunque entendiese la Obra. Y John había contestado con toda sinceridad: «Bueno, dicen cosas. Pero el teatro está siempre lleno... y eso es lo que cuenta».
Y ahora, al cruzar Piccadilly Circus entre el gentío para coger el autobús, quiso el azar que (al ver un anuncio) le absorbiese el cerebro dicha Obra particular, o más bien el efecto que le causara en su momento. Porque le había cautivado lo indecible: con las maravillosas posibilidades que insinuaba, su tremenda osadía, su belleza alerta y espiritual... El pensamiento de John se lanzó en pos de algo: en pos de esa sugerencia curiosa de un universo más grande, en pos de la sugerencia cuasi divertida de que el hombre no es el único... Y aquí chocó con una frase que la memoria le puso delante de las narices: «La ciencia no agota el Universo», ¡al tiempo chocaba con otra clase de fuerza destructora...!
No supo exactamente cómo ocurrió. Vio un Monstruo feroz que lo miraba con ojos de fuego. ¡Era horrible! Se abalanzó sobre él. Lo esquivó... y otro Monstruo salió de una esquina a su encuentro. Corrieron los dos a un tiempo hacia él. Se hizo a un lado otra vez, con un salto que podía haber salvado fácilmente una valla, pero fue demasiado tarde. Le cogieron entre los dos sin piedad, y el corazón se le subió literalmente a la boca. Le crujieron los huesos... Tuvo una sensación dulce, un frío intenso y un calor como de fuego. Oyó un rugir de bocinas y voces. Vio arietes; y un testudo de hierro... Luego surgió una luz cegadora... «¡Siempre de cara al tráfico!», recordó con un grito frenético; y merced a una suerte extraordinaria, ganó milagrosamente la acera opuesta.
No había duda al respecto. Se había librado por los pelos de una muerte desagradable. Primero, comprobó a tientas los regalos: los tenía todos. Luego, en vez de alegrarse y tomar aliento, emprendió apresuradamente el regreso -¡a pie, lo que probaba que se le había descontrolado un poco la cabeza!-, pensando sólo en lo desilusionados que se habrían quedado su mujer y sus hijos si... bueno, si hubiese ocurrido algo. Otra cosa de la que se dio cuenta, extrañamente, fue de que ya no amaba a su mujer en realidad, y que sólo sentía por ella un gran afecto. Sabe Dios por qué se le ocurrió tal cosa; el caso es que lo pensó. Era un hombre honesto, sin fingimientos. La idea le vino como un descubrimiento. Se volvió un instante, vio la multitud arremolinada alrededor del barullo de taxis, cascos de policías centelleando con las luces de los escaparates... y avivó el paso otra vez, con la cabeza llena de pensamientos alegres sobre los regalos que iba a repartir... los niños acudiendo a la carrera... y su mujer -¡un alma bendita!- contemplando embobada los paquetes misteriosos...
Y, aunque no lograba explicarse cómo, al poco rato estaba ante la puerta del edificio carcelario donde tenía su piso, lo que significaba que había hecho a pie las tres millas. Iba tan ocupado y absorto en sus pensamientos que no se había dado cuenta de la larga caminata. «Además -reflexionó, pensando cómo se había salvado por los pelos-, ha sido un susto tremendo. Una mald... experiencia, a decir verdad.» Todavía se notaba algo aturdido y tembloroso. A la vez, no obstante, se sentía contento y eufórico.
Contó los regalos... saboreó con antelación la alegría que iban a producir... y abrió rápidamente con la llave. «Llego tarde -comprendió-; pero cuando ella vea los paquetes de papel marrón, se le olvidará decir nada. Dios bendiga a esa alma fiel.» Hizo girar suavemente la llave una segunda vez y entró de puntillas en el piso... Tenía el espíritu henchido del sentimiento dominante de esta tarde: la felicidad que los regalos navideños iban a proporcionar a su mujer y sus hijos.
Oyó ruido. Colgó el sombrero y el abrigo en el diminuto vestíbulo (nunca lo llamaban «recibimiento»), y se dirigió sigilosamente a la puerta del salón con los paquetes escondidos detrás. Sólo pensaba en ellos, no en sí mismo... O sea, en su familia, no en los paquetes. Abrió la puerta a medias y se asomó discretamente. Para estupefacción suya, la habitación estaba llena de gente. Retrocedió con rapidez, preguntándose qué podía significar. ¿Una fiesta? ¿Sin saberlo él? ¡Qué raro...! Experimentó un profundo desencanto. Pero al retroceder, se dio cuenta de que en el vestíbulo había gente también.
Estaba enormemente sorprendido; aunque, por otra parte, no lo estaba en absoluto. Lo estaban felicitando. Había una verdadera muchedumbre. Además, los conocía a todos; al menos, sus caras le sonaban más o menos. Y todos lo conocían a él.
-¿No es gracioso? -rió alguien, dándole una palmadita en la espalda-. ¡Ellos no tienen ni la menor idea...!
El que hablaba -el viejo John Palmer, el contable de la oficina, recalcó la palabra «ellos».
-Ni la menor idea -contestó él con una sonrisa, diciendo algo que no entendía, aunque sabía que era cierto.
Su rostro, al parecer, reflejaba la absoluta perplejidad que sentía. El impacto del golpe recibido había sido mayor de lo que él había creído, evidentemente... Su cabeza desvariaba... ¡al parecer! Pero lo raro era que jamás en la vida se había sentido tan despejado. Había mil cosas que de repente se le habían vuelto de lo más sencillas. Pero cómo se apretujaba esta gente, y con cuánta... ¡familiaridad!
-Mis paquetes -dijo, abriéndose paso a empujones, alegremente, entre la multitud-. Son regalos de Navidad que les he comprado -señaló con la cabeza hacia la habitación-. He estado ahorrando durante semanas, sin fumar un cigarro ni acercarme a un billar, y privándome de otras cosas, para comprarlos.
-¡Buen muchacho! -dijo Palmer con una risotada-. El corazón es lo que cuenta.
Mudbury lo miró. Palmer había dicho una verdad como un templo; aunque, probablemente, la gente no lo entendería ni le creería.
-¿Eh? -preguntó, sintiéndose torpe y estúpido, confundido entre dos significados, uno de los cuales era bonito y el otro indeciblemente idiota.
-Por favor, señor Mudbury, pase. Lo están esperando -dijo amable y pomposamente una voz. Y al volverse, se encontró con los ojos benévolos y estúpidos de sir James Epiphany, el director del banco donde trabajaba.
El efecto de la voz fue instantáneo debido al prolongado hábito.
-Desde luego -sonrió de corazón, y avanzó como movido por una costumbre inveterada. ¡Ah, qué feliz y contento se sentía! Su afecto por su mujer era real. El amor, desde luego, se había desvanecido; pero la necesitaba... y ella le necesitaba a él. Y a sus hijos -Milly, Bill y Jean- los quería profundamente. ¡Valía la pena vivir!
En la habitación había bastante gente... pero reinaba un asombroso silencio. John Mudbury miró en torno suyo. Dio unos pasos hacia su mujer, que estaba sentada en la butaca del rincón con Milly sobre sus rodillas. Algunos hablaban y andaban de un lado para otro. El número de personas aumentaba por momentos. Se colocó frente a ellas: frente a Milly y su mujer. Y les dirigió la palabra, tendiéndoles los paquetes. «Es Nochebuena -susurró tímidamente-; y les he... les he traído algo... a cada una. ¡Miren!» Les puso los paquetes delante.
-Por supuesto, por supuesto -dijo una voz detrás él-; pero aunque se pasase usted un siglo entero presentándoselos, daría igual: ¡no los verán jamás!
-Creo... -susurró Milly, mirando a su alrededor.
-¿Qué es lo que crees? -preguntó vivamente su madre-. Siempre estás pensando cosas extrañas.
-Creo -prosiguió la niña, ensoñadora- que Papá ya está aquí -calló; luego añadió con la insoportable convicción de los niños-: estoy segura. Siento su presencia.
Sonó una carcajada extraordinaria. Era sir James Epiphany el que reía. Los demás -toda la multitud- volvieron la cabeza y sonrieron también. Pero la madre, apartando de sí a la criatura, se levantó súbitamente con un gesto violento. Se le había vuelto blanca la cara. Extendió los brazos... al aire que tenía ante ella. Aspiró con dificultad, se estremeció. Había angustia en sus ojos.
-¡Miren! -repitió John-. Les he traído los regalos.
Pero su voz, por lo visto, no produjo el menor sonido. Y con una punzada de frío dolor, recordó que Palmer y sir James habían muerto hacía años.
-Es magia -exclamó-. Pero... yo te quiero, Jinny; te quiero... y... y siempre te he sido fiel; fiel como el acero. Nos necesitarnos el uno al otro... ¿acaso no te das cuenta? Seguiremos juntos, tú y yo, por los siglos de los siglos...
-Piense -lo interrumpió una voz exquisitamente tierna-; ¡no grite! Ellos no pueden oírlo... ahora -y al volverse, John Mudbury se encontró con los ojos de Everard Minturn, su presidente del año anterior. Minturn se había ahogado en el hundimiento del Titanic.
Entonces se le cayeron los paquetes. El corazón le dio un enorme brinco de alegría.
Vio que su cara -la de su mujer- miraba a través de él.
Pero la niña lo miraba directamente a los ojos. Lo veía.
Lo que su conciencia registró a continuación fue el tintinear de algo... lejos, muy lejos. Sonaba a millas debajo de él... dentro de él... era él mismo quien sonaba -absolutamente desconcertado- como una campanilla. Era una campanilla.
Milly se inclinó y recogió los paquetes. Su cara irradiaba felicidad y alegría...
Pero a continuación entró un hombre, un hombre de cara solemne y ridícula, con un lápiz y un cuaderno. Llevaba un casco azul marino. Detrás de él venía una fila de hombres. Traían algo... algo..., Mudbury no podía ver con claridad qué era. Pero cuando se abrió paso entre la alegre muchedumbre para mirar, distinguió vagamente dos ojos, una nariz, una barbilla, una mancha de color rojo oscuro y un par de manos cruzadas sobre un abrigo. Una figura de mujer cayó entonces sobre ellas, y oyó a sus hijos sollozar extrañamente... luego otros sonidos... como de voces familiares riendo... riendo de alegría.
-Dentro de poco se reunirán con nosotros. El tiempo es como un relámpago.
Y, al volverse rebosante de dicha, vio que era sir James quien había hablado, al tiempo que cogía a Palmer del brazo, como en un gesto natural, aunque inesperado, de afectuosa y amable amistad.
-Vamos -dijo Palmer sonriendo, como el que acepta un don en la comunidad universal-, ayudémoslos. No lo comprenderán... Pero siempre podemos intentarlo.
La multitud entera, riente y gozosa, se elevó. Fue, por fin, un instante de vida auténtica y cordial. La paz y la alegría y el júbilo reinaban en todas partes.
Entonces comprendió John Mudbury la verdad: que estaba muerto.