La escritora María Elena Gertner (1927-2013) se fue a vivir los últimos años de su vida al pueblito costero de Isla Negra, el mismo donde Pablo Neruda se instaló en su época de mansedumbre y donde le sorprendió el Golpe de Estado de 1973 que terminó en la caída del Presidente Salvador Allende.
Allí, bajo el ruido de las olas, María Elena leía y traducía. Y también recordaba sus tiempos de actriz, una bella actriz que obnubiló a los más recios galanes del teatro y la televisión.
Había nacido en el puerto de Iquique, en el norte de Chile. Entre los cinco y nueve años fue una niña voraz en cuanto a lecturas. Por eso a los veintidós años ya tenía su primer libro de poemas, Homenaje al miedo. En esos mismos años viajó a París, donde conoció a Sartre, a Camus y a Simone de Beauvoir. En la ciudad de la Luz entra a los patios del existencialismo y se hace seguidora de Dostoievski y de Virgina Woolf. Así solo le quedaba escribir, y entonces de regreso a Chile produce una larga lista de novelas, entre las que sobresalen Islas en la ciudad, Después del desierto, Páramo salvaje, La derrota y La mujer de sal, entre muchas. En 1963 participa y gana el primer lugar del concurso literario CRAV. El cuento lo llamó “El invencible sueño del Coronel”, que es el ahora queremos compartir con ustedes. Clarisa, la protagonista de la historia, es la sombra de miles de mujeres que aman sin consuelo, con la resolución de la joven despechada que decide irse al convento.
Ernesto Bustos Garrido
Cuento de María Elena Gertner: El invencible sueño del coronel *
El coronel se duerme, se duerme; se duerme cada vez que hacemos el amor. Su negra cabeza resbala en esa cavidad entre mi hombro y mi cuello, y sus párpados se cierran pesados, indolentes, cubriendo de arruguitas los ojos ambarinos, ocultando, en ese sueño irresistible, una pequeña esperanza maltratada.
Mi profesión de modista me ha vuelto clarividente; tan cierto es lo que afirmo, que muchas señoras me mandan a confeccionar vestidos que no necesitan para disponer de algún pretexto, y poder averiguar qué intuyo acerca de sus maridos, de sus hijos, de sus amantes, o de sus criadas. La mujer del boticario, por ejemplo, vino la semana pasada a probarse una falda, y mientras insistía en que desaparecieran unos pliegues y en que le ajustara la pretina, indagó:
–Dígame usted, Clarisa… ¿será efectivo que mi esposo me engaña?
–¡Señora Orfelinda, por Dios! –suspiré, poniendo cara de odiota–. ¿Cómo voy a saber yo esas cosas?
–¡Hijita, no se me haga la tonta, que usted ve debajo del agua!
–Pero….¿en qué se basa, señora Orfelinda, para sospechar que le es infiel?
–¿En qué? Hace seis meses que Onofre no me toca, pese a que me he comprado un camisón rojo, con encajes. Además….. recibí un anónimo. ¡Mire, lea!
Escrutando los rincones para asegurarse de que nadie la espía, doña Orfelinda abre su bolso de cuero y me entrega un papel ajado. Con letra infantil, una mano desconocida ha escrito allí: Estimada Orfelinda, si quiere cerciorarse de los amoríos de su cónyuge, acuda a la quinta del doctor Valverde, cuando se celebran las sesiones de espiritismo, y observe por la ventana la cabaña que da al estero.
Todos los habitantes del pueblo están en antecedentes de que don Onofre, el boticario, y don Augusto, el gobernador, se reúnen en la Quinta de don Norberto Valverde, el médico, y que en compañía de la mujer de este último, de las tres hijas del gobernador y del capitán de Carabineros, se dedican a llamar a los espíritus; sin embargo, la pequeña cabaña, que antiguamente albergaba a los cuidadores de la propiedad, ha permanecido por más de un década clausurada, y es un hecho insólito que a alguien se le haya ocurrido atisbar por la ventana, más aún teniendo en cuenta que las sesiones de espiritismo se realizan a medianoche. Por otra parte, es comprensible que la pasión de don Onofre por doña Orfelinda disminuya al cabo de dieciocho años de matrimonio, y que la aparición de la señora, con su rolliza humanidad, liberada del corsé y envuelta en rojos encajes, no le resulte el más afrodisíaco de los manjares.
Tampoco conviene olvidar que, si el vínculo matrimonial ha convertido a Orfelinda en una obesa matrona que camina blandamente y representa cincuenta en vez de los cuarenta y dos que en realidad acaba de cumplir, don Onofre ha llegado al apogeo de los cuarenta y cinco, conservando su andar elástico, sus dientes albos y su renegrido bigote. Estas consideraciones inducen a pensar que la traición del marido, aunque no disculpable, sería más que posible.
–¿Y bien….? ¿Qué opina, Clarisa? –me apremia la agitada señora.
Sonrío:
–Si le interesa descubrir la verdad, haga lo que le proponen en el anónimo.
–¡Ah! Eso significa que usted está de acuerdo en que el muy canalla me es infiel.
–No…. yo no he dicho nada.
–Ni una palabra más. Iré; iré hoy mismo.
–Tenga cuidado al empinarse para alcanzar la ventana. Puede tropezarse y caer al estero…. –le recomiendo. Pero ella no escucha, se ha precipitado hacia la puerta y corre desalada, sin reparar siquiera en que lleva la falda apenas hilvanada alrededor de sus voluminosas cadetas.
***
Me atribuyen un sentido casi profético, y empiezan a darme fama de hechicera. No obstante, no consigo adivinar por qué mi Coronel se duerme en mis brazos cada tarde. Logicamente despierta pronto, y su ardor renace, pues él encara el amor igual que si se hallara en las trincheras, y no ataca una vez, sino muchas, con renovado brío. Sí, en este mullido campo de batalla, con iniciales bordadas sobre el blanco lienzo, con un almohadón de plumas supliendo el casco guerrero, en medio de las tibias frazadas hilada por la tía Eudosia, y los cuatro pilares de bronce reluciente, él recurre a sus tácticas más infalibles, hace despliegue de sus armas digno de las Fiestas Patrias, se desplaza de la retaguardia a la vanguardia, y es el vencedor, el héroe que, probablemente, ha ansiado ser en una quimérica guerra en la que ha tenido el honor de participar. Sin embargo, en el instante en que los clarines tocan a retirada, anunciamndo una breve tregua, mi Coronel se derrumba agredido por un sueño incontenible, un sueño que lo hiere más de lo podrían hacerlo esas balas, granadas o sables enemigos, que no han oasado rasguñar su piel. Y yo permanezco contempleando la obscuridad que es un mar sin olas en el que mi lecho se mece, semejante a un bajel con el velamen desplegado, sin horizonte y sin puerto en el cual recalar un día. Y oigo las campanas de la parroquia que dan el Angelus, al otro lado de la plaza, y evoco a las viejas que se santiguan y a las jovencitas que se pasean sonriéndole a los muchachos, y me digo a mí misma: “Clarisa, niña…. ¿ no estarás desperdiciando tu vida?” ¡Ay si mi Coronel supiera las dudas y los temores que me acometen mientras él duerme, se arrancaría las pestañas, ingeriría drogas, inventaría algún remedio audaz que lo mantuviera despierto. Porque todos mis pesares brotan como legión de demonios y brujas, cerca de esa respiración calmada, de esos labios húmedos levemente abiertos, del calor de la sangre y los huesos quietos de mi bello y durmiente Coronel. Brujas y demonios emergen de las cuatro esquinas de mi dormitorio y cuchichean:
–Clarisita, buenas tardes….
–Buenas noches, Clarisita. ¿Te sientes muy sola?
–¡Pobre Clarisa! El Coronel no es demasiado conversador. Y el amor no se ha hecho para conversar….no es así? Para charlar él dispone de mucha gente, de su mujer, su ordenanza, sus hijos que salieron mal en los exámenes, docenas de camaradas, el teniente que le sirve de ayudante, y el capellán. Sería un estúpido si viniera a encerrarse en tu cuarto para gastar el tiempo en palabras. Pero a ti te gustaría intercambiar ideas…. por supuesto, eres ingenua y romántica como el común de las modistas provincianas.
–Te gustaría ovillar recuerdos de un pasado común, y, sobre todo, hilar proyectos para un futuro dichoso.
–¡Qué ridícula eres, Clarisa! ¿No comprendes que entre el Coronel y tu no existe el pasado, ni menos el futuro?
–Junto a su mujer él rememora el feliz período del noviazgo, se enternce reviviendo la mañana en que el hijo mayor aprendió a dar pasitos, y el menor enfermó de escarlatina; hablar del provenir: del día que jubile con el grado de general y se retire a vivir en una playa lejana, a la sombra de un huerto, a reposar sentado en un escaño, a envejecer en paz, rodeado de nietos.
–Tú no figuras ni en el antes, ni en el más tarde; únicamente aquí, en este presente estrecho. No existe lugar para ti en las fechas que destaca el santoral, ni en las festividades privadas, aquellas que se celebran en familia, con champaña y tortas. Tampoco tienes cabida dentro de las situaciones dramáticas; los peligros, los dolores, y hasta la muerte del Coronel, te rechazan.
–Piensa: si estallara esa guerra que él tanto anhela, y que para su desgracia nunca nunca se aproximará a nuestras costas, tu Coronel partiría con una fotografía de su esposa y de sus hijitos en el bolsillo, reteniendo la última mirada de ella…., oye bien, de ella, y no tuya. Y cuando las tropas del invasor lo aprehendieran y lo sometieran a juicio militar y lo arrastrasen al paredón, la carta de despedida que dejaría, estaría también dirigida a ella.
–Afortunadamente, para ti, esa guerra es una niña coqueta que atrae al Coronel, y se le escapa, burlándose de sus ímpetus de soldado, Pero ello no te autoriza a descansar tranquila. El Coronel puede fallecer de una caída a caballo, de fiebres ondulantes durante una misión oficial en países tropicales, de un síncope cardíaco si continúa aumentando de peso, o de pulmonía, por ser demasiado vanidoso y creer que todavía tiene veinte años, y no cambiarse las botas empapadas por la lluvia. Y en esa triste circunstancia ¿qué harás desdichada Clarisa? Llorarás, sí, naturalmente, pero deberás guardarte tus lágrimas. ¿En qué sociedad bien constituída se ha visto que la modista del pueblo se cubra de crespones y camine lanzando gemidos tras el cortejo fúnebre del Coronel del Regimiento?
–Las tarjetas de pésame, las frases de condilencias, las alabanzas por el sublime valor, los adjetivos ensalzando a la compañera fiel, etc.., etc.., le pertenecerían exclusivamente a la viuda. Nadie sabrá que el Coronel te juraba amor eterno, y que su galoneada guerrera colgaba del respaldo de tu silla, en tu habitación, ni que sus calcetines quedaban tirados al lado de tus medias. Talvez lo sepa el capellán, porque, si el cielo le concede esa gracia, el Coronel podrá arrepentirse de haberte amado y logrará la absolución de sus faltas, pero el capellán habrá de guardar es ecreto de confesión, lo cual le impedirá consolarte.
***
Los demonios y las brujas siguen torturándome y, de repente, mi Coronel abre los ojos.
–¡Bah, parece que me quedé dormido! –exclama, desperezándose, y asombrado me interroga:
–¿Qué pasa, preciosa? ¿Estabas llorando?
Creo que si mi Coronel no se durmiera, mi existencia cambiaría; y que si la facultad de vislumbrar cosas secretas me ayudara a desentreñar la clave de su sueño, yo impediría que este arruine mi destino. Lo malo es que el don de la adivinación me ha sido concedido solo en beneficio de terceros, y no es el mío propio. Aunque no sé si mis consejos son verdaderamente útiles para quienes los ponen en práctica.
Anteayer volvió a visitarme doña Orfelinda, y se desplomó pálida en una butaca. El viento se filtraba por el agujero del vidrio roto e inflaba los visillos; la voz de la señora imitó aquel ritmo ululante:
–Hijita de mi alma, tendré que separarme de Onofre.
–¿Acaso…. confirmó que la engaña?
–Ojalá fuera solamente eso! Saltaría de alegría si hubiese comprobado que me engañaba así no más, con sencillez…. y que se comportaba igual que el resto de los hombres. Es normal que ellos tengan sus aventurillas a escondidas y ninguna mujer se va a escandalizar por esas nimiedades.
–¿Entonces?
–Clarisa, lo que acontece es espantoso, escalofriante. ¡Onofre es la encarnación de Satanás! ¡La Bestia Apocalíptica a la que se refieren las Escrituras!
–Señora Orfelinda, usted exagera.
–No, hija mía. ¿Quieres saber de quién es el amante de mi marido….? ¡De un fantasma!
–¿Qué?
–Lo que oye.
–Es imposible. Los fantasmas no se ven, no se tocan, son…. inmetariales, blanduchos.
–Este es de los más visibles. Y tangible. Envié al dependiente de la botica y le hice apostarse frente a la ventana de la cabañita. Ahí presenció la escena.
–¡Santo Dios!
-Temblando, el muchacho me informó de que había sorprendido a Onofre saliendo de la casa del doctor Valverde y una especie de sombra blanca lo seguía. Después lo vio abrazar a esa sombra, o sea al espíritu, y arrastrarlo hacia la cabaña, y allí…. ¡Oh, me horroriza imaginarlo!
–Prosiga por favor.
–El monstruo de mi marido desvistió al fantasma, o mejor dicho a la fantasma, porque se trataba de un espíritu femenino, y bastante agraciado, según el dependiente; claro es que yo desconfío del juiio de ese pobre chico ignorante.
–No puede haberla desvestido, señora Orfelinda. Los fantasmas no usan ropa.
–Bueno, le quitó el manto o la mortaja,…..y supongo que lo demás no necesito describírselo.
Doña Orfelinda se despidió y fue por la calle principal deteniendo a los vecinos, participándoles los macabros amores de don Onofre. Entró en la barbería, en la tienda de abarrotes, en la zapatería y en la oficina de correos, imponiendo a cuantos deseaban oirla, de la lamentable historia; llegó hasta las puertas de la iglesia, y rodeada por las Hijas de María, estuvo gritando su drama a los cuatro vientos. El pueblo entero comenta ya el espeluznante caso, y no hay dama respetable que salude a don Onofre, quien agazapado tras el mostrador de la botica, advierte los gestos de despecio de las señoras, y ciertas risitas sardónicas en la boca de los caballeros.
Entre tanto, yo me asomo al balcón y escucho las voces de mando de mi Coronel; desde el patio del cuartel vienen a mi encuentro, rebotando por las aceras empedradas, bajo los tilos que la brisa despeina. ¿Qué irá a ser de mí, el día en que esas voces sonoras se acallen? La enfermedad y la muerte no son las únicas amenazas que me acongojan. Puede suceder que, cuando menos lo piense, destinen al Coronel a otra guarnición, y no lo vea más. Y tendré que quedarme aquí, cortando el molde de una manga, mirando el rostro impávido del maniquí de yeso, dando puntadas en las telas que no me pertenecen; con la luz de la tarde descendiendo por las paredes vacías de la salita, removiendo partículas de polvo en las tablas del piso donde ya no resonarán los pasos del Coronel. Afuera, el sol dorará la cruz de la iglesia y la campana emitirá sus tañidos, indiferente; adentro, principiará a oscurecer, y el silencio rodará por el pasillo hacia el dormitorio, buscando el lecho. Y será inútil que yo coloque un tango en el gramáfono, que me ponga a dar vueltas por la habitación, o que saque la lengua delante del espejo y me ría de las muecas de esa tonta que se dibuja allí. Ahora las voces de mando se elevan, suben es espiral, persiguen a los pájaros que emigran formando escuadrillas y bandadas, punzan las nubes que cierran el horizonte; el otoño galopa por las arboledas, junto al río.
–¡Atención….! ¡Firme! ¡De frente………maaaarchen!
Si pudiese retener siempre estas roncas vibraciones en mi oído, percibirlas eternamente rasgando el aire, no experimentaría tanto miedo.
Hoy, a eso de las cinco de la tarde, apareció la esposa del capitán de carabineros, a contarme que doña Orfelinda está furiosa conmigo. Se esclareció el misterio de los amoríos de don Onofre: acaba de fugarse con Magaly, una de las tres hijas del gobernador.
–No existía tal fantasma –me dijo la mujer del capitán–. La pícara Magaly, en connivencia con sus hermanas, se disfrazaba con una sábana para que los asistentes a las sesiones de espiritismo creyeran que era la materialización del espíritu de Ana Bolena –y añadió encogiéndose de hombros–. ¡Vaya una a saber quién era la tal Ana Bolena! Y fíjese, Clarisa, que cuentan que el farsante de Onofre pretendía ser el medium, y, con el fin de que el fantasma no quedara penándoles en la casa, fingía llevárselo para el estero. ¡Qué estero ni que cuentos de hadas, pues Clarisita! Los dos iban a encerrarse en la cabaña, noche a noche, y así habrían continuado, riéndose de los peces de colores, si la pobrecita de la Orfelinda no hubiera recibido aquel anónimo y armando el tremendo lío. Fue una tontería muy grande la que cometió la Orfelinda, porque si se queda callada, Onofre seguiría acostándose con su fantasma y conservando su hogar; pero se les terminó el espiritismo, y a este paso también va tener que cerrar la botica, pero prefirió largarse con la chiquilla a vivir su vida.
Lo peor es que nada podría hacer el gobernador puesto que la Magaly es mayor de edad, y a la Orfelinda ni los santos le devolverán a su marido.
–¿Y por qué se ha enojado conmigo?
–¡Ay, Clarisa, trate de comprenderla! Dice que usted que es tan adivina debería haberle avisado que el fantasma era la Magaly, porque….. de sospecharlo, otro gallo cantaría.
Mi clarividencia ha fallado, y en vano intentaré descifrar las causas del invencible sueño de mi Coronel. Si, para mi pesar, él me abandona, ya sea por culpa de las fiebres ondulantes, de las botas empapadas, del cambio de guarnición, o porque una compañía de teatro pasa por el pueblo, lloraré mi soledad irremediable, sin pasado, sin futuro, sin hijos, sin evocaciones. Y envejeceré cerca del gramáfono apagado, hilvanando vestidos ajenos, dialogando con el impasible maniquí; oyendo las voces de mando de desconocidos militares en el patio del cuartel, respirando la atmósfera congelada de otros otoños y otros inviernos, enterándome de los nuevos amoríos de las generaciones nuevas; contemplando atardeceres en el campanario, aleteos de insectos en torno a mi lámpara, el florecer de los ciruelos y el resecarse de las higueras, el ágil vuelo de las semillas de cardos. Las cortinas tejidas a bolillo, obra de arte de la tía Eudosia, se destiñirán caldeadas por el sol, mordidas por el polvo del camino, humedecidas por la lluvia que salta a través del vidrio roto. Solamente en mi cama, escoltada por los cuatro pilares de bronce, ya opacos, recordaré aquellos atardeceres de mis treinta años, y la guerrera de él, con los galones relumbrando en la semipenumbra. Repetiré entonces, monótonamente, con el tono en quse se tararea una añeja melodía inolvidable:
–El Coronel se dormía, se dormía; se dormía cada vez que hacíamos el amor.
* Primer Premio Concurso de Cuentos CRAV (1963)
CRAV (Compañía Refinería Azucar Viña del Mar). Empresa estatal que al comienzo de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1974) fue privatizada y entregada a capitales nacionales y extranjeros.
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