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jueves, 25 de junio de 2015

Canto y baile [Cuento. Texto completo.] Manuel Rojas

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/rojas/canto_y_baile.htm


Canto y baile[Cuento. Texto completo.]Manuel Rojas
Los muebles de aquel salón de baile eran tapizados con brocato color rojo; rojo era también el papel que cubría las paredes y roja la alfombra que, después de orillar de encarnado las patas de las sillas y sillones, terminaba súbitamente ante el piano. En las ropas de las mujeres de aquel salón de baile predominaba igualmente el color rojo. Los espejos, cuatro grandes, colocados uno encima del piano, otro al fondo, en la pared contraria a la que ocupaba el primero, y dos frente a frente en las paredes restantes, recogían y multiplicaban aquel tono como una sinfonía en rojo, tal vez si conscientemente organizada por la dueña de casa, que no ignoraría, ya que eso formaba parte de su conocimiento del negocio, que el color rojo influye en los nervios, excitando a los apacible y enloqueciendo a los irritables.El piano, negro, alto, profundo, destacándose entre el rojo, semejaba un catafalco contrariado, constreñido, a pesar de su seriedad, a presenciar aquella orgía ultrarroja. A su lado había una mesilla vacilante con cubierta de lata, donde las mujeres acostumbraban a tamborilear con la palma de las manos para evitar el baile. Parecía una desordenada y pequeña murga al lado del piano.
El salón tenía forma rectangular; dos puertas se le abrían en un mismo muro. Los muebles de aquel salón de baile eran viejos; pero firmes, como hechos para soportar la caída de cuerpos vacilantes y cansados; únicamente su brocato rojo claudicaba ya, deshilachado y un poco desvaído, y los muelles, molestos por la presión de tantos años, se erguían amenazadores e hirsutos bajo la tela lustrosa. La alfombra, gastada por los millares de pies que habían bailado y zapateado sobre ella, mostraba algunos flecos rojizos.
Cuatro mesitas de color negro, que hacían, con su color, menos sensible la soledad obscura del piano, extendían sus cubiertas opacas en los espacios que quedaban libres entre los muebles.
De día el salón permanecía desierto y los grandes espejos, vacíos de imágenes móviles, se miraban entre sí, con ojos claros veteados de rojo, como personas que no tuvieran nada que hacer. El salón y sus muebles, el piano y las mesitas se multiplicaban en ellos a sus anchas.
Pero de noche... De noche las lunas claras se llenaban de imágenes, negras o blancas, que se movían dentro de ellas y a través de ellas como grandes peces en un estanque con algas rojas y negras, y a veces eran tantas las imágenes, que los cuatro espejos no bastaban para reflejarlas y retenerlas a todas.
Se llegaba al salón después de atravesar un estrecho y obscuro patio, en cuyo centro varios bambúes estiraban sus delgadas cañas verdes. A ambos lados del patio se abrían las puertas de los cuartos de las mujeres, cuartos que no estaban amoblados sino por una cama, un velador, una silla y un bacín de fierro enlozado.
La puerta de calle era maciza y ancha y una luz roja llameaba en lo alto de su ceño adusto. En una de sus hojas había una ventanilla enrejada, que servía para mirar desde dentro a los que desde fuera llamaban. Una gruesa tranca la atravesaba de lado a lado. Al entrar al zaguán se veía, a la izquierda, por el vano de una puerta que no estaba nunca cerrada, la habitación de la dueña de casa; un catre grande, bronceado, adornado de cintas y encajes, con sobrecama de seda roja y amplios almohadones, alzaba en el medio de esta habitación sus brillantes varillas.
El patio, de noche, estaba siempre obscuro y únicamente lo alumbraban de modo ambiguo los resplandores que salían por las puertas del salón de baile; al fondo estaba el depósito de los licores, dos o tres cuartuchos destinados a usos menores y una pared de escasa altura, límite último de la casa de canto y baile de doña María de los Santos.
***
A las ocho y media de la noche de aquel día sábado, empezaron a llegar, en hilera alternada, los parroquianos de la casa. Algunos venían en coche, baja la capota; cantaban y gritaban, golpeando las palmas y accionando violentamente; la obscura calle se llenaba con sus aullidos. Otros llegaban a pie, en grupos vacilantes. Golpeaban la maciza y sorda puerta, que devolvía un sonido opaco, como de tronco de árbol; se descorría la placa de hierro del ventanuco y una voz de vieja inquiría:
-¿Quién es?
Esta pregunta era nada más que una fórmula, pues fuera el que fuera con tal que no fuera policía, la puerta se abría en seguida. Contestaban todos a una y nada se entendía, pero el hecho de que no se entendiera nadie equivalía a una clara contestación. Se corría la tranca, se abría luego la puerta lentamente y los hombres se hundían en la obscura oquedad del zaguán. La puerta se cerraba despacio tras ellos.
Así fue absorbiendo la casa a sus parroquianos. Algunos salían poco después de haber entrado dando como excusa la excesiva cantidad de personas que llenaban el salón o la ausencia de la mujer que preferían.
Desde el zaguán se oía ya la algazara del salón, un ruido espeso de música, de zapateo, de gritos, de jaleo y de voces. La voz de la mujer que tocaba el piano y cantaba, la tocadora, se elevaba agudamente por encima del tumulto, con acento desgarrador; parecía que la maltrataban o la herían, arrancándole gritos de dolor: ¡Ay, ay, ay!
Si yo llorara...
El corazón, de pena,
se me secara.

El ritmo del baile era siempre el mismo; únicamente cambiaba la letra de sus coplas. Era un ritmo vivo e impetuoso, pero idéntico, que vibraba en el aire como una sola cuerda de un solo tono, saliendo después hacia el patio, envuelto entre los gritos y los zapateos y perdiéndose en los rincones. Un tamborileo claro y seco, hecho con los nudillos de los dedos sobre la caja de una guitarra, surgía en los espacios que dejaban vacíos el canto y la música. En ese tamborileo, alma verdadera del baile nacional, la cueca, que marcaba un ritmo monocorde y constante, estaba el encanto y la atracción de él. Algunas manos tocando sus palmas y otras sonando sobre la vacilante mesilla con cubierta de lata, ayudaban a animar el baile que sin tamborileo y sin palmadas habría cerrado sus alas, dejando caer al suelo, como un murciélago, su ritmo monocorde.
Bailaban los hombres con los ojos bajos, serios, como si cumplieran una obligación ineludible; únicamente en las vueltas, de pasada, mientras el hombre acariciaba a la mujer con su pañuelo arrugado, ambos se sonreían, como quienes están cometiendo a escondidas alguna picardía. Después, los pañuelos daban vueltas en el aire y la seriedad recomenzaba. El ritmo impetuoso parecía dominarlos, ciñéndolos a su voluntad, impidiéndoles pensar en otra cosa que no fuera su seguimiento. El mundo exterior desaparecía para ellos; estaban unidos, mientras duraba el baile, por una especie de compromiso contraído ante una persona que temieran. Muy pocos, casi ninguno, tenía en sus movimientos vivacidad y entusiasmo.
Pero el final del baile los libertaba y una explosión de gritos y aullidos surgía de sus gargantas, haciendo oscilar la araña de cuatro luces que pendía en el centro del salón y empañando los espejos con un vaho caliente. Las manos se extendían ávidamente hacia los grandes vasos llenos de vino, colocados encima de las mesillas negras. Algunos se vaciaban el licor en la garganta, no bebían; estaban dominados por el deseo de embriagarse pronto y perder la timidez y su cordura, timidez y cordura que les impedían desatar toda la puerilidad y locura que bullían en sus corazones. Pero poco a poco todo se iba andando, andando sin prisa y cerca de la media noche ya el salón era una reunión de posesos que se retorcían de embriaguez, bailaban a saltos, desdeñando el ritmo imperioso del baile, gritaban, reían a gritos, abrazándose, llorando. Con las ropas en desorden y mojadas de chorreaduras de licor, revueltas las apelmazadas cabelleras, los rostros congestionados, las narices anhelantes y las bocas llenas de una saliva clara que no podían controlar, rodaban al suelo, hipando. Las mujeres se los llevaban a sus cuartos, vacilantes, los ojos vidriosos, mudos como idiotas.
En medio de este derrumbe, una voluntad y un espíritu permanecían firmes: los de doña María de los Santos. Sentada junto al piano en una amplia silla de paja, desbordante de grasa y de trapos, contemplaba la barahúnda humana; ella no se entusiasmaba, ella no reía, ella no bebía, no hacía otra cosa que cobrar lo que se consumía. Sus ojos sin expresión controlaban el negocio; ni una gota de vino se bebía o se derramaba sin que hubiese sido religiosamente pagada. Su mano derecha bajaba y subía desde el brazo de la silla hasta el bolsillo de su delantal, que poco a poco se hinchaba como un sapo, lleno de dinero.
Así se iba la noche...
***
Después de medianoche, el salón se despejó bastante; cuatro horas de baile y de licor eran más que suficientes para derribar al más fuerte. Sin embargo, algunos, cuyas cabezas sin duda eran de fierro o de madera, persistían aún; pero no bailaban, bebían solamente, conversando entre ellos, tartajeando, riéndose y profiriendo tremendas palabras. Las mujeres habían sido olvidadas; ellos no venían por ellas, venían por beber, por embriagarse, y las utilizaban al principio como un medio de lograr su objeto. Hasta el baile era para ellos un pretexto para emborracharse. Sentadas, inclinaban ellas sus humildes cabezas, esperando una nueva remesa de hombres que vinieran a buscar allí su desequilibrio y su demencia alcohólica y a los cuales ayudarían en la tarea. Ese era su papel. No existían allí como mujeres, simplemente como mujeres, sino como medio de alcanzar esto o lo otro.
En la calle se oían gritos; los hombres que salían de la casa se quedaban parados al borde de la acera, embotados, sin conciencia alguna; permanecían así un instante, procurando darse cuenta del sitio y estado en que se encontraban, y cuando al fin se orientaban, desaparecían gritando en la noche. Otros peleaban, cayendo al suelo y sonando sordamente como sacos llenos de papas y de sandías.
Tres o cuatro dormían sobre los sofás del salón; inútiles fueron los gritos y los remezones induciéndolos a despertar y retirarse. Sus camaradas, aburridos, los habían abandonado y allí estaban, como si estuvieran fosilizados, pálidos, recorridos de improviso por largos escalofríos que les hacían rechinar los dientes.
La casa permaneció así, en silencio, durante largo rato. Las mujeres dormitaban; los borrachos, ahítos ya y callados, no hacían ademán alguno de retirarse; ahí estaban, sin saber por qué estaban allí, pues ya no sentían deseo de nada, ni de beber, ni de bailar, ni de hablar. Se miraban entre sí, dirigiéndose forzadas e inexplicables sonrisas. Pero de pronto, el obscuro patio se llenó de voces claras, firmes, alegres. La dueña de casa, que no bebía, ni bailaba, ni dormía, animó a las mujeres:
-Ya viene gente...
-Las mujeres, soñolientas y destempladas, se acercaron a la puerta. Una fila de individuos penetró al salón. Al verlos, la patrona se encogió de hombros y dijo:
-La que faltaba, la palomilla.
Era, en efecto, la palomilla, la terrible y peligrosa palomilla; pero no la formada por chiquillos vendedores de diarios, lustrabotas y raterillos, sino otra muy distinta: la palomilla cuchillera, la fina palomilla, que mariposea en la noche bajo la luz de los faroles suburbanos y desaparece al amanecer en los zaguanes de los conventillos, la palomilla que roba cuando tiene ocasión de hacerlo y mata cuando la dejan y cuando nadie la ve, y que, sin embargo, no es ladrona ni asesina de profesión, faltándole audacia para lo primero y valor para lo segundo, pues no es ni valiente ni audaz sino en la obscuridad y en la soledad de las callejuelas apartadas.
La dueña de casa tenía razón al no recibirlos con agrado; la palomilla no es generosa, puesto que es pobre de condición y miserable de espíritu; no es amable, puesto que es brutal; no es tranquila, puesto que es maleante. Gastaban poco y se divertían mucho, pero su diversión era fría como una daga y triste como una máscara.
Eran seis hombres y los seis iban vestidos de una manera desaliñada y pobre. Camisa sin cuello, gorra o sombrero, ropas lustrosas y deshilachadas; algunos calzaban zapatos gastados y rotos, otros llevaban alpargatas; varios no tenían chaleco.
Uno de ellos se acercó a la dueña de casa. Era un hombre como de veintiocho años, alto y delgado, con movimientos de autómata en todo su cuerpo; los brazos le colgaban fláccidamente de los enjutos hombros; tenía un rostro grande, huesudo, lampiño, de color mate, linfático, sin expresión, de labios finos y descoloridos, entre los cuales asomaban largos dientes verdosos. Todo él daba una fuerte impresión de frialdad, que hacía encogerse a las mujeres como ante una culebra. Se llamaba Atilio, apodado "El Maldito", es decir, el cuchillero sin valor.
-Buenas noches, misiá María -dijo, con una sonrisa que quería ser jovial-. ¿Cómo le va?
-No tan bien como a vos. ¿Qué andan haciendo por acá?
-Venimos a visitarla; a divertirnos un ratito.
-¡Pero no vayan a pelear!
-No, somos gente tranquila...
-Sí, muy tranquila. ¿Cuántas veces han estado presos esos que vienen contigo?
Atilio se encogió de hombros y mostró sus dientes verdosos:
-Las cosas de misiá María... ¡Siempre tan tandera!
-Sí, no ves que yo no los conozco. ¿Cuándo saliste en libertad?
-El miércoles. Fíjese que me estaban echando la culpa de la muerte del Negro Agustín. ¡Tanto tiempo que no lo veo!
-¡Tanto tiempo que no lo veo! El día antes que lo mataran estuvieron aquí con él.
-Je, je ¡Las cosas de misiá María!...
-Bueno, ¿van a tomar algo?
-Sí, unos diez vasitos de vino. Aquí está la plata.
Extendió la mano, mostrando en la palma de ella un arrugado y sucio billete de diez pesos; pero la dueña de casa vaciló en tomarlos. A pesar de su avaricia, era generosa con la palomilla, pero esta generosidad era solamente un cálculo; regalándoles un poco de licor, se irían en cuanto lo terminaran, y como lo que ella quería era que se fueran cuanto antes, raras veces les cobraba. Además, con ello hacía méritos para que no le robaran. Por fin dijo:
-No, no me pagues; les regalo los diez vasos.
-Muchas gracias, señora María; siempre tan generosa con los pobres.
-Pero no peleen ni se roban nada.
-¡Cómo se le ocurre! No somos gente tragediosa...
-¡Hum!
Volvió a empezar la música y el baile; bailaban los palomillas en parejas, animándose unos a otros con ásperos gritos y palmoteando las flacas manos, que sonaban como delgadas tablas. Bailaban gravemente, dramáticamente, con una expresión trágica en sus rostros demacrados; hacían la menor cantidad posible de movimientos y sus piernas parecían pegadas unas a otras, de tal modo eran lentos y breves sus pasos. Exigían que la letra de los cantos fueran tristes, que no hablaran de amores alegres, ni de esperanzas sencillas; cuando las tocadoras no les daban en el gusto, cantaban ellos, acompañándose del piano, con voz blanca, sin tono, versos que parecían escritos en la cárcel o en el hospital: ¡Mi vida!
Solicito un imposible,
por un imposible muero;
imposible es olvidar
el imposible que quiero...

¡Ay, ay, ay! Y los que bailaban, al zapatear silenciosamente sobre la alfombra, con movimientos arrastrados y sin moverse de un mismo lugar, parecían hacer un agujero en el suelo.
Poco a poco se fueron animando. Al terminar de bailar, bebían moderadamente, haciéndose guiños de inteligencia. No servían ni una gota a las mujeres; el licor era para los hombres. Y ellas bailaban sin ganas, por obligación y por temor. De aquellos hombres no se podía esperar amor, ni generosidad, ni siquiera amabilidad; pero, tampoco había que olvidarlos o desairarlos, porque se podía recibir de ellos algo más duro y para ellas más temibles: una bofetada o una puñalada.
***
Una hora larga haría que aquellos seis hombres estaban allí, cuando penetró al salón un nuevo grupo de individuos, la mayor parte de ellos vestidos de negro, decentemente. La dueña de casa, que conocía a cada uno y a todos sus parroquianos, comentó:
-¡Bah! Primero la palomilla y ahora los ladrones... Se juntó el hambre con las ganas de comer...
Se habían reunido las dos ramas últimas de la fauna santiaguina: los palomillas y los ladrones. Cuando éstos entraron, bailaban Atilio y uno de sus compañeros. Los recién llegados se agruparon en la puerta del salón, observando y comentando.
-Son malditos. Fíjate cómo bailan.
-Ese que baila, el más alto, es el maldito Atilio.
-He estado preso con él en el mismo calabozo.
-Cuchillero fino.
-Pega a la mala, por detrás y a la segura...
Los otros, por su parte, hacían lo mismo:
-Son ladrones.
-Ese chico de bigotes es Tobías, el maletero.
-Ese alto es el Cabro Armando, llavero.
-Andan tomando.
-Vámonos -insinuó uno.
-¿Por qué? -interrogó Atilio, que terminaba de bailar-. ¿Qué nos pueden hacer ellos que nosotros no les hagamos? Además, aquí se trata de divertirse y no de pelear. Sigamos bailando...
Al ver a los ladrones, las mujeres palmotearon de contento. Para ellas el ladrón es siempre más amable y más generoso que el palomilla; gasta cuanto tiene y quiere que todos se alegren junto a él. Las mujeres los conocían bien y fueron hacia ellos, olvidando a los otros. Pero la dueña de casa, que conocía muy bien el carácter de unos y otros, intervino:
-No dejen solos a los niños; hay que atender a todos.
Las mujeres se rebelaron:
-¡Qué, esos rotos! Ni las gracias le dan a una cuando terminan de bailar, ni un traguito le sirven. Palomilla y basta...
Los ladrones pidieron una considerable cantidad de licor y pagaron en el acto. La zalagarda empezó de nuevo, pero ahora estruendosamente, con ímpetu renovador; los ladrones bailaban y cantaban, gritando con aturdimiento, riendo, cortejando a las mujeres, bromeando entre ellos. Eran muy buenos camaradas que se divertían juntos durante un momento, sin importarles el momento siguiente, que para ellos era siempre desconocido.
Entretanto, los palomillas quedaron olvidados en un rincón, bebiendo en silencio y mirando a mujeres y hombres con ojos de rencor. Hicieron dos o tres tentativas para que las mujeres bailaran nuevamente con ellos, pero no lo consiguieron; contestaban:
-Estoy tan cansada.
-Otro ratito...
-Estoy comprometida.
Se daban aires de señoritas. El maldito Atilio, que recibió una contestación semejante, apretó los dientes y se puso más pálido; los labios se le pusieron más delgados. Murmuró:
-Bueno está...
-Y volviendo hacia su asiento, dijo a sus compañeros:
-Afírmense, ñatos, porque de aquí alguien va a salir para los mármoles de la Morgue.
Los demás, que no tenían el avezamiento y la destreza de su camarada, se pusieron nerviosos, palpando inconscientemente los mangos de sus cuchillas, esperando el instante de la riña. Éste no se hizo esperar. En un salón lleno de hombres y mujeres de esa calaña, no había de faltar. Una de las mujeres, al terminar de bailar y desorientada por el griterío y el baile, equivocó la mesa de los ladrones con la de los palomillas y tomó un vaso, bebiendo un trago de vino; pero apenas había realizado este último movimiento, advirtió su error y miró hacia los maleantes. Doce ojos la miraban fijamente. Quiso pedir disculpas, pero antes de que lograra pronunciar una palabra recibió un insulto y un empujón que la estrelló violentamente contra uno de los ladrones. Y el maldito Atilio, de pie junto a la mesa, le gritó:
-¿Tenemos cara de tontos nosotros o crees que venimos aquí a regalarte el vino? Miren que niña...
La mujer, furiosa, contestó:
-¡Palomilla, maldito!
-¿Y qué más me sacas? -preguntó Atilio con sorna.
-¡Cobarde!
-¿Y qué más?
Un insulto brutal rebotó contra el rostro de madera de Atilio y éste marchó impetuosamente contra la mujer, levantando el brazo. Pero en ese instante un hombre se interpuso entre los dos. Era un hombre de baja estatura, pero grueso y musculoso, lleno de vivacidad y resolución en sus movimientos; su rostro moreno lucía un bigotillo negro y rizoso; los ojos eran grandes y llenos de fuego. Un diente de oro le relumbraba en la sonrisa, haciéndola más viva. Era la antítesis del maldito Atilio, frío y estirado como una raíz marina. Detuvo al maldito poniéndole una mano en el pecho y haciéndole retroceder.
-¿Qué pasa? -preguntó éste, asombrado.
-¡Eso es lo que digo yo, señor! ¿Qué pasa? -contestó el otro- ¿Para qué tanta bulla por un poco de vino? Yo se lo devolveré si tanta falta le hace y tanto lo siente. Tome...
Fue hacia la mesa y cogiendo dos vasos llenos de vino los colocó en la mesa de Atilio.
-Ahí tiene su vino; no llore.
Atilio se encogió como un gusano al ser tocado:
-¿Y quién le mete a usted en lo que no le importa?
-Me meto porque soy capaz de meterme. ¿O cree que el único capaz aquí es usted? Psché, qué niñito...
El tono del ladrón era agresivo y duro. Los demás presenciaban la escena sin intervenir, sorprendidos, tan rápido era el desarrollo de ella y tan enérgico su contenido. Estaban separados los dos grupos de hombres, y las mujeres, al fondo del salón, arrumadas al piano, parecían una parvada de pollos asustados. La patrona salió hacia el patio y desde allí observaba los acontecimientos, pronta a llamar a la policía.
-Pero Atilio, agachado, con los hombros encogidos, estiraba los brazos y abría las manos en un gesto de sorpresa:
-Bueno, pues señor, ¿qué le digo yo? Así será, pues...
Pero el otro no se dejaba engañar.
-No, no se encoja de hombros. Si yo le conozco... En cuanto me dé vuelta usted se me va a echar encima; pero a mí no, hermanito. Si es brujo me va a pegar por detrás; si no, no.
-¿Y con qué le voy a pegar yo?
-¿Con qué me va a pegar? Con su cuchilla, que la tiene en la cintura o debajo del brazo... Sáquela, ¿qué espera?
-Cuchilla... ¿De dónde saco yo cuchilla?
-Bueno, basta... Sigamos bailando -intervino uno de los compañeros del ladrón.
-Bailemos -contestó él. La tocadora se sentó al piano y empezó a tocar desmañadamente, sin quitar los ojos del espejo; las mujeres se rehicieron y la dueña de casa volvió al salón. Le parecía que el asunto había terminado. Sin embargo...
Tobías, el ladrón, que no quitaba ojo de las manos del maldito, quiso probarlo y se dio vuelta, dándole la espalda, pero observándole por el espejo; Atilio, que no esperaba sino este movimiento para proceder a su modo, sin sospechar que era una trampa que se le tendía, levantó rápidamente la mano hacia la axila del brazo izquierdo; pero Tobías se dio vuelta y se lanzó contra él, sujetándole el brazo derecho.
-¡Qué va a hacer, señor, que va a hacer!
-¡Suélteme! -gritó el otro, forcejeando, rabioso por haber sido sorprendido.
-¡Suéltese usted solo, si es capaz!
Pero el maldito se esforzaba inútilmente por soltarse; el ladrón lo tenía sujeto con mano de hierro. Tobías era mucho más bajo de estatura que Atilio, siendo, en cambio, más fuerte; su rostro enrojeció con el esfuerzo, mientras que el de Atilio empalidecía. La dueña de casa volvió a salir al patio y se fue directamente a la puerta. El asunto ya no tenía arreglo; alguien iba a quedar tirado en el suelo. De pronto, haciendo un violento esfuerzo, el maldito logró deslizar un poco el brazo y su mano apareció empuñando una cuchilla. Uno de los palomillas, más nervioso o más decidido que los otros, se lanzó hacia Tobías, pero recibió un puñetazo que lo derribó sordamente sobre la alfombra. Y el agresor, saltando al medio del salón y sacando una daga, gritó:
-Ya, Tobías, suéltalo, que yo lo afirmo.
Sin soltar el brazo derecho de Atilio, el ladrón dio un puñetazo en el rostro de su contrincante, empujándolo, al mismo tiempo que lo soltaba; luego saltó hacia atrás y gritó:
-¡Pásamela!
Recibió el arma e hizo frente a Atilio que se le venía encima, parándolo con un movimiento de su daga. Las mujeres salieron gritando.
-¡Y ahora, compadre Atilio, encomiéndese a su madre, porque usted no le volverá a pegar a nadie a la mala! -gritó Tobías.
Atilio tuvo miedo. Tenía costumbre de manejar cuchilla, pero no en esa forma y frente a un hombre apasionado como aquel; sin embargo, el hecho era inevitable y si no hería y mataba pronto, sería él el herido o el muerto. Se recogió sobre sí mismo y ocultó su arma bajo el sombrero, mostrando solamente la punta de ella asomada bajo el ala.
Los demás se dispusieron a pelear igualmente. Con los dientes y los puños apretados se miraban con rabia, dirigiéndose preguntas breves y agresivas:
-¿Y qué, pues, y qué?
-¿Y qué?
-¡Sácala!
-Sácala vos primero...
Un brazo volteó en el aire y los espejos recogieron un reflejo metálico. Tobías sorteando la puñalada, avanzó resueltamente, acercándose a Atilio, y en el momento en que éste echaba el brazo hacia atrás, su mano estiró el brazo, lo recogió y lo volvió a estirar y las dos veces su arma encontró el cuerpo del maldito. Atilio se encogió, cayendo pesadamente al suelo. Más pálido y demacrado que nunca, sus ojos miraban hacia un punto lejano. Tobías gritó:
-Tan diablo y tan maldito que eres y por dos chuzacitos que te pegué ya te estás muriendo...
Se oyó una voz de mujer que gritaba:
-¡La policía!
Uno de los ladrones cogió una silla y dio un fuerte golpe a la araña; se apagaron las luces y en la obscuridad nadie supo lo que pasó.
Cuando la policía, precedida de la dueña de casa, entró al salón, encontró en el suelo al maldito Atilio que se desangraba copiosamente y en los sillones a tres borrachos que dormían a pierna suelta. Los demás habían desaparecido.
Así terminó, en la casa de doña María de los Santos, aquella noche de canto y baile.

miércoles, 17 de junio de 2015

El enamorado invisible [Cuento. Texto completo.] Ellery Queen

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El enamorado invisible[Cuento. Texto completo.]Ellery Queen
Roger Bowen tenía unos treinta años, era ojizarco y blanco. Alto y risueño, hablaba inglés con acento harvardiano, bebía ocasionales cocteles, fumaba más cigarrillos de lo conveniente, sentía gran cariño por su único pariente (una anciana tía que vivía de sus rentas en San Francisco) y equilibraba sus lecturas entre Sabatini y Shaw. Y ejercía toda la abogacía que podía practicarse en Corsica, Nueva York (población: 745 almas), en donde había nacido, hurtado manzanas del huerto del anciano Carter, nadado en cueros en el arroyo del intendente y cortejado a Iris Scott los sábados por la noche en la galería del "Pabellón de Corsica" (dos orquestas: ejecución continuada).
Según sus conocidos, que eran el ciento por ciento de la población de Corsica, Roger era un "príncipe", un "muchacho bonísimo", "sin pizca de petulancia" y "servicial en todo". Según sus amigos (los más de los cuales compartían la misma residencia, la pensión de Michael Scott, de Jasmine Street, contigua a la Main Street), no existía en toda la tierra un joven más gentil, bondadoso e inofensivo que él.
A la media hora de su arribo a Corsica, procedente de Nueva York, el señor Ellery Queen había conseguido auscultar los sentimientos de la población de Corsica referente a su más comentado ciudadano. Se enteró de algo por boca del señor Klaus, el almacenero de Main Street; de otros detalles le informó un pilluelo que jugaba cerca del Juzgado del Condado y muchísimo más le dijo la señora Parkins, esposa del cartero de Corsica. Del que menos pudo averiguar fue del propio Roger Bowen, quien parecía un joven asaz decente y simpático, y atónito por la desgracia que cayera sobre él.
Al dejar la cárcel estatal y dirigirse a la pensión aludida, en donde residían los mejores amigos de Roger Bowen, responsables de su precipitado viaje a Corsica, cavilaba el señor Ellery en que era asombroso que ese espejo de virtudes yaciera en un calabozo, aguardando ser juzgado por asesinato en primer grado.
-¡Vamos, vamos! -manifestó el señor Ellery Queen, balanceándose en el balcón de cortinas rosadas-. El asunto no será tan malo como dicen. De acuerdo con lo declarado por Bowen...
El padre Anthony estrujó sus manos huesudas:
-Yo mismo bauticé a Roger -dijo, con acento trémulo-. ¡No es posible, señor Queen! ¡Yo mismo lo bauticé! Y él me juró no haber asesinado a McGovern... ¡y yo le creo!... Y sin embargo... John Graham, el más notable abogado del condado, defensor de Roger, asevera que éste es uno de los peores casos que ve en su carrera...
-En cuanto a eso -masculló el ciclópeo Scott-, el mismo muchacho ha admitido las dificultades de su situación. ¡No lo creería culpable aunque lo confesara el mismo Roger!
-Todo cuanto sé decirles -terció la señora Gandy, desde su silla de ruedas- es que, quienquiera diga que Roger Bowen asesinó a ese majadero de Nueva York, es un imbécil sin remedio. Admitamos que Roger permaneció solo en su cuarto la noche del crimen: ¿qué hay con eso? ¿Acaso una persona no puede tener el derecho de irse a dormir? ¿Y cómo diablos podría haber testigos de eso, señor Queen? ¡Oh, no! ¡Roger no es ningún criminal ni pillastre, como tantos que yo conozco!
-No tiene coartadas -suspiró Ellery.
-Eso empeora las cosas -masculló Pringle, jefe de policía de Corsica, hombre obeso y membrudo-. ¡Ojalá alguien hubiera estado con él la noche fatal! Desde luego -se apresuró a agregar, captando la furibunda ojeada de la señora Gandy- no creo que Roger haya muerto a McGovern; pero cuando oí decir que había altercado con él y...
-¡Ah! -murmuró Ellery-. Conque cambiaron golpes, ¿eh? ¿Alguno formuló amenazas contra el otro?
-No hubo golpes -respondió el padre Anthony-, pero altercaron. McGovern fue muerto de un tiro alrededor de la medianoche y Roger tuvo un cambio de palabras con él menos de una hora antes. A decir verdad, señor, no fue ésa la primera vez. Ya habían discutido en diferentes ocasiones. Y todo eso es motivo suficiente para el Fiscal del Distrito.
-Sí... pero, ¿y el proyectil? -gruñó Michael Scott.
-Sí -puntualizó el doctor Dodd, hombre de breve estatura, expresión vivaz e inteligente-. Soy médico forense del condado y empresario de pompas fúnebres, y era deber mío examinar la bala extraída del cuerpo de McGovern en la autopsia. Cuando Pringle detuvo a Roger por sospechas, se incautó de su revólver y comparamos las marcas del proyectil...
-¿Las marcas del proyectil? -moduló Ellery.
-¡Oh! No confiábamos demasiado en nuestro criterio... -dijo el médico forense-. Todo esto era sumamente desagradable, pero un funcionario de la justicia debe ser leal a su juramento. Enviamos la bala y el arma a Nueva York para ser examinados por un perito en balística. Su informe confirmó nuestros hallazgos. ¿Qué podíamos hacer? ¡Pringle arrestó al pobre Roger!
-¿Poseía Bowen licencia para llevar armas? -inquirió Ellery.
-Sí -murmuró el policía-, muchas personas tienen licencia; abunda la buena caza en nuestras colinas. El crimen fue perpetrado con un arma calibre 38: con el Colt automático de Roger, que es un revólver de primera.
-¿Es buen tirador?
-¡Ya lo creo que sí! -exclamó Scott-. ¡Si lo sabré yo, que guardo seis cascos de una bomba alemana en el cuerpo, desde que aquello estalló cerca mío en las trincheras de Belleau!
-Es un excelente tirador -indicó el médico forense-. A menudo salimos juntos a cazar y le he visto acertar a la carrera a más de cincuenta yardas de distancia. Utilizaba sólo su Colt; desdeñaba el fusil, pues afirmaba que era demasiado fácil acertar con él y eso restaba atractivos al deporte.
-Pero, ¿qué dice el señor Roger Bowen de todo esto? -inquirió el joven.
-No quiso contestar a ninguna de mis preguntas.
-Roger dice que él no asesinó a McGovern. Y eso es bastante para mí.
-Pero no para el Fiscal del Distrito, ¿verdad? -suspiró Ellery-. Bien, como utilizaron su Colt, se colige que alguien se lo hurtó, reintegrándoselo en secreto después del homicidio.
Los hombres se miraron con expresión embarazada, y el sacerdote sonrió con débil y orgullosa sonrisa.
-¡Es increíble! -rumió Scott-. Graham, nuestro abogado, dijo a Roger: "Es absolutamente necesario que testifique que alguien podría haberle hurtado el arma. Su propia vida depende de esas declaraciones." ¿Y qué cree usted que contestó Bowen? "¡No! Eso no es verdad. Nadie podría haberme hurtado el arma. Mi sueño es ligero y el armario donde guardo el revólver está junto a la cama. Y de noche siempre echo la llave a la puerta. Ninguno podría haber penetrado en mi dormitorio y apoderarse del revólver. ¡No afirmaré jamás semejante mentira!"
Ellery arrojó humo, dando un silbido agudo:
-¿Como los héroes legendarios, eh? -musitó-. En fin, con referencia a esa serie de altercados, se me ha dado a entender que el móvil fue...
-¡Iris Scott! -moduló una voz desde la puertecilla-. ¡No! ¡No se levante, señor Queen! Está bien, papá: soy mayor de edad y no existe motivo alguno para ocultarle al señor Queen lo que ya es la comidilla de toda la población-. Su voz se estranguló-. ¿Qué... qué quiere saber, señor Queen?
El señor Queen parecía afectado de parálisis lingual. De pie, con la boca abierta, estaba atónito y pasmado. La belleza, en el poblacho de Corsica, constituía un milagro estupendo. ¿Conque aquella criatura era Iris Scott, eh? ¡Magnífico nombre, papá Michael! Iris era fresca, suave y delicada como la misma flor de lis, cuyo nombre llevaba. Sus extraños ojos negros parecían mantenerle en estado de enajenación.
Y de este modo comprendió nuestro pesquisante por qué un espejo de caballeros como Roger Bowen enfrentaba, con admirable entereza, tan sombrío futuro. Aun cuando Ellery hubiese sido ciego a su hermosura, los hombres del balcón se la habrían hecho ver. Dodd la contemplaba con lejana adoración; Pringle la devoraba con sus ojos sedientos de belleza... sí, hasta Pringle, hasta aquel enorme y obeso anciano; y los ojos del padre Anthony traslucían orgullo y tristeza. Pero en los ojos de Michael sólo relucía el júbilo de la posesión. Iris era Circe y Vesta a la vez, y podría haber impulsado a un hombre al crimen como a un poeta al éxtasis lírico.
-¡Bueno! -dijo Ellery, exhalando un suspiro-. ¡Una agradable sorpresa! Siéntese,señorita Scott, mientras recobro el aliento. ¿Ese McGovern era admirador suyo?
Los tacones de la joven repiquetearon sobre el piso:
-Sí -contestó en voz baja-. Bien podría llamarle de ese modo. Y yo... simpatizaba con él. ¡Era distinto a los demás del pueblo! Era un artista de Nueva York; vino a Corsica hace seis meses para pintar nuestras hermosas colinas; sabía tantas cosas, tanto había viajado por Francia, por Alemania y Gran Bretaña, contaba con tantos amigos célebres... Aquí somos casi campesinos, señor Queen, y... yo nunca había conocido a nadie como él...
-¡Un mequetrefe tortuoso! -silabeó la señora Gandy.
-Perdone, señorita Iris -sonrió Ellery-, pero, ¿amaba a ese hombre?
-Yo... en fin, ahora que está muerto, creo... que no... La muerte... muestra las cosas de color... distinto... Acaso ahora lo veo tal cual era... en realidad...
-Pero tengo entendido que usted pasaba sus horas con él...
-En efecto, señor Queen.
Después de un breve silencio, Michael Scott masculló roncamente:
-No me agrada entremeterme en los asuntos de mi hija; yo la dejé siempre que viviera su vida; pero confieso que nunca hice buenas migas con McGovern. El hombre era zalamero y... Yo no le confiaría un centavo... Así se lo advertí a Iris; pero ella no quiso escucharme. Él se quedó aquí más tiempo del que esperaba... debiéndome cinco semanas de alquiler -la faz del hombre se puso tétrica-. ¿Para qué se vino a Corsica ese perro? ¿Para qué andan rondando tantos pantalones a mi Iris?
-Admiro ese perfecto interrogante retórico -moduló Ellery-. ¿Y Roger Bowen, señoritaScott?
-Nos criamos juntos -replicó la muchacha, con su acento bajo; de súbito, levantó la cabeza, casi con ira-. ¡Desde el principio mismo, nuestro casamiento había queda concertado! Creo que fue eso lo que me resintió contra... todos... Y luego... la llegada de McGovern... ¡Roger estaba furioso contra él! En cierta ocasión, hace varias semanas, amenazó matarle. Todos nosotros lo oímos; los dos discutían en ese vestíbulo... y nosotros estábamos sentados aquí...
Hubo un nuevo silencio, y luego Ellery expresó, serenamente:
-¿Y cree usted que Roger asesinó a ese hombre, señorita Iris?
La muchacha levantó sus espléndidos ojazos:
-¡No! ¡Roger no es un asesino! Estaba furioso contra el otro; pero nada más-. Repentinamente, Iris rompió a llorar; Michael se puso como la grana; el sacerdote hizo una mueca de dolor; los otros esbozaron sendos visajes-. ¡Discúlpenme! -balbuceó ella, finalmente-. Siento mucho que...
-¿Y quién, según usted, mató a McGovern? -preguntó el detective.
-Señor Queen, no lo sé.
-¿Y ustedes? -los demás menearon la cabeza-. Bueno, usted, señor Pringle, mencionó anteriormente que la habitación de McGovern había sido dejada precisamente como la encontraron la noche del crimen... ¡A propósito! ¿Qué hicieron con el cuerpo?
-Después de la investigación, señor Queen, lo retuvimos en la Morgue para averiguar si tenía parientes que reclamaran el cadáver. Sin embargo, McGovern parecía solo en el mundo: ni siquiera sus amigos se presentaron para rendirle los últimos homenajes. No dejó nada, salvo unos efectos insignificantes en su estudio de Nueva York. Yo mismo hice que lo enterraran en el Nuevo Cementerio de Corsica, con el ritual de rigor.
-Aquí está la llave -murmuró el policía, luchando por ponerse de pie-. Debo marcharme a Lower Víllage; Dodd le dirá todo lo que necesite saber. Espero que... ¿Vamos, Padre? -indicó, sin volverse.
-Sí -replicó el Padre Anthony-. Señor Queen... a sus órdenes... cualquier cosa que... -sus delgados hombros se curvaron mientras echaba a andar tras de Pringle por la acera de cemento.
-Excúsenos usted, señora Gandy -dijo Ellery-. ¿Quién descubrió el cuerpo? -inquirió, mientras subían las escaleras, sumidos en la penumbra de la casa.
-Fui yo, señor -suspiró el forense-. Vivo en esta pensión desde hace doce años, desde el fallecimiento de la señora Scott. Somos un par de viejos solterones, ¿eh, Michael? -entrambos suspiraron-. El hecho sucedió aquella terrible noche borrascosa de las semanas pasadas. Había estado leyendo en mi habitación y alrededor de la medianoche me encaminé al cuarto de baño del vestíbulo de los altos, antes de meterme en la cama. Pasé frente a la habitación de McGovern: la puerta estaba abierta y encendida la luz. El joven, sentado en una silla, volvía el rostro a la puerta -el forense se encogió de hombros-. Advertí al punto que estaba muerto. Un balazo en el corazón... La sangre fluyó sobre su pijama... En fin, desperté enseguida a Michael; la muchacha nos oyó hablar y vino tras nuestro... -el grupo se detuvo en el rellano de la escalera; Ellery oyó que Iris retenía el aliento; Scott jadeaba como un viejo fuelle.
-¿Hacía mucho que estaba muerto? -preguntó el detective, dirigiéndose hacia una puerta cerrada, señalada por el médico forense.
-No, apenas unos minutos; el cuerpo estaba todavía caliente; falleció instantáneamente.
-Presumo que la tormenta fue un estorbo para que fuera oído el disparo, ¿verdad? -El doctor Dodd asintió. Insertando la llave que le entregara Pringle, el joven la hizo girar en la cerradura; luego abrió la puerta; nadie dijo nada.
El sol invadía la habitación, que era amplia y de contornos y moblaje iguales a la de Ellery. La cama era idéntica, acondicionada, de manera similar, entre las dos ventanas; la mesa y la silla de caña, colocadas en medio del cuarto, podrían haber procedido del de Ellery; la alfombra, el escritorio, el armario... ¡Jum!... Había una sutil diferenciación...
-¿Todos sus cuartos están amueblados exactamente de la misma manera? -preguntó.
Scott enarcó sus frondosas cejas:
-¡Seguramente, señor Queen! Cuando establecí este negocio, cambiando la finca en pensión, compré muchísimas piezas iguales en un remate de Albany. ¡Todas estas habitaciones de los altos son exactamente iguales! ¿Por qué?
-Por nada en especial. Digo sólo que es interesante... -Ellery observó la habitación con sus ojos grises; no percibió señales de lucha; directamente delante de la puerta estaban la mesa y la silla de cañas; en línea recta con la puerta y la silla, pero al otro lado de la habitación, vio Ellery un armario anticuado, apoyado contra el muro; sin volverse, dijo-: Ese armario... En mi cuarto está colocado entre las dos ventanas.
Detrás suyo percibió el suave respirar de la jovencita:
-¡Oh! Papá, el armario no estaba allí cuando... el señor McGovern vivía aquí...
-¡Es curioso! -murmuró Scott.
-Pero en la noche del crimen, ¿se hallaba el armario donde se encuentra ahora?
-Sí... creo que sí -dijo Iris, con acento perplejo.
-¡Claro que sí! -terció el forense-. Recuerdo haberlo visto en ese lugar.
-¡Bueno! -moduló Ellery, apartándose de la puerta-. Ya tenemos algo con que comenzar a trabajar-. Adelantándose hacia el mueble, tironeó de él hasta retirarlo del muro; se arrodilló detrás del mismo, revisó la pared pulgada a pulgada, con gran atención; súbitamente, se detuvo; acababa de descubrir una melladura en el yeso, a menos de un pie del zócalo; medía alrededor de un cuarto de pulgada de diámetro; era casi circular y tenía unas fracciones de pulgada de profundidad; un fragmento de yeso se había desprendido, cayendo al suelo, en donde lo descubrió el perspicaz detective neoyorquino.
Cuando se levantó, su semblante reflejaba desilusión; regresó a la puerta, diciendo:
-¡Poca cosa! ¿Está seguro de que nada se tocó desde la noche del crimen?
-Bajo mi palabra de honor -gruñó Scott.
Jum! Veo que algunos de los efectos personales de McGovern están aún aquí. ¿Revisó minuciosamente el jefe de policía este cuarto la noche del asesinato, doctor Dodd?
-¡Desde luego!
-Pero no logró encontrar nada -terció Scott.
-¿Está seguro? ¿Absolutamente nada?
-¡Caramba! Todos nosotros presenciamos el registro...
Sonriente, examinó Ellery el cuarto con expresión curiosa:
-No tenía la intención de ofenderle, señor Scott. Creo que voy a retirarme a mi cuarto para cavilar un poco. Con su permiso, doctor, me voy a guardar la llave.
-¡Por supuesto! Ya sabe, cualquier cosa que...
-Mil gracias. ¿Dónde estará usted si averiguamos algo de importancia?
-En mi oficina de Main Street.
-¡Bien! -sonrió Ellery de nuevo, hizo girar la llave en la cerradura y se encaminó lentamente a su dormitorio.

El cuarto estaba fresco y el ambiente acogedor; el joven detective se tendió sobre el lecho, las manos cruzadas tras la cabeza, cavilando. Se sumía en el silencio el viejo caserón.
Percibió los ligeros pasos de Iris en el vestíbulo; después, la voz de Michael Scott dando órdenes en la planta baja.
Continuó reclinado unos veinte minutos; repentinamente, saltó de la cama y se precipitó a la puerta. Entreabriéndola un poco, escuchó... ¡Vía libre!... Con pasos quedos, el joven salió al vestíbulo y de dirigió al cuarto del muerto, que abrió con la llave cedida por Pringle; instantes después, tornaba a cerrarla detrás de sí...
-Si existe algún sentido de lógica en este mundo desastrado... -murmuraba, dirigiéndose a la silla de cañas en que estaba McGovern al morir.
De rodillas, examinó el tejido de cañas que formaba el respaldo de la silla; pero no logró descubrir nada anormal.
Ceñudo, comenzó a vagar por la habitación. Tanteó debajo de los muebles; exploró el suelo por debajo del lecho, como un zapador en la Tierra de Nadie; pero no obtuvo ningún éxito. Enfurruñado, sacudió el polvo adherido a sus ropas.
En el momento en que volvía a su lugar el contenido de la canasta de ropa sucia, su faz se iluminó:
-¡Cielos! ¿Será posible que...? -Abandonando la habitación, cerró la puerta con llave y efectuó un cauteloso reconocimiento por el vestíbulo, aguzando los oídos; al parecer, se encontraba solo; silenciosamente, sin sentir el menor remordimiento, Ellery comenzó a revisar habitación por habitación.
Y fue en la silla de cañas de la cuarta habitación inspeccionada donde el joven descubrió lo que sus deducciones le movieran a barruntar. La habitación pertenecía a la misma persona de cuya culpabilidad comenzaba a sospechar.
Abandonada la habitación con infinitas precauciones, luego de dejar las cosas como las encontrara, Ellery retornó a su cuarto. Se lavó la cara y las manos, se ajustó la corbata,se cepilló las ropas y, con soñadora sonrisa, descendió las escaleras.

Encontró a la señora Gandy y Michael Scott en el balcón enfrascados en reñidísimo partido de whist; Ellery, riendo para su coleto, se encaminó a los fondos de la planta baja. Descubrió a la jovencita en una gran cocina a la antigua, revolviendo un menjurje de delicioso olorcillo, acondicionado sobre un horno enorme. El calor había encarnado sus mejillas y, con aquel delantalillo blanco, Iris estaba por demás apetitosa.
-¿Qué ocurre, señor Queen? -preguntó, ansiosamente, y enfrentándolo con sus suplicantes ojos-. ¿Alguna novedad?
-¿Acaso le ama tanto? -suspiró Ellery, absorbiendo toda su belleza-. ¡Feliz Roger! Iris, hija mía (perdone el tratamiento paternal), vamos progresando. Puedo afirmar que el joven Lotario afronta perspectivas más rosadas que esta mañana.
-¡Oh, señor Queen! ¿Es posible que...? ¡Oh!
Sentado en una silla de cocina, el joven escamoteó un bollo azucarado de una fuente colocada sobre la mesa, lo masticó, lo engulló, hizo un gesto crítico, sonrió y acabó por robar otro-. ¿Son suyos? ¡Deliciosos! ¡Una verdadera Lucrecia! ¿O pienso en la fiel Penélope? Si ésta es una muestra de su modo de cocinar...
-¡De hornear! -La joven se precipitó hacia él, le tomó la mano y se la apretó contra el pecho-. ¡Oh! Si supiera cómo le amo... cómo... Ahora que languidece en esa... horrible cárcel-. Iris se estremeció-. Haré cualquier cosa... ¡Cualquier cosa!
Con dulzura, Ellery desligó su mano:
-¡Vamos, querida! No lo vuelva a hacer jamás... que eso me hace sentirme dios... ¡Uf! -se enjugó el sudor de la frente-. Escúcheme ahora: existe algo que puede usted hacer porél.
-¡Cualquier cosa! -la carita de la muchacha se puso radiante.
-¿Es cierto que Samuel Dodd cumple fielmente con sus deberes? -preguntó Ellery, incorporándose.
Iris abrió tamaños ojos:
-¿Sam Dodd? ¡Oh! Él toma muy en serio su cargo, si es eso lo que usted insinúa.
-¡Ya me lo imaginaba! La cosa se complica. Con todo, debemos afrontar la realidad. Mi querida diosa, va usted a conquistarse al doctor Dodd, distrayéndole un poco de su oficinesca existencia. ¿O acaso no lo sabe usted hacer?
Los negros ojos se llenaron de cólera:
Señor Queen!
-¡Tut-tut! Esa expresión le queda requetebién... No, no insinúo nada... ¡ejem!... drástico, hija mía. Necesito otro bollo para avivar mi inteligencia. -Se sirvió dos nuevos bollos-. ¿No podría usted conseguir que él la lleve esta noche al cinematógrafo? Su presencia en la casa complica las cosas y necesito sacarle de en medio, pues será muy capaz de llamar a las fuerzas del Estado para detenerme.
-Sam Dodd hará lo que yo le mande -respondió ella-. Pero no entiendo...
-Porque -masculló Ellery, ingiriendo otro bollito-, así lo quiero, hijita. Esta noche pienso pasar por encima de su autoridad; algo hay que preciso realizar sin más dilaciones y sin el engorro de papeles: lo que haré es casi ilegal, si no criminal. Dodd podría cooperar, pero sospecho que no nos ayudará.
-¿Será de utilidad para Roger? -preguntó ella, mirándolo fijamente.
-¡Vasta, enorme y formidablemente útil!
-Entonces, cuente conmigo-. Bajando los ojos, Iris continuó-: Y ahora, si tiene la bondad de retirarse de mi cocina, señor Queen, seguiré preparando la cena. Y creo que usted -la muchacha huyó hasta el horno, levantando la cuchara- es maravilloso.
El señor Ellery Queen tragó saliva, enrojeció y se batió en precipitada retirada.

Cuando empujó la puerta de alambre tejido, descubrió que la señora Gandy se había marchado y que Scott estaba sentado con el padre Anthony en el balcón,silenciosamente.
-¡Justamente lo que andaba buscando! -dijo-. ¿Dónde está la señora Gandy? Dicho sea de paso, ¿cómo se las compone para subir las escaleras con esa silla de ruedas?
-No necesita subirlas, pues su cuarto está en la planta baja -respondió Scott-. ¿Y bien, señor Queen?
-Padre -dijo Ellery, sentándose-, algo me dice que usted sirve honestamente a una ley más alta que la del hombre.
El anciano le estudió un segundo:
-Poco sé de leyes, señor Queen. Sirvo a dos amos: a Cristo y a las almas por las que Él murió en la cruz.
Ellery consideró en silencio aquellas palabras:
-Señor Scott -dijo luego-, hace poco afirmó usted haber combatido en Belleau Wood: la muerte, por ende, no entraña horror alguno para usted.
Los ojos del macizo hostelero se clavaron en los de Ellery:
-Señor Queen: yo vi a mi mejor amigo seccionado en dos a un paso de mi trinchera, y tuve que recogerle los intestinos con las manos. No; nada temo después de contemplar tantos horrores.
-¡Muy bien! -dijo Ellery-. Aramis, Portos y (si se me permite) D'Artagnan. Es un poquito presuntuoso, pero servirá para el caso. Padre, señor Scott -el sacerdote y el obeso ex combatiente le miraron los labios-, ¿me ayudarán esta noche a abrir una tumba?

La víspera de Santa Walpurga hacía meses que había pasado; no obstante, aquella noche danzaban las brujas. Sí, danzaban en las sombras arrojadas por la luna obscurecida sobre las quebradas laderas de las colinas; chillaban y rechinaban los dientes alrededor de las mudas, expectantes sepulturas.
El señor Ellery Queen se sentía jubiloso de que aquella noche fuera uno de los tres; el cementerio, cubierto de altos árboles, se extendía en los aledaños de Corsica, circundado de hierros. Una brisa helada soplaba arremolinando los cabellos. Las lápidas relumbraban sobre la falda de la colina como huesos pelados y blanqueados por los vientos. Una nube renegrida, preñada de lluvia, ocultó a medias la luna; los árboles susurraban sin cesar. No; no era cosa asaz difícil imaginar danzas de hechiceras en aquella de soledad de muerte y de frío...
Caminaban en silencio, instintivamente juntos; el padre Anthony parecía desafiar a los espíritus con su semblante grave y entenebrecido, pero impávido. Ellery y Michael Scottse arrastraban tras él, abatidos bajo el peso de azadas, picos, cuerdas y un lío enorme y cuadrilongo. En toda la cuesta de la colina, invadida por las sombras susurrantes y movedizas, los tres eran los únicos seres vivientes.
Encontraron la tumba de McGovern excavada en tierra virgen, un poco apartada de los otros sepulcros. La tierra, todavía fresca, había formado un montículo, y un poste solitario marcaba el lugar en que yacía aquel mísero despojo. En silencio y con los rostros desencajados, los dos hombres comenzaron a usar sus picos, mientras el padre Anthony vigilaba. La luna bailaba entre las nubes una danza salvaje.
Desterronada la blanda tierra, ambos excavadores arrojaron a un costado los picos, atacando el terreno con las azadas. Llevaban batas de trabajo sobre sus ropas.
-Ahora sé -murmuró Ellery- lo que es sentirse un vampiro... Padre, no imagina usted cuánto le agradezco que nos acompañara. Esta maldita imaginación mía...
-No tema nada, hijo mío -respondió el anciano-. ¡Aquí sólo reposan los muertos!
-¡Continuemos! -masculló Scott. Ellery se estremeció.
Las azadas golpearon contra algo de madera. Cómo llegaron a realizar la última parte del trabajo es cosa que jamás pudo Ellery recordar con claridad. Fue empresa titánica y, mucho antes de acabar, el muchacho estaba inundado de un sudor que escocía como aguijonazos bajo los helados dedos del viento. Scott trabajaba en silencio y el padre Anthony les contemplaba, sombrío. Luego Ellery advirtió que tiraba de dos cuerdas, y que el anciano Scott tiraba del otro lado. Algo largo, negro y pesado ascendió, lentamente, de las profundidades del sepulcro, balanceándose muellemente, como si encerrara vida y no muerte en sus entrañas. Un postrer tirón... y eso retumbó sobre los costados... volcándose, con inmenso horror de Ellery... Desplomándose sobre el terreno, acuclillado y transido de fatiga, se palpó las ropas en procura de un cigarrillo.
-Necesito... un poco de... descanso... -rumió, fumando con desesperación.
Scott se apoyaba sobre su azada. Sólo el padre Anthony se acercó al féretro y, tirando de él hasta enderezarlo, comenzó a forzar la tapa con manos seguras.
Ellery observaba, fascinado; luego se incorporó, arrojó el cigarrillo, se maldijo y arrancó el pico de las manos del clérigo. Un fuerte envión, la tapa rechinó... y...
Apretando los labios, se adelantó el posadero. Calzándose guantes de lona, se inclinó sobre el cadáver. Ellery, febrilmente, desempaquetó el voluminoso bulto que trajera desde Jasmine Street; una enorme cámara fotográfica, prestada por el director del Corsica Call. Comenzó a enredarse con algo...
-¡Bien! ¿Ya está? -articuló, roncamente.
Señor Queen, aquí está! -respondió el posadero.
-¿Sólo uno?
-¡Sólo uno!
-¡Vuélvalo! -Al cabo de un rato, Ellery agregó: -¿Está allí?
-Sí.
-¿Sólo uno?
-Sí.
-¿Donde dije que lo hallaríamos?
-Sí.
Ellery levantó algo por encima de su cabeza y dirigiendo la lente de la cámara, con la otra mano, sobre lo que yacía en el féretro, hizo un gesto convulsivo, y algo azulado serpenteó en el aire, acompañado por una relumbrante detonación, iluminando la falda de la colina con una llamarada del infierno.

Y Ellery, haciendo una pausa en la macabra labor, se apoyó sobre la azada, diciendo:
-Permítanme contarles el caso -Scott trabajaba sin descanso. El padre Anthony estaba sentado sobre el lío que contenía la cámara fotográfica-. Voy a contarles una historia extraña, plena de diabólica astucia, sólo frustrada por... ¡Existe Dios, Padre!
"Cuando descubrí que el armario del cuarto de McGovern no estaba en el lugar habitual, quitado de allí hacia la hora del crimen, entreví la posibilidad de que el propio criminal lo hubiese movido con algún propósito definido... Empujando a un lado el mueble, descubrí en el muro, a un pie del zócalo, una marca circular hecha sobre el yeso. Esta huella y el armario se encontraban en línea recta con la silla de cañas en que estaba sentado McGovern al ser muerto y la puerta en que se apostó el criminal al oprimir el gatillo. ¿Coincidencia? Creo que no.
"Adiviné al punto que la huella era similar a la que podía haber producido un proyectil carente de fuerza, dado que la depresión era poco profunda. También se me hizo evidente que, supuesto que el asesino estaba de pie y la víctima sentada (muerta de un tiro en el corazón) la marca de la pared, situada a varias yardas detrás de la silla de cañas, debía aparecer, si había sido causada por la bala disparada por el homicida, en el mismo lugar en que la encontré, pues la trayectoria de la bala iba de arriba hacia abajo.
Los terrones retumbaban sobre el féretro.
-También era evidente -prosiguió Ellery- que, de haber sido esa bala la que atravesara el cuerpo de McGovern, el respaldar de la silla de cañas debía presentar una perforación. Examiné la silla, pero... ¡no descubrí agujero alguno! Luego, era posible que el proyectil que causó la huella en el muro, desviándose del blanco, no hubiese atravesado el cuerpo de McGovern; en otros términos, que se habían disparado dos tiros durante aquella noche tormentosa; uno, el que se alojara en el cuerpo, y otro, el que ocasionara la marca en cuestión. Pero no se habló del hallazgo de una segunda bala en aquel cuarto, a pesar de que había sido inspeccionado a fondo. Yo mismo revisé el piso, sin éxito alguno. De este modo, si se había descerrajado un segundo disparo, nada más sencillo deducir que el asesino se había llevado consigo el proyectil al mismo tiempo que movía el armario para ocultar la marca dejada por la bala. -Hizo una pausa y, sombrío, contempló la tumba deshecha-. Pero, ¿por qué se llevó ese proyectil, dejando que encontráramos la bala fatal, la misma que fuera hallada en el cuerpo de la víctima? Sus manejos no tenían sentido. Por otra parte, la proposición contraria significaba que no hubo nunca dos proyectiles: sólo había sido descerrajado un tiro contra McGovern.
La ladera de la colina temblaba de sombras mientras parecían danzar legiones de brujas sobre el lúgubre camposanto.
-Comencé a trabajar -continuó Ellery, fatigosamente-, en base a esa suposición. Si sólo había sido disparada una bala contra McGovern, ésta era entonces la misma que le ultimara, atravesándole el corazón, saliendo por la espalda, perforando las cañas del respaldar de la silla y estrellándose contra la pared, en el sitio en que encontré la huella; la bala, rebotando, cayó sobre el piso; en tal caso, ¿por qué la silla de McGovern no presenta perforación de bala? Sólo se explicaba esa anormalidad suponiendo que no eraésa la silla de McGovern. El homicida ya había ejecutado un movimiento para encubrir la marca del muro dejada por la bala, movimiento tendiente a ocultarnos el hecho de que el proyectil traspasó el cuerpo: el desplazamiento del armario. En ese caso, ¿por qué no suponer que había cambiado las sillas? Todos sus cuartos, el señor Scott, están idénticamente amueblados; el criminal arrastró la silla de McGovern hasta su propio aposento, trayendo la suya para reemplazar a la de McGovern. Todas esas deducciones quedarían perfectamente verificadas si encontraba una silla de cañas con una perforación en el respaldo. Y no tardé en encontrarla, el señor Scott... ¡en el dormitorio de uno de sus pensionistas!
La tierra había sido nivelada al ras de la cuesta. El padre Anthony observaba a su amigo con ojos velados por la angustia; y, durante unos instantes, un negrísimo nubarrón cubrió el disco lunar, envolviendo la tierra en densas tinieblas.
-¿Por qué quería el criminal encubrir el hecho relativo a la existencia de la bala fría? -musitó Ellery-. Sólo podría mediar una razón: sus deseos de que el proyectil no fuera encontrado y examinado. Pero el caso es que la policía encontró y examinó la bala -el nubarrón descubrió la luna, que volvió a brillar sobre sus cabezas-; pero, ¡la bala descubierta no era la bala fatal!
Al fin, todo quedó concluido: el montículo se alzaba redondeado y tenebroso bajo la luz lunar. El padre Anthony, abstraído, tomó el pequeño poste funerario de madera y lo clavó en la tierra. Michael Scott se irguió en toda su estatura, enjugándose la frente.
-¿No era la bala fatal? -balbuceó.
-No. Reflexionen un instante: ¿qué objeto encerraba el descubrimiento de este proyectil? Pues, inculpar a Roger Bowen como asesino de McGovern; pero si era una bala falsa, debemos conjeturar que Bowen había caído en la celada tendida por alguien, el cual, imposibilitado de apoderarse del revólver de Bowen a causa de la vigilancia de éste, pero ya en posesión de una bala fría disparada por esa arma, se encontraba en condiciones ideales, después del crimen, para cambiar la bala inocente, por así decirlo, por la que ultimó, realmente, a McGovern -la voz de Ellery se elevó, estridente-. El proyectil del arma asesina no nos revelaría las marcas del revólver de Bowen; si el asesino hubiese dejado su propia bala en el lugar del crimen, los peritos habrían indicado que no procedía del revólver de Bowen y la celada se habría desbaratado. De este modo, pues, el criminal necesitaba llevarse la bala verdadera, la bala fatal, ocultar la huella del muro y cambiar las sillas de cañas.
-Pero, ¿por qué ese condenado no dejó allí la silla de cañas? ¿Por qué tanto afán para encubrir el estropicio en la pared? ¿Por qué no recoger su propia bala y dejar caer al suelo la de Bowen? ¿Acaso no sería esto lo más seguro? Y de esa manera, no tendría que ocultar que el proyectil había atravesado el cuerpo de McGovern.
-¡Sutil pregunta! -dijo Ellery-. Sí, ¿por qué? El asesino no llevaba consigo, a la hora de la muerte, la bala fría hurtada a Bowen; de fijo, la ocultó en algún lugar, inaccesible para él, dada la premura del momento.
-En ese caso, no esperaba que la bala le atravesara el cuerpo -gritó Scott, agitando sus poderosos brazos de suerte que sus sombras parecieron acuchillarse a través de la sepultura de McGovern-. Y debía esperar substituir la bala asesina por la de Bowendespués del crimen, después del examen policial, después de...
-Eso mismo, señor Scott -puntualizó Ellery-. ¡Exactamente! Luego... -enmudeció de improviso.
Un fantasma, envuelto en diáfanas y blancas vestiduras, parecía flotar por la cuesta de la colina, precipitándose hacia ellos, rozando apenas la obscura tierra. El padre Anthony se incorporó, y Ellery apresó el mango de la azada, anhelante...
Michael Scott, empero, prorrumpió, roncamente:
-¡Iris! ¿Qué es...?
La muchacha se lanzó hacia Ellery:
Señor Queen! -jadeó-. Ellos vienen... al cementerio... Descubrieron... alguien les vio dirigirse hacia aquí con las zapas y picos y... Pringle viene con Sam Dodd... Corrí para...
-¡Mil gracias, Iris! -respondió Ellery-. Entre sus muchísimas virtudes, pequeña, posee la del valor...
Mas no hizo movimiento alguno para alejarse.
-¡Escapemos! -murmuró Scott-. No quisiera que...
-¿Es un crimen buscar ponerse en comunión con los sagrados muertos? -articuló el detective-. No... ¡aguardemos!
Aparecieron dos puntillos; transformados, prestamente, en muñecos danzantes, cobraron mayor estatura y volumen y ascendieron, trabajosamente, la cuesta de la colina. El primero de ellos era corpulento: algo relumbraba en su diestra. Tras él se debatía un hombrecillo de rostro palidísimo.
-¡Michael! -vociferó el policía, blandiendo el arma-. ¡Padre! ¿Cómo? ¿Usted también aquí, señor Queen? ¿Qué diablos significa esto? ¿Se han vuelto todos insensatos? ¡Violando tumbas! ¡Cielos!
-¡Gracias a Dios que no llegamos tarde! -jadeaba el forense-. Aún no excavaron... -Miró el montículo y las herramientas, aliviado-. Señor Queen, no ignorará usted que es contrario a la ley su...
-¡Jefe Pringle! -dijo Ellery, con acento pesaroso y firme, dando un paso adelante y fijando sus ojos grises en los del médico forense-, detenga a este individuo por el asesinato premeditado de McGovern y tentativa de inculpar, criminalmente, a Roger Bowen.

Sombras purpúreas invadían el balcón; hacía largo tiempo que la luna se había puesto tras el horizonte; Corsica se entregaba al reposo; sólo rebrillaba, vagamente, el blanco vestido de Iris y el ascua de la pipa de Scott.
-¡Sam Dodd! -musitaba el posadero-. ¡Cielos! Conocía a Sam Dodd...
-¡Oh, Padre! -gimió la muchacha, tanteando las sombras del balcón en busca de la mano amiga del padre Anthony, sentado en la contigua mecedora.
-El asesino sólo podía ser Samuel Dodd -dijo Ellery, roncamente-. Puso usted el dedo en la llaga, señor Scott, cuando señaló que el criminal debía abrigar la esperanza de poder ejecutar después la substitución de los proyectiles, y de que no esperaba que su bala atravesara el cuerpo de McGovern. Por ventura, ¿quién podría haber cambiado las balas si el proyectil fatal quedaba en el cuerpo del muerto, cosa que esperaba el homicida antes del asesinato? Sólo Dodd, el forense, quien debía ejecutar la autopsia que es de rigor en estos casos. ¿Quién podía haber acallado el hecho de que la bala había atravesado el cuerpo de McGovern de parte a parte? Sólo Dodd, el empresario de pompas fúnebres del pueblo, que preparó el cadáver para la inhumación. ¿Quién estableció que la bala estaba dentro del cuerpo? Sólo Dodd, quien practicó su autopsia; si era inocente, ¿cómo explicar sus mentiras? ¿Quién puso en evidencia la bala de Bowen? Sólo Dodd, que afirmó haberla extraído del corazón de McGovern -Iris dejó escapar un desgarrador sollozo-. ¿Existían hechos confirmatorios de la teoría? ¡De sobra! Dodd vivía en esta casa y, por ende, tenía acceso nocturno al aposento de McGovern. Dodd "descubrió" el cadáver; por tanto; se encontraba en ideales condiciones para hacer cuanto le viniera en gana sin temer interrupciones. Dodd, en su carácter de médico forense, estableció la hora de la muerte, y es fácil comprender que podría haberla especificado algunos minutos más tarde de la verdadera a fin de compensar el tiempo empleado por él en desplazar el armario y las salidas de cañas. Dodd, conforme a sus propias declaraciones, salía con frecuencia de caza con Roger y, por consiguiente, podría haberse apoderado fácilmente de una bala fría de revólver de aquél, una bala disparada y errada. Dodd, corno forense, tenía espíritu profesional: es necesario tener alma de policía para pensar en esas marcas del proyectil fatal. Dodd, como forense, poseía profundos conocimientos en balística... y un microscopio para cotejar las marcas del "alma" del revólver... Ya ven, pues, que tenia mis buenas pruebas de su culpabilidad. En el aposento de McGovern descubrí la silla de cañas con la perforación de bala en el respaldo. Y lo que es aún más importante, amigos, deduje que si el cuerpo de McGovern, exhumado, tenía una herida de bala en el pecho y su correspondiente salida en la espalda, mis pruebas contra Dodd serían completas en el sentido de que había mentido en su parte oficial y que toda mi cadena de razonamientos era correcta. Excavamos la tumba, encontramos el agujero de bala en la espalda... ¡Mis fotografías enviarán a Dodd a la silla eléctrica!
-¿Y Dios, hijo mío? -dijo el padre Anthony, quedamente, desde el seno de las tinieblas.
Ellery suspiró:
-Prefiero pensar que fue algún otro agente el que intervino en el caso, haciendo que la bala atravesara, de lado a lado, el cuerpo de McGovern. De haberse alojado en el corazón del artista, como Dodd tenía buenas razones para esperar, no habríamos encontrado huellas en el muro, ni perforación en la silla de cañas, ni tendríamos motivos para considerar procedente la exhumación del cadáver. Dodd habría presentado al jurado la bala de Bowen, pretendiendo haberla encontrado en el cuerpo de McGovern, y Bowen habría encontrado tremendas dificultades para demostrar su inocencia...
-¡Pero Sam Dodd! ¡Sam Dodd! -gritó Iris, ocultando el rostro entre las manos-. ¡Tanto tiempo hace que lo conozco! ¡Si creo que me vio nacer! Siempre se portó conmigo tan cariñosamente, tan bondadosamente... tan...
Se incorporó Ellery y sus zapatos rechinaron. Curvándose sobre la niña de claro vestido,le apresó el mentón entre las manos y contempló, con admiración, aquel rostro agraciado.
-Hermosuras como la suya, querida Iris, son regalos peligrosísimos. Su bondadoso Sam Dodd asesinó a McGovern para librarse de un rival y enredó a Roger Bowen en el homicidio para desembarazarse, asimismo, de otro rival no menos peligroso.
-¿Rival? -balbuceó Iris.
-¡Rival! ¡Demonios! -masculló Scott.
-Tus ojos, hijo mío -susurró el padre Anthony-, son penetrantes.
-La esperanza surge en el corazón de los hombres como un manantial de júbilo... y de odio mortal -concluyó Ellery, suavemente-. Hija mía, Sam Dodd la amaba...
FIN
Las aventuras de Ellery Queen, 1934