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miércoles, 25 de enero de 2017

El hombre de nieve, una historia de Murakami

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el hombre de hielo, cuento de Murakami
—Es que yo no lo sé —dijo el hombre de hielo con tono calmado, pero resuelto. Y exhaló una compacta y blanca nube de aliento—. Yo no tengo pasado. Yo conozco el pasado de todas las cosas. Conservo el pasado de todas las cosas. Pero en mí no hay pasado. No sé dónde he nacido. No conozco el rostro de mis padres. Ni siquiera sé si realmente los he tenido. Ni siquiera sé cuántos años tengo. Ni siquiera sé si, en verdad, tengo edad.
El hombre de hielo estaba solo como un iceberg en medio de las tinieblas.

Cuento de Haruki Murakami: El hombre de nieve

Me casé con un hombre de hielo.
Encontré al hombre de hielo en el hotel de unas pistas de esquí. Es posible que aquél fuera el lugar más indicado para conocerlo. En el vestíbulo de aquel bullicioso hotel, atestado de gente joven, el hombre de hielo estaba solo, leyendo tranquilamente un libro en el rincón más alejado de la estufa. Ya casi era mediodía, pero a mí me dio la impresión de que la límpida y fría luz de la mañana todavía seguía brillando sólo a su alrededor.
—¡Mira! Aquél es el hombre de hielo —me susurró una amiga. Pero yo, entonces, no tenía la menor idea de qué era un hombre de hielo. Tampoco mi amiga lo tenía muy claro. Lo único que sabía era que se llamaba de ese modo.
—Seguro que está hecho de hielo. De ahí le debe de venir el nombre —me dijo ella con una expresión muy seria. Como si hablara de algún fantasma o de alguna víctima de una enfermedad contagiosa.
el hombre de hielo, cuento de Murakami
El hombre de hielo era alto y sus cabellos, a ojos vista, rígidos. De cara parecía joven, pero su pelo, tieso como el alambre, estaba entreverado de algo blanco como la nieve cuajada en el suelo. Sin embargo, dejando eso aparte, su aspecto no difería apenas del de un hombre normal. No se le podía llamar guapo, pero, según cómo te lo miraras, tenía un aire muy atractivo. Había algo punzante en él que se te clavaba muy hondo en el corazón. Y ese algo residía, especialmente, en su mirada. En sus ojos silenciosos y transparentes que centelleaban como un carámbano en una mañana de invierno. Aquellos ojos parecían poseer un destello de vida verdadera dentro de un cuerpo transitorio. Permanecí unos instantes allí de pie, contemplando desde lejos al hombre de hielo. Pero él no alzó la cabeza ni un solo instante. Siguió leyendo el libro, inmóvil, sin hacer ningún movimiento. Como si estuviera convenciéndose a sí mismo de que estaba completamente solo.
La tarde del día siguiente, el hombre de hielo se encontraba en el mismo lugar, leyendo el mismo libro. Tanto al mediodía, cuando fui al comedor a almorzar, como al atardecer, cuando volví de las pistas con mis amigos, él estaba en la misma silla del día anterior proyectando la misma mirada sobre las páginas del mismo libro. Al día siguiente, igual. Cayera la tarde, avanzara la noche, él seguía allí, solo, leyendo con una placidez semejante a la del invierno al otro lado de la ventana.
En la tarde del cuarto día, esgrimí una excusa y no subí a las pistas. Me quedé sola en el hotel y estuve vagando un rato por el vestíbulo. Todo el mundo había ido a esquiar y el vestíbulo estaba desierto como una ciudad abandonada. El aire, muy caliente y húmedo, contenía un extraño tufo melancólico. Era el olor de la nieve que la gente arrastraba, adherida a la suela de sus botas, al interior del hotel, y que en ese momento se deshacía ante la estufa sin que a nadie le importara. Atisbé afuera por una ventana, y por otra, hojeé el periódico. Luego me acerqué al hombre de hielo dispuesta a dirigirle la palabra. Yo soy más bien tímida, no suelo abordar a desconocidos si no tengo necesidad. Pero, en aquel momento, algo me impelía a hablar, a toda costa, con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel y, si perdía aquella ocasión, ya no se me volvería a presentar otra.
—¿Usted no esquía? —le pregunté intentando dar a mi voz un tono natural.
Él alzó la cabeza despacio. Con cara de estar pensando: «No sé por qué, pero me ha dado la impresión de haber oído soplar el viento a lo lejos». Me clavó aquellos ojos suyos. Luego sacudió la cabeza en silencio.
—No, yo no esquío. Me basta con estar aquí leyendo mientras contemplo la nieve. —Sus palabras formaban una blanca nube parecida al bocadillo de un manga. Yo pude ver las palabras, tal y como lo digo, con mis propios ojos. Él les quitó la escarcha frotándolas suavemente con el dedo.
Yo ya no supe qué añadir a continuación. Me ruboricé y me quedé allí plantada. El hombre de hielo me miró a los ojos. Me pareció verlo sonreír por un instante. Pero no estoy segura. ¿Había sonreído realmente? Quizá sólo me había dado esa impresión.
—¿Por qué no se sienta un momento? —me dijo el hombre de hielo—. Podemos hablar un rato si quiere. Tengo la sensación de que usted siente curiosidad por mí. Debe de querer saber cómo es un hombre de hielo, ¿verdad? —Y se rio, aunque sólo un instante—. No se preocupe. Aunque hable conmigo, no va a resfriarse.
Así que hablé con el hombre de hielo. Nos sentamos juntos en un sofá de un rincón del vestíbulo y hablamos con reserva mientras contemplábamos la nieve que danzaba al otro lado de la ventana. Yo pedí un cacao y me lo bebí. Él no tomó nada. El hombre de hielo no parecía mejor conversador que yo. A eso hay que añadir que no teníamos en común ningún tema de conversación. Primero hablamos del tiempo. Luego, de lo cómodo que era el hotel. ¿Está aquí solo?, le pregunté. Sí, me respondió. El hombre de hielo me preguntó si me gustaba esquiar. No mucho, le respondí. La verdad es que he venido porque mis amigas insistieron mucho. Pero yo apenas sé esquiar. Yo me moría de ganas de saber cómo era el hombre de hielo. Si era verdad que estaba hecho de hielo. Qué comía. Dónde vivía en verano. Si tenía familia o no… Ese tipo de cosas. Pero el hombre de hielo parecía reticente a hablar de sí mismo. Y yo no me atrevía a preguntar. Porque pensaba que, tal vez, a él no le apeteciera tocar esos temas.
En cambio, sí habló de mí. Es realmente difícil de creer, pero el hombre de hielo, fuera por la razón que fuese, me conocía a fondo. La composición de mi familia, mi edad, mis aficiones, mi estado de salud, la universidad a la que iba, los amigos con quienes salía, lo sabía absolutamente todo. Incluso conocía al dedillo cosas de un pasado lejano que yo ya había olvidado por completo.
—No lo entiendo —le dije sonrojándome—. Me da la impresión de haberme quedado desnuda delante de la gente. ¿Cómo es posible que sepas tantas cosas de mí? —le pregunté—. ¿Puedes leer la mente de las personas?
—No, yo no puedo leer la mente de los demás. Pero lo sé. Así, sin más —dijo el hombre de hielo. Como si clavara la mirada en el interior del hielo—. Si te miro así, fijamente, puedo saberlo todo sobre ti.
—¿Ves el futuro? —le pregunté.
—El futuro no lo conozco —me dijo el hombre de hielo con semblante inexpresivo. Y sacudió la cabeza despacio—. El futuro no me interesa lo más mínimo. A decir verdad, en mí no cabe el concepto de futuro. Porque en el hielo no existe el futuro. Sólo contiene el pasado, y lo contiene cerrado de una manera hermética. Dentro de él existe la totalidad de las cosas, nítidamente selladas como si estuvieran vivas. El hielo es capaz de conservar muchas cosas de esta forma. De una manera limpia y clara. Ésta es la función del hielo, su esencia.
Nos seguimos viendo incluso después de volver a Tokio. Pronto empezamos a quedar todos los fines de semana. Pero nunca íbamos al cine, ni entrábamos en una cafetería. Tampoco comíamos juntos. Porque el hombre de hielo apenas comía. Siempre nos sentábamos en el banco de algún parque y hablábamos. Hablábamos realmente de muchas cosas. Pero, por más tiempo que pasara, el hombre de hielo no parecía decidirse a hablar de sí mismo.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué no hablas nunca de tus cosas? A mí me gustaría saber más cosas sobre ti. Dónde has nacido. Quiénes son tus padres. Cómo te has convertido en un hombre de hielo.
El hombre de hielo se me quedó mirando unos instantes a los ojos. Luego, sacudió la cabeza despacio.
—Es que yo no lo sé —dijo el hombre de hielo con tono calmado, pero resuelto. Y exhaló una compacta y blanca nube de aliento—. Yo no tengo pasado. Yo conozco el pasado de todas las cosas. Conservo el pasado de todas las cosas. Pero en mí no hay pasado. No sé dónde he nacido. No conozco el rostro de mis padres. Ni siquiera sé si realmente los he tenido. Ni siquiera sé cuántos años tengo. Ni siquiera sé si, en verdad, tengo edad.
El hombre de hielo estaba solo como un iceberg en medio de las tinieblas.
Y yo me enamoré profundamente del hombre de hielo. Y el hombre de hielo amaba, simplemente, a mi yo del presente, sin pasado, sin futuro. Y yo amaba al hombre de hielo del presente, sin pasado ni futuro. Era maravilloso. Incluso empezamos a hablar de casarnos. Yo acababa de cumplir veinte años. Y el hombre de hielo era el primer hombre de quien me enamoraba en serio en toda mi vida. Qué significaba amar al hombre de hielo era algo que yo, en aquellos momentos, no podía ni imaginar. Pero creo que, aunque hubiera estado enamorada de otra persona, tampoco lo hubiera sabido.
Mi madre y mi hermana mayor se opusieron de forma categórica a mi boda con el hombre de hielo. Eres demasiado joven para casarte, me decían. Ni siquiera conoces exactamente su identidad. Ni siquiera sabes dónde ha nacido, ni cuándo. ¿Cómo vamos a decirles a nuestros parientes que te casas con un tipo así? Además, ¡él es de hielo! ¿Qué harías si, por casualidad, se te deshiciera?, decían ellas. Parece que no lo entiendas, pero al casarse, uno tiene que estar dispuesto a asumir una serie de responsabilidades. ¿Y cómo puede un hombre de hielo asumir sus responsabilidades como marido?
Pero esas preocupaciones eran innecesarias. En realidad, el hombre de hielo no estaba hecho de hielo. El hombre de hielo sólo era frío como el hielo. Por lo tanto, aunque estuviera en un sitio cálido, no se derretía. Su frialdad se parecía al hielo. Pero su cuerpo no se componía de hielo. Y aunque ciertamente era de una frialdad extrema, ésta no robaba la temperatura corporal de los demás.
Y nos casamos. La nuestra fue una boda sin felicitaciones. Ni mis amigos, ni mis padres, ni mis hermanas, nadie se alegró de nuestro casamiento. Ni siquiera celebramos la ceremonia nupcial. Tampoco pudimos inscribirnos en el registro civil porque él no tenía certificado de nacimiento. Simplemente, los dos decidimos que nos habíamos casado. Compramos un pequeño pastel y nos lo comimos. Ésa fue nuestra pequeña celebración. Alquilamos un pequeño apartamento y el hombre de hielo, para ganarse la vida, entró a trabajar en unos almacenes frigoríficos de carne de ternera congelada. Él resistía muy bien el frío y, por más que trabajara, no se cansaba. Apenas comía. Por lo tanto, su jefe lo tenía en gran estima. Y le pagaba un sueldo mucho más alto que a los demás empleados. Y nosotros vivíamos tranquilos y felices sin que nadie nos molestara y sin molestar a nadie.
Cuando nos abrazábamos, yo pensaba en un bloque de hielo que debía de existir, silencioso y solo, en alguna parte. Me preguntaba si el hombre de hielo conocía el lugar donde se encontraba aquel bloque. Era una roca de hielo congelada, tan dura que costaba imaginar que pudiera existir algo más duro. Era el bloque de hielo más grande del mundo. Se encontraba en algún lugar remoto. El hombre de hielo traía a este mundo el recuerdo de aquel bloque de hielo. Al principio, cuando me abrazaba, me sentía invadida por el desconcierto. Sin embargo, pronto me acostumbré. Incluso empecé a amar encontrarme entre sus brazos. Él seguía sin decir una palabra sobre sí mismo. Tampoco sobre cómo se había convertido en un hombre de hielo. Yo no le preguntaba nada. Nos abrazábamos en la oscuridad y compartíamos en silencio aquel bloque gigantesco. Dentro de ese hielo estaba encerrado con pulcritud todo el pasado del mundo a lo largo de cientos de millones de años.
En nuestro matrimonio, no existía ningún problema propiamente dicho. Nos amábamos de forma profunda el uno al otro, nadie se interponía en nuestro amor. La gente que nos rodeaba no acababa de acostumbrarse al hombre de hielo, pero, a pesar de ello y con el paso del tiempo, al menos empezaron a dirigirle la palabra. Empezaron a decir que, en fin, tampoco era tan diferente de la gente normal. Pero ellos, en el fondo de su corazón, no aceptaban al hombre de hielo ni, por supuesto, tampoco a mí por haberme casado con él. Nosotros éramos un tipo de personas distinto a ellos y, por más tiempo que pasara, esa zanja era imposible de rellenar.
Tampoco lográbamos concebir un hijo. Quizás entre un ser humano y un hombre de hielo hubiera incompatibilidades genéticas que lo impidieran. En cualquier caso, al no tener ningún niño, a mí me sobraba el tiempo. Por la mañana arreglaba la casa en un santiamén y, luego, no tenía nada más que hacer. Carecía de amigos con quienes charlar o ir a alguna parte, tampoco conocía a nadie en el barrio. Mi madre y mis hermanas todavía estaban enfadadas conmigo por haberme casado con el hombre de hielo y no me dirigían la palabra. Para ellas yo era la oveja negra de la familia, alguien de quien se avergonzaban. Ni siquiera contaba con alguien con quien hablar por teléfono. Mientras el hombre de hielo trabajaba en el almacén frigorífico, yo permanecía siempre en casa leyendo o escuchando música. Por mi carácter, yo era una persona a quien le gustaba más estar en casa que salir, tampoco me asustaba la soledad. Sin embargo, todavía era joven y pronto me agobió esa sucesión de días idénticos sin cambio alguno. Lo que me hacía sufrir no era el aburrimiento. Lo que yo no podía soportar era la reiteración. No sé por qué, pero empecé a verme a mí misma como una sombra repetida dentro de esa reiteración.
Entonces, un día se lo propuse a mi marido. ¿Por qué no hacíamos un viaje, para cambiar de aires?
—¿Un viaje? —dijo el hombre de hielo. Me miró con los ojos entre-cerrados—. ¿Y por qué diablos quieres ir de viaje? ¿Acaso no eres feliz aquí conmigo?
—No se trata de eso —le dije—. Yo soy feliz. Entre nosotros no hay ningún problema. Pero me aburro. Quiero ir lejos y ver algo que no haya visto nunca. Respirar un aire que no haya respirado jamás. ¿Lo entiendes? Además, todavía no hemos ido de luna de miel. Tenemos dinero ahorrado, a ti te deben un montón de días de vacaciones. Creo que éste es el momento ideal para marchamos tranquilamente de viaje.
El hombre de hielo lanzó un suspiro tan profundo que casi parecía congelado. El suspiro cristalizó en el aire de una manera audible. Cruzó sobre las rodillas sus largos dedos cubiertos de escarcha.
—Bueno, pues si a ti te apetece ir de viaje, yo no tengo nada que objetar. A mí no me parece muy buena idea, la verdad. Pero, en fin, si eso te hace feliz, estoy dispuesto a marcharme, iré a donde tú quieras. En el almacén, si las pido, creo que podré tomarme unas vacaciones. Hasta ahora he trabajado muy duro. Dudo que haya algún problema. Por cierto, ¿ya has pensado adónde te gustaría ir?
—¿Qué te parece ir al Polo Sur? —le dije.
Lo elegí pensando que, haciendo tanto frío, seguro que a él le interesaría ir. Además, a decir verdad, yo siempre había querido ir al Polo Sur. Quería ver la aurora boreal y los pingüinos. Me imaginé a mí misma cubierta con un abrigo de pieles con capucha, bajo la aurora boreal, mirando jugar a los pingüinos.
Cuando lo oyó, el hombre de hielo clavó sus ojos en los míos. Fijamente, sin parpadear. Y, como un afilado carámbano de hielo, me atravesó los ojos hasta llegar al fondo de mi cerebro. Él permaneció unos instantes reflexionando en silencio, pero al final, con voz sorda, me dijo que le parecía bien.
—De acuerdo, si tú quieres ir al Polo Sur, vayamos al Polo Sur. ¿Estás segura de que es ése el lugar al que prefieres ir?
Asentí.
—Creo que, dentro de dos semanas, podré tomarme unas vacaciones. Imagino que te dará tiempo de prepararlo todo para el viaje. ¿Estás de acuerdo? ¿Seguro?
No pude responder de inmediato. Porque notaba la cabeza fría y embotada debido a aquella mirada, tan fija, parecida a un carámbano, que me había lanzado el hombre de hielo.
Sin embargo, con el paso del tiempo empecé a arrepentirme de haberle propuesto a mi marido ir de viaje al Polo Sur. No sé por qué. Pero tenía la sensación de que, en cuanto yo acabé de pronunciar las palabras «Polo Sur», algo había cambiado en su interior. Los ojos de mi marido eran dos carámbanos mucho más agudos que antes, su aliento era mucho más blanco que antes, sobre sus dedos había mucha más escarcha que antes. Se volvió mucho más taciturno que antes, mucho más obstinado que antes. Dejó de comer por completo. Todo eso me causó una enorme inquietud. Cinco días antes de partir me decidí a pedírselo. Que abandonáramos la idea de ir al Polo Sur. Pensándolo bien, hacía demasiado frío allí y eso no sería bueno para la salud, le dije. He pensado que sería mejor que fuéramos a otro lugar más normal. Europa estaría muy bien. Podríamos ir a España, por ejemplo, a descansar. A beber vino, comer paella y ver corridas de toros. Pero mi marido hizo oídos sordos a lo que yo decía. Permaneció unos instantes con la mirada clavada a lo lejos. Luego me miró. Me miró fijamente a los ojos. Su mirada era tan profunda que sentí como si mi cuerpo fuera desapareciendo gradualmente. Yo no quiero ir a España, dijo mi marido, el hombre de hielo, con voz resuelta. Lo siento, pero en España hace demasiado calor para mí, y hay demasiado polvo. La comida es demasiado picante. Además, ya hemos adquirido los dos billetes para ir al Polo Sur. Incluso ya te has comprado un abrigo de pieles y unas botas forradas para el viaje. No podemos tirar todo eso. Ahora tenemos que ir allí.
A decir verdad, yo tenía miedo. Presentía que si íbamos al Polo Sur nos ocurriría algo irreparable. Tuve un sueño horrible, recurrente. Estoy paseando y me caigo dentro de un profundo agujero que se abre en el suelo, y allí dentro me voy congelando sola, sin que nadie me encuentre. Encerrada en el hielo, clavo la vista en el cielo. Estoy consciente. Pero no puedo mover ni un dedo. Es una sensación terriblemente extraña. Me doy cuenta de que, minuto a minuto, me voy convirtiendo en pasado. No hay futuro en mí. Sólo un pasado que se va acumulando. Y entonces, de repente, todos me están contemplando, ellos están mirando el pasado. La visión de cómo yo voy pasando de largo mirando hacia atrás.
Luego me despierto. A mi lado, el hombre de hielo está profundamente dormido. Duerme sin un suspiro. Como algo muerto y congelado. Pero yo amo al hombre de hielo. Lloro. Mis lágrimas caen sobre su mejilla. Entonces él se despierta y me abraza.
—He tenido una pesadilla espantosa —le digo. Él sacude la cabeza despacio en la oscuridad.
—Es sólo un sueño —me dice—. Los sueños vienen del pasado. No del futuro. Ellos no tienen que controlarte a ti. Eres tú quien debe controlarlos a ellos. ¿De acuerdo?
—Sí —le digo. Pero no estoy convencida.
Mi marido y yo cogimos el avión para el Polo Sur. No logré encontrar ningún pretexto para impedir el viaje. Tanto el piloto como las azafatas de aquel avión que se dirigía al Polo Sur eran terriblemente taciturnos. Quería contemplar la vista por la ventanilla del avión, pero unas gruesas nubes me lo impidieron. Además, las ventanillas pronto se cubrieron de una capa de hielo. Mientras, mi marido permaneció en silencio leyendo un libro. Yo no sentía ni un ápice de la excitación y alegría que suele acompañar a un viaje. Simplemente estaba haciendo algo que había decidido hacer.
Cuando bajamos la escalerilla del avión y tocamos tierra, noté cómo un gran temblor sacudía el cuerpo de mi marido. Fue más breve que un parpadeo, la mitad de un instante, y nadie se dio cuenta de ello, ni siquiera se reflejó en su rostro. Pero a mí no se me pasó por alto. Dentro del cuerpo de mi marido algo se había estremecido con gran violencia, aunque de manera secreta. Clavé la vista en su perfil. Plantado allí, contempló el cielo, se miró las manos y respiró hondo. Luego me miró y sonrió alegremente.
—¿Aquí es adónde querías venir? —me dijo.
—Sí —contesté.
Ya lo suponía hasta cierto punto, pero el Polo Sur resultó ser una tierra todavía más solitaria de lo que imaginaba. Allí no vivía casi nadie. Sólo había un pequeño pueblo anodino. En el pueblo sólo había un pequeño hotel, evidentemente, anodino. El Polo Sur no es un lugar turístico. Ni siquiera se veían pingüinos. Ni tampoco la aurora boreal. A veces me dirigía a la gente con la que me cruzaba por la calle y les preguntaba dónde podía encontrar a los pingüinos. Sin embargo, la gente se limitaba a sacudir la cabeza en silencio. Ellos no entendían mi lengua. Así que dibujé un pingüino en un papel. Con todo, ellos siguieron sacudiendo la cabeza sin decir una palabra. Yo me sentía sola. A la que dabas un paso fuera de la ciudad, ya no veías más que hielo. No había ni árboles, ni flores, ni ríos, ni lagos. Fueras a donde fueses, no encontrabas más que hielo. Una vasta superficie de hielo que se extendía hasta donde te alcanzaba la vista.
Pero mi marido, con su aliento blanco, las manos cubiertas de escarcha y aquellos ojos como carámbanos clavados en la distancia, iba todo el día de aquí para allá, incansable, lleno a rebosar de energía. Enseguida aprendió la lengua de aquella tierra y empezó a hablar con la gente de la ciudad con un tono de resonancia duro como el hielo. Hablaban durante horas, con la seriedad pintada en el rostro. Pero yo no podía entender de qué diablos hablaban tan apasionadamente. Mi marido estaba fascinado por aquella tierra. Tenía algo que lo embelesaba. Al principio, eso me irritó. Sentía que me había dejado atrás. Me sentía traicionada, ignorada.
Pero pronto, en aquel mundo silencioso rodeado por una gruesa capa de hielo, fui perdiendo todas las fuerzas. Despacio, poco a poco. Y pronto desapareció incluso mi irritación. Parecía haber perdido en alguna parte la brújula de mis sensaciones. Perdí el sentido de la dirección, perdí la noción del tiempo, me perdí de vista a mí misma. No sé cuándo empezó, ni cuándo acabó. Pero, a la que me di cuenta, estaba encerrada sola dentro de la insensibilidad, en aquel mundo de hielo, en un invierno eterno que había perdido todos los colores. Incluso después de perder la mayoría de sensaciones, yo lo sabía. Que ese marido mío que estaba en ese momento en el Polo Sur no era mi marido de antes. No es que fuera diferente. Él seguía siendo tan atento conmigo como siempre, me hablaba con cariño. Y yo sabía muy bien que las palabras que pronunciaba eran sinceras. Pero yo lo sabía, por supuesto. Que era un hombre de hielo distinto al que yo había conocido en el hotel de las pistas de esquí. Pero no tenía a nadie a quien quejarme. Toda la gente del Polo Sur apreciaba a mi marido y no había nadie que entendiera una palabra de lo que yo les decía. Todos exhalaban un aliento blanco, tenían la cara cubierta de escarcha y bromeaban, discutían y cantaban en la sorda lengua del Polo Sur. Encerrada sola en la habitación del hotel, contemplaba aquel cielo gris sin perspectivas de que despejara a meses vista, y aprendía la terriblemente complicada (y que yo no creía poder llegar a saber jamás) gramática de la lengua del Polo Sur.
En el aeródromo ya no había ningún avión. Después de que partiera el avión que nos trajo a nosotros, ya no volvió a aterrizar ninguno más. Y la pista de aterrizaje pronto quedó enterrada bajo el duro hielo. Como mi corazón.
—¡Ha llegado el invierno! —exclamó mi marido—. Es un invierno muy largo. Los aviones ya no vendrán, ni tampoco los barcos. Todo, absolutamente todo, está congelado. Al parecer, no nos quedará más remedio que esperar hasta la primavera —dijo.
Tres meses después de llegar al Polo Sur descubrí que estaba embarazada. Y yo lo sabía. Que el niño que yo pariría sería un pequeño hombre de hielo. Mi útero se congelaría, finos trozos de hielo se mezclarían con mi líquido amniótico. Podía sentir su gelidez dentro de mi vientre. Yo lo sabía. El niño tendría la mirada de carámbano igual que su padre, y sus dedos estarían cubiertos de escarcha. Yo lo sabía. Que nuestra familia ya nunca más saldría del Polo Sur. El eterno pasado, con su peso desmesurado, nos aferraba los pies con fuerza. Y nosotros ya no nos podríamos soltar jamás.
A mí, ahora, apenas me queda corazón. Mi calor ya se ha esfumado en la distancia. Incluso a veces me olvido de que alguna vez lo tuve.
Pero aún puedo llorar. Estoy verdaderamente sola. En el lugar más frío y solitario del planeta. Cuando lloro, el hombre de hielo me besa la mejilla. Y mis lágrimas se convierten en hielo. Entonces, él toma en su mano mis lágrimas de hielo y se las pone sobre la lengua. «Oye, te quiero», me dice. Y no miente. Lo sé muy bien. El hombre de hielo me ama. Pero el viento que viene soplando de alguna parte se lleva atrás, muy atrás, hacia el pasado, sus palabras convertidas en blanco hielo. Yo lloro. Continúo derramando grandes lagrimones de hielo. En una casa de hielo del Polo Sur congelada en la distancia.
Cuento de Haruki Murakami: El hombre de nieve (podcast): Narradora: Antonia Zurera | Hombre de hielo: David Arnaiz | Músicas: Nicoco y Aleksey Chistilin (Jamendo).
Cuento de Haruki Murakami: Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bel

Cobardía [Cuento - Texto completo.] Joris-Karl Huysmans

http://ciudadseva.com/texto/cobardia-joris



Joris-Karl Huysmans

Francia:
1848-1907


Cobardía

[Cuento - Texto completo.]
Joris-Karl Huysmans

La nieve cae en grandes copos, el viento sopla, el frío hace estragos. Regreso a casa deprisa, preparo el fuego, la lámpara. Espero a mi amante. Cenaremos juntos en mi casa; he encargado la cena, he comprado una botella de vino de Borgoña, una hermosa tarta con frutas en almíbar (¡es tan golosa!). Son las seis, espero. La nieve cae en grandes copos, el viento sopla, el frío hace estragos; atizo el fuego, cierro las cortinas, cojo un libro, mi viejo Villon. ¡Qué inefable delicia! Cenar en casa los dos junto al fuego. Suenan en el reloj de pared las seis y media; presto atención para comprobar si sus pasos tocan levemente la escalera. Nada, ningún ruido. Enciendo mi pipa, me arrellano en mi sillón, pienso en ella. Las siete menos cinco. ¡Ah! ¡al fin! Es ella. Dejo mi pipa, corro hacia la puerta; los pasos siguen subiendo. Vuelvo a sentarme con el corazón oprimido; cuento los minutos, me acerco a la ventana; la nieve sigue cayendo en grandes copos, el viento sigue soplando, el frío sigue haciendo estragos. Intento leer, no sé lo que leo, solo pienso en ella, la excuso: la habrán retenido en el almacén, se habrá quedado en casa de su madre. ¡Hace tanto frío! Tal vez esté esperando un coche, pobre chiquita, ¡cómo voy a besar su naricilla fría y a sentarme a sus pies! Suenan las siete y media: ya no puedo estarme quieto, tengo el presentimiento de que no vendrá. ¡Vamos! Tratemos de cenar. Intento tragar algunos bocados pero mi garganta se cierra. ¡Ah! ¡ahora comprendo! Mil pequeñas naderías se yerguen ante mí; la duda, la implacable duda me tortura. Hace frío, pero ¿qué importan el frío, el viento, la nieve, cuando se ama? Sí, pero ella no me ama.
¡Oh! seré firme, la reprenderé enérgicamente; además, hay que acabar con esto, se está riendo de mí desde hace mucho tiempo; ¡qué demonios, ya no tengo dieciocho años! No es mi primera amante; ¡después de ella vendrá otra! ¿Se enfadará? ¡qué desgracia! ¡las mujeres no son un artículo escaso en París! Sí, es fácil decirlo, pero otra no sería mi pequeña Sylvie; ¡otra no sería este pequeño monstruo que me tiene locamente embobado! Camino a grandes zancadas, furiosamente, y mientras me pongo rabioso, el reloj tintinea alegremente y parece burlarse de mis angustias. Son las diez. Acostémonos. Me tiendo en la cama y dudo a la hora de apagar la luz; ¡bah! ¡da igual! apago. Furibundas iras me oprimen la garganta, me asfixio. ¡Ah! sí, todo ha terminado entre nosotros, bien terminado. ¡Ah! Dios mío, alguien sube; es ella, son sus pasos; me bajo de la cama, enciendo, abro.
-¡Eres tú! ¿De dónde vienes? ¿Por qué llegas tan tarde?
-Mi madre me ha entretenido.
-¡Tu madre!… hace tres días me dijiste que ya no ibas a su casa. ¿Sabes? Estoy muy enfadado; si no estás dispuesta a venir con más exactitud, pues…
-Pues… ¿qué?
-Pues nos enfadaremos.
-De acuerdo, enfadémonos ahora mismo; estoy cansada de que me riñas siempre. Si no estás contento me voy…
Tres veces cobarde, tres veces imbécil, ¡la retuve!
FIN

Le Drageoir aux épices, 1874
Traducción de Esperanza Cobos Castro


miércoles, 18 de enero de 2017

Sombra en la noche [Cuento - Texto completo.] Dashiell Hammett

http://ciudadseva.com/texto/sombra-en-la-noche/

Dashiell Hammett

Estados Unidos:
1894-1961

Sombra en la noche

[Cuento - Texto completo.]
Dashiell Hammett

Un sedan con los faros apagados estaba parado en el arcén, más arriba del puente de Piney Falls. Cuando lo adelanté, una chica asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:
-Por favor.
Aunque su tono era apremiante, no contenía la suficiente energía como para volverlo desesperado o perentorio.
Frené y puse la marcha atrás. Mientras hacía esta maniobra, un tipo se apeó del coche. A pesar de la débil luz vi que se trataba de un joven corpulento. Señaló en la dirección que yo llevaba y dijo:
-Amigo, sigue tu camino.
-Por favor, ¿quieres llevarme a la ciudad? -preguntó la chica. Tuve la sensación de que intentaba abrir la portezuela del sedan. El sombrero le cubría un ojo.
-Encantado -respondí.
El joven que estaba en la carretera dio un paso hacia mí, repitió el ademán y ordenó:
-Eh, tú, esfúmate.
Bajé del coche. El hombre de la carretera echó a andar hacia mí, cuando del interior del sedan surgió una voz masculina áspera y admonitoria..
-Tranquilo, Tony, tranquilo. Es Jack Bye.
La portezuela del sedan se abrió y la chica se apeó de un salto.
-¡Ah! -exclamó Tony e, inseguro, arrastró los pies por la carretera. Al ver que la chica se dirigía a mi coche, gritó indignado-. ¡Oye, no puedes largarte con…!
La chica ya estaba en mi dos plazas, y murmuró:
-Buenas noches.
Tony me hizo frente, meneó testarudamente la cabeza y empezó a decir:
-Que me cuelguen antes de permitir que…
Lo sacudí. Fue un buen golpe porque le di duro, pero estoy convencido de que podría haberse levantado si hubiese querido. Le concedí unos segundos y pregunté al tipo del sedan, al que seguía sin ver:
-¿Te parece bien?
-Tony se recuperará -respondió deprisa-. Lo cuidaré.
-Muy amable de tu parte.
Subí a mi coche y me senté junto a la chica. Empezaba a llover y comprendí que no me libraría de calarme hasta los huesos. En dirección a la ciudad nos adelantó un cupé en el que viajaban un hombre y una mujer. Cruzamos el puente detrás de ellos.
-Has sido realmente amable -declaró la chica-. La verdad es que no corría el menor peligro, pero fue… fue muy desagradable.
-No son peligrosos, pero pueden volverse… muy desagradables -coincidí.
-¿Los conoces?
-No.
-Pues ellos te conocen a ti. Son Tony Forrest y Fred Barnes -no dije nada.
La chica añadió:
-Te tienen miedo.
-Soy un desesperado.
La chica rió.
-Y esta noche has sido muy amable. No me habría largado sola con ninguno, aunque pensé que con los dos… -se subió el cuello del abrigo-. Me estoy mojando.
Volví a parar y busqué la cortinilla correspondiente al lado del acompañante.
-De modo que te llamas Jack Bye -dijo mientras colocaba la cortinilla.
-Y tú eres Helen Warner.
-¿Cómo lo sabes? -se acomodó el sombrero.
-Te tengo vista -terminé de colocar la cortinilla y volví a montar en mi dos plazas.
-¿Sabías quién era cuando te llamé? -preguntó en cuanto volvimos a rodar por la carretera.
-Sí.
-Hice mal en salir con ellos en esas condiciones.
-Estás temblando.
-Hace frío.
Añadí que, lamentablemente, mi petaca estaba vacía.
Habíamos entrado en el extremo oeste de Heilman Avenue. Según el reloj de la fachada de la joyería de la esquina de Laurel Street eran las diez y cuatro. Un policía con impermeable negro estaba recostado contra el reloj. Yo no sabía lo suficiente sobre perfumes como para distinguir el que llevaba la chica.
-Estoy aterida -declaró-. ¿Por qué no paramos en algún sitio a tomar una copa?
-¿Estás segura de que es lo que quieres?
Mi tono debió de desconcertarla, pues giró rápidamente la cabeza para mirarme bajo la tenue luz.
-Me encantaría, a menos que tengas prisa -respondió.
-Voy bien de tiempo. Podemos ir a Mack’s. Solo queda a tres o cuatro calles pero… es un local para negros.
La chica rió.
-Lo único que espero es que no me envenenen.
-No lo harán. ¿Estás segura de que quieres ir?
-No tengo la menor duda -exageró sus temblores-. Estoy helada, y es temprano.
Toots Mack nos abrió la puerta. Por la amabilidad con que inclinó su cabeza negra, calva y redonda, y por el modo en que nos dio las buenas noches, supe que lamentaba que no hubiésemos ido a otro bar, pero sus sentimientos me traían sin cuidado. Dije con demasiada exaltación:
-Hola, Toots. ¿Cómo te trata la noche?
Solo había unos pocos parroquianos. Ocupamos una mesa en el rincón más alejado del piano. Súbitamente la chica clavó la mirada en mí, y sus ojos tan azules se tomaron muy redondos.
-En el coche me pareció que veías -comenté.
-¿Cómo te hiciste esa cicatriz? -me interrumpió y se sentó.
-¿Esta? -me toqué la mejilla con la mano-. Fue hace un par de años, en una pelotera. Deberías ver la que tengo en el pecho.
-Algún día iremos a nadar -añadió alegremente-. Siéntate de una vez y no hagas que espere más esa copa.
-¿Estás segura…?
Se puso a tararear y siguió el ritmo tamborileando con los dedos sobre la mesa.
-Quiero una copa, quiero una copa, quiero una copa -su boca pequeña, de labios llenos, se curvaba hacia arriba, sin ensancharse, cada vez que sonreía.
Pedimos nuestros tragos. Hablamos demasiado rápido. Hicimos chistes y reímos aunque no tuvieran gracia. Hicimos preguntas -entre ellas, el nombre del perfume que llevaba- y prestamos demasiada o ninguna atención a las respuestas. Cuando creía que no lo veíamos, Toots nos miraba severamente desde detrás de la barra. Todo era bastante malo.
Tomamos otra copa y propuse:
-Bueno, vámonos.
La chica estuvo bien, pues no se mostró impaciente por irse ni por quedarse. Las puntas de su cabello rubio ceniza se curvaban alrededor del ala del sombrero, a la altura de la nuca.
Al llegar a la puerta dije:
-Mira, en la esquina hay una parada de taxis. Supongo que no te molestará que no te acompañe a casa.
Me cogió del brazo.
-Claro que me molesta. Por favor… -la acera estaba mal iluminada. Su rostro parecía el de una niña. Apartó la mano de mi brazo-. Pero si prefieres….
-Creo que lo prefiero.
La chica añadió lentamente:
-Jack Bye, me caes bien y te agradezco mucho que…
-Está bien, no te preocupes -la interrumpí, nos dimos la mano y yo volví a entrar en el despacho clandestino de bebidas.
Toots seguía detrás de la barra. Se acercó y dijo, meneando la cabeza con pesar:
-No deberías hacerme estas cosas.
-Lo sé y lo lamento.
-No deberías hacértelas a ti mismo -acotó con la misma tristeza-. Chico, no estamos en Harlem, y si el viejo juez Warner se entera de que su hija sale contigo y viene aquí, puede ponernos las cosas difíciles a los dos. Me gustas, pero debes recordar que por muy clara que sea tu piel, o por mucho que hayas ido a la universidad, no dejas de ser negro.
-¿Y qué coño crees que quiero ser? -repliqué-. ¿Un chino?
FIN

“Night Shots”, 1924


domingo, 15 de enero de 2017

Cuento de Jorge Ibargüengoitia: Manos muertas

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Cuento de Jorge Ibargüengoitia: Manos muertas


Hoy damos un cuento de Jorge Ibargüengoitia. ¿Pero quién es este escritor de apellido impronunciable? Nacido en Guanajauto, México, en 1928, una ciudad de provincia que él definió como “casi un fantasma”. Escribió ensayos, cuentos, novelas, artículos de prensa, obras de teatro… Una de sus novelas, Los relámpagos de agosto, ganó en 1965 el Premio Casa de las Américas.
Tenía una prosa fluida y en ocasiones humorísticas (ese “humor contra los tontos solemnes“, como escribió Raúl Rivero), y le gustaba ridiculizar a algunos de sus personajes.
Falleció en Mejorada del Campo, Madrid, en 1983, en un accidente aéreo.
Si queréis saber más sobre él, os dejo una entrevista realizada a su mujer, la pintora mexicana Joy Laville.
Cuento de Jorge IbargüengoitiaCuento de Jorge Ibargüengoitia: Manos muertas
¿Cómo llegó? ¿De dónde vino? Nadie lo sabe. El primer signo que tuve de su presencia fueron las pantaletas.
Yo acababa de entrar en el camarote (el único camarote) con la intención de abrir una lata de sardinas y comérmelas, cuando noté que había un mecate que lo cruzaba en el sentido longitudinal y de éste, sobre la mesa y precisamente a la altura de los ojos de los comensales, pendían las pantaletas. Poco después se oyó el ruido del agua en el excusado y cuando levanté los ojos vi una imagen que se volvería familiar más tarde, de puro repetirse: Pampa Hash saliendo de la letrina. Me miró como sólo puede hacerlo una doctora en filosofía: ignorándolo todo, la mesa, las sardinas, las pantaletas, el mar que nos rodea, todo, menos mi poderosa masculinidad.
Ese día no llegamos a mayores. En realidad, no pasó nada. Ni nos saludamos siquiera. Ella me miró y yo la miré, ella salió a cubierta y yo me quedé en el camarote comiéndome las sardinas. No puede decirse, entonces, como algunas lenguas viperinas han insinuado, que hayamos sido víctimas del amor a primera vista: fue más bien el caffard lo que nos unió.
Ni siquiera nuestro segundo encuentro fue definitivo desde el punto de vista erótico.
Estábamos cuatro hombres a la orilla del río tratando de inflar una balsa de hule, cuando la vimos aparecer en traje de baño. Era formidable. Poseído de ese impulso que hace que el hombre quiera desposarse con la Madre Tierra de vez en cuando, me apoderé de la bomba de aire y bombeé como un loco. En cinco minutos la balsa estaba a reventar y mis manos cubiertas de unas ampollas que con el tiempo se hicieron llagas. Ella me miraba.
“She thinks I’m terrific”, pensé en inglés. Echamos la balsa al agua y navegamos en ella “por el río de la vida”, como dijo Lord Baden-Powell.
¡Ah, qué viaje homérico! Para calentar la comida rompí unos troncos descomunales con mis manos desnudas y ampolladas y soplé el fuego hasta casi perder el conocimiento: luego trepé en una roca y me tiré de clavado desde una altura que normalmente me hubiera hecho sudar frío; pero lo más espectacular de todo fue cuando me dejé ir nadando por un rápido y ella gritó aterrada. Me recogieron ensangrentado cien metros después. Cuando terminó la travesía y la balsa estaba empacada y subida en el Jeep, yo me vestí entre unos matorrales y estaba poniéndome los zapatos sentado en una piedra, cuando ella apareció, todavía en traje de baño, con la mirada baja y me dijo: “Je me veux baigner.” Yo la corregí: “Je veux me baigner.” Me levanté y traté de violarla, pero no pude.
La conquisté casi por equivocación. Estábamos en una sala, ella y yo solos, hablando de cosas sin importancia, cuando ella me preguntó: “¿Qué zona postal es tal y tal dirección?” Yo no sabía, pero le dije que consultara el directorio telefónico. Pasó un rato, ella salió del cuarto y la oí que me llamaba; fui al lugar en donde estaba el teléfono y la encontré inclinada sobre el directorio: “¿Dónde están las zonas?”, me preguntó. Yo había olvidado la conversación anterior y entendí que me preguntaba por las zonas erógenas. Y le dije dónde estaban.
Habíamos nacido el uno para el otro: entre los dos pesábamos ciento sesenta kilos. En los meses que siguieron, durante nuestra tumultuosa y apasionada relación, me llamó búfalo, orangután, rinoceronte… en fin, todo lo que se puede llamar a un hombre sin ofenderlo. Yo estaba en la inopia y ella parecía sufrir de una constante diarrea durante sus viajes por estas tierras bárbaras. Al nivel del mar, haciendo a un lado su necesidad de dormir catorce horas diarias, era una compañera aceptable, pero arriba de los dos mil metros, respiraba con dificultad y se desvanecía fácilmente. Vivir a su lado en la ciudad de México significaba permanecer en un eterno estado de alerta para levantarla del piso en caso de que le viniera un síncope.
Cuando descubrí su pasión por la patología, inventé, nomás para deleitarla, una retahíla de enfermedades de mi familia, que siempre ha gozado de la salud propia de las especies zoológicas privilegiadas.
Otra de sus predilecciones era lo que ella llamaba “the intrincacies of the Mexican mina”.
—¿Te gustan los motores? —preguntó una vez—. Te advierto que tu respuesta va a revelar una característica nacional.
Había ciertas irregularidades en nuestra relación: por ejemplo, ella ha sido la única mujer a la que nunca me atreví a decirle que me pagara la cena, a pesar de que sabía perfectamente que estaba nadando en pesos, y no suyos, sino de la Pumpernikel Foundation. Durante varios meses la contemplé, con mis codos apoyados sobre la mesa, a ambos lados de mi taza de café y deteniéndome la cara con las manos, comerse una cantidad considerable de filetes con papas.
Los meseros me miraban con cierto desprecio, creyendo que yo pagaba los filetes. A veces, ella se compadecía de mí y me obsequiaba un pedazo de carne metido en un bolillo, que yo, por supuesto, rechazaba diciendo que no tenía hambre. Y además, el problema de las propinas: ella tenía la teoría de que 1% era una proporción aceptable, así que dar cuarenta centavos por un consumo de veinte pesos era ya una extravagancia. Nunca he cosechado tantas enemistades.
Una vez tenía yo veinte pesos y la llevé al Bamerette. Pedimos dos tequilas.
—La última vez que estuve aquí —me dijo— torné whisky escocés, toqué la guitarra y los meseros creían que era yo artista de cine.
Esto nunca se lo perdoné.
Sus dimensiones eran otro inconveniente. Por ejemplo, bastaba dejar dos minutos un brazo bajo su cuerpo, para que se entumeciera. La única imagen histórica que podía ilustrar nuestra relación es la de Sigfrido, que cruzó los siete círculos de fuego, llegó hasta Brunilda, no pudo despertarla, la cargó en brazos, comprendió que era demasiado pesada y tuvo que sacarla arrastrando, como un tapete enrollado.
¡Oh, Pampa Hash! ¡Mi adorable, mi dulce, mi extensa Pampa!
Tenía una gran curiosidad científica.
—¿Me amas?
—Sí.
—¿Por qué?
—No sé.
—¿Me admiras?
—Sí.
—¿Por qué?
—Eres profesional, concienzuda, dedicada. Son cualidades que admiro mucho.
Esto último es una gran mentira. Pampa Hash pasó un año en la sierra haciendo una investigación de la cual salió un informe que yo hubiera podido inventar en quince días.
—¿Y por qué admiras esas cualidades?
—No preguntemos demasiado. Dejémonos llevar por nuestras pasiones.
—¿Me deseas?
Era un interrogatorio de comisaría. Una vez fuimos de compras. Es la compradora más difícil que he visto. Todo le parecía muy caro, muy malo o que no era exactamente lo que necesitaba. Además estaba convencida de que por alguna razón misteriosa, las dependientas gozaban deshaciendo la tienda y mostrándole la mercancía para luego volver a guardarla, sin haber vendido nada.
Como el tema recurrente de una sinfonía, aparecieron en nuestra relación las pantaletas. “Ineedpanties”, me dijo. Le dije cómo se decía en español. Fuimos a diez tiendas cuando menos, y en todas se repitió la misma escena: llegábamos ante la dependienta y ella empezaba, “necesito…”, se volvía hacia mí: “¿cómo se dice?”, “pantaletas”, decía yo. La dependienta me miraba durante una millonésima de segundo, y se iba a buscar las pantaletas. No las quería ni de nylon, ni de algodón, sino de un material que es tan raro en México, como la tela de araña comercial y de un tamaño vergonzoso, por lo grande. No las encontramos. Después, compramos unos mangos y nos sentamos a comerlos en la banca de un parque. Contemplé fascinado cómo iba arrancando el pellejo de medio mango con sus dientes fuertísimos y luego devoraba la carne y el ixtle, hasta dejar el hueso como la cabeza del cura Hidalgo; entonces, asía fuertemente el mango del hueso y devoraba la segunda mitad. En ese momento comprendí que esa mujer no me convenía.
Cuando hubo terminado los tres mangos que le tocaban, se limpió la boca y las manos cuidadosamente, encendió un cigarro, se acomodó en el asiento y volviéndose hacia mí, me preguntó sonriente:
—¿Me amas?
—No —le dije.
Por supuesto que no me creyó.
Después vino el Gran Fínate. Fue el día que la poseyó el ritmo.
Fuimos a una fiesta en la que estaba un señor que bailaba tan bien que le decían el Fred Astaire de la Colonia del Valle. Su especialidad era bailar solo, mirándose los pies para deleitarse mejor. Pasó un rato. Empezó un ritmo tropical. Yo estaba platicando con alguien cuando sentí en mis entrañas que algo terrible se avecinaba. Volví la cabeza y el horror me dejó paralizado: Pampa, mi Pampa, la mujer que tanto amé, estaba bailando alrededor de Fred Astaire como Mata Hari alrededor de Shiva. No había estado tan avergonzado de ella desde el día que empezó a cantar “Ay, Cielitou Lindou…” en plena Avenida Juárez. ¿Qué hacer? Bajar la vista y seguir la conversación. El suplicio duró horas.
Luego, ella vino y se arrojó a mis pies como la Magdalena y me dijo: “Perdóname. Me poseyó el ritmo.” La perdoné allí mismo.
Fuimos a su hotel (con intención de reconciliarnos) y estábamos ya instalados en el elevador, cuando se acercó el administrador a preguntarnos cuál era el número de mi cuarto.
—Vengo acompañando a la señorita —le dije.
—Después de las diez no se admiten visitas —me dijo el administrador.
Pampa Hash montó en cólera:
—¿Qué están creyendo? El señor tiene que venir a mi cuarto para recoger una maleta suya.
—Baje usted la maleta y que él la espere aquí.
—No bajo nada, estoy muy cansada.
—Que la baje el botones, entonces.
—No voy a pagarle al botones.
—Al botones lo paga la administración, señorita.
Ésa fue la última frase de la discusión.
El elevador empezó a subir con Pampa Hash y el botones, y yo mirándola. Era de esos de rejilla, así que cuando llegó a determinada altura, pude distinguir sus pantaletas. Comprendí que era la señal: había llegado el momento de desaparecer.
Ya me iba pero el administrador me dijo: “Espere la maleta.” Esperé. Al poco rato, bajó el botones y me entregó una maleta que, por supuesto, no era mía. La tomé, salí a la calle, y fui caminando con paso cada vez más apresurado.
¡Pobre Pampa Hash, me perdió a mí y perdió su maleta el mismo día!
La ley de Herodes y otros cuentos (1967)

4 historias cortas de Augusto Monterroso

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4 historias cortas de Augusto Monterroso

Augusto Monterroso, uno de nuestros cuentistas preferidos, consigue escribir grandes historias con muy pocas palabras, algo de agradecer en un blog como este, que prima textos breves que pueden leerse en pantalla (sea en el ordenador, el móvil o la tableta). Hoy os ofrezco cuatro historias cortas de Monterroso, tres de ellas especialmente breves, y una, la que publico al final, más extensa. Podríamos decir que son tres microrrelatos y un cuento. Creo que estas cuatro narraciones serán un regalo para quienes ya conocemos a Monterroso y una puerta abierta para quienes aún no han leído nada suyo.
El último los cuentos, “Sinfonía concluida”, es un ejercicio de estilo en una sola frase. Una frase larga, muy larga. Algo parecido a lo que también hizo Roberto Bolaño en su cuento “Playa”.
Monterroso es autor de libros míticos como Obras completas (y otros cuentos) (1959), La oveja negra y otras fábulas (1969) y Viaje al centro de la fábula (1981).
4 historias cortas de Augusto Monterroso

Historia fantástica

Contar la historia del día en que el fin del mundo se suspendió por mal tiempo.

El espejo que no podía dormir

Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.

Humorismo

El humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico.
En las guerras deja de serlo porque durante éstas el hombre deja de serlo. Dijo Eduardo Torres: “El hombre no se conforma con ser el animal más estúpido de la Creación; encima se permite el lujo de ser el único ridículo”.

Sinfonía concluida

–Yo podría contar –terció el gordo atropelladamente– que hace tres años en Guatemala un viejito organista de una iglesia de barrio me refirió que por 1929 cuando le encargaron clasificar los papeles de música de La Merced se encontró de pronto unas hojas raras que intrigado se puso a estudiar con el cariño de siempre y que como las acotaciones estuvieran escritas en alemán le costó bastante darse cuenta de que se trataba de los dos movimientos finales de la Sinfonía inconclusa así que ya podía yo imaginar su emoción al ver bien clara la firma de Schubert y que cuando muy agitado salió corriendo a la calle a comunicar a los demás su descubrimiento todos dijeron riéndose que se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo pero que como él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos eran tan excelentes como los primeros no se arredró y antes bien juró consagrar el resto de su vida a obligarlos a confesar la validez del hallazgo por lo que de ahí en adelante se dedicó a ver metódicamente a cuanto músico existía en Guatemala con tan mal resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos sin decir nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para trasladarse a Europa y que una vez en Viena pues peor porque no iba a ir decían un Leiermann* guatemalteco a enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos de Schubert cuyos especialistas llenaban la ciudad y que qué tenían que haber ido a hacer esos papeles tan lejos hasta que estando ya casi desesperado y sólo con el dinero del pasaje de regreso conoció a una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español los que lo atendieron muy bien y se pusieron nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su piano en su viola y en su violín los dos movimientos y quienes finalmente cansados de examinar los papeles por todos lados y de olerlos y de mirarlos al trasluz por una ventana se vieron obligados a admitir primero en voz baja y después a gritos ¡son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno sobre el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se hubieran perdido en ese momento y que yo me asombrara de que todavía llorando si bien ya más calmados y luego de hablar aparte entre sí y en su idioma trataron de convencerlo frotándose las manos de que los movimientos a pesar de ser tan buenos no añadían nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba y por el contrario podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los intentó siquiera seguro de que jamás lograría superar o igualar la calidad de los dos primeros y que la gracia consistía en pensar si así son el allegro y el andantecómo serán el scherzo y el allegro ma non troppo y que si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert lo más inteligente era que les permitiera guardar aquella música porque además de que se iba a entablar una polémica interminable el único que saldría perdiendo sería Schubert y que entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert que eran peores se embarcó de vuelta a Guatemala y que durante la travesía una noche en tanto la luz de la luna daba de lleno sobre el espumoso costado del barco con la más profunda melancolía y harto de luchar con los malos y con los buenos tomó los manuscritos y los desgarró uno a uno y tiró los pedazos por la borda hasta no estar bien cierto de que ya nunca nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo –finalizó el gordo con cierto tono de afectada tristeza– que gruesas lágrimas quemaban sus mejillas y mientras pensaba con amargura que ni él ni su patria podrían reclamar la gloria de haber devuelto al mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.