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miércoles, 23 de octubre de 2013

La muñeca de modista - Agatha Christie - Ciudad Seva

La muñeca de modista - Agatha Christie - Ciudad Seva:

La muñeca de modista[Cuento. Texto completo.]Agatha Christie
La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de terciopelo. No había mucha luz en la estancia, pues el cielo de Londres aparecía oscuro. En la suave y gris penumbra se mezclaban los verdes de las cortinas, tapices, tapetes y alfombras. La muñeca, cuya cara semejaba una mascarilla pintada, yacía sobre sus ropas y gorrito de terciopelo verde. No era la clásica que acunan en sus bracitos las niñas. Era un antojo de mujer rica, destinada a lucir junto al teléfono, o entre los almohadones de un diván. Y así permanecía nuestra muñeca, eternamente fláccida, a la vez que extrañamente viva.Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y preparación de un modelo. De modo casual sus ojos se detuvieron un momento en la muñeca, y algo extraño en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de saber qué era, y en su mente se abrió una preocupación más positiva.
«¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? -se preguntó-. Estoy segura de que lo tenía aquí mismo.»
Salió al rellano y gritó:
-¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora Fellows está al llegar.
Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró la muñeca.
-Vaya, ¿dónde diablos estará...? ¡Ah, aquí!
Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del ascensor que se detenía en el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró acompañada de su pekinés, que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al aproximarse a una estación pueblerina.
-Vamos a tener aguacero -dijo la dama-. Y será un señor «aguacero».
Se quitó de un tirón los guantes y el abrigo de piel.
Entonces entró Alicia Coombe, como siempre hacía cuando llegaban clientes especiales, y la señora Fellows lo era.
Elspeth, la encargada del taller, bajó con el vestido y Sybil se lo puso a la señora Fellows.
-Bien -dijo Sybil-. Le cae estupendo. Es un color maravilloso, ¿no le parece?
Alicia Coombe se recostó en su silla, estudiando el modelo.
-Sí -exclamó-. Es bonito. Realmente es todo un éxito.
La señora Fellows se volvió de medio lado y se miró al espejo.
-Desde luego, sus vestidos hacen algo en la parte baja de mi espalda.
-Está usted mucho más delgada que tres meses atrás -aseguró Sybil.
-No -dijo ella-, si bien es cierto que lo parezco. En realidad esa sensación la producen sus modelos. Disimulan muy bien mis caderas -suspiró mientras se alisaba las protuberancias de su anatomía-. Siempre ha sido mi pesadilla. Durante años he intentado disimularlo atiesándome. Ahora ya no puedo hacerlo, pues tengo tanto estómago como... Tendrá usted que tener en cuenta ambas cosas, ¿podrá?
-Me gustaría que viese a otras clientes.
La señora Fellows seguía examinándose.
-El estómago es peor -dijo-. Se ve más. Claro que eso puede parecérnoslo porque al hablar con la gente les damos la cara y entonces no ven la espalda. De todos modos he decidido vigilar mi estómago y dejar que lo otro se apañe solo.
Estiró un poco más el cuello para contemplarse, y exclamó de repente:
-¡Oh, esa muñeca me ataca los nervios! ¿Desde cuándo la tienen?
Sybil miró insegura a Alicia, que parecía esforzarse en recordar.
-No lo sé exactamente. Hace bastante tiempo... nunca me acuerdo de las cosas. Es terrible lo que me ocurre, sencillamente no puedo recordar! Sybil, ¿desde cuándo la tenemos?
-No lo sé.
-Es lo mismo; no se preocupen -intervino la señora Fellows-. De todos modos seguirá estropeando mis nervios. Parece vigilarnos y reírse de nosotras desde su envoltorio de terciopelo. Yo me desembarazaría de ella si fuese mía.
Dicho esto acusó un ligero estremecimiento. Luego se puso a discutir sobre detalles de costura. ¿Era evidente acortar las mangas una pulgada? ¿Y el largo? Después que fueron solucionados tan importantes puntos, la señora Fellows se vistió sus prendas y se dispuso a marcharse. Al pasar por delante de la muñeca, volvió la cabeza.
-No -dijo-. No me gusta la muñeca. Da la sensación de ser algo vivo; de ser algo que impone su presencia. No; decididamente, no me gusta.
-¿Qué quiso decir? -preguntó Sybil mientras la señora Fellows descendía las escaleras.
Antes de que Alicia pudiera contestar, la señora Fellows asomó la cabeza por la puerta.
-¡Cielos! Me olvidé de Fou-Ling. ¿Dónde estás, príncipe?
Las tres mujeres miraron a su alrededor. El pekinés se hallaba sentado junto a la silla de terciopelo verde. Sus ojos permanecían fijos en la fláccida muñeca, sin que denotase placer o resentimiento. Simplemente miraba.
-Ven aquí, tesoro de mamita.
El tesoro de mamita no hizo caso.
-Cada día se vuelve más desobediente -explicó su dueña como si alabase una virtud-. Vamos, tesorito. Cariñito.
Fou-Ling volvió la cabeza una pulgada y media hacia ella, y con manifiesto desdén continuó observando la muñeca.
-Mi pequeño Fou-Ling está muy impresionado. No recuerdo que le haya sucedido eso antes. Le ocurre lo mismo que a mí. ¿Estaba la muñeca aquí la última vez que vine?
Las dos mujeres se miraron. Sybil mantenía fruncido el ceño, y Alicia, al responder, hizo otro tanto.
-Ya le dije que... no sé, no logro acordarme de nada. ¿Cuánto hace que la tenemos, Sybil?
-¿Cómo llegó aquí? -preguntó la señora Fellows-. ¿La compraron ustedes?
-Oh, no -Alicia pareció sorprenderse ante la idea-. Oh, no. Supongo que alguien me la regalaría.
Desalentada, denegó con la cabeza antes de continuar:
-Resulta enloquecedor que todo se vaya de la mente cuando una intenta recordar.
-Anda, vamos; no seas estúpido, Fou-Ling. ¡Vamos, camina! Vaya, tendré que cogerte en brazos.
Y en los brazos de su dueña, Fou-Ling emitió un corto ladrido de protesta, antes de salir de la estancia con la cabeza vuelta hacia la silla.
-¡Esa muñeca rompe mis nervios! -exclamó la señora Groves.
La señora Groves era la asistenta. Había acabado de fregar el suelo, moviéndose como los cangrejos. Entonces se hallaba en pie, y con un trapo sacudía el polvo de los muebles.
-¡Qué cosa más extraña! -continuó-. Nadie advirtió su presencia hasta ayer. Y sucedió de repente, como usted misma me dijo.
-¿No le gusta? -preguntó Sybil.
-¡No! Ya lo he dicho: me rompe los nervios. Es... es antinatural, si me entiende lo que quiero decir. Sus largas piernas colgantes, el modo de yacer y la mirada astuta de sus ojos impresionan.
-Nunca se ha quejado de ella -dijo Sybil, sorprendida.
-Créame, hasta hoy me ha pasado inadvertida. Sí, ya sé que lleva tiempo aquí, pero... -enmudeció mientras en su rostro se reflejaba una expresión de miedo-. Parece una de esas criaturas terroríficas que una sueña a veces.
La señora Groves recogió sus utensilios de limpieza y se dio prisa en abandonar la salita de pruebas.
Sybil miró la muñeca y no pudo evitar una oprimente sensación inexplicable. La entrada de Alicia distrajo su atención.
-Señorita Coombe, ¿desde cuándo tiene usted esta muñeca?
-¿La muñeca? Querida, ya sabe que no recuerdo las cosas. Ayer... ¡qué absurdo! Ayer quise asistir a una conferencia y no había recorrido la mitad de la calle cuando advertí que no recordaba dónde iba. Después de mucho pensar me dije que sería a casa Fortnums. Había algo que deseaba comprar allí -se pasó la mano por la frente-. Le será difícil creerme, y, sin embargo, es verdad. Cuando tomaba el té en casa me acordé de la conferencia. Ya sé que la gente se vuelve desmemoriada con los años, pero a mí me ocurre demasiado pronto. Ahora mismo no sé dónde he puesto el bolso... y mis gafas. ¿Dónde puse las gafas? Las tenía hace un momento, ¡leía algo en el periódico!
-Las gafas están en la repisa de la chimenea -dijo Sybil dándoselas-. ¿Desde cuándo está aquí la muñeca? ¿Quién se la regaló?
-Son dos respuestas en blanco. Alguien debió de enviármela, supongo. Es raro, pero todos parecen extrañar su presencia aquí.
-Desde luego. Sí, resulta curioso; yo misma soy incapaz de acordarme cuando la vi por vez primera.
-No se vuelva como yo -exclamó Alicia-. Usted es joven todavía.
-Esto no remedia mi falta de memoria, señorita Coombe. Ayer, al fijarme en ella, pensé que tenía algo... algo impalpable. Creo que la señora Groves está en lo cierto. La muñeca rompe los nervios de cualquiera. Y el caso es que ayer fui consciente de que esa sensación de captar un no sé qué en la muñeca, la he sentido antes, si bien no recuerdo en qué momento. En realidad es como si nunca la hubiese visto, y de pronto descubriese su presencia, segura de conocerla hace mucho tiempo.
-Quizá un día entró volando por la ventana subida en una escoba -dijo Alicia-. Bien, el caso es que está aquí, y es nuestra. -Miró a su alrededor, antes de añadir-: No sabría imaginarme la habitación sin ella. ¿Y usted?
-Tampoco -repuso Sybil, acusando un ligero estremecimiento-. Pero me gustaría poder...
-Poder, ¿qué? -preguntó Alice.
-Imaginar la habitación sin ella.
-¡Caray! ¡Todos se ponen tontos con la muñeca! -exclamo Alicia, no de muy buen talante-. ¿Qué hay de malo en la pobre? Bueno, quizá parezca una col marchita. No, no es eso. La veo así porque no llevo puestas las gafas-. Se las colocó sobre la nariz y miró la muñeca-: Sí, desde luego causa cierta sensación nerviosa. Tal vez sea su mirada triste, aunque burlona.
-Sorprende -dijo Sybil-, que la señora Fellows se sintiera molesta con ella, precisamente hoy.
-Es una mujer que nunca oculta lo que piensa -repuso Alicia.
-Conforme -insistió la otra-; pero lo extraño es que fuese hoy, como si antes no la hubiese visto.
-La gente suele profesar antipatías repentinas.
-Sí, es un aserto irrefutable. ¡Quién sabe! Posiblemente no estaba aquí ayer, y sea cierto que entró por la ventana como usted dijo.
-¡Oh, no, querida! -repuso Alicia-. Eso fue una broma. Yo sé que está en su silla desde hace mucho tiempo. Sólo que hasta ayer no se hizo visible.
-Sí, es una seguridad dormida en nuestro subconsciente. Desde luego hace tiempo que nos hace compañía, si bien hasta ahora no nos hemos percatado de su presencia.
-¡Oh, Sybil! ¡Olvidémoslo! Me da escalofríos. ¿Supongo que no intenta construir una historia sobrenatural, ¿verdad?
Cogió la muñeca, la sacudió, arregló sus hombros y volvió a sentarla en otra silla. La muñeca se movió ligeramente, hasta quedar en una postura de relajamiento.
-¡Qué cosa más sorprendente! -exclamó Alicia, mirándola-. Es una cosa sin vida, y, no obstante, parece que la tiene.
-¡Me ha descompuesto! -dijo la señora Groves, mientras quitaba el polvo de la habitación destinada a exposición-. Me temo que no me quedan ganas de volver al probador.
-¿Quién la ha descompuesto? -preguntó Alice, que se hallaba sentada en un escritorio situado en un ángulo repasando varias cuentas-. Esta mujer -ahora hablaba para ella misma y no para la señora Groves-, piensa que tendrá dos vestidos de noche, tres de cóctel y otro de calle para todos los años sin pagar un solo penique.

-¿Quién ha de ser? ¡Esa muñeca! -gritó la asistenta.
-¡Vaya! ¿Otra vez la muñeca?
-¿No la ha visto sentada al pupitre que hay en el probador, como si fuera un ser humano? ¡Me descompuso!
-¿De qué habla usted, señora Groves? -preguntó Alicia.
Ésta se puso en pie, cruzó la estancia y el recibidor y penetró en el salón de pruebas. La muñeca, como si fuera de carne y hueso, permanecía sentada en una silla, arrimada al pupitre, sobre el cual descansaban sus largos y fláccidos brazos.
-Alguien ha querido gastarme una broma -dijo Alicia-. Pero hay tanta naturalidad en ella que parece estar viva.
En aquel momento Sybil bajaba las escaleras del taller, con un vestido que debía de ser probado aquella mañana.
-Venga, Sybil, y verá la muñeca sentada a mi pupitre, escribiendo cartas.
Las dos mujeres se miraron.
-Me gustaría saber quién la ha colocado ahí, ¿Fue usted?
-No -contestó Sybil-. Quizá haya sido una de las chicas.
-Una broma estúpida, de veras -se quejó Alicia.
Cogió la muñeca del pupitre y la echó encima del sofá.
Sybil colocó el vestido sobre una silla, y, luego, se fue al taller.
-¿Conocen la muñeca de terciopelo que hay en el salón de pruebas? -preguntó.
La encargada y tres chicas alzaron la vista.
-¿Quién gastó la broma de sentarla al pupitre, esta mañana?
Las tres chicas se miraron unas a otras, y Elspeth, la encargada, exclamó sorprendida:
-¿Sentarla al pupitre? ¡Yo no!
-Ni yo -dijo una de las chicas-. ¿Fuiste tú, Marlene?
La aludida sacudió la cabeza.
-¿No será una broma suya, Elspeth?
El aspecto sombrío de la encargada no inducía a suponerla amiga de bromas, y mucho menos cuando tenía la boca llena de alfileres.
-No, desde luego que no. Me sobra trabajo para entretenerme en jugar con muñecas.
-Bueno -intervino Sybil, a quién sorprendió el temblor de su propia voz-. Después de todo es una broma bastante simpática. Me gustaría saber quién lo hizo.
Las tres muchachas se defendieron.
-Se lo hemos dicho, señorita. Ninguna de nosotras lo hizo, ¿verdad Marlene?
-Yo no -afirmó ésta-. Y si Nillie y Margaret dicen que tampoco, pues ninguna de nosotras ha sido.
-Ya ha escuchado antes mi respuesta -dijo Elspeth-. ¿A santo de que viene todo esto? ¿No habrá sido la señora Groves?
Sybil denegó con un gesto de cabeza.
-No; ella no se hubiese atrevido; está asustada.
-Bajaré a ver la muñeca -dijo Elspeth.
-Ya no está en el mismo sitio -informó Sybil-. La señorita Coombe la quitó del pupitre y la puso en el sofá. Pero alguien tuvo que ponerla en la silla. En realidad, su aspecto es gracioso, y no comprendo por qué se oculta quien lo hizo.
-Señorita Fox; lo hemos negado dos veces -habló Margaret-. ¿Por qué se empeña en que mentimos? Ninguna de nosotras hubiera hecho una cosa tan tonta.
-Lo siento -se excusó Sybil-. No quise ofenderlas. ¿Quién pudo ser?
-Quizá fue ella sola -aventuró Marlene, que se puso a reír.
Sybil no agradeció la sugerencia.
-Está bien. Olvidemos lo sucedido -dijo antes de bajar de nuevo las escaleras.
Alicia tarareaba una cancioncilla mientras buscaba algo a su alrededor.
-He vuelto a perder mis gafas -explicó a Sybil-. No importa, en realidad no quiero ver nada en este momento. Lo malo para una persona tan ciega como yo, es que si pierde las gafas y carece de otro par de reserva, nunca logrará hallar las primeras.
-Las buscaré yo -se ofreció Sybil-. Las tenía hace un momento.
-Fui a la otra habitación cuando usted fue arriba. Quizá me las olvidé allí. Es una lata eso de las gafas. Quiero seguir con esas cuentas, ¿cómo lo haré si no las encuentro?
-Iré a su dormitorio a buscarle el otro par.
-Sólo tengo el par que uso.
-¿Qué ha hecho de las otras?
-No lo sé. Creía haberlas olvidado ayer en el restaurante. Pero me informaron por teléfono que no están allí. También llamé a dos tiendas, donde estuve de compras.
-Oh, querida; necesita tres pares.
-Sí, y entonces me pasaré la vida buscándolos. Es mejor tener un solo par.
-Bueno, en alguna parte han de estar -dijo Sybil-. No ha salido usted de estas dos habitaciones. Si no aparecen aquí, han de estar en el probador.
Sybil se encaminó a la otra sala, y tras detenida búsqueda infructuosa, se le ocurrió levantar la muñeca del sofá.
-¡Ya las tengo! -gritó.
-¿Dónde estaban Sybil?
-Debajo de nuestra preciosa muñeca. Supongo que las dejaría en el sofá al ponerla allí.
-No; estoy segura de no haberlo hecho.
-Entonces se las quitaría ella.
-¡Quién sabe! -dijo Alicia, mirando la muñeca-. Parece muy inteligente.
-No me gusta su cara -afirmó Sybil-. Da la impresión de saber algo que nosotros ignoramos.
-Su aspecto es triste y a la vez dulce -comentó Alicia.
-¡Oh! Yo no advierto la más mínima dulzura en ella.
-¿No? Quizá tenga razón. Bueno, sigamos con el trabajo. Lady Lee vendrá antes de diez minutos y quiero acabar estas facturas y mandarlas al correo.
-¡Señorita Fox! ¡Señorita Fox!
-¿Qué pasa, Margaret? ¿Qué ocurre?
Sybil cortaba una pieza de género de satén sobre la mesa de trabajo.
-¡Oh, señorita Fox! Se trata de la muñeca. Bajé el vestido castaño y vi la muñeca sentada delante del pupitre. ¡Yo no he sido, ni las otras chicas! Por favor, créame, nosotros no haríamos una cosa así.
Las tijeras de Sybil se desviaron un poco.
-¡Vaya! -exclamó enojada-. Mire lo que me ha hecho hacer. Espero que podrá arreglarse. Bueno, ¿qué pasa con la muñeca?
-Vuelve a estar sentada ante el pupitre.
Sybil bajó al probador. La muñeca se hallaba sentada al pupitre, exactamente como antes.
-Eres muy decidida, ¿eh? -dijo a la muñeca.
La cogió sin contemplaciones y la echó encima del sofá.
-¡Ese es tu sitio, niña! ¡No te muevas de ahí!
Luego se encaminó a la otra estancia.
-Señorita Coombe.
-Diga, Sybil.
-Alguien nos toma el pelo.
La muñeca volvía a estar sentada ante el pupitre.
-¿Quién le parece que es?
-Tiene que ser una de las tres de arriba. Seguramente lo considerará gracioso. Pero el caso es que todas juran ser inocentes.
-¿No será Margaret?
-No, no lo creo. Margaret estaba sorprendida cuando entró a decírmelo. En todo caso será esa burlona de Marlene.
-Sea quien fuese, hace una tontería.
-Estoy de acuerdo -dijo Sybil-. No obstante, pienso poner coto a eso.
-¿Qué hará para evitarlo?
-Ya lo verá.
Aquella noche, antes de irse, cerró con llave el probador.
-Me llevo la llave.
-Comprendo -repuso Alicia, con cierto aire de diversión-, Usted piensa que soy yo, ¿verdad? Me considera tan distraída como para sentar a la muñeca al pupitre, y que escriba en mi lugar. ¡Claro, y luego me olvido de todo!
-Está dentro de lo posible -admitió Sybil-. En realidad, sólo trato de asegurarme de que nadie repetirá la broma esta noche.
Al día siguiente lo primero que hizo Sybil fue abrir la puerta del probador y entrar dentro. La señorita Groves, manifiestamente agraviada, esperaba con la bayeta en la mano en el recibidor.
-¡Ahora veremos! -dijo Sybil.
Y lo que vio la obligó a dar un respingo.
La muñeca aparecía sentada al pupitre.
-¡Sopla! -exclamó la sirvienta detrás de Sybil-. ¡Eso sí que es misterio! Señorita Fox, se ha puesto algo pálida, como si hubiera recibido un susto. Necesita un sedante. ¿Sabe si la señorita Coombe tiene algún potingue apropiado en su dormitorio?
-Gracias; no lo necesito. Me encuentro bien.
Entonces cogió la muñeca.
-Alguien ha vuelto a gastarnos la misma broma -exclamó la señora Groves.
-No comprendo cómo ha podido ser -repuso Sybil-. Cerré con llave anoche. ¡Nadie pudo entrar!
-Puede que alguien tenga otra llave -aventuró la asistenta.
-No lo creo. Nunca nos hemos molestado en cerrar el probador. La llave de esta puerta es antigua y sólo hay una.
-Quizá encaje la de otra puerta, la de enfrente, por ejemplo.
Probaron todas las llaves; pero ninguna abría la puerta del probador.
-Es raro, señorita Coombe -aseguró Sybil más tarde, mientras comían juntas.
En los ojos de la señorita chispeaba la diversión que todo aquello le producía.
-Querida -le contestó-. Opino que es algo extraordinario. Deberíamos escribir al departamento de psiquiatría. Quien sabe, quizá se le ocurra enviarnos un especialista... un médium, o algo parecido, con el fin de comprobar qué hay de especial en el cuarto.
-Parece ser que no le preocupa.
-Tiene razón. En cierto modo, disfruto. A mi edad resulta divertido que ocurran cosas extrañas, inexplicables y misteriosas. Claro que... -se quedó pensativa un momento-. No; no creo que me guste. Bien, tendremos que admitir que la muñeca se toma muchas libertades, ¿no le parece?
Aquella noche Sybil y Alicia volvieron a cerrar con llave la puerta.
-Sigo creyendo que alguien se divierte con esta clase de bromas -afirmó decidida Sybil-. Si bien no comprendo por qué...
Alice la interrumpió al preguntarle:
-¿Cree que volveremos a encontrarla mañana sentada al pupitre?
-Me temo que así sea.
Se equivocaron. La muñeca no estaba al pupitre, pero sí en el alféizar de la ventana, mirando la calle. Y de nuevo les sorprendió la extraordinaria naturalidad de su posición.
-¡Qué cosa más ridícula! -comentó Alicia mientras tomaban una taza de té aquella tarde.
Las dos mujeres habían estado de acuerdo en tomar el té en la salita del despacho de Alicia, en vez de hacerlo como siempre, en el probador.
-¿Ridículo en qué sentido?
-Me refiero a esa tonta preocupación que nos embarga, sólo porque una muñeca cambia de posición y lugar.
Pero si hasta entonces los movimientos de la muñeca parecían realizarse de noche, días después también se observaban a cualquier hora. Así, cada vez que entraban en el probador, aunque hubieran estado ausentes unos minutos, la encontraban en distinta postura o sitio. A veces quedaba en el sofá y aparecía en una silla, otras en el alféizar, o bien junto al pupitre.
-Se traslada a su antojo -dijo Alicia-. Y creo, Sybil, que eso la divierte.
Las dos mujeres miraban la figura inerte y fláccida de blando terciopelo, con su cara de seda pintada.
-Sólo unos trozos de terciopelo, seda y algo de pintura, eso es lo que es -comentó Alicia-. Podríamos... bueno, creo que podríamos deshacernos de ella.
-¿Cómo?
-Pongámosla en el fuego. Sería una ceremonia semejante a la cremación de una bruja. También podemos tirarla al cubo de la basura.
-Lo último no daría resultado. Seguro que alguien la sacaría para devolvérnosla.
-¿Y si la enviásemos a una de esas sociedades que tantas veces nos piden cosas para sus tómbolas o subastas? Me parece que ésta sería una buena idea.
-No sé... no sé... -Sybil denotaba duda y preocupación-. Tampoco me ofrece confianza.
-¿Por qué?
-Temo que volvería.
-¿Que volvería con nosotras?
-Sí.
-¿Quiere usted decir que haría lo mismo que una paloma mensajera?
-Sí.
-¿No estaremos perdiendo la cabeza? -preguntó Alicia-. Quizá sí, quizá yo me he chiflado y usted se divierte a costa mía.
-No, no eso no. Sin embargo, me siento presa de una desagradable sensación, como si ella fuera demasiado fuerte para nosotras.
-¿Qué dice? ¿Esa masa de harapos?
-Sí, esa horrible masa fláccida de harapos. ¿No lo ve? ¡Es tan decidida!
-¿Decidida?
-Hace lo que le da la gana. Se comporta como si esta habitación le perteneciera en exclusiva.
-Sí -dijo Alicia, mirando a su alrededor-. En realidad, siempre ha sido su habitación. Se me ocurrió que hacía juego con los colores que predominan -y añadió con mayor viveza-: Pero resulta absurdo que una muñeca se adueñe de una estancia. Y lo malo no es eso; lo malo es que la señora Graves se niega a entrar para hacer la limpieza.
-¿Se niega porque le asusta la muñeca?
-No. Simplemente da una u otra excusa -en su voz había pánico al continuar-: ¿Qué haremos, Sybil? ¡Acabara conmigo! No he logrado diseñar nada desde hace varias semanas.
-¡Oh! Yo tampoco logro fijar la mente cuando trabajo -confesó Sybil-. Y eso hace que cometa errores imperdonables. Quizá... -dudó un momento antes de proseguir-, quizá la idea de escribir al centro de investigación psíquica fuese una solución.
-¡Nos creerían un par de locas! -exclamó Alicia-. No lo dije en serio. No; decididamente, no. Seguiremos así hasta que...
-¿Hasta qué...?
-¡Oh, no lo sé! -la risa de Alicia sonó insegura.
Al día siguiente Sybil encontró la puerta del probador cerrada con llave.
-Señorita Coombe, ¿tiene la llave? ¿La cerró usted anoche?
-Sí, la cerré y ya va a permanecer así.
-¿Qué quiere usted decir?
-Sencillamente: que renuncio a esa habitación. ¡Que se la quede la muñeca! No necesitamos esa estancia. Probaremos aquí.
-Pero esta es su salita despacho.
-No importa.
-¿De veras no entrará más en el probador? -preguntó Sybil incrédula.
-¡Exacto!
-Pero, ¿y la limpieza? Se pondrá horrible de suciedad.
-¡Qué se ponga! Si el probador se ha convertido en lugar privado de una muñeca, pues... ¡para ella! Eso sí, que limpie la habitación -y añadió-: Nos odia, ¿no lo sabe?
-¿Qué dice? -preguntó asombrada Sybil-. ¿Qué la muñeca nos odia?
-Sí. ¿No se ha percatado de ello al mirarla?
-Creo que sí -comentó pensativa, Sybil-. Creo que sí lo advertí. Hace mucho tiempo que tengo la sensación de que nos odia y quiere echarnos de allí.
-Es muy cruel -aseguró Alicia-. Bueno, desde ahora podrá vivir satisfecha.
Durante algunos días hubo paz en el taller de modistas. Alicia explicó al resto del personal que había renunciado temporalmente al probador, pues eran demasiadas habitaciones para limpiar todos los días.
Eso no evitó que aquella misma tarde una de las obreras dijese a otra compañera:
-Realmente está ida la señorita Coombe. Siempre me pareció algo rara; sobre todo cuando pierde las cosas y las olvida. Ahora se pasa de la raya. ¡Mira que tenerle ojeriza a la muñeca!
-¿No temes que se vuelva loca -preguntó la otra-, y un mal día nos apuñale, o intente algo parecido?
Alicia, que las oyó, se sentó indignada en su silla. «¿Qué yo estoy ida?» -se preguntó-. Luego, furiosa, dijo en voz alta:
-En realidad, si no fuera por Sybil, creería que es verdad. Ella y la señora Groves temen, como yo, que hay algo en la muñeca.

Tres semanas más tarde Sybil dijo a Alicia:
-Es necesario que entremos en el probador.
-¿Para qué?
-Debe hallarse muy sucio. Además, las polillas atacarán cuanto hay allí dentro. Sería mejor barrer y quitar el polvo, y luego cerrar de nuevo.
-Prefiero que siga como está antes de entrar otra vez.
-Es usted más supersticiosa que yo -dijo Sybil.
-Eso parece -contestó Alicia-. En cierto modo, al principio me divertía. Sin embargo, bien se ve que soy más crédula que usted. Realmente estoy asustada, y prefiero no entrar en esa habitación.
-En tal caso, entraré sola -afirmó Sybil.
-Muy bien. Pero confiese que lo hace por simple curiosidad.
-Tiene usted razón. Me siento curiosa. Quiero ver qué ha hecho la muñeca.
-Sería mejor no molestarla. Desde que la dejamos sola parece estar satisfecha. ¿Para qué perturbar su tranquilidad? -Alicia suspiró hondamente-. ¡Qué bobadas decimos!
-¿Seguro que son bobadas? En todo caso es ella quien nos obliga a decirlas. Y... ¡déme la llave!
-¡Está bien; está bien!
-¿Teme que salga de la habitación o algo parecido? Si es capaz de eso, también podría atravesar puertas y ventanas.
Sybil abrió el probador.
-¡Qué cosa más extraña! -dijo.
-¿Qué pasa? -preguntó Alicia, mirando por encima del hombro de Sybil.
-Apenas hay polvo. Y, lógicamente, después de tan tiempo tendría que haberlo.
-Sí, es raro.
-¡Mírela! -invitó Sybil.
La muñeca se hallaba en el sofá. En vez de fláccida, aparecía erguida con un cojín detrás de ella, mostrando ese aire inconfundible de quien se sabe dueña y señora de su casa. Por su actitud, cualquiera hubiese creído que esperaba visita.
-Ya lo ve -dijo Alicia-. Parece encontrarse en su hogar. Casi siento la necesidad de pedir excusas.
-Vámonos.
Sybil volvió a cerrar la puerta.
Las dos mujeres se miraron, visiblemente temerosas.
-Me gustaría saber por qué nos asusta tanto -dijo Alicia.
-¡Cielos! ¿y quién no se asustaría? -preguntó la otra.
-Bueno, pero después de todo, ¿qué es lo que sucede? ¡Nada; absolutamente nada! Sólo se trata de una especie de marioneta que se mueve a su antojo por la habitación.
-¿Y si no es ella? ¿Y si fuera obra de un prestidigitador?
-¡Quién lo sabe!
-No, seguro que no es eso. Es... la muñeca.
-¿Está segura de que ignora su procedencia, señorita Coombe?
-No tengo ni la menor idea. Y cuanto más lo pienso, más me afianzo en la creencia de que ni la compré ni me la regalaron. Para mí, es que vino sola.
-¿Y se irá algún día del mismo modo que vino?
-¿Por qué ha de irse? Ha logrado cuanto deseaba.
Sin embargo, la muñeca no debía de haber conseguido cuanto deseaba. Pues, al día siguiente, Sybil, al entrar en el salón de exposiciones, se quedó con la boca abierta. Luego gritó por el hueco de las escaleras.
-¡Señorita Coombe! ¡Señorita Coombe; baje en seguida!
-¿Qué ocurre?
Alicia, que se había levantado tarde, descendió cojeando pues sentía dolor reumático en la rodilla derecha.
-¿Qué pasa, Sybil?
-¡Véalo usted misma!
Desde el umbral del salón, Alicia contempló la muñeca, que aparecía sentada en un sillón, tranquilamente apoyada contra el brazo del mismo.
-Ha salido -susurró Sybil-. Se ha salido del probador. Seguro que ahora quiere adueñarse de este salón.
Alicia se sentó junto a la puerta.
-No me extrañaría que piense en quedarse con todas las dependencias.
-Podría ser -dijo Sybil.
-¡Desagradable y perversa muñeca! -gritó Alicia-. ¿Por qué nos fastidias? ¡No te queremos!
Tanto ella como Sybil creyeron percibir que se movía. Fue algo parecido a un relajamiento de sus miembros de trapo. El largo brazo que descansaba en el sofá, medio le ocultaba el rostro, como si las observase astuta y maliciosamente.
-¡Criatura horrible! -volvió a gritar Alicia-. ¡No puedo soportarte! ¡No puedo soportarte más!
Su acción sorprendió a Sybil. Corrió al interior de la estancia, cogió la muñeca, se fue a la ventana, la abrió y tiró el manojo de trapos a la calle.
Sybil, asustada, no pudo reprimir un grito:
-¡Alicia! ¿Qué ha hecho? Estoy segura de que no debió hacerlo.
Luego se unió a ella en la ventana. Sobre el pavimento, la muñeca yacía boca abajo.
-¡La ha matado! -dijo entrecortadamente Sybil.
-¡No sea absurda! ¿Cómo puedo matar una cosa de terciopelo y seda?
-Es horriblemente real -murmuró Sybil.
-¡Cielos! Aquella niña...
Una niña de corta edad, mal vestida, se paró junto a la muñeca en la acera. Miró arriba y abajo de la calle, que apenas tenía tránsito en aquella hora de la mañana, si bien pasaban algunos coches; luego, como satisfecha de su inspección, recogió la muñeca y echó a correr.
-¡Párate! ¡Párate! -gritó Alicia.
Ésta se volvió a Sybil.
-¡Esa niña no debe llevarse la muñeca! ¡No debe! Esa muñeca es peligrosa... Tenemos que evitarlo.
En aquel momento tres taxis circulaban por una dirección y dos camiones por la otra. La niña tuvo que detenerse en una isla en el centro de la calzada. Sybil bajó presurosa las escaleras, seguida de Alicia. Sortearon un par de vehículos, y, al fin, llegaron a la isla antes de que la niña cruzase al lado opuesto.
-No puedes llevarte esa muñeca -dijo Alicia-. Devuélvemela.
La niña, delgada, de unos ocho años y algo bizca, la miró desafiadora.
-¿Por qué tengo que dársela? Usted la tiró por la ventana, ¿no? Yo vi cómo lo hacía. Si usted la tiró por la ventana es que no la quiere. ¡Ahora es mía!
-Te compraré otra -ofreció Alicia-. Iremos a la tienda de juguetes que tú digas, y te compraré la mejor muñeca que tengan. Pero devuélveme ésta.
-¡No!
La niña estrechó protectoramente en sus brazos a la muñeca de terciopelo.
-Tienes que devolvérsela -dijo Sybil-. No es tuya.
Quiso arrebatársela, pero la pequeña dio una patada en el suelo, y les gritó:
-¡No! ¡No! ¡No! Es bien mía. La quiero. Ustedes no la quieren. La odian. Si no la odiaran no la hubieran tirado por la ventana. Yo la quiero, y eso es lo que ella necesita; que la amen.
Luego se deslizó como una anguila entre los vehículos y cruzó la calle, siguió por una callejuela, y desapareció antes de que las dos mujeres se atreviesen a cruzar.
-Se ha ido -exclamó Alicia desalentada.
-La muñeca necesita que la amen -repitió Sybil.
-Puede que sea verdad. Quizá sea cuanto quiso la pobre; ser amada.
En el centro de una calle londinense, dos mujeres se miraron asustadas.
FIN
"The Dressmaker's Doll", 
Double Sin and Other Stories
, 1961

miércoles, 16 de octubre de 2013

La mujer vengada - Marqués de Sade - Ciudad Seva

La mujer vengada - Marqués de Sade - Ciudad Seva:

La mujer vengada[Cuento. Texto completo.]Marqués de Sade
Remontémonos a las épocas gloriosas en las que Francia tenía numerosos señores feudales que gobernaban despóticamente sus dominios, en vez de treinta mil esclavos envilecidos ante un solo rey. Cerca de Fimes vivía el señor de Longeville, en su vasto feudo, con una castellana morena, no demasiado bella, pero muy impulsiva, avispada y sumamente amante de los placeres. Ella contaba con unos veinticinco o veintisiete años de edad y él, como mucho, treinta; pero, como llevaban casados ya diez años, cada uno hacía lo que podía con objeto de procurarse las distracciones necesarias para aplacar el tedio matrimonial. La población, o más bien el villorrio de Longeville, no ofrecía excesivos estímulos; sin embargo, desde hacía dos años él se las arreglaba discreta y satisfactoriamente con una campesina de dieciocho años, tranquila y cariñosa, llamada Louison. La agradable tórtola acudía cada noche a los aposentos de su señor a través de una escalera secreta, construida a tal efecto en una de las torres, y por la mañana levantaba el vuelo antes de que la señora entrara en la alcoba de su marido, cosa que solía hacer a la hora del almuerzo.Desde luego, la señora de Longeville estaba perfectamente al tanto de las incongruencias de su marido, pero como ello le daba la placentera libertad de distraerse también por su cuenta, fingía ignorarlo todo. Nada mejor que las esposas infieles, ya que están tan entretenidas ocultando sus propias aventuras que vigilan las del prójimo mucho menos que las mojigatas. Quien la alegraba a ella era un molinero llamado Colás, un musculoso jovenzuelo con menos de veinte años, maleable como la harina y bello como una rosa, que al igual que Louison se internaba secretamente en el castillo, acudía a la alcoba de la señora y se metía en su lecho cuando todo estaba en silencio. Nada hubiera turbado la felicidad apacible de estas dos adorables parejas si no hubiera sido por el diablo, que se metió por medio, y se les hubiera podido poner como ejemplo en toda Francia.
No se ría, estimado lector, por el uso que hago de la palabra ejemplo, pues cuando la virtud está ausente, siempre es preferible el vicio encubierto y prudente. ¿No es lo más acertado pecar sin provocar el escándalo? ¿Qué peligro puede entrañar la existencia de un mal que nadie conoce? Además, por muy censurable que pudiera parecer ese comportamiento, ¿no constituirán un ejemplo más edificante el señor de Longeville, agradablemente recostado en los cálidos brazos de su tierna campesina, y su respetable esposa, discretamente abrazada a su apuesto molinero, que una de esas duquesas parisinas que cambian cada mes de amante a los ojos de todos, mientras su marido derrocha doscientos mil escudos anuales para mantener a una de esas rameras deshonestas que usan el lujo como máscara para ocultar su desenfreno?
Así pues, repito, nada tan acertado como este discreto arreglo que procuraba la felicidad de nuestros cuatro personajes, si no fuera porque pronto vino la discordia a emponzoñar sus dulces existencias. Ocurría que el señor de Longeville, como tantos maridos necios, tenía la injusta pretensión de ser feliz sin que su esposa lo fuera también, y pensaba, como les ocurre a las perdices, que nadie le vería con solo esconder la cabeza; de modo que cuando descubrió los manejos de su mujer lo invadieron los celos, como si su propia conducta no justificara suficientemente la de ella, y decidió vengarse.
-Que me ponga los cuernos con un hombre de mi propia clase, pase -se decía-. ¡Pero no con un molinero! ¡Eso sí que no! Colás, bribonzuelo, tendrás que irte a moler a otro molino, ya que no quiero que nadie diga que el de mi mujer sigue abierto para acoger tu simiente.
Y dado que el despotismo de estos señores feudales se manifestaba siempre con la máxima crueldad, acostumbrados como estaban a disponer legalmente de la vida y de la muerte de sus vasallos, el señor de Longeville tomó la decisión de hacer desaparecer al infortunado molinero en el foso que rodeaba el castillo.
-Clodomiro -ordenó un día a su cocinero- tú y tus muchachos tienen que librarse de ese infame que está mancillando mi honra y la de mi mujer.
-Muy fácil. Si lo deseas, podemos degollarlo y entregártelo trinchado como si fuera un cochinillo.
-No, no será necesario tanto -respondió el señor de Longeville- bastará con que lo metan en un saco lleno de piedras y lo dejen caer al fondo del foso con ese equipaje.
-Haremos lo que mandas.
-Sí, pero antes habrá que darle caza.
-Lo atraparemos, señor; demasiado listo tendría que ser para escaparse de esta. Lo atraparemos, puedes estar seguro.
-Hoy, como siempre, llegará al castillo a las nueve de la noche -explicó el ultrajado esposo-. Vendrá atravesando el jardín; desde allí entrará en el primer piso y se esconderá en la salita que hay junto a la capilla, donde permanecerá oculto hasta que mi mujer piense que me he dormido y vaya en su busca para llevarlo a la alcoba. Dejaremos que haga todo esto, pero lo tendremos bien vigilado y lo atraparemos cuando menos se lo espere. Entonces le dan de beber, para que se le calme el ardor.
El plan era perfecto, y sin duda el infortunado Colás hubiera servido de alimento a los peces si todos se hubieran mantenido en silencio. Pero Longeville había confiado sus planes a demasiada gente. Uno de los ayudantes del cocinero, que estaba prendado de la señora y que, probablemente, aspiraba a compartir con el molinero los favores de ella, en vez de alegrarse por la desgracia de su rival como hubiera hecho cualquier otro hombre celoso, corrió a desvelar el proyecto de su marido, y recibió por ello un beso y dos relucientes escudos de oro que a él le parecieron de mucho menos valor que aquel beso.
-Desde luego -comentó disgustada la señora de Longeville a una de sus doncellas, que era partícipe de todos los enredos de su patrona- mi marido es muy injusto. ¿No hace él lo que quiere? Y yo no digo ni palabra. Pero luego se niega a que yo me resarza de todas esas noches de ayuno que me hace padecer. Pues no lo voy a tolerar, eso sí que no. Escucha, Jeannette, ¿querrás ayudarme con un plan que he maquinado para salvar a Colás y para poner en evidencia al señor?
-Claro, señora, haré todo lo que me pidas... Ese pobre Colás es un joven tan guapo, con esas caderas tan firmes y esos colores tan frescos. Claro que sí, señora, ¿qué es lo que tengo que hacer?
-Debes avisar enseguida a Colás para que no se acerque al castillo hasta que yo no se lo ordene. Y dile que te entregue la ropa que suele ponerse para visitarme por las noches. Luego busca a Louison, la amante del bellaco de mi esposo; explícale que vas de parte de él, y que es su deseo que esta noche se ponga esas ropas, que tú llevarás preparadas en el delantal; dile también que esta vez no venga por el camino habitual, sino que atraviese el jardín, que entre por el patio al primer piso y que se esconda en la sala que hay junto a la capilla hasta que el señor vaya a buscarla. Si te pregunta el porqué de estos cambios, le contestas que es por los celos de la señora, que está sospechando y que puede tener vigilada la ruta habitual. Y si se siente atemorizada, haz lo que sea para que se tranquilice, pero sobre todo, insiste en que no deje de acudir a la cita, ya que el señor tiene que tratar con ella asuntos de la máxima importancia, relativos a la escena de celos que ha mantenido conmigo.
Como la doncella cumplió el encargo a la perfección, allí estaba escondida la infortunada Louison, a las nueve de la noche, en la sala aneja a la capilla y vestida con las ropas Colás.
-¡Este es el momento! -ordenó Longeville a sus secuaces-. Todos han visto esta infamia, ¿verdad, amigos?
-Así es, y vaya con el molinero, lo guapo que es.
-Pues ahora entran de golpe, le tapan la cabeza con un trapo para que no grite, lo meten en el saco y al agua con él.
Así lo hicieron. La pobre Louison no pudo ni abrir la boca para enmendar el error y al poco ya la habían lanzado al foso por la ventana de la sala, metida en un saco lleno de pedruscos.
Una vez terminada la batalla, el señor de Longeville se apresuró a sus aposentos para recibir a su amada, que según él pensaba debería estar al llegar, pues lejos estaba de imaginar que se encontrara en un lugar tan húmedo. En mitad de la noche, inquieto al comprobar que nadie aparecía, el infeliz amante decidió acudir personalmente a la casa de Louison, aprovechando la clara luz de la luna. (Por cierto, que este es el momento que aprovechó la señora de Longeville para instalarse en el lecho de sus esposo, al que había estado acechando.) Todo lo que pudo averiguar el señor de Longeville por boca de los familiares de Louison fue que su amada había ido al castillo a la hora de costumbre, aunque del extraño atuendo que llevaba nada le dijeron, ya que ella lo había mantenido en secreto y había salido de la casa sin que nadie la viera.
Ya de regreso en su alcoba, y a oscuras, porque la vela se había apagado, se acercó al lecho y entonces es cuando sintió el aliento de una mujer, que él no pudo menos que confundir con el de su bella Louison. Así que sin pensárselo dos veces, se introdujo entre las sábanas y comenzó enseguida a acariciar a su esposa y a emplear con ella las tiernas efusiones que solía dedicar a su amada.
-¿Por qué me has hecho esperar tanto, bella mía? ¿Pero dónde estabas, mi pequeña?
-¡Bellaco! -gritó entonces la señora de Longeville, iluminando la estancia con una lámpara que tenía escondida-. Yo soy tu esposa, no esa ramera a la que tú entregas el amor que solo a mi me corresponde.
-Me parece -respondió él fríamente-, que estoy en todo mi derecho, máxime cuando llevas tanto tiempo engañándome de un modo tan desvergonzado.
-¿Engañarte yo? ¿Con quién, si puede saberse ?
-¿Crees que ignoro las citas que mantienes con Colás, el molinero, uno de los más viles de mis vasallos?
-Yo no podría rebajarme hasta tal punto. Estás loco. No se de qué me hablas. Te desafío a que lo demuestres, si es que puedes -respondió ella con arrogancia.
-Siendo sincero, eso me va a resultar un poco difícil, ya que acabo de lanzar al foso a ese miserable que mancillaba mi honor, de modo que no podrás volver a verlo nunca más.
-Esposo mío -replicó la castellana con descaro inusitado- si a causa de tus celos desvariados has ordenado lanzar a algún desdichado al agua, serás culpable de una terrible injusticia, porque como te he dicho, el molinero no ha venido jamás al castillo a visitarme.
-¡Pero bueno! Al final voy a pensar que estoy loco...
-Pues nada más sencillo para aclarar este enredo. Que venga ese vasallo del que estás tan ridículamente celoso. Que vaya Jeannette a buscarlo, y ya veremos lo que ocurre.
La doncella, que estaba sobre aviso, obedeció en seguida y trajo al molinero. Al señor de Longeville le costó creer lo que veía, y ordenó que fueran a averiguar quien era, en ese caso, el arrojado al foso. Pronto trajeron un cadáver, el de la desdichada Louison.
-¡Cielos! Es la mano de la providencia la causante de todo esto, pero no me lamentaré ni indagaré más. Sin embargo, algo te voy a pedir: ya que has logrado quitarte de en medio a la causante de tu desasosiego, desembaracémonos también de quien me inquieta a mi. Que el molinero abandone la comarca para siempre ¿Trato hecho?
-Sí, estoy de acuerdo. Que la paz y el amor renazcan entre nosotros, para que nada pueda distanciarnos nunca más.
Colás desapareció para siempre, Louison fue enterrada y desde entonces no se ha visto en toda Francia otro matrimonio más unido que el de los Longeville.
FIN

miércoles, 9 de octubre de 2013

El balcón - Felisberto Hernández - Ciudad Seva

El balcón - Felisberto Hernández - Ciudad Seva:

El balcón[Cuento. Texto completo.]Felisberto Hernández
Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste enseguida se hubiese apagado en el musgo.El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.
Al final de uno de esos conciertos, vino a saludarme un anciano tímido. Debajo de sus ojos azules se veía la carne viva y enrojecida de sus párpados caídos; el labio inferior, muy grande y parecido a la baranda de un palco, daba vuelta alrededor de su boca entreabierta. De allí salía una voz apagada y palabras lentas; además, las iba separando con el aire quejoso de la respiración.
Después de un largo intervalo me dijo:
-Yo lamento que mi hija no pueda escuchar su música.
No sé por qué se me ocurrió que la hija se habría quedado ciega; y enseguida me di cuenta que una ciega podía oír, que más bien podía haberse quedado sorda, o no estar en la ciudad; y de pronto me detuve en la idea de que podría haberse muerto. Sin embargo aquella noche yo era feliz; en aquella ciudad todas las cosas eran lentas, sin ruido yo iba atravesando, con el anciano, penumbras de reflejos verdosos.
De pronto me incliné hacia él -como en el instante en que debía cuidar de algo muy delicado- y se me ocurrió preguntarle:
-¿Su hija no puede venir?
Él dijo «ah» con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a la cara y por fin le salieron estas palabras:
-Eso, eso; ella no puede salir. Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme pensando que al día siguiente tiene que salir. Al otro día se levanta temprano, apronta todo y le viene mucha agitación. Después se le va pasando. Y al final se sienta en un sillón y ya no puede salir.
La gente del concierto desapareció enseguida de las calles que rodeaban al teatro y nosotros entramos en el café. Él le hizo señas al mozo y le trajeron una bebida oscura en el vasito. Yo lo acompañaría nada más que unos instantes; tenía que ir a cenar a otra parte. Entonces le dije:
-Es una pena que ella no pueda salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.
Él, después de haber puesto el vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó a mojarse, me explicó:
-Ella se distrae. Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos, pero se halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella tiene, en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunas veces también pasea por el jardín y algunas noches toca el piano. Usted podrá venir a cenar a mi casa cuando quiera y le guardaré agradecimiento.
Comprendí enseguida; y entonces decidimos el día en que yo iría a cenar y a tocar el piano.
Él me vino a buscar al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde lejos, me mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno. Era en un primer piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de la casa y que daba a un jardín con una fuente de estatuillas que se escondían entre los yuyos. El jardín estaba rodeado por un alto paredón; en la parte de arriba le habían puesto pedazos de vidrio pegados con mezcla. Se subía a la casa por una escalinata colocada delante de una galería desde donde se podía mirar al jardín a través de una vidriera. Me sorprendió ver, en el largo corredor, un gran número de sombrillas abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes plantas de invernáculo. Enseguida el anciano me explicó:
-La mayor parte de estas sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta tenerlas abiertas para ver los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y da una vueltita por el jardín. En los días que hay viento no se puede abrir esta puerta porque las sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro lado.
Fuimos caminando hasta un extremo del corredor por un techo que había entre la pared y las sombrillas. Llegamos a una puerta, el anciano tamborileó con los dedos en el vidrio y adentro respondió una voz apagada. El anciano me hizo entrar y enseguida vi a su hija de pie en medio del balcón de invierno; frente a nosotros y de espaldas a vidrios de colores. Sólo cuando nosotros habíamos cruzado la mitad del salón ella salió de su balcón y nos vino a alcanzar. Desde lejos ya venía levantando la mano y diciendo palabras de agradecimiento por mi visita. Contra la pared que recibía menos luz había recostado un pequeño piano abierto, su gran sonrisa amarillenta parecía ingenua.
Ella se disculpó por el hecho de no poder salir y señalando el balcón vacío, dijo:
-Él es mi único amigo.
Yo señalé al piano y le pregunté:
-Y ese inocente, ¿no es amigo suyo también?
Nos estábamos sentando en sillas que había a los pies de ella. Tuve tiempo de ver muchos cuadritos de flores pintadas colocadas todos a la misma altura y alrededor de las cuatro paredes como si formaron un friso. Ella había dejado abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido abandonados desde mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué el piano no era tan amigo suyo como el balcón, cuando el anciano salió casi en puntas de pie. Ella siguió diciendo:
-El piano era un gran amigo de mi madre.
Yo hice un movimiento como para ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y abriendo los ojos, me detuvo:
-Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos.
Después se levantó y pidiéndome permiso se fue al balcón; al llegar a él le puso los brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra persona. Pero enseguida volvió y me dijo:
-Cuando veo pasar varias veces a un hombre por el vidrio rojo casi siempre resulta que él es violento o de mal carácter.
No pude dejar de preguntarle:
-Y yo ¿en qué vidrio caí?
-En el verde. Casi siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.
-Casualmente a mí me gusta la soledad entre plantas -le contesté.
Se abrió la puerta por donde yo había entrado y apareció el anciano seguido por una sirvienta tan baja que yo no sabía si era niña o enana. Su cara roja aparecía encima de la mesita que ella misma traía en sus bracitos. El anciano me preguntó:
-¿Qué bebida prefiere?
Yo iba a decir «ninguna», pero pensé que se disgustaría y le pedí una cualquiera. A él le trajeron un vasito con la bebida oscura que yo le había visto tomar a la salida del concierto. Cuando ya era del todo la noche fuimos al comedor y pasamos por la galería de las sombrillas; ella cambió algunas de lugar y mientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de felicidad.
El comedor estaba en un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la vereda. La luz, no bien salía de una pantalla verde, ya daba sobre un mantel blanco; allí se había reunido, como para una fiesta de recuerdos, los viejos objetos de la familia. Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un momento; entonces todas las cosas que había en la mesa parecían formas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en el mantel nuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de la mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una forma. Después de mucho andar ellos encontrarían colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Por último los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones. Algunos de estos seres podrían sobrevivir a muchas parejas de manos; algunas de ellas serían buenas con ellos, los amarían y los llenarían de recuerdos, pero ellos tendrían que seguir viviendo en silencio.
Hacía un rato, cuando nos hallábamos en la habitación de la hija de la casa y ella no había encendido la luz -quería aprovechar hasta el último momento el resplandor que venía de su balcón-, estuvimos hablando de los objetos. A medida que se iba la luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y se prepararan para dormir. Entonces ella dijo que los objetos adquirían alma a medida que entraban en relación con las personas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas, las teclas habían sido colmillos), pero su balcón había tenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él.
De pronto apareció en la orilla del mantel la cara colorada de la enana. Aunque ella metía con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las cosas, el anciano y su hija le acercaban los platos a la orilla de la mesa. Pero al ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad. Además el anciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino.
Al principio la conversación era difícil. Después apareció dando campanadas un gran reloj de pie; había estado marchando contra la pared situada detrás del anciano; pero yo me había olvidado de su presencia. Entonces empezamos a hablar. Ella me preguntó:
-¿Usted no siente cariño por las ropas viejas?
-¡Cómo no! Y de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los que han estado en más estrecha relación con nosotros -aquí yo me reí y ella se quedó seria-; y no me parecería imposible que guardaran de nosotros algo más que la forma obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.
Pero ella no me oía y había procurado interrumpirme como alguien que intenta entrar a saltar cuando están torneando la cuerda. Sin duda me había hecho la pregunta pensando en lo que respondería ella.
Por fin dijo:
-Yo compongo mis poesías después de estar acostada -ya, en la tarde, había hecho alusión a esas poesías- y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis primeros poemas. Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado le dediqué una poesía.
Había dejado de comer y no se le importaba que la enana metiera los bracitos en la mesa. Abrió los ojos como ante una visión y empezó a recitar:
-A mi camisón blanco.
Yo endurecía todo el cuerpo y al mismo tiempo atendía a las manos de la enana. Sus deditos, muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último momento se abrían para tomarlos.
Al principio yo me preocupaba por demostrar distintas maneras de atender; pero después me quedé haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, que coincidía con la llegada del péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio fastidio; y también me angustiaba el pensamiento de que pronto ella terminaría y yo no tenía preparado nada para decirle; además, al anciano le había quedado un poco de acelga en el borde del labio inferior y muy cerca de la comisura.
La poesía era cursi, pero parecía bien medida; con «camisón» no rimaba ninguna de las palabras que yo esperaba; le diría que el poema era fresco. Yo miraba al anciano y al hacerlo me había pasado la lengua por el labio inferior, pero él escuchaba a la hija. Ahora yo empezaba a sufrir porque el poema no terminaba. De pronto dijo «balcón» para rimar con «camisón», y ahí terminó el poema.
Después de las primeras palabras, yo me escuchaba con serenidad y daba a los demás la impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar:
-Me llama la atención -comencé- la calidad de adolescencia que le ha quedado en el poema. Es muy fresco y...
Cuando yo había empezado a decir «es muy fresco», ella también empezaba a decir:
-Hice otro...
Yo me sentí desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo traicionero. Llegó la enana con otra fuente y me serví con desenfado una buena cantidad. No quedaba ningún prestigio: ni el de los objetos de la mesa, ni el de la poesía, ni el de la casa que tenía encima, con el corredor de las sombrillas, ni el de la hiedra que tapaba todo un lado de la casa. Para peor, yo me sentía separado de ellos y comía en forma canallesca; no había una vez que el anciano no manoteara el pescuezo del botellón que no encontrara mi copa vacía.
Cuando ella terminó el segundo poema, yo dije:
-Si esto no estuviera tan bueno -yo señalaba el plato- le pediría que me dijera otro.
Enseguida el anciano dijo:
-Primero ella debía comer. Después tendrá tiempo.
Yo empezaba a ponerme cínico, y en aquel momento no se me hubiera importado dejar que me creciera una gran barriga. Pero de pronto sentí como una necesidad de agarrarme del saco de aquel pobre viejo y tener para él un momento de generosidad. Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me habían hecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar los dos empezaron a reírse desesperadamente; después yo seguí contando otros. La risa de ella era dolorosa; pero me pedía por favor que siguiera contando cuentos; la boca se le había estirado para los lados como un tajo impresionante; las «patas de gallo» se le habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas, y se apretaba las manos juntas entre las rodillas. El anciano tosía y había tenido que dejar el botellón antes de llenar la copa. La enana se reía haciendo como un saludo de medio cuerpo.
Milagrosamente todos habíamos quedado unidos y yo no tenía el menor remordimiento.
Esa noche no toqué el piano. Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un dormitorio que estaba al lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al comenzar a subir la escalera, me fijé que del reloj de pie salía un cordón que iba siguiendo a la escalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el cordón entraba y terminaba atado en una de las pequeñas columnas del dosel de mi cama. Los muebles eran amarillos, antiguos, y la luz de una lámpara hacía brillar sus vientres. Yo puse mis manos en mi abdomen y miré el del anciano. Sus últimas palabras de aquella noche habían sido para recomendarme:
-Si usted se siente desvelado y quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde aquí oirá el reloj del comedor; primero le dará las horas y, después de un intervalo, los minutos.
De pronto se empezó a reír, y se fue dándome las «buenas noches». Sin duda se acordaría de uno de los cuentos, el de un borracho que conversaba con un reloj.
Todavía el anciano hacía crujir la escalera de madera con sus pasos pesados, cuando yo ya me sentía solo con mi cuerpo. Él -mi cuerpo- había atraído hacia sí todas aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y ahora tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación.
Enseguida de acostarme quise saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en aquellos días; recibí de la memoria algunos acontecimientos de los días anteriores, y pensé en personas que estaban muy lejos de allí. Después empecé a deslizarme con tristeza y con cierta impudicia por algo que era como las tripas del silencio.
A la mañana siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que estaba a pocos metros sobre el jardín. De este lado también había yuyos altos y árboles espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y descubrí que estaban sentados en un banco colocado bajo mis pies. Entendí primero lo que decía ella:
-Ahora Úrsula sufre más; no sólo quiere menos al marido, sino que quiere más al otro.
El anciano preguntó:
-¿Y no puede divorciarse?
-No; porque ella quiere a los hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren al otro.
Entonces el anciano dijo con mucha timidez:
-Ella podría decir a los hijos que el marido tiene varias amantes.
La hija se levantó enojada:
-¡Siempre el mismo, tú! ¡Cuándo comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer eso!
Yo me quedé muy intrigado. La enana no podía ser -se llamaba Tamarinda-. Ellos vivían, según me había dicho el anciano, completamente solos. ¿Y esas noticias? ¿Las habrían recibido en la noche? Después del enojo, ella había ido al comedor y al rato salió al jardín bajo una sombrilla color salmón con volados de gasas blancas. A mediodía no vino a la mesa. El anciano y yo comimos poco y tomamos poco vino. Después yo salí para comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada entre los yuyos, en una noche muda y después de haber comido y bebido en abundancia.
Cuando iba de vuelta, pasó frente al balcón, un poco antes que yo, un pobre negro viejo y rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan los mejicanos.
Se veía una mancha blanca de carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.
Esa noche, apenas nos sentamos a la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no recitó.
Las carcajadas que soltábamos el anciano y yo nos servían para ir acomodando cantidades brutales de comida y de vinos.
Hubo un momento en que nos quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:
-Esta noche quiero oír música. Yo iré antes a mi habitación y encenderé las velas del piano. Hace ya mucho tiempo que no se encienden. El piano, ese pobre amigo de mamá, creerá que es ella quien lo irá a tocar.
Ni el anciano ni yo hablamos una palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos que la señorita nos esperaba.
Cuando fui a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz de las velas. Hice otro acorde como si adelantara otro paso. Y a los pocos instantes, y antes que yo tocara otro acorde más, estalló una cuerda. Ella dio un grito. El anciano y yo nos paramos; él fue hacia su hija, que se había tapado los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que las cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las manos de los ojos y haciendo movimientos negativos con la cabeza. Yo no sabía qué hacer; nunca se me había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a mi cuarto, y al pasar por el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.
A la mañana siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del jardín, pero alcancé a oír que la hija decía:
-El enamorado de Úrsula trajo puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.
Yo no podía pensar que fuera aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en la tarde anterior; ni podía pensar en quién traería esas noticias por la noche.
Al mediodía, volvimos a almorzar el anciano y yo solos. Entonces aproveché para decirle:
-Es muy linda la vista desde el corredor. Hoy no me quedé más porque ustedes hablaban de una Úrsula, y yo temía ser indiscreto.
El anciano había dejado de comer, y me había preguntado en voz alta:
-¿Usted oyó?
Vi el camino fácil para la confidencia, y le contesté:
-Sí, oí todo, ¡pero no me explico cómo Úrsula puede encontrar buen mozo a ese negro viejo y rengo que ayer llevaba el sombrero verde de alas tan anchas!
-¡Ah! -dijo el anciano-, usted no ha entendido. Desde que mi hija era casi una niña me obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes que ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente existieran y recibiéramos noticias de sus vidas. Ellas les atribuye hechos y vestimentas que percibe desde el balcón. Si ayer vio pasar a un hombre de sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno de sus personajes. Yo soy torpe para seguirle esos inventos, y ella se enoja conmigo. ¿Por qué no la ayuda usted? Si quiere yo...
No lo dejé terminar:
-De ninguna manera, señor. Yo inventaría cosas que le harían mucho daño.
A la noche ella tampoco vino a la mesa. El anciano y yo comimos, bebimos y conversamos hasta muy tarde de la noche.
Después que me acosté sentí crujir una madera que no era de los muebles. Por fin comprendí que alguien subía la escalera. Y a los pocos instantes llamaron suavemente a mi puerta. Pregunté quién era, y la voz de la hija me respondió:
-Soy yo; quiero conversar con usted.
Encendí la lámpara, abrí una rendija de la puerta y ella me dijo:
-Es inútil que tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija del espejo, y el espejo lo refleja a usted desnudito detrás de la puerta.
Cerré enseguida y le dije que esperara. Cuando le indiqué que podía entrar, abrió la puerta de entrada y se dirigió a otra que había en mi habitación y que yo nunca pude abrir. Ella la abrió con la mayor facilidad y entró a tientas en la oscuridad de otra habitación que yo no conocía. Al momento salió de allí con una silla que colocó al lado de mi cama. Se abrió una capa azul que traía puesta y sacó un cuaderno de versos. Mientras ella leía yo hacía un esfuerzo inmenso para no dormirme; quería levantar los párpados y no podía; en vez, daba vuelta para arriba los ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un grito como cuando se reventó la cuerda del piano; y yo salté de la cama. En medio del piso había una araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no caminaba, había crispado tres de sus patas peludas, como si fuera a saltar. Después yo le tiré los zapatos sin poder acertarle. Me levanté, pero ella me dijo que no me acercara, que esa araña saltaba. Yo tomé la lámpara, fui dando la vuelta a la habitación cerca de las paredes hasta llegar al lavatorio, y desde allí le tiré con el jabón, con la tapa de la jabonera, con el cepillo, y sólo acerté cuando le tiré con la jabonera. La araña arrolló las patas y quedó hecha un pequeño ovillo de lana oscura. La hija del anciano me pidió que no le dijera nada al padre porque él se oponía a que ella trabajara o leyera hasta tan tarde. Después que ella se fue, reventé la araña con el taco del zapato y me acosté sin apagar la luz. Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los dedos de los pies; esto me hizo pensar en que la araña estaba allí, y volví a dar un salto.
A la mañana siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se lo había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la menor importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un concierto que pensaba dar por esos días en una localidad vecina. Él creyó que eso era un pretexto para irme, y tuve que prometerle volver después del concierto.
Cuando me fui, no pude evitar que la hija me besara una mano; yo no sabía qué hacer. El anciano y yo nos abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca de una oreja.
No alcancé a dar el concierto. Recibí a los pocos días un llamado telefónico del anciano. Después de las primeras palabras, me dijo:
-Es necesaria su presencia aquí.
-¿Ha ocurrido algo grave?
-Puede decirse que una verdadera desgracia.
-¿A su hija?
-No.
-¿A Tamarinda?
-Tampoco. No se lo puedo decir ahora. Si puede postergar el concierto venga en el tren de las cuatro y nos encontraremos en el Café del Teatro.
 -¿Pero su hija está bien?
-Está en la cama. No tiene nada, pero no quiere levantarse ni ver la luz del día; vive nada más que con la luz artificial, y ha mandado cerrar todas las sombrillas.
-Bueno. Hasta luego.
En el Café del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba deprimido, pero tomó enseguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo:
-Anteayer había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un estruendo, y enseguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto y yo fui detrás. Cuando yo llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció.
-¿Así que le hizo mal esa luz?
-¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha entendido?
-¿Qué?
-¡Hemos perdido el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del balcón!
-Pero un balcón...
Más bien me callé la boca. Él me encargó que no le dijera a la hija ni una palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella.
Era angustioso ver el corredor sin sombrillas.
Esa noche comimos y bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y enseguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una palabra, pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo:
-¿Vio cómo se nos fue?
-¡Pero, señorita! Un balcón que se cae...
-Él no se cayó. Él se tiró.
-Bueno, pero...
-No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado.
Yo bajé la cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla ni qué hacer con ella.
Ahora la pobre muchacha estaba diciendo:
-Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación.
-¿Quién?
-¿Y quién va a ser? El balcón, mi balcón.
-Pero, señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen por su propio peso.
Ella no me escuchaba, y seguía diciendo:
-Esa misma noche comprendí el aviso y la amenaza.
-Pero escuche, ¿cómo es posible que?...
-¿No se acuerda quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando aquellas tres patas peludas?
-¡Oh!, tiene razón. ¡La araña!
-Todo eso es muy suyo.
Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba hacia al vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.
Entonces ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:
-La viuda del balcón...
FIN

miércoles, 2 de octubre de 2013

El modelo millonario - Oscar Wilde - Ciudad Seva

El modelo millonario - Oscar Wilde - Ciudad Seva:

El modelo millonario[Cuento. Texto completo.]Oscar Wilde
A menos que se sea rico, no sirve de nada ser una persona encantadora. Lo romántico es privilegio de los ricos, no profesión de los desempleados. Los pobres debieran ser prácticos y prosaicos. Vale más tener una renta permanente que ser fascinante. Estas son las grandes verdades de la vida moderna que Hughie Erskine nunca comprendió. ¡Pobre Hughie!Intelectualmente, hemos de admitir, no era muy notable. Nunca dijo en su vida una cosa brillante, ni siquiera una cosa mal intencionada. Pero era, en cambio, asombrosamente bien parecido, con su pelo castaño rizado, su perfil bien recortado y sus ojos grises. Era tan popular entre los hombres como entre las mujeres, y tenía todas las cualidades, menos la de hacer dinero. Su padre le había legado su espada de caballería y una Historia de la guerra peninsular, en quince volúmenes. Hughie colgó aquella sobre el espejo, puso esta en un estante entre la Guía de Ruff y la Revista de Bailey, y vivió con las doscientas libras al año que le proporcionaba una anciana tía. Lo había intentado todo. Había frecuentado la Bolsa durante seis meses; pero ¿qué iba a hacer una mariposa entre toros y osos? Había sido comerciante de té algo más de tiempo, pero pronto se había cansado del té chino negro fuerte y del negro ligero. Luego había intentado vender jerez seco; aquello no resultó; el jerez era tal vez demasiado seco. Por último, se dedicó a no hacer nada, y a ser simplemente un joven encantador, inútil, de perfil perfecto y sin ninguna profesión.
Para colmo de males, estaba enamorado. La muchacha que amaba era Laura Merton, hija de un coronel retirado que había perdido el humor y la digestión en la India, y que no había vuelto a encontrar ni lo uno ni la otra.
Laura le adoraba, y él hubiera besado los cordones de los zapatos que ella calzaba. Hacían la más bonita pareja de Londres, y no tenían ni un penique entre los dos. Al coronel le parecía muy bien Hughie, pero no quería oír hablar de noviazgo.
-Muchacho -solía decirle-, ven a verme cuando tengas diez mil libras tuyas, y veremos.
Y Hughie tomaba un aspecto taciturno en esos días, y tenía que ir a Laura en busca de consuelo.
Una mañana, cuando se dirigía a Holland Park, donde vivían los Merton, entró a ver a un gran amigo suyo, Alan Trevor. Trevor era pintor. En verdad, poca gente escapa de eso hoy día; pero este era artista, además, y los artistas son bastante escasos. Como persona era un individuo extraño y rudo, con una cara llena de pecas y una barba roja descuidada. Sin embargo, cuando cogía el pincel era un verdadero maestro, y sus cuadros eran muy solicitados. Hughie le había interesado mucho; en un principio, hay que reconocer, a causa enteramente de su encanto personal.
-Un pintor -solía decir- debiera conocer únicamente a las personas que son tontas y hermosas, a las personas que son un placer artístico cuando se las mira y un reposo intelectual cuando se habla con ellas. Los hombres elegantes y las mujeres amadas gobiernan al mundo, al menos debieran gobernarlo.
No obstante, cuando hubo conocido mejor a Hughie, le gustó otro tanto por su radiante optimismo y su generosa naturaleza atolondrada, y le dio entrada libre en su estudio.
Cuando llegó Hughie aquel día encontró a Trevor dando los últimos toques a un magnífico retrato de un mendigo en tamaño natural. El mendigo mismo estaba posando en pie, subido a un estrado, en un ángulo del estudio. Era un viejo seco, con una cara semejante a un pergamino arrugado y una expresión sumamente lastimera. De los hombros le colgaba una tosca capa parda, toda desgarrada y harapienta; sus gruesas botas estaban remendadas y con parches, y con una mano se apoyaba en un áspero bastón, mientras que con la otra sostenía su maltrecho sombrero, pidiendo limosna.
-¡Qué modelo tan asombroso! -susurró Hughie al estrechar la mano a su amigo.
-¿Un modelo asombroso? -gritó Trevor a plena voz-, ¡eso creo yo! No se encuentran todos los días mendigos como él. ¡Une trouvaille, mon cher; un Velázquez en carne y hueso! ¡Rayos!, ¡qué aguafuerte hubiera hecho Rembrandt con él!
-¡Pobre viejo! -dijo Hughie-, ¡qué aspecto tan triste tiene! Pero supongo que para ustedes, los pintores, su cara vale una fortuna.
-Ciertamente -replicó Trevor-, no querrás que un mendigo parezca feliz, ¿verdad?
-¿Cuánto cobra un modelo por posar? -preguntó Hughie, mientras encontraba cómodo asiento en un diván.
Un chelín por hora.
-¿Y cuánto cobras tú por el cuadro, Alan?
-¡Oh, por este cobro dos mil!
-¿Libras?
-Guineas. Los pintores, los poetas y los médicos siempre cobramos en guineas.
-Bueno, yo creo que el modelo debiera llevar un tanto por ciento -exclamó Hughie riendo-; trabaja tanto como ustedes.
-¡Tonterías, tonterías!; ¡mira, aunque solo sea la molestia de extender la pintura, y el estar de pie todo el santo día delante del caballete! Para ti es muy fácil hablar, Hughie, pero te aseguro que hay momentos en que el arte alcanza casi la dignidad del trabajo manual. Pero no debes charlar; estoy muy ocupado. Fúmate un cigarrillo y estate callado.
Al cabo de un rato entró el sirviente y dijo a Trevor que el hombre que le hacía los marcos quería hablar con él.
-No te vayas corriendo, Hughie -dijo al salir-; volveré dentro de un momento.
El viejo mendigo aprovechó la ausencia de Trevor para descansar unos instantes en un banco de madera que había detrás de él. Parecía tan desamparado y tan desdichado que Hughie no pudo por menos de compadecerse de él, y se palpó los bolsillos para ver qué dinero tenía. Todo lo que pudo encontrar fue una libra de oro y algunas monedas de cobre.
«¡Pobre viejo! -pensó en su interior-, lo necesita más que yo; pero esto supone que no podré tomar un simón en dos semanas.»
Y cruzó el estudio y deslizó la moneda de oro en la mano del mendigo.
El viejo se sobresaltó, y una débil sonrisa revoloteó en sus labios marchitos.
-Gracias, señor -dijo-, gracias.
Entonces llegó Trevor, y Hughie se marchó, sonrojándose un poco por lo que había hecho. Pasó el día con Laura, recibió una encantadora reprimenda por su extravagancia, y tuvo que volver a casa andando.
Aquella noche entró en el Palette Club hacia las once, y encontró a Trevor sentado solo en el salón de fumadores bebiendo vino del Rin con agua de seltz.
-Bien, Alan, ¿terminaste el cuadro? -dijo, mientras encendía su cigarrillo.
-Está terminado y enmarcado, muchacho -contestó Trevor-; y a propósito, has hecho una conquista. El viejo modelo que viste te tiene verdadera devoción. He tenido que contarle todo acerca de ti: quién eres, dónde vives, de qué ingresos dispones, qué perspectivas de futuro tienes...
-Querido Alan -exclamó Hughie-, probablemente le encontraré esperándome cuando vaya a casa. Pero, naturalmente, estás solo bromeando. ¡Pobre viejo desgraciado! Desearía hacer algo por él; creo que es terrible que haya alguien tan desdichado. Tengo montones de ropa vieja en casa; ¿crees que le interesaría algo de ella? ¡Como sus harapos se le estaban cayendo a pedazos!
-Pero tiene un aspecto espléndido con ellos -dijo Trevor-. No le pintaría con levita por nada del mundo. Lo que tú llamas harapos, yo lo llamo atuendo romántico; lo que a ti te parece pobreza, a mí me parece aspecto pintoresco. Sin embargo, le hablaré de tu ofrecimiento.
-Alan -dijo Hughie gravemente-, ustedes los pintores son gente sin corazón.
-El corazón de un artista es su cabeza -replicó Trevor-; y, además, nuestra tarea es comprender el mundo como lo vemos, no reformarlo de acuerdo con el conocimiento que tenemos de él. A chacun son métier. Y ahora, dime, cómo está Laura. El viejo modelo se interesó mucho por ella.
-¿No querrás decir que le hablaste de ella? -dijo Hughie.
-Desde luego que sí. Él sabe todo respecto al inexorable coronel, la bella Laura y las diez mil libras.
-¿Contaste al viejo mendigo todos mis asuntos privados? -exclamó Hughie, enrojeciendo y enfadándose mucho.
-Mi querido muchacho -dijo Trevor, sonriendo-, ese viejo mendigo, como tú le llamas, es uno de los hombres más ricos de Europa. Podría comprar mañana todo Londres sin dejar al descubierto sus cuentas corrientes. Tiene una casa en todas las capitales; come en vajilla de oro, y cuando quiera puede impedir que Rusia entre en una guerra.
-¿Qué demonios quieres decir? -exclamó Hughie.
-Lo que digo -respondió Trevor-. El viejo que viste hoy en el estudio era el barón Hausberg. Es un gran amigo mío; compra todos mis cuadros y todas esas cosas, y hace un mes me encargó que le pintara de mendigo. Que voulez-vous? La fantaisie d'un millionnaire! Y he de reconocer que hacía una magnífica figura con sus harapos, o quizá debiera decir con los míos, pues es una ropa vieja que conseguí en España.
-¡El barón Hausberg! -exclamó Hughie-. ¡Cielo santo! ¡Y yo le di una libra!
Y se desplomó en un sillón, pareciendo la imagen de la consternación.
-¿Que le diste una libra? -gritó Trevor, lanzando una carcajada-. Mi querido muchacho, nunca volverás a verla. Son affaire c'est l'argent des autres.
-Creo que bien podías habérmelo dicho, Alan -dijo Hughie malhumorado-, y no haberme dejado que hiciera el ridículo.
-Bueno, para empezar, Hughie -dijo Trevor-, nunca se me hubiera ocurrido que fueras por ahí repartiendo limosnas de ese modo tan atolondrado. Puedo entender que des un beso a una modelo guapa, pero que des una moneda de oro a un modelo feo, ¡por Júpiter, no! Además, el hecho es que en realidad yo no estaba en casa para nadie, y cuando entraste tú yo no sabía si a Hausberg le gustaría que se mencionara su nombre. Ya sabes que no estaba vestido de etiqueta.
-¡Qué imbécil debe creer que soy! -dijo Hughie.
-Nada de eso. Estaba del mejor humor después de que te fuiste; no hacía más que reírse entre dientes y frotarse las viejas manos rugosas. Yo no podía explicarme por qué estaba tan interesado en saber todo lo referente a ti, pero ahora lo veo todo claro. Invertirá tu libra por ti, Hughie, te pagará los intereses cada seis meses, y tendrá una historia estupenda para contar después de la cena.
-Soy un pobre diablo sin suerte -refunfuñó Hughie-. Lo mejor que puedo hacer es irme a la cama, y tú, querido Alan, no debes decírselo a nadie; no me atrevería a dejar que me vieran la cara en el Row.
-¡Tonterías! Esto hace honor a tu alta reputación de espíritu filantrópico, Hughie. Y no te vayas corriendo. Fúmate otro cigarrillo, y puedes hablar de Laura tanto como quieras.
Sin embargo, Hughie no quiso quedarse allí; se fue a casa, sintiéndose muy desgraciado y dejando a Trevor con un ataque de risa.
A la mañana siguiente, cuando estaba desayunando, el sirviente le llevó una tarjeta en la que estaba escrito: «Monsieur Gustave Naudin, de la part de M. le baron Hausberg.»
-Supongo que habrá venido a pedir que me disculpe -se dijo Hughie.
Y ordenó al criado que hiciera pasar al visitante.
Entró en la habitación un señor anciano con gafas de oro y pelo canoso, y dijo con un ligero acento francés:
-¿Tengo el honor de hablar con monsieur Erskine?
Hughie asintió con la cabeza.
-Vengo de parte del barón Hausberg -continuó-. El barón...
-Le ruego, señor, que le ofrezca mis más sinceras excusas -balbuceó Hughie.
-El barón -dijo el anciano con una sonrisa- me ha encargado que le traiga esta carta.
Y le tendió un sobre lacrado, en el que estaba escrito lo siguiente: «Un regalo de boda para Hugh Erskine y Laura Merton, de un viejo mendigo.» Y dentro había un cheque por diez mil libras.
Cuando se casaron, Alan Trevor fue el padrino, y el barón pronunció un discurso en el desayuno de bodas.
-Los modelos millonarios -observó Alan- son bastante raros, pero, ¡por Júpiter!, los millonarios modelo son más raros todavía.
FIN

"The Model Millionaire", 
Lord Arthur Savile's Crime and Other Stories
, 1891