EL VIAJERO, un microrrelato de Miguel Bravo Vadillo
Al viajero le gusta pasear sin rumbo fijo y registrar los distintos olores que desprenden los jardines, las tiendas, los restaurantes de cada nueva ciudad que visita. A la hora acostumbrada degusta algún guiso popular; más tarde, se interesa por su arte, sus tradiciones y costumbres. Observador nato, el viajero rastrea aquellos tesoros que suelen pasar desapercibidos a los habitantes del lugar, pero que se muestran con apasionada novedad a la mirada escrutadora del recién llegado. A pesar de todo, nunca consigue adaptarse a esas ciudades que, al cabo, considera extrañas; y lo bueno que encuentra en ellas lo juzga una leve sombra, una mala copia de su ciudad natal, cuya sola reminiscencia le hace sentir una profunda nostalgia.
Hoy, muchos años después de salir de ella, el viajero ha regresado a esa ciudad ideal que él juzga la única verdadera; y, aunque nada puede ver con los ojos ni tocar con las manos, siente que todo permanece puro y perfecto, pues cuanto allí existe es incorruptible esencia que solo el pensamiento sabe captar. Entonces, una indecible alegría desborda su alma: allí no hay lugar para los prejuicios ni para la opinión, allí todo está bien; y el viajero comprende que por fin podrá comenzar a vivir según su anhelo.
¡Vivir! Y, sin embargo, sus familiares y amigos –habitantes de una ciudad imperfecta– lloran desconsolados mientras dan el último adiós a su cadáver.
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