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miércoles, 27 de mayo de 2015

Las voces queridas que se han callado [Cuento. Texto completo.] Horacio Quiroga

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Las voces queridas que se han callado[Cuento. Texto completo.]Horacio Quiroga
Hay personas cuya voz adquiere de repente una inflexión tal que nos trae súbitamente a la memoria otra voz que oímos mucho en otro tiempo. No sabemos dónde ni cuándo; todo ello fugitivo e instantáneo, pero no por esto menos hondo. La impresión, sobrado inconsistente, no deja huella alguna; y justamente lo contrario fue lo que nos pasó a Arriola y a mí, cierta vez que veníamos de Corrientes.El muchacho tenía diez u once años. Era delgado, pálido, de largo cuello descubierto y ojos admirables. Estaba en el salón, sentado con varios chicos a nuestra mesa vecina, y cuando oímos su voz Arriola y yo nos miramos. Era indudable: habíamos sentido la misma impresión; y tan bien la leímos mutuamente en nuestros ojos que aquel se echó a reír con su portentosa gravedad local.
-¡Pero es sorprendente! -le dije-. ¿A usted también le ha hecho el mismo efecto?
-¡El mismo! ¡Es una voz que he oído mucho, pero mucho!
-Sí, y una voz querida...

-Y de mujer...

-Muerta ya ...

Coincidíamos de un modo alarmante. Lo que él observaba era exactamente lo que sentía yo, y viceversa. Estábamos sinceramente inquietos. Cada vez que el muchacho decía algo -con sus inflexiones falseadas de voz que está cambiando- tornábamos a mirarnos. ¡Pero dónde, dónde la habíamos oído! Yo había evocado ya en un segundo todas las voces más o menos queridas, y es de suponer que Arriola no había hecho cosa distinta. Y no la hallábamos. Mas a cada palabra del chico sentíamos que nuestros corazones se abrían estremecidos de par en par a esa voz que remontaba. ¿De dónde?

Había algo más: ¿por qué ambos sentíamos lo mismo? Bien comprensible que él o yo hubiéramos amado mucho a una persona muerta cuya voz renacía en la garganta de muchacho débil. Pero los dos, al mismo tiempo...
-¡Qué notable! -murmuraba Arriola, sin apartar sus ojos de los míos, mientras oíamos-. ¡Estoy seguro de que he querido locamente esa voz!
-Yo, igual. ¿Cómo diablos hemos amado a la misma?...
Consideramos todo lo que es posible de tal rareza, y cuando tres días después llegábamos a Buenos Aires, Arriola se separaba de mí con la certeza de que en la bella mirada del chico había algo más.
Como, en concepto general, dudo de las manifestaciones de Arriola cuando son excesivas, no sé hasta qué punto pudo él haber oído la imploración de su alma a esa muerta voz de amor que llegaba otra vez a acariciarla. Pero sé de mí que mi corazón habíase abierto con ansiosa sed de toda la dicha que ya conocía y tornaba a prometerle su inflexión.
Yo no recordaba ninguna mujer que hubiera tenido ese timbre. Haberla amado en una existencia anterior, y justamente en compañía de mi amigo, era bastante inadmisible, tanto como en esta suposición: la personita -debiendo haber sido mujer, predestinada a un cuádruple amor, de Arriola y yo a ella y de ella a ambos- había nacido equivocadamente varón.
Mas corrieron veinte días. Arriola había vuelto a Corrientes, y haciéndolo yo a casa, una tarde, vi pasar al muchacho en cuestión. Lo llamé.
-¡Buenas tardes, compañero de viaje! ¿Te acuerdas de mí?
El chico se puso colorado, muy contento.
-Sí; usted venía con un señor... De voz muy gruesa...
-Eso es. ¿Vives aquí? En Barracas...
Díjele que fuera a verme a casa al día siguiente, y esa noche telegrafié a Arriola:
Encontré muchacho. Voz igual.
Y la respuesta:
Alégrome. No olvido impresión. Averigüe algo.
Tenía probablemente más interés que él de saber. Había vuelto a sentir la sacudida primera y, para mayor turbación, a las respuestas del muchacho mi alma respondía con un eco de amor, como si antes, antes hubiera tenido las mismas de ella.
No es, sin embargo, sensato permitir que el propio corazón cree y llore por su cuenta amores que ignoramos en absoluto. Decidí hacer hablar al chico y que me mirara bien con sus bellos ojos... ¡Sus ojos!... Me detuve bruscamente. ¡Eran ojos de mujer, sin duda! Y si su hermana tiene la misma voz y la misma mirada... Una predestinación de raciocinio, en verdad. Pero claro se nota que el nuevo giro -pudiendo ser tan absurdo como los anteriores- era al menos extraordinariamente agradable.
Un día después el chico venía a verme. Supe que eran pobres, que él se emplearía, por supuesto, si no debiera trabajar mucho porque no era fuerte, y que en efecto tenía una hermana.
Cuatro horas más tarde llegaba a su casa, dos pobres piezas en Barracas. La madre mostrose muy agradecida a mi solicitud, pero la muchacha no tenía los ojos del hermano dueña, en cambio, como de una enagua de bombasí, de una doméstica y robusta voz.
Al oír mi nombre, la madre mirome con atención y discreto cariño.
-Perdóneme la indiscreción, señor Correa: ¿su familia es de Mercedes?
-Sí, señora.
Volvió a observarme detenidamente.
-He conocido mucho a su papá...
Salí lleno de curiosidad por el inesperado giro de mi amor muerto, y torné al telegrama, esta vez a mi madre:
Conoces familia R.? Escríbeme en seguida.
La carta llegó, bastante agria, por otro lado, para la aludida. La familia había vivido en mi pueblo natal, más o menos en la época del nacimiento de mi amiguito, y ella, mi madre, no tenía fuertes motivos para querer a la del chico.
¡Roto, mi encanto! Mi alma se había equivocado buenamente, sintiendo dulzuras de amor femenino en las inflexiones de una voz que no era sino hermana suya.
Y en ese momento me acordé de golpe: ¿Y Arriola? ¿Qué tenía que ver Arriola con todo esto, y por qué él también había sentido?...
Como se ve, la nueva complicación era suficientemente grotesca para motivar otro telegrama, esta vez urgente y recomendado:
Muchacho acaso pariente mío. ¿Qué hacemos de usted?
A lo que Arriola respondió:
No sea estúpido. Abrazos.
FIN
Caras y Caretas, Buenos Aires,
Año XI, N° 529, 21 noviembre 1908

jueves, 21 de mayo de 2015

Historia del comendador de Toralva* [Cuento: Texto completo.] Jan Potocki

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Historia del comendador de Toralva*
[Cuento: Texto completo.]Jan Potocki
Entré en la orden de Malta antes de haber salido de la niñez, pues pertenecía a la Escuela de Pajes. A los veintiséis años, gracias a las protecciones que tenía en la corte, el gran maestre me confirió la mejor comendadoría de la lengua de Aragón. Podía pues, y puedo aún, aspirar a las primeras dignidades de la orden. Pero como sólo se las alcanza a una edad avanzada, y hasta tanto llegan yo no tenía absolutamente nada que hacer, seguí el ejemplo de nuestros primeros bailíos, que tal vez hubieran debido darme uno mejor. En suma, sólo me ocuparon las aventuras galantes, lo cual me parecía por entonces un pecado sobremanera venial. ¡Y pluguiera al cielo que no hubiese cometido otro más grave! El que me reprocho es un arrebato culpable, que me ha llevado a desafiar lo que nuestra religión tiene de más sagrado. Me estremezco al pensar en ello. Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos.Sabrán que existen en Malta algunas familias nobles de la isla que no entran en la orden y no tienen tampoco ninguna relación con los caballeros, sea cual fuere su rango, reconociendo únicamente al gran maestre, que es su soberano, y al capítulo, que es su consejo.
Inmediatamente después de esta clase viene una intermedia, que ejerce empleos y busca la protección de los caballeros. Las damas de esta clase se llaman a sí mismas "honorate", que en italiano quiere decir honradas, y son designadas por este título. No cabe duda de que lo merecen por la decencia de su conducta y, si debo decirlo todo, por el misterio con que encubren sus amores.
Una larga experiencia ha demostrado a las damas "honorate" que el misterio es incompatible con el carácter de los caballeros franceses, o que a lo menos es infinitamente raro verlos sumar la discreción a todas las bellas cualidades que los distinguen. Resulta de ello que los jóvenes franceses, acostumbrados en los demás países a tener éxitos brillantes con el bello sexo, deben limitarse en Malta a las prostitutas.
Los caballeros alemanes, por otra parte poco numerosos, son los que más gustan a las "honorate", y creo que ello se debe a su tez blanca y sonrosada. Después de los alemanes vienen los españoles, y creo que lo debemos a nuestro carácter, que pasa con razón por recto y leal.
Los caballeros franceses, pero especialmente los caravanistas, se vengan de las "honorate" ridiculizándolas de cuanta manera es posible, sobre todo descubriendo sus intrigas amorosas. Pero como hacen bando aparte y no tratan de aprender el italiano, la lengua del país, lo que dicen no causa gran impresión.
Vivíamos pues en paz así como nuestras "honorate", cuando un barco francés nos trajo al comendador de Foulequière, de la antigua casa de senescales de Poitou, descendientes de los condes de Angulema. Había estado en otro tiempo en Malta, donde sostuvo siempre lances de honor. En la actualidad venía a solicitar el generalato de las galeras. Tenía más de treinta y cinco años; en consecuencia, se esperaba encontrarlo más sosegado. En efecto, el comendador no era ya pendenciero y alborotador como antes, pero continuaba siendo altivo, imperioso, burlón, y hasta exigía que se le tratase con más miramientos que al mismo gran maestre.
El comendador abrió su casa: los caballeros franceses acudieron en masa. Nosotros íbamos poco a ella, y acabamos por no ir, pues la conversación giraba en torno a temas que nos eran desagradables, entre otros las "honorate", a quienes amábamos y respetábamos.
Cuando el comendador salía, lo veíamos rodeado de jóvenes caravanistas. A menudo los llevaba a la "Calle estrecha", mostrándoles los lugares donde se había batido y contándoles todas las circunstancias de sus duelos. Bueno es que sepan que, según nuestras costumbres, el duelo está prohibido en Malta, excepto en la "Calle estrecha", que es una callejuela a la que no da ninguna ventana. Sólo tiene el ancho necesario para que dos hombres puedan ponerse en guardia y cruzar sus espadas. No pueden retroceder. Los adversarios se enfrentan a lo largo de la calle: sus amigos impiden que se les perturbe, deteniendo a los transeúntes. Esta costumbre fue introducida en otra época para evitar los asesinatos, porque el hombre que cree tener un enemigo no pasa por la "Calle estrecha", y si el asesinato se ha cometido en otra parte, no vale ya la excusa de haberse batido en duelo. Por lo demás, el que fuere a la "Calle estrecha" con un puñal tiene pena de muerte. El duelo, pues, no sólo está tolerado en Malta, sino permitido. No obstante, este permiso es por así decirlo tácito y, lejos de abusar de él, se habla con cierta vergüenza de haber tenido un lance de honor, como de algo contrario a la caridad cristiana, e impropio en el señorío de una orden monástica.
Los paseos del comendador por la "Calle estrecha" eran pues inconvenientes y tuvieron la mala consecuencia de hacer muy pendencieros a los caravanistas franceses, defecto al que eran de por sí harto propensos.
Este mal tono iba en aumento. Aumentó también la reserva de los caballeros españoles; por último se agruparon en torno de mí, preguntándome qué podía hacerse para poner coto a una petulancia que había llegado a ser intolerable. Agradecí a mis compatriotas la honrosa confianza que me acordaban y les prometí hablar al comendador, señalándole la conducta de los jóvenes franceses como una suerte de abuso cuyo progreso sólo él podía detener en virtud de la consideración y el respeto que inspiraba a las tres lenguas de su nación. Me preparaba a pedirle esta explicación con los mayores miramientos, pero no esperaba que pudiese terminar sin un duelo. No obstante, como la causa de ese combate singular me honraba, no me disgustaba sostenerlo. Creo, asimismo, que me dejaba llevar por la indudable antipatía que me inspiraba el comendador.
Estábamos por entonces en Semana Santa, y se convino en que mi entrevista con el comendador se efectuaría dentro de una quincena. Yo creo que a él le llegaron rumores de lo que se había tratado en mi casa, y que quiso prevenirme buscándome pelea.
Llegamos al Viernes Santo. Saben que, según la usanza española, uno sigue de iglesia en iglesia a la mujer por quien se interesa para ofrecerle agua bendita. Se hace un poco por celos, temiendo que otro se la ofrezca y aproveche la ocasión para iniciar amistad con ella. Esta usanza española se ha introducido en Malta. Seguí pues a una joven "honorata" con quien mantenía relaciones desde hacía muchos años; pero, en cuanto entró en la primera iglesia, fue abordada por el comendador, quien se colocó entre nosotros, dándome la espalda y retrocediendo algunas veces para pisarme, cosa que fue advertida por todos.
Al salir de la iglesia, me llegué al comendador con expresión indiferente, como para hablar de bueyes perdidos; le pregunté después a qué iglesia pensaba dirigirse: me dijo a cuál; entonces me ofrecí para acompañarlo, indicándole el camino más corto, y sin que él advirtiera lo llevé a la "Calle estrecha". Cuando estuvimos allí saqué la espada, bien seguro de que nadie nos perturbaría en un día como aquel, pues todos llenaban las iglesias.
El comendador sacó también la espada, pero me dijo, bajando la punta:
-¡Cómo! ¿En un Viernes Santo?
No quise saber nada.
-Escucha -me dijo-, hace más de seis años que no cumplo con los principios de la Iglesia, y me espanta el estado de mi conciencia. Dentro de tres días...
Soy de natural apacible, y usted sabe que las personas de ese carácter, una vez irritadas, no escuchan razones. Obligué al comendador a ponerse en guardia pero no sé qué terror se pintaba en sus rasgos. Se adosó contra la pared, como si previera que iba a ser derribado y buscara un apoyo. En efecto, desde el primer golpe, lo atravesé con mi espada. Bajó la punta de la suya, se apoyó contra la pared, y me dijo con voz moribunda:
-Te perdono. ¡Pueda el cielo perdonarte! Lleva mi espada a Tête-Foulque, y haz decir cien misas en la capilla del castillo.
Expiró. De momento no presté gran atención a su palabras, y si las he retenido es porque se las he oído decir después. Hice mi declaración en la forma acostumbrada. No puedo decir que ante los hombres mi duelo me perjudicara: Foulequière era aborrecido, y se consideró que había merecido su muerte. Pero me pareció que, ante Dios, mi acción era muy culpable, sobre todo a causa de la omisión de los sacramentos, y mi conciencia me hacía crueles reproches. Esto duró ocho días.
En la noche del viernes al sábado me desperté sobresaltado y, al mirar a mi alrededor, me pareció que no estaba en mi aposento sino en la "Calle estrecha" y tendido en el suelo. Me sorprendí de hallarme allí, cuando vi distintamente al comendador apoyado contra la pared. El espectro pareció hacer un esfuerzo para hablar y me dijo:
-Lleva mi espada a Tête-Foulque y haz decir cien misas en la capilla del castillo.
Apenas hube oído estas palabras, caí en un sueño letárgico. Al día siguiente me desperté en mi aposento y en mi lecho, pero había conservado perfectamente el recuerdo de mi visión.
La noche siguiente hice acostar a un lacayo en mi aposento, pero nada vi. Lo mismo sucedió las noches sucesivas. Pero en la noche del viernes al sábado tuve la misma visión, con la diferencia de que mi lacayo estaba acostado en el suelo a algunos pasos de mí. El espectro del comendador se me apareció y me dijo lo mismo, y la misma visión se repitió después todos los viernes. Mi lacayo también soñaba que estaba acostado en la "Calle estrecha", pero no veía ni escuchaba al comendador.
No sabía al principio qué era Tête-Foulque, adonde el comendador quería que llevase su espada: algunos caballeros puatevinos me informaron que era un castillo situado a tres leguas de Poitiers, en medio de un bosque; que en la comarca se contaban del castillo muchas cosas extraordinarias y que en él se veían muchos objetos curiosos, tales como la armadura de Foulque-Taillefer y las armas de los caballeros que había matado; y que hasta era costumbre, en la casa de los Foulequière, depositar allí las armas con que se habían servido, ya en la guerra, ya en combates singulares. Todo esto me interesaba, pero tenía que pensar en mi conciencia.
Fui a Roma y me confesé con el penitenciario mayor. No le oculté la visión que me obsedía, ni él me negó la absolución, pero me la dio condicionalmente después que hiciera penitencia. Ésta consistía en las cien misas que habría de mandar decir en el castillo de Tête-Foulque. El cielo aceptó la ofrenda, y, desde el momento de la confesión, dejó de obsesionarme el espectro del comendador. Yo había llevado de Malta su espada y tomé, cuando pude, el camino de Francia.
Llegado a Poitiers, supe que estaban informados de la muerte del comendador, y que allí éste no era más lamentado que en Malta. Dejé mi equipaje en la ciudad; me vestí con un hábito de peregrino y tomé un guía; era conveniente que yo fuese a pie a Tête-Foulque; por lo demás, el camino no permitía que se llegara en coche.
Encontramos la puerta del torreón cerrada. Durante mucho tiempo hicimos sonar la campana de la torre de atalaya. Por último apareció el castellano: era el único habitante de Tête-Foulque, con un ermitaño que servía en la capilla y que encontramos diciendo sus oraciones. Cuando hubo acabado, le comuniqué que venía a pedirle que dijera cien misas. Al mismo tiempo, deposité mi ofrenda. Quise dejar allí la espada del comendador, pero el castellano me dijo que había que colocarla en la "armería", o sala de armas, junto a todas las espadas de los Foulequière muertos en duelo, y las de los caballeros que aquellos habían matado; que tal era la usanza. Seguí al castellano a la "armería" donde encontré, en efecto, espadas de todos tamaños, así como retratos, comenzando por el retrato de Foulque-Taillefer, conde de Angulema, quien hizo construir Tête-Foulque para un hijo bastardo, que fue senescal de Poitou y antepasado de los Foulequière de Tête-Foulque.
Los retratos del senescal y de su mujer estaban a cada lado de una gran chimenea, colocada en el ángulo de la "armería". Eran de un gran realismo. Los demás retratos estaban igualmente bien pintados, aunque en el estilo de la época. Pero ninguno de un parecido tan asombroso como el de Foulque-Taillefer. Estaba pintado con la espada en una mano; con la otra, sostenía la rodela que le presentaba un escudero. La mayoría de las espadas estaban al pie del retrato, formando una especie de haz.
Rogué al castellano que encendiera la chimenea de aquella sala y allí me hiciera traer la cena.
-Mi querido peregrino -me respondió-, no hay inconveniente en que te traigan la cena, pero te pido muy encarecidamente que te acuestes en mi aposento.
Le pregunté el motivo de esta precaución.
-Yo sé por qué -respondió el castellano-, y te haré poner un lecho junto al mío.
Acepté su proposición con tanto más placer cuanto que era viernes, y temía que volviera mi visión.
Cuando el castellano fue a ocuparse de mi cena, me puse a observar las armas y los retratos. Éstos, como he dicho, estaban pintados con mucha verdad. A medida que caía la tarde, los ropajes, de color sombrío, se confundieron en la sombra con el fondo oscuro del cuadro; y el fuego de la chimenea sólo permitía distinguir los rostros: lo cual tenía algo aterrador, o que a lo menos me pareció tal, porque el estado de mi conciencia me estremecía como de costumbre.
El castellano trajo mi cena, que consistía en un plato de truchas pescadas en un arroyo vecino. Trajo también una botella de vino bastante bueno. Yo quería que el ermitaño cenase también con nosotros, pero no comía sino hierbas hervidas en agua.
He sido siempre puntual en leer mi breviario, cosa obligatoria para los caballeros profesos, a lo menos en España. Lo saqué pues del bolsillo, así como el rosario, y le dije al castellano que, como aún no tenía sueño, me quedaría a rezar hasta que avanzara un poco más la noche, y que él sólo tenía que indicarme el camino de mi aposento.
-Enhorabuena -me respondió-. A medianoche vendrá el ermitaño a rezar en la capilla contigua; entonces bajarás por esta escalerita y no dejarás de encontrar tu aposento, cuya puerta dejaré abierta. No te quedes aquí después de medianoche.
El castellano se fue. Empecé a rezar y, de tiempo en tiempo, echaba un leño al fuego. Pero no me atrevía a pasear los ojos por la sala, pues los retratos parecían animarse. Si los miraba durante algunos instantes, se hubiese dicho que hacían guiños y torcían la boca, sobre todo los del senescal y su mujer, que estaban a cada lado de la chimenea. Me pareció que me lanzaban miradas llenas de amargura y que después se miraban el uno al otro. Una ráfaga aumentó mis terrores, pues no sólo hizo sacudir las ventanas sino que también agitó el haz de armas, que se entrechocaron estremeciéndome. Sin embargo, recé fervorosamente..
Por último oí salmodiar al ermitaño y, cuando éste hubo terminado, bajé por la escalera para llegar al aposento del castellano. Tenía en la mano el resto de una vela, pero el viento la apagó y subí para encenderla nuevamente. Cuál no sería mi sorpresa cuando vi al senescal y a su mujer que habían bajado de sus marcos y estaban sentados junto al fuego. Hablaban familiarmente, y podían oírse sus palabras:
-Amiga mía -decía el senescal-, ¿qué te parece el español que ha matado al comendador sin otorgarle confesión?
-Me parece -respondió el espectro femenino-, me parece, amigo mío, que ha cometido felonía y perversidad. Y yo, mi señor Taillefer, no dejaría partir al español del castillo sin arrojarle el guante.
Quedé aterrorizado y me precipité por la escalera; busqué la puerta del castellano y no pude encontrarla a ciegas. Tenía siempre en la mano mi candela apagada. Pensé en encenderla y me tranquilicé un poco; traté de persuadirme a mí mismo de que las dos figuras que había visto junto a la chimenea sólo existieron en mi imaginación. Volví a subir la escalera y, deteniéndome frente a la puerta de la "armería", observé que las dos figuras no estaban junto al fuego, como había creído verlas. Entré pues audazmente, pero apenas había dado algunos pasos cuando vi en el medio de la sala al señor Taillefer en guardia y presentándome la punta de su espada. Quise volver a la escalera, pero la puerta estaba ocupada por la figura de un escudero, que me arrojó un guantelete. No sabiendo qué hacer, me apoderé de una de las tantas espadas que formaban un haz de armas y caí sobre mi adversario. Me pareció haberlo partido en dos, pero inmediatamente recibí una estocada debajo del corazón, que me quemó como lo hubiera hecho un hierro al rojo. Mi sangre inundó la sala y me desvanecí.
Me desperté por la mañana en el aposento del castellano. No viéndome llegar, se había provisto de agua bendita y había acudido a buscarme. Me había encontrado en el suelo, sin conocimiento, pero sin herida alguna. La que yo había creído recibir era un hechizo. El castellano no me hizo preguntas y me aconsejó que dejara el castillo.
Partí y tomé el camino de España. Pasé ocho días en Bayona. Llegué un viernes y me alojé en un albergue. En medio de la noche me desperté sobresaltado y vi frente a mi lecho al señor Taillefer, que me amenazaba con su espada. Hice la señal de la cruz y el espectro pareció deshacerse en humo. Pero sentí la misma estocada que había creído recibir en el castillo de Tête-Foulque. Me pareció que estaba bañado en sangre. Quise llamar y levantarme, pero una y otra cosa me fueron imposibles. Esta angustia indecible duró hasta el primer canto del gallo. Entonces me volví a dormir, pero al día siguiente estuve enfermo y en un lamentable estado. Tuve la misma visión todos los viernes. Las prácticas devotas no han podido librarme de ella. La melancolía me conducirá a la tumba, y allí descenderé antes de haber podido librarme de las potencias de Satán. Un resto de esperanza en la misericordia divina me sostiene aún y me permite soportar mis males.
FIN
* El cuento "La Historia del comendador de Toralva" es un fragmento de la novela Manuscrito encontrado en Zaragoza.

miércoles, 13 de mayo de 2015

El peso de los caídos [Cuento. Texto completo.] Andréi Platónov

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Una madre regresó a su casa. Había estado fuera, refugiada de los alemanes, pero no pudo acostumbrarse a vivir en otro lugar que no fuera su pueblo natal, por lo que regresó a casa.
Dos veces debió atravesar por tierra de nadie, cerca de las fortificaciones alemanas, porque el frente por allí era desigual y ella había tomado el camino recto, el más rápido. No le temía a nadie, no se cuidaba de nadie, y los enemigos no le hicieron daño. Avanzaba triste por los campos, despeinada y con la cara desencajada, como de ciega. Le daba igual lo que había en ese momento en el mundo y lo que estaba sucediendo en él, y nada en el universo podía ni alegrarla ni entristecerla, porque su desgracia era eterna y su tristeza inabarcable: ella, una madre, había perdido a todos sus hijos. Ahora se sentía tan débil e indiferente, que avanzaba como una brizna de paja llevada por el viento y en todo encontraba la misma indiferencia hacia ella. Al sentir que nadie la necesitaba y que, por lo mismo, tampoco ella necesitaba a nadie, sintió aún mayor pesar. A veces esto basta para que una persona muera, pero ella no murió: necesitaba ver la casa en la que había vivido toda su vida y el lugar en el que habían muerto sus hijos en combate o ejecutados.
En el camino se cruzó varias veces con los alemanes, pero éstos no tocaron a la mujer; les extrañó ver a una vieja tan desgraciada, les horrorizó la mucha humanidad que descubrieron en su cara y la dejaron irse para que muriera por su cuenta. A veces, en las caras de las personas se refleja una opaca luz de extrañeza que es capaz de asustar a los animales y a las personas malintencionadas. Nadie tiene fuerza suficiente para acabar con estas personas y a nadie le resulta posible acercarse a ellas. El animal y la persona prefieren pelear con sus semejantes y dejar ir a quienes no se les parecen, porque temen ser vencidos por una fuerza desconocida.
Después de atravesar toda la guerra, la vieja madre alcanzó por fin su casa, pero encontró su pueblo natal vacío. Su casa pequeña y pobre, revocada con barro pintado de amarillo, con su chimenea de ladrillo que parecía la cabeza de una persona meditabunda, hacía mucho que había sido quemada por el fuego alemán, que sólo dejó cenizas tras de sí. Sólo la hierba, como la que crece sobre las tumbas, nacía entre aquellas cenizas. También había desaparecido todo el vecindario, toda la vieja ciudad. Una luz blanca y triste lo iluminaba todo, y era posible ver en la lejanía a través de la tierra silenciosa. Pasaría muy poco tiempo y la hierba cubriría del todo este lugar antes habitado, los vientos soplarían libres, los torrentes de lluvia lo igualarían y ya no quedaría huella humana ni nadie para asimilar y heredar como un conocimiento útil todo el sufrimiento de la vida terrestre. Este último pensamiento hizo suspirar a la mujer, y también el dolor que sentía su corazón por tanta vida perdida y sin memoria. Pero su corazón era bondadoso y quería vivir para amar a los muertos, para terminar los planes que la muerte había interrumpido.
Se sentó en medio de aquellas cenizas frías y apoyó las manos en el polvo en que se había convertido su casa. Sabía cuál era su destino, sabía que había llegado su hora, pero se resistía, porque si ella moría, ¿qué pasaría con el recuerdo de sus niños?, ¿quién los conservaría en su amor si también su corazón dejaba de respirar?
La madre no sabía la respuesta a esta pregunta y meditaba sola. Se le acercó su vecina, Yevdokía Petrovna, una mujer joven y de buen ver, antes gorda, pero ahora débil, silenciosa e indiferente. Una bomba había matado a sus dos hijos pequeños cuando regresaba con ellos de la ciudad. Su esposo había desaparecido en unos trabajos de excavación, y ella había vuelto para enterrar a sus hijos y terminar de vivir el tiempo que le quedaba en aquel lugar muerto.
-Buenas, María Vasílievna -dijo Yevdokía Petrovna.
-¿Eres tú, Dunia? -le preguntó María Vasílievna-. Siéntate, hablemos. Inspeccióname la cabeza, porque hace mucho que no me baño.
Dunia accedió con docilidad y se sentó a su lado; María Vasílievna recostó la cabeza en sus rodillas y la vecina empezó a inspeccionársela. Las dos se sintieron mejor dedicándose a esta tarea. Mientras una trabajaba afanosamente, la otra se arrebujó contra su cuerpo y se quedó dormida con la tranquilidad que le infundía la cercanía de una persona conocida.
-¿Los tuyos murieron todos? -preguntó María Vasílievna.
-¡Sí, todos, claro! -le contestó Dunia-. ¿Y los tuyos?
-Todos, no queda nadie -dijo María Vasílievna.
-Entonces estamos a la par: ni tú ni yo tenemos a nadie -comentó Dunia satisfecha de que su desgracia no fuera única en el mundo, de que a los demás les hubiera tocado la misma desdicha.
-Mi desgracia es mayor que la tuya: antes también era viuda -dijo María Vasílievna-. Y mis dos hijos han caído cerca del pueblo. Se alistaron en el batallón de trabajadores cuando los alemanes salieron de Petropávlovsk a la carretera de Mitrofánievsk... Mi hija me llevó bien lejos de aquí porque me quería mucho, era mi hija. Después se alejó de mí, empezó a amar a todo el mundo, compadeció a un hombre -mi hija era una muchacha bondadosa-, se inclinó sobre él, que estaba débil y herido, y entonces la mataron, desde arriba, desde un avión... ¿Y yo qué? No tengo nada y regresé. ¿Qué tengo ahora? Me da igual. Tengo la sensación de estar muerta...
-Bueno, ya nada se puede hacer. Sigue viviendo como una muerta; yo también vivo así -dijo Dunia-. Todos los míos descansan y los tuyos también descansan... Sé dónde están los tuyos, sé adonde los arrastraron a todos para enterrarlos, yo estaba aquí y lo vi con mis propios ojos. Primero contaron a todos los muertos, levantaron un acra, pusieron a un lado a los suyos, y a nuestros muertos los llevaron más allá. Luego desnudaron a todos los nuestros y apuntaron en el acta cuánta ropa se podía aprovechar. Se alargaron en este tipo de asuntos y luego empezaron a empujarlos y a lanzarlos a la tumba.
-¿Y quién la cavó? -se preocupó María Vasílievna-. ¿Cavaron profundo? Una tumba profunda sería más caliente porque estaban desnudos, sentirán frío.
-¡No, nada de profunda! -le informó Dunia-. ¡Una fosa de proyectil fue su tumba! Los amontonaron hasta llenarla, pero no había sitio para todos los muertos, así que pasaron por encima con un tanque de guerra, los muertos se aplastaron, se hizo más espacio y echaron allí a los muertos restantes. No tenían ganas de cavar, ahorraban sus fuerzas; echaron un poco de tierra por encima. Allí descansan los muertos en el frío; sólo los muertos pueden aguantar el sufrimiento de estar eternamente desnudos en el frío...
-¿Y a los míos también los destrozaron con el tanque o los colocaron arriba, sin aplastarlos? -preguntó María Vasílievna.
-¿A los tuyos? -contestó Dunia-. La verdad es que no lo pude ver... Allí, detrás del pueblo, cerca de la carretera descansan todos; si vas, los verás. Yo hice una cruz con ramas y la puse allí, pero fue por gusto; una cruz se cae aunque sea de hierro, y la gente olvidará a los muertos...
María Vasílievna se incorporó, hizo que Dunia bajara la cabeza y empezó a inspeccionarle el pelo. Se sintió mejor trabajando; el trabajo manual cura los espíritus tristes y enfermos.
Después, cuando cayó la tarde, María Vasílievna se levantó. Era una mujer vieja y estaba cansada. Se despidió de Dunia y salió a la noche, donde descansaban sus niños. Dos de sus hijos en una tumba cercana, y un poco más allá su hija.
María Vasílievna fue hasta el poblado cercano. Antes vivían allí, en casitas de madera, horticultores y campesinos que se alimentaban de las parcelas que había junto a sus casas y que gracias a esto subsistían desde tiempos remotos. Ahora nada quedaba en este lugar; el fuego había fundido la capa superior de tierra y la gente había muerto o vagabundeaba por los alrededores, o los habían cogido como rehenes y enviado al trabajo y a la muerte.
La carretera de Mitrofánievsk salía del pueblo a la llanura. En tiempos pasados, al borde de la carretera crecían poderosos árboles; ahora la guerra los había roído, reduciéndolos a tocones, y la solitaria carretera tenía un aspecto triste, como si el fin del mundo no quedara lejos de allí...
María Vasílievna llegó a la tumba con la cruz hecha de dos ramas débiles y temblorosas y se sentó a sus pies. Ahí abajo descansaban sus niños desnudos asesinados, profanados y enterrados por manos ajenas.
Llegó el crepúsculo y se convirtió en noche. En el cielo se encendieron las estrellas otoñales. Parecía que después de desahogarse llorando en lo alto habían abierto sus ojos bondadosos y sorprendidos, y miraban inmóviles la tierra oscura en la que había tanto sufrimiento y cuyo poder hipnótico les impedía apartar la vista de ella.
«Si estuvieran vivos -susurró la madre dirigiéndose a sus hijos muertos-, si estuvieranvivos, ¿cuánto trabajo podrían haber hecho?, ¿cuántos destinos podrían haber conocido? Pero ahora que están muertos... ¿Y dónde se ha quedado la vida que no vivieron? ¿Quién la vivirá por ustedes...? ¿Qué edad tenía Matvéi? Casi veintitrés... Vasili cumpliría veintiocho. La niña tenía dieciocho, cumpliría los diecinueve este año, ayer fue su cumpleaños... Tanto corazón gasté en ustedes, tanta sangre perdí, pero al parecer no fue bastante, porque murieron, no pude conservarles la vida, no los rescaté de la muerte, mi solo corazón y mi sangre fueron poco. ¿Y quiénes eran ellos? Eran mis hijos, aunque no pidieron venir al mundo. Los parí sin pensar, los parí y pensé: "Que vivan solos". Pero al parecer aún no se puede vivir en la tierra, todavía nada está listo aquí para los niños. ¡Se han esforzado por arreglarlo todo, para dejarlo a punto, pero no han podido! Aquí no pueden vivir, pero tampoco tenían otro lugar donde vivir. ¿Y qué podíamos hacer nosotras, las madres? Paríamos hijos, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Sola no tiene sentido vivir...»
Tocó la tierra de la tumba y se acostó boca abajo sobre ella. Dentro de la tierra remaba el silencio, nada se oía.
«Duermen -susurró la madre-, nadie se mueve. Les fue difícil morir y la muerte los dejó sin fuerzas. ¡Que duerman! Los esperare... No puedo vivir sin mis hijos, no quiero vivir sin muertos...»
María Vasílievna alzó el rostro de la tierra porque le pareció oír que la llamaba su hija Natasha, que la llamaba sin pronunciar palabras, murmurando algo como en un suspiro. La madre miró a su alrededor tratando de ver de dónde provenía su dulce voz, si del campo silencioso, de las profundidades de la tierra o de lo alto del cielo, de aquella estrella clara. ¿Dónde estaba ahora su hija muerta? ¿O ya no estaba en ninguna parte y a la madre sólo le parecía oír su voz que sonaba como un recuerdo en su propio corazón?
María Vasílievna volvió a prestar oído, y otra vez, viniendo del silencio del universo, le pareció oír la voz sedante de su hija, una voz que, de tan lejana, sonaba a silencio, pero que le hablaba pura y claramente sobre la esperanza y la alegría, sobre que se cumpliría todo lo no cumplido, que los muertos regresarían a vivir en la tierra y que los que habían sido separados se abrazarían y no se separarían nunca más.
A la madre le pareció que la voz de su hija era alegre y comprendió que aquello significaba que confiaba en que volvería a vivir, que necesitaba la ayuda de los vivos y no quería seguir estando muerta.
«Hija, ¿cómo podría ayudarte? Yo también estoy casi muerta -dijo María Vasílievna. Hablaba tranquila y con claridad, como si estuviera en la calma de su hogar y conversara con sus hijos como antes, en su anterior vida feliz-. Yo sola no podré levantarte. Si el pueblo entero te hubiera amado y hubiera eliminado toda la injusticia sobre la faz de la tierra, entonces él podría regresarte a la vida, y también a todos los que murieron injustamente, porque la muerte es precisamente la mayor injusticia. Pero sin su ayuda, ¿cómo podría ayudarte? ¡Moriré de pena y sólo entonces podré estar contigo!»
La madre le habló largo tiempo con palabras de consuelo, razonando como si Natasha y los otros hijos la escucharan con atención. Después le entró sueño y se quedó dormida sobre la tumba.
El cielo iluminado de la guerra apareció a lo lejos y la alcanzó el sordo retumbar de los cañones. Había comenzado una batalla. María Vasílievna despertó y vio el fuego en el cielo, escuchó la respiración agitada de los cañones. «Son los nuestros que vienen -pensó-, ¡Que lleguen pronto, que haya un poder soviético, el poder que ama al pueblo, que ama el trabajo, que enseña a la gente; es un poder inquieto; quizá, dentro de un siglo, aprenda a revivir a los muertos. Entonces suspirará y se alegrará mi huérfano corazón de madre.»
María Vasílievna confiaba y entendía que todo sucedería tal y como ella imaginaba. Había visto aeroplanos volando, algo que también era difícil de inventar y de hacer. Del mismo modo, todos los muertos podrían ser devueltos desde la profundidad de la tierra a vivir otra vez bajo la luz solar. Sucedería si la inteligencia humana tenía en cuenta las necesidades de la madre que da a luz y entierra a sus hijos y le duele su pérdida.
Se volvió a acostar sobre la tierra blanda de la tumba para estar más cerca de sus hijos. Su silencio significaba un repudio al mundo malhechor que les había dado muerte y la pena de la madre que recordaba el olor de sus cuerpos infantiles y el color de sus ojos vivos.
Hacia el mediodía, los tanques rusos salieron a la carretera de Mitrofánievsk y se detuvieron junto al pueblo para pasar revista y repostar combustible; habían dejado de hacer fuego porque la guarnición alemana de la ciudad se había retirado a tiempo para reagruparse con su ejército y así librarse del combate.
Un soldado rojo bajó de su tanque para caminar por la tierra, sobre la cual brillaba ahora un sol pacífico. El soldado ya no era joven y le gustaba ver cómo vive la hierba y comprobar si todavía existían las mariposas y los insectos que conocía de antes.
A los pies de una cruz hecha de ramas, el soldado vio a una vieja acurrucada sobre la tierra. Se agachó y trató de escuchar su respiración. Después giró el cuerpo de la mujer y pegó el oído a su pecho para cerciorarse de que no latía. «Su corazón se ha ido -entendió el soldado, y cubrió en silencio el rostro de la muerta con un lienzo limpio que llevaba consigo como peal de repuesto-. Ya no tenía con qué vivir; su cuerpo estaba tan comido por el hambre y por la desdicha que hasta los huesos se le ven bajo la piel.»
«Duerme por ahora -habló en voz alta el soldado despidiéndose-. No importa de quién fueras madre, pero sin ti también me he quedado huérfano.»
Permaneció parado un poco más junto a ella, despidiéndose angustiosamente de la madre ajena.
«Todo está oscuro para ti ahora y te has ido. ¿Qué remedio? No hay tiempo de afligirnos por ti. Primero debemos batir al enemigo. Luego el mundo entero deberá entrar en razón. No puede ser de otro modo, porque entonces todo sería en vano.»
El soldado regresó al tanque y se sintió triste sin los muertos. Pero sintió que ahora le era más necesario vivir. No sólo había que borrar al enemigo de la vida de la gente, sino que después de la victoria habría que aprender a vivir aquella vida superior que los muertos le habían legado silenciosamente. Entonces, en señal de respeto a su eterna memoria, debían cumplirse sus esperanzas, para que se hiciera su voluntad y no engañar sus corazones yertos. Sólo en los vivos pueden confiar los muertos, y éstos tienen que vivir de modo que el destino libre y feliz del pueblo justifique sus muertes y, de esta manera, den a su caída su justo peso.
FIN

miércoles, 6 de mayo de 2015

La pensión [Cuento. Texto completo.] James Joyce

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/joyce/la_pension.htm

La pensión[Cuento. Texto completo.]James Joyce
La señora Mooney, hija de un carnicero, era lo que se dice una mujer resuelta; para arreglar sus cosas se bastaba y se sobraba sin dar un cuarto al pregonero. Casó con el dependiente principal de su padre y abrió una carnicería cerca de Spring Gardens. Pero no bien hubo muerto su suegro, el señor Mooney empezó a andar en malos pasos. Bebía, metía mano a la caja registradora del dinero y se entrampó hasta los ojos. De nada servía hacerle prometer enmienda: a los pocos días, infaliblemente, quebrantaba el solemne juramento. A fuerza de reñir con su mujer en presencia de los parroquianos y de comprar carne mala, terminó por arruinar el negocio. Una noche persiguió a su mujer con la cuchilla, y ella tuvo que dormir en casa de un vecino.
Desde entonces vivieron separados. La mujer acudió al cura y obtuvo una separación en regla con cargo de los hijos. No daba dinero al marido, ni alimento, ni morada; y así el hombre se vio obligado a entrar como oficial de justicia. Era un borrachín astroso, encorvado, de cara blanca y bigote blanco, y blancas cejas dibujadas sobre sus ojillos surcados de venas rojizas, ribeteados y tiernos; y se pasaba todo el santo día sentado en el cuarto del alguacil, en espera de que le encomendaran algún servicio. La señora Mooney, que se había llevado el dinero remanente tras la liquidación de la carnicería, instalando con ello una pensión en Hardwicke Street, era una mujer grande e imponente. Su casa albergaba una población flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man, y, de vez en cuando, artistas de vodevil. Su clientela con residencia fija se componía de empleados de oficinas y del comercio. La señora Mooney gobernaba la pensión con diplomacia y mano firme; sabía cuándo procedía dar crédito, actuar con severidad o hacer la vista gorda. Los residentes mozos, cuando hablaban de ella, la llamaban todos la Patrona.
Los jóvenes pupilos de la señora Mooney pagaban quince chelines semanales por la pensión completa (cerveza en las comidas aparte). Eran todos de los mismos gustos y ocupaciones, y por esta razón reinaba entre ellos franca camaradería. Discutían entre sí las probabilidades de sus caballos favoritos. Jack Mooney, el hijo de la Patrona, empleado con un agente comercial en Fleet Street, tenía reputación de ser un tipo difícil. Era aficionado a soltar obscenidades de cuartel, y por lo general llegaba a casa de madrugada. Cuando veía a sus amigos, siempre tenía alguna diablura que contarles, y siempre estaba seguro de hallarse sobre la pista de algo bueno: un caballo o una artista con posibilidades. También el boxeo se le daba de maravilla. Y las canciones cómicas. Las noches de los domingos solía haber reunión en la sala principal de la señora Mooney. Los artistas de vodevil participaban con gusto, y Sheridan tocaba valses y polkas e improvisaba acompañamientos. También solía cantar Polly Mooney, la hija de la señora. Cantaba:
Soy una... niña traviesa.
No tienen por qué fingir:
Ya saben que soy así.

Polly era una muchachita delgada, de diecinueve años; tenía el pelo rubio, delicado y suave, y una boca pequeña y rotunda. Sus ojos, grises con un tornasol verde, tenían el hábito de echar miraditas hacia arriba cuando hablaba con alguien, lo cual le daba el aspecto de una pequeña madonna perversa. La señora Mooney colocó en principio a su hija en la oficina de un tratante en granos, de mecanógrafa; mas como cierto oficial de justicia de pésima reputación diera en presentarse en el despacho un día sí y otro no rogando le permitieran hablar una palabra con su hija, la madre volvió a llevársela a casa y la puso a trabajar en las faenas domésticas. Como Polly era muy alegre y pizpireta, la intención era darle el gobierno de los pupilos jóvenes. Además, a los mozos les gusta sentir que ande una hembra moza no muy lejos. Polly, como es natural, flirteaba con los mancebos, pero la señora Mooney, juez perspicaz, sabía que los tales mancebos se lo tomaban sólo como pasatiempo: ninguno de ellos iba en serio. Así continuaron las cosas mucho tiempo, y la señora Mooney empezaba a pensar en mandar a Polly otra vez de mecanógrafa, cuando observó que entre su hija y uno de los jóvenes había algo. Vigiló a la pareja y no dijo esta boca es mía.
Polly sabía que la vigilaban; sin embargo, el persistente silencio de su madre no podía interpretarse erróneamente. No había existido complicidad manifiesta entre la madre y la hija, connivencia de ninguna clase; pero aunque los huéspedes empezaban a hablar del asunto, la señora Mooney continuaba sin intervenir. Polly empezó a volverse un poco rara en su comportamiento, y el joven, evidentemente, andaba desazonado. Por fin, cuando estimó que era el momento oportuno, la señora Mooney intervino. Contendió con los problemas morales como cuchilla con la carne; y en aquel caso concreto había tomado ya su decisión.
Era una luminosa mañana de principios de verano, prometedora de calor, mas con un soplo de brisa fresca. Todas las ventanas de la pensión estaban abiertas y las cortinas de encaje se inflaban suavemente hacia la calle bajo las vidrieras levantadas. Era domingo. El campanario de San Jorge repicaba sin cesar, y los fieles, solos o en grupos, cruzaban la pequeña glorieta que se extiende ante la iglesia, dejando ver de intento su propósito en el pío recogimiento con que iban no menos que en los libritos que llevaban en sus manos enguantadas. En la pensión habían terminado de desayunar, y aún estaban los platos en la mesa con amarillas rebañaduras de huevo, piltrafas y cortezas de tocino. La señora Mooney, sentada en el sillón de mimbre, vigilaba a la criada Mary que estaba retirando las cosas del desayuno. Le mandó recoger las cortezas y mendrugos de pan que servirían para hacer el budín del martes. Una vez despejada la mesa, recogidos los mendrugos, guardados bajo llave y candado el azúcar y la mantequilla, la dueña de la pensión se puso a reconstruir la entrevista que había tenido con Polly la noche de la víspera. Todo era, en efecto, como ella sospechaba: se había mostrado franca en sus preguntas, y Polly no lo había sido menos en sus respuestas. Las dos pasaron su apuro, desde luego. Ella por deseo de no recibir la noticia de una manera demasiado franca y desconsiderada, ni parecer que había hecho la vista gorda, y Polly no sólo porque las alusiones de ese género siempre se lo causaban, sino también porque no quería dar pie a la sospecha de que ella, en su sabia inocencia, había adivinado la intención oculta tras la tolerancia de su madre.
Cuando advirtió, en su ensimismamiento, que las campanas de San Jorge habían dejado de tocar, la señora Mooney echó una mirada instintiva al relojito dorado que había sobre la repisa de la chimenea. Pasaban diecisiete minutos de las once: tenía tiempo más que de sobra de solventar el asunto con el señor Doran y plantarse antes de las doce en la calle Marlborough. Estaba segura de su triunfo. Para empezar, tenía de su parte todo el peso de la opinión social: era una madre agraviada. Había permitido al seductor vivir bajo su techo, dando por supuesto que era hombre de honor, y él había abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, de modo que no podía alegarse como excusa la irreflexión de la juventud; tampoco podía ser disculpa la ignorancia, ya que era hombre con sobrado conocimiento del mundo. Sencillamente se había aprovechado de la juventud y la inexperiencia de Polly; eso era evidente. ¿Qué reparación estaría dispuesto a hacer? He aquí el problema.
En tales casos se debe siempre una reparación. Para el varón todo marcha sobre ruedas: puede largarse tan fresco, después de haberse holgado, como si no hubiera ocurrido nada, pero la chica tiene que pagar el precio. Algunas madres se avenían a componendas mediante sumas de dinero; había conocido casos. Pero ella no haría tal cosa. Para ella, por la pérdida de la honra de su hija sólo cabía una reparación: el matrimonio.
Repasó de nuevo todas sus cartas antes de enviar a Mary arriba, al cuarto del señor Doran, a decir que deseaba hablar con él. Estaba segura de su triunfo. Él era un joven serio, no un libertino ni un escandaloso como los otros. Si se hubiera tratado del señor Sheridan o del señor Meade o de Bantam Lyons, su tarea habría sido mucho más ardua. No creía ella que Doran arrostrase la divulgación del caso. Todos los huéspedes de la pensión sabían algo del asunto; algunos hasta habían inventado pormenores. Además, llevaba trece años empleado en la oficina de un comerciante en vinos, católico cien por cien, y la divulgación tal vez significara para él la pérdida del empleo. Mientras que si se avenía a razones, todo podría ser para bien. Sabía ella que el galán cobraba un buen sueldo, y por otra parte sospechaba que debía de tener un buen pico ahorrado.
¡Casi la media hora! Se levantó y se miró en el espejo de luna. La expresión resuelta de su rostro grande y rubicundo la satisfizo, y pensó en algunas madres conocidas suyas incapaces de quitarse a sus hijas de encima.
El señor Doran estaba en realidad muy nervioso aquel domingo por la mañana. Había intentado por dos veces afeitarse, pero tenía el pulso tan inseguro que se vio obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días orlaba sus mandíbulas, y cada dos o tres minutos se le empañaban los lentes, de suerte que tenía que quitárselos y limpiarlos con el pañuelo. El recuerdo de su confesión de la pasada noche le causaba profunda congoja; el cura le había sonsacado hasta el último detalle ridículo del asunto, y al final había exagerado tanto su pecado que casi daba gracias que se le concediera un respiradero, una posibilidad de reparación. El daño estaba hecho. ¿Qué podría hacer él ahora sino casarse con la chica o huir de la ciudad? No iba a tener la desfachatez de negar su culpa. Era seguro que se hablaría del caso, y sin duda alguna llegaría a oídos de su patrón. Dublín es una ciudad tan pequeña..., todo el mundo está informado de los asuntos de los demás. En su excitada imaginación oyó al viejo señor Leonard que con su bronca voz ordenaba: «Que venga el señor Doran, por favor», y sólo de pensarlo le dio un vuelco tan grande el corazón que casi se le sale por la boca.
¡Todos sus largos años de servicio para nada! ¡Sus trabajos y afanes malogrados! De joven la había corrido en grande, por supuesto; había blasonado de librepensador y negado la existencia de Dios en las tabernas ante sus compañeros. Mas todo eso pertenecía al pasado; había concluido totalmente... o casi totalmente. Todavía compraba el Reynolds's Newspaper cada semana, pero cumplía con sus deberes religiosos y durante nueve décimas partes del año llevaba una vida metódica y ordenada. Tenía dinero suficiente para tomar estado; no se trataba de eso. Pero la familia miraría a la chica con menosprecio. Estaba primero la pésima reputación de su padre, y por si fuera poco, la pensión de su madre empezaba a adquirir cierta fama. Tenía sus barruntos de que le habían cazado. Imaginaba a sus amigos hablando del asunto y riéndose. Ella era un poquillo vulgar; a veces decía «haiga» y «hubieron». ¿Mas qué importaba la gramática si él la quería? No podía decidir si apreciarla o despreciarla por lo que había hecho. Naturalmente él lo había hecho también. Su instinto le impelía a permanecer libre, a no casarse. Una vez que uno se casa es el fin, le decía.
Estaba sentado al borde de la cama, en camisa y pantalones, inerme ante la fatalidad que lo abrumaba, cuando ella dio unos golpecitos en su puerta y entró en la habitación. La muchacha se lo dijo todo, que había confesado los hechos a su madre desde la A hasta la Z, y que su madre hablaría con él esa misma mañana. Rompió a llorar y le echó los brazos al cuello, diciendo:
-¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
Terminaría de una vez con su existencia, dijo.
Él la consoló débilmente, diciéndole que no llorara, que todo se arreglaría, que no había que temer. Sintió la agitación del pecho femenino contra su camisa.
No fue del todo culpa suya que el hecho sucediera. Recordaba, con la singular y paciente memoria del soltero, los primeros roces fortuitos de su vestido, su aliento, sus dedos, que habían sido como caricias para él. Luego, una noche, ya avanzada la hora, cuando se desvestía para acostarse, la joven dio unos tímidos golpecitos a su puerta. Quería encender su vela en la de él, pues una corriente de aire se la había apagado. Se había bañado esa noche, y llevaba un peinador suelto y abierto de franela estampada. Su blanco empeine relucía en la abertura de sus zapatillas de piel, y bajo su epidermis perfumada bullía cálida la sangre. También de sus manos y de sus muñecas, mientras encendía la vela, se desprendía un delicado aroma.
Cuando volvía tarde por las noches, era ella quien le calentaba la cena. Apenas si se daba cuenta de lo que comía, sintiéndola tan cerca, a solas y de noche, mientras todos dormían. ¡Y lo solícita que se mostraba! Si la noche era fría, o húmeda, o borrascosa, sin dudas habría allí un vasito de ponche preparado para él. Tal vez pudieran ser felices juntos...
Solían subir la escalera de puntillas, cada cual con una vela, y en el tercer rellano se daban muy a disgusto las buenas noches. Tomaron la costumbre de besarse. Recordaba bien sus ojos, el contacto de su mano, el delirio en que aquello terminó por precipitarlo...
Pero el delirio pasa. Se hizo eco ahora de la frase de ella: «¿Qué voy a hacer?» Su instinto de célibe le advertía que no se comprometiese. Pero el pecado allí estaba; su propio sentido del honor le decía que por tal pecado debía efectuarse una reparación.
Sentado así con ella en el borde de la cama, apareció Mary en la puerta y dijo que la patrona quería verlo en la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y la chaqueta, más desamparado que nunca. Una vez vestido, se acercó a ella para consolarla. Todo se arreglaría, no había que temer. La dejó llorando en la cama y gimiendo débilmente: «¡Oh, Dios mío!»
Cuando bajaba por la escalera se le empañaron de tal forma los lentes que tuvo que quitárselos y limpiarlos. Hubiera querido salir por el tejado y volar lejos, a otro país donde jamás volviera a saber nada de aquel lío, y sin embargo una fuerza lo empujaba escalera abajo, peldaño por peldaño.
Las caras implacables de su patrón y de la señora parecían mirarlo inquisitivas, en su frustración y desconcierto. En el último tramo de escaleras se cruzó con Jack Mooney que subía de la despensa con dos botellas de cerveza amorosamente abrazadas. Se saludaron con frialdad, y los ojos del galán se detuvieron un par de segundos en una recia fisonomía de perro de presa y dos brazos cortos y vigorosos. Al llegar al pie de la escalera, echó una furtiva ojeada hacia arriba y vio a Jack mirándolo desde la puerta del recibimiento.
Entonces recordó la noche en que uno de los artistas de vodevil, cierto rubio londinense, hizo una alusión a Polly bastante desenfadada. La reunión casi terminó de mala manera debido a la violenta reacción de Jack. Todos se extremaron por aplacarle. El artista de vodevil, un poco más pálido que de costumbre, no hacía más que sonreír y repetir que no lo había dicho con mala intención. Pero Jack no hacía más que gritarle que si cualquier individuo intentaba llevar adelante tales devaneos con su hermana, por su alma que le iba a hacer tragarse las muelas, como lo estaban oyendo.
***
Polly continuó un rato sentada en el borde de la cama, llorando. Luego se enjugó los ojos y se acercó al espejo. Mojó la punta de la toalla en el jarro del lavabo y se refrescó los ojos con el agua fría. Se miró en el espejo de perfil y se ajustó una horquilla en el pelo por encima de la oreja. Luego volvió a la cama y se sentó a los pies. Miró un largo rato las almohadas, y esta contemplación suscitó en su ánimo secretos y dulces recuerdos. Apoyó la nuca en el frío barandal metálico de la cama y se abandonó a sus ensueños. Toda perturbación visible había desaparecido de su rostro.
Siguió esperando paciente, casi alegremente, sin sobresalto, dejando que sus recuerdos dieran paso poco a poco a esperanzas y visiones del futuro. Tan intrincadas eran estas esperanzas y visiones que ya no veía las almohadas blancas donde tenía fija la mirada ni recordaba que estaba esperando algo.
Por fin oyó a su madre que la llamaba. Se puso de pie automáticamente y corrió al pasamano de la escalera.
-¡Polly! ¡Polly!
-Aquí estoy, mamá.
-Baja, hija mía. El señor Doran quiere hablar contigo.
Entonces recordó lo que estaba esperando.