Cuento idish de Jorge Schussheim: La historia de Léibchick der Meshíguener
Es tradición que cada pueblo tenga su loco, y el pueblo de mi papá no era la excepción a la regla.
Stanislawow se llamaba.
¡No! ¡No el loco! ¡el pueblo!
Al loco lo conocían como Léibchick der Meshíguener, o sea Leoncito el Loco.
Léibcchik no parecía judío, sino polaco: alto, con una cabellera rubia llena de bucles y ojos celestes, pero todo el mundo sabía que era judío.
¿Que cómo lo sabía?
¡Porque no existe ni un sólo goi polaco que entienda idish ni loco!
Entender, dije, porque hablar, jamás.
Léibchik era mudo o se hacía el mudo para no contestar a los insultos que le proferían los idn del pueblo cuando se les aparecía en las fiestas, sin haber sido jamás invitado a ninguna, por supuesto.
Porque no había bris, jásene o levaie en los cuales el meshíguener no se apareciera, como si un instinto misterioso le indicase que había comida y bronfn gratis.
Se abría la puerta y ahí estaba Léibchick con su flacura esquelética, sus botas agujereadas y el grueso capote sin el que nadie lo vio jamás.
Y un loco será un loco, pero también es un id, y entre idn se acostumbra a recibir a los pobres en la mesa para compartir con ellos el alimento.
Así que la presencia de Léibchick era aceptada en esas fiestas.
Aunque alimento es una manera de decir, porque Leoncito jamás comía: todo lo que le servían lo envolvía inmediatamente en un diario viejo y lo hacía desaparecer en un santiamén en el interior del famoso capote.
Pero no vayan a creer que guardaba la bebida.
Se tomaba todo lo que tenía a mano, fuera bronfn, kvass, vishniack: todo era bueno para Léibchick, que se lo tragaba sin respirar.
Y después, con los bolsillos llenos de comida envuelta en pedacitos de papel de diario, se iba, tan misteriosamente como había llegado, hacia su desconocida morada.
Cuarenta y ocho horas después del 1 de septiembre de 1939, los nazis entraron en Stanislawow sin otra resistencia que la de Léibchick, quien parado en mitad de la calle gritaba furiosamente “Gueit avek! Gueit tzurik!” ¡Váyanse! ¡Vuélvanse!
Según le contaron a mi papá mis falsos y extrañados tíos Max, Mundek y Oleg y mis queridas y falsas tías Gitcha y Ianka, sobrevivientes que se salvaron y llegaron a Buenos Aires en 1947, la ráfaga de ametralladora partióo a Leibchick literalmente en dos y los tanques ni siquiera evitaron pisar su cuerpo.
Recién después que la guerra terminó, los poquísimos judíos que quedaron vivos en el pueblo pudieron reconstruir la vida secreta de Leoncito el Loco, y supieron finalmente por qué estaba tan flaco y nunca comía los alimentos que se llevaba en su capote.
Era porque con ellos alimentaba a un grupo de huerfanitos a quienes alojaba, cuidaba, curaba y alimentaba a costa de su propia hambre, en un sucucho escondido que tenía en las afueras del pueblo.
Siento la obligación de contar esto, porque los que le contaron la historia de Léibchick a mi papá ya murieron, así como él, y si yo no se lo contara a ustedes, esta mínima vida tan enorme no sería recordada por nadie el día que me toque morirme a mí.
Cuéntensela a quienes ustedes quieran.
Pero que sea antes de morirse.
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