Cuento de Katherine Mansfield: En una pensión alemana
Alemanes comiendo.
Se sirvió una sopa de pan.
–Ah –dijo Herr Rat, echándose sobre la mesa para mirar dentro de la sopera–, esto es lo que necesito. Mi “magen” ha estado un poco descompuesto desde hace varios días. ¡Sopa de pan y en su punto! Yo mismo soy un buen cocinero –se volvió hacia mí.
–Qué interesante –dije, tratando de infundir a mi voz el entusiasmo adecuado.
–Sí, sí… cuando uno no está casado, es necesario. Yo, aquí donde me ve, he tenido todo lo que he querido de las mujeres sin recurrir al matrimonio –Metió la punta de la servilleta dentro del cuello de su camisa y sopló sobre la sopa al hablar–: A eso de las nueve me preparo un desayuno inglés, pero no gran cantidad. Cuatro rebanadas de pan, dos huevos, dos tajadas de jamón frío, un plato de sopa, dos tazas de té… Eso no es nada para ustedes.
Afirmó el hecho con tal vehemencia que no tuve el coraje de refutarlo. De pronto todas las miradas se volvieron hacia mí. Sentí que llevaba sobre mis hombros el peso del absurdo desayuno de una nación… Yo, que tomaba apenas una taza de café mientras me abrochaba la blusa por las mañanas.
–Nada en absoluto –exclamó Herr Hoffmann de Berlín–. Ach, cuando estaba en Inglaterra sí que solía comer por las mañanas.
Levantó la mirada y los bigotes, limpiándose las gotas de sopa de su chaqueta y chaleco.
–¿De veras comen tanto? –preguntó Fräulein Stiegelauer–. ¿Sopa y pan de levadura y carnes, de cerdo y té y café y compota de frutas, y miel y huevos, y pescado frío y riñones y pescado caliente y bifes de hígado? ¿Y las señoras comen también, en especial las señoras?
–Claro que sí. Yo mismo lo he notado, cuando vivía en un hotel en Leicester Square –exclamó Herr Rat–. Era un buen hotel, pero no sabían preparar té… Ahora…
–Ah, eso sí es algo que yo sé hacer –dije riendo alegremente–. Sé preparar un té buenísimo. El gran secreto está en calentar la tetera.
–Calentar la tetera –interrumpió Herr Rat, retirando su plato de sopa–. ¿Y para qué calienta la tetera? ¡Ja! ¡ja! ¡Eso sí que está bueno! Uno no se come la tetera, ¿no?
Fijó sobre mí sus fríos ojos azules con una expresión que sugería mil invasiones premeditadas.
–¿Así que ése es el gran secreto de su té inglés? ¡Todo lo que hay que hacer es calentar la tetera!
Quería explicarle que ése era sólo un paso preliminar, pero como no podía traducirlo me quedé callada.
La criada trajo carne, con sauerkraut y papas.
–Me da un gran placer comer sauerkraut –dijo el Viajero del Norte de Alemania–, pero últimamente he comido tanto que no puedo retenerlo. Enseguida me veo obligado a…
–Qué hermoso día –exclamé, volviéndome hacia Fräulein Stiegelauer–. ¿Se levantó temprano hoy?
–A las cinco caminé diez minutos por el pasto húmedo. Volví a la cama. A las cinco y media me volví a dormir y me desperté a las siete; entonces me lavé “de cuerpo entero”. Volví a la cama. A las ocho me puse una cataplasma de agua ría y a las ocho y media tomé una taza de té de menta. A las nueve pedí un café de malta y empecé la “cura”. ¿Me pasa el sauerkraut, por favor? ¿Usted no come?
–No, gracias. Me parece un poco fuerte.
–¿Es verdad –preguntó la Viuda escarbándose los dientes con una horquilla al hablar– que usted es vegetariana?
–Sí, es cierto; no he comido carne desde hace tres años.
–¡Increíble! ¿Tiene familia?
–No.
–Ya ve, ¡eso es lo que pasa! No se pueden tener chicos comiendo sólo vegetales. No es posible.
–Pero ya no hay familias grandes en Inglaterra hoy en día; supongo que están demasiado ocupados con sus campañas sufragistas. Ahora bien, yo tengo nueve hijos todos vivos, gracias a Dios. Chicos sanos, magníficos… Aunque después de nacer el primero tuve que…
–¡Qué maravilla! –exclamé.
–¿Maravilla? –dijo la Viuda con desprecio, volviendo a colocar la horquilla en la especie de pera que se balanceaba en la punta de la cabeza–. ¡Para nada! Una amiga mía tuvo cuatro al mismo tiempo. Su marido estaba tan complacido que dio una cena y los hizo poner sobre la mesa. Por supuesto ella se sintió muy orgullosa.
–Alemania –tronó el Viajero, clavando los dientes en una papa que había ensartado con el cuchillo– es el hogar de la Familia. –Siguió un silencio comprensivo.
Se cambiaron los platos para servir ahora carne asada, jalea de grosellas y espinaca. Limpiaron sus tenedores con pan negro y volvieron a empezar.
–¿Cuánto tiempo piensa quedarse? –preguntó Herr Rat.
–No lo sé exactamente. Tengo que estar de vuelta en Londres para septiembre.
–Por supuesto visitará Múnich.
–Me parece que no voy a tener tiempo. Es importante que no interrumpa mi “cura”.
–Pero tiene que ir a Múnich. No conoce Alemania si no ha estado en Múnich. Todas las Exposiciones, todo el Arte y el Alma de la vida de Alemania están en Múnich. Tenemos el Festival Wagner en agosto, y Mozart y una colección de pinturas .japonesas… ¡Y la cerveza! No sabe lo que es una buena cerveza hasta que ha estado en Múnich. Si incluso he visto señoras finísimas todas las tardes, señoras verdaderamente finísimas, tomándose así de altos –Mostró con las manos una buena medida de cerveza; yo sonreí.
–Si tomo mucha cerveza de Múnich sudo muchísimo –dijo Herr Hoffmann–. Cuando estoy aquí, en el campo o en los baños, sudo, pero me gusta; pero en la ciudad no es lo mismo.
Alentado por ese pensamiento, se enjugó el cuello y la cara con la servilleta y con cuidado se limpió las orejas. Una fuente de vidrio con duraznos en compota fue colocada en la mesa.
–¡Ah, fruta! –chilló Fräullein Stiegelauer–, es tan necesaria para la salud. –El doctor me dijo esta mañana que mientras más fruta pudiera comer, mejor era.
A todas luces siguió el consejo. Dijo el Viajero:
–Supongo que les asusta también la idea de una invasión, ¿eh? Sí, eso está bien. Estuve leyendo acerca de una obra de teatro que ustedes han hecho sobre ese tema. ¿Usted la vio?
–Sí –Me erguí en la silla–. Le aseguro que no tenemos miedo.
–Bueno, entonces tendrían que tener miedo –dijo Herr Rat. Ni siquiera tienen un ejército… Unos pocos muchachitos con las venas llenas de nicotina.
–No tenga miedo –dijo Herr Hoffmann–. No codiciamos a Inglaterra. Si lo hubiéramos querido, la hubiéramos tomado hace tiempo. En realidad no los queremos.
Sacudió su cuchara alegremente, mirándome por encima de la mesa como si fuera una niñita a la que él podía llamar o despedir a voluntad.
–Nosotros, sin duda, no queremos tener a Alemania –dije.
–Esta mañana tomé medio baño. Después, esta tarde, tengo que tomar un baño de rodillas y un baño de brazos –propuso Herr Rat–; después hago mis ejercicios durante una hora y mi tarea está terminada. Un vaso de vino y unos panes con sardinas…
Se les sirvió tarta de cerezas con crema batida.
–¿Cuál es la carne preferida de su esposo? – preguntó la Viuda.
–En realidad no sé –contesté.
–¿De veras no sabe? ¿Hace cuánto que está casada?
–Tres años.
–¡Pero no puede estar hablando en serio! Con sólo cuidar su casa una semana, siendo su mujer tendría que haberlo sabido.
–En realidad no se lo pregunté nunca; no me importa mucho qué es lo que come.
Una pausa. Todos me miraron, sacudiendo la cabeza y con la boca llena de carozos de cerezas.
–No es de extrañarse entonces que se repitan en Inglaterra las cosas atroces que suceden en París –dijo la Viuda, doblando su servilleta–. ¿Cómo puede una mujer esperar retener a su marido, si no sabe cuál es su plato preferido después de tres años?
–¡Mahlzeit!
–¡Mahlzeit!
Cerré la puerta al salir.
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