Josefina Pla al igual que Rafael Barrett (el autor reseñado anteriormente en Narrativa Breve) no es de nacionalidad paraguaya. Para algunos nació en Canarias el 9 de noviembre de 1903. Otros la radican en Fuerteventura en 1909.
Muy joven, en 1924, se fue a vivir a Asunción, al casarse con el aristócrata de ese país, Julián de la Herrería. La sociedad asunceña la trató mal a su llegada. Le decían “gitana” en todo despectivo. Además, los círculos sociales de la capital guaraní no veían con buenos ojos la desenvoltura con que Josefina se comportaba. Decía lo que pensaba, iba donde quería y elegía sin tapujos a la gente con la cual se rodeaba. Le llovieron los ataques, pero nada se esto la puso temerosa, y continuó ejerciendo el periodismo y concurriendo a talleres de pintura, dos de sus mayores pasiones. En la Guerra del Chaco con Bolivia (la guerra del Chaco, entre Paraguay y Bolivia, se libró desde el 9 de septiembre de 1932 hasta el 12 de junio de 1935, por el control del Chaco Boreal), Josefina Pla dirigió un periódico desde el mismo frente de batalla.
Durante la guerra civil española, se trasladó a su patria y se metió en las trincheras republicanas. Abrazó esa causa con todos los riesgos que eso implicaba. Terminado el conflicto, regresó a Paraguay, ya mucho más madura y convencida de que ella podía aportar un grano de arena para modernizar la sociedad local, llena de costras y resentimientos, y sobre todo reivindicar al género.
Para entender mejor los fenómenos sociales de su tierra adoptiva, aprende y trata de hablar la lengua guaraní. Cuando escribe, teniendo ya un nombre, coloca a la mujer en el centro de su creación literaria. Y lo hace de manera transversal, sin atenerse a orígenes ni a castas. Sus personajes son tanto indias, mestizas, como señoras y señoritas de la alta sociedad. Lo que le importa a Josefina es develar sus almas y trasuntar lo que son, lo que esas personas representan, piensan y sienten. Las quiere sacar a todas del cascarón donde languidecen, entre medio de guerras y revoluciones, asonadas militares y continuos golpes de estado, con una población masculina diezmada por las guerras. Sólo en la Guerra contra la Triple Alianza entre 1864 y 1870 –Brasil, Uruguay y Argentina– no quedaron vivos más de algunos pocos miles de hombres. Las mujeres resultaron ser casi el 90 % de la población de Paraguay.
Este cuadro la hizo ser una autora muy productiva. De los campos de batalla recoge sus historias. Tiene más de sesenta libros, entre cuentos, novelas y ensayos. También escribió varias obras de teatro y dictó talleres sobre las más diversas caras del arte. La Universidad Nacional de Paraguay la nombró Doctora Honoris Causa y el gobierno de ese país le concedió la nacionalidad por gracia en 1989. Falleció en Asunción un día 11 de enero de 1999, y no en el Líbano como se dijo erróneamente en alguna prensa y en las redes sociales.
El siguiente cuento, “La pierna de Severina” es una muestra sólida de su talento y su ideario.
Ernesto Bustos Garrido
Cuento de Josefina Pla: La pierna de Severina
Quince años hacía que Severina se movía apenas de aquel rincón de la pieza detrás de la reja. Sentada en su silla baja, que sólo abandonaba para, apoyada en una muleta lustrosa por el uso, cumplir con los quehaceres más urgentes, trabajaba todo el tiempo en su ñanduti (*); porque había que vivir, y daba órdenes a la señora que hacía la magra cocina, lavaba y cambiaba a la vieja tía. Apenas salía a la calle. A misa, los sábados anochecidos a confesarse; los domingos muy de mañana a misa, para que nadie la viese así, bandeándose sobre la muleta.
Y, sin embargo, Severina abrigaba ya, desde antes de lo de la pierna, en lo hondo de su corazón, un royente deseo. Quería ser Hija de María. Habíalo deseado con todo el corazón desde pequeña cuando veía a las otras chicas un poco mayores ir y venir desde la iglesia, pasar horas en la sacristía, salir con sus velos blancos en todas las procesiones.
–No has hecho aún la primera comunión. Cuando la hagas, ya veremos.
Severina era, para todo menos para el ñandutí, un poco lerda. Se había retrasado para leer y para aprender el catecismo. Iba a hacer la primera comunión a los once años, cuando la carreta le aplastó la pierna y hubo que cortársela. Cuando quedó sin pierna, naturalmente no hubo caso. Pues una Hija de María que no va a la procesión, que no puede trafaguear arriba y debajo de sillas y escaleras, no es eficaz. El viejo señor cura se lo había hecho entender así. Y Severina, sintiendo que el alma se le desmigajaba, había callado. Pero era un renunciamiento que había de renovar todos los días, pues nunca había logrado resignarse de una vez por siempre. Oh, no, nunca se resignaría. Al contrario. A medida que el tiempo pasaba se convencía más y más de que ella había nacido para ser Hija de María y que si no llegaba a serlo, su vida no tenía objeto.
Pero aquella pierna que le faltaba, ¡Dios mío!
Desde su pieza en la casa antigua (cuyos corredores daban a la iglesia en mitad de la ancha y desnuda plaza) y en uno de cuyos trascuartos se consumía lentamente, sin una queja de anciana tía, Severina miraba ir y venir a las Hijas de María, salir y entrar en la iglesia. Siempre tenían algo que hacer. Que adornar los altares. Que poner flores frescas. Que lustrar los candeleros para tal cual fiesta patronal. Que cambiar y planchar las ropas del altar y cepillar el manto de la Virgen. Y el corazón se le apretaba en una inmensa congoja. Cuando un día al asomarse a su espejo –un espejo tamaño como la palma de la mano y lleno de ojuelos– se vio las primeras arrugas, lloró acongojada. No por la pérdida prematura de su juventud y su alegría –tenía sólo veintiséis años– sino porque comprendió que era ya demasiado vieja para ser Hija de María.
Por entonces murió de puro anciano el párroco, Paí Eduardo, tan bueno él; y vino Paí Ranulfo, más joven, un hombre lleno de vida; y ¡que decidido era! Las Hijas de María lamentaban no tener más pecados que confesar, para ir dos veces a la semana a hincarse de rodillas ante él, en vez de una. Severina no dejó de ir a contarle sus cuitas. Y cuando con los ojos llorosos dijo que ya era demasiado vieja para ser Hija de María, Paí Ranulfo la consoló.
–Nuestra Señora no mira la edad, Severina. Mira sólo las virtudes… Tú mereces ser su hija… Pero esa pierna, esa pierna… Una Hija de María con la muleta a cuestas en las procesiones no puede ser. Y luego, para el trabajo… No, no es posible.
Y le repetía algo que ya le había dicho Paí Eduardo alguna vez.
–Pero si de veras querés tanto a la Virgen… pues podrías hacer algo, aunque no seas Hija de María, lo mismo vale. Por ejemplo, mirá, el mantel del altar ya está un poco viejo… Podrías bordar uno nuevo… O adornarlo con encajes. Vos que hacés tan bien el Ñanduti. Severina no contestaba, pero volvía la cabeza frunciendo el ceño cuanto el respeto se lo permitía. Trabajar como Hija de María, sin serlo… Eso sí que no iba a hacer.
Algo de lo que pasaba en el alma de Severina debía intuírsele al Paí, por cuanto a veces le decía:
–Ten cuidado con el pecado de orgullo, Severina… ten cuidado. Por él cayeron nuestros primeros padres.
Severina volvía a su rincón en la pieza, lloraba un poco y luego seguía soñando mientras trabajaba. Desde su rincón tras la reja no sólo se veía la iglesia y la plaza con sus procesiones. En las aceras colindantes había boliches y tal cual tienda y la gente desfilaba, saludándola aunque pocas veces se quedaban a hablarle. Severina no era conversadora. Y a veces llegaban forasteros que visitaban la iglesia, curiosos del antiguo altar dorado donde los ángeles sonreían una sonrisa de tres siglos. A Severina rara vez se le escapaba uno. Viejas teñidas, jóvenes pintadas, muchachos que parecían chicas de puro lamidos, viejos que olían muy bien, pero muy descarados. Todos entraban en la iglesia como los perros sin santiguarse siquiera. Llegaban junto al altar y hablaban en voz alta y se reían de cualquier cosa frente al mismísimo Sagrario. Una vez una beata oyó por la ventana a uno que decía:
–Miren pues ese farolito. ¡Una lucecita de morondanga para toda la iglesia!
El farolito del Santísimo, ¡nada menos! Paí Ranulfo al enterarse casi se muere de rabia.
–No hay derecho a ser tan ignorante, ¡vamos!…
Fue una de las raras ocasiones en que algún transeúnte se detenía frente a la reja de Severina para conversar. Justa, la más vieja de las Hijas de María –una mozallona de 25 años que justamente también en esos días iba a dejar la Cofradía para casarse con un virote que pertenecía por su parte a la Cofradía del Santo Patrono– miraba, justamente con Severina, entrar en la iglesia una tanda de turistas, más feos unos que otros según la autorizada opinión de justa.
–Aquella de atrás, aquella mitá cuñá, sin embargo, qué linda es ipóraitépa (**). Pero parece que no tiene demasiado gana de caminar –dijo Severina.
–Y cómo va a tener ganas. Es renga –contestó Justa.
–Pero yo veo que tiene sus dos piernas, catú (***) –objetó Severina.
–Pero una es artificial –replicó la otra–. Yo le he visto cuando se sentó en el bar. Acá, encima de la rodilla, le empieza.
Severina se le quedó mirando como si le dijeran que la luna era un Petromax prendido allá arriba cada tanto para comodidad del pueblo.
–¿Cómo puede ser eso?… Tiene igualito los dos.
Justa, que tenía un poco más de mundo, le explicó.
–Son piernas que parecen de veraité luego. Si no es así, no vale la pena. ¿Para qué picó querés do pierna diferente? Se hace en una fábrica como la pierna de la muñeca. Claro que para que te quede bien te toma la medida de tu pierna verdadera y después te hacen otra igualito como la que tenés.
Aquella noche Severina no durmió. A la mañanita siguiente se fue a la iglesia. Era jueves. Verla llegar entre semana a ella que sólo aparecía los sábados de noche y los domingos de madrugada, fue una sorpresa para Paí Ranulfo. Más sorpresa cuando Severina le indicó tímidamente que no venía a confesarse, sino porque tenía que hablar con él. En la sacristía, atragantándose, Severina le preguntó al Paí si no había oído hablar de algo que se llamaba pierna artificial, que hacía andar a los rengos.
–Claro que sí, contestó el Padre. He visto algunas.
–¿Y se camina con él bien, picó Paí…?
–Como con tu propia pierna –contestó el Padre.
–Pero eso ha de costar mucha plata.
–Eso sí. Cuestan caras. No cualquiera puede tener una.
Severina bajó la cabeza y se quedó pensando.
–¿Mil peso, Paí…?
–Mucho más, mucho más, mi hija.
–¿Dos mil peso entonces? ¿Dos mil…?
–Quién sabe más.
La esperanza se mustió en el corazón de Severina. Dos grandes lagrimones se le descolgaron por las flácidas mejillas. El Padre, compadecido, le dijo que en Buenos Aires había una señora, la señora del Presidente, que se ocupaba mucho de los pobres y de los desvalidos. Si alguien le escribía diciéndole que le faltaba un brazo o una pierna, ella le hacía venir enseguida una.
–Pero ella no se va a querer ocupar de mí –susurró Severina.
–Y por qué no, mi hija. Es una señora muy buena. Atiende a todo el mundo.
–¿Y qué lo que hay que hacer, Paí?
–Ya te dije. Hay que escribirle. O si no, vas a Asunción, te llegás a la Embajada Argentina, y hablás con el Embajador. Le contás todo; él te toma el nombre y él mismo le escribe a esa señora.
Escribir a aquella señora y hablar con el Embajador se le antojaron de entrada a Severina dos cosas por igual mayúsculas e imposibles. Jamás escribiría, por la simple razón de que no sabía escribir; tendría que pedir a otro que escribiera por ella; y ella nunca haría partícipe a nadie de sus sueños y de sus dolores. Solamente si el Paí… Se puso a pensarlo. Lo pensó. Lo pensó mucho. Tanto que dio tiempo a que Paí Ranulfo enfermase y tuviese que dejar el pueblo e irse a la capital. Ya no volvió.
El nuevo cura era un Padre imponente, serio, que con sólo mirarle se le atragantaban a Severina las palabras, y cuando los sábados la despachaba con la absolución quedábase la pobre con la impresión de que no estaba perdonada del todo. Entonces comenzó muy lentamente a volcarse hacia el otro designio. Iría a la capital. Vería al Embajador.
Poquito a poquito, con tímidas preguntas indirectas iba enterándose Severina de cómo había que hacer para llegar a Asunción; a pesar de sus veintiocho años jamás había llegado hasta la calle donde paraba el ómnibus que iba a la capital. Comenzó a sacudir entre sus manos picadas de la aguja la alcancía en la cual había ido echando los pocos pesos que de vez en cuando rebañaba de sus magros ingresos, luego de alimentarse ella y su tía. Crecía el ansia, la montaña de obstáculos se desmoronaba. El más grande lo representaba su tía clavada en la cama y que necesitaba se le atendiera constantemente. Severina seguía pensando.
Y pensándolo, pensándolo, pasó un tiempo más y sucedieron varias cosas. Vino algo que se llamaba guerrilla. Sucedieron cosas espantosas de las cuales Severina no vio nada, pero igual le vino chucho y rezó cuanto le dijo la boca para que terminasen tales horrores. Tres Hijas de María dejaron de serlo; unos cuantos varones del pueblo desaparecieron para siempre. La propia Justa amaneció un día en trance que nada habría agradado al marido, a no ser que porque, para entonces, estaba ya el pobre con cinco machetazos en el cuerpo pudriéndose Dios sabe dónde. Severina no sufrió percance ninguno; pero la tía eligió para morirse aquellos días de sobresaltos. Severina quedó sola.
Poco a poco las cosas se fueron más o menos tranquilizando. La vieja tía ya no trababa a Severina; y un día el ansia barrió las últimas dificultades; Severina rompió su alcancía, tornó su muleta y un bolsón y con el corazón saliéndole por la boca, fuese rengueando a tomar el ómnibus, una madrugada. No era la única pasajera: había dos viajeros más; pero por suerte eran hombres; y aunque la miraron más de una vez de reojo, luego de los saludos, no la molestaron con preguntas.
Llegó a Asunción ya amanecido: mañana de sol indeciso que conforme pasaban las horas se fue convirtiendo en desagradable siesta nublada y ventosa y luego en un atardecer de amenazo. Severina se traía bien decidido visitar enseguida y antes que nada al Embajador. No tuvo dificultad mayor en encontrar la residencia, porque el chofer por casualidad la conocía, e hizo a Severina bajar cerca. No tenía la muchacha ni la más mínima idea de que existiese un horario de visitas ni de nada que se llamase protocolo. Creía que al Embajador se le puede visitar lo mismo que al señor cura; mientras toma el mate, a las seis de la mañana.
Así pues se plantó todo lo deprisa que su muleta le permitió ante la casa del Embajador, donde se hartó de dar palmadas en la puerta hasta que un transeúnte compasivo tocó por ella el timbre. Salió a las cansadas un mucamo, al cual en el primer momento Severina tomó por el propio Embajador, y quien le dijo con bastante malos que aquella era la casa particular del señor Embajador; que fuese a la Embajada entre las once y las doce.
Eran las siete. Severina se quedó en la vereda completamente aturdida y el mozo tuvo para reír un rato en la cocina, luego, comentando con las mucamas la ocurrencia de la pajuerana queriendo ver al Embajador a esas horas.
–Y eso que le falta una pierna. Si llega a tener dos se presenta aquí a medianoche –dijo el mucamo, a quien alguien alguna vez y por su desgracia había encontrado ingenioso.
Severina echó a andar buscando la Embajada. El mozo no le había dicho dónde estaba y ella tampoco se lo había preguntado. Detuvo a unas cuantas personas inquiriendo. Nadie sabía dónde quedaba la Embajada. Además, Severina no conocía las calles y a cada momento tenía que rehacer el camino andado. Llegó el mediodía sin haber podido encontrar el bendito lugar, que parecía embrujado: le decían que estaba allí a la vuelta y cada vez parecía irse más lejos. Cuando por fin lo encontró, llamó hasta cansarse; por fin alguien asomó a un portón contiguo y le dijo que la Embajada no se abría ya hasta el lunes, porque era viernes de siesta y las Embajadas hacen semana inglesa.
Severina comenzó entonces a caminar lánguidamente, al azar, buscando dónde podría parar un instante.
Algunas casas se le antojaron de lejos hospitalarias, pero de cerca resultaron imponentes de lujo y de novedad, y le metían miedo. Se sentía horriblemente cansada y tenía sed. Por fin se animó a acercarse a una casa de apariencia más acogedora y modesta, de copiosa enramada, bajo la cual vio sestear a unas señoritas muy acicaladas vestidas con batas de colores y abanicándose; junto a ellas estaban sentados unos caballeros que parecían de excelente humor y muy familiares. Severina llamó tímidamente; alguien dijo adelante; pero cuando empezó a acercarse por el sendero entre amarilis, los hombres comenzaron a reír, las chicas les hicieron coro, y Severina se asustó y dando media vuelta salió a la calle, seguida por las risas del cotarro. Siguió caminando, cada vez más cansada y sedienta. Por fin, encontró un puesto de aloja. Bebió un vaso y se sintió más confortada. Ya cayendo la tarde se encontró junto a la iglesia de San Roque. Le parecieron tan acogedores aquellos corredores profundos, que la protegerían de la lluvia que ya se anunciaba con gotas aisladas. Subió como pudo los escalones y se sentó en el suelo contra la pared, derrengada. De puro vyra no había comprado nada para comer, ni siquiera una chipa, y ahora tendría que pasar la noche en ayunas. Bueno, nadie se muere por ayunar un día. Extendió el rebozo sobre los ladrillos y se acostó encima. Era incómodo y un poco molesto para ella, tan limpia; pero en verano nada importa. De vez en cuando pasaba a lo largo algún transeúnte, con prisa, por el amenazo. Se durmió cuando empezaba la lluvia torrencial. A ella le gustaba dormir cuando llovía: el ruido le ayudaba al sueño. No supo Severina cuándo cesó la lluvia; sólo se dio cuenta cuando un grupo de hombres invadió el recinto, se desparramó por los rincones. Aturdidamente despierta los sintió, más que los vio, con terror, acercarse en la sombra. Uno se inclinó sobre ella, la palpó con manos obscenas y duras.
-Ndé lo mita. Eyú coápe. Miren pue lo que hay acá.
-Peteí cuñá. Oh. Añamemby. Regalo del cielo.
Un coro de piiipus estremecedores subió en el aire de la alta noche. El que se había acercado primero hizo el descubrimiento.
-Es renga nipo raé.
La contestación no se demoró.
-Renga o retymá carë, lo mismo sirve.
Le corearon risas que a Severina le sonaron como risas de Satanás.
Manoteando en espontánea defensa, Severina pudo notar que uno de esos hombres era manco: un duro muñón caliente le rozaba la sien. Sintió arcadas. Después ya no pudo más darse cuenta exacta de nada. Todo tan brutal, y tan subitáneo. Aquel rebullir espeso de machos hediendo a sudor agrio y mugre antigua. El airecillo premonitor de la madrugada la encontró sola, devuelta al centro del silencio, como si todo hubiese sido una pesadilla. Un vago lampo de conciencia arrastró el cuerpo maltrecho a lo largo de la calle hasta encontrar aquel portal abierto a desusadas horas. El instinto trepó los escalones, y el cuerpo quedó tendido sobre el piso lustrado del pequeño porche, retorciéndose levemente. La puerta cancel estaba cerrada, no se transparentaba luz alguna; pero un perro –un cuzquito por las señas– ladró detrás de los cristales. Se encendió una luz, se abrió la puerta. Allí estaba, como un trapo en el suelo, Severina.
–Mira lo que pasa por dejar el portón abierto. Se te entra cualquier borracho.
El señor se había inclinado sobre Severina.
–Otro que borracho. Ayúdame. Esta mujer está mal.
La llevaron adentro medio a rastras. Sus ropas sucias de sangre dejaban en el piso un rastro húmedo que el perrito seguía, gimiendo opacamente.
Severina volvió a su pueblo una semana más tarde. La acompañó hasta el ómnibus con mucho cariño la señorad e la casa, que le dio unas ropas decentes, un poco de dinero –porque hasta su poquita plata le habían sacado los malevos aquellos– y le compró una muleta nueva y bien hecha. Severina a nadie contó nada. Nadie supo nada. A los preguntones contestó diciendo que no había remedio para su pierna. Sólo que su primera confesión fue más larga que ninguna otra, y el Paí en el sermón del siguiente domingo tronó contra el sexto como nunca. Severina volvió a su trabajo tras la ventana. Y ya no expresó más su deseo de ser Hija de María. Cuando alguien extrañado le preguntaba si no pensaba ya en eso, Severina bajaba la vista y contestaba con voz monótona:
–Eso pasó todo. Una renga como yo no sirve luego para Hija de María.
Pero en la siguiente fiesta de la Virgen apareció cambiado el mantel del altar mayor. Un mantel con labores de ñanduti como no se había visto hasta entonces. Era el obsequio de Severina a Nuestra Señora.
(1954)
Glosario
* Ñandutí: tipo de tejido ornamental que hacen las mujeres paraguayas con hilos y lanas para adornar la ropa de cama y algún tipo de vestimenta. Estar tejiendo un ñandutí: conspirar, tramar algo, preparar una celada.
** Ipóraitépa: coja.
*** Catú: linda, bonita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario