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Antonio Di Benedetto (1922–1986) escritor y periodista argentino, autor de libros como Mundo animal (cuentos), Zama o Los suicidas (novelas). Su obra, muy personal, es sensorial, poética y en ocasiones busca el absurdo. Es una de las voces argentinas más prestigiosas del pasado siglo. Autores como Jorge Luis Borges y Roberto Bolaño confesaron su admiración por él. En su faceta de periodista fue subdirector del diario Los Andes y corresponsal de La Prensa.
El 24 de marzo de 1976, horas después del golpe de estado, fue secuestrado por el ejército. Pasó un año y medio en la cárcel. El autor se quejaba amargamente de que ni siquiera supo por qué había sido secuestrado y llevado a prisión.
“Creo nunca estaré seguro que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas”.
Os ofrezco hoy 2 microrrelatos suyos y, si os gustan, os invito a leer otros cuentos suyos que ya publiqué en su día: “Volver” y “Caballo en el salitral” (en una encuesta que hizo Alfaguara quedó como el decimotercer mejor cuento argentino del siglo XX).
Delito
Yo era un tenaz fumador. Una noche quedé dormido con un tabaco en la boca. Desperté con miedo de despertar. Parece que lo sabía: me había nacido un ala de murciélago. Con repugnancia, en la oscuridad busqué mi cuchillo mayor. Me la corté. Caída, a la luz del día, era una mujer morena y yo decía que la amaba. Me llevaron a prisión.
Rincones
Creo que era amor y, sin embargo, no perseveramos.
A los diez años de ese encuentro/desencuentro, me di de frente con ella al entrar a una oficina.
Hablamos. Yo me había casado, ella no, pero no insinuó que me culpara de su soltería.
Quiso defenderse de lo que ya había pasado, y dejó caer un cargo trivial:
–No te entendía, Pedro. Tu carácter tan complejo…
Dejó colgado el reproche caduco y se recompuso para confesar su propia debilidad:
–Bueno, si yo tampoco entiendo las cuestiones más simples.
Opiné que ella perseveraba en dañarse con su excesiva modestia. Lo aceptó, a su manera:
–No sé… Soy así. Siempre me encontrarás en los rincones…
Enseguida, esa mañana, nos dejamos ir.
Después, al descender de un autobús, otro autobús tronchó su cuerpo.
Lo supe por un diario de la tarde. Acudí con el pequeño cortejo de sorprendidos y dolientes que ella podía concitar.
Alguien había ejercido la piedad de componer, aunque toscamente, su faz muy malherida. Pero nadie tuvo la compasión de cubrir el óvalo de vidrio del ataúd, para que no nos detuviéramos ante el rostro mancillado.
Ya no era ella.
Ahora me deslizo por los rincones. Los rincones que poseen las casas que construyen los hombres y los rincones que tienen los espacios abiertos: calles, plazas, alamedas. La busco.
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