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domingo, 11 de diciembre de 2016

Cuento de Elvio E. Gandolfo: Vivir en la salina

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Cuento de Elvio E. Gandolfo, en las salinas
Cuento de Elvio E. Gandolfo, en las salinas
En 1999 la editorial Alfaguara hizo una encuesta entre escritores y críticos para que eligieran cuál era, en su opinión, el mejor cuento argentino del siglo XX. El cuento Esa mujer“, de Rodolfo Walsh, fue el más votado, superando a Borges y Cortázar, que no se quedaron muy atrás. “El Aleph”, de Borges, por ejemplo, quedó en segunda posición. Y este cuento de Elvio E. Gandolfo: Vivir en la salina, quedó en la decimocuarta posición. Es un cuento que las duras condiciones de trabajo que retrata me recuerda a los cuentos de Baldomero Lillo en los que retrata la mala vida de los mineros chilenos. Un ejemplo: “La compuerta número 12“.
No os perdáis el cuento de Gandolfo: os va a gustar.
Cuento de Elvio E. Gandolfo: Vivir en la salina
A Jorge Varlotta
I
Eran tres y me estaban pegando. Exigían saber dónde estaba Liliana, quién era yo, por qué había llegado a ese lugar donde no había trabajo y cuya única virtud era alejar cuanto antes a todo aquel que quisiera residir. Me pegaban con los puños y las rodillas, a veces apretaban en el puño un pañuelo para que el golpe fuese más fuerte y les doliera menos. Yo me defendía. Me acurrucaba contra la pared y esperaba que me llegase el impulso y me sacudía de pronto, me desprendía de ellos, les pegaba algunos golpes y volvía a acurrucarme. Porque eran tres. Al fin se cansaron y quedamos mirándonos los cuatro bajo la luz de mercurio. Me seguían preguntando dónde estaba Liliana y qué quería hacer yo en el lugar. Les contestaba siempre, invariablemente, que no sabía dónde estaba Liliana y que quería quedarme en el lugar, buscar trabajo y quedarme. Me decían que no entendían, que se habían cansado de pegarme, que no me tenían mayor bronca pero los familiares de Liliana necesitaban saber dónde había ido ella. Yo les contestaba que si querían ir a tomar algo y el más bajo quería volver a pegarme, pero el más alto le paraba el puño y me contestaba que sí, que podíamos, y los cuatro recogíamos los sacos y caminábamos por las calles en las que el viento removía siempre la sal, formaba nubes blancas y calientes que penetraban en los ojos y resecaban la piel.
Llegábamos a un bar chico y maloliente, pero que parecía el paraíso comparado con las calles y la sal. Pedíamos vino tinto y nos mirábamos entre los cuatro por primera vez, porque aquí al fin había luz y calma suficiente para hacerlo. Yo miraba al tipo bajito, con una cicatriz en la sien, al tipo alto, morocho, con dientes de caballo y saco a rayas grises, al tipo de bigotes, a quien le descubrí rasgos que me hicieron preguntarle si no era pariente de Liliana. Me decía que sí, que era hermano, y levantaba la copa y tomaba el vino negro.
El tipo alto me explicaba que no querían hacerme mal y que en realidad el padre de Liliana les había dado quinientos pesos a cada uno para que me detuvieran antes de llegar al hotel y me pegaran y me preguntaran dónde estaba Liliana y qué quería hacer yo en el lugar. Y me explicaban que habían hecho todo por tan poco dinero porque allí no había trabajo, y me volvían a preguntar qué quería yo realmente, porque no podía haber venido sólo a buscar trabajo, a enterrarme en un lugar en el que no había más que sal, sal hasta el desierto y sal hasta el mar, un mar blanco y salado, en el que era casi imposible bañarse porque los acantilados caían desde cincuenta metros y las olas se estrellaban contra las piedras con fuerza suficiente para destrozar un barco, con más razón un ser humano. Y volvíamos a pedir vino tinto, que parecía ser la única bebida que tenían en el bar.
Al fin nos íbamos. Nos sentíamos todos compañeros, medio mareados, volviendo a empujar contra el viento cargado de sal. Llegábamos al hotel y antes de que yo subiese el hermano de Liliana preguntaba cómo haríamos para que el viejo se dejara de insistir con lo mismo, porque los tres no querían perder los quinientos pesos de ninguna manera, preferían empezar a pegarme otra vez allí mismo, en todo caso hasta matarme, salvo que les diera una idea para librarse del viejo. Y uno de ellos decía que por qué no preparaba las valijas y me iba con el ómnibus que pasaba a la mañana, el único del día. Y yo le contestaba que en realidad no sabía muy bien por qué quería quedarme, que estaba empecinado. Y de pronto comenzaba a llover. Una lluvia blanca, cargada de sal. Los invitaba a subir a mi pieza y terminábamos entre los cuatro una botella de caña que llevaba en la valija, y al fin decidíamos decirle al padre de Liliana que yo nunca la había visto, que estaban seguros de eso, que lo más probable era que él se hubiese equivocado cuando la vio caminando con un hombre por una de las calles del pueblo, que el hombre era parecido a mí y se la había llevado.
Nos despedíamos en la puerta, abrazándonos y prometiéndonos ayudarnos mutuamente, porque era muy difícil soportar la soledad en este lugar lleno de sal.
II
Al fin conseguía trabajo en una de las salinas. Cargaba bloques de sal en un camión, cortaba bloques con una sierra un poco mocha y los cargaba. Me enteraba de que las salinas pertenecían al padre de Liliana, de que el capataz era su hermano, que a veces pasaba en una camioneta nueva, sin mirar a los costados, como si nunca nos hubiésemos conocido y como si no nos hubiéramos trompeado y tomado vino juntos. El sueldo era bajísimo pero yo pensaba que por algo se empezaba, y seguía cortando bloques de sal.
A veces había peleas. Dos hombres empezaban a cortar un bloque uno de cada lado y cuando llegaban a la mitad se encontraban de frente, cada uno con el serrucho en la mano derecha y medio bloque que le pertenecía. Se agarraban de las camisas, que parecían estar hechas de tela fuerte nada más que para eso: para no romperse cuando las agarraban de las solapas y eran revoleadas junto con su dueño, revolcadas por la sal, apedreadas con cascotes blancos, salados. A veces había muertos. En vez de agarrarse de la camisa, dos hombres se abalanzaban con los serruchos en alto, como hachas de carnicero, y rodaban levantando nubes blancas. Uno de ellos salía herido, a veces muerto. A veces los dos heridos, a veces los dos muertos, porque la salina estaba cerca de los acantilados y era fácil rodar hasta la orilla y estrellarse contra las piedras. Cuando uno de los dos moría sobre la sal, la sangre se derramaba tan roja que hacía mal a la vista, pero no pasaban más de dos minutos antes de que se fuera absorbiendo, tomando un color anaranjado, volviendo a ser una superficie de sal lisa, blanca.
Había una barraca grande junto a la salina. Vendían vino y yerba y galletas. Cobraban mucho, pero no se podía volver al pueblo hasta fin de semana. En el pueblo había tres mujeres y se formaban colas que daban vueltas a la manzana. A veces una de ellas estaba enferma y muchos se quedaban sin mujer. Entonces durante la semana había más peleas, más hombres muertos, más cuerpos estrellándose en los acantilados o mojando la sal con su sangre.
III
Había dejado de vivir en el hotel. Había llevado la valija a la barraca y en la primera noche me robaron todo menos la bolsa de dormir. Con la plata que me quedaba había comprado una sevillana grande, con incrustaciones de nácar. La usé sólo en la primera semana, cuando llegamos juntos a la mitad del bloque con un tipo de cara cuadrada que llevaba un gorro de lana rojo y azul puesto al descuido. Se abalanzó con el serrucho. Yo tiré el mío a un lado y le clavé el pie sobre el bloque con la sevillana. El tipo gritaba y saltaba hacia atrás y a partir de ahí me respetaron un poco, sobre todo porque a veces la usaba para cazar cormoranes. Iba a la playa y me quedaba de espaldas, tirado sobre la sal y quemado por el sol, hasta que una bandada de cormoranes se cercaba, me veían inmóvil, se acercaban más y yo saltaba y descabezaba a uno, a veces dos pájaros.
El hombre alto manejaba uno de los camiones y a veces tomábamos algo juntos. Me volvía a preguntar varias veces por Liliana. Me aclaraba que ya no tenía nada que ver con el viejo y que además había gastado los quinientos pesos. Yo le decía que no había pasado nada, que nos habíamos visto con Liliana en la puerta del hotel y que yo le pregunté el nombre y la acompañé dos cuadras, que era cuando nos había visto el viejo, y que mientras caminábamos ella me había preguntado si sería posible salir de este lugar y yo le había contestado que sí, que así como yo había venido a enterrarme sin mayores razones, ella podía irse, sobre todo teniendo dinero, porque mientras caminábamos me había dicho que el padre era propietario de las salinas. Y que eso era todo, no había más nada, no me había acostado con Liliana, no le había aconsejado irse. Le había servido de espejo y ella se había ido.
El tipo alto se extrañaba. Decía que no me entendía y se quedaba un rato callado. Después hablábamos de las tres mujeres del pueblo y de las características de cada una: la morocha que gemía, la rubia que mordía, la pelirroja que era más fría que una tabla.
IV
Era raro pero nunca moría un capataz. Eran cuatro y se pasaban el día gritando. Sin embargo nadie los odiaba. Eran tan lisos e imperturbables que con el tiempo uno llegaba a sentir cierta pena por ellos. En todos los obreros existía una u otra posibililidad, aunque sólo fuese imaginaria, de irse alguna vez. Los capataces eran inimaginables fuera de la salina. No podía existir otro lugar en el mundo donde pudiesen acomodar sus caras cuadradas y sus bocas que no sabían hablar, sólo gritar, tanto que cuando se retiraban a comer a la barraca de capataces se oía cómo pedían a gritos que les pasaran la sal o el aceite, y cuando iban a una de las tres mujeres del pueblo —tenían primacía y siempre que llegaba un capataz no tenía por qué hacer cola: se adelantaba y entraba—, se oían los gritos de placer o de furia a dos cuadras a la redonda. Razón por la cual había una especie de decisión de aguantar a los capataces, de resistir hasta que ya no fuese posible otra solución que matarlos.
Una de las conversaciones preferidas en nuestra barraca era si algún día se acabaría la sal. Soñábamos con serruchar un bloque en el que apareciera de pronto tierra, pasto, algún gusano. Pero los tipos más viejos, los pocos que habían resistido la salina durante diez o quince años, meneaban la cabeza en silencio y decían que para ver tierra había que irse, salvo que considerásemos tierra las piedras azules de los acantilados.
A veces se rompía un camión y los bloques de sal se acumulaban. Entonces, cuando llegaba, todos trabajaban en la carga, y era costumbre comenzar a llevar un ritmo de gritos cortos y profundos, al compás de los movimientos, porque todo se hacía más fácil. Levantábamos un bloque y gritábamos hacia arriba, lo pasábamos al siguiente peón, que gritaba un poco más alto, y así hasta que el bloque llegaba al camión y el grito se venía a pique. La clave estaba en lograr un solo grito mecánico, pero a la vez movido, que hacía que uno se olvidara de pensar y del cansancio. Por supuesto, el que más lograba ordenar el ritmo era un negro de unos dos metros, al que los capataces ponían en la punta de la fila, junto a la pila de bloques de sal.
El negro se reía con una dentadura enorme y blanca. Sin embargo se volvió loco. Lo encontraron en la barraca gritando “mamboré mamboré” sin parar y tuvieron que dejarlo de lado, con lo cual cargar los camiones se hizo más difícil, porque nadie volvió a pegar con el ritmo como lo hacía el negro.
A veces llovía. La sal se volvía pegajosa. El aire también. Era como si el mar hubiera pasado al fin por encima de los acantilados y se estuviera volcando sobre la salina. Nunca llovía con lentitud o calma. Siempre a cántaros, ahogando, mojando hasta el tuétano. Lo peor era cuando llovía en el día en que íbamos al pueblo. Las colas para las tres mujeres permanecían inconmovibles y era como ver un enorme grupo escultórico de centenares de personas, igualadas por un color gris blancuzco y una misma base de barro salino.
V
Había necesidad de creer en algo, tener un objeto en el que concentrar los pedidos, las aspiraciones que todos teníamos. Uno de nosotros hizo una tosca muñeca de sal y le cavó un agujero en el acantilado. Todos le llevábamos algo, aunque más no fuera un pedazo de sal distinto de los demás, con una veta azulada o rojiza. Pero cuando volvió a llover la estatua se deshizo y no volvimos a tallarla.
Después creíamos en los premios. Al que cortaba una cantidad exagerada de bloques le era permitido pasar una semana en el pueblo y a veces recibir el pago suficiente como para irse. Pero nadie llegaba al cupo requerido y los días pasaban sin que viésemos alguna vez partir a alguno de nosotros en esa feliz aventura.
A los tres meses comencé a sentirme mal. Me parecía que la sal había penetrado en mis pulmones y los estaba quemando. A la vez, así como había intuido antes que tenía que ir a aquel lugar aunque fuera el más apestoso del mundo, quizá sólo para estar en la puerta del hotel cuando pasara Liliana, intuía ahora que aún no podía irme, que no era el tiempo exacto y que apenas llegara sentiría que así tenía que ser y buscaría los medios necesarios.
Mientras tanto al hombre alto se le enfermó un ojo. Se le cubrió de venitas violetas y endurecidas, hasta que casi no pudo abrirlo. Lo empezamos a llamar El Pirata, porque desde lejos la retícula de venitas parecía un parche negro. Al principio se enojaba y llegó a matar a uno de los primeros que le dieron el apodo, pero después parecía encontrar un oscuro placer en el sobrenombre, e incluso cuando llegaba medio borracho a la barraca gritaba en voz alta: “¡Llegó el Pirata!” y se derrumbaba sobre el catre.
A los cuatro meses de mi llegada el padre de Liliana visitó la salina. Llegó en un auto azul muy brillante, protegido con tejido de alambre en los vidrios, para guardarlos de las piedras del camino y la corrosión de la sal. Iba a inaugurar una nueva barraca, para un contingente de chilenos que acababa de llegar. Detrás del auto venían varios camiones con tablas y chapas y tejas. Construir una barraca fue un trabajo extra y eso nos hizo odiar a los nuevos desde ese día hasta el momento en que se integraron al trabajo con tanta perfección que uno nunca sabía cuándo estaba hablando con un salinero viejo o uno nuevo. Habían serruchado bloques, luchado con los serruchos, hasta caído por el acantilado. Se habían integrado.
El padre de Liliana no estuvo más de veinte minutos. Me llamaba aparte, junto a una barraca, y me preguntaba prácticamente lo mismo que los cuatro tipos me habían preguntado hacía cuatro meses, aunque sin pegarme. Yo le volvía a repetir la misma respuesta. Ella se había ido con alguien parecido a mí. El miraba con fijeza el horizonte que formaban los acantilados y movía la cabeza afirmativamente, una y otra vez. Subía al auto. Se perdía como una mancha fugaz y azul sobre el camino.
VI
Uno de nosotros conseguía una radio. Una radio a pilas, porque en la barraca no había corriente eléctrica. La pila podía durar entre uno y cinco meses, según cómo la usáramos, porque en el pueblo no había respuestos. Fijábamos una hora determinada a la noche y la encendíamos. Oíamos la sal cayendo como una lluvia fina sobre los techos de la barraca, entremezclando su sonido con el de la radio, en la que sonaba siempre el mismo programa, una serie de canciones folklóricas. Oíamos cómo caía la sal porque hacíamos un silencio religioso, como si de pronto nos hubiésemos muerto todos y lo único vivo fuera la radio.
Un día la pila se agotaba. Uno solo de nosotros, para hacer poco ruido, daba vuelta la radio, la giraba con un cuidado infinito, moviéndola un milímetro, dos. El volumen aumentaba un poco a veces, pero después se iba perdiendo. Por fin se detuvo y dejó de sonar. La descuidamos. Se fue oxidando, corroída por la sal, sobre una de las ventanas que daban al sur.
VII
Se sucedían las semanas y yo no partía. A veces me preguntaba si no iría a quedarme toda la vida en la salina. Acostumbraba recordar la ciudad anterior, el mar azul y playo, donde era posible bañarse, la variedad infinita de mujeres que podían verse en la calle, en las plazas, en los trolebuses. Cuando hacía seis meses que estaba en la salina, comencé a soñar. Nunca sabía cuál era un sueño basado en cosas reales, incluso cuándo no era más que un recuerdo, una imagen enterrada en mi memoria, y cuándo se trataba de algo nuevo, completamente imaginado, nunca visto. En los sueños nunca pasaba nada. No eran más que un punto de vista paseándose. Una noche, cuando acabábamos de acostarnos, conté uno y todos escucharon. Después seguí. Eran muy parecidos. Se trataba siempre de paisajes cuya única característica en común era la de ser completamente opuestos a lo que era la salina. Llegó a existir una especie de fichero. Me pedían que contara el sueño del trigo o el de la rambla al amanecer. Creo que este último era el que más me pedían.
—Bueno —les decía—. No sé bien si me sucedió o no, pero yo me despertaba muy temprano, a las cinco de la mañana, e iba por las calles frescas y llenas de color, sobre todo verdes, a las cinco de la mañana. Y pasaba por una plaza en la que había una estatua de un militar sobre un caballo, y seguía bajando hacia la rambla. El mar era enorme y liso, estaba amaneciendo y el sol cubría todo con una especie de algodón anaranjado. Lo más raro era que no había ruidos. Se veían pasar ómnibus muy lejanos y silenciosos, pequeños, realmente como en un sueño.
Los demás se reían porque realmente era un sueño, pero yo les explicaba que no, que estaba seguro que se trataba de un recuerdo.
VIII
Hubo una leve diferencia de temperatura. A veces sudábamos después de cortar diez bloques, cosa que no nos había sucedido antes. Comenzamos a hartarnos de los capataces. Curiosamente, lo que más nos molestaba no era la forma que tenían de tratarnos, sino las ocasiones en que querían caer simpáticos. Sobre todo los chistes eran insoportables. Y los repetían una y otra vez, día tras día, sin inmutarse. A veces eran de la clase de chistes con preguntas: “¿En qué se parecen un elefante y la punta de una aguja? ¿En qué se diferencian una mujer agachada y un hombre parado?”. Nos sabíamos las respuestas de memoria pero teníamos que disimular porque si contestábamos lo correcto se enojaban, y nos hacían trabajar durante más horas. Otro de los chistes insufribles era el que repetían durante el almuerzo. Se cruzaban expresamente desde la barraca que les pertenecía, para preguntarnos si la comida estaba desabrida. “Porque sal es lo que sobra. ¡Jajajaja!”, y se volvían.
Entre los que cortábamos bloques habíamos llegado a entendernos bastante con la mirada. Un día miramos a los dos capataces que estaban haciéndole un chiste al Pirata, echamos los cuatro serruchos hacia atrás y los liquidamos. Antes de que llegase otro capataz, tiramos los pedazos por el acantilado. Cuando llegó, le dijimos que se habían peleado y rodado hasta el borde.
Fue una buena medida. Dejaron de hacer chistes por un mes.
IX
Cumplí dos años en la salina. La quemazón de los pulmones se me había olvidado. Me resultaba casi placentera. Como cuando uno se acostumbra a fumar aunque sepa que se está arruinando el organismo.
Habían muerto dos de las mujeres y ahora no había más que tres pelirrojas, a cual más desabrida e inútil. A veces uno de nosotros preguntaba en voz alta para qué mierda cortábamos sal, y se imaginaba la sal cayendo sobre carne asada, sobre ensaladas de tomate, sobre pollos al horno.
Una tarde de primavera se escaparon tres de nosotros. Comenzaron a correr por la carretera y no los vimos más. Pero no podíamos creer que fuera tan fácil. Todos imaginábamos juntar el dinero suficiente e irnos en ómnibus. A los dos o tres días ya estábamos absolutamente seguros de que los tres se habían muerto de hambre y sed, aunque no tuviésemos ninguna prueba.
Una de las mujeres se enfermó y diezmó el campamento. Hubo un ataque de misoginia general. Quisimos lincharla a ella y a las dos restantes, pero las cosas no llegaron a mayores. Durante dos semanas las colas fueron mucho más cortas.
A la noche discutíamos sobre las mujeres. Yo les decía que recordaba vagamente que podían ser suaves, acompañarlo a uno de noche, inclusive conversar. Pero que eso pasaba en otro mundo, el mismo mundo de la rambla y los ómnibus silenciosos, y por lo tanto era lo mismo que si pasara en un sueño, porque estaba seguro de que si una de esas mujeres suaves venía a vivir a la salina, se haría tan dura e insensible como las tres pelirrojas del pueblo.
X
Cuando pasaron cuatro años desde el día que Liliana se había ido y tres tipos me habían pegado inútilmente y habían tomado vino conmigo, me pregunté si alguna vez me iría, esta vez con seriedad. Es decir: ¿mi permanencia estaba dada por ese reloj interno al que siempre obedecía, o se trataba sólo de obstinación, de costumbre? Sabía muy bien que todo valor era relativo, que podía volver al mar suave, a las mujeres variadas, pero que eso no bastaba para hacerme sentir mejor. Que probablemente allí recordara las salinas y le contara a algún amigo o alguna mujer cómo caía la sangre rojísima y cómo se volvía anaranjada y luego blanca, y que no estaba seguro de si había sido realidad o sueño, porque había pasado en un lugar que era como otro mundo. Hice esfuerzos por sentirme incómodo, fracasado, y no pude. Estaba fumando en la puerta de la barraca y hacía caer la ceniza en la caparazón vacía de la radio a transistores.
La barraca de yerba cambió de dueño. Trajo algunas cosas más. Un tocadiscos, sólo con música folklórica, que contaba con seis long-plays, o sea setenta y dos piezas distintas. Y un espejo. Eso fue lo peor. Nos desequilibró a todos. Yo mismo me quedé mudo y helado cuando vi mi rostro flaquísimo, tan curtido que parecía piedra, y las costillas destacándose entre la camisa. Durante una semana se habló mucho menos en la salina. Sólo se oían las voces incansables de los capataces. Nos llevaba tiempo volver a acostumbrarnos a nosotros mismos. Una noche una sombra se movió entre la barraca de los salineros y la de la yerba y el espejo amaneció roto.
XI
Fueron y vinieron peones. Pasó el tiempo. A veces se reúnen en la barraca y sueñan con encontrar tierra, algún gusano. Pero El Pirata y yo movemos la cabeza. Hemos aguantado más de quince años de salina y sabemos que no hay más que sal para arriba y para abajo, desde el desierto hasta el mar.
Montevideo, enero de 1970

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