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domingo, 11 de diciembre de 2016

Cuento de terror de John Collier: El cazador (o Una pócima para el amor)

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Cuento de terror, John Collier, el cazador
El autor del cuento “El cazador” es John Collier, quien nació el 3 de mayo de 1901 en Londres y falleció el 6 de abril de 1980 en Los Ángeles. En 1935 dejó Inglaterra y se instaló en Hollywood, donde trabajó como guionista para el cine y la televisión. Sus padres fueron John George y Emely Mary. Su única hermana se llamaba Kathleen. El padre fue uno de 17 hermanos. No estudió por escasez de recursos. Fue llavero o portero. Vivió en la pobreza junto a su familia. De esta forma sus hijos John y Kathleen fueron instruidos en casa por su tío Vincent Collier, un desconocido escritor aficionado que le contagió al pequeño John el gusto por la lectura. Empezó a leer a los tres años los cuentos de Hans Christian Andersen. Más tarde a Jonathan Swift, considerado por él como uno de sus referentes. “El Paraíso perdido” le dejó una honda huella de influencia. “Quiero ser poeta” le dijo John a su padre a  los 18 años. Desde entonces vivió diez años a pan y agua, con dos libras a la semana. Fue corresponsal literario de un diario japonés. Nunca fue a la universidad y vagabundeaba en los cafés y exposiciones. En 1936 se casó casi en secreto con la actriz Shirley Palmer. Resultó un fracaso. Pronto se divorciaron y en 1945 Collier se casó con Margaret Elizabeth Eke. Estuvieron juntos diez años. En 1955 se divorciaron y John contrajo nupcias con Harriet Hess Collier. Con ella tuvo un hijo, John G. S. Collier, nacido en Niza, el 18  de mayo de 1958.
A comienzos de 1920, John Collier escribe poesía. No tiene mucho éxito y tampoco reconoce que no es un buen poeta. Sin embargo insiste, y simultáneamente comienza a escribir cuentos, relatos, pequeñas historias de ficción para ofrecer a revistas literarias El reconocimiento viene en 1930 con “His Monkey Wife”. Con este cuento logra una cierta popularidad que le ayuda a colocar sus cuentos breves en más diarios y revistas. Un mérito: atreverse porque sus primeros libros justamente aparecen cuando Estados Unidos cae en la gran Depresión económica 1929-1930.
Sus cuentos pueden, claramente, considerarse como fantasías, pero un tipo de fantasía sui generis o especial. Su rasgo distintivo es, sin duda, el ingenio, la agudeza de los diálogos, hechos para leer entre líneas. A esto suma ironía y un tono obscuro en trama y personajes. En “El cazador” el viejo que vende las pócimas, más allá de su tono simpático, es un personaje siniestro, un poco sórdido, que vende un elixir que mata sin dejar huellas para los médicos forenses. Sus cuentos, por lo mismo, resultan memorables y muy difícil de no retener. El lector jamás podrá olvidar “la historia acerca de unas personas que vivían ocultas en una tienda de abarrotes (Evening Primorose) o la historia en la cual un hombre desviado les advierte a unas hermosas mujeres: “Aquí yo estoy nuevamente bajo la piel de un tigre” (Bottle Party).
Algunos de sus relatos sirvieron de base para episodios de las series “Alfred Hitchcock presenta” y “La dimensión desconocida”. “The Chaser” fue adaptado como un radio drama para la serie televisiva de los años 60 The Twilight Zone por Dennis Etchison, y la actuación estelar de Stephen Tobolowsky y John McIntire.
Su biógrafa Betty Richardson escribió lo siguiente sobre el escritor británico: “Su talento es tan obvio que es comparado con autores como S. J. Peralman, Anatole France, Sax Rohmer, James Branch Cabell y el propio H. H. Munro (Saki).
En 1940 apareció en The New Yorker el cuento “The Charser”, notable por su construcción y las distintas lecturas que fluyen de sus líneas. Es un cuento breve sobre un joven que sale en busca de una pócima secreta para enamorar a una mujer, idealizada por él, que se llama Diana y que no es más  que una conocida prostituta en los barrios bajos de Londres. Para muchos el cuento es un parodia, una ironía, para otros un cuento de terror. ¿Cómo es que Alan siendo un joven apuesto necesita una poción mágica para llevarla a la cama y hacerla suya?, es lo que muchos críticios se han preguntado repecto de esta trama de Collier.
El título del cuento en español es “El cazador”; también se le conoce como “El charlatán”, “El perseguidor”, y “Una pócima para el amor”. Por último, dejamos constancia de dos detalles curiosos: Existe una cuarta versión (o traducción) titulada como “El aperitivo” y que con algunas variables en el texto, se habría incluido en alguna edición del libro de Collier “Fiesta en una botella”. El texto es casi idéntico; sólo el título disiente.
El otro rasgo que llama mucho la atención es el final del cuento. En una versión termina con la frase : -Hasta la vista, respondió el viejo, y en otra –Au revoir, dijo el anciano. Sin embargo, también circula una traducción donde el final es completamente distinto al original. Después de –Au revoir, dijo el anciano, sigue lo siguiente:
-“A la semana siguiente, Alan regresa al consultorio del brujo, pálido, desesperado y con una cara que daba lástima, el brujo lo mira y le pregunta:
-¿Viene por el detergente de personas, míster Alan?
-No, no lo ocupé, brujo estúpido, yo la maté con mis propias manos. La policía me anda buscando, y hoy he venido a cobrármelas contigo. Querías pasarte de astuto conmigo, ¿no es así? ¡Bien sabías que lo que iba a suceder!, pero una cosa sí te digo… ¡esto no se va a quedar así porque si caigo yo, caemos todos!”.
La profesora Paola de Negris cree que esta segundo final no es más que una extensión falsa del cuento original, escrito por algún chistoso que se ha querido pasar de vivo y que lo ha colgado, impúdicamente, en las redes sociales.
Moraleja: Si navega por Internet, póngase una coraza y agudice el ingenio para poder separar la paja del trigo.
Por Ernesto Bustos Garrido
Cuento de terror, John Collier
 Cuento de terror, John Collier

Cuento de John Collier: El cazador (o Una pócima para el amor)

Alan Austen, nervioso como un gato, subió cierta oscura y crujiente escalera en las inmediaciones de Pell Street y escudriñó un momento en el sombrío rellano, antes de localizar el nombre que buscaba, escrito confusamente sobre una de las puertas.
Empujó esa puerta, como se le había indicado, y se encontró en una pequeña estancia, en la que no había más mobiliario que una sencilla mesa de cocina, una mecedora y una silla corriente. En una de las sucias paredes color gris había un par de anaqueles que contenía en total, quizás, una docena de botellas y tarros.
Un hombre viejo estaba sentado en la mecedora, leyendo un periódico. Alan, sin palabras, le entregó la tarjeta que le habían dado.
—Siéntese, señor Austen —indicó el viejo con gran cortesía—. Tengo mucho gusto en conocerlo.
—¿Es verdad que posee usted cierta mixtura de… hum… unos efectos muy extraordinarios?
—Mi querido señor —contestó el anciano—, mis existencias de ese género no son muy amplias, pero no dejan de ser variadas. No trabajo compuestos comunes… Creo que nada de lo que vendo tiene efectos que puedan ser descritos, precisamente, como corrientes.
—Bien, el hecho es… —empezó Alan.
—Por ejemplo —le interrumpió el viejo, tomando una botella del anaquel—, aquí está un líquido incoloro como el agua, casi insípido, completamente imperceptible si se disuelve en café, vino o cualquier otra bebida. Pasaría también totalmente inadvertido en cualquier método usual de autopsia.
—¿Quiere decir que se trata de un veneno? —exclamó Alan horrorizado.
—Llámelo detergente, si le place —continuó el viejo con indiferencia—. Quizá sirva para limpiar guantes. Jamás lo he intentado. Se podría llamar detergente de vidas. Las vidas necesitan limpieza a veces.
—No deseo nada de esa clase —precisó Alan.
—Probablemente algo parecido —manifestó el anciano—. ¿Sabe el precio? Por una cucharadita de té, que es suficiente, pido cinco mil dólares. Nunca menos. Ni un centavo menos.
—Espero que no todos sus productos sean tan caros —dijo Alan, aprensivamente.
—¡Oh, no! —exclamó el viejo—. No sería justo poner ese precio a una poción de amor, por ejemplo. Los jóvenes que necesitan una poción de amor, muy raramente tienen cinco mil dólares. De otro modo no la necesitarían.
—Me complace oír eso —dijo Alan.
—Mi opinión es ésta —explicó el viejo—; complazca a un cliente con un artículo y volverá cada vez que necesite otro. Aunque sea más costoso. Ahorrará para ello, si es preciso.
—¿De manera que vende realmente pociones de amor? —preguntó Alan.
—Si no vendiese pociones de amor —afirmó el anciano, tomando otro frasco—, no le habría mencionado el otro asunto. Únicamente cuando se tiene oportunidad de prestar un servicio, se puede ser tan confidencial.
—Y esas pociones —continuó— no son precisamente… hum…
—En absoluto —exclamó el viejo—. Sus efectos son permanentes y se prolongan mucho mas allá del mero impulso casual. Pero lo incluyen. ¡Ya lo creo que lo incluyen! Generosa, insistentemente, eternamente.
—¡Dios mío! —murmuró Alan, que intentó dar otro matiz a sus palabras—. ¡Qué interesante!
—Además, considere el aspecto espiritual —prosiguió el viejo.
—No dejo de hacerlo —aseguró Alan.
—A la indiferencia —explicó el anciano— sustituye la devoción. Al desdén, la adoración. Dé una pequeña cantidad de esto a una muchacha. El sabor es imperceptible en zumo de naranja, sopa o cócteles. Y, por alegre e inconstante que sea, cambiará por completo. No deseará nada más que la soledad y a usted.
—Apenas puedo creerlo —admitió Alan—. Es tan aficionada a las reuniones…
—Ya no le agradarán más —aseguró el viejo—. Sentirá temor de las muchachas bonitas que pueda conocer.
—¿Tendrá verdaderos celos? —saltó Alan en un rapto de entusiasmo—. ¿De mí?
—Sí, deseará ser todo para usted.
—Ya lo es. Pero eso no le preocupa.
—Lo hará cuando tome esto. Se preocupará intensamente. Usted será su único interés en la vida.
—¡Maravilloso! —gritó Alan.
—Deseará saber todo lo que haga —continuó el viejo—. Todo cuanto le ha sucedido durante el día. Cada palabra. Querrá conocer lo que está pensando, por qué sonríe súbitamente, por qué parece triste.
—¡Eso es amor! —gritó Alan.
—Sí —asintió el anciano—. ¡Con qué cariño le cuidará! Nunca permitirá que se fatigue, que se siente en una corriente de aire, que descuide su alimentación. Si se retrasa usted una hora, estará aterrada. Pensará que le han matado o que alguna sirena le ha atrapado.
—¡Apenas puedo imaginar a Diana así! —exclamó Alan, abrumado de alegría.
—No tendrá usted que emplear su imaginación —aseguró el anciano—. Y, a propósito, ya que siempre existen sirenas, si por cualquier casualidad usted necesitara más tarde una pequeña escapada, no necesita preocuparse… Ella terminará por perdonarle. Por supuesto, quedará terriblemente afectada, pero al final le perdonará.
—Eso no sucederá —afirmó Alan fervientemente.
—Desde luego que no —dijo el viejo—. No obstante, si sucediese, no necesita preocuparse. Jamás se divorciará de usted. Y, naturalmente, nunca le dará el menor, el más pequeño motivo de… disgusto.
—¿Y cuánto vale esa maravillosa mixtura? —preguntó Alan.
—No es tan cara —informó el viejo—, como el detergente de vidas, como a veces lo llamo. No. Ese vale cinco mil dólares, ni un centavo menos. Hay que ser más viejo que usted para permitirse ese lujo. Hace falta ahorrar para ello.
—Pero ¿y la poción de amor? —imploró Alan.
—¡Oh! —exclamó el viejo abriendo un cajón de la mesa de cocina para sacar un frasquito, de aspecto más bien sucio—. Esto vale sólo un dólar.
—No puedo expresarle mi reconocimiento —afirmó Alan, observando cómo lo llenaba.
—Me agrada prestar un servicio —explicó el anciano—. Los clientes vuelven más tarde cuando están mejor situados en la vida y desean cosas más caras. Aquí lo tiene. Lo encontrará muy efectivo.
—Gracias de nuevo —dijo Alan—. Adiós.
—Hasta la vista —respondió el viejo.
 1940
https://youtu.be/PAjb-gi5sfg

Ernesto Bustos GarridoErnesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios, Pontificia Universidad Católica de Chile y Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, funda-mentalmente en La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta y setenta fue Secretario de Prensa de la Presidencia de Eduardo Frei Montalva, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta transformarse en escritor.

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