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miércoles, 24 de diciembre de 2014

Navidad sin ambiente [Cuento. Texto completo.] Miguel Delibes

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Navidad sin ambiente[Cuento. Texto completo.]Miguel Delibes
-Ella nunca ponía el Niño de esa manera -dijo Chelo al sentarse a la mesa.
-Es lo mismo; cámbialo. Ni me di cuenta.
Cati se pasó delicadamente las manos por las mejillas sofocadas.
-Sentaos -dijo.
Raúl y Tomás hablaban junto a la chimenea.
Dijo Chelo:
-Mujer, es lo mismo. El caso es que el Niño presida, ¿no?
La silla crujió al sentarse Raúl, a la cabecera. Elvi rió al otro extremo.
-Deberías comer con más cuidado -dijo-. Yo no sé dónde vas a llegar.
Dijo Frutos:
-¿Por qué no habéis prendido lumbre como otros años?
A Cati le temblaba un poco la voz:
-Pensé que no hacía frío -levantó sus flacos hombros como disculpándose-. No sé...
-Bendice -dijo Toña.
La voz de Raúl, a la cabecera, tenía un volumen hinchado y creciente, como el retumbo de un trueno:
-Me pesé el jueves y he adelgazado, ya ves. Pásame el vino, Chelo, haz el favor.
Dijo Cati:
-Si queréis, prendo. Todavía estamos a tiempo.
Hubo una negativa general; una ruidosa, alborotada negativa.
-¿No bendices? -preguntó Toña.
Agregó Frutos:
-Yo, lo único por el ambiente; frío no hace.
Cati humilló ligeramente la cabeza y murmuró:
-Señor, da pan a los que tienen hambre y hambre a los que tienen pan.
Al concluir se santiguó.
Dijo Elvi:
-¡Qué bendición más original, chica! Ella nunca bendecía así.
Rodrigo miró furtivamente a su izquierda, hacia Cati:
-Se me hace raro no verla aquí, a mi lado, como otros años.
Tomás, Raúl y Frutos hablaban de las ventajas del «Seat 600» para aparcar en las grandes ciudades. Dijo Raúl:
-En carretera fatiga. Es ideal para la ciudad.
Chelo tenía los ojos húmedos cuando dijo:
-¿Os acordáis del año pasado? Ella lo presentía. Dijo: «Quién sabe si será la última Navidad que pasamos juntos.» ¿No os acordáis?
Hubo un silencio estremecido, quebrado por el repique de los cubiertos contra la loza. Raúl estalló:
-Llevaba veinte años diciendo lo mismo. Alguna vez tenía que ser. Es la vida, ¿no?
Cati carraspeó:
-Esa bendición se la oí un día al padre Martín. Es sobria y bonita. Me gustó.
Tomás levantó la voz:
-A mí, como no me gusta correr, tanto me da un coche grande como uno pequeño.
Elvi fruncía su naricita respingona cada vez que se disponía a hablar. Dijo:
-Raúl tiene pan, pero haría mejor pidiéndole a Dios que no le diese hambre. Si no, yo no sé dónde va a llegar.
Elena  pasaba   las   fuentes  alrededor  de  la  mesa. Y cuando Elvi habló, unió su risa espontánea a la de los demás.
-No, gracias, hija; no quiero más -dijo Frutos con un breve gesto de la mano. Rodrigo denegó también. Dijo luego:
-Ella ponía la lombarda de otra manera. No sé exactamente lo que es, pero era una cosa diferente.
Raúl se volvió a Tomás:
-Pero, bueno ¿quieres decirme qué kilómetros haces tú?
Dijo Frutos:
-Con la chimenea apagada no me parece Nochebuena, la verdad.
Toña saltó:
-No es la chimenea.
Cati se inclinó hacia Rodrigo:
-Está rehogada con un poco de ajo, exactamente como ella lo hacía.
Elvi arrugó su naricilla:
-Sigo pensando en esa bendición tuya, tan original, Cati. Creo que no está bien. Para arreglar ese asunto entre los que tienen hambre y los que no tienen hambre, me parece que no es necesario molestar a Dios. Sería más sencillo decirles a los que tienen pan y no tienen hambre, que les den el pan que les sobra a los que tienen hambre y no tienen pan. De esa manera, todos contentos, ¿no os parece?
Tomás se soliviantó un poco:
-Haga los kilómetros que haga. Yo no tengo necesidad de correr y en carretera tanto me da un «Seiscientos» como un «Mercedes»; es lo que tengo que decir.
-A mí no me parece Nochebuena -dijo Frutos después de observar atentamente la habitación-. Aquí falta algo.
Chelo amusgó los ojos y miró hacia Cati:
-Cati, mona -dijo- si te miro así con los ojos medio cerrados, como vas de negro, todavía me parece que está ella -se inclinó hacia Raúl-. Raúl -añadió-, cierra los ojos un poco, así, y mira para Cati. ¿No es verdad que te recuerda a ella?
Cati hizo un esfuerzo para tragar. Toña hizo un esfuerzo para tragar. Raúl hizo un esfuerzo para tragar. Finalmente, entrecerró los ojos y dijo:
-Sí, puede que se le dé un aire.
Rodrigo se dirigió a Frutos, cruzando la conversación:
-No te pongas pelma con el ambiente. No es el ambiente. Es la lombarda; y el besugo también. Este año tienen otro gusto.
Frutos enarcó las cejas.
-Lo que sea no lo sé. Pero a mí no me parece que hoy sea Nochebuena.
Cati descarnaba el alón del pavo nerviosamente, con increíble destreza. Luego se lo llevaba a la boca con el tenedor en porciones minúsculas.
Dijo Raúl:
-Pásame el vino, Chelo, anda.
Chelo le pasó la botella. Inmediatamente se incorporó y, sin decir nada, colocó al Niño en ángulo recto con el largo de la mesa, encarando a Cati. Inquirió:
-¿Y así?
Dijo Elvi:
-No os molestéis. Es la bendición tan rara de Cati la que lo ha echado todo a perder.
Toña gritó:
-¡No es la bendición!
-Bueno, no os pongáis así. Lo que hay que hacer es beber un poco -dijo Raúl-. El ambiente va por dentro.
Y repartió vino en los vasos de alrededor.
Frutos se puso en pie y sacó del bolsillo una caja de fósforos:
-Aguarda un momento -dijo-. ¿Tenéis un papel? -se dirigió a la chimenea.
Chelo le dijo a Toña:
-Toña, por favor, cierra un poco los ojos, así, y mira para Cati.
-Déjame -dijo Toña.
Las llamas caracoleaban en el hogar. Frutos se incorporó con una mano en los riñones. Voceó mirando al fuego:
-Esto es otra cosa, ¿no?
Añadió Chelo:
-Yo no sé si es por el luto o que...
Frutos reculaba sin cesar de mirar a la lumbre:
-¿Qué? ¿Hay ambiente ahora o no hay ambiente?
Hubo un silencio prolongado, Rodrigo lo rompió al fin. Le dijo a Cati:
-¿Pusiste manzanas en el pavo?
-Sí, claro.
Rodrigo encogió los hombros imperceptiblemente. Frutos apartó su silla y se sentó de nuevo. Continuaba mirando al fuego. Toña le dijo irritada:
-No te molestes más; no es el fuego.
Elvi frunció su naricita:
-Cati -dijo-, si probaras a bendecir de otra manera, a lo mejor...
Se oyó un ronco sollozo. Raúl dejó el vaso de golpe, sobre la mesa.
-¡Lo que faltaba! -dijo-. ¿Pues no está llorando la boba esta ahora? Cati, mujer, ¿puede saberse qué es lo que te pasa?
FIN

miércoles, 17 de diciembre de 2014

La búsqueda de la dignidad [Cuento. Texto completo.] Clarice Lispector

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La búsqueda de la dignidad
[Cuento. Texto completo.]Clarice Lispector
La señora de Jorge B. Xavier simplemente no sabía decir cómo había entrado. Por la puerta principal no fue. Le parecía que vagamente soñadora había entrado por una especie de estrecha abertura en medio de los escombros de la construcción en obras, como si hubiera entrado de soslayo por un agujero hecho solo para ella. El hecho es que cuando se dio cuenta, ya estaba adentro.
Y cuando se dio cuenta, advirtió que estaba muy, muy adentro. Caminaba interminablemente por los subterráneos del estadio de Maracaná, o por lo menos le parecían cavernas estrechas que daban a salas cerradas y, cuando se abrían, las salas solo tenían una ventana que daba al estadio. Este, a aquella hora oscuramente despierto, reverberaba al extremo sol de un calor inusitado para aquel día de pleno invierno.
Entonces siguió por un corredor sombrío. Este la llevó igualmente a otro más sombrío. Le pareció que el techo de los subterráneos era bajo.
Y he aquí que este corredor la llevó a otro que la llevó a su vez a otro.
Dobló el corredor desierto. Y entonces cayó en otra esquina. Que la llevó a otro corredor que desembocó en otra esquina.
Entonces continuó automáticamente entrando en corredores que siempre daban a otros corredores. ¿Dónde estaría la sala principal? Pues con esta encontraría a las personas con quienes fijara la cita. La conferencia quizás ya habría comenzado. Iba a perderla, justamente ella que se esforzaba en no perder nada de cultural porque así se mantenía joven por dentro, ya que por fuera nadie adivinaba que tenía casi setenta años, todos le daban unos cincuenta y siete.
Pero ahora, perdida en los meandros internos y oscuros de Maracaná, ya arrastraba pies pesados de vieja.
Fue entonces cuando súbitamente encontró en un corredor a un hombre surgido de la nada y le preguntó por la conferencia que el hombre dijo ignorar. Pero ese hombre pidió información a un segundo hombre que también surgió repentinamente al doblar el corredor.
Entonces este segundo hombre informó que había visto cerca de los asientos de la derecha, en pleno estadio abierto, a «dos damas y un caballero, una de rojo». La señora Xavier dudaba que esas personas fueran al grupo con el que ella debía encontrarse antes de la conferencia y, en realidad, ya había olvidado el motivo por el cual caminaba sin parar. De cualquier modo siguió al hombre rumbo al estadio, donde se detuvo ofuscada en el espacio hueco de luz ancha y mudez abierta, el estadio desnudo desventrado, sin balón ni fútbol. Además, sin gente. Había una multitud que existía por el vacío de su ausencia absoluta.
¿Las dos damas y el caballero ya habrían desaparecido por algún corredor?
Entonces, el hombre dijo con un desafío exagerado:
-Pues voy a buscarlas para usted y encontraré a esas personas de cualquier manera, no pueden haber desaparecido en el aire.
Y, en efecto, ambos las vieron de muy lejos. Pero un segundo después volvieron a desaparecer. Parecía un juego infantil en que carcajadas amordazadas se reían de la señora de Jorge B. Xavier.
Entonces entró con el hombre en otros corredores. Hasta que el hombre también desapareció en una esquina.
La señora desistió ya de la conferencia que en el fondo poco le importaba. Lo que quería era salir de aquella maraña de caminos sin fin. ¿No habría puerta de salida? Entonces sintió como si estuviera dentro de un ascensor descompuesto entre un piso y otro. ¿No habría puerta de salida?
Fue entonces cuando súbitamente se acordó de las palabras informativas de la amiga, por teléfono: «Queda más o menos cerca del estadio de Maracaná». Frente a ese recuerdo comprendió su engaño de persona tonta y distraída que solo escucha las cosas por la mitad, y la otra queda sumergida. La señora Xavier era muy distraída. Entonces, pues, no era en Maracaná el encuentro, era cerca de allí. Entretanto, su pequeño destino la tenía perdida en el laberinto.
Sí, entonces la lucha recomenzó peor todavía: quería salir por fuerza de allí y no sabía cómo ni por dónde.
Y de nuevo apareció en el corredor aquel hombre que buscaba a las personas y que otra vez le aseguró que las encontraría porque no podían haber desaparecido en el aire. Él dijo:
-¡La gente no puede desaparecer en el aire!
La señora informó:
-No hay necesidad de que se incomode buscando, ¿sabe? Gracias, igual. Porque el lugar donde debo encontrar a esa gente no es Maracaná.
El hombre dejó de andar inmediatamente y la miró, perplejo:
-Entonces, ¿qué hace usted por aquí?
Ella quiso explicar que su vida era así mismo, pero ni siquiera sabía qué quería decir con «así mismo», ni con «su vida», de modo que nada respondió. El hombre insistió en la pregunta, entre desconfiado y cauteloso: ¿qué estaba haciendo allí? Nada, respondió solo con el pensamiento la mujer, ya a punto de caer de cansancio. Pero no le respondió, le dejó creer que estaba loca. Además, ella nunca se explicaba. Sabía que el hombre la creía loca -y quizás lo fuera-, pues sentía aquella cosa que ella llamaba «aquello» por vergüenza. Aunque también tenía la llamada salud mental tan buena que solo podía compararla con su salud física. Salud física ahora destrozada, pues arrastraba los pies de muchos años de camino por el laberinto. Su vía crucis. Estaba vestida de lana muy gruesa y sofocada y sudada con el inesperado calor de un auge de verano, ese día de verano que era un vicio de invierno. Le dolían las piernas, le dolían con el peso de la vieja cruz. Ya estaba resignada de algún modo a no salir nunca del Maracaná y a morir allí con el corazón exangüe.
Entonces, como siempre, solo después de desistir de las cosas deseadas, estas ocurrían. Lo que se le ocurrió de repente fue una idea: «Soy una vieja loca». ¿Por qué en vez de continuar preguntando por las personas que no estaban allí, no buscaba al hombre y le preguntaba cómo se salía de los corredores? Porque lo que quería era solo salir y no encontrarse con nadie.
Encontró finalmente al hombre, al doblar una esquina. Y le habló con la voz un poco trémula y ronca por el cansancio y el miedo de que la esperanza fuera vana. El hombre, desconfiado, estuvo de acuerdo rápidamente con que ella se fuera a su casa y le dijo, con cuidado:
-Parece que usted no está muy bien de la cabeza, quizás sea el calor extremo.
Dicho esto, el hombre simplemente entró con ella en el primer corredor y en la esquina aparecieron dos largos portones abiertos. ¿Solo eso? ¿Era tan fácil?
Tan fácil.
Entonces ella pensó que solo para ella se había vuelto imposible hallar la salida. La señora Xavier estaba un poco asustada y al mismo tiempo, acostumbrada. En cierto sentido, cada uno tenía su propio camino a recorrer interminablemente, formando esto parte del destino, en el que ella no sabía si creía o no.
Pasó un taxi. Lo mandó detenerse y dijo, controlando la voz que estaba cada vez más vieja y cansada:
-Oiga, no sé bien la dirección, la olvidé. Pero sé que la casa queda en una calle (solo recuerdo que se llama «Guzmán») y que hace esquina con una calle que si no me equivoco se llama Coronel no sé qué.
El conductor fue paciente como con una niña:
-Pues entonces no se preocupe, vamos a buscar tranquilamente una calle que tenga Guzmán en el medio y Coronel en el fin -dijo, volviéndose hacia atrás con una sonrisa y guiñándole un ojo de complicidad que parecía indecente. Partieron con una sacudida que le estremeció las entrañas.
Entonces, súbitamente, reconoció a las personas que buscaba y que se encontraban en la acera de enfrente, junto a una casa grande. Era como si la finalidad fuese llegar y no escuchar la conferencia que a esa hora estaba olvidada, pues la señora Xavier había olvidado su objetivo. Y no sabía por qué había caminado tanto.
Estaba cansada más allá de sus fuerzas y quiso irse, la conferencia era una pesadilla. Entonces le pidió a una mujer importante y vagamente conocida que tenía auto con chofer que la llevara a su casa porque no se sentía bien con aquel calor tan raro. El chofer llegaría dentro de una hora. Entonces se sentó en una silla que había en el corredor, se sentó muy tiesa con su cinturón apretado, lejos de la cultura que se desarrollaba enfrente, en la sala cerrada. De la cual no salía sonido alguno. Poco le importaba la cultura. Allí estaba, en los laberintos de sesenta segundos y de sesenta minutos que la conducirían a una hora.
Entonces la mujer importante vino y le dijo que el auto estaba en la puerta, pero que le informaba que, como el chófer había avisado que iba a tardar mucho, en vista de que la señora no lo estaba pasando bien, paró al primer taxi que vio. ¿Por qué ella no había tenido la idea de llamar un taxi, en lugar de estar dispuesta a someterse a los meandros del tiempo de espera? Entonces, la señora de Jorge B. Xavier se lo agradeció con extrema delicadeza. Ella siempre era muy delicada y educada. Ya en el taxi, dijo:
-Leblon, por favor.
Tenía la cabeza hueca, le parecía que su cabeza estaba en ayunas.
Al poco notó que andaban y andaban pero que otra vez terminaban por regresar a una misma plaza. ¿Por qué no salían de allí? ¿Otra vez no había camino de salida? El conductor acabó confesando que no conocía la zona Sur, que solo trabajaba en la zona Norte. Y ella no sabía cómo enseñarle el camino. Cada vez le pesaba más la cruz de los años y la nueva falta de salida solo renovaba la magia negra de los corredores de Maracaná. ¡No había modo de librarse de esa plaza! Entonces el chofer le dijo que tomara otro taxi, y hasta llegó a hacerle una señal a otro que pasó a su lado. Ella se lo agradeció comedidamente, era ceremoniosa con la gente, aun con los conocidos. Era muy gentil. En el nuevo taxi, dijo tímidamente:
-Si no le incomoda, vamos a Leblon.
Y simplemente salieron enseguida de la plaza y entraron en nuevas calles.
Fue al abrir con la llave la puerta del apartamento cuando tuvo el deseo, ganas, mentalmente y con la imaginación, de sollozar en voz alta. Pero no era persona de sollozar ni de protestar. De paso le avisó a la criada que no iba a atender el teléfono. Fue directamente a su habitación, se quitó toda la ropa, tragó una pastilla sin agua y esperó aque diera resultado.
Mientras tanto, fumaba. Se acordó de que era el mes de agosto y pensó que agosto daba mala suerte. Pero septiembre llegaría un día como puerta de salida. Y septiembre era por algún motivo el mes de mayo: un mes más leve y más transparente. Pensando en eso, la somnolencia finalmente llegó y se adormeció.
Cuando despertó, horas después, vio que llovía una lluvia fina y helada, hacía un frío de lámina de cuchillo. Desnuda en la cama se congelaba. Le pareció muy curiosa la idea de una vieja desnuda. Se acordó de que había planeado la compra de un chal de lana. Miró el reloj: todavía podía encontrar la tienda abierta. Cogió un taxi y dijo:
-Ipanema, por favor.
El hombre le dijo:
-¿Cómo? ¿Al Jardín Botánico?
-Ipanema, por favor -repitió ella, bastante sorprendida. Era el absurdo del desencuentro total: ¿qué había en común entre las palabras «Ipanema» y «Jardín Botánico»?  Pero otra vez pensó vagamente que «su vida era así».
Hizo la compra rápidamente y se vio en la calle oscura sin tener nada que hacer. Pues el señor Jorge B. Xavier había viajado a Sao Paulo el día anterior y solo volvería al día siguiente.
Entonces, otra vez en la casa, entre tomar una nueva píldora para dormir o hacer alguna otra cosa, optó por la segunda hipótesis, pues se acordó de que ahora podría volver a buscar la letra de cambio perdida. Lo poco que entendía era que aquel papel representaba dinero. Hacía dos días que la buscaba minuciosamente por toda la casa, y hasta por la cocina, pero en vano. Ahora se le ocurrió: ¿y por qué no debajo de la cama? Quizás. Entonces se arrodilló en el suelo. Pero después se cansó de estar solo apoyada en las rodillas y se apoyó también en las dos manos.
Entonces advirtió que estaba a cuatro patas.
Permaneció un tiempo así, quizás meditando, quizás no. Quién sabe, es posible que la señora Xavier estuviera cansada de ser un ente humano. Era una perra de cuatro patas. Sin ninguna nobleza. Perdida la altivez última. A cuatro patas, un poco pensativa, tal vez. Pero debajo de la cama solo había polvo.
Se levantó con bastante esfuerzo, con las articulaciones desencajadas, y vio que no tenía más remedio que considerar con realismo -y era un esfuerzo penoso ver la realidad-, considerar con realismo que la letra estaba perdida y que seguir buscándola sería no salir de Maracaná.
Y como siempre, cuando había desistido de buscar, al abrir un cajón de sábanas para sacar una encontró la letra de cambio.
Entonces, cansada por el esfuerzo de haber estado a cuatro patas, se sentó en la cama y comenzó sin darse cuenta a llorar mansamente. Aquel llanto parecía una letanía árabe. Hacía treinta años que no lloraba, pero ahora estaba muy cansada. Si aquello era llanto. No lo era. Era otra cosa. Finalmente se sonó la nariz. Entonces pensó lo siguiente: que ella forzaría el «destino» y tendría un destino mayor. Con la fuerza de la voluntad se consigue todo, pensó sin la menor convicción. Y eso de estar presa de un destino le ocurría porque ya había empezado a pensar sin querer en «aquello».
Pero sucedió entonces que la mujer también pensó lo siguiente: era demasiado tarde para tener un destino. Pensó que bien podría hacer cualquier tipo de cambio con otro ser. Entonces se dio cuenta de que no había con quién cambiarse: que fuese quien fuese, ella era ella y no podía transformarse en otra única. Cada uno era único. La señora de Jorge B. Xavier también.
Pero todo todo lo que le ocurría era todavía preferible a sentir «aquello». Y aquello vino con sus largos corredores sin salida. «Aquello», ahora sin ningún pudor, era el hambre dolorosa de sus entrañas, la necesidad de ser poseída por el inalcanzable ídolo de la televisión. No se perdía un solo programa suyo. Entonces, ya que no podía evitar pensar en él, la cosa era entregarse y recordar el rostro aniñado de Roberto Carlos, mi amor.
Fue a lavarse las manos sucias de polvo y se miró en el espejo del lavabo. Entonces, la señora Xavier pensó: «Si lo deseo mucho, pero mucho, él será mío por lo menos una noche». Creía vagamente en la fuerza de voluntad. De nuevo se enamoró, con el deseo retorcido y estrangulado.
Pero, ¿quién sabe? Si desistiera de Roberto Carlos, entonces las cosas entre él y ella ocurrirían. La señora Xavier meditó un poco sobre el asunto. Entonces, expertamente, fingió que desistía de Roberto Carlos. Pero bien sabía que el abandono mágico solo daba resultado positivo cuando era real, no un truco cómodo de conseguir algo. La realidad exigía mucho de ella. Se examinó en el espejo para ver si el rostro se volvía bestial bajo la influencia de sus sentimientos. Pero era un rostro quieto que ya hacía mucho tiempo había dejado de representar lo que sentía. Además, su rostro nunca expresaba más que buena educación. Y ahora era solo la máscara de una mujer de setenta años. Entonces, su cara levemente maquillada le pareció la de un payaso. La mujer forzó una sonrisa desganada para ver si mejoraba. No mejoró.
Por fuera -vio en el espejo- ella era una cosa seca como un higo seco. Pero por dentro no estaba seca. Parecía, por dentro, una encía húmeda, blanda como una encía desdentada.
Entonces buscó un pensamiento que la espiritualizara o que la secara de una vez. Pero nunca fue espiritual. Y a causa de Roberto Carlos ella estaba envuelta en las tinieblas de la materia, donde era profundamente anónima.
De pie en la bañera era tan anónima como una gallina.
En una fracción de fugitivo segundo casi inconsciente vislumbró que todas las personas son anónimas. Porque nadie es el otro y el otro no conoce al otro. Entonces, entonces cada uno es anónimo. Y ahora estaba enredada en aquel pozo hondo y mortal, en la revolución del cuerpo. Cuerpo cuyo fondo no se veía y que era la oscuridad de las tinieblas malignas de sus instintos vivos como lagartos y ratones. Y todo fuera de época, fruto fuera de estación. ¿Por qué las otras viejas nunca le habían avisado que eso podía ocurrir hasta el fin? En los hombres viejos había visto miradas lúbricas. Pero en las viejas no. Fuera de estación. Y ella vivía como si todavía fuera alguien, ella, que no era nadie.
La señora de Jorge B. Xavier era nadie.
Entonces quiso tener sentimientos bonitos y románticos en relación a la delicadeza del rostro de Roberto Carlos. Pero no lo consiguió: la delicadeza de él solo la llevaba a un corredor oscuro de sensualidad. Y la condena era la lascivia. Era hambre baja: ella quería comerse la boca de Roberto Carlos. No era romántica, ella era grosera en materia de amor. Allí en la bañera, frente al espejo del lavabo.
Con su edad indeleblemente marcada.
Sin siquiera un pensamiento sublime que le sirviera de lema o que ennobleciera su existencia.
Entonces empezó a deshacer el rodete de los cabellos y a peinarlos lentamente. Necesitaban un nuevo tinte, las raíces blancas ya asomaban. Enseguida, pensó lo siguiente: en mi vida nunca hubo un clímax como en las historias que se leen. El clímax era Roberto Carlos. Meditativa, concluyó que iba a morir secretamente, así como secretamente había vivido. Pero también sabía que toda muerte es secreta.
Desde el fondo de su futura muerte imaginó ver en el espejo la figura deseada de Roberto Carlos, con aquellos suaves cabellos rizados que tenía. Allí estaba, presa del deseo fuera de estación, igual que el día de verano en pleno invierno. Presa de los enmarañados corredores de Maracaná. Presa del secreto mortal de las viejas. Solo que ella no estaba habituada a tener casi setenta años, le faltaba práctica y no tenía la menor experiencia.
Entonces dijo en voz alta y sin testigos:
-Robertito Carlitos.
Y agregó: «Mi amor». Oyó su voz con extrañeza como si estuviera por primera vez haciendo, sin ningún pudor o sentimiento de culpa, la confesión que sin embargo debería ser vergonzosa. Pensó que posiblemente Robertito no iba a aceptar su amor porque ella tenía conciencia de que este amor era ridículo, melosamente voluptuoso y dulzón. Y Roberto Carlos parecía tan casto, tan asexuado.
Sus labios levemente pintados, ¿serían todavía besables? ¿O acaso era enojoso besar boca de vieja? Examinó bien de cerca e inexpresivamente sus propios labios. Y todavía inexpresivamente cantó en voz baja el estribillo de la canción más famosa de Roberto Carlos: «Quiero que usted me caliente este invierno y que todo lo demás se vaya al infierno».
Fue entonces que la señora de Jorge B. Xavier bruscamente se dobló sobre la pila como si fuera a vomitar las vísceras e interrumpió su vida con una mudez hecha pedazos: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de salida!
FIN

jueves, 11 de diciembre de 2014

Abuela Julieta [Cuento. Texto completo.] Leopoldo Lugones

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Abuela Julieta[Cuento. Texto completo.]Leopoldo Lugones
Cada vez más hundido en su misantropía, Emilio no conservaba ya más que una amistad: la de su tía la señora Olivia, vieja solterona como él, aunque veinte años mayor. Emilio tenía ya cincuenta años, lo cual quiere decir que la señora Olivia frisaba en los setenta. Ricos ambos, y un poco tímidos, no eran éstas las dos únicas condiciones que los asemejaban. Parecíanse también por sus gustos aristocráticos, por su amor a los libros de buena literatura y de viajes, por su concepto despreciativo del mundo, que era casi egoísta, por su melancolía, mutuamente oculta, sin que se supiese bien la razón, en la trivialidad chispeante de las conversaciones. Los martes y los jueves eran días de ajedrez en casa de la señora Olivia, y Emilio concurría asiduamente, desde hacía diez años, a esa tertulia familiar que nunca tuvo partícipes ni variantes. No era extraño que el sobrino comiese con la tía los domingos; y por esta y las anteriores causas desarrollose entre ellos una dulce amistad, ligeramente velada de irónica tristeza, que no excluía el respeto un tanto ceremonioso en él., ni la afabilidad un poco regañona en ella. Ambos hacían sin esfuerzo su papel de parientes en el grado y con los modos que a cada cual correspondían. Aunque habíanse referido todo cuanto les era de mutuo interés, conservaban, como gentes bien educadas, el secreto de su tristeza. Por lo demás, ya se sabe que todos los solterones son un poco tristes; y esto era lo que se decían también para sus adentros Emilio y la señora Olivia, cuando pensaban con el interés que se presume, ella en la misantropía de él, él en la melancolía de ella. Los matrimonios de almas, mucho más frecuentes de lo que se cree, no están consumados mientras el secreto de amargura que hay en cada uno de los consortes espirituales, y que es como quien dice el pudor de la tristeza, no se rinde al encanto confidencial de las intimidades. La señora Olivia y su sobrino encontrábanse en un caso análogo. Si aquella tristeza que se conocían, pero cuyo verdadero fundamento ignoraban, hubiéraseles revelado, habrían comprobado con asombro que ya no tenían nada que decirse. Reservábanla, sin embargo, por ese egoísmo de la amargura que es el rasgo característico de los superiores, y también porque les proporcionaba cierta inquietud, preciosa ante la perfecta amenaza de hastío que estaba en el fondo de sus días solitarios. Un poco de misterio impide la confianza, escollo brutal de las relaciones en que no hay amor. Así, por más que se tratara de dos viejos, la señora Olivia era siempre tía, y Emilio se conservaba perpetuamente sobrino.Cuarenta años atrás -recordaba la señora Olivia- aquel muchacho sombríamente precoz, cuyo desbocado talento, unido a sordas melancolías, hizo temer más de una vez por su existencia; aquel hombrecito, huraño ya como ahora, era su amigo. No tenía esos risueños abandonos de los niños en las rodillas del ser predilecto; pero miraba con unos ojos tan tristes, su frente era tan alta y despejada, que lo quería y estimaba al mismo tiempo. No se dio cuenta de los veinte años que le llevaba; considerolo su amigo, empezando a comprender aquella diferencia sólo cuando lo vio regresar de Alemania, terminada ya su carrera, hecho todo un señor ingeniero, que vino a saludarla, muy respetuoso, muy amable, pero demasiado sobrino para que ella no asumiera inmediatamente sus deberes de tía. Las relaciones estrecháronse después, pero ya de otro modo. Ella, en su independencia orgullosa de solterona rica, acogió amablemente al joven cuya misantropía le pareció interesante; y cuando tres años después, éste se quedó huérfano, encontró en la casa de la vieja dama, a pesar de las etiquetas y los cumplimientos, el calor de hogar, no muy vivo, que le faltaba.
Por un acuerdo inconfeso aunque no menos evidente, fueron cambiando con los años sus pasatiempos. Después de las conversaciones, la música; después de la música, el ajedrez. Y de tal modo estaban compenetrados sus pensamientos y sus gustos, que cuando una noche de sus cuarenta años, Emilio encontró en el saloncito íntimo el tablero del juego junto al cerrado piano, sin notar al parecer aquella clausura del instrumento que indicaba el fin de toda una época, hizo sus reverencias de costumbre y jugó durante dos horas como si no hubiera hecho otra cosa toda la vida. Ni siquiera preguntó a la señora Olivia cómo sabía que a él le gustaba el ajedrez. Verdad es que ella habríase encontrado llena de perplejidad ante esa pregunta.
La diferencia de edades había concluido por desaparecer para aquellos dos seres. Ambos tenían blancas las cabezas, y esto les bastaba. Tal vez la misma diferencia de lo sexos ya no existía en ellos; sino corno un razón de cortesía. La señora Olivia conservábase fresca, pues estaba cubierta por una doble nieve: la virginidad y la vejez. Aun sonreía muy bien; y para colmo de gracia apostataba de los anteojos. Su palabra era fluida y su cuerpo delgado. La vida no la aplastaba con su peso de años redondamente vividos; al contrario, la abandonaba, esto volvíala translúcida y ligera. No podía decirse, en realidad, que fuese vieja; apenas advertíanse sus canas.
Emilio, sí, estaba viejo; mas no parecía un abuelo. Carecía de esa plácida majestad de los ancianos satisfactoriamente reproducidos. Era un viejo caballero que podía ser novio aún. Sus cabellos blancos, su barba blanca, su talante un poco estirado, mas lleno de varonil elegancia, sus trajes irreprochables, sus guantes, constituían un ideal de corrección. Llevando un niño de mano, hubiéranlo tomado por un fresco viudo; pretendiendo una señorita de veinticinco años, habrían tenido que alabar su amable cordura.
Su tía y él eran dos mármoles perfectamente aseados. Por dentro, eran dos ingenuidades que disimulaban con bien llevada altivez candores tardíos. La delicadeza de la anciana encubría un estupor infantil; la frialdad del sobrino velaba una desconfianza de adolescente.
Además, hablaban en términos literarios, hacían frases como las personas ilustradas y cortas de genio que no han gozado las intimidades del amor, ese gran valorizador de simplicidades. También eran románticos.
Precisamente, hacía tres meses que Emilio regaló a su tía un ruiseñor importado a mucho costo de Praga, por los cuidados del famoso pajarero Gotlieb Waneck, y en una legítima jaula de Guido Findeis, de Viena. Dos noches antes, el pájaro cantó, y ésta fue la noticia con que la señora Olivia había sorprendido a su sobrino un martes por la noche, mientras ocupaban sus casillas las piezas del ajedrez. Emilio, galante como siempre, traía para el pájaro un alimento especial: la composición de M. Duquesne. de l’Eure; pues, en punto a crianza, prefería los métodos franceses.
Aquel ruiseñor fue un tema de que se asieron ansiosamente, cansados ya por un año de plática sin asunto. Y del ruiseñor... ¡a Shakespeare!
-En Verona -decía la señora Olivia- aprendí, precisamente, a preferir la alondra; como que, al fin mujer, había de quedarme con la centinela de Romeo. Profésanle allí una predilección singular, llamándola, familiarmente, la Cappellata.
-Pero este ruiseñor -afirmó Emilio- no es de los veroneses. Es la clásica Filomela, ruiseñor alemán, el único pájaro que compone, variando incesantemente su canto; mientras aquellos recitan estrofas hechas. Un verdadero compatriota de Beethoven.
¿Cuánto tiempo hablaron?... La luna primaveral que había estado mirándolos desde el patio, veíalos ahora desde la calle. Y Emilio contaba una cosa triste y suave como la flores secas de un pasado galardón. ¿Recordaba ella cuando la tifoidea lo postró en cama, siendo muy niño aún, de doce años creía? Ella fue su enfermera -se desveló tanto por él!... Miraba todavía sus ojeras, sus cabellos desgarbados por el insomnio en ondas flavas de fragante opulencia. Él sabía por los dichos de los otros, de los grandes, que era bella, aunque no se daba bien cuenta de lo que venía a ser una mujer hermosa. Pero la quería mucho, eso sí, como una hermana que fuese al mismo tiempo una princesa. Su andar armonioso, su cintura, llenábanlo ante ella de turbado respeto. Poníase orgulloso de acompañarla; y por esto, siempre que iba a su lado, estaba tan serio. Durante sus delirios febriles, fue la única persona que no viera deformada en contorsiones espeluznantes; y cuando vino la convalecencia, una siesta -llevaba ella un vestido a cuadritos blancos y negros- el niño, repentinamente virilizado por la enfermedad, comprendió que el amor de su tía le ocupaba el corazón con la obscura angustia de un miedo. Fue una religión lo que sintió entonces por ella durante dos años de silencio, siempre contenidos por su pantalón corto y su boina de alumno, ridículos para el amor...
Después, el colegio, los viajes, el regreso -¡y siempre esa extraña pasión poseyéndole el alma! Se hizo misántropo... ¡y cómo no! Esterilizó su vida, gastó el perfume de ese amor de niño concentrado por la edad, inútilmente, como un grano de incienso quemado al azar en el brasero de una chalequera dormida... Mas ¿para qué le estaba él diciendo todo eso?...
El silencio del saloncito se volvió angustioso. Con la mano apoyada en la mejilla, la tía y el sobrino, separados apenas por el tablero donde las piezas inmóviles eternizaban abortados problemas, parecían dormir. Allá en el alma del hombre, en una obscuridad espantosamente uniforme, derrumbábanse grandes montañas de hielo. Y la señora Olivia meditaba también. Sí, fue tal como él lo decía. Ella estaba en la trágica crisis mental de los veintinueve años. Aquel chiquillo la interesaba; pero ella descubrió primero que ese interés era un amor descabellado, imposible, una tentación quizá. Una noche deliraba mucho el pobrecito; los médicos presagiaban cosas siniestras con sus caras graves. Llorábase en la casa, sin ocultarlo ya. Entonces sus desvelos de tía, sus sobresaltos de vulgar ternura, reventaron en pedazos su desabrida corteza. Loca sin saber lo que hacía, corrió a la pieza contigua, y allá, desarraigándosele el corazón en sollozos, se comió a besos, locamente, el retrato del enfermo. Fue un relámpago, pero de aquel deslumbramiento no volvió jamás. ¡Y hacía cuarenta años de eso, Dios mío! Cuarenta años de amarlo en secreto consagrándole su virginidad, como él le había consagrado también su alma. ¡Qué delicada altivez surgía de ese doble sacrificio, qué dicha no haberse muerto desconociéndolo!
Poco a poco, un nebuloso desvarío ganó la conciencia de la anciana. Los años, las canas, el influjo de las conveniencias, fueron desvaneciéndose. Ya no había sino dos almas, resumiendo en una sola actualidad de amor, el ayer y el mañana. Y la niña, intacta bajo la dulce nieve de su vejez incompleta, se desahogó en un balbuceo:
-Emilio... yo también...
Él tuvo un estremecimiento casi imperceptible, que hizo palpitar, sin abrirlos, sus párpados entornados. Allá dentro, en la negrura remota, las montañas de hielo continuaban derrumbándose. Y pasó otra hora de silencio. Emilio... Olivia... suspiraban los rumores indecisos de la noche. La luna iluminaba aquella migaja de tragedia en la impasibilidad de los astros eternos.
Inmediato a ellos, sobre el piano, un viejo Shakespeare perpetuaba en menudas letras las palabras celestes del drama inmortal. En la blancura luminosa de la noche, muy lejos, muy lejos, diseñábanse inalcanzables Veronas. Y como para completar la ilusión dolorosa que envolvía las dos viejas almas en un recuerdo de amores irremediablemente perdidos, el ruiseñor, de pronto, se puso a cantar.
Espectral como un resucitado, Emilio abandonó bruscamente su silla. Y ya de pie, estremecidos por algo que era una especie de inefable horror, la señora Olivia y él se contemplaron. Debía de ser muy tarde, y tal vez no fuese correcto permanecer más tiempo juntos...
Era la primera vez que se les antojaba aquello. No advertían, siquiera, que fuese ridículo, pues dominábalos la emoción de su paraíso comprendido. Mas la luna, propicia por lo común a los hechizos, rompió esta vez el encanto. Uno de sus rayos dio sobre la cabeza de la anciana, y en los labios del hombre sonrió, entonces, la muerte. ¡Blancos! ¡Sí, estaban blancos, como los suyos, esos cabellos cuya opulencia fragante recordaba aún a través de tanto tiempo! Era Shakespeare el que tenía la culpa. ¡Quién lo creyera! ¡Tomar a lo serio un amor que representaba el formidable total de ciento veinte años!
El ruiseñor cantaba... Cantaba, sin duda, los lloros cristalinos de su ausencia, las endechas armoniosas de su viudez.
Una viva trisadura de cristal mordía lentamente los dos viejos corazones. De pie, frente a frente, no sabían qué decirse ni cómo escapar al prestigio que los embargaba. Y fue ella la que tuvo valor por fin, la que asumió heroicamente esa situación de tragedia absurda (porque, después de todo, no sabía que la luna le estaba dando en la cabeza). Como Emilio hiciera un movimiento para retirarse:
-Quédate; ya tienen bastante con los cuarenta años de vida que les hemos dado.
Es probable que el destino estuviera incluido en ese plural.
Bajo el bigote de Emilio se estiró una sonrisa escuálida como un cadáver. El lenguaje literario se le vino a la boca, y con una melancólica ironía que aceptaba todos los fracasos del destino, hizo una paráfrasis de Shakespeare:
-No, mi pobre tía, el rocío nocturno hace daño a los viejos. El ruiseñor ha cantado ya, y el ruiseñor es la alondra de la media noche...
FIN

jueves, 20 de noviembre de 2014

Irredención [Cuento. Texto completo.] Baldomero Lillo

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Irredención[Cuento. Texto completo.]Baldomero Lillo
Cuando los últimos convidados se despidieron, la princesa, recogiendo la falda de su vestido constelado de estrellas, atravesó los desiertos salones y se encaminó a su alcoba, echando, al pasar, una postrer mirada a aquellos sitios donde, por su gracia y hermosura, más que por su simbólico traje, había sido durante algunas horas la reina de la noche.
Sentíase un tanto fatigada, pero, al mismo tiempo, alegre y satisfecha. El baile había resultado suntuosísimo. Todo lo que la gran ciudad ostentaba de más valía: la nobleza de la sangre, del dinero y del talento, desfiló por sus salones, adornados con deslumbradora magnificencia.
Pero la nota sensacional, la que arrancó frases de admiración y de entusiasmo, era la de las flores, de un pálido matiz de aurora, desparramadas con tal profusión por todo el palacio, que parecía una nevada color de rosa caída en los vastos aposentos, cubriendo las consolas, los muebles, los bronces, derramándose sobre los tapices y haciendo desaparecer bajo sus carmenadas plumillas la soberbia cristalería de la mesa del buffet. Guirnaldas de las mismas envolvían las arañas, trazaban caprichosos dibujos en los muros y orlaban los marcos dorados de los espejos. El efecto producido por aquella avalancha de flores rosadas era sencillamente maravilloso y los asistentes al baile no se cansaban de elogiar aquella fantástica ornamentación, cuya idea genial llenaba de orgullo a la hermosa dama que a solas con sus doncellas, que preparaban su tocado nocturno, se complacía en evocar los detalles de la magnífica fiesta.
Sí, aquel pensamiento originalísimo había sido de ella, únicamente de ella, y no podía menos de sonreír al recordar la cara de sorpresa del viejo administrador cuando le dio orden de despojar de sus flores a todos los durazneros en floración que existiesen en sus fincas.
Segura estaba de que el rústico servidor cumpliera el mandato a regañadientes. Pero había obedecido y el éxito superaba a sus esperanzas.
Obsesionada por tan deliciosos recuerdos, se metió en la cama, y ya la doncella abandonaba en puntillas el aposento cuando la voz de su señora la detuvo. Un deseo repentino, un capricho de niño mimado la había acometido de pronto. Quería dormirse respirando la suave fragancia de aquellas flores que tan dulces sensaciones le habían proporcionado. Obedeciendo las órdenes de su ama, la joven derramó encima de los cobertores puñados de aquellos rosados pétalos, y suspendió del crucifijo de plata, colocado a la cabecera del suntuoso lecho, un trozo de guirnalda arrancado de una de las arañas del salón.
La estancia quedó en silencio y poco a poco fue haciéndose más hondo el sopor de la bella durmiente.
De pronto se encontró transportada a una de sus fincas. El cielo estaba azul y un sol de primavera, tibio y risueño, acariciaba los campos. Caminaba por el medio de un bosque de durazneros en flor, envuelta en una atmósfera de efluvios y aromas embriagadores cuando, de súbito, un soplo que parecía brotar de sus labios, tenue al principio, impetuoso después, arrebató las flores y las dispersó a los cuatro vientos. Tuvo miedo y quiso huir, pero los árboles, como espectros vengadores, le cerraron el paso, y fustigándola con su desnudo ramaje, la estrecharon hasta ahogarla con la pesadumbre de su haz inmenso.
Sintió que su alma abandonaba la Tierra y comparecía delante del Tribunal Divino, presa de una angustia y terror infinitos.
Sentado en su trono, bajo un dosel de flamígeros soles, estaba el Supremo, inexorable Juez. A su derecha mostraba sus páginas el libro de la vida y a su izquierda un arcángel sostenía con la diestra la balanza de la justicia.
En el fondo, guardadas por los ángeles con espadas de fuego, estaban las puertas del Purgatorio y del Paraíso y a espalda del arcángel veíase una concavidad negra por la que asomaba, apoyándose en sus garras y alas membranosas, la terrífica figura de Satanás.
Y como si todo estuviese calculado para aumentar sus congojas, el alma de la princesa viose obligada a asistir al juicio de otra que la precediera en aquel trance.
Era ésta la de un asesino y ladrón. Mientras que en el platillo del mal formaban sus crímenes una montaña, en el otro, en el de las buenas acciones, nada había que contrarrestase el peso abrumador de las culpas. Pero la Miseria puso en él una lágrima y un hilo de sus harapos. La Expiación una gota de la sangre derramada en el patíbulo y la Ignorancia, despojándose de su venda, la colocó también en el platillo vacío, el cual salió esta vez de su inmovilidad inclinándose ligeramente.
Satanás, que se preparaba para asir al condenado, hizo una horrible mueca. El alma que contaba por suya era enviada al Purgatorio. Rechinó los dientes, con rabia, y la vibración de sus alas, sacudidas por la ira, atronó las pavorosas concavidades del Averno. Aquel fallo revivió, en el alma angustiada de la princesa, la esperanza. Entre ella y un asesino ladrón, mediaba un abismo. Y esta seguridad se acentuó viendo que, llegado su turno, el arcángel ponía en el platillo de las culpas sólo unas cuantas flores ajadas y descoloridas.
Su terror e inquietud se trocaron entonces en una alegría sin limites, al comprender que aquellas florecillas, cuyo peso podía neutralizar el más levísimo soplo, representaban todo el mal que había desparramado en la Tierra. ¡Cuán severamente se había juzgado! Pero, y ahora estaba cierta, su alma era de las elegidas e iría recta al Paraíso. Y confortada con la visión de la eterna bienaventuranza, evocó la legión innumerable de sus buenas obras. Éstas eran tantas que casi deploró que su culpa fuese tan pequeña, pues le bastaría la más insignificante de sus nobles acciones para inclinar la balanza a su favor. Y ella quería ostentarlas allí todas, para que el divino Juez le asignase el máximum del premio a que era merecedora.
Por eso, cuando fueron amontonándose en el platillo del bien sus actos de piedad religiosa, de caridad y de abnegación, sin que la posición de la balanza se modificase, sólo experimentó un principio de extrañeza, que se convirtió en asombro, viendo que el arcángel remataba su tarea poniendo sobre aquel cúmulo de virtudes, las moles gigantescas de un hospital y de una suntuosa capilla con sus cimientos de piedra, su cruz de hierro fundido y su veleta de latón.
Pero la balanza permaneció inalterable y, de súbito, un espectáculo pavoroso llenó de espanto el alma de la princesa. Satanás, que se reía, abandonó de pronto el escondrijo en que estaba agazapado y como una araña monstruosa se colgó del platillo rebelde, y tras él, aferrándose del rabo y de sus ganchudas patas, se suspendieron todos los diablos y réprobos del Infierno, sin que el peso de aquella cadena, cuyo último eslabón tocaba el fondo del séptimo abismo, lograse marcar la más leve oscilación en el fiel de la balanza inmutable. En el platillo, las flores habían desaparecido y en su lugar veíase una montaña de duraznos en sazón, sobre la cual giraban miríadas de seres, desde el corpúsculo imperceptible hasta el insecto alado de forma perfecta. Abejas zumbadoras, mariposas de alas irisadas, aves de plumajes multicolores revoloteaban en derredor de los frutos, en legiones innumerables y, destacándose por encima de todo, un inmenso follaje que, en forma de cono invertido, se perdía en el infinito.
Y entonces fue cuando resonó la voz terrible:
-¡Mujer, tu culpa es irrescatable! Todo el peso del Infierno no ha podido equilibrarla. Al extirpar el germen, has detenido en su curso la proyección de la vida, cuyo origen es Dios mismo... Ve, pues, con Satán, por toda la eternidad.

Un grito estridente, vibrante, puso en conmoción a la servidumbre del palacio. La doncella, que había acudido la primera, encontró a su señora incorporada en el lecho, presa de violentos espasmos nerviosos. La guirnalda sus­pendida del crucifijo se había roto y las flores yacían esparcidas en la almohada y cabellera de la dama, lo cual hizo exclamar a media voz a la joven:
-¡Ya lo sabía yo! Dormir con flores es como dormir con muertos. Se tienen pesadillas horribles.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Cuento de los tres deseos [Cuento. Texto completo.] Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont

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Cuento de los tres deseos
[Cuento. Texto completo.]Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont
Había una vez un hombre, que no era muy rico, que se casó con una bella mujer. Una noche de invierno, sentados junto al fuego, comentaban la felicidad de sus vecinos que eran más ricos que ellos.

-¡Oh! -decía la mujer- si pudiera disponer de todo lo que yo quisiera, sería muy pronto mucho más feliz que todas estas personas.

-Y yo -dijo el marido-. Me gustaría vivir en el tiempo de las hadas y que hubiera una lo suficientemente buena como para concederme todo lo que yo quisiera.

En ese preciso instante, vieron en su cocina a una dama muy hermosa, que les dijo:

-Soy un hada; prometo concederles las tres primeras cosas que deseen; pero tengancuidado: después de haber deseado tres cosas, no les concederé nada más.

Cuando el hada desapareció, aquel hombre y aquella mujer se hallaron muy confusos:

-Para mí, que soy el ama de casa -dijo la mujer- sé muy bien cuál sería mi deseo: no lo deseo aún formalmente, pero creo que no hay nada mejor que ser bella, rica y fina.

-Pero, -contestó el marido- aún teniendo todas esas cosas, uno puede estar enfermo, triste o incluso puede morir joven: sería más prudente desear salud, alegría y una larga vida.

-¿De qué serviría una larga vida, si se es pobre? -dijo la mujer-. Eso sólo serviría para ser desgraciado durante más tiempo. En realidad, el hada habría debido prometer concedernos una docena de deseos, pues hay por lo menos una docena de cosas que yo necesitaría.

-Eso es cierto -dijo el marido- pero démonos tiempo, pensemos de aquí a mañana por la mañana, las tres cosas que nos son más necesarias, y luego las pediremos.

-Puedo pensar en ello toda la noche -dijo la mujer- mientras tanto, calentémonos pues hace frío.

Mientras hablaba, la mujer cogió unas tenazas y atizó el fuego; y cuando vio que había bastantes carbones encendidos, dijo sin reflexionar:

-He aquí un buen fuego, me gustaría tener un alna de morcilla para cenar, podríamos asarla fácilmente.

Tan pronto como terminó de pronunciar esas palabras, cayó por la chimenea un alna de morcilla.

-¡Maldita sea la tragona con su morcilla! -dijo el marido-; no es un hermoso deseo, y sólo nos quedan dos que formular; por lo que a mí respecta, me gustaría que llevaras la morcilla en la punta de la nariz.

Y, al instante, el hombre se percató de que era más tonto aún que su mujer, pues, por ese segundo deseo, la morcilla saltó a la punta de la nariz de aquella pobre mujer que no podía arrancársela.

-¡Qué desgraciada soy! -exclamó- ¡eres un malvado por haber deseado que la morcilla se situara en la punta de mi nariz!

-Te juro, esposa querida, que no he pensado en que pudiera ocurrir -dijo el marido-. ¿Qué podemos hacer? Voy a desear grandes riquezas y te haré un estuche de oro para tapar la morcilla.

-¡Cuídate mucho de hacerlo! -prosiguió la mujer- pues me suicidaría si tuviera que vivir con esta morcilla en mi nariz, te lo aseguro. Sólo nos queda un deseo, cédemelo o me arrojaré por la ventana.

Mientras pronunciaba estas frases corrió a abrir la ventana y su marido, que la amaba, gritó:

-Detente mi querida esposa, te doy permiso para que pidas lo que quieras.

-Muy bien, -dijo la mujer- deseo que esta morcilla caiga al suelo.

Y al instante, la morcilla cayó. La mujer, que era inteligente, dijo a su marido:

-El hada se ha burlado de nosotros, y ha tenido razón. Tal vez hubiéramos sido más desgraciados siendo más ricos de lo que somos en este momento. Créeme, amigo mío, no deseemos nada y tomemos las cosas como Dios tenga a bien mandárnoslas; mientras tanto, comámonos la morcilla, puesto que es lo único que nos queda de los tres deseos.

El marido pensó que su mujer tenía razón, y cenaron alegremente, sin volver a preocuparse por las cosas que habrían podido desear.
FIN

miércoles, 5 de noviembre de 2014

El fin de algo [Cuento. Texto completo.] Ernest Hemingway

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El fin de algo[Cuento. Texto completo.]Ernest Hemingway
Antes, Horton Bay era un pueblo de madereros y leñadores. Ninguno de sus habitantes estaba libre del ruido de las grandes máquinas de un aserradero que había junto al lago. Pero un año se acabaron los troncos para aserrar. Entonces, las goletas de los madereros anclaron en la bahía y cargaron y se llevaron toda la madera amontonada en el patio. Desmantelaron el aserradero de toda la maquinaria transportable, que los mismos hombres que habían trabajado allí embarcaron en una de las goletas. La embarcación se alejó por el lago llevando las dos grandes sierras, el aparato que arrojaba los troncos contra las sierras circulares giratorias y todas las ruedas, correas y herramientas que cabían en ese enorme cargamento de madera. La bodega abierta estaba tapada con lona y de un modo hermético. Una vez henchidas las velas, el barco empezó a navegar por el lago, llevándose todo lo que había hecho del aserradero, un aserradero, y de Horton Bay, un pueblo.
Las casas de un piso, la cantina, el almacén de la compañía, las oficinas del aserradero y el mismo aserradero quedaron desiertos en medio de la pantanosa pradera cubierta de serrín que se extendía a la orilla del lago.
Diez años más tarde no quedaba nada del aserradero, excepto los cimientos de piedra caliza que Nick y Marjorie vieron a través del bosque renacido, mientras remaban a lo largo de la costa. Estaban pescando en bote al borde del banco que partía repentinamente desde los bajíos arenosos hacia las negras aguas de doce pies de profundidad. Se dirigían al lugar más apropiado para colocar los sedales nocturnos que atraían a las truchas arcoiris.
-He aquí nuestra vieja ruina, Nick -dijo Marjorie.
Mientras remaba, Nick miró hacia las piedras blancas que se veían entre los árboles verdes.
-Allí está -expresó.
-¿Te acuerdas cuando estaba el aserradero? -preguntó Marjorie.
-Sí, me acuerdo.
-Parece más bien un castillo -opinó la muchacha.
Nick no dijo nada. Remaron hasta perder de vista los restos del aserradero, siguiendo la costa. Luego, Nick atravesó la bahía.
-No están picando -dijo.
-No -respondió Marjorie, absorta en la caña mientras remaban. No se distraía ni siquiera al hablar. Le gustaba pescar. Le gustaba mucho pescar con Nick.
Cerca del bote, una trucha enorme sacudió la superficie del agua. Nick remó fuerte con un solo remo, haciendo girar el bote para que el anzuelo pasase por donde se hallaba la trucha. Cuando asomó su espinazo, los peces que usaba como cebo saltaron en forma salvaje. Se desparramaron por la superficie como un puñado de municiones arrojadas al agua. Del otro lado de la embarcación saltó otra trucha, en busca del preciado alimento.
-Están comiendo -indicó Marjorie.
-Pero no van a picar -dijo Nick.
Volvió a dar la vuelta con el bote pasando entre los hambrientos peces, y se dirigió a la costa. Marjorie no recogió el sedal hasta que llegaron a la orilla.
Detuvieron la embarcación en la playa y Nick sacó un balde con percas vivas que nadaban en el agua del recipiente. Después cogió tres con las manos y les cortó la cabeza y las peló, mientras Marjorie introducía las manos en el balde. Finalmente sacó una perca y empezó a hacer lo mismo que Nick. Nick miró el pez de Marjorie.
-No es necesario arrancarle la aleta ventral -dijo-. Lo mismo sirve como cebo, pero es mejor que la tenga.
Enganchó las colas de las percas peladas en los dos anzuelos del sedal de cada caña. Había dos anzuelos colocados en una guía para cada caña. Marjorie, por su parte, remó hacia el banco arenoso. Sostenía el hilo entre los dientes y miraba a Nick, que estaba con la caña en la playa, mientras el sedal se desenrollaba.
-Ya está bien -gritó.
-¿Lo suelto? -dijo Marjorie, con el sedal en la mano.
-Claro. Suéltalo.
Marjorie dejó caer el hilo y miró cómo los cebos penetraban en el agua.
Luego volvió con el bote y se llevó el segundo sedal de la misma manera. A cada oportunidad, Nick colocó una pesada tabla haciendo cruz con el extremo de la caña para que no se moviera, y un trozo de madera más pequeño para formar el ángulo. Después devanó el sedal con lentitud hasta dejarlo tirante y establecer una línea recta desde donde el anzuelo descansaba sobre el fondo arenoso, y por último aseguró el carrete regulador. De este modo cuando alguna trucha se acercaba a comer, el hilo daba un tirón y el ruido del trinquete fijo indicaba su presencia.
Al principio, Marjorie avanzó lentamente para no mover el sedal, pero una vez que estuvo fuera de esa zona, remó con rapidez hacia la playa, acompañada por pequeñas olas. La muchacha salió del bote y Nick lo arrastró por la arena.
-¿Qué te pasa, Nick? -preguntó Marjorie.
-No sé -contestó este mientras juntaba leña para el fuego.
Encendieron el fuego con la madera que el agua había llevado a la costa. Marjorie fue al bote en busca de una manta. La brisa nocturna impulsaba el humo hacia el lugar, por lo que extendió la manta entre el fuego y el lago.
Después se sentó sobre la manta, de espaldas al fuego, y esperó a Nick. Éste volvió enseguida y se sentó a su lado. Detrás de ellos estaba el bosque renacido, en el promontorio, y enfrente, la bahía con la desembocadura del arroyo de Hortons. La oscuridad no era completa. La luz de la fogata iluminaba el agua. Ambos pudieron ver las dos cañas de pescar de acero, inclinadas sobre el lago. El fuego provocaba destellos en los carretes.
Marjorie abrió la cesta de la cena.
-No tengo ganas de comer -dijo Nick.
-Vamos, Nick. Come.
-Bueno.
Comieron sin decir nada, observando las dos cañas y el fuego reflejado en el agua.
-Esta noche va a haber luna -expresó Nick, que miraba hacia el otro lado de la bahía. Las colinas se recortaban ya contra el cielo. Se dio cuenta de que la luna estaba ya por asomarse, más allá de las colinas.
-Ya lo sé -dijo Marjorie con alegría.
-Tú lo sabes todo.
-¡Oh! ¡Cállate, Nick! Te lo ruego. ¡No seas así, por favor! 
-No puedo evitarlo. Tú tienes la culpa. Lo sabes todo. Ese es el problema, y también lo sabes.
Marjorie no dijo nada.
-Te lo enseñado todo -continuó Nick-. No lo niegues. ¿Qué es lo que no sabes, entonces?
-¡Oh! ¡Cállate! Ahí viene la luna.
Se quedaron sentados sobre la manta, sin tocarse, observando cómo aparecía la luna.
-No tienes por qué decir tonterías -protestó Marjorie-. ¿Qué te ocurre en realidad?
-No sé.
-Por supuesto que lo sabes
-No. No sé.
-Anda. Dilo.
Nick miró la luna, que se empinaba encima de las colinas.
-Ya no me divierte esto.
Tenía miedo de mirar a la muchacha, pero la miró. Marjorie le daba la espalda. Siguió mirándola.
-Ya no me divierte. Nada. En absoluto.
Ella no dijo nada. Nick continuó:
-Me encuentro como si todo se hubiera ido al demonio en mi alma. No sé, Marge. No sé qué decir.
Todavía miraba la espalda de la mujer.
-¿Ya no te divierte el amor? -preguntó Marjorie.
-No.
Marjorie se puso de pie. Nick permaneció sentado, con la cabeza entre las manos.
-Voy a usar el bote -le dijo Marjorie-. Tú puedes volver a pie por el promontorio.
-Bueno -dijo Nick-. Espera, que iré a desatracar el bote.
-No hace falta -cuando dijo esto, Marjorie estaba ya dentro de la embarcación, en el agua, bajo la luz de la luna.
Nick regresó y se acostó boca abajo, sobre la manta junto al fuego. Oyó el rítmico movimiento de los remos, mientras Marjorie se alejaba.
Permaneció allí largo rato. Estaba acostado cuando Bill apareció en el claro después de atravesar el bosque. Sintió que el recién llegado se acercaba al fuego. Pero Bill no lo tocó.
-¿Salió todo bien con ella? -preguntó Bill.
-Sí -contestó Nick sin abandonar su posición, con la cara pegada a la manta.
-¿Hubo una escena?
-No, no hubo ninguna escena.
-¿Cómo te sientes?
-¡Oh! ¡Vete, Bill! Vete por un rato.
Bill eligió un sándwich de la cesta y fue a echar un vistazo a las cañas.
FIN
"The End of Something",
In Our Time, 1925