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miércoles, 26 de febrero de 2014

Las ruinas circulares [Cuento. Texto completo.] Jorge Luis Borges

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/borges/las_ruinas_circulares.htm

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente:El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

miércoles, 19 de febrero de 2014

El cocinero Chichibio [Cuento. Texto completo.] Giovanni Boccaccio

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Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra ciudad como hombre eminente, liberal y espléndido, y viviendo vida hidalga, halló siempre placer en los perros y en los pájaros, por no citar aquí otras de sus empresas de mayor monta. Pues bien; habiendo un día este caballero cazado con un halcón suyo una grulla cerca de Perétola y hallando que era tierna y bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente cocinero, llamado Chichibio, con orden de que se la asase y aderezase bien. Chichibio, que era tan atolondrado como parecía, una vez aderezada la grulla, la puso al fuego y empezó a asarla con todo esmero.

Estaba ya casi a punto y despedía el más apetitoso olor el ave, cuando se presentó en la cocina una aldeana llamada Brunetta, de la que el marmitón estaba perdidamente enamorado; y percibiendo la intrusa el delicioso vaho y viendo la grulla, empezó a pedirle con empeño a Chichibio que le diese un muslo de ella. Chichibio le contestó canturreando:

-No la esperéis de mí, Brunetta, no; no la esperéis de mí.

Con lo que Brunetta irritada, saltó, diciendo:

-Pues te juro por Dios que si no me lo das, de mí no has de conseguir nunca ni tanto así.

Cuanto más Chichibio se esforzaba por desagraviarla. tanto más ella se encrespaba; así es que, al fin, cediendo a su deseo de apaciguarla, separó un muslo del ave y se lo ofreció.

Luego, cuando les fue servida a Currado y a ciertos invitados, advirtió aquel la falta y extrañándose de ello hizo llamar a Chichibio y le preguntó qué había sido del muslo de la grulla. A lo que el trapacero del veneciano contestó en el acto, sin atascarse:

-Las grullas, señor, no tienen más que una pata y un muslo.

Amoscado entonces Currado, opuso:

-¿Cómo diablos dices que no tienen más que un muslo? ¿Crees que no he visto más grullas que ésta?

-Y, sin embargo, señor, así es, como yo os digo; y, si no, cuando gustéis os lo  demostraré con grullas vivas -arguyó Chichibio.

Currado no quiso enconar más la polémica, por consideración a los invitados que presentes se hallaban, pero le dijo:

-Puesto que tan seguro estás de hacérmelo ver a lo vivo -cosa que yo jamás había  reparado ni oído a nadie- mañana mismo, yo dispuesto estoy. Pero por Cristo vivo te juro que si la cosa no fuese como dices, te haré dar tal paliza que mientras vivas hayas de acordarte de mi nombre.

Terminada con esto la plática por aquel día, al amanecer de la mañana siguiente, Currado, a quien el descanso no había despejado el enfado, se levantó cejijunto, y ordenando que le aparejasen los caballos, hizo montar a Chichibio en un jamelgo y se encaminó a la orilla de una albufera, en la que solían verse siempre grullas al despuntar el día.

-Pronto vamos a ver quién de los dos ha mentido ayer, si tú o yo -le dijo al cocinero.

Chichibio, viendo que todavía le duraba el resentimiento al caballero y que le iba mucho a él en probar que las grullas sólo tenían una pata, no sabiendo cómo salir del aprieto, cabalgaba junto a Currado más muerto que vivo, y de buena gana hubiera puesto pies en polvorosa si le hubiese sido posible; mas, como no podía, no hacía sino mirar a todos lados, y cosa que divisaba, cosa que se le antojaba una grulla en dos pies.

Llegado que hubieron a la albufera, su ojo vigilante divisó antes que nadie una bandada de lo menos doce grullas, todas sobre un pié, como suelen estar cuando duermen. Contentísimo del hallazgo, asió la ocasión por los pelos y, dirigiéndose a Currado, le dijo:

-Bien claro podéis ver, señor, cuán verdad era lo que ayer os dije, cuando aseguré que  las grullas no tienen más que una pata: basta que miréis aquéllas.

-Espera que yo te haré ver que tienen dos -repuso Currado al verlas. Y,  acercándoseles algo más, gritó-: ¡Jojó!

Con lo que las grullas, alarmadas, sacando el otro pie, emprendieron la fuga. Entonces Currado dijo, dirigiéndose a Chichibio:

-¿Y qué dices ahora, tragón? ¿Tienen, o no, dos patas las grullas?

Chichibio, despavorido, no sabiendo en dónde meterse ya, contestó:

-Verdad es, señor, pero no me negaréis que a la grulla de ayer no le habéis gritado ¡Jojó!, que si lo hubierais hecho, seguramente habría sacado la pata y el muslo como éstas han hecho.

A Currado le hizo tanta gracia la respuesta que todo su resentimiento se le fue en risas, y dijo:

-Tienes razón, Chichibio: eso es lo que debí haber hecho.

Y así fue como gracias a su viva y divertida respuesta, consiguió el cocinero salvarse de la tormenta y hacer las pases con su señor.

FIN

miércoles, 12 de febrero de 2014

Un beso [Cuento. Texto completo.] Vicente Blasco Ibáñez

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Un beso[Cuento. Texto completo.]Vicente Blasco Ibáñez
Esto ocurrió a principios de septiembre, días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegando hasta las cercanías de París.El alumbrado empezaba a ser escaso, por miedo a los «taubes», que habían hecho sus primeras apariciones. Cafés y restoranes cerraban sus puertas poco después de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentío ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero a pesar de esto, la muchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un extremo a otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario están vacíos.
Varias corrientes humanas venían a perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República. Eran los refugiados de los departamentos del Norte, que huían ante el avance del enemigo, buscando amparo en la capital.
Llegaban los trenes desbordándose en racimos de personas. La gente se sostenía fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba la locomotora, Días enteros invertían estos trenes en salvar un espacio recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían inmóviles en los apartaderos de las estaciones, cediendo el paso a los convoyes militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, a media noche o al amanecer, no sabían adónde dirigirse, vagaban por las calles y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en pleno desierto.
* * * * *
La una de la madrugada. Me apresuro a sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome a otros rivales que también lo desean.
Llevo cuatro horas de paseo incesante en la noche caliginosa. Sobre los tejados pasan las mangas blancas de los reflectores, regleteando de luz el ébano del cielo. Contemplo, con la satisfacción de un privilegiado, a la muchedumbre desheredada que se desliza en la penumbra lanzando miradas codiciosas al banco. El reposo me hace sentir todo el peso de la fatiga anterior. Reconozco que si los hulanos apareciesen de pronto trotando por el centro de la calle, no me movería.
Una pierna me transmite su calor a través de una tenue faldamenta de verano. Me fijo en mi vecina, muchacha de las que siguen viniendo al bulevar por costumbre, pero sin esperanza alguna, pues el tiempo no está para bagatelas.
Tiene la nariz respingada, los ojos algo oblicuos, y un hociquito gracioso coronado por un sombrero de cuatro francos noventa. El cuerpo pequeño, ágil y flaco, va envuelto en un vestido de los que fabrican a centenares los grandes almacenes para uniformar con elegancia barata a las parisienses pobres. Por debajo de la falda asoman unas pezuñitas de terciopelo polvoriento. Sonríe con un esfuerzo visible, frunciendo al mismo tiempo las cejas. Se adivina que es una mujer ácida, de las que «hacen historias» a los amigos; una especie de calamar amoroso, que esparce en torno la amarga tinta de su mal carácter.
Conversa con una respetable matrona que vuelve llorosa de la estación de despedir a su hijo, que es soldado. Junto a ella está una hija de catorce años, mirando a la vecina con ojos curiosos y admirativos. Los que ocupan el resto del banco dormitan con la cabeza baja o sueñan despiertos contemplando el cielo.
La burguesa, al hablar, gratifica a la muchacha ácida con un solemne “Madame”. Hace un mes habría abandonado el asiento, a pesar de su cansancio, para evitarse tal vecindad. ¡Pero ahora!... La inquietud nos ha hecho a todos bien educados y tolerantes. París es un buque en peligro, y sus pasajeros olvidan las preocupaciones y rencillas de los días de calma, para buscarse fraternalmente.
Sigo su conversación fingiéndome distraído. La madre es pesimista. ¡Maldita guerra! Parece que las cosas marchan mal. Le van a matar al hijo; casi está segura de ello; y sus ojos se humedecen con una desesperación prematura. Los enemigos están cerca; van a entrar en París «como la otra vez».... Pero la joven malhumorada muestra un optimismo agresivo.
-No, no entrarán, “Madame”... Y si entran, yo no quiero verlo, no me da la gana; no podría. Me arrojaré antes al Sena... Pero no; mejor será que me quede en mi ventana, y al primero que entre en la calle le enviaré...
Y enumera todos los objetos de uso íntimo que piensa emplear como proyectiles. Vibra en ella la resolución absurdamente heroica de los insensatos gloriosos que protestan para hacerse fusilar.
Algo pasa por la acera que interrumpe estos propósitos desesperados. Avanza lentamente un matrimonio de viejos: dos seres pequeñitos, arrugados, trémulos, que se detienen un momento, respiran con avidez, gimen e intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capota de plumajes roídos por la polilla, se muestra la más animosa. Es enjuta y obscura; sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados. Se pasa de mano a mano una maleta que tira de ella con insufrible pesadez, encorvándola hacia el suelo.
A pesar de su cansancio, intenta auxiliar al hombre, que es una especie de momia. Su cabeza de pelos ralos aún parece más grande moviéndose sobre un cuello cartilaginoso, del que surgen los ligamentos con duro relieve. Los dos son de una vejez extremada; parecen escapados de una tumba. Les atormentan los paquetes que intentan arrastrar; caminan tambaleándose, como la hormiga que empuja un grano superior a su estatura. En este cansancio aplastante se adivina un nuevo suplicio, el de ir vestidos con las ropas guardadas durante muchos años para las grandes ceremonias de la vida: ella con falda de seda dura y crujiente; él puesto de levita y paletó de invierno.
El viejo deja caer el fardo que lleva en los brazos, y luego se desploma sobre este asiento improvisado.
-No puedo más... Voy a morir.
Gime como un pequeñuelo. Su pobre cabeza de ave desplumada se agita con el hipo que precede al llanto.
-Valor, mi hombre... Tal vez no estamos lejos. ¡Un esfuerzo!
La viejecita quiere mostrarse enérgica y contiene sus lágrimas. Se adivina que en la casa que dejaron a sus espaldas era ella la dirección, la voluntad, la palabra vehemente. Su diestra escamosa, abandonando a la otra mano todo el peso de la maleta, acaricia las mejillas del viejo. Es un gesto maternal para infundirle ánimo; tal vez es un halago amoroso que se repite después de un paréntesis de medio siglo. ¡Quién sabe! ¡La guerra ha despertado tantas cosas que parecían dormidas para siempre!...
Yo me imagino el infortunio de esos dos seres que representan ciento setenta años. Son Filemón y Baucis, que acaban de ver su apergaminado idilio roto por la invasión. Tienen el aspecto de antiguos habitantes de la ciudad que han ido a pasar el resto de su existencia en el campo, dejándose cubrir por las petrificaciones ásperas y saludables de la vida rústica. Tal vez fueron pequeños tenderos; tal vez ganó él su retiro en una oficina. Cuando no existían aún los hombres maduros del presente, se refugiaron los dos en esta felicidad mediocre, en este aislamiento egoísta soñado durante largos años de trabajo: una casita rodeada de flores, con algunos árboles; un gallinero para ella, un pedazo de tierra para él, aficionado al cultivo de legumbres.
Entraron en este nirvana burgués cuando los ferrocarriles eran menos aún que las diligencias, cuando la humanidad soñaba a la luz del petróleo, cuando un despacho telegráfico representaba un suceso culminante en una vida... Y de pronto, el miedo a la invasión alemana, que suprime un pueblo en unas cuantas horas, les ha impulsado a huir de una vivienda que era a modo de una secreción de sus organismos. Luego se han visto en París, aturdidos por la muchedumbre y por la noche, desamparados, no sabiendo cómo seguir su camino.
-Valor, mi hombre -repite la esposa.
Pero tiene que olvidarse de su compañero para dar gracias, con una cortesía de otros tiempos, a alguien que le toma la maleta e intenta levantar al viejo. Es la muchacha ácida, que da órdenes y empuja con irresistible autoridad. Ahora reconozco que no lo pasará bien el primer hulano que entre en su calle. Con un simple ademán limpia de gente una parte del banco, para que se instalen con amplitud los dos ancianos.
Queda espacio libre, pero yo me guardo bien de volver a sentarme. No quiero recibir un bufido con acompañamiento de varios nombres de pescados deshonrosos. Sin duda la presencia de estos viejos ha resucitado en la memoria de la muchacha la imagen de otros viejos largamente olvidados.
La trémula Baucis da explicaciones. Dos días en ferrocarril. Han huido con todo lo que pudieron llevarse. Su última comida fue en la tarde del día anterior; pero esto no les aflige: los viejos comen poco. Lo que les aterra es el cansancio. Llegaron a las diez: ni un carruaje, ni un hombre en la estación que quisiera cargar con sus paquetes. Todos están en la guerra. Llevan tres horas buscando su camino.
-Tenemos en París unos sobrinos -continúa la anciana.

Pero se interrumpe al ver que Filemón se ha desmayado, precisamente ahora que descansa. Los curiosos del bulevar, que esperan siempre un suceso, se aglomeran en torno del banco. La protectora empuja e insulta, sin dejar de ocuparse de los viejos.

-¿Y viven cerca los parientes?
-Plaza de la Bastilla -contesta Baucis, que no sabe dónde está la plaza.
Un murmullo de tristeza; un gesto de lástima. Todos miran el extremo del bulevar, que se pierde en la noche. ¡Tan lejos!... ¡No llegarán nunca! Circulan pocos automóviles; solo de vez en cuando pasa alguno.
Los brazos de la bienhechora trazan imperiosos manoteos; su voz intenta detener a los vehículos que se deslizan veloces. Carcajadas o palabras de menosprecio contestan a sus llamamientos, y ella, indignada contra los chófers insolentes, da suelta al léxico de su cólera, intercalando con frecuencia la frase más célebre de Waterloo.
Cuando transcurren algunos minutos sin que pasen vehículos, vuelve al lado de los viejos para animarlos con su energía. Ella los instalará en un carruaje; pueden descansar tranquilos.
De pronto salta en medio del bulevar. Viene mugiendo un automóvil del ejército, desocupado y enorme, a toda fuerza de su motor. El soldado que lo guía cambia de dirección para no aplastar a esta desesperada que permanece inmóvil, con los brazos en alto.
Su prudencia resulta inútil, pues la mujer, moviéndose en igual sentido, marcha a su encuentro. La multitud grita de angustia. Con un violento tirón de frenos, el automóvil se detiene cuando su parte delantera empuja ya a esta suicida. Debe haber recibido un fuerte golpe.
El chófer, un artillero de pelo rojo y aspecto campesino, que lleva sobre el uniforme un chaquetón de caucho, increpa a la muchacha, la insulta por el sobresalto que le ha hecho sufrir. Ella, como si no le oyese, le dice con autoridad, tuteándole:
-Vas a llevar a estos dos viajeros. Es ahí cerca, a la Bastilla.
La sorpresa deja estupefacto al soldado. Luego ríe ante lo absurdo de la proposición. Va de prisa, tiene que entrar en el cuartel cuanto antes. Le grita que se aleje, que salga de entre las ruedas. Ella afirma que no se moverá, e intenta tenderse en el suelo para que el vehículo la aplaste al ponerse en marcha.
El artillero jura indignado, tomando por testigos a los curiosos. Esto no es serio; le van a castigar; el cuartel... los oficiales... Pero ella está ya en el pescante, inclinando hacia el conductor su rostro ceñudo, esforzándose por encontrar un gesto de graciosa seducción.
-Yo te recompensaré. Llévalos y te daré un beso.
Sonríe el soldado débilmente, mirándola a la cara para apreciar el valor del ofrecimiento. No es gran cosa, pero ¡qué diablo! un beso siempre resulta agradable.
La gente ríe y palmotea, y la muchacha, mientras tanto, se aprovecha de esta situación para instalar a los viejos en el vehículo con todos sus paquetes.
El chófer pone en movimiento su motor.
-Gracias, Madame -dice lloriqueando Baucis, mientras Filemón articula gemidos de gratitud.
Pero “Madame” no les oye, ocupada en depositar dos besos sonoros en las mejillas del artillero, brillantes y ennegrecidas por la grasa de los engranajes. «Toma... toma.»
Se aleja el automóvil y se deshacen los grupos. Las pezuñitas de terciopelo vuelven hacia el banco. Una de ellas cojea dolorosamente. Siento la tentación de besar también, de besar a la muchacha ácida; pero me inspira miedo.
Temo que interprete torcidamente mis intenciones.
FIN

miércoles, 5 de febrero de 2014

La casa del pasado Algernon Blackwood

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/blackwood/la_casa_del_pasado.htm

La casa del pasado[Cuento. Texto completo.]
Algernon Blackwood

Una noche una Visión vino a mí, trayendo con ella una antigua y herrumbrosa llave. Me llevó a través de campos y senderos de dulce aroma, donde los setos ya susurraban en la oscuridad primaveral, hasta que llegamos a una inmensa y sombría casa, de ventanas conspicuas y tejado elevado, medio escondido en las sombras de la madrugada. Advertí que las persianas eran de un pesado negro y que la casa parecía revestida por una tranquilidad absoluta.
-Ésta -susurró ella en mi oído-, es la Casa del Pasado. Ven conmigo y recorreremos algunas de sus habitaciones y pasadizos; pero apresúrate, pues no tendré la llave por mucho tiempo y la noche ya casi se acaba. Aún así, por ventura, ¡debes recordar!
La llave produjo un espantoso ruido cuando giró en la cerradura, y cuando la puerta estuvo abierta a un vestíbulo vacío y hubimos entrado, escuché los sonidos de murmullos y llantos, y el roce de telas, como de gente moviéndose en sueños, a punto de despertar. Entonces, instantáneamente, un espíritu de gran tristeza vino a mí, empapando mi alma; mis ojos comenzaron a arder y picar y en mi corazón advertí una extraña sensación, como si algo que había dormido por años se desenrollara. Todo mi ser, incapaz de resistir, se rindió inmediatamente al espíritu de la melancolía más profunda, y el dolor de mi corazón, mientras las Cosas se movían y despertaban, por un momento se hizo demasiado fuerte para expresarlo en palabras...
Mientras avanzábamos, las débiles voces y sollozos escaparon delante nuestro hacia el interior de la Casa, y me di cuenta de que el aire estaba lleno de manos suspendidas, de vestimentas oscilantes, de trenzas colgantes, y de ojos tan tristes y nostálgicos, que las lágrimas -que ya casi desbordaban de los míos-, se retenían por milagro ante la contemplación de tan intolerable anhelo.
-No permitas que esta tristeza te aplaste -susurró la Visión a mi lado-. No despiertan frecuentemente. Duermen por años y años y años. Los cuartos están todos ocupados y a no ser que lleguen visitantes como nosotros a perturbarlos, jamás despertarían por propio acuerdo. Pero cuando uno se agita, el sueño de los otros también se ve perturbado, y también despiertan, hasta que el movimiento es comunicado de una habitación a otra y así finalmente, a través de toda la Casa... Pero, a veces, la tristeza es demasiado grande como para soportarla, y la mente se debilita. Por esta razón, la Memoria les entrega el sueño más dulce y profundo que posee y cuida de usar poco esta pequeña y herrumbrosa llave. Pero, escucha ahora -agregó ella, tomándome la mano- ¿no oyes, acaso, el temblor del aire a través de toda la Casa, que se asemeja al murmullo de agua cayendo? ¿Y quizá ahora tú... recuerdas?
Aún antes de que ella hablara, yo ya había captado débilmente el inicio de un nuevo sonido; y ahora, en lo profundo de los sótanos bajo nuestros pies, y también desde las regiones superiores de la gran Casa, me llegaba el murmullo y el crujido y el movimiento ligero y contenido de las Sombras durmientes. Se elevaba como una cuerda tañida suavemente de entre las inmensas e invisibles cuerdas pulsadas en algún lugar de las bases de la Casa, y su vibración corría suavemente por sus paredes y techos. Y supe que había escuchado el lento despertar de los Espíritus del Pasado.
¡Ay de mí!, con qué terrible invasión de amargura me sostenía allí, con los ojos inundados, escuchando las tenues voces muertas mucho tiempo atrás... Porque de hecho, toda la Casa estaba despertando; y en ese momento llegó hasta mi nariz el sutil y penetrante perfume del tiempo: de cartas, por largo tiempo conservadas, con la tinta borrosa y las cintas desteñidas; de olorosas trenzas, doradas y castañas, guardadas, ¡oh, tan tiernamente!, entre las flores prensadas que aún conservaban la profunda delicadeza de su olvidada fragancia; la aromática presencia de memorias perdidas, el intoxicante incienso del pasado. Mis ojos se inundaron, mi corazón se contrajo y expandió, mientras me rendía sin reserva a esas antiguas influencias de sonidos y aromas. Estos Espíritus del Pasado -olvidados en el tumulto de memorias más recientes- se apretaban alrededor mío, tomaron mis manos en las suyas y, siempre susurrando lo que yo hace tiempo había olvidado, siempre suspirando, exhalando de sus cabellos y vestiduras los aromas inefables de las épocas muertas, me guiaron a través de la inmensa Casa, de cuarto en cuarto, de piso en piso.
Pero no todos los Espíritus me eran igualmente claros. De hecho, algunos tenían sólo la más débil vida, y me agitaban tan poco que sólo dejaban una impresión indistinta y borrosa en el aire; mientras que otros me observaban casi con reproche con sus apagados y desteñidos ojos, como anhelando retornar a mis recuerdos; y entonces, al ver que no eran reconocidos regresaban flotando suavemente hacia las sombras de sus habitaciones, para volver a dormir imperturbados hasta el Día Final, cuando no fallaré en reconocerlos.
-Muchos de ellos han dormido por tanto tiempo -dijo la Visión a mi lado- que despiertan sólo a duras penas. Sin embargo, una vez despiertos te reconocen y recuerdan, aunque tú no logres hacerlo. Pues es la regla de la Casa del Pasado que, mientras tú no los evoques claramente, no recuerdes precisamente cuándo los conociste y con qué causas particulares de tu evolución pasada están asociados, no podrán mantenerse despiertos. A menos que los recuerdes cuando sus ojos se encuentren, a menos que su mirada de reconocimiento les sea devuelta por la tuya, están obligados a regresar a su sueño, silenciosa y desconsoladamente -sus manos sin estrechar, sus voces sin ser oídas-, para soñar un sueño inmortal y paciente, hasta que...
En ese instante, sus palabras se extinguieron repentinamente en la distancia y tomé conciencia de un abrumador sentimiento de deleite y alegría. Algo me había tocado los labios, y un fuego poderoso y dulce se precipitó hacia mi corazón y envió la sangre tumultuosamente por mis venas. Mi pulso latía locamente, mi piel resplandecía, mis ojos se enternecieron, y la terrible tristeza del lugar fue instantáneamente disipada, como por arte de magia. Volviéndome con una exclamación de júbilo, que de inmediato fue tragada por el coro de sollozos y suspiros que me rodeaban, observé... e instintivamente adelanté mis brazos en un rapto de felicidad hacia... hacia la visión de un Rostro... cabello, labios, ojos; una tela dorada rodeaba el hermoso cuello, y el antiguo, antiguo perfume del Este -¡por las estrellas, cuánto hace de ello!- estaba en su aliento. Sus labios nuevamente estaban en los míos; su cabello sobre mis ojos; sus brazos alrededor de mi cuello, y el amor de su antigua alma vertiéndose en la mía a través de unos ojos todavía fulgurantes y claros. Oh, el feroz tumulto, la maravilla inenarrable, ¡si sólo pudiese recordar!... Aquel aroma, sutil y disipador de brumas, de muchas eras atrás, una vez tan familiar... antes de que las Colinas de la Atlántida estuvieran sobre el mar azul, o que las arenas comenzaran a formar el lecho de la esfinge. Pero, un momento; ya regresa; comienzo a recordar. Cortina tras cortina se levantan de mi alma, y casi puedo ver más allá. Pero el espantoso elástico de los años, horrible y siniestro, milenio tras milenio... Mi corazón se estremece, y tengo miedo. Otra cortina se eleva y otra perspectiva, que va más allá que las otras, se hace visible, interminable, corriendo hacia un punto rodeado de gruesas brumas. ¡Y he aquí, que ellas también se mueven!, elevándose, iluminándose. Finalmente veré... ya comienzo a recordar… la piel morena... la gracia Oriental, los maravillosos ojos que contenían el conocimiento de Buda y la sabiduría de Cristo, aún antes que aquéllos hubieran soñado con alcanzarla. Como un sueño dentro de un sueño, me cautiva nuevamente, tomando una apremiante posesión de todo mi ser... la forma esbelta... las estrellas en aquel mágico cielo Oriental... los susurrantes vientos entre las palmeras... el murmullo del río y la música de los setos al inclinarse y suspirar en la dorada superficie de arena. Hace miles de años, hace evos de distancia. Se difumina un poco y comienza a pasar; luego parece surgir nuevamente. ¡Ay de mi!, aquella sonrisa de dientes resplandecientes... aquellos párpados de venas de encaje. Oh, quién me ayudará a recordar, pues se encuentra demasiado lejos, demasiado oscuro, y yo no puedo recordarlo completamente; aunque mis labios aún se estremecen, y mis brazos se encuentran aún extendidos, nuevamente comienza a desvanecerse. Ya hay una mirada de tristeza, demasiado profunda para expresar con palabras, al darse cuenta de que no es reconocida.... ella, cuya mera presencia pudo una vez extinguir para mí el universo entero... y ella se devuelve, lentamente, tristemente, silenciosamente a su oscuro e inmenso sueño, para soñar y soñar con el día en que la recordaré y que vendrá a donde pertenece...
Me observa desde el final de la habitación, donde las Sombras comienzan a cubrirla y a ganarla de vuelta con sus brazos estirados hacia su sueño de siglos en la Casa del Pasado.
Estremeciéndome entero, con el extraño perfume aún en mi nariz y el fuego en mi corazón, me di la vuelta y seguí a mi Sueño por una amplia escalera, hacia otra parte de la Casa. Al entrar en los corredores superiores oí al viento pasar cantando sobre el tejado. Su música tomó posesión de mí hasta que sentí como si todo mi cuerpo fuera un solo corazón, doliente, tenso, palpitante, como si fuera a quebrarse; y todo porque escuché al viento cantar alrededor de la Casa del Pasado.
-Recuerda -murmuró la Visión, respondiendo a mi inexpresada pregunta- que estás escuchando la canción que ha cantado por incontables siglos y para miríadas de incontables oídos. Se remonta asombrosamente lejos; y en ese simple salmo, profundo en su terrible monotonía, se encuentran las asociaciones y los recuerdos de las alegrías, penas y luchas de toda tu existencia previa. El viento, como el mar, le habla a la memoria mas íntima -agregó- y es por eso que su voz es de tal tristeza, profundamente espiritual. Es la canción de las cosas por siempre incompletas, inconclusas, insatisfechas.
Mientras pasábamos por las abovedadas habitaciones, advertí que nadie se agitaba. Realmente no había ningún sonido, sólo una impresión general de una respiración profunda y colectiva, como el vaivén de un mar amortiguado. Mas los cuartos, lo supe inmediatamente, estaban llenos hasta las paredes, repletos, fila tras fila... Y, desde los pisos inferiores, a veces se elevaba el murmullo de las Sombras llorosas al retornar a su sueño, instalándose nuevamente en el silencio, la oscuridad y el polvo. El polvo... oh, el polvo que flotaba en esta Casa del Pasado, tan denso, tan penetrante; tan fino que llenaba los ojos y la garganta sin dolor; tan fragante, que aliviaba los sentidos y tranquilizaba el corazón; tan suave, que resecaba la boca, sin molestar; y cayendo tan silenciosamente, acumulándose, posándose sobre todo, que el aire lo sostenía como una fina bruma y las sombras durmientes lo usaban como mortajas.
-Y éstas son las más antiguas -dijo mi Sueño- las dormidas hace más tiempo- apuntando hacia las filas repletas de silenciosos durmientes-. Nadie aquí ha despertado por siglos, demasiados para contarlos; y aún si despertaran no podrías reconocerlos. Ellos son, como los otros, todos tuyos, sólo que son los recuerdos de tus etapas más tempranas a lo largo del gran Camino de Evolución. Algún día, sin embargo, despertarán, y deberás reconocerlos y contestar sus preguntas, pues ellos no pueden morir hasta no agotarse a sí mismos a través de ti, quien les dio la vida.
-¡Ay de mí! -pensé, escuchando y entendiendo a medias estas palabras- cuántas madres, padres, hermanos, pueden entonces estar dormidos en este cuarto; cuántas fieles amantes, cuántos amigos de verdad, ¡cuántos antiguos enemigos! Y pensar que un día se levantarán y me confrontarán, y yo deberé encontrarme con sus ojos nuevamente, reclamarles, conocerlos, perdonarlos, y ser perdonado... los recuerdos de todo mi Pasado...
Me volteé para hablarle al Sueño a mi lado, y toda la Casa se disolvió en el brillo del cielo oriental, y escuché a los pájaros cantando y vi las nubes arriba velando las estrellas en la luz del día que se acercaba.