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miércoles, 30 de abril de 2014

Algo muy grave va a suceder en este pueblo [Cuento contado: Texto completo.] Gabriel García Márquez

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ggm/algo_muy_grave_va_a_suceder.htm

Algo muy grave va a suceder en este pueblo
[Cuento contado: Texto completo.]

Gabriel García Márquez
Nota: En un congreso de escritores, al hablar sobre la diferencia entre contar un cuento o escribirlo, García Márquez contó lo que sigue, "Para que vean después cómo cambia cuando lo escriba".
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:

-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
FIN

miércoles, 23 de abril de 2014

El rastro de tu sangre en la nieve [Cuento: Texto completo.] Gabriel García Márquez

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El rastro de tu sangre en la nieve[Cuento: Texto completo.]Gabriel García Márquez
Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.

Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:
-Merde! Allez-vous-en!

Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.

-¿Es algo grave? -preguntó.

-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.

Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. BillEl rastro de tu sangre en la nievey Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.

Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.

-Los he visto más grandes y más firmes -dijo, dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.

En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. "Suena como un buque", había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. "No me importa qué instrumento toques" -le decía- "con tal de que lo toques con las piernas cerradas". Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.

Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.

De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.

La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.

-Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.

En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.

Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.

Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.

-Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.

Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.

-Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.

Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.

-Los machos no comen dulces -dijo.

Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. "No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.

-Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.

Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.

-Ya será mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.

-Es la primera vez que me fallas -dijo él.

-Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.

Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. "Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto natural. "Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.

-Imagínate -dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?

No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.

-Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo-. Sigue de por la avenida del general Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.

Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.

Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfer­Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.

Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una sonrisa lívida.

-No te asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.

El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático.

-No, muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.

Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.

-Usted no -le dijo-. Va para cuidados intensivos.

Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.

-Doctor -le dijo-. Ella está encinta.

-¿Cuánto tiempo?

-Dos meses.

El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.

Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.

Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En la acera de enfrente había un edificio restaurado con un letrero: "Hotel Nicole". Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.

A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.

Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza.
Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.

Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sanduiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.

Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.

Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.

-Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.

Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital.

Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.

El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.

Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.

-¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo.

Billy Sánchez se quedó perplejo.

-En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.

Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.

Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.

miércoles, 16 de abril de 2014

El rey del trébol [Cuento. Texto completo.] Agatha Christie

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/christie/el_rey_del_trebol.htm

La verdad -observé dejando el Daily Newsmonger a un lado- tiene más fuerza que la ficción.La observación no era original, pero pareció gustar a mi amigo, que, ladeando la cabeza de nuevo, se quitó una mota imaginaria de polvo de los bien planchados pantalones y observó:
-¡Qué idea tan profunda! ¡Mi amigo Hastings es un pensador!
Sin enojarme por la evidente ironía, di un golpecito sobre el periódico que acababa de soltar de la mano.
-¿Lo ha leído ya? -pregunté.
-Sí. Y después de leerlo lo he vuelto a doblar simétricamente. No lo he tirado al suelo como acaba usted de hacer, con una lamentable falta de orden y de método.
(Esto es lo peor de Poirot. El Orden y el Método son sus dioses. Y les atribuye todos sus éxitos.)
-¿Entonces ha leído la nota del asesinato de Henry Reedbum, el empresario? Él ha originado mi reciente observación. Porque es cierto que no solo la verdad es más fuerte que la ficción, sino, asimismo, mucho más dramática. Vea por ejemplo esa sólida familia de clase media, los Ogiander. El padre, la madre, el hijo, la hija son típicos, como tantos cientos de familias de este país. Los hombres van al centro de la ciudad todos los días; las mujeres se ocupan de la casa. Sus vidas son pacíficas, monótonas incluso. Anoche estuvieron sentados en el salón de su casa de Daisymead, en Streatham, jugando al bridge. De improviso, se abre una puerta de cristales y entra en la habitación una mujer tambaleándose. Lleva manchado de sangre el vestido de seda gris. Antes de caer desmayada al suelo dice una sola palabra: «asesinado». La familia la reconoce al punto. Es Valerie Sinclair, famosa bailarina, de quien habla todo Londres.
-¿Habla usted por sí mismo o está refiriendo lo que dice el Daily Newmonger? -interrogó Poirot con ánimo de puntualizar.
-El periódico entró a último momento en prensa y se contentó con narrar hechos escuetos. A mí me han impresionado enseguida las posibilidades dramáticas del suceso.

Poirot aprobó pensativo mis palabras.
-Dondequiera que exista la naturaleza humana existe el drama. Solo que no siempre es como uno se lo imagina. Recuérdelo. Sin embargo, me interesa ese caso porque es posible que me vea relacionado con él.
-¿De verdad?
-Sí. Esta mañana me llamó por teléfono un caballero para solicitar una entrevista en nombre del príncipe Paúl de Mauritania.
-Pero ¿qué tiene eso que ver con lo ocurrido?
-Usted no lee todos nuestros periódicos. Me refiero a esos que relatan acontecimientos escandalosos y que comienzan por: «Nos cuenta un ratoncito...» o «A un pajarito le gustaría saber...». Vea esto.
Yo seguí el párrafo que me señalaba con el grueso índice.

-...desearíamos saber si el príncipe extranjero y la famosa bailarina poseen en realidad afinidades y, ¡si a la dama le gustaba la nueva sortija de diamantes!
-Bueno, continúe su historia. Quedamos en que mademoiselle Sinclair se desmayó en Daisymead sobre la alfombra del salón, ¿lo recuerda?
Yo me encogí de hombros.
-Como resultado de sus palabras, los dos Ogiander salieron; uno en busca de un médico que asistiera a la dama, que sufría una terrible conmoción nerviosa, y el otro a la jefatura de policía, desde donde, tras contar lo ocurrido, los acompañó a Mon Désir, la magnífica villa del señor Reedburn, que se halla a corta distancia de Daisymead. Allí encontraron al gran hombre, que, dicho sea de paso, goza de mala fama, tendido en la mitad de la biblioteca con la cabeza abierta.
-Yo he criticado su estilo -dijo Poirot con afecto-. Perdóneme, se lo ruego. ¡Oh, aquí tenemos al príncipe!
Nos anunciaron al distinguido visitante con el nombre de conde Feodor. Era un joven alto, extraño, de barbilla débil, con la famosa boca de los Mauranberg y los ojos ardientes y oscuros de un fanático.
-¿Monsieur Poirot?
Mí amigo se inclinó.
-Monsieur, me encuentro en un apuro tan grande que no puede expresarse con palabras...
Poirot hizo un ademán de inteligencia.
-Comprendo su ansiedad. Mademoiselle Sinclair es una amiga querida, ¿no es cierto?
El príncipe repuso sencillamente:

-Confío en que será mi mujer.
Poirot se incorporó con los ojos muy abiertos.

El príncipe continuó:
-No seré yo el primero de la familia que contraiga matrimonio morganático. Mi hermano Alejandro ha desafiado también las iras del emperador. Hoy vivimos en otros tiempos, más adelantados, libres de prejuicios de casta. Además, mademoiselle Sinclair es igual a mí, posee rango. Supongo que conocerá su historia, o por lo menos una parte de ella.
-Corren por ahí, en efecto, muchas románticas versiones de su origen. Dicen unos que es hija de una irlandesa gitana; otros, que su madre es una aristócrata, una archiduquesa rusa.
-La primera versión es una tontería, desde luego -repuso el príncipe-. Pero la segunda es verdadera. Aunque está obligada a guardar el secreto, Valerie me ha dado a entender eso. Además, lo demuestra, sin darse cuenta, y yo creo en la ley de herencia, monsieur Poirot.
-También yo creo en ella -repuso Poirot, pensativo-. Yo, moi qui vous parle, he presenciado cosas muy raras... Pero vamos a lo que importa, monsieur le prince. ¿Qué quiere de mí? ¿Qué es lo que teme? Puedo hablar con franqueza, ¿verdad? ¿Se hallaba relacionada mademoiselle de algún modo con ese crimen? Porque conocía al señor Reedburn, naturalmente...
-Sí. Él confesaba su amor por ella.
-¿Y ella?
-Ella no tenía nada que decirle.
Poirot le dirigió una mirada penetrante.
-Pero, ¿le temía? ¿Tenía motivos?
El joven titubeó.
-Le diré... ¿Conoce a Zara, la vidente?
-No.
-Es maravillosa. Consúltela cuando tenga tiempo. Valerie y yo fuimos a verla la semana pasada. Y nos echó las cartas. Habló a Valerie de unas nubes que asomaban en el horizonte y le predijo males inminentes; luego volvió la última carta. Era el rey de trébol. Dijo a Valerie: «Tenga mucho cuidado. Existe un hombre que la tiene en su poder. Usted le teme, se expone a un gran peligro. ¿Sabe de quién le hablo?». Valerie estaba blanca hasta los labios. Hizo un gesto afirmativo y contestó: «Sí, sí, lo sé». Las últimas palabras de Zara a Valerie fueron: «Cuidado con el rey de trébol. ¡Le amenaza un peligro!». Entonces la interrogué. Me aseguró que todo iba bien y no quiso confiarme nada. Pero ahora, después de lo ocurrido la noche pasada, estoy seguro de que Valerie vio a Reedburn en el rey de trébol y de que él era el hombre a quien temía.
El príncipe guardó brusco silencio.
-Ahora comprenderá mi agitación cuando abrí el periódico esta mañana. Suponiendo que en un ataque de locura, Valerie... pero no, ¡es imposible...!, ¡no puedo concebirlo, ni en sueños!
Poirot se levantó del sillón y dio unas palmaditas afectuosas en el hombro del joven.
-No se aflija, se lo ruego. Déjelo todo en mis manos.

-¿Irá a Streatham? Sé que está en Daisymead, postrada por la conmoción sufrida.
-Iré en seguida.
-Ya lo he arreglado todo por medio de la embajada. Tendrá usted acceso a todas partes.
-Marchemos entonces. Hastings, ¿quiere acompañarme? Au revoir, monsieur le prince.
Mon Désir era una preciosa villa moderna y cómoda. Una calzada para coches conducía a ella y detrás de la casa tenía un terreno de varias hectáreas de magníficos jardines.
En cuanto mencionamos al príncipe Paúl, el mayordomo que nos abrió la puerta nos llevó al instante al lugar de la tragedia. La biblioteca era una habitación magnífica que ocupaba toda la fachada del edificio con una ventana a cada extremo, de las cuales una daba a la calzada y otra a los jardines. El cadáver yacía junto a esta última. No hacía mucho que se lo habían llevado después de concluir su examen la policía.
-¡Qué lástima! -murmuré al oído de Poirot-. La de pruebas que habrán destruido.
Mi amigo sonrió.
-¡Eh, eh! ¿Cuántas veces habré de decirle que las pruebas vienen de dentro? En las pequeñas células grises del cerebro es donde se halla la solución de cada misterio.
Se volvió al mayordomo y preguntó:

-Supongo que a excepción del levantamiento del cadáver no se habrá tocado la habitación.
-No, señor. Se halla en el mismo estado que cuando llegó la policía anoche.
-Veamos. Veo que esas cortinas pueden correrse y que ocultan el alféizar de la ventana. Lo mismo sucede con las cortinas de la ventana opuesta. ¿Estaban corridas anoche también?
-Sí, señor. Yo verifico la operación todas las noches.
-Entonces, ¿debió descorrerlas el propio Reedburn?
-Así parece, señor.
-¿Sabía usted que esperaba visita?
-No me lo dijo, señor. Pero dio orden de que no se le molestase después de la cena. Ve, señor, por esa puerta se sale de la biblioteca a una terraza lateral. Quizá dio entrada a alguien por ella.
-¿Tenía por costumbre hacerlo así?
El mayordomo tosió discretamente.
-Creo que sí, señor.
Poirot se dirigió a aquella puerta. No estaba cerrada con llave. En vista de ello salió a la terraza que iba a parar a la calzada sita a su derecha; a la izquierda se levantaba una pared de ladrillo rojo.

-Al otro lado está el huerto, señor. Más allá hay otra puerta que conduce a él, pero permanece cerrada desde las seis de la tarde.
Poirot entró en la biblioteca seguido del mayordomo.
-¿Oyó algo de los acontecimientos de anoche? -preguntó Poirot.
-Oímos, señor, voces, una de ellas de mujer, en la biblioteca, poco antes de dar las nueve. Pero no era un hecho extraordinario. Luego, cuando nos retiramos al vestíbulo de servicio que está a la derecha del edificio, ya no oímos nada, naturalmente. Y la policía llegó a las once en punto.
-¿Cuántas voces oyeron?
-No sabría decírselo, señor. Solo reparé en la voz de mujer.
-¡Ah!
-Perdón, señor. Si desea ver al doctor Ryan está aquí todavía.
La idea nos pareció de perlas y poco después se reunió con nosotros el doctor, hombre de edad madura, muy jovial, que proporcionó a Poirot los informes que solicitaba. Se encontró a Reedburn tendido cerca de la ventana con la cabeza apoyada en el asiento de mármol adosado a aquella. Tenía dos heridas: una entre ambos ojos; otra, la fatal, en la nuca.
-¿Yacía de espaldas?
-Sí. Ahí está la prueba.
El doctor nos indicó una pequeña mancha negra en el suelo.
-¿Y no pudo ocasionarle la caída el golpe que recibió en la cabeza?
-Imposible. Porque el arma, sea cualquiera que fuese, penetró en el cráneo.
Poirot miró pensativo el vacío. En el vano de cada ventana había un asiento, esculpido, de mármol, cuyas armas representaban la cabeza de un león. Los ojos de Poirot se iluminaron.
-Suponiendo que cayera de espaldas sobre esta cabeza saliente de león y que de ella resbalase hasta el suelo, ¿podría haberse abierto una herida como la que usted describe?
-Sí, es posible. Pero el ángulo en que yacía nos obliga a considerar esa teoría imposible. Además, hubiera dejado huellas de sangre en el asiento de mármol.
-Sí, contando con que no se hayan borrado.
El doctor se encogió de hombros.
-Es improbable. Sobre todo porque no veo qué ventaja puede aportar convertir un accidente en crimen.
-No, claro está. ¿Qué le parece? ¿Pudo asestar una mujer uno de los dos golpes?
-Oh, no, señor. Supongo que está pensando en mademoiselle Sinclair.
-No pienso en ninguna persona determinada -repuso con acento suave Poirot.
Concentró su atención en la ventaba abierta mientras decía el doctor:
-Mademoiselle Sinclair huyó por allí. Vean cómo se divisa Daisymead por entre los árboles. Naturalmente, que hay muchas otras casas en la carretera, frente a esta, pero Daisymead es la única visible por este lado.
-Gracias por sus informes, doctor -dijo Poirot-. Venga, Hastings. Vamos a seguir los pasos de mademoiselle.
Echó a andar delante de mí y en este orden pasamos por el jardín, dejando atrás la verja de hierro y llegamos, también por la puerta del jardín, a Daisymead, finca poco ostentosa, que poseía media hectárea de terreno. Un pequeño tramo de escalera conducía a la puerta de cristales a la francesa. Poirot me la indicó con el gesto.
-Por ahí entró anoche mademoiselle Sinclair. Nosotros no tenemos ninguna prisa y lo haremos por la puerta principal.
La doncella que nos abrió la puerta nos llevó al salón, donde nos dejó para ir en busca de la señora Ogiander. Era evidente que no se había limpiado la habitación desde el día anterior, porque el hogar estaba todavía lleno de cenizas y la mesa de bridge colocada en el centro con una jota boca arriba y varias manos de naipes puestas aún sobre el tablero. Vimos a nuestro alrededor innumerables objetos de adorno y unos cuantos retratos de familia de una fealdad sorprendente, colgados de las paredes.
Poirot los examinó con más indulgencia que la que mostré yo, enderezando uno o dos que se habían ladeado.
-¡Qué lazo tan fuerte el de la famille! El sentimiento ocupa en ella el lugar de la estética.

Yo asentí a estas palabras sin separar la vista de un grupo fotográfico compuesto de un caballero con patillas, de una señora de moño alto, de un muchacho fornido y de dos muchachas adornadas con una multitud de lazos innecesarios. Suponiendo que era la familia Ogiander de los tiempos pasados la contemplé con interés.
En este momento se abrió la puerta del salón y entró una mujer joven. Llevaba bien peinado el cabello oscuro y vestía un jersey y una falda a cuadros.
Poirot avanzó unos pasos como respuesta a una mirada de interrogación de la recién llegada.
-¿Señora Ogiander? –dijo-. Lamento tener que molestarla... sobre todo después de lo ocurrido. ¡Ha sido espantoso!
-Sí, y nos tiene a todos muy trastornados -confesó la muchacha sin demostrar emoción.
Yo empezaba a creer que los elementos del drama pasaban inadvertidos para la señora Ogiander, que su falta de imaginación era superior a cualquier tragedia, y me confirmó en esta creencia su actitud, cuando continuó diciendo:
-Disculpen el desorden de la habitación. Los sirvientes están muy excitados.
-¿Es aquí donde pasaron ustedes la velada anoche, n 'est-ce pas?
-Sí, jugábamos al bridge después de cenar cuando...
-Perdón. ¿Cuánto hacía que jugaban ustedes?

-Pues... -la señora Ogiander reflexionó- la verdad es que no lo recuerdo. Supongo que comenzamos a las diez.
-¿Dónde estaba usted sentada?
-Frente a la puerta de cristales. Jugaba con mi madre y acababa de echar una carta. De súbito, sin previo aviso, se abrió la puerta y entró la señorita Sinclair tambaleándose en el salón.
-¿La reconoció?
-Me di vaga cuenta de que su rostro me era familiar.
-Sigue aquí, ¿verdad?
-Sí, pero está postrada y no quiere ver a nadie.
-Creo que me recibirá. Dígale que vengo a petición del príncipe Paúl de Mauritania.
Me pareció que el nombre del príncipe alteraba la calma imperturbable de la señora Ogiander. Pero salió sin hacer comentarios del salón y volvió casi en seguida para comunicarnos que mademoiselle nos esperaba en su dormitorio.
La seguimos y por la escalera llegamos a una bonita habitación, bien iluminada, empapelada de color claro. En un diván, junto a la ventana, vimos a una señorita que volvió la cabeza al hacer nuestra entrada. El contraste que ella y la señora Ogiander ofrecían me llamó en seguida la atención, pues si bien en las facciones y en el color del cabello se parecían, ¡qué diferencia tan notable existía entre las dos! La palabra, el gesto de Valerie Sinclair constituían un poema. De ella se desprendía un aura romántica. Vestía una prenda muy casera, una bata de franela encarnada que le llegaba a los pies, pero el encanto de su personalidad le daba un sabor exótico y semejaba una vestidura oriental de encendido color. En cuanto entró Poirot, fijó sus grandes ojos en él.
-¿Vienen de parte de Paúl? -su voz armonizaba con su aspecto, era lánguida y llena.
-Sí, mademoiselle. Estoy aquí para servir a él... y a usted.
-¿Qué es lo que desea saber?
-Todo lo que sucedió anoche, ¡absolutamente todo!
La bailarina sonrió con visible expresión de cansancio.
-¿Supone que voy a mentir? No soy tan estúpida. Veo con claridad que no debo ocultarle nada. Ese hombre, me refiero al que ha muerto, poseía un secreto mío y me amenazaba con él. Por el bien de Paúl traté de llegar a un acuerdo con él. No podía arriesgarme a perder al príncipe. Ahora que ha muerto me siento segura, pero no lo maté.
Poirot meneó la cabeza, sonriendo.
-No es necesario que lo afirme, mademoiselle –dijo-. Cuénteme lo que sucedió la noche pasada.

-Parecía dispuesto a hacer un trato conmigo y le ofrecí dinero. Me citó en su casa a las nueve en punto. Yo conocía ya Mon Désir, había estado en ella. Debía entrar en la biblioteca por la puerta falsa para que no me vieran los criados.
-Perdón, mademoiselle, pero ¿no tuvo miedo de ir allí sola y por la noche?
¿Lo imaginé o Valerie hizo una pausa antes de contestar?
-Sí, es posible. Pero no podía pedir a nadie que me acompañara y estaba desesperada. Reedburn me recibió en la biblioteca. ¡Celebro que haya muerto! ¡Oh, qué hombre! Jugó conmigo como el gato y el ratón. Me puso los nervios en tensión. Yo le rogué, le supliqué de rodillas, le ofrecí todas mis joyas. ¡Todo en vano! Luego me dictó sus condiciones. Ya adivinará las que fueron. Me negué a complacerle. Le dije lo que pensaba de él, rabié, me encolericé. Él sonreía sin perder la calma. Y de pronto, en un momento de silencio, sonó algo en la ventana, tras la cortina corrida. Reedburn lo oyó también. Se acercó a ella y la descorrió rápidamente. Detrás había un hombre escondido, era un vagabundo de feo aspecto. Atacó al señor Reedburn, al que dio primero un golpe... luego otro. Reedburn cayó al suelo. El vagabundo me asió entonces con la mano cubierta de sangre, pero yo me solté, me deslicé al exterior por la ventana y corrí para salvar la vida. En aquel momento distinguí las luces de esta casa y a ella me encaminé. Los visillos estaban descorridos y vi que los habitantes de la casa jugaban al bridge. Entré, tropezando, en el salón. Recuerdo que pude gritar: «asesinado», y luego caí al suelo y ya no vi nada...
-Gracias, mademoiselle. El espectáculo debió constituir un gran choque para su sistema nervioso. ¿Podría describirme al vagabundo? ¿Recuerda lo que llevaba puesto?
-No. Fue todo tan rápido... Pero su rostro está grabado en mi pensamiento y estoy segura de poder conocerlo en cuanto lo vea.

-Una pregunta todavía, mademoiselle. ¿Estaban corridas las cortinas de la otra ventana, de la que mira a la calzada?
En el rostro de la bailarina se pintó por vez primera una expresión de perplejidad. Pero trató de recordar con precisión.
-¿Eh, bien mademoiselle?
-Creo... casi estoy segura... ¡sí, segurísima!, de que no estaban corridas.
-Es curioso, sobre todo estando corridas las primeras. No importa, la cosa tiene poca importancia. ¿Permanecerá todavía aquí mucho tiempo, mademoiselle?
-El doctor cree que mañana podré volver a la ciudad.
Valerie miró a su alrededor. La señora Ogiander había salido.
-Estas gentes son muy amables, pero... no pertenecen a mi esfera. Yo las escandalizo... bien, no simpatizo con la bourgeoisie.
Sus palabras tenían un matiz de amargura.

Poirot repuso:
-Comprendo y confío en que no la habré fatigado con mis preguntas.
-Nada de eso, monsieur. No deseo más sino que Paúl lo sepa todo lo antes posible.
-Entonces, ¡muy buenos días, mademoiselle!
Antes de salir Poirot de la habitación se paró y preguntó señalando un par de zapatos de piel.
-¿Son suyos, mademoiselle?

-Sí. Ya están limpios. Me los acaban de traer.
-¡Ah! -exclamó Poirot mientras bajábamos la escalera-. Los criados estaban muy excitados, pero por lo visto no lo están para limpiar un par de zapatos. Bien, mon ami, el caso me pareció interesante, de momento, pero se me figura que se está concluyendo.
-Pero ¿y el asesino?
-¿Cree que Hércules Poirot se dedica a la caza de vagabundos? -replicó con acento grandilocuente el detective.
Al llegar al vestíbulo nos tropezamos con la señora Ogiander que salía a nuestro encuentro.
-Háganme el favor de esperar en el salón. Mamá quiere hablar con ustedes -nos dijo.
La habitación seguía sin arreglar y Poirot tomó la baraja y comenzó a barajar los naipes al azar con sus manos pequeñas y bien cuidadas.
-¿Sabe lo que pienso, amigo mío?
-¡No! -repuse ansiosamente.
-Pues que la señora Ogiander hizo mal en no echar un triunfo. Debió poner sobre la mesa el tres de picas.
-¡Poirot! Es usted el colmo.
Mon Dieu! No voy a estar siempre hablando de rayos y de sangre.
De repente olfateó el aire y dijo:
-Hastings, Hastings, mire. Falta el rey de trébol de la baraja.
-¡Zara! -exclamé.
-¿Cómo?

-De momento Poirot no comprendió mi alusión. Maquinalmente guardó las barajas, ordenadas, en sus cajas. Su rostro asumía una expresión grave.
-Hastings -dijo por fin-. Yo, Hércules Poirot, he estado a punto de cometer un error, un gran error.
Lo miré impresionado, pero sin comprender. Lo interrumpió la entrada en el salón de una hermosa señora de alguna edad que llevaba un libro de cuentas en la mano. Poirot le dedicó un galante saludo. La dama le preguntó:
-Según tengo entendido, es usted amigo de... la señorita Sinclair.
-Precisamente su amigo, no, señora. He venido de parte de un amigo.
-Ah, comprendo. Me pareció que...

Poirot señaló bruscamente la ventana y dijo, interrumpiéndola:
-¿Anoche tenían ustedes corridos los visillos?
-No, y supongo que por eso vio luz la señorita Sinclair y se orientó.
-Anoche estaba la luna llena. ¿Vio usted a la señorita Sinclair, sentada como estaba delante de la ventana?

-No, porque me abstraía el juego. Además porque, naturalmente, nunca nos ha sucedido nada parecido a esto.
-Lo creo, madame. Mademoiselle Sinclair proyecta marcharse mañana.
-¡Oh! -el rostro de la dama se iluminó.
-Le deseo muy buenos días, madame.
Una criada limpiaba la escalera cuando salimos por la puerta principal de la casa. Poirot dijo:
-¿Fue usted la que limpió los zapatos de la señora forastera?
La doncella meneó la cabeza.
-No, señor. No creo tampoco que haya que limpiarlos.
-¿Quién los limpió entonces? -pregunté a Poirot mientras bajábamos por la calzada.
-Nadie. No estaban sucios.
-Concedo que por bajar por el camino o por un sendero, en una noche de luna, no se ensucien, pero después de aplastar con ellos la hierba del jardín se manchan y ensucian.
-Sí, estoy de acuerdo -repuso Poirot con una sonrisa singular.
-Entonces...
-Tenga paciencia, amigo mío. Vamos a volver a Mon Désir.

El mayordomo nos vio llegar con visible sorpresa, pero no se opuso a que volviéramos a entrar en la biblioteca.
-Oiga, Poirot, se equivoca de ventana -exclamé al ver que se aproximaba a la que daba sobre la calzada de coches.
-Me parece que no. Vea -repuso indicándome la cabeza marmórea del león en la que vi una mancha oscura.
Poirot levantó un dedo y me mostró otra parecida en el suelo.
-Alguien asestó a Reedburn un golpe, con el puño cerrado, entre los dos ojos. Cayó hacia atrás sobre la protuberante cabeza de mármol y a continuación resbaló hasta el suelo. Luego lo arrastraron hasta la otra ventana y allí lo dejaron, pero no en el mismo ángulo como observó el doctor.
-Pero ¿por qué? No parece que fuera necesario.
-Por el contrario, era esencial. Y también es la clave de la identidad del asesino aunque sepa usted que no tuvo intención de matar a Reedburn y que por ello no podemos tacharlo de criminal. ¡Debe poseer mucha fuerza!
-¿Porque pudo arrastrar a Reedburn por el suelo?
-No. Este es un caso muy interesante. Pero me he portado como un imbécil.
-¿De manera que se ha terminado, que ya sabe usted todo lo sucedido?
-Sí.
-¡No! -exclamé recordando algo de repente-. Todavía hay algo que ignora.

-¿Qué?
-Ignora dónde se halla el rey de trébol.
-¡Bah! Pero qué tontería. ¡Qué tontería, mon ami!
-¿Por qué?
-Porque lo tengo en el bolsillo.
Y, en efecto, Poirot lo sacó y me lo mostró.
-¡Oh! -dije alicaído-. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿Acaso aquí?
-No tiene nada de sensacional. Estaba dentro de la caja de la baraja. No la utilizaron.
-¡Hum! De todas maneras sirvió para darle alguna idea, ¿verdad?
-Sí, amigo mío. Y ofrezco mis respetos a Su Majestad.
-Y ¡a madame Zara!
-Ah, sí, también a esa señora.
-Bueno, ¿qué piensa hacer ahora?
-Volver a Londres. Pero antes de ausentarme deseo decirle dos palabras a una persona que vive en Daisymead.
La misma doncella nos abrió la puerta.

-Están en el comedor, señor. Si desea ver a la señorita Sinclair se halla descansando.
-Deseo ver a la señora Ogiander. Haga el favor de llamarla. Es cuestión de un instante.
Nos condujeron al salón y allí esperamos. Al pasar por delante del comedor distinguí a la familia Ogiander, acrecentada ahora por la presencia de dos fornidos caballeros, uno afeitado, otro con barba y bigote.
Poco después entró la señora Ogiander en el salón mirando con aire de interrogación a Poirot, que se inclinó ante ella.
-Madame, en mi país sentimos suma ternura, un gran respeto por la madre. La mere de famille es todo para nosotros -dijo.
La señora Ogiander lo miró con asombro.
-Y esta única razón es la que me trae aquí, en estos momentos, pues deseo disipar su ansiedad. No tema, el asesino del señor Reedburn no será descubierto. Yo, Hércules Poirot, se lo aseguro a usted. ¿Digo bien o es la ansiedad de una esposa la que debo calmar?
Hubo un momento de silencio en el que la señora Ogiander dirigió a Poirot una mirada penetrante. Por fin repuso en voz baja:
-No sé lo que quiere decir pero, sí, dice usted bien sin duda.
Poirot hizo un gesto con el rostro grave.
-Eso es, madame. No se inquiete. La policía inglesa no posee los ojos de Hércules Poirot.
Así diciendo dio un golpecito sobre el retrato de la familia que pendía de la pared e interrogó:
-¿Usted tuvo dos hijas, madame? ¿Ha muerto una de ellas?
Hubo una pausa durante la cual la señora Ogiander volvió a dirigir una mirada profunda a mi amigo. Luego respondió:
-Sí, ha muerto.
-¡Ah! -exclamó Poirot vivamente-. Bien, vamos a volver a la ciudad. Permítame que le devuelva el rey de trébol y que lo coloque en la caja. Constituye su único resbalón. Comprenda que no se puede jugar al bridge, por espacio de una hora, con únicamente cincuenta y una cartas para cuatro personas. Nadie que sepa jugar creerá en su palabra. ¡Bonjour!
Cuando emprendimos el camino de la estación me dijo:
-Y ahora, amigo mío, ¿se da cuenta de lo ocurrido?
-¡En absoluto! –contesté-. ¿Quién mató a Reedburn?
-John Ogiander, hijo. Yo no estaba seguro de si había sido él o su padre, pero me pareció que debía ser el hijo el culpable por ser el más joven y el más fuerte de los dos. Asimismo tuvo que ser culpable uno de ellos a causa de las ventanas.
-¿Por qué?
-Mire, la biblioteca tiene cuatro salidas: dos puertas, dos ventanas; y de estas eligió una sola. La tragedia se desarrolló delante de una ventana que lo mismo que las dos puertas da, directa o indirectamente, a la parte de delante de la casa. Pero se simuló que se había desarrollado ante la ventana que cae sobre la puerta de atrás para que pareciera pura casualidad que Valerie eligiera Daisymead como refugio. En realidad, lo que sucedió fue que se desmayó y que John se la echó sobre los hombros. Por eso dije y ahora afirmo que posee mucha fuerza.
-¿De modo que los hermanos se dirigieron juntos a Mon Désir?
-Sí. Recordará la vacilación de Valerie cuando le pregunté si no tuvo miedo de ir sola a casa de Reedburn. John Ogiander la acompañó, suscitando la cólera de Reedburn, si no me engaño. El tercero disputó y probablemente un insulto dirigido por el dueño de la casa a Valerie motivó que Ogiander le pegase un puñetazo. Ya conoce el resto.
-Pero ¿por qué motivo le llamó la atención la partida de bridge?
-Porque para jugar a él se requieren cuatro jugadores y únicamente tres personas ocuparon, durante la velada, el salón.

Yo seguía perplejo.
-Pero ¿qué tienen que ver los Ogiander con la bailarina Sinclair?- pregunté-. No acabo de comprenderlo.
-Amigo, me maravilla que no se haya dado cuenta, a pesar de que miró con más atención que yo la fotografía de la familia que adorna la pared del salón. No dudo de que para dicha familia haya muerto la hija segunda de la señora Ogiander, pero el mundo la conoce ¡con el nombre de Valerie Sinclair!

-¿Qué?
-¿De veras no se ha dado cuenta del parecido de las dos hermanas?
-No –confesé-. Por el contrario, me dije que no podían ser más distintas.
-Es porque, querido Hastings, su imaginación se halla abierta a las románticas impresiones exteriores. Las facciones de las dos son idénticas lo mismo que el color de sus ojos y cabello. Pero lo más gracioso es que Valerie se avergüenza de los suyos y que los suyos se avergüenzan de ella. Sin embargo, en un momento de peligro pidió ayuda a su hermano y cuando las cosas adoptaron un giro desagradable y amenazador todos se unieron de manera notable. ¡No hay ni existe nada tan maravilloso como el amor de la familia! Y esta sabe representar. De ella ha sacado Valerie su talento. ¡Yo, lo mismo que el príncipe Paúl, creo en la ley de la herencia! Ellos me engañaron. Pero por una feliz casualidad y una pregunta dirigida a la señora Ogiander que contradecía la explicación, acerca de cómo estaban sentados alrededor de la mesa de bridge, que nos hizo su hija, no salió Hércules Poirot chasqueado.
-¿Qué dirá usted al príncipe?
-Que Valerie no ha cometido ese crimen y que dudo mucho que pueda llegar a darse con el vagabundo asesino. Asimismo que transmita mis cumplidos a Zara. ¡Qué curiosa coincidencia! Me parece que voy a ponerle a este pequeño caso un titulo: «La aventura del rey del trébol». ¿Le gusta, amigo mío?
FIN

miércoles, 9 de abril de 2014

Cuentos de Canterbury Sección primera - El cuento del molinero [Cuento. Texto completo.] Geoffrey Chaucer

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/chaucer/01_04.htm

Cuentos de CanterburySección primera - El cuento del molinero
[Cuento. Texto completo.]Geoffrey Chaucer
EL CUENTO DEL MOLINERO
 
Érase una vez un rústico adinerado, entrado ya en años, que vivía en Oxford. Tenía el oficio de carpintero y aceptaba huéspedes en su casa. Vivía con él un estudiante pobre, muy entendido en artes liberales, que sentía una irresistible pasión por el estudio de la astrología. Sabía calcular respuestas a ciertos problemas; por ejemplo, uno podía preguntarle cuándo las estrellas predecían lluvia o sequía, o vaticinar acontecimientos de cualquier clase. No puedo relacionarlos todos.
Este estudiante se llamaba Nicolás el Espabilado. Aunque al mirarle parecía poseer la mansedumbre de una niña, tenía una gracia especial para secretas aventuras y placeres del amor, pues era al mismo tiempo ingenioso y extremadamente discreto. En su alojamiento ocupaba un aposento privado, muy bien cuidado con hierbas olorosas. El mismo era tan delicioso como el regaliz o la valeriana. Su Almagesto y otros libros de texto de astrología, grandes y pequeños, y el astrolabio y las tablas de cálculo que precisaba para su ciencia, estaban situados en estanterías a la cabecera de su cama. Un burdo paño rojo cubría el hierro de planchar vestidos, y sobre este tenía un salterio1que tocaba cada noche, llenando su aposento de agradables melodías; solía entonar elÁngelus de la Virgen, cantando a continuación la Tonadilla del rey. La gente elogiaba a menudo su timbrada voz. De este modo pasaba el tiempo este simpático estudiante, con la ayuda de los ingresos que tenía y de lo que sus amigos proveían.
El carpintero se había casado poco ha con una mujer de dieciocho años, a la que amaba más que a su propia vida. Como ella era joven y retozona y él era viejo, los celos lo movieron a mantenerla estrechamente confinada, pues ya se había imaginado cornudo. Por su deficiente educación, nunca había leído el consejo de Catón de que un hombre debe casarse con alguien que se le parezca. Los hombres deben contraer nupcias con mujeres de posición y edad similar, ya que la juventud y la vejez, generalmente, no concuerdan: están a matar. Pero al haber caído en la trampa, tuvo que pasar sus apuros como otros.
Era ella una mujer hermosa y joven, con un cuerpo cimbreante y flexible como el de una nutria. Rodeándole el talle llevaba un delantal de un blanco deslumbrante, una faja de seda rayada y una camisa blanca con un cuello todo bordado alrededor con seda negrísima por dentro y por fuera. Se adornaba con una cofia blanca con cintas que hacían juego con el cuello de la camisa y una ancha cinta de seda ciñéndole la parte superior de la cabeza. Debajo de sus arqueadas cejas, delgadas y negras como endrinas, mostraba unos ojos profundamente lascivos.
Era más deliciosa de mirar que un peral en flor y más suave que los añinos al tacto. Una bolsa de cuero con borlas de seda y botones redondos de metal le pendía del cinto de la faja. Resulta difícil poder soñar con una chica como esa o con semejante preciosidad. Su tez brillaba más que una moneda de oro recién acuñada en la Torre; cantaba con la alegría y la claridad de una golondrina posada en el granero; solía saltar y retozar como una cabritilla o un ternero que corre tras su madre; su boca era dulce como la miel o el arrope, o como una manzana colocada sobre heno; era retozona como un potrillo, alta como un mástil y erguida como una flecha. De la parte baja del cuello colgaba un broche grande como el remate de un escudo, y los cordones de sus zapatos los llevaba entrelazados, como el rosetón de san Pablo, por las pantorrillas, cubiertas con medias rojas. Era un pimpollo, un bombón para la cama de un príncipe o esposa digna de algún acaudalado labrador.
Ahora bien, señores, sucedió que un día, cuando su marido se hallaba en Oseney, Nicolás, el Espabilado -estos estudiantes son hábiles y astutos-, empezó a retozar y a hacer bromas con la joven. Con disimulo la palpó en sus partes y le dijo:
-Querida, si no dejas que me salga con la mía, moriré de amor.
Y prosiguió mientras la abrazaba por las caderas:
-Por el amor de Dios, querida, hagamos el amor ahora mismo, o me voy a morir.
Ella se retorcía como un potrillo que están herrando y apartó su cabeza diciendo:
-Vete, no te besaré. Vete, Nicolás, o gritaré pidiendo socorro. ¡Quítame las manos de encima! ¿Es este modo de comportarse?
Pero Nicolás empezó a rogarle, y lo hizo con tal vehemencia, que, al fin, ella se rindió y juró por santo Tomás de Canterbury que sería suya tan pronto como pudiera encontrar la ocasión.
-Mi esposo está tan roído por los celos que, si no esperas pacientemente y vas con mucho cuidado, estoy segura que me destruirás -dijo ella-. Por eso, debemos mantenerlo en secreto.
-No te preocupes por ello -dijo Nicolás-. Si un estudiante no se las sabe más que un carpintero, habrá estado perdiendo el tiempo.
Por ello, y como dije antes, estuvieron de acuerdo en aguardar la ocasión propicia.
Arreglado esto, Nicolás dio a los muslos de la muchacha un buen magreo; luego la besó dulcemente, tomó su salterio y pulsó enardecido una alegre tonadilla.
Pero ocurrió que, un buen día, esta buena mujer interrumpió sus faenas domésticas, se lavó la cara hasta que relució de limpia y se dirigió a la iglesia de su parroquia para practicar sus devociones. Ahora bien, en aquella iglesia había un sacristán llamado Absalón. Su rizado cabello brillaba como el oro y se extendía como un gran abanico a cada lado de la raya que le recorría el centro de la cabeza. Era un individuo enamoradizo en el sentido más amplio de la palabra. Tenía una tez rosada, ojos grises de ganso y vestía con gran estilo, calzando medias y zapatos escarlatas con dibujos tan fantásticos como el rosetón de la catedral de san Pablo. La chaqueta larga de color azul claro le sentaba muy bien: con encajes ribeteados, estaba cubierta por un vistoso sobrepelliz de color blanco que semejaba un conjunto de retoños en flor. A fe mía que era todo un buen mozo. Sabía hacer de barbero, sangrar y extender documentos legales; sabía bailar en veinte estilos diferentes (pero siguiendo la moda de aquellos días procedentes de Oxford, con las piernas que salían disparadas a uno y otro lado); cantaba con un agudo falsete acompañándose de un violín de dos cuerdas. También tocaba la guitarra. No había posada o taberna de la ciudad que no hubiera animado con su visita, especialmente las que había con vivarachas muchachas de mesón. Pero, para decir verdad, era un poco pesado: se tiraba ventosidades y tenía una conversación latosa.
En aquel día festivo estaba de excelente humor cuando, al tomar el incensario, se puso a escudriñar amorosamente a las mujeres de la parroquia mientras las incensaba; dedicaba especial atención cuando miraba a la mujer del carpintero; era tan bella, dulce y apetecible, que le parecía que podría pasarse toda la vida contemplándola. Si ella hubiera sido un ratón y Absalón un gato, juro que se le hubiera arrojado encima inmediatamente. Tan chalado estaba el zumbón sacristán, que no admitía donativos de las mujeres al hacer la colecta; su buena educación se lo impedía, según comentaba.
Aquella noche la luna brillaba intensamente cuando Absalón cogió la guitarra para ir a cortejar. Lleno de ardor, salió de su casa con mucho ánimo, hasta que llegó a la casa del carpintero después del canto del gallo y se situó cerca de un ventanal que sobresalía de la pared. Entonces cantó con voz baja y suave, acompañándose con su guitarra:
-Queridísima dama, escucha mi plegaria y apiádate de mí, por favor.
El carpintero se despertó y le oyó.
-Alison -dijo a su mujer-, ¿no oyes a Absalón cantando bajo el muro de nuestro dormitorio?
Ella replicó:
-Sí, Juan; claro que oigo cada nota.
Las cosas prosiguieron como pueden suponer. El alegre Absalón fue a cortejarla diariamente, hasta que se puso tan desconsolado, que no podía dormir ni de día ni de noche. Se peinó sus espesos rizos y se acicaló, cortejándola por intermediarios, y prometió que sería su esclavo, le hacía gorgoritos como un ruiseñor y le enviaba vino, aguamiel, cerveza especiada y pasteles recién salidos del horno; le ofreció dinero, pues ella vivía en una ciudad en la que había cosas que comprar. Algunas pueden ser conquistadas con riquezas; otras, a golpes, y otras, finalmente, con dulzura y habilidad.
En una ocasión, para que ella contemplara su talento y versatilidad, hizo el papel de Herodes en el escenario. Pero ¿de qué le sirvió todo eso? Tanto amaba ella a Nicolás, que Absalón hubiera podido arrojarse al río; solo recibía burlas por sus desvelos. Por lo que ella convirtió a Absalón en un mono bufón y su devoción en chanza. He aquí un proverbio que dice gran verdad: «Si quieres avanzar, acércate y disimula. Un amante ausente no satisface su gula.»
Ya podía Absalón fanfarronear y desvariar, que Nicolás, solo por estar presente, lo desbancaba sin esfuerzo.
¡Vamos, espabilado Nicolás, muestra tu valor y deja a Absalón con su gimoteo! Sucedió que un sábado el carpintero tuvo que ir a Oseney. Nicolás y Alison convinieron que idearían alguna estratagema para engañar al pobre esposo celoso, de modo que, si todo salía bien, ella pudiera dormir toda la noche en sus brazos, como ambos deseaban. Sin decir ni una palabra, Nicolás, que ya no podía esperar más, llevó silenciosamente a su aposento suficiente comida y bebida para un día o dos. Entonces, Nicolás dijo a Alison que cuando su esposo preguntara por él, ella le contestase que no le había visto en todo el día y que ignoraba dónde podía hallarse; aunque creía que debía de haber caído enfermo, puesto que cuando la criada fue a llamarle, él no había replicado, a pesar de las grandes voces que dio.
Así, Nicolás se quedó en su aposento, callado, durante todo el sábado, comiendo, durmiendo, o haciendo lo que le daba la gana hasta que anocheció. Era la noche del sábado al domingo. El pobre carpintero empezó a preguntarse qué diablos podría ocurrirle a Nicolás:
-¡Por santo Tomás, empiezo a temer que Nicolás no está nada bien! Espero, Dios mío, que no haya fallecido repentinamente. Este es un mundo poco seguro, en verdad: hoy mismo he presenciado cómo llevaban a la iglesia el cadáver de un hombre al que había visto trabajando este lunes.
Entonces dijo al muchacho que le servía.
-Sube corriendo y grita a su puerta o golpéala con una piedra. Ve qué pasa y ven enseguida a decirme qué es lo que hay.
El muchacho subió decidido las escaleras y voceó y aporreó la puerta del aposento
-¡Eh! ¿Qué haces, maese Nicolás? ¿Cómo puedes estar durmiendo todo el día?
Pero no sirvió de nada. No hubo respuesta. Sin embargo, en uno de los paneles inferiores descubrió un agujero, que servía de gatera, y dio un vistazo al interior. Al final logró ver a Nicolás sentado muy tieso y con la boca abierta como si tuviera trastornado el juicio; por lo que bajó corriendo y explicó a su dueño inmediatamente el estado en que le había encontrado.
El carpintero empezó a persignarse diciendo:
-¡Ayúdanos, santa Frideswide! ¿Quién puede predecirnos lo que el destino nos depara? A este individuo le ha sobrevenido una especie de ataque con este astrobolio suyo. ¡Y sabía yo que algo le ocurriría! La gente no debe meter sus narices en los secretos divinos. ¡Bendito sea el hombre que no sabe más que el Credo! Esto mismo es lo que le pasó a aquel otro estudiante del astrobolio que salió a andar por los campos contemplando las estrellas y tratando de adivinar el futuro. Cayó dentro de una almarga: algo que no previó. Sin embargo, ¡por santo Tomás que lo siento por el pobre Nicolás! Por Jesucristo, que está en el cielo, que le voy a escarmentar de sus estudios, si es que yo valgo para algo. Dame una vara, Robin; apalancaré la puerta mientras tú la levantas. Esto pondrá fin a sus estudios, supongo.
Y se dirigió a la puerta del aposento. El criado era un muchacho muy fuerte, y la puso fuera de sus goznes en un momento. La puerta cayó al suelo. Allí se hallaba Nicolás sentado como si estuviera petrificado, con la boca abierta tragando aire. El carpintero supuso que estaba en trance de desesperación; lo agarró fuertemente por los hombros y lo sacudió con fuerza diciéndole:
-¡Eh, Nicolás! ¡Eh! ¡Baja la vista! ¡Despierta! ¡Acuérdate de la pasión de Jesucristo! ¡Que el signo de la cruz te proteja de duendes y espíritus!
Entonces empezó a murmurar un encantamiento en cada uno de los cuatro rincones de la casa y la parte exterior del umbral de la puerta:
Jesucristo, san Benito.
Los malos espíritus prohíban: espíritus nocturnos, huyan del Padrenuestro.
Hermana de san Pedro, no abandones a este siervo tuyo.
Después de un rato, Nicolás el Espabilado suspiró profundamente y dijo:
-¡Ay! ¿Debe el mundo terminar tan pronto?
El carpintero contestó:
-¿De qué hablas? Confía en Dios, como el resto de los que ganan el pan con el sudor de su frente.
A lo que replicó Nicolás:
-Vete a buscarme una bebida y te diré -en la más estricta confianza, te advierto- algo sobre un asunto que nos concierne a ambos. Te aseguro que no se lo diré a nadie más.
El carpintero bajó y regresó con casi un litro de buena cerveza. Cuando cada uno hubo bebido su parte, Nicolás cerró bien la puerta e hizo sentar al carpintero junto a él diciéndole:
-¡Querido Juan, querido anfitrión!, me debes jurar aquí mismo y por tu honor que nunca revelarás este secreto a nadie, pues te revelaré el secreto de Jesucristo, y estás perdido si lo cuentas a otra alma. Pues este será el castigo: si me traicionas te convertirás en un loco rematado.
-¡Que Jesucristo y su santa sangre me protejan! -repuso el ingenuo carpintero-. No soy ningún boquirroto y, aunque está mal que lo diga, no soy nada locuaz. Puedes hablar libremente: por Jesucristo que bajó a los infiernos: no lo repetiré a hombre, mujer o niño alguno.
-Pues bien, Juan -dijo Nicolás-. Te aseguro que no miento: por mis estudios de astrología y mis observaciones de la luna cuando brilla en el cielo, he averiguado que durante la noche del próximo lunes, a eso de las nueve, lloverá de una forma tan torrencial y asombrosa, que el diluvio de Noé quedará minimizado. El aguacero será tan tremendo -prosiguió-, que todo el mundo se ahogará en menos de una hora y la Humanidad perecerá.
Al oír eso, el carpintero exclamó:
-¡Pobre esposa mía! ¿Se ahogará también? ¡Ay, pobre Alison!
Quedó tan impresionado, que casi se desmayó.
-¿No puede hacerse nada? -preguntó.
-Sí, ya lo creo que sí -dijo Nicolás-; pero solamente si te dejas guiar por un consejo experto, en vez de seguir ideas propias que te puedan parecer brillantes. Como muy bien dice Salomón: «No hagas nada sin consejo, y te alegrarás de ello.» Ahora bien, si actúas siguiendo mi buen consejo, te prometo que nos salvaremos los tres, incluso sin mástil ni vela. ¿No sabes cómo Noé fue salvado cuando el Señor le advirtió por anticipado que todo el mundo perecería bajo las aguas?
-Sí -dijo el carpintero-, hace mucho, muchísimo tiempo.
-¿No has oído también -prosiguió Nicolás- lo que le costó a Noé y a todos los demás conseguir que su esposa subiera a bordo del arca? Me atrevo a asegurar que, en aquellos momentos, hubiera dado lo que fuese para que ella tuviera una barca solo para ella. ¿Sabes qué es lo mejor que podríamos hacer? Esto requiere actuar con rapidez, y en una emergencia no hay tiempo para parloteos ni retrasos. Corre y trae enseguida a casa una amasadera o una gran tina poco profunda para cada uno de nosotros tres y asegúrate de que sean lo suficientemente grandes para poderlas utilizar como barcas. Pon alimentos en ellas para un día, no necesitamos más, pues las aguas retrocederán y desaparecerán a eso de las nueve de la mañana siguiente. Pero tu muchacho Robin no debe saber nada de esto. Tampoco puedo salvar a Gillian, la criada; no preguntes por qué, pues incluso si me lo preguntaras, no revelaría los secretos de Dios. A menos que estés loco, debería ser suficiente para ti el ser favorecido igual que el propio Noé. No te preocupes: salvaré a tu mujer. Ahora, vete y busca bien.
»Cuando tengas las tres amasaderas, una para ella, una para mí y otra para ti, las colgarás en lo alto del techo para que nadie se dé cuenta de tus preparativos. Cuando hayas hecho lo que te he dicho y hayas colocado los alimentos en cada una de ellas, no te olvides de coger un hacha para cortar la cuerda y poder huir cuando llegue el agua, ni tampoco de practicar una abertura en la parte alta del tejado por el lado que da al jardín, por donde se hallan los establos, para que podamos pasar por él. Cuando haya terminado el diluvio, te aseguro que vas a remar tan alegremente como un pato blanco detrás de su pareja. Cuando grite: "¡Eh, Alison! ¡Eh, Juan! Anímense, las aguas descienden", tú responderás: "Hola, maese Nicolás. Buenos días. Te veo muy bien, pues es de día." Y entonces seremos los reyes de la Creación para el resto de nuestras vidas, igual que Noé y su mujer.
»Pero te tengo que advertir una cosa: cuando embarquemos esa noche, procura que ninguno de nosotros diga una sola palabra, o llame o grite, pues debemos rezar para cumplir las órdenes divinas. Tú y tu mujer deberán estar lo más alejados que puedan el uno del otro para que no exista pecado entre ustedes, ni una sola mirada, y mucho menos el acto sexual. Esas son tus instrucciones. Vete, y ¡buenas suerte! Mañana por la noche, cuanto todos duerman, nos meteremos en nuestras amasaderas y permaneceremos allí sentados confiando en que Dios nos libere. Ahora, vete. No tengo tiempo de seguir hablando de esto. La gente dice: "Envía a un sabio y ahorra tu aliento." Pero tú eres tan listo, que no necesitas que nadie te enseñe. Anda y salva nuestras vidas. Te lo ruego.»
El ingenuo carpintero salió lamentándose y confió el secreto a su mujer, que ya sabía la finalidad de todo el plan mucho mejor que él. Sin embargo, simuló estar asustadísima.
-¡Ay! -exclamó-, apresúrate y ayúdanos a escapar, o pereceremos. Yo soy tu esposa verdadera y legítima; por eso, querido esposo, vete y ayuda a salvar nuestras vidas.
¡Qué poder tiene la fantasía! La gente es tan impresionable, que puede morir de imaginación. El pobre carpintero empezó a temblar; creía realmente que iba a ver cómo el diluvio de Noé llegaba arrollándolo todo para ahogar a su dulce mujercita, Alison. Suspiró entrecortadamente, lloró, se lamentó y se sintió muy desgraciado. Luego, después de haber encontrado una amasadora y un par de grandes tinas, las metió subrepticiamente en la casa y, en secreto, las colgó de lo alto. Con sus propias manos hizo tres escaleras de mano con todos sus peldaños para poder alcanzar las tinas que colgaban de las vigas. Luego puso provisiones, tanto en la amasadera como en las dos tinas, de pan, queso y una jarra de buena cerveza, en cantidad suficiente para todo un día. Antes de ejecutar estos preparativos envió al muchacho que le servía y a la criada a Londres a hacer unos recados. El lunes, cuando se acercaba la noche, cerró la puerta sin encender las velas y comprobó que todo estuviera como es debido. Un momento más tarde, los tres subieron a sus tinas respectivas y se sentaron en ellas, permaneciendo inmóviles unos cuantos minutos.
-Ahora reza el Padrenuestro -dijo Nicolás-, y ¡chitón!
-¡Chitón! -respondió Juan.
-¡Chitón! -repitió Alison.
El carpintero rezó sus oraciones y permaneció sentado en silencio; luego oró nuevamente, aguzando el oído por si oía llover.
Tras un día tan fatigoso y ajetreado, el carpintero cayó dormido como un tronco a eso del toque de queda, o quizá un poco más tarde. Unas pesadillas hicieron que empezase a emitir sonidos quejumbrosos; pero como sea que su cabeza no descansaba bien, pronto estuvo roncando ruidosamente. Nicolás bajó silenciosamente por la escalera de mano, así como Alison, que se deslizó sin hacer ruido. Sin pronunciar palabra se fueron al lecho en la que el carpintero solía dormir. Todo fue alegría y jolgorio mientras Alison y Nicolás estuvieron allí acostados, ocupados en gozar de los placeres de la cama, hasta que la campana comenzó a sonar para los maitines y los frailes empezaron a cantar en el presbiterio.
Aquel lunes, Absalón, el sacristán herido de amor, suspirando de amor como de costumbre, se divertía en Oseney con un grupo de amigos, cuando, casualmente, preguntó a uno de los residentes en el claustro acerca de Juan, el carpintero. El hombre le tomó aparte, fuera de la iglesia, y le dijo:
-No sé; no lo he visto trabajando aquí desde el sábado. Creo que habrá ido a buscar madera para el abad; a este efecto, a menudo se ausenta y se queda en la granja un día o dos. Quizá habrá ido a casa. No sé realmente dónde se halla.
Absalón pensó para sí con gran deleite: «Esta noche no es para dormir. Es cierto; no lo he visto salir de casa desde el amanecer. Como me llamo Absalón, al cantar el gallo iré a golpear la ventana de su dormitorio y le declararé a Alison todo mi amor. Espero que, por lo menos, podré besarla; de todas formas, y como me llamo Absalón, seguro estoy que conseguiré alguna satisfacción. Mi boca me ha dolido todo el día: buen augurio de que al menos la besaré. Pensar que he estado soñando toda la noche que estaba en un banquete... Ahora haré una siesta de una o dos horas, y así esta noche podré estar despierto y divertirme un poco.»
Al primer canto del gallo, este animoso amante se levantó y se vistió con sus mejores galas. Antes de peinarse, masticó cardamomo y regaliz para que su aliento fuera dulce y se colocó una hoja de zarza debajo de la lengua, pensando que esto le haría atractivo. Luego se encaminó hacia la casa del carpintero y, silenciosamente, se colocó debajo del ventanal (cuyo alféizar era tan bajo que le llegaba a la altura del pecho) y en voz baja y medio reprimida, dijo:
-¿Dónde estás, dulce Alison, bonita, chatita, flor de canela? ¡Despierta, amor mío, háblame! No pienses en mi infortunio; sin embargo, languidezco de amor por ti, cuando te deseo tanto como el corderito ansía la ubre de su madre. De verdad, cariño, estoy tan enamorado de ti, que suspiro por ti como una paloma enamorada y como menos que una chiquilla.
-¡Aléjate de la ventana, majadero! -respondió ella-. Por Dios que no vas a tener mis besos; amo a otro -tonta sería si no lo amase-, un hombre mucho mejor que tú: Absalón. ¡Por amor de Dios, vete al diablo y déjame dormir, o te arrojaré una piedra!
-¡Córcholis y recórcholis! -repuso Absalón-. Jamás fue el amor verdadero tan mal recibido. No obstante, ya que no puedo esperar nada mejor, bésame por amor de Dios y por amor a mí.
-Prometes marcharte si lo hago? -le replicó ella.
-Sí, desde luego, amor mío -respondió Absalón.
-Entonces, prepárate -repuso ella-, que ahora vengo.
Y susurró a Nicolás:
-No hagas ruido, que podrás reír a gusto.
Absalón se dejó caer de rodillas diciendo:
-De todas formas salgo ganando, pues después del beso vendrá algo más, espero. ¡Oh, cariño! Sé buena, chatita; sé amable conmigo.
Apresuradamente ella alzó el cerrojo de la ventana y dijo:
-Vamos, acabemos de una vez.
Y añadió:
-No te entretengas, que no quiero que algún vecino te vea.
Absalón empezó por secarse los labios. La noche era oscura como boca de lobo, negra como el carbón, cuando ella sacó las posaderas por la ventana. Y sucedió que Absalón, antes de comprobar lo que era, dio a su culo desnudo un sonoro beso. Pero retrocedió inmediatamente: había algo que no concordaba bien, pues notó una cosa áspera y peluda, y sabía que las mujeres no tienen barba.
-¡Uf! ¿Qué he hecho?
-¡Ja, ja, ja! -exclamó ella, y cerró la ventana de golpe.
Absalón se quedó meditando su triste caso.
-¡Una barba! ¡Una barba! -gritó Nicolás el Espabilado-. Por Dios, esta sí que es buena.
El pobre Absalón oyó todas las palabras y se mordió los labios de rabia. Se dijo a sí mismo:
-¡Te haré pagar por esto!
¡Si supieran lo que Absalón frotó y restregó sus labios con polvo, arena, paja, trapos y raspaduras!
-¡Que el diablo me lleve! Pero prefiero vengar este insulto antes que llegar a poseer la ciudad entera -se repetía a sí mismo-. ¡Ay, si al menos me hubiera echado para atrás!
Su ardiente amor se había enfriado y apagado. Desde el momento en que le besó el culo, se le curó la enfermedad. No estaba ya dispuesto a dar un ochavo por una mujer hermosa. Empezó a lanzar improperios contra las mujeres veleidosas, llorando como un niño al que acababan de zurrar.
Lentamente cruzó la calle para visitar a un herrero amigo suyo, llamado maese Gervasio, que hacía aperos de labranza en su forja. Estaba ocupado afilando rastrillos y rejas, cuando Absalón llamó con los nudillos diciendo:
-Abre, Gervasio, y deprisa, por favor.
-¿Qué? ¿Quién esta ahí?
-Soy yo: Absalón.
-¡Cómo, Absalón! ¿Cómo es que estás levantando tan temprano? ¿Eh? ¡Dios nos bendiga! ¿Qué te pasa? Alguna mujerzuela que te hace bailar al son que quiere, supongo. ¡Por san Nedo! Sé lo que quieres decirme.
Absalón no le hizo caso y no soltó prenda, pues la cuestión era mucho más complicada de lo que imaginaba Gervasio. Así que fue y le dijo:
-¿Ves aquel rastrillo al rojo que está allí junto a la chimenea, amigo? Pues déjamelo; lo necesito para una cosa. Te lo devolveré enseguida.
Gervasio contestó:
-Por supuesto que te lo presto. Te lo prestaría aunque fuese de oro, o una bolsa llena de soberanos. Pero, en nombre de Jesucristo, ¿para qué lo quieres?
-No te preocupes -repuso Absalón-. Cualquier día te lo explicaré.
Y cogió el rastrillo por el mango, que estaba frío. Muy silenciosamente salió por la puerta y se dirigió al muro de la casa del carpintero. Primero tosió y luego llamó a la ventana, igual que lo había hecho antes.
Alison respondió:
-¿Quién está ahí llamando? Seguro que es un ladrón.
-¡Oh, no! -dijo Absalón-. El cielo sabe, mi chatita, que es tu Absalón que te quiere tanto. Te he traído un anillo de oro que me dio mi madre, que en gloria esté. Es muy bonito y está muy bien grabado. Te lo daré si me das otro beso.
Nicolás, que se había levantado a orinar, pensó completar la broma haciendo que Absalón le besase el culo antes de marcharse. Abrió rápidamente la ventana y, silenciosamente, asomó las nalgas. A esto, Absalón dijo:
-Habla, chatita mía, que no sé dónde estás.
Entonces Nicolás soltó un sonoro pedo, que resonó como un trueno. Absalón quedó medio ciego por la explosión; pero, como tenía preparado el hierro candente, lo aplicó al trasero de Nicolás. El ardiente rastrillo le chamuscó la parte posterior, haciéndole saltar la piel en un ruedo del ancho de una mano. Nicolás creyó morir de dolor, y en su angustia empezó a dar gritos frenéticamente diciendo:
-¡Socorro! ¡Agua! ¡Por el amor de Dios, socorro!
El carpintero se despertó sobresaltado. Oyendo a alguien gritar «¡Agua!» como si estuviese loco, pensó: «¡Ay! Ahí llega el diluvio de Noé»; sin más, se levantó y cortó la soga con el hacha. Todo se vino abajo, cayendo sobre los tableros del suelo, donde quedó casi sin sentido.
Alison y Nicolás se levantaron de un salto y salieron a la calle gritando:
-¡Socorro, que quiere matarnos!
Todos los vecinos se acercaron corriendo a contemplar al atónito carpintero, que seguía echado en el suelo, pálido como un muerto. Pues, además, se había roto un brazo en la caída. Sus problemas, sin embargo, no habían terminado todavía, pues tan pronto intentó hablar, Alison y Nicolás lo interrumpieron. Explicaron a todo el mundo que estaba loco de atar: aterrorizado por un imaginario diluvio como el de Noé, había comprado tres amasaderas y las había colgado de las vigas, rogándoles por el amor de Dios que se sentasen allí con él y le hiciesen compañía.
Todos empezaron a reír de sus propósitos, mirando embobados hacia las vigas en lo alto y burlándose de sus apuros. Era inútil cuanto dijese el carpintero: nadie podía tomarlo en serio. Juró y perjuró hasta tal punto, que toda la ciudad lo creyó loco. Los lugareños cultos, sin dudarlo, estuvieron de acuerdo en que estaba como una regadera, y todos se rieron mucho de este asunto.
Y así es cómo, a pesar de todos sus celos y precauciones, la esposa del carpintero fue jodida, Absalón besó su hermoso culo y a Nicolás le marcaron el suyo con un hierro candente.
Así acaba esta historia, y que Dios nos proteja.
AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MOLINERO
1. Salterio: instrumento musical que consiste en una caja prismática de madera, más estrecha por la parte superior, donde está abierta, y sobre la cual se extienden muchas hileras de cuerdas metálicas que se tocan con un macillo, con un plectro, con uñas de marfil o con las de las manos. (RAE)