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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Un miembro del Comité del Terror [Cuento. Texto completo.] Thomas Hardy

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Un miembro del Comité del Terror[Cuento. Texto completo.]Thomas Hardy
Habíamos estado hablando de las glorias georgianas de nuestro anticuado balneario, que ahora, con sus resistentes edificios bermejos de oscuro ladrillo, estilo ochocientos, parece la acera de una calle de Soho o Bloomsbury transportada a la costa, y arranca una sonrisa al moderno turista, que no aprecia la solidez de construcción. El escritor, muy joven, asistía como mero oyente. La conversación derivó de temas generales a lo particular, hasta que la anciana señora H., que a los ochenta años conservaba perfecta la memoria que había tenido toda su vida, nos interesó unánimemente con la manifiesta fidelidad con que repitió una historia que le había sido relatada muchas veces por su madre, cuando nuestra anciana amiga era una niña; un drama doméstico muy relacionado con la vida de una conocida de su padre, cierta mademoiselle V., profesora de francés. Los incidentes ocurrieron en la ciudad cuando ésta se hallaba en el apogeo de su fortuna, por la época de nuestra breve paz con Francia de 1802 a 1803.
-La escribí en forma de historia hace algunos años, precisamente después de morir mi madre -dijo la señora H-. Está guardada ahora en mi escritorio.
-¡Léala! -dijimos nosotros.
-No -contestó ella-, hay mala luz y la recuerdo lo suficientemente bien, palabra por palabra, con adornos y todo.
No podíamos escoger, dadas las circunstancias, y ella empezó:
***
Dos personas intervienen; por supuesto, un hombre y una mujer, y fue un atardecer de septiembre cuando ella le vio por vez primera. No había habido tan gran aglomeración en La Explanada en toda la temporada. Había acudido Su Majestad el rey Jorge III, con todas las princesas y duques reales, y más de trescientas personas de la nobleza y de la clase distinguida se hallaban también por entonces en la ciudad. Carrozas y demás vehículos llegaban a cada minuto de Londres y de otras partes; y cuando se presentó entre ellos una vieja diligencia por un camino costero de Havenpool y tiró hacia una taberna de segundo orden, atrajo relativamente poco la atención.
Un hombre se apeó de aquel polvoriento vehículo, dejó temporalmente en la administración un reducido equipaje y echó a andar a lo largo de la calle, como en busca de alojamiento.
Tenía unos cuarenta y cinco años, tal vez cincuenta, y llevaba una larga levita de finísimo paño descolorido, con gran cuello y corbata. Parecía buscar la oscuridad. Sorprendido ante el gentío, preguntó a un aldeano que encontró en la calle qué era lo que pasaba, hablando como una persona a quien resultase difícil la pronunciación del inglés.
El campesino lo miró con algo de sorpresa y dijo:
-Está aquí el rey Jorge con su real familia.
El extranjero preguntó si iban a quedarse mucho tiempo.
-No sé, señor. Lo mismo que siempre, supongo.
-Y eso, ¿cuánto es?
-Hasta cualquier día de octubre. Desde el año 89 vienen veraneando aquí.
El extranjero se dirigió hacia la calle de Santo Tomás y se acercó al puente situado en el remanso del puerto, que entonces, como ahora, unía la vieja ciudad con la parte más moderna. Barrían aquel lugar los rayos de un sol bajo que iluminaba longitudinalmente el puerto y que, como el hombre miraba a poniente, brillaba en la parte inferior del ala de su sombrero y en sus ojos. En dirección contraria a la que él llevaba cruzaban las siluetas a contraluz, entre ellas la de aquella señora conocida de mi madre, mademoiselle V. Pertenecía a una buena familia francesa y era por entonces una mujer pálida, de veintiocho o treinta años, alta y de figura elegante, pero sencillamente vestida; llevaba  aquella tarde (según contó) un chal de muselina Bruzado sobre el pecho y atado atrás, con arreglo a la moda de la época.
Al contemplar el rostro de aquel hombre que, según acostumbraba ella a decirnos, resultaba desusadamente distinto bajo el sol poniente, no pudo menos de estremecerse de terror, pues algo terrible le relacionaba con su historia; y tras de dar algunos pasos más cayó desmayada sobre el parapeto del puente.
El caballero extranjero iba tan preocupado que apenas había reparado en ella, pero aquel extraño desvanecimiento atrajo inmediatamente su atención. Cruzó rápidamente la calzada, la levantó y la llevó a la tienda más próxima al puente, explicando que era una dama que se había puesto enferma en la calle.
Ella volvió pronto en sí, pero se mostró tan confusa, que el que había acudido en su ayuda se dio cuenta de que aún le inspiraba un temor que le impedía recobrar por completo el dominio de sí misma. Ella se dirigió al dueño de la tienda de una manera atropellada y nerviosa, pidiéndole que buscase un coche. El tendero lo hizo así, y mademoiselle V. y el extraño guardaron un silencio forzado mientras aquél estuvo ausente. Llegó el coche y, dando las señas al cochero, la joven entró en él y se alejó.
-¿Quién es esa dama? -preguntó el caballero recién llegado.
-Una compatriota de usted, según me atrevo a suponer -dijo el tendero. Y le contó que se trataba de mademoiselle V., institutriz en casa del general Newbold, en la misma ciudad.
-¿Hay aquí muchos extranjeros? -inquirió el caballero.
-Si., aunque la mayor parte de Hanover. Pero desde que se hizo la paz se estudia mucho el francés entre la buena sociedad y hay gran demanda de profesores franceses.
-Si, yo doy clases de ese idioma -afirmó el visitante-. Busco colocación en una academia.
La información facilitada por el tendero al francés no parecía explicar a este último nada de la conducta de su compatriota (que efectivamente lo era) y el extranjero abandonó la tienda y siguió de nuevo su camino sobre el puente y a lo largo del muelle sur, hacia la posada «Old Rooms», donde alquiló una habitación para dormir.
El recuerdo de la mujer que había demostrado tal agitación al verle se prolongaba naturalmente en el recién llegado. Aunque, según he dicho, no tenía mucho menos de treinta años, mademoiselle V., persona de su misma nación y de aspecto altamente refinado y delicado, había suscitado un singular interés en el pecho de aquel caballero de mediana edad; y sus grandes ojos oscuros, al abrirse y huir de él, habían exhibido una patética belleza a la que difícilmente hubiera podido permanecer insensible ningún hombre.
Al día siguiente, después de escribir algunas cartas, el extranjero se dirigió a la oficina «Guía» de información y al periódico, comunicando en ambos que había llegado un profesor de francés y caligrafía, y dejó una carta al librero con el mismo fin. Luego anduvo a la ventura, pero acabó por informarse sobre el camino de la casa del general Newbold. En la puerta, sin dar su nombre, preguntó por mademoiselle V. y fue introducido en una sala de recibo de la parte trasera del edificio, a la cual acudió ella con una mirada de sorpresa.
-¡Dios mío! ¿A qué viene usted aquí, monsieur? -balbuceó en francés en cuanto le vio.
-Se puso usted enferma ayer. Yo la auxilié. Podía usted haberse caído del puente abajo si yo no la hubiera levantado. Fue, desde luego, un acto de pura humanidad; pero creí que podía venir a preguntar si estaba ya usted bien.
Ella se había dado la vuelta y apenas había oído una palabra.
-¡Lo odio a usted, hombre infame! -dijo-. No puedo soportar que me ayudara. ¡Márchese!
-¡Pero si usted no me conoce!
-¡Lo conozco demasiado bien!
-Entonces me lleva usted ventaja, mademoiselle. Soy recién llegado aquí. No la he visto a usted nunca, que yo sepa; y verdaderamente no la odio, no puedo odiarla.
-¿No es usted monsieur B.?
Él titubeó:
-Soy... en París -dijo-. Pero aquí soy monsieur G.
-Eso no tiene importancia. Usted es el hombre que yo he dicho.
-¿Cómo conoce usted mi verdadero nombre, mademoiselle?
-Lo vi a usted hace años, sin que me viera usted. Ha sido miembro del Comité de Salud Pública, bajo la Convención.
-Lo fui.
-Hizo usted guillotinar a mi padre, a mi hermano, a mi tío, a casi toda mi familia, y destrozó el corazón de mi madre. No habían hecho sino guardar silencio. Sus sentimientos se supusieron. Sus cuerpos decapitados fueron arrojados sin distinción a la fosa común del cementerio Mousseaux.
Él inclinó la cabeza.
-Me dejó usted sin un amigo, y aquí estoy ahora, sola en un país extranjero.
-Lo siento por usted -dijo él-. Lo siento por las consecuencias, no por la intención. Lo que hice fue cuestión de conciencia y, desde un punto de vista que usted no puede comprender, hice bien. No me beneficié ni en un céntimo. Pero no he de discutir sobre esto. Tiene usted la satisfacción de verme aquí, desterrado también, en la pobreza, traicionado por los camaradas, tan hostiles hacia mí como usted misma.
-No es una satisfacción para mí, monsieur.
-Bien, las cosas no pueden alterarse. Ahora, volvamos al asunto. ¿Está ya usted repuesta?
-No de la repulsión y temor que usted me inspira; por lo demás, sí.
-Buenos días, mademoiselle.
-Buenos días.
No volvieron a encontrarse de nuevo hasta una tarde en el teatro (al que con dificultad convencían que fuese a la amiga de mi madre para que se perfeccionase en el idioma, pues por entonces tenía la idea de hacerse profesora de inglés en su propio país). Le halló sentado a su lado, cosa que la puso pálida e inquieta.
-¿Todavía me tiene usted miedo?
-Se lo tengo. ¡Ah!, ¿no lo comprende usted?
Él hizo un signo afirmativo.
-Sigo la obra con dificultad -dijo poco después.
-Lo mismo me pasa a mí... ahora -contestó ella.
Él la miró largamente y ella se dio cuenta de su mirada, y sin apartar los ojos del escenario, éstos se le llenaron de lágrimas. Pero siguió inmóvil, mientras las lágrimas corrían manifiestamente a lo largo de sus mejillas, a pesar de que la obra era divertida, pues se trataba de la comedia de Sheridan Los Rivales, con el señor S. Kemple en el papel de capitán Absoluto. Él se dio cuenta de aquella angustia y de que mademoiselle V. tenía el pensamiento en otra parte, y levantándose bruscamente de su asiento cuando encendieron las luces, abandonó el teatro.
Aunque él vivía en la ciudad vieja y ella en la nueva, se veían desde lejos con frecuencia. En una de aquellas ocasiones estaba ella en el costado norte del puerto, junto al embarcadero, esperando el bote que había de pasarla al otro lado. Él se hallaba enfrente, junto a Cove Row. Cuando la barca llegó, en lugar de entrar en ella, la amiga de mi madre se retiró del desembarcadero; pero al volver los ojos para ver si él seguía donde antes, vio que señalaba la barca con el dedo.
-¡Entre! -dijo con una voz lo suficientemente fuerte para que llegara hasta ella.
Mademoiselle V. no se movió.
-¡Entre! -dijo él; y como ella siguiera quieta, lo repitió por tercera vez.
La verdad era que la institutriz había ido allí con intención de cruzar, y ahora se acercó y entró en la barca. Aunque no levantó los ojos, se dio cuenta de que él la estaba mirando. En los escalones de desembarque distinguió, por debajo del ala de su sombrero, una mano extendida. Los escalones estaban empapados y resbaladizos.
-No, monsieur -dijo ella-. A no ser, claro está, que crea usted en Dios y se arrepienta de su mal pasado.
-Siento que se le haya hecho a usted sufrir. Pero no creo en más dios que la Razón, y no me arrepiento. Actué como instrumento de un principio nacional. Sus amigos no fueron sacrificados por miras personales mías.
Entonces ella retiró la mano y subió sin ayuda. Él echó a andar hacia el alto del Miradero, desapareciendo sobre la cresta. Mademoiselle V. tenía que seguir el mismo camino, pues su objeto era llevar a casa a las dos niñas que se hallaban a su cargo, las cuales habían subido al acantilado a tomar el aire. Cuando se reunió con ellas en lo alto, vio la solitaria figura masculina al otro extremo, de pie e inmóvil frente al mar. Todo el tiempo que ella estuvo con sus alumnas permaneció él sin volverse, como si contemplase las fragatas que se hallaban en el fondeadero, pero probablemente meditando, inconsciente del lugar en que se encontraba. Al marcharse de allí, una de las niñas tiró medio bizcocho que había estado comiendo. Él se paró al pasar, lo recogió cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo.
Mademoiselle V. regresó a casa preguntándose:
-¿Tendrá hambre?
A partir de aquel día dejó de verle durante tanto tiempo que pensó que se habría marchado. Pero una tarde recibió una carta y la abrió temblando.
«Me encuentro enfermo -decía- y como usted sabe, solo. Hay una o dos cosillas que quiero que se hagan si muero, y preferiría no tener que dirigirme a nadie de aquí, si ello puede evitarse. ¿Tiene usted bastante caridad para venir a realizar mis deseos antes que sea demasiado tarde? ».
Ahora bien, desde que ella lo vio recoger el trozo de bizcocho, había empezado a sentir por su compatriota algo que era más que curiosidad, aunque tal vez menos que preocupación; y su corazón, nervioso y sensible, no podía resistir aquella llamada. Encontró su alojamiento (al que se había mudado por economía de la posada «Old Rooms»); era una habitación colocada sobre una tienda, a mitad de la escarpada y angosta calle de la vieja ciudad, que raramente pisaban los visitantes de buen tono. Entró en la casa con cierto recelo y fue introducida en la habitación donde él guardaba cama.
-Es usted demasiado buena, demasiado buena -murmuró, y luego-: No necesita usted cerrar la puerta: se sentirá más segura y nadie entenderá lo que hablemos.
-¿Se halla usted necesitado, monsieur? ¿Puedo darle...?
-No, no. Lo único que quiero de usted es que haga una o dos menudencias que no tengo fuerza para hacer yo mismo. Nadie más que usted sabe en la ciudad quién soy realmente... a menos que lo haya dicho.
-No lo he dicho... Pensé que podía usted haber actuado por cuestión de principios durante los días aquellos, incluso...
-Es usted muy bondadosa al conceder tanto como eso. Ahora, en cuanto al presente: pude destruir los pocos papeles que tenía antes de quedarme tan débil... Pero en aquel cajón encontrará usted algunas prendas de hilo -sólo dos o tres- marcadas con unas iniciales que podrían ser reconocidas. ¿Quiere usted arrancarlas con un cortaplumas?
Ella hizo lo que se le pedía, encontró las prendas, cortó las iniciales bordadas y volvió a dejar las telas como antes. La promesa de echar al correo, en caso de que él muriera, una carta que le entregó, completó todo lo que se requería de ella.
Él le dio las gracias.
-Me parece que se apena usted por mí -murmuró- y me sorprende. ¿Es cierto?
Ella evadió la respuesta.
-¿Se arrepiente usted y cree? -preguntó.
-No.
Al contrario de lo que ella esperaba y de lo que esperaba él, el enfermo sanó, aunque muy lentamente, y la actitud de mademoiselle V. se tornó más esquiva en adelante, aunque la influencia que él ejercía sobre ella era más profunda de lo que ella creía. Pasaron las semanas y llegó el mes de mayo. Por entonces se lo encontró un día paseando lentamente a lo largo de la playa en dirección norte.
-¿Sabe usted las noticias?
-¿Alude usted a la nueva ruptura entre Francia e Inglaterra?
-Sí; y el sentimiento de antagonismo es más fuerte que en la pasada guerra, debido a la arbitraria detención de los ingleses inocentes que hacían un viaje de placer por nuestro país. Creo que la guerra será larga y dura, y que mi deseo de vivir desconocido en Inglaterra se verá frustrado. Mire esto.
Sacó del bolsillo un trozo del único periódico que circulaba en el condado por aquellos días, y ella leyó:
Los magistrados que actúan en la legislación sobre extranjeros tienen orden de escudriñar en las Academias de nuestras ciudades y demás sitios en que hay empleados profesores franceses y de hacer investigaciones sobre todas las personas de dicha nacionalidad que figuran como profesores en este país. Muchos de ellos son conocidos como inveterados enemigos y traidores respecto a la nación entre cuyo pueblo han encontrado un medio de vida y un hogar.

-Desde la declaración de guerra -agregó él- he observado una marcada diferencia en la conducta de la clase baja para conmigo. Si tuviera lugar una gran batalla -cosa que sin duda ocurrirá pronto- ese sentimiento se agudizará hasta un punto que hará imposible para mí, un encubierto sin ocupación conocida, la permanencia en este lugar. Respecto a usted, cuyas obligaciones y antecedentes son conocidos, la dificultad será menor, aunque también desagradable. Ahora propongo lo siguiente: tal vez haya notado usted cómo la profunda simpatía que me inspira ha ido afirmándose en un ardiente sentimiento y lo que digo es esto: ¿quiere usted darme un título para protegerla, honrándome con su mano? Tengo más edad que usted, es verdad; pero como marido y mujer podemos salir juntos de Inglaterra y hacer del mundo entero nuestra patria; aunque yo propondría Québec, en Canadá, como el sitio que ofrece la mejor promesa de un hogar.
-¡Dios mío! ¡Me sorprende usted! -exclamó ella.
-Pero ¿acepta usted mi proposición?
-¡No, no!
-Y sin embargo, mademoiselle, creo que lo hará usted algún día.
-No lo creo.
-No la molestaré más ahora.
-Muchas gracias... Me alegro de que esté usted mejor, monsieur; quiero decir que tiene usted mejor aspecto.
-Ah, sí, estoy mejorando. Salgo a pasear al sol todos los días.
Y casi todos los días lo veía ella, unas veces saludándose con el gesto de manera circunspecta, otras cambiando frases formularias.
-¿No se ha ido usted todavía? -dijo ella en una de esas ocasiones.
-No. Por ahora no pienso irme sin usted.
-Pero, ¿encuentra usted dificultades aquí?
-En cierto modo. ¿Cuándo, pues, se apiadará usted de mí?
Ella movió la cabeza y siguió su camino. Sin embargo, se sintió un poco conmovida. «Lo hizo por cuestión de principios» -murmuró-. «¡No tenía animosidad contra ellos y no sacó provecho ninguno!».
Se preguntaba cómo viviría. Resultaba evidente que no era tan pobre como ella había creído; su pretendida pobreza podía ser un medio de pasar inadvertido. Se dio cuenta de que estaba peligrosamente interesada.
Y él siguió mejorando, hasta que su rostro delgado y pálido se hizo más lleno y firme. Mademoiselle V. seguía resistiendo aquella petición suya, hecha cada vez con más insistencia.
La llegada del Rey y la Corte para la temporada, como de costumbre, llevó las cosas a un punto culminante para estos dos desterrados solitarios y compatriotas. La terca preferencia del Rey por una zona de la costa tan peligrosamente próxima a Francia, hizo necesario que se ejerciera una severa vigilancia militar para proteger a los reales residentes. Media docena de fragatas se apostaban todas las noches en hilera a lo largo de la bahía, y dos filas de centinelas, una junto al mar y otra detrás de La Explanada, ocupaban totalmente el frente marinero todas las noches después de las ocho. El balneario se estaba convirtiendo en una residencia poco conveniente incluso para la misma mademoiselle V., cuya amistad con aquel extraño profesor francés y de caligrafía que nunca había tenido discípulos había sido observada por muchos que la conocían ligeramente. La esposa del general, a cuyo servicio estaba, la previno repetidas veces contra aquella relación; y al mismo tiempo los hanoverianos y los soldados de la Legión Extranjera que habían descubierto la nacionalidad de su amigo, se mostraban más agresivos que los soldados galanteadores ingleses que se habían fijado en ella.
En aquel tenso estado de cosas, las respuestas de mademoiselle V. se hicieron más agitadas.
-¡Santos cielos! -decía-. ¿Cómo voy a casarme con usted?
-Lo hará usted; ¡de seguro que lo hará! -volvía a contestar él-. No me marcho sin usted. Y, si sigo aquí, muy pronto seré sometido a interrogatorio ante los jueces, probablemente encarcelado. ¿Vendrá usted?
Ella notaba que sus defensas claudicaban.
Contra toda razón y sentimiento del honor familiar iba, por algún anormal impulso, dejándose ganar por un cariño hacia él que se fundaba en su contrario. Algunas veces sus inflamados afectos eran menos ardientes que otras y entonces se le aparecía con tintes más vivos la enormidad de su conducta.
Poco tiempo después llegó él con una mirada resignada en el rostro:
-Ha ocurrido lo que me esperaba -dijo-. He recibido conminación de partir. A decir verdad no soy bonapartista ni enemigo de Inglaterra; pero la presencia del Rey hace imposible para un extranjero sin ocupación aparente, y que puede ser un espía, el demorarse en la ciudad. Las autoridades son civiles, pero rígidas. No pasan de razonables. Bien, debo irme. Debe usted venir también.
Ella no habló. Pero inclinó la cabeza, asintiendo, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.
De vuelta a su casa, en La Explanada, se dijo: «¡Me alegro, me alegro! No podía hacer otra cosa. ¡Es devolver bien por mal!» .
Pero sabía que se engañaba a sí misma al decírselo, y que el principio moral no había influido para nada en su aceptación de él. Realmente no se había dado cuenta hasta entonces de la existencia del sentimiento que se había desarrollado inconscientemente en ella por aquel hombre solitario y grave, que según su idea tradicional era personificación de la venganza y la impiedad religiosa. Parecía absorber su naturaleza entera, y al absorberla, dominarla.
Sucedió que un día o dos antes del fijado para la boda, mademoiselle V. recibió carta de la única persona de su sexo y nacionalidad con quien tenía relación en Inglaterra y a la cual había comunicado que iba a casarse, sin decirle con quién. Las desgracias de aquella amiga habían sido en cierto modo análogas a las suyas, causa ello en parte de la intimidad de ambas: la hermana de su amiga, monja de la Abadía de Montmartre, había muerto en el cadalso a manos del mismo Comité de Salud Pública que había contado entre sus miembros al prometido de mademoiselle V. La que escribía había sentido mucho últimamente, desde la reanudación le la guerra -decía- el peso de su desgraciada situación, y la carta acababa con una acusación reciente de los autores de sus mutuas pérdidas y subsiguientes dificultades.
Por llegar precisamente entonces, el contenido de aquella carta produjo sobre mademoiselle V. el mismo efecto que un cubo le agua sobre un sonámbulo.
¡Lo que había estado haciendo al prometerse a aquel hombre! ¿No se estaba convirtiendo en una parricida? Estando en esta crisis sentimental, llegó su amado. La encontró temblorosa, y en contestación a su pregunta ella le dio cuenta de sus escrúpulos con un candor impulsivo.
No tenía intención de hacerlo así, pero la actitud de su prometido, de cariñoso mandato, la obligó a ser franca. Entonces aquel hombre dio muestras de una agitación nunca antes visible en él.
-¡Pero todo eso ha pasado! -dijo-. Tú eres el símbolo de la caridad y estamos comprometidos a perdonar y olvidar.
Sus palabras la calmaron por el momento, pero se quedó tristemente silenciosa, y él se marchó.
Aquella noche, mademoiselle tuvo (según creyó firmemente hasta el fin de su vida) una aparición enviada por Dios. Un desfile de sus perdidos parientes -padre, hermano, tío, primo- pareció cruzar el aposento entre su cama y la ventana, y cuando ella se esforzó por descubrir sus facciones se dio cuenta de que no tenían cabeza y que sólo los había reconocido por sus trajes familiares. Por la mañana, no pudo sacudirse de los efectos de aquella aparición sobre sus nervios. Durante todo el día no vio para nada a su cortejador, por estar él ocupado en arreglar la marcha. Aquel efecto aumentó por la tarde, víspera de la boda; a pesar de la reconfortante visita de él, su sentimiento del deber familiar se reforzaba ahora que se había quedado sola. Y, sin embargo, se preguntaba cómo podría ir ella a aquella hora tardía sola y sin protección a repetir a un prometido esposo que no podía ni quería casarse con él, admitiendo al mismo tiempo que lo amaba. La situación la espantaba. Había dejado su empleo de institutriz y se hallaba temporalmente en una habitación situada cerca de la administración de las diligencias, donde esperaba que fuera él por la mañana para llevar a cabo su unión y su partida.
Sensata o insensatamente, mademoiselle V. tomó esta resolución: que su única salvación estaba en la huida. Cuando él se hallaba cerca, la influía demasiado: no podía razonar. Así que empaquetando las pocas cosas que poseía y dejando sobre la mesa la pequeña cantidad que adeudaba, salió reservadamente, tomó el último asiento disponible en la diligencia de Londres, y casi antes de considerar por completo lo que hacía, se encontró rodando fuera de la ciudad en la oscuridad del atardecer de septiembre.
Una vez dado este paso inicial, empezó a reflexionar sobre sus razones. Él había pertenecido a aquel trágico Comité cuyo solo nombre horrorizaba al mundo civilizado; sin embargo, no había sido más que uno entre varios miembros y, a lo que parecía, no el más activo. Había señalado nombres por cuestión de principios, no había sentido enemistad personal contra sus víctimas y no había ganado ni un céntimo con el oficio que había desempeñado. Nada podía cambiar el pasado. Por otra parte, él la amaba y su corazón se inclinaba tanto hacia él que podía desligarse de aquel pasado. ¿Por qué no enterrar los recuerdos, como aquel hombre había sugerido, e inaugurar una nueva era con su unión? En otras palabras, ¿por qué no transigir con el cariño que sentía, ya que el anularlo no serviría de nada?
Así meditaba, en su asiento, mientras la diligencia pasaba por Casterbridge y Shottsford y hasta llegar a White Hart en Manchester, donde todo el edificio de sus recientes intenciones se desmoronó. Mejor sería mantenerse firme, una vez que había ido tan lejos, dejar que las cosas siguiesen su curso y atrever a casarse con el hombre que tanto la había impresionado. ¡Qué grande era él! ¡Qué insignificante era ella! ¡Y había pretendido juzgarlo! Abandonando su sitio en el coche con la misma precipitación con que lo había tomado, dejó marcharse a la diligencia, mientras algo en las siluetas que se alejaban de los pasajeros del exterior, destacándose sobre el cielo estrellado, la hizo estremecerse, como recordó después. El coche de vuelta, «El Heraldo Matutino», entró a poco en la ciudad y mademoiselle V. tomó apresuradamente un asiento en la baca.
-¡Seré firme... seré suya... aunque me cueste mi alma inmortal! -dijo-. Y respirando agitadamente volvió sobre el camino que acababa de recorrer. Cuando llegó al regio balneario amanecía, y su primer impulso fue volver a la habitación alquilada en que había pasado los últimos días. La patrona apareció en la puerta, en respuesta a las nerviosas llamadas de mademoiselle V.; ella explicó lo mejor que pudo su rápida partida y su regreso, y no habiendo inconveniente para que volviera a ocupar la habitación durante otro día, subió a ella y se sentó jadeante. Se hallaba otra vez de vuelta, y sus atropelladas tergiversaciones eran un secreto para aquel a quien únicamente concernían.
Sobre la chimenea había una carta cerrada.
-Si, está dirigida a usted, mademoiselle -dijo la mujer, que la había seguido-. Pero no sabíamos qué hacer con ella. La trajo un mensajero de la ciudad, después de irse usted anoche.
Cuando la patrona se fue, mademoiselle V. abrió la carta y leyó:
Mi querida y respetada amiga:
     Ha sido usted, durante nuestras relaciones, absolutamente franca respecto a sus recelos; pero yo he mantenido reserva respecto a los míos. Esta es la diferencia entre nosotros. Probablemente no ha adivinado usted que cada uno de sus escrúpulos sobre la realización de nuestro matrimonio ha tenido su paralelo en mi corazón. Así ha ocurrido que su involuntaria explosión de remordimiento de ayer, aunque mecánicamente combatida por mí en su presencia, fue un último ítem en mis propias dudas sobre lo sensato de nuestra unión, dándoles una fuerza que no puedo resistir más. Volví a casa; y al reflexionar, a pesar de lo mucho que la respeto y adoro, decido dejarla en libertad.
     Como persona que ha entregado, y puedo decir sacrificado, su vida a la causa de la libertad, no puedo permitir que su modo de pensar (probablemente permanente), sea dominado de manera despótica por un afecto que puede ser sólo transitorio.
     Sería penosísimo para ambos que yo comunicara a usted de palabra esta decisión. Por eso he adoptado el menos penoso sistema de escribir. Antes de que usted reciba esta carta habré salido para Londres, en la diligencia de la tarde, y al llegar a esa ciudad mis movimientos no serán revelados a nadie.
     Considéreme, mademoiselle, como muerto, y acepte mi renovada seguridad de respeto, recuerdo y afecto.

Cuando se repuso de su sorpresa y congoja, recordó que al arrancar la diligencia en Manchester antes de amanecer, la forma de una de las siluetas de los pasajeros del exterior, destacándose sobre el cielo estrellado, le había producido un estremecimiento momentáneo a causa del parecido con la de su amigo. No conociendo sus respectivas intenciones, habían abandonado la ciudad en la misma diligencia. Él, más fuerte, había perseverado; ella, más débil, había vuelto -pensó.
Al recobrarse de su estupor, mademoiselle V. se acordó otra vez de la señora Newbold, olvidada con los recientes acontecimientos, y dirigiéndose a ella se lo explicó todo con entera franqueza. La señora Newbold se guardó para sí la opinión que le merecía el episodio, y volvió a colocar a la abandonada novia en su antiguo puesto de institutriz de la familia.
Institutriz fue hasta el fin de sus días. Después de la paz final con Francia conoció a mi madre, a la cual contó por etapas esta historia suya. Mientras el pelo se le iba volviendo blanco y se agudizaban sus facciones, mademoiselle V. se preguntaba en qué rincón del mundo estaría su amante, si vivía, y si por cualquier casualidad lo volvería a ver. Pero cuando por el veintitantos, de edad no muy avanzada, la sorprendió la muerte, aquella silueta destacándose contra las estrellas del amanecer seguía siendo la última imagen que le quedaba del enemigo de su familia, en un tiempo su prometido esposo.
FIN
"A Committee-Man of 'The Terror'",
Illustrated London News, n
oviembre1896

La ambición del forastero [Cuento. Texto completo.] Nathaniel Hawthorne

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/hawthor/la_ambicion_del_forastero.htm

La ambición del forastero[Cuento. Texto completo.]Nathaniel Hawthorne
Este suceso se inició al caer la tarde de un día de septiembre. En aquel momento se hallaba la familia congregada alrededor de la lumbre del hogar, mantenido con piñas secas, maderos robados por las torrenteras de las montañas y troncos de los árboles tronchados por el viento. Los padres de aquella familia reflejaban en sus rostros una alegría serena; los niños reían; la hija mayor, a los diecisiete años, era una imagen viva de la felicidad, y la abuela, acomodada en el mejor lugar, y aplicada a su calceta, era, como la hija mayor, una imagen repetida de la felicidad, sólo que en el invierno de la vida. Todos los allí reunidos habían llegado a puerto de reposo en el lugar más horrible de Nueva Inglaterra. La familia vivía en el Tajo de las Montañas Blancas, donde el viento corría con violencia los 365 días del año y llevaban en su entraña, en el invierno, un frío de acero que descargaba despiadado sobre la casa de madera en su paso al valle del Saco. El lugar donde la familia había construido su hogar era frío, y, además de frío, amenazado por un constante peligro. Por encima de sus cabezas se alzaba, en efecto, una enorme montaña tan escarpada y agreste, que las piedras se desprendían con frecuencia, y rodando con estrépito desde lo alto, los sobresaltaban en la noche.La muchacha acababa de decir algo chistoso, que había provocado la risa de toda la familia, cuando el viento que corría a través del Tajo pareció detenerse ante la casa, sacudiendo la puerta con un lamento infinito antes de continuar hacia el valle. Aunque nada extraordinario representaba aquella violencia, la familia se sintió un momento sobrecogida. Ya volvía a resurgir la alegría en sus rostros, cuando pudieron oír que el picaporte de la puerta de entrada era alzado desde fuera, tal vez por algún transeúnte, cuyos pasos hubieran sido ahogados por el bramido del viento coincidente con su llegada.
Aunque vivían en aquella soledad, los miembros de la familia tenían ocasión de relacionarse a diario con el mundo exterior. El romántico paso del Tajo es una gran arteria a través de la cual discurre constantemente la sangre y la vida del comercio interior entre Maine, por un lado, y las Montañas Verdes y las orillas del San Lorenzo por el otro. La diligencia pasaba habitualmente por la puerta de la casa, y los caminantes, sin más compañía que su bastón, se detenían aquí para cambiar algunas palabras, a fin de que el sentimiento de la soledad no les acobardase antes de atravesar el desfiladero o alcanzar la primera casa del valle. También el tratante en camino hacia el mercado de Portland hacía un alto allí para pernoctar, y se sentaba al calor de la lumbre algún rato más de lo corriente, si era soltero, con la esperanza de robar un beso a la hija de la casa al partir. La morada de la familia era, en efecto, una de aquellas posadas primitivas en las que el viajero pagaba sólo por la comida y la cama, recibiendo, a cambio, una acogida imposible de pagar con todo el oro del mundo. Por eso, cuando se oyeron los pasos del desconocido entre la puerta de fuera y la de la habitación, toda la familia se puso en pie, la abuela, los niños y todos los demás, como si se dispusieran a dar la bienvenida a alguien de la familia, a cuyo destino se hallara vinculado el suyo propio.
La puerta se abrió y dio paso a un hombre joven. Al principio, su rostro se hallaba cubierto por la expresión de melancolía y casi desesperación del que camina solo y al oscurecer por un lugar abrupto y siniestro, pero pronto sus rasgos cobraron brillo y serenidad al comprobar la cordial acogida con que se le recibía. Su corazón parecía querer saltarle del pecho hacia todos los allí reunidos, desde la anciana que secaba una silla con su delantal, hasta el niño que le tendía los brazos. Una mirada y una sonrisa colocaron en seguida al desconocido en un pie de inocente familiaridad con la mayor de las hijas.
-¡No hay nada mejor que un fuego así! -exclamó-. ¡Sobre todo cuando se forma a su alrededor un círculo tan amable! Estoy completamente aterido. El Tajo es algo así como un tubo por el que soplan dos fuelles gigantescos; desde Barlett me viene azotando la cara un viento huracanado.
-¿Se dirige usted a Vermont? -preguntó el dueño de la casa, mientras ayudaba al joven a descargarse del morral que llevaba a las espaldas.
-Sí, voy a Burlington, y aún más allá -replicó éste-. Mi intención hubiese sido haber llegado esta noche a la casa de Ethan Crawford, pero en una ruta como ésta un hombre a pie tarda siempre más de lo calculado. Pero mi decisión está ya tomada, porque cuando veo arder esta lumbre y contemplo los rostros alegres de todos ustedes, me parece que lo han encendido precisamente para mí, y que la familia entera estaba esperando mi llegada. Así, pues, me sentaré, si me lo permiten, entre ustedes y me instalaré aquí por esta noche.
El recién llegado acababa de aproximar su silla al fuego, cuando se oyó afuera algo así como un pisar de gigante que se repetía por la escarpadura de la montaña acercándose con estrépito y pasando a grandes zancadas al lado de la casa. La familia entera detuvo el aliento mientras duró el ruido, conociendo como conocían lo que significaba, y el forastero hizo lo mismo instintivamente.
-La vieja montaña nos ha lanzado una piedra, para recordarnos que la tenemos aquí, sobre nuestras cabezas -dijo el padre serenándose en seguida-. Algunas veces mueve la cabeza y nos amenaza con desplomarse sobre nosotros, pero somos antiguos vecinos y, en el fondo, mantenemos buenas relaciones. Además, disponemos de un refugio seguro aquí, al lado de la casa, para el caso de que decidiera llevar a efecto sus amenazas.
Y ahora observemos que el viajero ha terminado su cena de carne de oso, y que sus maneras francas y abiertas lo han llevado a un plano de amistad con la familia, de suerte que la conversación entre todos se ha hecho tan sincera como si el recién llegado perteneciera a aquel hogar agreste. El joven a quien el azar había traído aquella noche a la casa era de carácter altivo aunque dúctil y amable; altanero y reservado entre los ricos y poderosos, pero siempre dispuesto a bajar su cabeza en la puerta de una choza y a sentarse al fuego con los desposeídos como un hermano o un hijo. En el hogar del Tajo encontró cordialidad y sencillez de ánimo, la penetrante y aguda inteligencia de Nueva Inglaterra y una poesía originaria y auténtica que los habitantes de la casa habían aprendido de los picachos y las quebradas y del mismo umbral de su pobre morada. El forastero había viajado mucho y siempre solo; su vida entera había sido, podía asegurarse, un sendero solitario, pues la altiva reserva de su naturaleza la había hecho apartarse siempre de aquellos que, de otra suerte, hubieran sido sus camaradas. También la familia, tan amable y hospitalaria como era, llevaba en sí esa conciencia de unidad entre todos sus miembros y de separación del resto del mundo, que convierte el hogar en un recinto sagrado en el que no tiene cabida ningún extraño. Aquella noche, no obstante, una simpatía profética llevó al joven instruido y de hábitos refinados a descubrir su corazón a aquellos rudos habitantes de las montañas, y su franqueza hizo que éstos se confiaran a él con la misma espontaneidad. ¿No es más fuerte, en efecto, el lazo de un destino común, que los que crea el mismo nacimiento?
El secreto del carácter del joven era una ambición altísima y abstracta. Era posible que hubiera nacido para vivir una vida oscura, pero no para ser olvidado en la tumba. Su ardiente anhelo se había transformado en esperanza, y esta esperanza, largo tiempo mantenida, se había convertido en la certeza de que, por insignificante que fuese su vida en el presente, el brillo de la gloria iluminaría su camino para la posteridad, aunque tal vez no mientras él lo recorriera. Cuando las generaciones venideras dirigiesen la mirada hacia la oscuridad que era entonces su presente, echarían de ver claramente el resplandor de sus pisadas, y se confesarían que un hombre de altas dotes había ido de la cuna a la tumba, sin que nadie hubiera sabido comprenderlo.
-Y, sin embargo -exclamó el forastero, con las mejillas ardientes y los ojos radiantes de luz-, todavía no he realizado nada. Si mañana desapareciera de la tierra, nadie sabría más de mí que ustedes: que un joven desconocido llegó un día al anochecer, procedente del Valle del Saco, que les abrió el corazón por la noche y que se marchó al amanecer del día siguiente por el Tajo, sin que volvieran a verlo. Ni una sola persona les preguntaría quién era este joven ni de dónde venía... ¡Pero no! ¡Yo no puedo morir hasta que haya cumplido mi destino! Después, sí; después, puede ya venir la muerte. ¡Yo mismo me habré edificado mi monumento para la posteridad!
Había un impulso tal de emoción espontánea bullendo constante en medio de fantasías abstractas, que la familia llegó a comprender los sentimientos del joven forastero, aun siendo como eran tan lejanos a los suyos propios. Dándose rápidamente cuenta de lo ridículo de su actitud, el joven enrojeció de la vehemencia hacia la que había sido arrastrado por sus mismas palabras.
-Ustedes se reirán de mí sin duda -dijo, cogiendo la mano de la hija mayor y riéndose él mismo-. Seguramente piensan que mi ambición es tan absurda como si subiera al Monte Washington y me dejara convertir allí en un trozo de hielo, sólo para que la gente de la comarca pudiera admirarme desde el llano... Y, sin embargo, doy fe de que querría un noble pedestal para la estatua de un hombre...
-A mí me parece -respondió la hija mayor, enrojeciendo- que es mejor estar sentados aquí al calor de la lumbre, contentos y serenos, aunque nadie piense en nosotros.
-Yo creo, sin embargo -dijo su padre, tras unos momentos de meditación-, que hay algo natural en lo que el joven ha dicho: y es posible que, si mi cerebro hubiera seguido este camino, yo también habría pensado lo mismo. Es raro, hasta qué punto sus palabras han despertado en mi pobre cabeza cosas que es bien seguro que no han de ocurrir nunca.
-¿Cómo sabes tú que no han de suceder? -respondió el ama de la casa-. ¿Puede el hombre saber lo que hará si llega a enviudar?
-¡No, no! -exclamó el padre, rechazando la idea con un tono de cariñosa protesta-. Cuando pienso en tu muerte, Ester, pienso siempre a la vez en la mía. Lo que estaba imaginando era otra cosa. Pensaba que teníamos una bonita granja en Barlett, en Betlehem, en Littleton o en cualquier otra ciudad en las vertientes de las Montañas Blancas, pero no donde éstas estuvieran constantemente amenazando derrumbarse sobre nuestras cabezas. Me hallaría en buenas relaciones con mis convecinos, y sería nombrado juez municipal del lugar y enviado a la Asamblea General por una o dos legislaturas, pues aquí hay mucho que hacer para un hombre sencillo y honrado. Y cuando llegara a viejo, y tú también, podría morir tranquilo dejándolos a todos llorando en torno a mí. Una sencilla lápida de pizarra me bastaría tanto como una de mármol, sobre la cual se grabaría simplemente mi nombre, mi edad y un versículo de los salmos, y quizá algunas palabras que dijeran a la gente que había vivido como un hombre honrado y había muerto como un cristiano.
-¿Lo ven ustedes? -dijo el forastero-. Es consustancial a la naturaleza humana ambicionar un monumento, ya sea de pizarra, o de mármol, o un pilar de granito o sólo un recuerdo glorioso en el corazón de las gentes.
-¡Qué cosas más especiales nos vienen esta noche a la imaginación! -dijo la esposa, con lágrimas en los ojos-. Suele creerse que es señal de que va a ocurrir algo cuando los hombres empiezan a pensar y a hablar así. ¡Escuchen a los niños!
Todos los reunidos prestaron, en silencio, atención. Los niños más pequeños se hallaban acostados en otro cuarto, pero la puerta medianera permanecía entreabierta, de suerte que se les podía oír hablar afanosamente entre sí. También ellos parecían afectados por las fantasmagorías que habían hecho presa en el círculo de personas mayores sentadas al fuego, y disputaban acaloradamente sobrepujándose los unos a los otros en deseos y ambiciones infantiles para cuando fueran hombres. Por fin, uno de los pequeños, en lugar de dirigirse a sus hermanos, llamó a su madre.
-Voy a decirte, mamá -dijo- lo que yo deseo. Quiero que tú y papá, y la abuela, y todos nosotros, sin prescindir del forastero, nos levantemos y nos dirijamos a beber un trago de agua en el Flume.
Ninguno de los presentes pudo reprimir una sonrisa al oír que el mayor deseo del niño era abandonar su cama bien caliente y arrancar a los demás del calor del fuego para visitar el Flume, una torrentera que se precipitaba desde lo alto de la montaña a las profundidades del Tajo. Apenas había acabado el niño de pronunciar sus últimas palabras, cuando se oyó el ruido intermitente de un carruaje que se acercaba y que, al fin, se detuvo de pronto delante de la puerta de la casa. En él parecían ir dos o tres hombres, que alegraban el camino con una canción cantada a coro, el eco de cuyas notas rebotaba entre las peñas, mientras que los viajeros dudaban de si proseguir su viaje o detenerse en la casa para pasar la noche.
-Padre -dijo la muchacha-, lo están llamando por su nombre.
Pero el dueño de la casa no estaba seguro de que efectivamente lo hubieran llamado, y no quería mostrarse demasiado ansioso por la ganancia invitando a los viajeros a pernoctar bajo su techo. Por eso, no se apresuró a acudir a la puerta, y, mientras tanto, se oyó restallar el látigo y los viajeros siguieron camino por el Tajo, siempre cantando y riendo, aunque su música y su alegría parecía provenir del corazón de la montaña.
-¡Mira, mira, mamá! -insistió el niño que había hablado antes-; también ellos se van hacia el Flume.
De nuevo los reunidos rompieron a reír ante la manía del niño de hacer una excursión en plena noche. De repente. sin embargo una nube pasó sobre el espíritu de la hija mayor; durante unos instantes sus ojos se fijaron persistentemente en el fuego, y respiró con tal intensidad que su aliento se convirtió casi en un suspiro. Sobresaltada y con rubor en el rostro, la joven miró rápidamente en derredor suyo, como si temiera que todos los que allí se hallaban hubieran penetrado con la mirada en el interior de su pecho. El forastero le preguntó qué era lo que había estado pensando.
-Nada -respondió-; solamente que precisamente en estos momentos me he sentido infinitamente sola.
-Yo siempre he tenido un don especial para percibir lo que otras personas llevan en el corazón -dijo el desconocido, medio en broma y medio en serio-. ¿Quiere usted que le adivine también los secretos del suyo? Sé perfectamente, sobre todo, lo que hay que pensar cuando una muchacha tirita, sentada al lado de la lumbre, y se queja de soledad estando presente su madre. ¿He de expresar todo ello en palabras?
-No serían ya sentimientos de una muchacha, si, efectivamente. pudieran ser expresados en palabras -dijo la ninfa de los montes riéndose, pero apartando los ojos.
Todas estas frases habían sido cruzadas en un aparte de los dos jóvenes. Acaso comenzaba a brotar en sus corazones un germen de amor, tan puro, como más acorde para florecer en el paraíso que en el polvo de este mundo. Las mujeres, en efecto, amaban la noble dignidad que distinguía al forastero, y el alma arrogante y contemplativa se siente siempre atraída por una simplicidad de espíritu pareja a la suya propia. Mientras ambos hablaban quedamente, y mientras el desconocido observaba la dulce melancolía, las sombras luminosas y los tímidos anhelos de una naturaleza de mujer, el viento que soplaba encajonado en el Tajo aumentaba por momentos su tono profundo y fragoroso. Como decía el imaginativo forastero, parecía una melodía cantada a coro por los espíritus del viento, los cuales, según el mito de los indios, habitaban en aquellas montañas, haciendo de sus cimas y de sus precipicios una región sagrada. También a lo largo del camino resonaba un lamento agudo, como si pasara por él un cortejo fúnebre. Para espantar la melancolía que se había apoderado de todos, la familia arrojó al fuego un montón de ramas de pino, hasta que las hojas secas comenzaron a crepitar y pronto surgieron vivas llamas iluminando de nuevo una escena de paz y de dicha humilde. La luz extendía su claridad sobre las cabezas de todos los allí reunidos, acariciándolos suavemente. Podían verse los rostros menudos de los niños husmeando desde el cuarto vecino, y, al lado del hogar, la silueta enérgica del padre, la fisonomía dulce y fatigada de la madre, el perfil altivo de los jóvenes, y la figura encorvada de la abuela, que seguía haciendo calceta en el lugar más recogido de toda la habitación. La anciana levantó un momento los ojos de su labor, y, mientras sus dedos continuaban moviéndose sin descanso, comenzó a hablar lentamente.
-Los viejos tienen sus ideas, de igual manera que también los jóvenes tienen las suyas. Han estado trazando deseos y proyectos, y haciendo correr la fantasía de una cosa a la otra, hasta que han logrado empujar mi pobre cabeza lanzándola por los mismos derroteros. ¿Qué puede, sin embargo, desear una vieja, que se halla a escasos pasos de la tumba? No obstante, voy a decirlo, porque me temo que si no lo hago así la idea me va a perseguir día y noche sin descanso.
-Sí, sí, dínoslo- exclamaron a la vez el marido y la mujer.
La anciana adoptó un aire de misterio, que hizo que el círculo de personas se estrechara más en torno al fuego, y comenzó a hablar, diciendo que, desde hacía años, venía preocupándose por las vestiduras con las que deseaba ser enterrada: una mortaja muy simple de hilo y una cofia de muselina. Esta noche, sin embargo, una extraña superstición la apresaba. En su juventud había oído contar que si, al enterrar a una persona, algo de su atavío quedaba desordenado, aunque fuera una simple arruga en el cuello de la mortaja o una mala colocación de la cofia, el cadáver se revolvía en el ataúd bajo tierra tratando de disponer de sus frías manos, para arreglar con ellas lo que no lo estuviera. La simple suposición de que pudiera acontecerle algo semejante a ella, la ponía nerviosa.
-¡Por Dios, abuela! -exclamó la nieta estremeciéndose-. ¡No creas esas cosas!
-Pues bien -prosiguió la abuela sin hacer caso, y con gran seriedad, aunque iluminado el rostro por una sonrisa-. Lo que deseo de ustedes, hijos míos, es que cuando me encuentre en el ataúd, me coloquen ante el rostro un espejo. ¿Quién sabe? Quizá me sea posible echar una mirada y ver si no está desarreglado nada de lo que llevo puesto.
-Todos, lo mismo jóvenes que viejos, no acertamos a hablar más que de tumbas y monumentos -observó el forastero-. Me gustaría saber qué es lo que sienten los marineros cuando el barco se hunde y todos se hallan en trance de ser sepultados a una en la inmensa y anónima sepultura del mar.
La fúnebre ocurrencia de la anciana había impresionado de tal forma durante unos momentos el cerebro de los allí reunidos, que nadie se había percatado de que afuera, en las tinieblas de la noche, un ruido semejante al bramar de cien gigantes había ido creciendo hasta alcanzar tonos profundos y terribles. La casa y todo lo que en ella había se estremeció; los mismos cimientos de la tierra parecían hallarse sacudidos como si el estruendo cada vez más próximo fuera el aviso de las trompetas del juicio final. Jóvenes y viejos cruzaron entre sí una mirada instintiva de pavor, y permanecieron inmóviles, lívidos, aterrorizados, sin fuerza para pronunciar una palabra ni para hacer un movimiento. Después un solo grito sonó en todas las gargantas.
-¡El alud!, ¡el alud!
Las palabras más elocuentes pueden sugerir, pero no describir el horror inexpresable de la catástrofe. Las víctimas se precipitaron fuera de la casa, buscando amparo en lo que ellas tenían por un lugar seguro, allí donde, pensando en aquella posibilidad, se había construido un muro de contención o barrera. ¡Ay! Los desgraciados habían renunciado a su salvación al hacerlo así, lanzándose inconscientemente en el seno del más fatal de todos los destinos. Toda una ladera de la montaña se vino abajo en una verdadera catarata de piedras y ruinas. Y precisamente pocos metros antes de llegar a la casa, aquella avalancha de muerte y destrucción se abrió en dos brazos, dejando en medio, casi intacta, la casa y arrasando en sus alrededores cuanto se oponía a su paso. Mucho antes de que se hubiera extinguido entre las montañas el estruendo del alud, había terminado ya la agonía de las víctimas y todas ellas gozaban de la paz. Sus cuerpos no fueron hallados jamás.
Al día siguiente una tenue columna de humo se elevaba todavía de la chimenea de la casa. Dentro el fuego ardía, a medio apagar, en el hogar, y las sillas se hallaban colocadas a su alrededor, como si los allí reunidos hubieran salido un momento a examinar los destrozos causados por el alud, y fueran a volver de un momento a otro para dar gracias a Dios por su milagrosa salvación. La historia recorrió todos los rincones de la comarca, y perdura eternizada en estas montañas como una leyenda. También los poetas han cantado el triste fin de la familia del Tajo.
Ciertos detalles parecían delatar que en la noche fatal un forastero se había acogido a la casa y había resultado víctima de la catástrofe con toda la familia. Otros negaban, en cambio, que hubiera indicios concluyentes para llegar a tal afirmación. ¡Triste fin para aquella juventud exaltada, con sus sueños de inmortalidad terrena! Su nombre y su persona han quedado absolutamente desconocidos; su historia, su camino en la vida y sus planes y proyectos permanecerán siempre perdidos en el misterio. Su misma muerte y su previa existencia son hechos que han quedado en duda...
FIN

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Demasiados han vivido [Cuento. Texto completo.] Dashiell Hammett

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/hammett/demasiados_han_vivido.htm

La corbata del hombre eran tan naranja como una puesta de sol. Se trataba de un individuo robusto, alto y puro músculo. El pelo oscuro con raya al medio y pegado al cuero cabelludo, las mejillas firmes y carnosas, la ropa que ceñía su cuerpo con evidente comodidad, e incluso las orejas, pequeñas y rosadas, adheridas a los lados de la cabeza: cada uno de estos elementos parecía formar parte de los distintos colores de una misma superficie uniforme. Tenía entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años.
Tomó asiento junto al escritorio de Samuel Spade, se echó hacia adelante, ligeramente apoyado en su bastón de caña, y dijo:
-No. Solo quiero que averigüe qué le ocurrió. Espero que no lo encuentre -sus ojos verdes saltones miraron solemnemente a Spade.
Spade se balanceó en el sillón. Su rostro -al que las uves de la barbilla huesuda, la boca, las fosas nasales y las cejas densamente pobladas otorgaban un aspecto satánico que no resultaba del todo desagradable- mostraba una expresión tan amablemente interesada como su tono de voz.
-¿Por qué?
El hombre de ojos verdes habló sereno y seguro:
-Spade, con usted se puede hablar. Tiene la clase de reputación que debe tener un detective privado. Por eso he acudido a usted.
El gesto de asentimiento no comprometió en nada a Spade. El hombre de ojos verdes prosiguió:
-Y estaré de acuerdo con un precio razonable.
Spade volvió a asentir, y respondió:
-Y yo, pero tiene que decirme qué servicio quiere pagar. Quiere averiguar qué le pasó a este... bueno, a Eli Haven, pero no le importa saber de qué se trata.
Aunque el hombre de ojos verdes bajó la voz, su expresión no cambió.
-En cierto sentido, me interesa. Por ejemplo, si lo encontrara y consiguiera mantenerlo definitivamente alejado, estaría dispuesto a pagar más.
-¿Está diciendo que lo mantenga alejado aunque no quiera?
-Ni más ni menos -replicó el hombre de ojos verdes.
Spade sonrió y negó con la cabeza.
-Probablemente esa cantidad mayor no sea suficiente... tal como lo ha planteado -apartó de los brazos del sillón sus manos de dedos largos y gruesos y puso las palmas hacia arriba-. Dígame, Colyer, ¿de qué se trata?
Aunque Colyer se ruborizó, sostuvo su mirada fría e inexpresiva.
-Ese hombre está casado con una mujer que me cae bien. La semana pasada se pelearon y él se largó. Si logro convencerla de que se ha ido definitivamente, cabe la posibilidad de que ella pida el divorcio.
-Me gustaría hablar con ella -declaró Spade-. ¿Quién es Eli Haven? ¿A qué se dedica?
-Es un mal tipo. No da golpe. Escribe poesía o algo por el estilo.
-¿Puede darme más datos útiles?
-No puedo decirle nada que Julia, su esposa, sea incapaz de transmitirle. Hable con ella -Colyer se puso en pie-. Estoy bien relacionado. Es posible que más adelante sepa algo más gracias a mis relaciones.

Una mujer menuda, de veinticinco o veintiséis años, abrió la puerta del apartamento. Su vestido azul pálido estaba adornado con botones plateados. Aunque pechugona, era esbelta, de hombros rectos y caderas estrechas, y se movía con un aire orgulloso, que en otra menos agraciada habría sido presuntuoso.
-¿Señora Haven? -preguntó Spade.
-Sí -la mujer vaciló antes de responder.
-Gene Colyer me pidió que hablara con usted. Me llamo Spade, y soy detective privado. Colyer quiere que busque a su marido.
-¿Lo ha encontrado?
-Todavía no. Primero tengo que hablar con usted.
La sonrisa de la mujer se esfumó. Estudió seriamente el rostro de Spade, facción por facción, retrocedió, abrió la puerta y replicó:
-Claro, adelante.
Se sentaron frente a frente en los sillones de una sala modestamente decorada. Tras las ventanas se veía un campo de juego en el que unos chicos bulliciosos se divertían.
-¿Le dijo Gene por qué quiere encontrar a Eli?
-Me dijo que cabe la posibilidad de que usted reflexione, si llega a la conclusión de que se ha ido definitivamente -la mujer guardó silencio-. ¿Se ha largado así en otras ocasiones?
-Frecuentemente.
-¿Cómo es Eli ?
-Cuando está sobrio es fantástico. Y cuando bebe también es agradable, salvo en lo que se refiere a mujeres y dinero -replicó imparcialmente.
-Por lo que parece, es interesante en muchos aspectos. ¿Cómo se gana la vida?
-Es poeta y, como sabe, nadie se gana la vida escribiendo poesías.
-¿Cómo...?
-Bueno, a veces aparece con algo de dinero. Dice que lo ha ganado al póquer o en las apuestas. ¡Yo qué sé!
-¿Hace mucho que están casados?
-Casi cuatro años...
Spade sonrió burlón.
-¿Han vivido siempre en San Francisco?
-No, el primer año vivimos en Seattle, y luego nos trasladamos aquí.
-¿Su marido es de Seattle?
La señora Haven negó con la cabeza.
-Es de un pueblo de Delaware.
-¿De qué pueblo?
-No tengo ni la menor idea.
Spade frunció ligeramente sus pobladas cejas.
-¿De dónde es usted?
-No me está buscando a mí -sonrió ligeramente.
-Se comporta como si así fuera -protestó-. Dígame, ¿quiénes son los amigos de su marido?
-¡A mí no me lo pregunte!
Spade hizo una mueca de impaciencia e insistió:
-Seguro que conoce a algunos.
-Sí. Hay un tal Minera, y un Louis James y alguien a quien llama Conny.
-¿Quiénes son?
-Gente corriente -respondió afablemente-. No sé nada de ellos. Telefonean, pasan a recoger a Eli o los veo en la calle con él. No sé nada más.
-¿Cómo se ganan la vida? Supongo que no serán todos poetas.
La mujer rió.
-Podrían intentarlo. Uno de ellos, Louis James, es... creo que forma parte del equipo de Gene. Sinceramente, no sé más de lo que le he dicho.
-¿Cree que saben dónde está su marido?
La señora Haven se encogió de hombros.
-Si lo saben, me están mintiendo. Aún llaman de vez en cuando para preguntar si ha dado señales de vida.
-¿Y las mujeres que mencionó?
-No las conozco.
Sam miró pensativo el suelo y preguntó:
-¿Qué hacía su marido antes de que empezara a no ganarse la vida con la poesía?
-De todo un poco: vendió aspiradoras, hizo de temporero, se echó a la mar, repartió naipes en una mesa de blackjack, trabajó para el ferrocarril, en industrias conserveras, en campamentos de leñadores, en ferias, en un periódico... hizo de todo.
-Cuando se fue, ¿tenía dinero?
-Los tres dólares que me pidió.
-¿Qué le dijo?
La mujer rió.
-Me dijo que si mientras estaba afuera yo utilizaba mis influencias divinas para hacer travesuras, regresaría puntualmente a la hora de la cena y me daría una sorpresa.
Spade frunció el entrecejo.
-¿Estaban peleados?
-Qué va, no. Hacía un par de días que nos habíamos reconciliado de la última pelotera.
-¿Cuándo se fue?
-El jueves por la tarde, alrededor de las tres.
-¿Tiene alguna foto de su marido?
-Sí.
La señora Haven se acercó a la mesa que había junto a una de las ventanas, abrió un cajón y se volvió hacia Spade con una foto en la mano. Spade observó la imagen de un rostro delgado, de ojos hundidos, boca sensual y frente surcada de arrugas y coronada por una desgreñada pelambrera rubia y gruesa. Guardó la foto de Haven en un bolsillo y recogió su sombrero. Caminó hacia la puerta y se detuvo.
-¿Qué tal poeta es? ¿Es de los buenos?
La mujer se encogió de hombros.
-Eso depende de a quién se lo pregunte.
-¿Tiene alguno de sus libros?
-No -la señora Haven sonrió-. ¿Cree que se ha escondido entre las páginas?
-Nunca se sabe qué pista conduce a algo interesante. Volveré a visitarla. Piense y compruebe si puede decirme algo más. Adiós.

Spade bajó por la calle Post hasta la librería Mulford y pidió un ejemplar de los poemas de Haven.
-Lo siento, pero ya no quedan -dijo la empleada-. La semana pasada vendí el último -sonrió- al mismísimo señor Haven. Si quiere, puedo pedirlo.
-¿Lo conoce?
-Solo por haberle vendido libros.
Spade apretó los labios y preguntó:
-¿Cuándo fue? -entregó su tarjeta a la empleada-. Por favor, es muy importante.
La muchacha se acercó a un escritorio, volvió las hojas de un libro de contabilidad encuadernado en rojo y regresó con éste abierto en las manos.
-Fue el miércoles pasado -respondió- y se lo entregamos al señor Roger Ferris, del 1981 de la avenida Pacific.
-Muchísimas gracias -dijo Spade.
Salió de la librería, llamó un taxi y dio al chofer las señas del señor Roger Ferris.

La casa de avenida Pacific era un edificio de piedra gris, de cuatro plantas, que se alzaba detrás de un estrecho jardín. La estancia a la que una criada de cara regordeta hizo pasar a Spade era amplia y de techo alto.
Aunque Spade tomó asiento, en cuanto la criada se retiró, se levantó y recorrió la sala. Se detuvo ante una mesa en la que había tres libros. Uno tenía en la sobrecubierta de color salmón, impreso en rojo, el bosquejo de un rayo que caía a tierra, entre un hombre y una mujer. En negro figuraba: Luces de colores, de Eli Haven.
Spade cogió el libro y volvió a la silla.
En la guarda había una dedicatoria escrita con tinta azul y con letras de trazos gruesos e irregulares:
Al bueno de Buck, que conoció las luces de colores, en recuerdo de aquellos tiempos.
Eli
Spade volvió las páginas al azar y leyó tranquilamente un poema:
Demasiados han vivido tal como vivimos
para que nuestras vidas sean prueba de nuestra vida.
Demasiados han muerto tal como morimos
para que sus muertes sean prueba de nuestra agonía.
Spade apartó la vista del libro cuando en la sala entró un hombre en esmoquin. Aunque no era alto, se mantenía tan erguido que incluso lo pareció cuando quedó frente al metro ochenta y pico de Spade. Sus más de cincuenta años no empañaban aquellos ojos azules y encendidos, su rostro bronceado, en el que no había ni un solo músculo fláccido, la frente ancha y uniforme y unos cabellos gruesos, cortos y casi blancos. Su semblante transmitía dignidad e, incluso, amabilidad.
Señaló el libro que Spade aún tenía en la mano, y preguntó:
-¿Le gusta?
Spade sonrió.
-Parezco muy descarado -dijo, y soltó el libro-. De todos modos, señor Ferris, ése es el motivo por el que he venido a verle. ¿Conoce a Haven?
-Sí. Señor Spade, siéntese, por favor -tomó asiento en un sillón próximo al del detective-. Lo conocí de joven. ¿Se ha metido en líos?
-No lo sé. Estoy tratando de dar con él -dijo Spade.
Ferris preguntó vacilante:
-¿Puedo preguntarle por qué?
-¿Conoce a Gene Colyer?
-Sí -Ferris volvió a titubear. Finalmente agregó-: Que esto quede entre nosotros. Poseo una cadena de cines en el norte de California, y hace un par de años, cuando tuve problemas con el personal, me dijeron que Colyer era el individuo con quien debía ponerme en contacto para resolver la cuestión. Así le conocí.
-Claro -comentó Spade secamente-. Muchas personas conocen así a Gene.
-¿Qué tiene que ver con Eli?
-Me ha pedido que lo busque. ¿Cuándo lo vio por última vez?
-El jueves pasado estuvo en casa.
-¿A qué hora se marchó?
-A medianoche... quizás algo después. Se presentó por la tarde, alrededor de las tres y media. Hacía años que no nos veíamos. Lo convencí de que se quedara a cenar... iba bastante desastrado... y le presté dinero.
-¿Cuánto?
-Ciento cincuenta, todo lo que tenía en casa.
-Antes de irse, ¿dijo adónde pensaba dirigirse?
Ferris negó con ha cabeza.
-Me dijo que me telefonearía al día siguiente.
-¿Y le telefoneó?
-No.
-¿Lo conoce de toda ha vida?
-No exactamente. Trabajó para mí hace quince o dieciséis años, cuando yo era propietario de una empresa de feria, grandes espectáculos combinados del Este y el Oeste, primero con un socio, y luego por mi cuenta. El chico siempre me cayó bien.
-¿Cuándo lo vio por última vez antes del jueves?
-Solo Dios lo sabe -replicó Ferris-. Le perdí la pista durante años. El miércoles llegó el libro, como llovido del cielo, sin remitente ni nada que se le pareciera, salvo la dedicatoria, y Eli me telefoneó a la mañana siguiente. Me encantó saber que seguía vivo y tratando de superarse. Aquella tarde vino a verme y estuvimos cerca de nueve horas hablando de los viejos tiempos.
-¿Le habló de lo que hizo desde entonces?
-Solo comentó que había rodado de aquí para allá, hecho esto y lo otro, aprovechando los golpes de suerte que se le presentaron. No se quejó, tuve que obligarlo a aceptar ciento cincuenta.
Spade se puso en pie.
-Muchísimas gracias, señor Ferris. Me he... -Ferris lo interrumpió:
-No se merecen. Si puedo hacer algo por usted, cuente conmigo.
Spade miró la hora.
-¿Me permite telefonear a mi oficina para preguntar si hay alguna novedad?
-Naturalmente. Hay un teléfono en la habitación de al lado, a la derecha.
Spade le dio las gracias y salió. Regresó liando un cigarrillo y con expresión imperturbable.
-¿Alguna novedad? -quiso saber Ferris.
-Sí. Colyer me ha retirado el encargo. Dice que han encontrado el cadáver de Haven oculto entre unos arbustos, al otro hado de San José, con tres balas -sonrió. Luego añadió apaciblemente-: Me dijo que quizás se enterará de algo a través de sus relaciones...

El sol matinal que se colaba por las cortinas que protegían las ventanas de la oficina de Sam Spade dibujaba sobre el suelo dos amplios rectángulos amarillos y daba a todo un tono dorado.
Spade estaba sentado ante el escritorio y contemplaba meditabundo el periódico. No alzó la mirada cuando Effie Perine entró desde la antesala.
-Ha llegado la señora Haven -dijo la secretaria. Spade irguió la cabeza y replicó:
-¡Ajá! Hazla pasar.
La señora Haven entró deprisa. Estaba pálida y temblaba, pese al abrigo de piel y a que el día era cálido. Fue directamente hacia Spade y preguntó:
-¿Lo mató Gene?
-No lo sé -respondió Spade.
-Tengo que saberlo -gritó.
Spade le tomó las manos.
-Venga, siéntese -la acompañó hasta una silla. Luego preguntó-: ¿Le dijo Colyer que me ha anulado el encargo?
La señora Haven lo miró azorada.
-¿Cómo?
-Anoche me dejó dicho que habían encontrado a su marido, y que ya no necesitaba mis servicios.
La mujer hundió la cabeza y habló con voz apenas audible.
-Entonces fue él.
Spade se encogió de hombros.
-Tal vez solo un inocente podía permitirse el lujo de llamar para anular el encargo, aunque quizá sea culpable y tuvo la astucia y el valor suficientes para...
La mujer no lo escuchaba. Se inclinó hacia él y preguntó con toda seriedad:
-Dígame, señor Spade, ¿está dispuesto a darse por vencido sin presentar batalla? ¿Dejará que Gene lo asuste?
Sonó el teléfono mientras la mujer aún estaba hablando. El detective se disculpó y cogió el auricular.
-Diga... Vaya, vaya.... ¿seguro? -frunció los labios-. Se lo diré -apartó lentamente el teléfono y volvió a mirar a la señora Haven-. Colyer está en la antesala.
-¿Sabe que estoy aquí? -lo apremió.
-No estoy seguro -Spade se puso en pie y fingió no observarla atentamente-. ¿Le preocupa que sepa que está aquí?
La señora Haven se mordió el labio inferior y replicó vacilante:
-No.
-Me alegro. Diré que lo hagan pasar.
La mujer levantó la mano para protestar pero, finalmente, la dejó caer. La palidez de su rostro había desaparecido cuando dijo:
-Haga lo que quiera.
Spade abrió la puerta y saludó:
-Hola, Colyer. Pase. Da la casualidad de que estábamos hablando, precisamente, de usted.
Colyer asintió y entró en el despacho con el bastón en una mano y el sombrero en la otra.
-Hola, Julia, ¿cómo estás? Tendrías que haberme telefoneado. Te habría llevado en coche al centro.
-Yo... no sabía lo que hacía.
Colyer la observó unos segundos más, y luego concentró sus ojos verdes e inexpresivos en la cara de Spade.
-Dígame, ¿ha podido convencerla de que no fui yo?
-Aún no habíamos llegado a esa cuestión -respondió Spade-. Intentaba averiguar si existían motivos para sospechar de usted. Siéntese.
Colyer se sentó con cierta cautela y preguntó:
-¿Y?
-Y en ese momento llegó.
Colyer asintió con gravedad.
-De acuerdo, Spade. Queda nuevamente contratado para demostrar a la señora Haven que yo no he tenido nada que ver con este asunto.
-¡Gene! -exclamó ha mujer con voz quebrada y, suplicante, extendió las manos hacia él-. No creo que lo hayas hecho... quiero creer que no lo has hecho... pero tengo mucho miedo -se cubrió la cara con las manos y estalló en sollozos.
Colyer se acercó a la mujer y le dijo:
-Cálmate. Lo aclararemos juntos.
Spade fue a la antesala y cerró ha puerta. Effie Perime dejó de mecanografiar una carta. El detective le sonrió y comentó:
-Alguna vez alguien debería escribir un libro sobre la gente... es bastante rara -se acercó a la botella de agua-. Supongo que tienes el número de WaIly Kehlogg. Llámalo y pregúntale dónde puedo encontrar a Tom Minera.
Spade regresó a su despacho.
La señora Haven había dejado de llorar y murmuró:
-Lo lamento.
-No se preocupe -la tranquilizó Spade. Miró de soslayo a Colyer-. ¿Aún tengo el trabajo?
-Sí -Colyer carraspeó-. Si en este momento no me necesita, acompañaré a la señora Haven a su casa.
-De acuerdo, pero me gustaría aclarar algo: según el Chronicle, fue usted quien lo identificó. ¿Cómo es que estaba allí?
-Porque fui en cuanto me enteré de que habían encontrado un cadáver -repuso Colyer serenamente-. Ya le dije que estoy bien relacionado. Me enteré por mis contactos de la existencia del cadáver.
-Está bien. Nos veremos -dijo Spade, y abrió la puerta.
En cuanto la señora Haven y Colyer salieron, Effie Penne dijo:
-Minera está en el Buxton, de la calle Army.
-Gracias -murmuró Spade. Entró en el despacho a buscar el sombrero. Cuando estaba a punto de salir añadió-: Si no he vuelto en un par de meses, diles que busquen mi cadáver en el hotel.

Spade caminó por un sórdido pasillo hasta una gastada puerta pintada de verde, en la que se leía «411». Aunque por la puerta se colaba un murmullo de voces, no entendió una sola palabra. Dejó de escuchar y llamó.
Una voz masculina, toscamente deformada, preguntó:
-¿Qué se le ofrece?
-Soy Sam Spade, y quiero ver a Tom.
Tras una pausa, la voz respondió:
-Tom no está aquí.
Spade sujetó el picaporte y sacudió la destartalada puerta.
-Vamos, abra -gruñó.
Al instante, un hombre moreno y delgado, de veinticinco o veintiséis años, que intentó volver inocentes sus ojos oscuros, pequeños y brillantes, abrió la puerta, al tiempo que decía:
-En un primer momento me pareció que no era su voz.
La flaccidez de su barbilla hacía que pareciera más pequeña de lo que en realidad era. Su camisa de rayas verdes, desabrochada a la altura del cuello, no estaba limpia. Sus pantalones grises estaban primorosamente planchados.
-Actualmente hay que ser cuidadoso -declaró Spade solemnemente, y entró en una habitación en la que dos hombres intentaban disimular el interés que experimentaban por su presencia.
Uno de los individuos estaba apoyado en el alféizar y se limaba las uñas. El otro estaba repantigado en una silla, con los pies en el borde de la mesa y un periódico abierto entre las manos. Miraron simultáneamente a Spade y siguieron como si tal cosa.
-Siempre me alegra conocer a los amigos de Tom Minera -comentó Spade jovialmente.
Minera terminó de cerrar la puerta y dijo con torpeza:
-Bueno... sí.... señor Spade, le presento al señor Conrad y al señor James.
Conrad, que estaba en el alféizar, hizo un ademán ligeramente amable con la lima en ristre. Tenía pocos años más que Minera, estatura media, figura robusta, rasgos marcados y ojos tristones.
James bajó unos segundos el periódico para mirar fría y calculadoramente a Spade y preguntar:
-¿Cómo está, hermano?
Retornó a la lectura. James era tan robusto como Conrad, pero más alto, y su rostro poseía una sagacidad de la que carecía el de aquel.
-Ah, y a los amigos del difunto Eli Haven -apostilló Spade.
El hombre situado junto a la ventana se clavó la lima en un dedo y maldijo dolorido. Minera se humedeció los labios y habló deprisa, con un fondo de protesta en la voz.
-Pero en serio, Spade, ninguno de nosotros lo ha visto desde hace una semana.
Spade pareció divertirse ligeramente con la actitud del hombre moreno.
-¿Por qué supone que lo mataron? -preguntó Spade.
-Solo sé lo que dice el diario: le habían registrado los bolsillos y no tenía encima ni siquiera una cerilla -hundió las comisuras de los labios-. Por lo que yo sé, no tenía un centavo. El martes por la noche estaba sin blanca.
-Me he enterado de que el jueves por la noche recibió algo de pasta -comentó Spade en voz baja.
Minera, que se encontraba detrás del detective, contuvo notoriamente el aliento.
-Si lo dice, así será. Yo no estoy enterado -intervino James.
-Muchachos, ¿trabajó alguna vez con ustedes?
James cerró lentamente el periódico y apartó los pies de la mesa. Su interés por la pregunta de Spade parecía grande, aunque casi impersonal.
-¿Y eso qué quiere decir?
Spade simuló sorprenderse.
-Muchachos, supongo que alguna vez trabajan en algo.
Minera se acercó a Spade y dijo:
-Venga, Spade, escuche. El tal Haven no era más que un tipo que conocíamos. No tuvimos nada que ver con su viaje al otro mundo. No sabemos nada de esta historia. Verá, nosotros...
En la puerta sonaron tres golpes calculados.
Minera y Conrad miraron a James, que asintió con la cabeza, pero Spade se movió deprisa, caminó hasta la puerta y la abrió.
Allí estaba Roger Ferris.
Spade miró asombrado a Ferris, y este de igual modo al detective. Luego Ferris le estrechó la mano y dijo:
-Me alegro de verlo.
-Pase -lo invitó Spade.
-Señor Spade, quiero que vea esto -a Ferris le tembló la mano mientras sacaba del bolsillo un sobre algo sucio.
En el sobre estaban mecanografiados el nombre y las señas de Ferris. No llevaba sellos. Spade sacó la carta, un trozo delgado de papel blanco y barato, y la desplegó. Leyó las palabras escritas a máquina:
 
Será mejor que acuda a la habitación 411 del hotel Buxton, de la calle Army, a las 5 de esta tarde, a causa de lo ocurrido el jueves por la noche.
 
No había firma.
-Aún falta mucho para las cinco -opinó Spade.
-Es verdad -reconoció Ferris con energía-. Vine en cuanto la recibí. El jueves por la noche Eli estuvo en mi casa.
Minera codeó a Spade y preguntó:
-¿Qué pasa?
Spade alzó la nota para que el hombre moreno la leyera. Minera le echó un vistazo y gritó:
-Spade, le aseguro que no sé nada de esta carta.
-¿Alguien tiene la más remota idea? -preguntó Spade.
-No -se apresuró a replicar Conrad.
-¿De qué carta habla? -inquirió James.
Spade miró a Ferris como si estuviera soñando, y luego comentó como si hablara para sus adentros:
-Ya entiendo. Haven intentaba sacudirle el bolsillo.
Ferris se ruborizó.
-¿Cómo?
-Sacudirle el bolsillo -repitió Spade con paciencia-. Sacarle dinero, chantajearlo.
-Oiga, Spade -dijo Ferris severamente-, ¿está hablando en serio? ¿Por qué motivo querría chantajearme?
-«Al bueno de Buck, que conoció las luces de colores, en recuerdo de aquellos tiempos.» -Sam citó la dedicatoria del poeta muerto. Miró severamente a Ferris y frunció el ceño-. ¿Qué significa luces de colores? En la jerga del circo y de las ferias, ¿cómo se dice cuando se arroja a un tipo de un tren en marcha? Ni más ni menos que luz roja. Claro, ahí está la madre del cordero: las luces rojas, Ferris, ¿a quién tiró de un tren en marcha, y por qué Haven lo sabía?
Minera se acercó a una silla, se sentó, apoyó los codos sobre las rodillas, se cubrió la cabeza con las manos y miró vacuamente hacia el suelo. Conrad respiraba entrecortadamente.
Spade se dirigió a Ferris:
-¿Qué dice?
Ferris se secó el rostro con un pañuelo, lo guardó en el bolsillo y se limitó a responder:
-Fue un chantaje.
-Y por eso lo asesinó.
Los ojos azules de Ferris, que miraban los grises amarillentos de Spade, estaban tan límpidos y firmes como su voz.
-Yo no fui -sostuvo-. Juro que no lo maté. Le contaré lo que ocurrió. Tal como le dije, me envió el libro, y en seguida comprendí el significado de la dedicatoria. Cuando al día siguiente telefoneó para decirme que quería hablar conmigo de los viejos tiempos y para tratar de convencerme de que le prestara dinero en recuerdo del pasado, volví a saber a qué se refería, fui al banco y retiré diez mil dólares. Puede comprobarlo, tengo cuenta en el Seamen’s National.
-Lo haré -aseguró Spade.
Tal como ocurrieron las cosas, no hizo falta esa suma. No me exigió demasiado, y lo convencí de que se llevara cinco mil. Al día siguiente ingresé en el banco los otros cinco mil. Puede comprobarlo.
-Lo haré -repitió Spade.
-Le dije que no pensaba aceptar un solo sablazo más, que esos cinco mil eran los primeros y los últimos que le daba. Lo obligué a firmar un documento que decía que había colaborado en el... en lo que yo había hecho... y lo rubricó. Se fue a medianoche y nunca más volví a verlo.
Spade golpeó el sobre que Ferris le había entregado.
-¿Y qué puede decirme de esta nota?
-Me la entregó un mensajero a mediodía, y vine en seguida. Eli insistió en que no había hablado con nadie, pero yo no estaba seguro. Tenía que enfrentarlo.
Spade se volvió hacia los demás con expresión impasible e inquirió:
-¿Qué opinan ustedes?
Minera y Conrad miraron a James, que hizo un gesto de impaciencia y dijo:
-Claro que sí, nosotros le enviamos la nota. ¿Por qué no? Éramos amigos de Eli y no habíamos podido contactar con él desde que decidió apretarle las clavijas a este tipo. Entonces apareció muerto y decidimos hacer venir al caballero para que nos diera una explicación.
-¿Sabían que pensaba apretarle las clavijas?
-Claro. Estábamos reunidos cuando Eli tuvo la idea.
-¿Cómo se le ocurrió? -preguntó Spade.
James estiró los dedos de la mano izquierda.
-Estuvimos bebiendo y charlando, ya sabe lo que ocurre cuando un grupo de muchachos comenta lo que ha visto y hecho... y Eli nos contó una historia acerca de que una vez había visto a un individuo arrojar a otro a un cañón desde un tren, y se le escapó el nombre del autor: Buck Ferris. Alguien preguntó: «¿Qué aspecto tiene Ferris?» Eli explicó cómo era entonces, y añadió que hacía quince años que no lo veía. El que hizo la pregunta soltó un silbido y añadió: «Apuesto a que es el mismo Ferris dueño de la mitad de los cines de este estado.  ¡Apuesto a que te daría algo con tal de que no levantaras la perdiz!» Así fue como la idea prendió en Eli. Se notaba. Pensó un rato, y luego se mostró reservado. Preguntó cuál era el nombre de pila del Ferris de los cines, y cuando el otro respondió «Roger», simuló decepcionarse y añadió: «No, no es él. Se llamaba Martin». Todos nos reímos y, finalmente, reconoció que pensaba visitar al caballero. Cuando el jueves a mediodía me telefoneó para decir que esa noche daría una fiesta en el bar de Pogey Hecker, deduje inmediatamente qué estaba pasando.
-¿Cuál era el nombre del caballero que sufrió la luz roja?
-No quiso decirlo. Se cerró a cal y canto. Es lógico.
-Supongo que sí -coincidió Spade.
-Y después, la nada. Jamás apareció por el bar de Pogey. A las dos de la madrugada intentamos contactarlo por teléfono, pero su esposa dijo que no había aparecido por casa. Nos quedamos hasta las cuatro o las cinco, llegamos a la conclusión de que nos había dado el esquinazo, convencimos a Pogey de que anotara las consumiciones en la cuenta de Eli y nos dimos el piro. Desde entonces no he vuelto a verlo... ni vivo ni muerto.
Spade comentó con tono mesurado:
-Es posible. ¿Seguro que no encontró a Eli por la mañana, lo llevó a dar un paseo, le cambió los cinco mil pavos de Ferris por las balas y lo arrojó entre los...?
Una enérgica llamada doble estremeció la puerta.
El rostro de Spade se iluminó, se dirigió hacia la puerta y la abrió.
Entró un joven. Era apuesto y perfectamente proporcionado. Llevaba un abrigo ligero y tenía las manos en los bolsillos. Nada más entrar, giró a la derecha y se detuvo de espaldas a la pared. En ese momento franqueó la puerta otro joven, que torció a la izquierda. Aunque no se parecían, la apostura compartida, la elegancia de sus cuerpos y sus posiciones casi simétricas -espalda contra la pared, manos en los bolsillos, miradas frías y brillantes que estudiaban a los que ocupaban ha estancia-, les concedían fugazmente la apariencia de gemelos.
Entonces hizo su entrada Gene Colyer. Saludó a Spade, y no hizo el menor caso de los demás, pese a que James dijo:
-Hola, Gene.
-¿Alguna novedad? -pregunté Gene Colyer al detective.
Spade asintió.
-Al parecer este caballero fue... -señaló a Ferris con el pulgar.
-¿Hay un lugar donde podamos hablar tranquilos?
-En el fondo está la cocina.
-Denle a todo lo que se mueva -ordenó Colyer por encima del hombro a los dos jóvenes atildados, y siguió a Spade hasta la cocina.
Colyer ocupó la única silla, y miró a Spade sin pestañear, mientras este le contaba todo lo que había averiguado.
Cuando el detective privado concluyó, el hombre de ojos verdes preguntó:
-¿Cuál es su opinión?
Spade lo miró pensativo.
-Usted ha averiguado algo. Me gustaría saber de qué se trata.
-Encontraron el arma en el río, a cuatrocientos metros del sitio donde apareció el cadáver -dijo Colyer-. Pertenece a James... tiene la marca de la vez que en Vallejo se la quitaron de la mano de un tiro.
-Muy interesante -comentó Spade.
-Escuche. Un chico apellidado Thurber dice que el miércoles pasado James fue a verlo y le encomendó que siguiera a Haven. El jueves por la tarde, Thurber lo encontró, comprobó que estaba en casa de Ferris y telefoneó a James. Este le dijo que no se moviera del lugar y que le dijera a dónde se dirigía Haven cuando saliera, pero una vecina nerviosa denunció al merodeador y, alrededor de las diez de ha noche, la policía lo echó.
Spade apretó los labios y, concentrado, miró el techo.
Pese a que los ojos de Colyer no denotaban la menor expresión, el sudor daba brillo a su cara redonda, y su voz sonaba ronca.
-Spade, voy a entregarlo.
Spade desvió la mirada del techo y la fijó en los saltones ojos verdes.
-Nunca había entregado a uno de los míos, pero esto es el no va más -añadió Colyer-. Julia tiene que creer que yo no tuve nada que ver con este asunto si ha sido uno de los míos y lo denuncio, ¿no le parece?
-Supongo que sí -Spade asintió lentamente.
De pronto Colyer apartó la mirada y carraspeó. Cuando volvió a hablar fue lacónico:
-Bueno, ya se puede despedir.
Minera, James y Conrad estaban sentados cuando Spade y Colyer salieron de la cocina. Ferris caminaba de un extremo a otro de la habitación. Los jóvenes apuestos no se habían movido.
Colyer se acercó a James y preguntó:
-Louis, ¿dónde está tu pistola?
James deslizó ha mano derecha hacia el lado izquierdo del pecho, se quedó quieto y dijo:
-No la he traído.
Con la mano enguantada, pero abierta, Colyer golpeó a James en la cara y lo hizo caer de la silla.
James se incorporó y masculló:
-No pasa nada -se llevó la mano a la cara-. Jefe, no tendría que haberlo hecho, pero cuando telefoneó y dijo que no quería plantarle cara a Ferris con las manos vacías y que no tenía armas, le dije que no se preocupara, y le envié la mía.
-Y también le enviaste a Thurber -apostilló Cohyer.
-Nos interesaba saber si lo había conseguido -murmuró James.
-¿No podías ir personalmente o enviar a cualquier otro?
-¿Después de que Thurber alertara a todo el barrio?
Colyer se dirigió a Spade:
-¿Quiere que le ayudemos a entregarlo o prefiere llamar a la policía?
-Lo haremos bien -respondió Spade, y se dirigió al teléfono de la pared. Cuando terminó de hablar tenía cara de palo y la mirada perdida. Lió un cigarrillo, lo encendió y se volvió hacia Colyer-. Soy lo bastante tonto como para pensar que Louis ha dado un montón de respuestas acertadas con la historia que ha contado.
James apartó la mano de la mejilla irritada y miró desconcertado a Spade.
-¿Qué le pasa? -protestó Colyer.
-Nada -respondió Spade afablemente-. Salvo que me parece que usted está demasiado deseoso de endilgarle el muerto a Louis -exhaló una bocanada de humo-. Por ejemplo, ¿por qué abandonaría el arma sabiendo que tenía marcas que algunas personas podían reconocer?
-Me parece que usted piensa que Louis tiene cerebro -comentó Colyer.
-Si lo mataron estos muchachos, y si sabían que estaba muerto, ¿por qué esperaron a que apareciera el cadáver y se removiera el avispero para perseguir nuevamente a Ferris? ¿Para qué le habrían vaciado los bolsillos si lo habían secuestrado? Supone tomarse muchas molestias, y solo lo hacen aquellos que matan por otros motivos y quieren que parezca un robo -Spade meneó la cabeza-. Usted está demasiado deseoso de endilgarles el muerto a los muchachos. ¿Por qué harían...?
-Ahora esto no viene al caso -lo interrumpió Colyer-. La cuestión consiste en que explique por qué dice que estoy demasiado deseoso de endilgarle el muerto a Louis.
Spade se encogió de hombros.
-Quizá para aclarar el asunto con Julia lo más rápida y limpiamente posible, incluso para dejar las cuentas claras con la policía. Además, están sus clientes.
-¿Cómo? -preguntó Colyer.
Distraído, Spade hizo un gesto con el cigarrillo y respondió:
-Ferris. Lo mató él, eso es obvio.
A Colyer le temblaron los párpados, pero no llegó a abrir y cerrar los ojos. Spade añadió:
-En primer lugar, por lo que sabemos, es la última persona que vio vivo a Eli, y esta es una apuesta ganadora. En segundo lugar, es la única persona con la que hablé antes de que apareciera el cadáver de Eli y que se interesó por saber si yo pensaba que estaba ocultando datos. Los demás solo pensaron que estaba buscando a un individuo que se había largado. Como Ferris sabía que yo buscaba al hombre que había matado, necesitaba quedar fuera de toda sospecha. Incluso tuvo miedo de tirar el libro, porque lo enviaron de la librería, podía rastrearse y cabía la posibilidad de que algún empleado hubiese leído la dedicatoria. En tercer lugar, era el único que consideraba a Eli un muchacho encantador, limpio y adorable... por los mismos motivos. En cuarto lugar, la historia del chantajista que se presenta a las tres de la tarde, solicita amablemente cinco mil y se queda hasta medianoche es absurda, por muy buenas que fueran las bebidas. En quinto lugar, la historia sobre el documento firmado por Eli no tiene asidero, aunque sería bastante fácil falsificar un papel de este tipo. En sexto lugar, tiene un motivo más sólido que el de cualquiera de las personas implicadas para querer ver muerto a Eli.
Colyer asintió lentamente y dijo:
-De todas maneras...
-De todas maneras, nada -lo interrumpió Spade-. Tal vez hizo el truco de los diez mil y los cinco mil dólares con el banco, lo cual no supone ninguna dificultad. Luego metió en su casa a este chantajista imbécil, le hizo perder tiempo hasta que los criados se retiraron, le arrebató la pistola que le habían prestado, lo empujó escaleras abajo, lo metió en el coche y lo llevó a dar un paseo... es posible que ya estuviera muerto cuando se lo llevó, o que le disparara entre los arbustos... le vació los bolsillos para obstruir la identificación y hacer que pareciera un robo, arrojó el arma al río y volvió a casa...
Se interrumpió al oír una sirena en la calle. Por primera vez desde que había empezado a hablar, Spade miró a Ferris.
Aunque Ferris estaba mortalmente pálido, mantuvo firme la mirada. Spade agregó:
-Ferris, tengo la corazonada de que también nos enteraremos de aquel trabajo de la luz roja. Me contó que, en la época en que Eli trabajó para usted, tenía un socio en la empresa de feria. Después llevó solo el negocio. No nos será difícil averiguar si su socio desapareció, murió de muerte natural o si está vivo.
Ferris ya no estaba tan erguido. Se humedeció los labios y dijo:
-Quiero ver a mi abogado. No hablaré hasta que haya consultado a mi abogado.
-Me parece bien -opinó Spade-. Tendrá que enfrentarse con todo esto. Le diré que, personalmente, los chantajistas me caen mal. Creo que Eli escribió un buen epitafio para ellos en su libro: «Demasiados han vivido».
FIN
"Too Many Have Lived", 
American Magazine
, 1932