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miércoles, 29 de octubre de 2014

La llama sagrada [Cuento. Texto completo.] Selma Lagerlöf

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La llama sagrada[Cuento. Texto completo.]Selma Lagerlöf

I

Hace muchos años, cuando la ciudad de Florencia acababa de ser declarada república, vivía allí un hombre llamado Raniero di Ranieri. Era hijo de un armero, y aunque había aprendido el oficio de su padre, no tenía gran interés en practicarlo.
Este Raniero era un hombre muy fuerte. Decíase de él que llevaba una pesada armadura de hierro con la misma facilidad que otro lleva una sutil camisa de seda. Era joven todavía y había hecho ya muchos alardes de su fuerza. Una vez se encontraba en una casa en cuyo terrado había grano extendido. Pero habíanlo amontonado con exceso y mientras Raniero estaba debajo, rompiose una de las vigas y el techo amenazó derrumbarse. Todos, excepto Raniero, huyeron precipitadamente. Este alzó los brazos y logró detener el derrumbamiento, hasta que llegó gente con vigas para apuntalar la casa.
Decíase también de Raniero que era el hombre más valiente que jamás había existido en Florencia, y que nunca se cansaba de luchar. Apenas se iniciaba algún altercado en la calle, salía apresuradamente de su taller deseando tomar parte en la pelea. Con tal de poder desenvainar el arma lo mismo contendía con simples aldeanos que con caballeros armados de punta en blanco. En lo más recio de la lucha intervenía en ella sin reparar en el número de adversarios.
En aquella época Florencia no era muy poderosa. Su población se componía, en su mayor parte, de hilanderos y tejedores, y estos no deseaban nada mejor que ocuparse en paz de su oficio. Claro está que había hombres aptos y diestros; pero no eran espadachines y consideraban como un gran honor el que en su ciudad reinase más orden que en parte alguna. Muchas veces se lamentaba Raniero de no haber nacido en un país en que hubiera un rey que reuniera en torno suyo hombres valientes, y decía que en tal caso habría ganado grandes honores y dignidades.
Raniero era vanidoso y charlatán, cruel con los animales, rudo con su mujer, y por esto resultaba imposible vivir con él. Habría sido bello a no ser por las profundas cicatrices que le desfiguraban el rostro. Era resuelto, magnánimo, aunque, a veces, harto violento.
Raniero estaba casado con Francesca, hija del sabio y poderoso Jacobo degli Uberti. A él no le hacía maldita la gracia ceder a su hija en matrimonio a aquel gallo de pelea, e hizo todo lo posible por evitarlo; pero Francesca dijo que jamás se casaría con otro que con Raniero. Cuando Jacobo dio, por fin, su consentimiento, dijo a Raniero:
-Me ha enseñado la experiencia que los hombres de tu calaña saben más fácilmente conseguir que conservar el amor de una mujer; por eso quiero obtener de ti una promesa. Si mi hija llega a encontrar un día penosa la vida junto a ti, quedas obligado a no retenerla en el caso de que ella desee volver junto a mi.
Francesca opinó que era inútil semejante promesa, pues amaba a Raniero de tal manera que estaba convencida de que no podría separarse de él nunca más. Pero Raniero prometió en el acto:
-Puedes estar seguro de que jamás intentaré retener a una mujer que quiera alejarse de mí.
Francesca y Raniero se unieron y vivieron en armonía.
Cuando llevaban unas semanas casados tuvo Raniero la idea de ejercitarse en el tiro al blanco. Durante días practicó disparando contra una tabla pendiente del muro. Después le entraron ganas de tirar a un blanco más difícil. Miró en torno suyo y solo descubrió una codorniz en una jaula, colgada en el patio. El pájaro pertenecía a Francesca que le tenía mucho cariño. Sin embargo, Raniero mandó abrir la jaula por un mozo y disparó contra el animalito al emprender el vuelo.
Encontró este tiro acertadísimo y desde entonces no dejó de vanagloriarse de él ante cuantos se dignaban escucharle.
Cuando Francesca se enteró de que había matado al pájaro, se puso pálida y le miró horrorizada. Asombrábale que hubiera osado realizar algo que había de causarle pena; pero pronto le perdonó, y siguió amándole como antes.
Durante algún tiempo todo volvió a marchar bien.
El suegro de Raniero era tejedor de tela de lino. Poseía un espacioso taller en el que se trabajaba diligentemente. Raniero creyó descubrir que allí se mezclaba el lino y el cáñamo, y no se lo calló sino que propaló la noticia por toda la ciudad. Por último, la calumnia llegó a oídos de Jacobo, quien pronto supo ponerle fin. Hizo analizar sus estambres y sus tejidos por otros tejedores y estos encontraron que estaban hechos con el más excelente lino. En un solo fardo, que debía venderse fuera de Florencia, encontrose una ligera mezcla. Jacobo aseguró que aquel fraude había sido cometido por sus operarios sin saberlo él. Pronto comprendió, sin embargo, que le sería difícil convencer a las gentes de su afirmación. Siempre había gozado de gran fama por su rectitud y ahora le resultaba muy amargo ver mancillada su honra.
Raniero se vanagloriaba de haber descubierto el fraude, y lo pregonaba aun en presencia de su esposa.
Esta, igual que cuando mató al pájaro, se sintió apesadumbrada, y no ocultó su asombro. Cuando meditaba sobre lo ocurrido, ocurríasele, finalmente, que su amor era semejante a un precioso tapiz bordado en oro, grande y resplandeciente. Tenía ya un extremo roto, por lo que no era tan magnífico como de recién casada; mas, no obstante, era tan leve el deterioro que nunca llegaría a perderlo, por mucho que viviese.
Y se sintió tan feliz como al casarse. Francesca tenía un hermano llamado Tadeo. Este acababa de regresar de un viaje de negocios a Venecia, y de allí se trajo varios vestidos de seda y terciopelo. Ya en Florencia solía lucirlos con orgullo; pero, por no existir allí todavía la costumbre de ostentar vestidos tan suntuosos, no faltó quien comentara en tono sarcástico la vanidad del joven. Un buen día Tadeo y Raniero encontráronse en una taberna. Tadeo se ataviaba con una capa de seda verde, forrada con piel de marta, y una casaca violeta. Raniero concibió la idea de hacerle beber más vino de lo conveniente, y su cuñado acabó siendo su víctima inconsciente. Tadeo se durmió embriagado, y Raniero le quitó la capa y fuese con ella para ponérsela a un espantapájaros de su huerta.
Francesca enfureciose mucho al saberlo, y nuevamente pensó en el gran tapiz de oro de su amor, que ahora veía más pequeño porque Raniero lo iba destrozando.
Los esposos continuaron viviendo en paz durante algún tiempo; pero Francesca ya no era tan feliz como antes, y siempre temía que Raniero llevase a efecto algún acto que dañara más seriamente su amor.
No tardó en llegar el nuevo agravio, pues Raniero no podía permanecer tranquilo. Sentía la necesidad de que las gentes hablasen continuamente de él, de que alabaran su valor y su bizarría.
Sobre la catedral que Florencia poseía en aquel tiempo, que era mucho menos espaciosa que la actual, pendía de la punta de la torre más alta un escudo enorme que había sido colocado allí por un antepasado de Francesca. Parecía ser el escudo más pesado que jamás hubiera podido llevar florentino alguno, y toda la estirpe de los Uberti estaba orgullosa de que hubiera sido uno de los suyos el que consiguiera trepar a la torre y colocar allí tan descomunal escudo. A esta torre subió Raniero un día y bajó con el escudo a cuestas.
Cuando Francesca se enteró de ello habló con Raniero de su pesar por vez primera y le rogó que no humillase de tal manera a una familia a la que pertenecía por su matrimonio. Raniero, que había esperado de ella una alabanza por el heroico hecho, se enfadó mucho, diciendo que hacía tiempo que venía observando cuán indiferentes le eran sus triunfos, y que ella no pensaba más que en su propia familia.
-Pienso en algo muy distinto -replicó Francesca-, y es en mi amor hacia ti. No sé qué será de él si continúas de este modo.
Desde entonces se cambiaron más de una vez frases duras los dos, pues Raniero se empeñaba en hacer precisamente todo cuanto pudiera molestarla.
En el taller de Raniero trabajaba un joven de baja estatura, cojo, que amaba a Francesca desde mucho antes de casarse, y que continuaba amándola con inalterable fidelidad. Raniero, que lo sabía, se propuso ponerle en ridículo, y siempre le hacía blanco de sus asechanzas, especialmente durante las comidas. Un día en que el pobre mozo no se avino a soportar tales burlas, abalanzose sobre él; pero Raniero le venció fácilmente, mofándose después del infeliz cojo, quien, no pudiendo vivir así, acabó por ahorcarse.
Raniero y Francesca solo llevaban un año de casados. Ella seguía representándose su amor en el gran tapiz bordado en oro, pero veía que su tamaño habíase reducido una mitad. Esto la llenó de horror.
"Si continúo un año más al lado de este hombre", pensó, "acabaré perdiendo por completo mi amor y entonces seré tan miserable como fui rica hasta aquí."
Y decidió marchar a casa de su padre para que no llegase el día en que odiara a Raniero tanto como le amara en otro tiempo.
Jacobo degli Uberti hallábase sentado en el telar, rodeado de sus operarios, cuando la vio llegar. Le dio la bienvenida de todo corazón, diciéndole que había sucedido lo que siempre temió. Seguidamente ordenó a todos sus dependientes que cerraran la casa y se armaran lo mejor posible, y se fue en busca de Raniero, a quien habló así:
-Mi hija ha vuelto a mi casa, deseosa de habitar bajo mi techo, y espero que cumplirás la promesa que me hiciste.
Raniero pareció no tomar la cosa muy en serio, y se limitó a contestar:
-Aun cuando no te hubiera hecho promesa alguna, jamás me atrevería a impedir la marcha de una mujer que no desea seguir perteneciéndome.
Sabiendo bien lo mucho que Francesca le quería, el joven se dijo para sí:
-De seguro que estará de nuevo a mi lado antes de la caída de la tarde.
Pero ella no se dejó ver aquel día ni al siguiente. Al tercer día partió Raniero en persecución de algunos bandidos que desde hacía tiempo venían importunando a los mercaderes florentinos.
Tuvo la suerte de vencerlos y de llevarlos prisioneros a Florencia.
Durante varios días permaneció tranquilo, seguro de que aquel hecho heroico se habría propagado por toda la ciudad. Pero su esperanza de que Francesca volvería a su lado, al enterarse, no se realizó.
Raniero sintió los mayores deseos de obligarla a volver, prevalido del derecho que le concedían las leyes; pero se creía en el caso de no hacerlo en cumplimiento de su promesa. No siéndole posible seguir habitando en la misma ciudad en que vivía la mujer que le había abandonado, partió de Florencia.
Primero se hizo mercenario, pero pronto se transformó en caudillo de una banda de espadachines. Siempre iba en busca de pelea y llegó a servir a muchos señores.
Como había profetizado, ganó, siendo guerrero, mucha gloria y honores. Fue armado caballero por el emperador y contado entre los hombres más eminentes.
Pero antes de abandonar Florencia hizo la promesa, ante la imagen de la Madonna, en la Catedral, de ceder a la Santísima Virgen lo más valioso de cada botín de guerra. Y siempre se veían ante aquella imagen preciosas dádivas ofrecidas por él.
Raniero sabía, pues, que todas sus heroicas hazañas eran conocidas en su ciudad natal. Y estaba altamente asombrado de que Francesca degli Uberti no se dirigiera a él, a pesar de los relatos de sus hechos gloriosos.
En aquella época fue propuesta por el canciller una cruzada para el rescate de los Santos Lugares, y Raniero partió hacia Oriente entre los cruzados. En parte esperaba ganar castillo y feudo, sobre los cuales pudiera mandar, y en parte esperaba realizar actos tan heroicos que su mujer tuviera que amarle y volver nuevamente a él.

II
En la primera noche después de la toma de Jerusalén, reinaba gran alegría en el campamento de los cruzados, que se encontraban en las afueras de la ciudad. Casi en cada tienda se celebraba la victoria con abundantes libaciones, y por doquier había risas y barullo. También Raniero di Ranieri hallábase bebiendo en compañía de otros camaradas de guerra, y en su tienda reinaba mucho mayor desenfreno que en todas las demás. Apenas los criados llenaban los vasos, vaciábanse como por encanto.
Raniero tenía más motivos que los otros para alegrarse de aquel modo, pues ese día realizó las hazañas que más contribuyeron a cubrirle de gloria. Al lanzarse al asalto de la ciudad fue el primero, después de Godofredo de Bouillon, en escalar los muros, y su valerosa conducta había merecido ser elogiada ante todo el ejército. Pasado el saqueo y terminados los horrores de la matanza, los cruzados, con sus cilicios y empuñando cirios no encendidos, encamináronse hacia la sagrada iglesia del Santo Sepulcro, y entonces díjole Godofredo que debía ser el primero en encender su cirio en la sagrada vela que ardía ante el sepulcro de Cristo.
Raniero se sintió muy orgulloso al verse honrado como el más grande héroe de todo el ejército, lo que implicaba el reconocimiento de sus esforzadas hazañas.
Ya mediada la noche, cuando Raniero y sus camaradas estaban de mejor humor, acercáronseles un bufón y varios cómicos que se dedicaban a divertir a la gente del campamento con sus ocurrencias, rogándole a Raniero que le escuchara uno de sus interesantes relatos.
Raniero sabía que aquel bufón gozaba de gran fama por su ingenio, y accedió a su ruego. Y el bufón comenzó:
-Sucedió una vez que nuestro Redentor y san Pedro se hallaban pasando el día en la torre más alta del castillo que hay en el Paraíso: no hacían más que mirar a la tierra, porque eran tantas las cosas que había que ver, que apenas si les quedaba tiempo de cruzar palabra. El Salvador permanecía tranquilo; pero san Pedro palmoteaba jubiloso de cuando en cuando o sacudía la cabeza en señal de fastidio; tan pronto se mostraba alegre como se entregaba a la pena más inconsolable. Cuando el día comenzó a caer y el crepúsculo se extendió sobre el Paraíso, el Redentor volviose hacia san Pedro y le dijo que debía hallarse muy contento.
"-¿De qué? -preguntó san Pedro en tono brusco.
"-Creí que estarías satisfecho de lo que acabas de ver -replicó el Salvador en voz queda.
"-Cierto que año tras año y día por día he lamentado que Jerusalén estuviera en manos de los infieles; pero, después de lo que hoy ha sucedido casi hubiera sido mejor que todo continuase como antes."
Raniero no tardó en darse cuenta, como los demás, de que el bufón se refería a lo acaecido aquel día, por lo que todos se dispusieron a escuchar más atentamente el relato.
-Cuando san Pedro hubo dicho esto -prosiguió el bufón fijando su mirada en los caballeros- encaramose sobre una almena y dijo señalando a una ciudad que aparecía sobre una peña enorme y solitaria que se elevaba en lo profundo de un valle:
"-¿Reconoces aquel montón de cadáveres? ¿Ves la sangre que corre por las calles y los miserables prisioneros temblorosos de frío y las ruinas humeantes?
"Nuestro Salvador optó por callar, y san Pedro continuó con lamentaciones, diciendo que si con frecuencia habíase manifestado como enemigo de Jerusalén, no dejaba de afligirse ahora al ver el terrible aspecto que la ciudad presentaba.
"-Pero no me negarás -contestó, finalmente, nuestro Salvador- que los caballeros cristianos han combatido y arriesgado su vida con la mayor bizarría."
Grandes aplausos interrumpieron en este punto al bufón, que prosiguió su relato, diciendo:
-No me interrumpáis; ya no recuerdo dónde me he quedado. ¡Ah, sí! Iba a decir que san Pedro se enjugó dos lágrimas que le impedían ver.
"-Nunca hubiera imaginado que se mostraran tan salvajes -dijo-.Todo el día lo han pasado dedicados al saqueo y a la matanza. No comprendo cómo te dejaste crucificar para tener, finalmente, esa clase de prosélitos."
Los caballeros, en vez de ofenderse, prorrumpieron en estruendosas carcajadas, y uno de ellos exclamó:
-¿De modo que san Pedro está furioso con nosotros?
-Cállate -repuso otro-, y deja que el bufón diga lo que el Redentor contestó a san Pedro en nuestra defensa
-Nuestro Salvador -continuó el bufón- permaneció callado en un principio, porque sabía que era inútil contradecir a san Pedro cuando se mostraba enfurecido de verdad. Y sin alterarse lo más mínimo san Pedro rogó al Redentor que no saliera en defensa de los culpables, pretextando que habían vuelto a la razón al atravesar la ciudad descalzos y con el cilicio puesto, camino de la iglesia, porque esta devoción la consideraba tan efímera que no valía la pena de tenerla en cuenta. Y el santo volvió a asomarse por la almena señalando hacia la ciudad de Jerusalén, ante cuyas puertas acampaba el ejército cristiano.
"-¿No ves -acabó preguntando- en qué forma celebran tus caballeros la victoria obtenida?
"Efectivamente, el Salvador vio entonces que en todo el campamento celebrábanse grandes orgías y que caballeros y soldados se divertían con el espectáculo que ofrecíanles las bailarinas sirias, mientras entrechocaban los vasos rebosantes, se jugaban a los dados el botín y…"
-…y escuchaban las necedades que refería un bufón -interrumpió diciendo Raniero- ¿No crees -terminó- que esto es también un pecado?
El bufón río la interrupción e hizo un ademán significativo a Raniero, como si le dijera:
-Espera, que voy a cantarte pronto las cuarenta.
-No, no me interrumpáis -rogó nuevamente- ¡Olvida con tanta facilidad un pobre loco lo que va a decir!… Así, pues, san Pedro preguntó a nuestro Salvador en tono categórico si creía que aquellas gentes le hacían gran honor.
"Naturalmente, nuestro Redentor tuvo que contestarle que, a su parecer, no era tal el caso, a lo que repuso san Pedro:
"-Eran bandidos y asesinos antes de abandonar su patria y aun hoy siguen siendo lo mismo. Toda esta aventura guerrera podías haberla suprimido, ya que nada bueno puede salir de ella."
-¡Ojo, bufón! -exclamó Raniero previniéndole.
Pero el bufón tenía especial interés en continuar hasta que alguien se abalanzara sobre él para echarle fuera, y prosiguió impertérrito:
-Nuestro Señor se limitó a bajar la cabeza como quien reconoce la justicia del castigo que se le impone; pero en aquel momento inclinose apresuradamente y miró atentamente hacia la tierra.
"Entonces le preguntó san Pedro:
"-¿Qué es lo que miras?"
El bufón describía esto haciendo toda clase de muecas y aspavientos. Los caballeros deseaban saber lo que nuestro Salvador había descubierto.
-Nuestro Salvador replicó que no era nada -prosiguió el bufón-; pero cada vez miraba más atentamente hacia abajo. San Pedro siguió la dirección de su mirada sin distinguir otra cosa que una gran tienda ante la que se hallaban ensartadas en largas lanzas un par de cabezas de sarracenos, y donde se exhibía una multitud de lujosos tapices, vajilla de oro y armas preciosas que constituían parte del botín. En aquella tienda sucedía lo propio que en todas las demás del campamento. En ellas se hallaban sentados muchos caballeros vaciando sus vasos. La única diferencia estribaba en que allí se bebía más y había más alboroto que en las otras tiendas. San Pedro no podía comprender por qué nuestro Salvador miraba tan satisfecho que sus ojos resplandecían de alegría. San Pedro creyó no haber visto nunca tantas caras feas reunidas en un banquete. Y el anfitrión que ocupaba el sitio de honor era precisamente el más siniestro de entre todos. Era un hombre de unos treinta y cinco años sumamente alto y corpulento, de faz encarnada y acribillada de cicatrices y rasguños; tenía los puños duros y la voz ruda y potente.
Aquí se detuvo un momento el bufón, como si vacilara en proseguir el relato. Pero a Raniero y a los demás caballeros les daba tanta alegría oír hablar así de sí mismos, que rieron su insolencia.
-Eres un cínico -dijo Raniero-; pero vamos a ver en qué para todo esto.
Y el bufón prosiguió:
-Por último, nuestro Redentor dijo unas palabras a san Pedro para explicarle la causa de su alegría. Preguntó al santo si era verdad qué uno de los caballeros tenía ante sí una vela encendida.
Ante estas palabras Raniero se estremeció. Rebosante de cólera echó mano a un pesado jarro lleno de vino para lanzarlo a la cara del bufón; pero se dominó para cerciorarse de si el tunante se atrevería a denigrar su nombre.
-San Pedro vio, pues -continuó el bufón-, que aquella tienda estaba profusamente iluminada por antorchas; pero que, junto a uno de los caballeros, había una vela encendida. Era una vela alta y gruesa, destinada a arder veinticuatro horas sin interrupción. Como el caballero no tenía ningún candelero donde ponerla, la había colocado entre varias piedras.
Ante estas palabras toda la reunión prorrumpió en sonoras carcajadas. Todos señalaron una vela que se hallaba en la mesa, junto a Raniero, en la mismísima forma que el bufón había descrito. Pero a Raniero se le subió la sangre a la cabeza. Se trataba de la vela que había encendido horas antes en el Santo Sepulcro, y no se atrevía a apagarla.
-Cuando san Pedro vio esta vela -prosiguió el narrador- se dio cuenta de la causa que motivaba la alegría de nuestro Redentor, y no pudo reprimir una sonrisa compasiva.
"-¡Ah, sí! -dijo-. Ese es el caballero que escaló primero los muros de la ciudad, en pos del conde de Bouillon y que por la noche fue el primero en encender su vela en el Santo Sepulcro.
"-Efectivamente -contestó nuestro Salvador-, y ya ves que su luz arde todavía."
El bufón apresuró su relato, mirando a Raniero de cuando en cuando a hurtadillas.
-San Pedro no pudo evitar una sonrisa un poco burlona.
"-¿No comprendes, quizá, por qué deja su luz encendida durante tanto tiempo? -preguntó-. Tal vez creas que piensa en tus sacrificios y en tu muerte cuando la mira. Te equivocas: no piensa más que en la gloria que se le dispensó cuando se le reconoció como el más valiente, junto a Godofredo de Bouillon, en presencia de todo el ejército."
Todos los oyentes soltaron nuevas carcajadas. Y dominando su cólera Raniero rió también. Sabía perfectamente que todos le encontrarían sumamente ridículo si se alterase por semejante broma.
-Pero nuestro Salvador interrumpió a su querido san Pedro para contradecirle:
"-¿No te das cuenta -repitió- de lo preocupado que está con su vela de cera? Protege la llama con la mano apenas alguien levanta la cortina de la entrada, porque teme que una corriente de aire se la apague. Y está en lucha continua con los insectos que revolotean en torno a la llama, prontos a apagarla."
Las risas aumentaron más todavía, pues era exacto todo cuanto el bufón explicaba.
Raniero juzgó cada vez más difícil dominar su ira, incapaz de soportar que nadie se burlase de la sagrada llama.
-San Pedro, desconfiado -continuó el bufón-, preguntó a nuestro Redentor si conocía a aquel caballero, y dijo:
"-No es precisamente uno de los que van a misa a menudo y desgastan el reclinatorio.
"Pero nuestro Redentor no se dejó convencer y exclamó en tono solemne:
"-¡San Pedro, san Pedro! Piensa en lo que te digo. ¡Ese caballero será, desde ahora, mucho más devoto que Godofredo! ¿De dónde iban a brotar la modestia y la devoción si no de mi tumba? Aún has de ver a Raniero de Ranieri auxiliando viudas atribuladas y desdichados prisioneros. Todavía has de ver cómo cuidará a los enfermos y afligidos junto a su lecho, defendiéndolos como ahora defiende la sagrada llama."
Una enorme carcajada interrumpió al bufón. Todos los que conocían la vida y el modo de pensar de Raniero encontraban todo aquello muy gracioso. Pero a él se le habían quitado las ganas de reír. Levantose de un salto, dispuesto a echar al bufón a puñetazos; pero tropezó contra la mesa, que no era más que una puerta colocada sobre dos caballetes, y cayó la vela. Entonces se demostró cuánto le interesaba a Raniero conservar la vela encendida. Dominó su cólera y se puso tranquilamente a arreglar la luz para reanimar su llama. Pero cuando lo hubo conseguido el bufón se había largado ya de la tienda y Raniero se dijo que no valía la pena perseguirlo a través de la oscuridad de la noche.
-Ya le encontraré en otra ocasión -se dijo, y volvió a sentarse tranquilamente.
Los comensales habían cesado entre tanto de reír; pero uno de ellos volviose a Raniero para continuar la broma.
-Una cosa es cierta, Raniero, y es que esta vez no podrás enviar a la Madonna de Florencia lo más valioso de tu botín.
Raniero le preguntó por qué motivo opinaba que no podría seguir cumpliendo con su antigua costumbre, y el caballero le contestó:
-Por la sencilla razón de que el precioso botín que has conquistado esta vez es esa llama que ante todo el ejército has sido el primero en encender en el Santo Sepulcro. Y esa llama no podrás mandarla a Florencia.
Nuevamente resonaron las risas; pero Raniero se hallaba en tal disposición de ánimo, que habría sido capaz de realizar los actos más temerarios, con tal de librarse de las burlas. Con breve decisión llamó a un viejo escudero y le dijo:
-¡Ármate y prepárate para un largo viaje, Giovanni! Mañana saldrás para Florencia con esta llama sagrada.
Pero el escudero se opuso a esta orden con una enérgica negativa.
-No puedo aceptar este encargo -contestó-. ¿Cómo ir hasta Florencia a caballo con una vela encendida? Se apagaría antes de que abandonase este campamento.
Raniero fue preguntando a sus hombres uno tras otro. Todos le dieron igual contestación. Apenas si tomaban en serio la orden.
Los caballeros extranjeros, que eran los huéspedes de Raniero, rieron con gran alborozo cuando se comprobó que ninguno de sus hombres quería obedecer la orden.
Raniero enfureciose cada vez más. Por último, perdió la paciencia, y exclamó:
-Esta llama será llevada a Florencia a pesar de todo, y puesto que nadie quiere acometer la empresa, la llevaré yo mismo.
-Piénsalo bien antes de hacer un voto semejante -exclamó uno de los caballeros-. Te juegas un principado.
-¡Os juro que llevaré esta llama a Florencia! -exclamó Raniero-. Realizaré algo que nadie más osó emprender.
El viejo escudero se excusaba diciendo:
-Señor, para ti la cosa es diferente. Tú puedes llevar una gran comitiva; pero yo hubiera tenido que ir solo.
Como Raniero se hallaba como loco, incapaz de reflexionar sus palabras, contestó:
-También yo iré solo.
Con estas palabras consiguió su objeto. Todos los presentes cesaron de reír. Se quedaron absortos, contemplándole.
-¿Por qué no seguís riendo? -preguntó Raniero-. Este propósito no es más que un juego de niños para un hombre valiente.

III
Al amanecer del día siguiente montaba Raniero en su alazán. Iba armado de punta en blanco, pero cubierto con el tosco manto del peregrino para que la coraza no se calentara demasiado a los ardorosos rayos del sol. Iba armado de espada y maza y montaba un buen corcel. En la mano llevaba la vela encendida y en la silla guardaba un gran mazo de largas bujías de cera para que la llama no se consumiera por falta de combustible.
Raniero cabalgó lentamente y sin tropiezos a través de las tiendas del campamento, diseminadas por la explanada. Era tan temprano que la niebla que se desprendía de los valles en torno a Jerusalén no se había disipado todavía, y Raniero iba como envuelto en la noche. El campamento dormía aún y Raniero escapó fácilmente del alcance de los centinelas. Nadie le dio el alto; la densa niebla le hacía invisible y la espesa capa de polvo que cubría el suelo no dejaba percibir el ruido de las pisadas del caballo.
Raniero se vio pronto fuera de los límites del campamento y se encaminó hacia Jaffa. El camino era allí mejor; pero, en atención a la llama, caminaba más despacio. En la espesa niebla la llama tenía un resplandor rojizo y tembloroso. Continuamente revoloteaban grandes falenas en torno a ella, amenazando apagarla con sus convulsivos aletazos. Raniero tuvo que realizar grandes esfuerzos para protegerla; pero hallábase en la mejor disposición de ánimo y seguía figurándose que su empresa era puro juego de niños.
Entre tanto, el caballo, cansado de aquel lento caminar, se puso al trote. Inmediatamente la llama empezó a flamear a causa del viento. De nada servía que Raniero intentase protegerla con la mano y con la capa. Llegó a un punto en que notó que se hallaba próxima a extinguirse; pero como no pensaba darse por vencido, detuvo el caballo y meditó durante un buen rato una resolución. Finalmente, se decidió a cabalgar de espaldas, para proteger la llama con su cuerpo contra el viento. Así consiguió mantenerla encendida; pero pronto se convenció de que aquel viaje se hacía más penoso de lo que se había figurado al principio.
Apenas dejó tras de sí las colinas que rodean Jerusalén, la niebla desapareció. No había en aquella desolada soledad gentes ni caseríos, ni árboles ni plantas; solo se veía peladas montañas.
Por el interminable camino Raniero fue asaltado por los bandidos que formaban la chusma indisciplinada que seguía furtivamente al ejército y que vivía del robo y del pillaje. Se habían ocultado detrás de una colina, y Raniero, que cabalgaba de espaldas, solo les descubrió al verse rodeado por los facinerosos que agitaban sus espadas contra el peregrino.
Eran doce hombres de miserable aspecto y cabalgaban en caducas caballerías. Al punto, Raniero se dio cuenta de que no le sería difícil atravesar entre ellos y alejarse al galope de su corcel; pero aquello solo sería posible si arrojaba la vela. Mas, ¿cómo hacerlo así después de haber pronunciado la noche anterior tan orgullosas palabras?
No vio, pues, otra salida que entrar en negociaciones con los bandidos. Les dijo que les sería difícil vencerle si se defendiera, ya que era fuerte, iba bien armado y montaba un buen caballo; pero que, como había hecho un voto, no quería oponerles resistencia, de modo que les entregaría sin lucha lo que desearan tomar y solo pedía que le prometieran no apagarle la vela.
Los bandidos, que habían esperado una ruda resistencia, quedáronse contentísimos ante la proposición de Raniero y empezaron a desvalijarle. Le quitaron la armadura, el corcel, las armas y el dinero. Solo le dejaron la tosca capa y los dos haces de velas. Pero su promesa de no apagar la luz la mantuvieron honrosamente.
Uno de ellos, que cabalgaba ya, montado a la grupa sobre el magnífico caballo de Raniero, se sintió compadecido y le dijo:
-Mira, no queremos ser demasiado crueles con un cristiano. Para que puedas continuar la marcha te daré mi caballo.
Era este un penco lamentable y enfermizo, y a juzgar por sus movimientos, torpes y rígidos, más bien parecía de madera.
Cuando los malvados se alejaron y Raniero se preparaba a montar tan miserable penco, se dijo para sí:
-Esta llama debe haberme embrujado, verdaderamente; solo por ella voy por estos caminos como un loco pordiosero.
Él mismo creyó que lo más prudente sería volverse, ya que su empresa era, realmente, irrealizable. Pero un vehemente deseo de llevarla a cabo se apoderó de él.
Continuó, pues, su camino; en torno suyo veía siempre las mismas peladas colinas amarillentas.
Al cabo de un rato pasó junto a un joven pastor que guardaba cuatro cabras. Cuando Raniero vio triscar a los animales aquellos por el pelado campo, se preguntó si no estarían pastando tierra.
Aquel pastor había poseído un gran rebaño, que los cruzados habíanle robado, por lo que, cuando veía pasar a un cristiano solo, procuraba causarle todo el daño posible. Abalanzose sobre él y dirigió su cayado contra la vela.
Raniero se hallaba tan ocupado con la llama, que no pudo defenderse contra el pastor. Lo que hizo fue acercar la vela más hacia sí para protegerla. El pastor volvió a descargar nuevos golpes; pero de pronto se detuvo altamente asombrado, pues la capa de Raniero se había incendiado sin que este intentara hacer nada para apagar el fuego.
Entonces el pastor pareció avergonzarse de su acción. Durante un rato siguió tras Raniero y por un lugar en que el camino se estrechaba demasiado, entre dos barrancos, tomole el caballo por las riendas.
Raniero pensó sonriendo que el pastor le tomaba, indudablemente, por un santo varón que hacía penitencia. Al anochecer, Raniero encontró en su camino a mucha gente. Por la noche se había extendido a lo largo de la costa el rumor de la caída de Jerusalén y muchas gentes se disponían a dirigirse allí. Eran peregrinos que hacía ya muchos años que venían acechando la oportunidad de entrar en Jerusalén, y gentes recién desembarcadas, y, sobre todo, mercaderes que acudían cargados de provisiones.
Cuando los grupos percibieron a Raniero, que iba montado a caballo, de espaldas, empuñando una vela encendida, empezaron a gritar:
-¡Al loco, al loco!
La mayor parte de los que acudían eran italianos, y Raniero oyó que le gritaban en su propia lengua:
-¡Pazzo, pazzo! (¡Loco, loco!)
Raniero, que durante todo el día había logrado reprimirse, empezó a impacientarse al oír aquellos gritos incesantes. E inclinándose sobre la silla empezó a repartir puñetazos. Cuando las gentes se apercibieron de lo duros que eran los puños de aquel hombre, se pusieron en precipitada huida, de modo que pronto quedose solo en la carretera.
Volvió a reprimirse y se dio cuenta de que aquellas gentes tenían toda la razón al tomarle por loco, y se puso a buscar la vela sin saber qué había sido de ella. Por fin la encontró caída en un hoyo al borde del camino. La llama se había apagado; pero allí cerca vio brillar algo de luz y observó que se trataba de un poco de hierba seca que ardía. Al punto advirtió que la suerte le era propicia, pues la vela antes de apagarse había prendido en aquellos matorrales.
-Esto hubiera tenido un final lastimoso, después de tantas fatigas -pensó encendiendo de nuevo la vela en su propio fuego y volviendo a montar a su caballo. Hallábase muy humillado y ahora estaba convencido de que su peregrinación no tendría feliz éxito.
Al anochecer llegó Raniero a Ramle y buscó allí un albergue en donde solían pasar la noche las caravanas. Era un gran patio cubierto. En torno a él había varios cobertizos que servían de refugio a los caballos de los viajeros. Allí no había habitaciones y las gentes tenían que dormir junto a sus caballerías.
Estaba ya todo lleno; pero el posadero dispuso un sitio para Raniero y su caballo. Trajo también comida para el caballero y pienso para el caballo.
Viéndose Raniero tan bien tratado, se dijo: "Estoy por creer que los bandidos me han hecho un favor con quitarme la armadura y el caballo. Es indudable que voy más seguro si me toman por loco".
Cuando Raniero hubo arreglado su caballo en el establo, sentose sobre un montón de paja con la vela encendida entre las manos. Había resuelto pasar la noche sin dormir.
Pero apenas se hubo sentado, se adormeció. Estaba tan terriblemente cansado que se tendió cuan largo era y durmió hasta el amanecer.
Al despertar, vio que había desaparecido la vela, que no pudo encontrar en parte alguna. Entonces se dijo: “Alguien debe habérmela quitado”.
Y quiso convencerse a sí mismo de que se alegraba de lo sucedido, porque en rigor se había propuesto un imposible. Pero este pensamiento le causó cierto desfallecimiento y una gran angustia. Jamás había tenido tantos deseos de realizar una empresa como en aquella ocasión. Sacó su caballo, lo peinó y le puso la silla. Cuando hubo terminado se le acercó el posadero con una vela encendida, y le dijo en dialecto franco:
-Anoche tuve que quitarte esta luz de la mano, porque te habías dormido profundamente; pero aquí te la devuelvo.
Raniero no le hizo observar lo que sentía, y dijo con sosiego:
-Has hecho bien en apagar la luz.
-No la he apagado -dijo el hombre-. Vi que la habías traído encendida y yo supuse que era de gran interés para ti que siguiera ardiendo. Si te fijas en lo que se ha acortado, reconocerás que la vela ha estado ardiendo toda la noche.
El rostro de Raniero irradió de alegría. Se lo agradeció al posadero de todo corazón y montó a caballo con el mejor humor.

IV
Raniero partió de Jerusalén con la intención de embarcarse en Jaffa para Italia. Pero cambió de propósito cuando los bandidos le hubieron robado todo el dinero, y entonces dispuso su camino por tierra.
Era un largo viaje. Desde Jaffa hacia el norte recorrió todo lo largo de la costa siria. Después continuó el camino hacia el oeste, a lo largo de la península de Asia Menor. Y nuevamente volvió hacia el norte, hacia Constantinopla. Desde allí le quedaba todavía un buen trecho hasta Florencia. Durante todo este tiempo Raniero vivió de limosnas.
Casi siempre eran peregrinos que acudían en legiones hacia Jerusalén, los que repartían con él su escaso pan cotidiano. Aunque Raniero iba solo casi siempre, no se aburría. Bastante tenía con cuidar de su luz. Bastaba un golpe de viento o una gota de lluvia, para que todo terminase.
Mientras Raniero iba por los solitarios caminos procurando mantener la llama de su vela, acordose de que en cierta ocasión había visto a un hombre cuidando de algo tan delicado como una llama. Al principio, el recuerdo aparecía tan borroso que creyó haberlo soñado solamente. Pero a medida que fue avanzando por la vasta llanura, se le incrustó esta idea en la cabeza cada vez más, de modo que quedó completamente convencido de haber visto en su vida algo semejante.
-Tengo la impresión de haber oído hablar de ello -pensó.
Cierta tarde entró Raniero en una ciudad. Terminada la hora del trabajo, las mujeres estaban a las puertas de sus casas esperando la vuelta de sus maridos. Una de ellas era muy esbelta y tenía los ojos severos. Al verla pensó en Francesca degli Uberti.
Y de repente aclarósele lo que no lograba recordar.
Pensó que el amor de Francesca era semejante a una llama que ella hubiera deseado mantener siempre encendida, viviendo en continuo temor, miedosa de que Raniero pudiera apagarla en su corazón. Él mismo se asombró de este pensamiento, pero hubo de convencerse cada vez más de que tal era la verdad. Y comprendió por vez primera por qué le había abandonado Francesca, y que su fama guerrera no bastaría para volver a conquistarla.
El viaje de Raniero avanzaba muy lentamente, debido en gran parte a que tuvo que interrumpirlo varias veces a causa del mal tiempo. Se instalaba entonces en cualquier parador público y vigilaba la llama. Aquellos fueron días muy pesados.
Cabalgando Raniero un día a través del Líbano, se dio cuenta de que se aproximaba una tormenta. Hallábase a gran altura, entre horribles barrancos y abismos, muy alejado de toda morada humana. Por fin llegó a una roca aislada, una tumba sarracena. Era una pequeña edificación cuadrangular de piedra, con un techo abovedado. Raniero creyó que lo mejor era buscar refugio allí.
Acababa de entrar cuando se desencadenó una fuerte ventisca qué duró dos días enteros. Al mismo tiempo, el aire se tornó tan intensamente frío que Raniero estuvo a punto de quedar helado.
No ignoraba que en el monte había ramaje más que suficiente para encender una hoguera y calentarse; pero consideraba la llama de la vela tan sagrada que no quería encender con ella otra cosa que los cirios del altar de la Santísima Virgen.
Y la tempestad adquiría cada vez más violencia, y eran cada vez más espantosos los truenos y relámpagos.
Al caer un rayo en un árbol cerca de la tumba, lo encendió, con lo qué Raniero tuvo fuego para calentarse, sin profanar la sagrada llama.
Cuando Raniero peregrinaba por un paraje desierto de Cilicia, sus velas estuvieron a punto de agotarse. Su provisión de Jerusalén hacía tiempo que se había consumido. Pero no se había apurado por ello, pues de vez en cuando pasaba por colonias cristianas, donde, mendigando, pudo adquirir nuevas velas.
Pero ahora se le habían terminado y temía que su peregrinación tuviera un fin harto prematuro.
Cuando la vela se hubo consumido tanto que la llama casi le quemaba la mano, saltó del caballo, reunió cuanta hierba seca pudo y la encendió con el cabito que le quedaba. Pero en la desierta montaña había poco combustible y el fuego iba a extinguirse.
Mientras Raniero se desesperaba viendo que la llama iba a apagarse forzosamente, oyó por el camino cantos piadosos y vio que una procesión de peregrinos subía por la montaña con velas encendidas. Iban hacia una caverna en la que habitaba un santo, y Raniero se unió a ellos, entre los que se hallaba una anciana que andaba penosamente, y a la que ayudó Raniero a subir la montaña.
La pobre anciana le dio las gracias, y Raniero le pidió por señas su vela; ella se la entregó inmediatamente, y los demás siguieron este ejemplo, regalándole las velas que llevaban.
A todo correr bajó por el sendero, y después de haber apagado todas las luces encendió una vela en el rescoldo del fuego que había encendido con la llama sagrada.
En una ocasión, hacia el mediodía, hacía tanto calor que Raniero se tumbó rendido sobre un espeso matorral. No tardó en dormirse profundamente; la vela se hallaba colocada junto a él, entre unas piedras. A poco de quedarse dormido empezó a llover y la lluvia siguió arreciando hasta que Raniero despertó. El suelo se hallaba mojado en torno suyo, y apenas osó mirar a la vela, temeroso de hallarla apagada.
Pero la llama brillaba silenciosa y tranquila en medio de la lluvia y Raniero se dio cuenta de la causa de aquel fenómeno: dos pajarillos revoloteaban por encima de la llama. Acariciándose mutuamente con los piquitos, protegían la sagrada luz con sus alas extendidas.
Raniero tomó en seguida su sombrero para defender la vela de la lluvia; después tendió la mano a los pajarillos deseoso de acariciarlos. Y los animalitos no volaron, sino que se dejaron coger por él. Raniero quedó asombrado de que aquellas aves no le tuvieran miedo alguno, y se dijo: “Piensan tal vez en que no tengo otro pensamiento que proteger la cosa más delicada, y por eso no me temen”.
Raniero llegó a las cercanías de Niquea. Allí encontró a algunos caballeros llegados de Occidente, que conducían un nuevo ejército de auxilio hacia Tierra Santa. Entre ellos se encontraba Roberto Taillefer, que era un trovador que recorría el mundo como caballero andante.
Cuando Raniero, con su deshilachada capa de peregrino, pasó junto a ellos con la vela encendida, los soldados, lo mismo que cuantos le habían visto a lo largo de los caminos, empezaron a gritar:
-¡Al loco, al loco!
Pero Roberto Taillefer les hizo callar, y preguntó al caballero:
-¿Vienes de muy lejos?
Y Raniero le contestó:
-Vengo de Jerusalén.
-¿Sin que se haya apagado tu vela?
-En mi vela arde todavía la llama que encendí en Jerusalén -contestó Raniero.
Entonces, Roberto Taillefer le dijo:
-También yo llevo una llama, y quisiera conservarla ardiendo eternamente. Tal vez tú, que desde Jerusalén has traído hasta aquí tu vela encendida, puedas indicarme qué debo hacer para que no se extinga.
-Problema harto difícil es, aunque parezca sencillo. No os aconsejaría que emprendiérais empresa semejante, pues esta pequeña llama exigiría que lo abandonarais todo, que pensarais solo en ella.
-Ninguna otra alegría, por noble que sea, debe llenar vuestro corazón -repuso el caballero.
-Si os aconsejo que desistáis de realizar esta peregrinación que yo hago, es, principalmente, por mi deseo de evitaros esta sensación de constante incertidumbre que me acompaña. Sean cuales fueren los peligros que lograreis sortear, no encontraríais jamás un momento de seguridad para vuestra llama; siempre habríais de vivir con la zozobra de que el instante próximo habría de robárosla.
Pero Roberto Taillefer levantó la cabeza y dijo con orgullo:
-Lo que tú has hecho por salvar tu llama, sabré hacerlo yo por la mía.
Raniero había llegado a Italia. Un día cabalgaba por un solitario sendero de la montaña. Una mujer se le acercó presurosa y le pidió fuego.
-Nuestro fuego se ha apagado y mis hijos tienen hambre. Préstame el fuego de tu vela para que yo pueda encender mi hogar y cocer pan para los míos.
Y extendió la mano hacia la vela; pero Raniero se la negó, porque quería que aquella llama no encendiera más que las velas del altar de la Virgen.
Mas la mujer le dijo:
-¡Dame fuego, peregrino, pues la vida de mis hijos es la llama que debo mantener encendida!
Y en virtud de aquellas palabras dejó Raniero que encendiera la torcida de su lámpara en la sagrada llama.
Unas horas más tarde iba Raniero por una aldea. Estaba situada en lo alto de la montaña, y hacía un frío intensísimo. Un joven labrador se le acercó y contempló al pobre caballero cubierto con sus harapos de peregrino. Rápidamente quitose la corta capa y se la arrojó. Pero la capa cayó precisamente sobre la luz y apagó la llama.
Entonces Raniero pensó en aquella mujer que le había pedido fuego. Rápidamente desanduvo un buen trecho, y volvió a encender la vela en el sagrado fuego.
Cuando se disponía a continuar el camino, le dijo:
-Tú decías que la llama que está bajo tu custodia es la vida de tus hijos. ¿Podrías decirme el nombre de la que yo llevaba?
-¿Dónde fue encendida? -preguntó la mujer.
-En la tumba de Cristo -contestó Raniero.
-Entonces su nombre solo puede ser clemencia y amor al prójimo.
Raniero sonrió al oír esta respuesta, porque no comprendía que precisamente él tuviera que representar tales virtudes y ser su peregrino.
Raniero cabalgaba por deliciosas cordilleras azuladas, cuando observó que se encontraba en las cercanías de Florencia. Pronto, pues, terminaría su misión, y ante esta idea recordó su tienda de Jerusalén, rebosante de botín de guerra, y a sus valientes compañeros de cruzada, que tanto se alegrarían al verle de nuevo entre ellos dispuesto a reanudar el oficio de las armas para conducirles a la victoria.
Raniero se dio cuenta de que este pensamiento no le causaba la menor satisfacción. Sus ideas iban tomando un rumbo muy distinto. Y por primera vez reconoció que ya no era el mismo que partió a la conquista de Jerusalén. Aquella peregrinación, con su vela encendida, habíale enseñado a amar todo cuanto era paz, compasión y cordura, y a aborrecer la violencia y el latrocinio.
Ya en su patria causábale gran placer encontrar gentes que trabajaban en la paz de su hogar, lo que le hizo sentir la necesidad de incorporarse a su viejo taller para producir bellas obras de arte.
-No cabe duda; esta llama me ha transformado por completo -se decía-, ha hecho de mí otro hombre.

V
Cabalgando de espaldas, con la capucha echada sobre la cara y sosteniendo la vela encendida en la mano, Raniero entró en Florencia por la Pascua.
Apenas traspuesta la puerta de la ciudad, le recibió un mendigo con la consiguiente exclamación:
-¡Pazzo, pazzo!
A los gritos del mendigo pronto se unieron los de un pillete y un vagabundo que yacían todo el día en el suelo contemplando el desfile de las nubes:
-¡Pazzo, pazzo!
Este alboroto bastó para atraer otras gentes y multitud de chiquillos que salían de todos los rincones y que, al ver a Raniero haraposo y en tal guisa sobre el ruin caballejo, le gritaban también:
-¡Pazzo, pazzo!
Pero Raniero habíase habituado a que le llamaran así, y prosiguió tranquilamente a través de las populosas calles sin prestar oídos a semejantes gritos.
Mas hubo uno que, no contento con gritar, se abalanzó sobre el peregrino dispuesto a arrebatarle la vela, y Raniero limítose a elevar el brazo para que no le apagara la llama y a espolear su jamelgo para huir de aquella multitud, lo que no podía lograr por cuanto todos se lanzaron en su persecución más decididos cada vez a apagarle la candela.
Cuánto más se esforzaba Raniero por salvar la llama, más se enardecía la multitud. Los más atrevidos saltaban sobre las espaldas de los otros, hinchaban cuanto podían los carrillos y soplaban con fuerza. Al fracasar, arrojaban sus gorras; pero, por ser tantos los que pretendían extinguir la llama, tal vez nadie lo conseguía.
En la calle reinaba un alboroto tremendo. En las ventanas desternillábanse de risa muchos espectadores y hasta los fieles que se encaminaban a la iglesia deteníanse gozosos ante aquel espectáculo.
Raniero habíase puesto de pie sobre la silla para mejor defender la llama y como habíasele caído la capucha aparecía al descubierto su faz, pálida y demacrada como la de un mártir.
La diversión pública degeneró en tumulto. Hasta las personas mayores empezaron a tomar parte activa en el suceso, sin exceptuar a las mujeres que agitaban sus mantillas para apagar la vela.
Así llegó Raniero junto al balcón de una casa donde asomábase una mujer. Esta inclinose sobre la baranda y le arrebató la vela al peregrino; penetrando apresuradamente, tras esto, en la habitación.
En la calle resonaron grandes carcajadas de júbilo, y Raniero, por la fuerte impresión recibida, se tambaleó en la silla y se desplomó al suelo.
Al verle tendido, como exánime, la multitud se dispersó como por arte de encantamiento. Nadie socorría al caído; solo el caballo permanecía junto a él.
Cuando la calle quedó desierta salió de su casa Francesca degli Uberti con una vela encendida en la mano.
Seguía tan bella como siempre; sus rasgos tenían una expresión suave y sus ojos eran profundos y severos.
Se acercó a Raniero e inclinose sobre él. Estaba inmóvil; pero tan pronto como el reflejo de la llama hirió su rostro, se movió y levantose. Parecía completamente fascinado por aquella llama. Cuando Francesca vio que recobraba el conocimiento, le dijo:
-Aquí tienes tu vela. Te la he arrebatado porque comprendí que te interesaba mantenerla encendida. No pude ayudarte de otro modo.
Raniero había quedado magullado y molido por la caída; pero ya nada debía detenerle. Levantose lentamente, quiso andar, vaciló y estuvo a punto de volver a desplomarse. Entonces intentó montar a caballo. Francesca le ayudó
-¿Adónde quieres ir? -le preguntó cuando estuvo sentado nuevamente en la silla.
-Quiero ir a la Catedral -respondió.
-Entonces, vamos, porque yo también voy a misa -dijo cogiendo el caballo por las bridas.
Francesca había reconocido a Raniero inmediatamente; pero no él a su esposa, pues no tuvo tiempo ni intención de contemplarla.
Durante todo el camino permanecieron silenciosos. Raniero solo pensaba en su llama y en el modo de mantenerla segura durante estos últimos momentos. Francesca no se atrevía a pronunciar palabra porque en su corazón abrigaba el temor de que Raniero había vuelto loco a su patria. De un momento a otro esperaba ver confirmados sus temores.
Al cabo de un rato oyó Raniero un sollozo y vio a Francesca degli Uberti que caminaba sollozando a su lado. Pero Raniero solo la contempló un momento, sin decirle palabra alguna. Quería pensar en la llama únicamente.
Se hizo conducir a la sacristía. Allí bajó del caballo y dio las gracias a Francesca por su ayuda, sin fijarse en ella por no apartar la vista de la llama. Y penetró completamente solo en la sacristía en busca del sacerdote.
Francesca entró en la iglesia. Era el Viernes Santo que precede a la semana de Pascua y en señal de luto todas las velas se hallaban apagadas en sus altares. Francesca sentía que la llama de la esperanza que había ardido en ella, también hallábase extinguida.
En la Iglesia reinaba animación. Muchos sacerdotes se hallaban ente los altares. En el coro había, sentados, numerosos canónigos presididos por el obispo.
Momentos después observó Francesca cierta excitación entre los sacerdotes. Casi todos los que no tomaban parte en la misa levantáronse y se encaminaron a la sacristía. Por último, les siguió el obispo.
Cuando la misa hubo terminado, acercose al coro uno de los sacerdotes y habló a los fieles. Les informó de que Raniero di Ranieri había traído a Florencia fuego sagrado de Jerusalén. Narró las aventuras y padecimientos que había soportado el caballero por el camino, y le ensalzó con entusiasmo.
Los fieles quedáronse asombrados ante aquellas palabras. Francesca no había vivido jamás una hora más feliz.
-¡Oh, Dios! Esta es una felicidad mayor de la que yo puedo soportar -susurró como un suspiro.
Al escuchar aquella peroración, sus ojos vertían lágrimas.
El sacerdote habló largo tiempo, entusiasmado. Por último, exclamó con voz potente:
-Quizá os parezca cosa insignificante el haber traído una llama hasta Florencia. Mas yo os digo: rogad a Dios para que conceda a Florencia muchos portadores del fuego eterno, porque entonces nuestra ciudad alcanzará más gloria y poderío que todas las ciudades.
Cuando el sacerdote hubo terminado su peroración abriéronse de par en par las grandes puertas de la catedral, y una procesión espléndida e improvisada hizo irrupción en el templo. Canónigos, monjes y sacerdotes atravesaron la nave central hacia el altar mayor. El último era el obispo, y a su lado se hallaba Raniero envuelto en la misma capa que había llevado durante toda su peregrinación.
Cuando este hubo traspuesto el umbral de la iglesia, alzose un anciano y se acercó a él. Era Oddo, el padre de aquel pobre muchacho que por culpa de Raniero se había ahorcado.
Cuando el anciano hallose ante el obispo y Raniero, se inclinó y dijo en voz tan alta que pudieran oírle todos los fieles reunidos en la iglesia:
-Es un acontecimiento para Florencia el que Raniero haya traído fuego sagrado de Jerusalén. Una cosa semejante no ha acontecido nunca, y como tal vez haya alguien que crea que esto no es posible, ruego a todos los reunidos que pidan a Raniero pruebas y testimonios que acrediten la verdad de que este fuego ha sido encendido, efectivamente, en Jerusalén.
Al escuchar estas palabras, Raniero exclamó:
-¡Que Dios me ayude! No tengo testigos. La peregrinación la emprendí solo. Para ello sería preciso que vinieran los desiertos y los yermos a ofreceros su testimonio.
-Raniero es un hombre leal -dijo el obispo- y creemos en su palabra.
-Raniero podía haber supuesto que el hecho daría lugar a dudas; no debía haber cabalgado solo. Sus escuderos podrían, pues, dar testimonio – replicó Oddo.
Entonces, Francesca degli Uberti se destacó de la multitud, y dijo:
-¿Para qué testigos? Todas las mujeres de Florencia se hallan dispuestas a jurar que Raniero dice la verdad.
Raniero sonriose y su cara resplandeció un momento. Pero nuevamente volvió a dirigir sus pensamientos y su mirada a la llama.
Prodújose entonces un gran tumulto en la iglesia. Algunos sostenían que Raniero no debía encender las velas del altar antes de que estuviera comprobada la verdad de sus palabras, y a estos uniéronse muchos de sus antiguos enemigos.
Entonces levantose Jacobo degli Uberti y habló en favor de Raniero.
-Todos saben que no es grande la amistad que le profeso a mi yerno; pero ahora debemos defenderle tanto mis hijos como yo. Creemos que, en efecto, ha realizado esta proeza, y comprendemos que el que ha sido capaz de ello es un hombre sensato, prudente y noble. Por este motivo le recibiremos con alegría entre nosotros.
Pero Oddo y otros muchos no se dejaron convencer.
Raniero comprendió que en caso de pelea, sus enemigos atentarían, ante todo, contra su luz. Y mientras clavaba la mirada en sus adversarios, alzó la vela por encima de su cabeza cuanto le fue posible.
Estaba pálido como la muerte y parecía desesperado. Solo esperaba la derrota final, aunque procuraba prolongar el momento todo lo posible. ¿De qué le serviría poder encender la llama? Las palabras de Oddo habían sido un golpe mortal para él, al sembrar la duda. Era como si Oddo hubiera apagado su llama para siempre.
Un pajarillo entró revoloteando por el gran portal del templo. Voló precisamente en dirección a la vela de Raniero, quien no habiendo podido apartarla a tiempo hubo de ver cómo el avecilla chocaba con ella y la extinguía.
Raniero bajó el brazo, y las lágrimas brotaron de sus ojos. Pero en seguida sintió cierto alivio. Esto era preferible a que las gentes apagaran la llama.
El pajarillo prosiguió su alocado vuelo por el interior de la iglesia, tal como suelen hacerlo los pájaros que penetran en un espacio cerrado.
De pronto una exclamación vibró por toda la iglesia:
-¡El pajarillo, arde! ¡La llama sagrada ha encendido sus alas!
El pajarillo piaba temeroso. Revoloteó unos momentos de acá para allá como una llama errante bajo la alta bóveda del coro y, por último, cayó muerto ante el altar de la Madonna.
En aquel momento se hallaba Raniero junto a él. Se había abierto paso entre la multitud; nada había podido detenerle. Y en las llamas que tostaban las alas del pajarillo encendió las velas del altar de la Madonna.
Entonces el obispo alzó su cetro y exclamó:
-¡Dios lo ha querido! ¡Dios nos ha dado su testimonio!
Y todo el pueblo, reunido en la iglesia, tanto sus amigos como sus adversarios, olvidaron sus dudas y su asombro y estupefactos ante aquel milagro divino, exclamaban:
-¡Dios lo ha querido! ¡Dios nos ha dado su testimonio!
De Raniero queda todavía por relatar que gozó de mucha felicidad y consideración durante toda su vida. Fue prudente, sensato y compasivo. Pero el pueblo de Florencia continuó llamándole Pazzo degli Ranieri en recuerdo de haberle tomado por loco. Y esto fue para él un título de honor. Raniero conviniose en el tronco de una estirpe que tomó el nombre de Pazzi y que todavía existe.
Hay que recordar también que desde entonces en Florencia se inició la costumbre de celebrar una fiesta anual el Viernes Santo en conmemoración de la vuelta de Raniero a Florencia con el fuego sagrado, y en dicha fiesta se hace volar siempre por la Catedral un pájaro artificial encendido. También este año se habrá celebrado la fiesta, de no haberse iniciado alguna variación.
Si es verdad -como muchos suponen- que los portadores de fuego sagrado que ha vivido en Florencia y hecho de esta ciudad una de las más magníficas de la Tierra, han tomado a Raniero por modelo, encontrando en su ejemplo valor para sacrificarse y sufrir abnegadamente, es cosa que queremos pasarla en silencio.
Pero la eficacia de aquella luz emanada de Jerusalén en los tiempos tenebrosos es incalculable.
FIN

miércoles, 22 de octubre de 2014

La colonia penitenciaria [Cuento: Texto completo.] Franz Kafka

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/euro/kafka/la_colonia_penitenciaria.htm

La colonia penitenciaria[Cuento: Texto completo.]Franz Kafka
-Es un aparato singular -dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta admiración el aparato, que le era tan conocido. El explorador parecía haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por lo menos en ese pequeño valle, profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un soldado que sostenía la pesada cadena donde convergían las cadenitas que retenían al condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante cadenas secundarias. De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso, que al parecer hubieran podido permitirle correr en libertad por los riscos circundantes, para llamarlo con un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución.El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos, arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en la tierra, o trepando de pronto por una escalera para examinar las partes superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico, pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba el aparato, o tal vez porque por diversos motivos no se podía confiar ese trabajo a otra persona.
-¡Ya está todo listo! -exclamó finalmente, y descendió de la escalera. Parecía extraordinariamente fatigado, respiraba con la boca muy abierta, y se había metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme.
-Estos uniformes son demasiado pesados para el trópico -comentó el explorador, en vez de hacer alguna pregunta sobre el aparato, como hubiera deseado el oficial.
-En efecto -dijo éste, y se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en un balde que allí había-; pero para nosotros son símbolos de la patria; no queremos olvidarnos de nuestra patria. Y ahora fíjese en este aparato -prosiguió inmediatamente, secándose las manos con una toalla y mostrando aquél al mismo tiempo. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante el aparato funciona absolutamente solo.
El explorador asintió y siguió al oficial. Éste quería cubrir todas las contingencias, y por eso dijo:
-Naturalmente, a veces hay inconvenientes; espero que no los haya hoy, pero siempre se debe contar con esa posibilidad. El aparato debería funcionar ininterrumpidamente durante doce horas. Pero cuando hay entorpecimientos, son sin embargo desdeñables, y se los soluciona rápidamente. ¿No quiere sentarse? -preguntó luego, sacando una silla de mimbre entre un montón de sillas semejantes, y ofreciéndosela al explorador; éste no podía rechazarla. Se sentó entonces; al borde de un hoyo estaba la tierra removida, dispuesta en forma de parapeto; del otro lado estaba el aparato.
-No sé -dijo el oficial- si el comandante le ha explicado ya el aparato.
El explorador hizo un ademán incierto; el oficial no deseaba nada mejor, porque así podía explicarle personalmente el funcionamiento.
-Este aparato -dijo, tomándose de una manivela. y apoyándose sobre ella- es un invento de nuestro antiguo comandante. Yo asistí a los primerísimos experimentos, y tomé parte en todos los trabajos, hasta su terminación. Pero el mérito del descubrimiento sólo le corresponde a él. ¿No ha oído hablar usted de nuestro antiguo comandante? ¿No? Bueno, no exagero si le digo que casi toda la organización de la colonia penitenciaria es obra suya. Nosotros, sus amigos, sabíamos aun antes de su muerte que la organización de la colonia era un todo tan perfecto, que su sucesor, aunque tuviera mil nuevos proyectos en la cabeza, por lo menos durante muchos años no podría cambiar nada. Y nuestra profecía se cumplió; el nuevo comandante se vio obligado a admitirlo. Lástima que usted no haya conocido nuestro antiguo comandante. Pero -el oficial se interrumpió- estoy divagando, y aquí está el aparato. Como usted ve, consta de tres partes. Con el correr del tiempo, se generalizó la costumbre de designar a cada una de estas partes mediante una especie de sobrenombre popular. La inferior se llama la Cama, la de arriba el Diseñador, y esta del medio, la Rastra.
-¿La Rastra? -preguntó el explorador.
No había escuchado con mucha atención; el sol caía con demasiada fuerza en ese valle sin sombras, apenas podía uno concentrar los pensamientos. Por eso mismo le parecía más admirable ese oficial, que a pesar de su chaqueta de gala, ajustada, cargada de charreteras de adornos, proseguía con tanto entusiasmo sus explicaciones, y además, mientras hablaba, apretaba aquí y allá algún tornillo con un destornillador. En una situación semejante a la del explorador parecía encontrarse el soldado. Se había enrollado la cadena del condenado en torno de las muñecas; apoyado con una mano en el fusil, cabizbajo, no se preocupaba por nada de lo que ocurría. Esto no sorprendió al explorador, ya que el oficial hablaba en francés, y ni el soldado ni el condenado entendían el francés. Por eso mismo era más curioso que el condenado se esforzara por seguir las explicaciones del oficial. Con una especie de soñolienta insistencia, dirigía la mirada hacia donde el oficial señalaba, y cada vez que el explorador hacia una pregunta, también él, como el oficial, lo miraba.
-Sí, la Rastra -dijo el oficial-, un nombre bien educado. Las agujas están colocadas en ellas como los dientes de una rastra, y el conjunto funciona además como una rastra, aunque sólo en un lugar determinado, y con mucho más arte. De todos modos, ya lo comprenderá mejor cuando se lo explique. Aquí, sobre la Cama, se coloca al condenado. Primero le describiré el aparato, y después lo pondré en movimiento. Así podrá entenderlo mejor. Además, uno de los engranajes del Diseñador está muy gastado; chirría mucho cuando funciona, y apenas se entiende lo que uno habla; por desgracia, aquí es muy difícil conseguir piezas de repuesto. Bueno, ésta es la Cama, como decíamos. Está totalmente cubierta con una capa de algodón en rama; pronto sabrá usted por qué. Sobre este algodón se coloca al condenado, boca abajo, naturalmente desnudo; aquí hay correas para sujetarle las manos, aquí para los pies, y aquí para el cuello. Aquí, en la cabecera de la Cama (donde el individuo, como ya le dije, es colocado primeramente boca abajo), esta pequeña mordaza de fieltro, que puede ser fácilmente regulada de modo que entre directamente en la boca del hombre, tiene la finalidad de impedir que grite o se muerda la lengua. Naturalmente, el hombre no puede alejar la boca del fieltro, porque la correa del cuello le quebraría las vértebras.
-¿Esto es algodón? -preguntó el explorador, y se agachó.
-Sí, claro -dijo el oficial riendo-; tóquelo usted mismo.
Cogió la mano del explorador, y se la hizo pasar por la Cama.
-Es un algodón especialmente preparado, por eso resulta tan irreconocible; ya le hablaré de su finalidad.
El explorador comenzaba a interesarse un poco por el aparato; protegiéndose los ojos con la mano, a causa del sol, contempló el conjunto. Era una construcción elevada. La Cama y el Diseñador tenían igual tamaño, y parecía dos oscuros cajones de madera. El Diseñador se elevaba unos dos metros sobre la Cama; los dos estaban unidos entre sí, en los ángulos, por cuatro barras de bronce, que casi resplandecían al sol. Entre los cajones, oscilaba sobre una cinta de acero la Rastra.
El oficial no había advertido la anterior indiferencia del explorador, pero sí notó su interés naciente; por lo tanto interrumpió las explicaciones, para que su interlocutor pudiera dedicarse sin inconvenientes al examen de los dispositivos. El condenado imitó al explorador; como no podría cubrirse los ojos con la mano, miraba hacia arriba, parpadeando.
-Entonces, aquí se coloca al hombre -dijo al explorador, echándose hacia atrás en su silla, y cruzando las piernas.
-Sí -dijo el oficial, corriéndose la gorra un poco hacia atrás, y pasándose la mano por el rostro acalorado-, y ahora escuche. Tanto la Cama como el Diseñador tienen baterías eléctricas propias; la Cama la requiere para sí, el Diseñador para la Rastra. En cuanto el hombre está bien asegurado con las correas, la Cama es puesta en movimiento. Oscila con vibradores diminutos y muy rápidos, tanto lateralmente como verticalmente. Usted habrá visto aparatos similares en los hospitales; pero en nuestra Cama todos los movimientos están exactamente calculados; en efecto, deben estar minuciosamente sincronizados con los movimientos de la Rastra. Sin embargo, la verdadera ejecución de la sentencia corresponde a la Rastra.
-¿Cómo es la sentencia? -preguntó el explorador.
-¿Tampoco sabe eso? -dijo el oficial, asombrado, y se mordió los labios-. Perdóneme si mis explicaciones son tal vez un poco desordenadas: le ruego realmente que me disculpe. En otros tiempos, correspondía en realidad al comandante dar las explicaciones, pero el nuevo comandante rehúye ese honroso deber; de todos modos, el hecho de que a una visita de semejante importancia -y aquí el explorador trató de restar importancia al elogio, con un ademán de las manos, pero el oficial insistió-, a una visita de semejante importancia ni siquiera se la ponga en conocimiento del carácter de nuestras sentencias, constituye también una insólita novedad, que... -Y con una maldición al borde de los labios se contuvo y prosiguió- ... Yo no sabía nada, la culpa no es mía. De todos modos, yo soy la persona más capacitada para explicar nuestros procedimientos, ya que tengo en mi poder -y se palmeó el bolsillo superior- los respectivos diseños preparados por la propia mano de nuestro antiguo comandante.
-¿Los diseños del comandante mismo? -preguntó el explorador-. ¿Reunía entonces todas las cualidades? ¿Era soldado, juez, constructor, químico y dibujante?
-Efectivamente -dijo el oficial, asintiendo con una mirada impenetrable y lejana.
Luego se examinó las manos; no le parecían suficientemente limpias para tocar los diseños; por lo tanto, se dirigió hacia el balde y se las lavó nuevamente. Luego sacó un pequeño portafolio de cuero, y dijo:
-Nuestra sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado. Por ejemplo, las palabras inscriptas sobre el cuerpo de éste condenado -y el oficial señaló al individuo- serán: HONRA A TUS SUPERIORES.
El explorador miró rápidamente al hombre; en el momento en que el oficial lo señalaba, estaba cabizbajo y parecía prestar toda la atención de que sus oídos eran capaces, para tratar de entender algo. Pero los movimientos de sus labios gruesos y apretados demostraban evidentemente que no entendía nada. El explorador hubiera querido formular diversas preguntas, pero al ver al individuo sólo inquirió:
-¿Conoce él su sentencia?
-No -dijo el oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones, pero el explorador lo interrumpió:
-¿No conoce su sentencia?
-No -repitió el oficial, callando un instante como para permitir que el explorador ampliara su pregunta-. Sería inútil anunciársela. Ya lo sabrá en carne propia.
El explorador no quería preguntar más; pero sentía la mirada del condenado fija en él, como inquiriéndole si aprobaba el procedimiento descrito. En consecuencia, aunque se había repantigado en la silla, volvió a inclinarse hacia adelante y siguió preguntando:
-Pero, por lo menos ¿sabe que ha sido condenado?
-Tampoco -dijo el oficial, sonriendo como si esperara que le hiciera otra pregunta extraordinaria.
-¿No? -dijo el explorador y se pasó la mano por la frente-, entonces ¿el individuo tampoco sabe cómo fue conducida su defensa?
-No se le dio ninguna oportunidad de defenderse -dijo el oficial y volvió la mirada, como hablando consigo mismo, para evitar al explorador la vergüenza de oír una explicación de cosas tan evidentes.
-Pero debe de haber tenido alguna oportunidad de defenderse -insistió el explorador, y se levantó de su asiento.
El oficial comprendió que corría el peligro de ver demorada indefinidamente la descripción del aparato; por lo tanto, se acercó al explorador, lo tomó por el brazo, y señaló con la mano al condenado, que al ver tan evidentemente que toda la atención se dirigía hacia él, se puso en posición de firme, mientras el soldado daba un tirón a la cadena.
-Le explicaré cómo se desarrolla el proceso -dijo el oficial-. Yo he sido designado juez de la colonia penitenciaria. A pesar de mi juventud. Porque yo era el consejero del antiguo comandante en todas las cuestiones penales, y además conozco el aparato mejor que nadie. Mi principio fundamental es éste: la culpa es siempre indudable. Tal vez otros juzgados no siguen este principio fundamental, pero son multipersonales, y además dependen de otras cámaras superiores. Este no es nuestro caso, o por lo menos no lo era en la época de nuestro antiguo comandante. El nuevo ha demostrado, sin embargo, cierto deseo de inmiscuirse en mis juicios, pero hasta ahora he logrado mantenerlo a cierta distancia, y espero seguir lográndolo. Usted desea que le explique este caso particular; es muy simple, como todos los demás. Un capitán presentó esta mañana la acusación de que este individuo, que ha sido designado criado suyo, y que duerme frente a su puerta, se había dormido durante la guardia. En efecto, tiene la obligación de levantarse al sonar cada hora, y hacer la venia ante la puerta del capitán. Como se ve, no es una obligación excesiva, y sí muy necesaria, porque así se mantiene alerta en sus funciones, tanto de centinela como de criado. Anoche el capitán quiso comprobar si su criado cumplía con su deber. Abrió la puerta exactamente a las dos, y lo encontró dormido en el suelo. Cogió la fusta, y le cruzó la cara. En vez de levantarse y suplicar perdón a su superior por las piernas, lo sacudió y exclamó: "Arroja ese látigo, o te como vivo". Estas son las pruebas. El capitán vino a verme hace una hora, tomé nota de su declaración y dicté inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable. Todo esto fue muy simple. Si primeramente lo hubiera hecho llamar, y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras y así sucesivamente. En cambio, así lo tengo en mi poder y no se escapará. ¿Está todo aclarado? Pero el tiempo pasa, ya debería comenzar la ejecución y todavía no terminé de explicarle el aparato.
Obligó al explorador a que se sentara nuevamente, se acercó otra vez al aparato, y comenzó:
-Como usted ve, la forma de la Rastra corresponde a la forma del cuerpo humano; aquí está la parte del torso, aquí están las rastras para las piernas. Para la cabeza, sólo hay esta agujita. ¿Le resulta claro?
Se inclinó amistosamente ante el explorador dispuesto a dar las más amplias explicaciones.
El explorador, con el ceño fruncido, consideró la Rastra. La descripción de los procedimientos judiciales no lo había satisfecho. Debía hacer un esfuerzo para no olvidar que se trataba de una colonia penitenciaria, que requería medidas extraordinarias de seguridad, y donde la disciplina debía ser exagerada hasta el extremo. Pero, por otra parte, pensaba en el nuevo comandante que evidentemente proyectaba introducir, aunque poco a poco, un nuevo sistema de procedimientos; estrecha mentalidad que este oficial no podía prender. Estos pensamientos le hicieron preguntar:
-¿El comandante asistirá a la ejecución?
-No es seguro -dijo el oficial, dolorosamente impresionado por una pregunta tan directa, mientras su expresión amistosa se desvanecía-. Por eso mismo debemos darnos prisa. En consecuencia, aunque lo siento muchísimo, me veré obligado a simplificar mis explicaciones. Pero mañana, cuando hayan limpiado nuevamente el aparato (su única falla consiste en que se ensucia mucho), podré seguir explayándome con más detalles. Reduzcámonos entonces por ahora a lo más indispensable. Una vez que el hombre está acostado en la Cama, y ésta comienza a vibrar, la Rastra desciende sobre su cuerpo. Se regula automáticamente, de modo que apenas roza el cuerpo con la punta de las agujas; en cuanto se establece el contacto, la cinta de acero se convierte inmediatamente en una barra rígida. Y entonces empieza la función. Una persona que no esté al tanto, no advierte ninguna diferencia entre un castigo y otro. La Rastra parece trabajar uniformemente. Al vibrar, rasga con la punta de las agujas la superficie del cuerpo, estremecido a su vez por la Cama. Para permitir la observación del desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido construida de vidrio. La fijación de las agujas en el vidrio originó algunas dificultades técnicas, pero después de diversos experimentos solucionamos el problema. Le diré que no hemos escatimado esfuerzos. Y ahora cualquiera puede observar, a través del vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo. ¿No quiere acercarse a ver las agujas?
El explorador se levantó lentamente, se acercó y se inclinó sobre la Rastra.
-Como usted ve -dijo el oficial-, hay dos clases de agujas, dispuestas de diferente modo. Cada aguja larga va acompañada por una más corta. La larga se reduce a escribir, y la corta arroja agua, para lavar la sangre y mantener legible la inscripción. La mezcla de agua y sangre corre luego por pequeños canalículos, y finalmente desemboca en este canal principal, para verterse en el hoyo, a través de un caño de desagüe.
El oficial mostraba con el dedo el camino exacto que seguía la mezcla de agua y sangre. Mientras él, para hacer lo más gráfica posible la imagen, formaba un cuenco con ambas manos en la desembocadura del caño de salida, el explorador alzó la cabeza y trató de volver a su asiento, tanteando detrás de sí con la mano. Vio entonces con horror que también el condenado había obedecido la invitación del oficial para ver más de cerca la disposición de la Rastra. Con la cadena había arrastrado un poco al soldado adormecido, y ahora se inclinaba sobre el vidrio. Se veía cómo su mirada insegura trataba de percibir lo que los dos señores acababan de observar, y cómo, faltándole la explicación, no comprendía nada. Se agachaba aquí y allá. Sin cesar, su mirada recorría el vidrio. El explorador trató de alejarlo, porque lo que hacía era probablemente punible. Pero el oficial lo retuvo con una mano, con la otra cogió del parapeto un terrón, y lo arrojó al soldado. Este se sobresaltó, abrió los ojos, comprobó el atrevimiento del condenado, dejó caer el rifle, hundió los talones en el suelo, arrastró de un tirón al condenado, que inmediatamente cayó al suelo, y luego se quedó mirando cómo se debatía y hacia sonar las cadenas.
-¡Póngalo de pie! -gritó el oficial, porque advirtió que el condenado distraía demasiado al explorador. En efecto, éste se haba inclinado sobre la Rastra, sin preocuparse mayormente por su funcionamiento, y sólo quería saber qué ocurría con el condenado.
-¡Trátelo con cuidado! -volvió a gritar el oficial.
Luego corrió en torno del aparato, cogió personalmente al condenado bajo las axilas, y aunque éste se resbalaba constantemente, con la ayuda del soldado lo puso de pie.
-Ya estoy al tanto de todo -dijo el explorador, cuando el oficial volvió a su lado.
-Menos de lo más importante -dijo éste, tomándolo por un brazo y señalando hacia lo alto-. Allá arriba, en el Diseñador, está el engranaje que pone en movimiento la Rastra; dicho engranaje es regulado de acuerdo a la inscripción que corresponde a la sentencia. Todavía utilizo los diseños del antiguo comandante. Aquí están -y sacó algunas hojas del portafolio del cuero-, pero por desgracia no puedo dárselos para que los examine; son mi más preciosa posesión. Siéntese, yo se los mostraré desde aquí, y usted podrá ver todo perfectamente.
Mostró la primera hoja. El explorador hubiera querido hacer alguna observación pertinente, pero sólo vio líneas que se cruzaban repetida y laberínticamente, y que cubrían en tal forma el papel que apenas podían verse los espacios en blanco que las separaban.
-Lea -dijo el oficial.
-No puedo -dijo el explorador.
-Sin embargo, está claro -dijo el oficial.
-Es muy ingenioso -dijo el explorador evasivamente-, pero no puedo descifrarlo.
-Sí -dijo el oficial, riendo y guardando nuevamente el plano-, no es justamente caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo largamente. También usted terminaría por entenderlo, estoy seguro. Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas, término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una estrecha faja en torno del cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos. ¿Está ahora en condiciones de apreciar la labor de la Rastra, y de todo el aparato? ¡Fíjese! -y subió de un salto la escalera, e hizo girar una rueda-. ¡Atención, hágase a un lado!
El conjunto comenzó a funcionar. Si la rueda no hubiera chirriado, habría sido maravilloso. Como si el ruido de la rueda lo hubiera sorprendido, el oficial la amenazó con el puño, luego abrió los brazos, como disculpándose ante el explorador, y descendió rápidamente, para observar desde abajo el funcionamiento del aparato. Todavía había algo que no andaba, y que sólo él percibía; volvió a subir, buscó algo con ambas manos en el interior del Diseñador, se dejó deslizar por una de las barras, en vez de utilizar la escalera, para bajar más rápidamente, y exclamó con toda su voz en el oído del explorador, para hacerse oír en medio del estrépito:
-¿Comprende el funcionamiento? La Rastra comienza a escribir; cuando termina el primer borrador de la inscripción en el dorso del individuo, la capa de algodón gira y hace girar el cuerpo lentamente sobre un costado pera dar más lugar a la Rastra. Al mismo tiempo, las partes ya escritas se apoyan sobre el algodón, que gracias a su preparación especial contiene la emisión de sangre y prepara la superficie para seguir profundizando la inscripción. Luego, a medida que el cuerpo sigue girando, estos dientes del borde de la Rastra arrancan el algodón de las heridas, lo arrojan al hoyo, y la Rastra puede proseguir su labor. Así sigue inscribiendo, cada vez más hondo, las doce horas. Durante las primeras seis horas, el condenado se mantiene casi tan vivo como al principio, sólo sufre dolores. Después de dos horas, se le quita la mordaza de fieltro, porque ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en este recipiente calentado eléctricamente, junto a la cabecera de la Cama, se vierte pulpa caliente de arroz, para que el hombre se alimente, si así lo desea, lamiéndola con la lengua. Ninguno desdeña esta oportunidad. No sé de ninguno, y mi experiencia es vasta. Sólo después de seis horas desaparece todo deseo de comer. Generalmente me arrodillo aquí, en ese momento, y observo el fenómeno. El hombre no traga casi nunca el último bocado, sólo lo hace girar en la boca, y lo escupe en el hoyo. Entonces tengo que agacharme, porque si no me escupiría en la cara. ¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido comienza a comprender. La comprensión se inicia en torno de los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la Rastra. Ya no ocurre más nada; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. Usted ya ha visto que no es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Realmente, cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo menos. Pero ya la Rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja en el hoyo, donde cae en medio de la sangre y el agua y el algodón. La sentencia se ha cumplido, y nosotros, yo y el soldado, lo enterramos.
El explorador había inclinado el oído hacia el oficial, y con las manos en los bolsillos de la chaqueta contemplaba el funcionamiento de la máquina. También el condenado lo contemplaba, pero sin comprender. Un poco agachado, seguía el movimiento de las agujas oscilantes; mientras tanto el soldado, ante una señal del oficial, le cortó con un cuchillo la camisa y los pantalones por la parte de atrás, de modo que estos últimos cayeron al suelo; el individuo trató de retener las ropas que se le caían, para cubrir su desnudez, pero el soldado lo alzó en el aire y sacudiéndolo hizo caer los últimos jirones de vestimenta. El oficial detuvo la máquina, y en medio del repentino silencio el condenado fue colocado bajo la Rastra. Le desataron las cadenas, y en su lugar lo sujetaron con las correas; en el primer instante, esto pareció significar casi un alivio para el condenado. Luego hicieron descender un poco más la Rastra, porque era un hombre delgado. Cuando las puntas lo rozaron, un estremecimiento recorrió su piel; mientras el soldado le ligaba la mano derecha, el condenado lanzó hacia afuera la izquierda, sin saber hacia dónde, pero en dirección del explorador. El oficial observaba constantemente a este último, de reojo, como si quisiera leer en su cara la impresión que le causaba la ejecución que por lo menos superficialmente acababa de explicarle.
La correa destinada a la mano izquierda se rompió; probablemente, el soldado la había estirado demasiado. El oficial tuvo que intervenir, y el soldado le mostró el trozo roto de correa. Entonces el oficial se le acercó y con el rostro vuelto hacia el explorador dijo:
-Esta máquina es muy compleja, a cada momento se rompe o se descompone alguna cosa; pero uno no debe permitir que estas circunstancias influyan en el juicio de conjunto. De todos modos, las correas son fácilmente sustituibles; usaré una cadena; es claro que la delicadeza de las vibraciones del brazo derecho sufrirá un poco.
Y mientras sujetaba la cadena, agregó:
-Los recursos destinados a la conservación de la máquina son ahora sumamente reducidos. Cuando estaba el antiguo comandante, yo tenía a mí disposición una suma de dinero con esa única finalidad. Había aquí un depósito, donde se guardaban piezas de repuesto de todas clases. Confieso que he sido bastante pródigo con ellas, me refiero a antes, no ahora, como insinúa el nuevo comandante, para quien todo es un motivo de ataque contra el antiguo orden. Ahora se ha hecho cargo personalmente del dinero destinado a la máquina, y si le mando pedir una nueva correa, me pide, como prueba, la correa rota; la nueva llega por lo menos diez días después, y además es de mala calidad, y no sirve de mucho. Cómo puede funcionar mientras tanto la máquina sin correas, eso no le preocupa a nadie.
El explorador pensó: Siempre hay que reflexionar un poco antes de intervenir decisivamente en los asuntos de los demás. Él no era ni miembro de la colonia penitenciaria, ni ciudadano del país al que ésta pertenecía. Si pretendía emitir juicios sobre la ejecución o trataba directamente de obstaculizarla, podían decirle: "Eres un extranjero, no te metas". Ante esto no podía contestar nada, sólo agregar que realmente no comprendía su propia actitud, y de ningún modo pretendía modificar los métodos judiciales de los demás. Pero aquí se encontraba con cosas que realmente lo tentaban a quebrar su resolución de no inmiscuirse. La injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la ejecución eran indudables. Nadie podía suponer que el explorador tenía algún interés personal en el asunto, porque el condenado era para él un desconocido, no era compatriota suyo, y ni siquiera era capaz de inspirar compasión. El explorador había sido recomendado por personas muy importantes, había sido recibido con gran cortesía, y el hecho de que lo hubieran invitado a la ejecución podía justamente significar que se deseaba conocer su opinión sobre el asunto. Esto parecía bastante probable, porque el comandante, como bien claramente acababan de expresarle, no era partidario de esos procedimientos, y su actitud ante el oficial era casi hostil.
En ese momento oyó el explorador un grito airado del oficial. Acababa de colocar, no sin gran esfuerzo, la mordaza de fieltro dentro de la boca del condenado, cuando este último, con una náusea irresistible, cerró los ojos y vomitó. Rápidamente el oficial le alzó la cabeza, alejándola de la mordaza y tratando de dirigirla hacia el hoyo; pero era demasiado tarde, y el vómito se derramó sobre la máquina.
-¡Todo esto es culpa del comandante! -gritó el oficial, sacudiendo insensatamente la barra de cobre que tenía enfrente-. Me dejarán la máquina más sucia que una pocilga -y con manos temblorosas mostró al explorador lo que había ocurrido-. Durante horas he tratado de hacerle comprender al comandante que el condenado debe ayunar un día entero antes de la ejecución. Pero nuestra nueva doctrina compasiva no lo quiere así. Las señoras del comandante visitan al condenado y le atiborran la garganta de dulces. Durante toda la vida se alimentó con peces hediondos, y ahora necesita comer dulces. Pero en fin, podríamos pasarlo por alto, yo no protestaría, pero ¿por qué no quieren conseguirme una nueva mordaza de fieltro, ya que hace tres meses que la pido? ¿Quién podría meterse en la boca, sin asco, una mordaza que más de cien moribundos han chupado y mordido?
El condenado había dejado caer la cabeza y parecía tranquillo; mientras tanto, el soldado limpiaba la máquina con la camisa del otro. El oficial se dirigió hacia el explorador, que tal vez por un presentimiento retrocedió un paso, pero el oficial lo cogió por la mano y lo llevó aparte.
-Quisiera hablar confidencialmente algunas palabras con usted -dijo este último-. ¿Me lo permite?
-Naturalmente -dijo el explorador, y escuchó con la mirada baja.
-Este procedimiento judicial, y este método de castigo, que usted tiene ahora oportunidad de admirar, no goza actualmente en nuestra colonia de ningún abierto partidario. Soy su único sostenedor, y al mismo tiempo el único sostenedor de la tradición del antiguo comandante. Ya ni podría pensar en la menor ampliación del procedimiento, y necesito emplear todas mis fuerzas para mantenerlo tal como es actualmente. En vida de nuestro antiguo comandante, la colonia estaba llena de partidarios; yo poseo en parte la fuerza de convicción del antiguo comandante, pero carezco totalmente de su poder; en consecuencia, los partidarios se ocultan; todavía hay muchos, pero ninguno lo confiesa. Si usted entra hoy, que es día de ejecución, en la confitería, y escucha las conversaciones, tal vez sólo oiga frases de sentido ambiguo. Esos son todos partidarios, pero bajo el comandante actual, y con sus doctrinas actuales, no me sirven absolutamente de nada. Y ahora le pregunto: ¿le parece bien que por culpa de este comandante y sus señoras, que influyen sobre él, semejante obra de toda una vida -y señaló la maquinaria- desaparezca? ¿Podemos permitirlo? Aun cuando uno sea un extranjero, y sólo haya venido a pasar un par de días en nuestra isla. Pero no podemos perder tiempo, porque también se prepara algo contra mis funciones judiciales; ya tienen lugar conferencias en la oficina del comandante, de las que me veo excluido; hasta su visita de hoy, señor, me parece formar parte de un plan; por cobardía, lo utilizan a usted, un extranjero, como pantalla. ¡Qué diferencia era en otros tiempos la ejecución! Ya un día antes de la ceremonia, el valle estaba completamente lleno de gente; todos venían sólo para ver; por la mañana temprano aparecía el comandante con sus señoras; las fanfarrias despertaban a todo el campamento; yo presentaba un informe de que todo estaba preparado; todo el estado mayor -ningún alto oficial se atrevía a faltar- se ubicaba en torno de la máquina; este montón de sillas de mimbre es un mísero resto de aquellos tiempos. La máquina resplandecía, recién limpiada; antes de cada ejecución me entregaban piezas nuevas de repuesto. Ante cientos de ojos -todos los asistentes en puntas de pie, hasta en la cima de esas colinas- el condenado era colocado por el mismo comandante debajo de la Rastra. Lo que hoy corresponde a un simple soldado, era en esa época tarea mía, tarea del juez presidente del juzgado, y un gran honor para mí. Y entonces empezaba la ejecución. Ningún ruido discordante afectaba el funcionamiento de la máquina. Muchos ya no miraban; permanecían con los ojos cerrados, en la arena; todos sabían: ahora se hace justicia. En ese silencio, sólo se oían los suspiros del condenado, apenas apagados por el fieltro. Hoy la máquina ya no es capaz de arrancar al condenado un suspiro tan fuerte que el fieltro no pueda apagarlo totalmente; pero en ese entonces las agujas inscriptoras vertían un liquido ácido, que hoy ya no nos permiten emplear. ¡Y llegaba la sexta hora! Era imposible satisfacer todos los pedidos formulados para contemplarla desde cerca. El comandante, muy sabiamente, había ordenado que los niños tendrían preferencia sobre todo el mundo; yo, por supuesto, gracias a mi cargo, tenía el privilegio de permanecer junto a la máquina; a menudo estaba en cuclillas, con un niñito en cada brazo, a derecha e izquierda. ¡Cómo absorbíamos todos esa expresión de transfiguración que aparecía en el rostro martirizado, cómo nos bañábamos las mejillas en el resplandor de esa justicia, por fin lograda y que tan pronto desaparecería! ¡Qué tiempos, camarada!
El oficial había evidentemente olvidado quién era su interlocutor; lo había abrazado, y apoyaba la cabeza sobre su hombro. El explorador se sentía grandemente desconcertado; inquieto, miraba hacia la lejanía. El soldado había terminado su limpieza, y ahora vertía pulpa de arroz en el recipiente. Apenas la advirtió el condenado, que parecía haberse mejorado completamente, comenzó a lamer la papilla con la lengua. El soldado trataba de alejarlo, porque la papilla era para más tarde, pero de todos modos también era incorrecto que el soldado metiera en el recipiente sus sucias manos, y se dedicara a comer ante el ávido condenado.
El oficial recobró rápidamente el dominio de sí mismo.
-No quise emocionarlo -dijo-, ya sé que actualmente es imposible dar una idea de lo que eran esos tiempos. De todos modos, la máquina todavía funciona, y se basta a sí misma. Se basta a sí misma, aunque se encuentra muy solitaria en este valle. Y al terminar, el cadáver cae como antaño dentro del hoyo, con un movimiento incomprensiblemente suave, aunque ya no se apiñan las muchedumbres como moscas en torno de la sepultura, como en otros tiempos. Antaño teníamos que colocar una sólida baranda en torno de la sepultura, pero hace mucho que la arrancamos.
El explorador quería ocultar su rostro al oficial, y miraba en torno, al azar. El oficial creía que contemplaba la desolación del valle; le cogió por lo tanto las manos, se coloco frente a él, para mirarlo en los ojos, y le preguntó:
-¿Se da cuenta, qué vergüenza?
Pero el explorador calló. El oficial lo dejó un momento entregado a sus pensamientos; con las manos en las caderas, las piernas abiertas, permaneció callado, cabizbajo. Luego sonrió alentadoramente al explorador, y dijo:
-Yo estaba ayer cerca de usted cuando el comandante lo invitó. Oí la invitación. Conozco al comandante. Inmediatamente comprendí el propósito de esta invitación. Aunque su poder es suficientemente grande para tomar medidas contra mí, todavía no se atreve, pero ciertamente tiene la intención de oponerme el veredicto de usted, el veredicto del ilustre extranjero. Lo ha calculado perfectamente: hace dos días que usted está en la isla, no conoció al antiguo comandante, ni su manera de pensar, está habituado a los puntos de vista europeos, tal vez se opone fundamentalmente a la pena capital en general y a estos tipos de castigo mecánico en particular; además comprueba que la ejecución tiene lugar sin ningún apoyo popular, tristemente, mediante una máquina ya un poco arruinada; considerando todo esto (así piensa el comandante), ¿no sería entonces muy probable que desaprobara mis métodos? Y si los desaprobara, no ocultaría su desaprobación (hablo siempre en nombre del comandante), porque confía ampliamente en sus bien probadas conclusiones. Es verdad que usted ha visto las numerosas peculiaridades de numerosos pueblos, y ha aprendido a apreciarlas, y por lo tanto es probable que no se exprese con excesivo rigor contra el procedimiento, como lo haría en su propio país. Pero el comandante no necesita tanto. Una palabra cualquiera, hasta una observación un poco imprudente le bastaría. No hace siquiera falta que esa observación exprese su opinión, basta que aparentemente corrobore la intención del comandante. Que él tratará de sonsacarlo con preguntas astutas, de eso estoy seguro. Y sus señoras estarán sentadas en torno, y alzarán las orejas; tal vez usted diga: "En mi país el procedimiento judicial es distinto" o "En mi país se permite al acusado defenderse antes de la sentencia" o "En mi país hay otros castigos, además de la pena de muerte" o "En mi país sólo existió la tortura en la Edad Media". Todas éstas son observaciones correctas y que a usted le parecen evidentes, observaciones inocentes, que no pretenden juzgar mis procedimientos. Pero ¿como la tomará el comandante? Ya lo veo al buen comandante, veo cómo aparta su silla y sale rápidamente al balcón, veo a sus señoras, que se precipitan tras él como un torrente, oigo su voz (las señoras la llaman una voz de trueno) que dice: "Un famoso investigador europeo, enviado para estudiar el procedimiento judicial en todos los países del mundo, acaba de decir que nuestra antigua justicia es inhumana. Después de oír el juicio de semejante personalidad, ya no me es posible seguir permitiendo este procedimiento. Por la tanto, ordeno que desde el día de hoy..." y así sucesivamente. Usted trata de interrumpirlo para explicar que no dijo lo que él pretende, que no llamó nunca inhumano mi procedimiento, que en cambio su profunda experiencia le demuestra que es el procedimiento más humano y acorde con la dignidad humana, que admira esta maquinaria... pero ya es demasiado tarde; usted no puede asomarse al balcón, que está lleno de damas; trata de llamar la atención; trata de gritar; pero una mano de señora le tapa la boca... y tanto yo como la obra del antiguo comandante estamos irremediablemente perdidos.
El explorador tuvo que contener una sonrisa; tan fácil era entonces la tarea que le había parecido tan difícil. Dijo evasivamente:
-Usted exagera mi influencia; el comandante leyó mis cartas de recomendación, y sabe que no soy ningún entendido en procedimientos judiciales. Si yo expresara una opinión, sería la opinión de un particular, en nada más significativa que la opinión de cualquier otra persona, y en todo caso mucho menos significativa que la opinión del comandante, que según creo posee en esta colonia penitenciaria prerrogativas extensísimas. Si la opinión de él sobre este procedimiento es tan hostil como usted dice, entonces me temo que haya llegado la hora decisiva para el mismo, sin que se requiera mi humilde ayuda.
¿Lo había comprendido ya el oficial? No, todavía no lo comprendía. Meneó enfáticamente la cabeza, volvió brevemente la mirada hacia el condenado y el soldado, que se alejaron por instinto del arroz, se acercó bastante al explorador, lo miró no en los ojos, sino en algún sitio de la chaqueta, y le dijo más despacio que antes:
-Usted no conoce al comandante; usted cree (perdone la expresión) que es una especie de extraño para él y para nosotros; sin embargo, créame, su influjo no podría ser subestimado. Fue una verdadera felicidad para mí saber que usted asistiría solo a la ejecución. Esa orden del comandante debía perjudicarme, pero yo sabré sacar ventaja de ella. Sin distracciones provocadas por falsos murmullos y por miradas desdeñosas (imposibles de evitar si una gran multitud hubiera asistido a la ejecución), usted ha oído mis explicaciones, ha visto la máquina, y está ahora a punto de contemplar la ejecución. Ya se ha formado indudablemente un juicio; si todavía no está seguro de algún pequeño detalle el desarrollo de la ejecución disipará sus últimas dudas. Y ahora elevo ante usted esta súplica: Ayúdeme contra el comandante.
El explorador no le permitió proseguir.
-¡Cómo me pide usted eso -exclamó-, es totalmente imposible! No puedo ayudarlo en lo más mínimo, así como tampoco puedo perjudicarlo.
-Puede -dijo el oficial; con cierto temor, el explorador vio que el oficial contraía los puños-. Puede -repitió el oficial con más insistencia todavía-. Tengo un plan, que no fallará. Usted cree que su influencia no es suficiente. Yo sé que es suficiente. Pero suponiendo que usted tuviera razón, ¿no sería de todos modos necesario tratar de utilizar toda clase de recursos aunque dudemos de su eficacia, con tal de conservar el antiguo procedimiento? Por lo tanto escuche usted mi plan. Ante todo es necesario para su éxito que hoy, cuando se encuentre usted en la colonia, sea lo más reticente posible en sus juicios sobre el procedimiento. A menos que le formulen una pregunta directa, no debe decir una palabra sobre el asunto; si lo hace, que sea con frases breves y ambiguas; debe dar a entender que no le agrada discutir ese tema, que ya está harto de él, que si tuviera que decir algo prorrumpiría francamente en maldiciones. No le pido que mienta; de ningún modo; sólo debe contestar lacónicamente, por ejemplo: "Sí, asistí a la ejecución" o "Sí, escuché todas las explicaciones". Sólo eso, nada más. En cuanto al fastidio que usted pueda dar a entender, tiene motivos suficientes, aunque no sean tan evidentes para el comandante. Naturalmente, éste comprenderá todo mal, y lo interpretará a su manera. En eso se basa justamente mi plan. Mañana se realizará en la oficina del comandante, presidida por éste, una gran asamblea de todos los altos oficiales administrativos. El comandante, por supuesto, ha logrado convertir esas asambleas en un espectáculo público. Hizo construir una galería, que está siempre llena de espectadores. Estoy obligado a tomar parte en las asambleas, pero me enferman de asco. Ahora bien, pase lo que pase, es seguro que a usted lo invitarán; si se atiene hoy a mi plan, la invitación se convertirá en una insistente súplica. Pero si por cualquier motivo imprevisible no fuera invitado, debe usted de todos modos pedir que lo inviten; es indudable que así lo harán. Por lo tanto, mañana estará usted sentado con las señoras en el palco del comandante. Él mira a menudo hacia arriba, para asegurarse de su presencia. Después de varias órdenes del día, triviales y ridículas, calculadas para impresionar al auditorio -en su mayoría son obras portuarias, ¡eternamente obras portuarias!-, se pasa a discutir nuestro procedimiento judicial. Si eso no ocurre, o no ocurre bastante pronto, por desidia del comandante, me encargaré yo de introducir el tema. Me pondré de pie y mencionaré que la ejecución de hoy tuvo lugar. Muy breve, una simple mención. Semejante mención no es en realidad usual, pero no importa. El comandante me da las gracias, como siempre, con una sonrisa amistosa, y ya sin poder contenerse aprovecha la excelente oportunidad. "Acaban de anunciar -más o menos así dirá- que ha tenido lugar la ejecución. Sólo quisiera agregar a este anuncio que dicha ejecución ha sido presenciada por el gran investigador que como ustedes saben honra extraordinariamente nuestra colonia con su visita. También nuestra asamblea de hoy adquiere singular significado gracias a su presencia. ¿No convendría ahora preguntar a este famoso investigador qué juicio le merece nuestra forma tradicional de administrar la pena capital, y el procedimiento judicial que la precede?" Naturalmente, aplauso general, acuerdo unánime, y mío más que de nadie. El comandante se inclina ante usted, y dice: "Por lo tanto, le formulo en nombre de todos dicha pregunta". Y entonces usted se adelanta hacia la baranda del palco. Apoya las manos donde todos pueden verlas, porque si no se las cogerán las señoras y jugarán con sus dedos. Y por fin se escucharán sus palabras. No sé cómo podré soportar la tensión de la espera hasta ese instante. En su discurso no debe haber ninguna reticencia, diga la verdad a pleno pulmón, inclínese sobre el borde del balcón, grite, sí, grite al comandante su opinión, su inconmovible opinión. Pero tal vez no le guste a usted esto, no corresponde a su carácter, o quizá en su país uno se comporta diferentemente en esas ocasiones; bueno, está bien, también así será suficientemente eficaz, no hace falta que se ponga de pie, diga solamente un par de palabras, susúrrelas, que sólo los oficiales que están debajo de usted las oigan, es suficiente, no necesita mencionar siquiera la falta de apoyo popular a la ejecución, ni la rueda que chirría, ni las correas rotas, ni el nauseabundo fieltro, no, yo me encargo de todo eso, y le aseguro que si mi discurso no obliga al comandante a abandonar el salón, lo obligará a arrodillarse y reconocer: "Antiguo comandante, ante ti me inclino". Este es mi plan; ¿quiere ayudarme a realizarlo? Pero, naturalmente, usted quiere; aún más, debe ayudarme.
El oficial cogió al explorador por ambos brazos, y lo miró en los ojos, respirando agitadamente. Había gritado con tal fuerza las últimas frases, que hasta el soldado y el condenado se habían puesto a escuchar; aunque no podían entender nada, habían dejado de comer y dirigían la mirada hacia el explorador, masticando todavía.
Desde el primer momento el explorador no había dudado de cuál debía ser su respuesta. Durante su vida había reunido demasiada experiencia para dudar en este caso; era un persona fundamentalmente honrada y no conocía el temor. Sin embargo, contemplando al soldado y al condenado, vaciló un instante. Por fin dijo lo que debía decir:
-No.
El oficial parpadeó varias veces, pero no desvió la mirada.
-¿Desea usted una explicación? -preguntó el explorador.
El oficial asintió, sin hablar.
-Desapruebo este procedimiento -dijo entonces el explorador-, aun desde antes que usted me hiciera estas confidencias (por supuesto que bajo ninguna circunstancia traicionaré la confianza que ha puesto en mí); ya me había preguntado si sería mi deber intervenir, y si mi intervención tendría después de todo alguna posibilidad de éxito. Pero sabía perfectamente a quién debía dirigirme en primera instancia: naturalmente al comandante. Usted lo ha hecho más indudable aún, aunque confieso que no sólo no ha fortalecido mi decisión, sino que su honrada convicción ha llegado a conmoverme mucho, por más que no logre modificar mi opinión.
El oficial callaba; se volvió hacia la máquina, se tomó de una de las barras de bronce, y contempló, un poco echado hacia atrás, el Diseñador, como para comprobar que todo estaba en orden. El soldado y el condenado parecían haberse hecho amigos; el condenado hacía señales al soldado, aunque sus sólidas ligaduras dificultaban notablemente la operación; el soldado se inclinó hacia él; el condenado le susurró algo, y el soldado asintió.
El explorador se acercó al oficial, y dijo:
-Todavía no sabe usted lo que pienso hacer. Comunicaré al comandante, en efecto, lo que opino del procedimiento, pero no en una asamblea, sino en privado; además, no me quedaré aquí lo suficiente para asistir a ninguna conferencia; mañana por la mañana me voy, o por lo menos me embarco.
No parecía que el oficial lo hubiera escuchado.
-Así que el procedimiento no lo convence -dijo éste para sí, y sonrió, como un anciano que se ríe de la insensatez de un niño, y a pesar de la sonrisa prosigue sus propias meditaciones-. Entonces, llegó el momento -dijo por fin, y miró de pronto al explorador con clara mirada, en la que se veía cierto desafío, cierto vago pedido de cooperación.
-¿Cuál momento? -preguntó inquieto el explorador, sin obtener respuesta.
-Eres libre -dijo el oficial al condenado, en su idioma; el hombre no quería creerlo-. Vamos, eres libre -repitió el oficial.
Por primera vez, el rostro del condenado parecía realmente animarse. ¿Sería verdad? ¿No sería un simple capricho del oficial, que no duraría ni un instante? ¿Tal vez el explorador extranjero había suplicado que lo perdonaran? ¿Qué ocurría? Su cara parecía formular estas preguntas. Pero por poco tiempo. Fuera lo que fuese, deseaba ante todo sentirse realmente libre, y comenzó a retorcerse en la medida que la Rastra se lo permitía.
-Me romperás las correas -gritó el oficial-, quédate quieto. Ya te desataremos.
Y después de hacer una señal al soldado, pusieron manos a la obra. El condenado sonreía sin hablar, para sí mismo, volviendo la cabeza ora hacia la izquierda, hacia el oficial, ora hacia el soldado, a la derecha; y tampoco olvidó al explorador.
-Sácalo de allí -ordenó el oficial al soldado.
A causa de la Rastra. esta operación exigía cierto cuidado. Ya el condenado, por culpa de su impaciencia, se habla provocado una pequeña herida desgarrante en la espalda.
Desde este momento, el oficial no le prestó la menor atención. Se acercó al explorador, volvió a sacar el pequeño portafolio de cuero, buscó en él un papel, encontró por fin la hoja que buscaba, y la mostró al explorador.
-Lea esto -dijo.
-No puedo -dijo el explorador -, ya le dije que no puedo leer esos planos.
-Mírelo con más atención, entonces -insistió el oficial, y se acercó más al explorador, para que leyeran juntos.
Como tampoco esto resultó de ninguna utilidad, el oficial trató de ayudarlo, siguiendo la inscripción con el dedo meñique, a gran altura, como si en ningún caso debiera tocar el plano. El explorador hizo un esfuerzo para mostrarse amable con el oficial, por lo menos en algo, pero sin éxito. Entonces el oficial comenzó a deletrear la inscripción, y luego la leyó entera.
-"Sé justo", dice -explicó-; ahora puede leerla.
El explorador se agachó sobre el papel, que el oficial, temiendo que lo tocara, alejó un poco; el explorador no dijo absolutamente nada, pero era evidente que todavía no había conseguido leer una letra.
-"Se justo", dice -repitió el oficial.
-Puede ser -dijo el explorador-, estoy dispuesto a creer que así es.
-Muy bien -dijo el oficial, por lo menos en parte satisfecho-, y trepó la escalera con el papel en la mano; con gran cuidado lo colocó dentro del Diseñador, y pareció cambiar toda la disposición de los engranajes; era una labor muy difícil, seguramente había que manejar rueditas muy diminutas; a menudo la cabeza del oficial desaparecía completamente dentro del Diseñador, tanta exactitud requería el montaje de los engranajes.
Desde abajo, el explorador contemplaba incesantemente su labor, con el cuello endurecido, y los ojos doloridos por el reflejo del sol sobre el cielo. El soldado y el condenado estaban ahora muy ocupados. Con la punta de la bayoneta, el soldado pescó del fondo del hoyo la camisa y los pantalones del condenado. La camisa estaba espantosamente sucia, y el condenado la lavó en el balde de agua. Cuando se puso la camisa y los pantalones, tanto el soldado como el condenado se rieron estrepitosamente, porque las ropas estaban rasgadas por detrás. Tal vez el condenado se creía en la obligación de entretener al soldado, y con sus ropas desgarradas giraba delante de él; el soldado se había puesto en cuclillas y a causa de la risa se golpeaba las rodillas. Pero trataban de contenerse, por respeto hacia los presentes.
Cuando el oficial terminó arriba con su trabajo, revisó nuevamente todos los detalles de la maquinaria, sonriendo, pero esta vez cerró la tapa del Diseñador, que hasta ahora había estado abierta; descendió, miró el hoyo, luego al condenado, advirtió satisfecho que éste había recuperado sus ropas, luego se dirigió al balde, para lavarse las manos. Descubrió demasiado tarde que estaba repugnantemente sucio, se entristeció porque ya no podía lavarse las manos, finalmente las hundió en la arena -este sustituto no le agradaba mucho, pero tuvo que conformarse-, luego se puso de pie y comenzó a desabotonarse el uniforme. Le cayeron entonces en la mano dos pañuelos de mujer que tenía metidos debajo del cuello.
-Aquí tienes tus pañuelos -dijo, y se los arrojó al condenado.
Y explicó al explorador:
-Regalo de las señoras.
A pesar de la evidente prisa con que se quitaba la chaqueta del uniforme, para luego desvestirse totalmente, trataba cada prenda de vestir con sumo cuidado; acarició ligeramente con los dedos los adornos plateados de su chaqueta, y colocó una borla en su lugar. Este cuidado parecía, sin embargo, innecesario, porque apenas terminaba de acomodar una prenda, inmediatamente, con una especie de estremecimiento de desagrado, la arrojaba dentro del hoyo. Lo último que le quedó fue su espadín y el cinturón que lo sostenía. Sacó el espadín de la vaina, lo rompió, luego reunió todos los trozos de espada, la vaina y el cinturón, y los arrojó con tanta violencia que los fragmentos resonaron al caer en el fondo.
Ya estaba desnudo. El explorador se mordió los labios y no dijo nada. Sabía muy bien lo que iba a ocurrir, pero no tenía ningún derecho de inmiscuirse. Si el procedimiento judicial, que tanto significaba para el oficial, estaba realmente tan próximo a su desaparición -posiblemente como consecuencia de la intervención del explorador, lo que para éste era una ineludible obligación-, entonces el oficial hacía lo que debía hacer; en su lugar el explorador no habría procedido de otro modo.
Al principio, el soldado y el condenado no comprendían; para empezar, ni siquiera miraban. El condenado estaba muy contento de haber recuperada los pañuelos, pero esta alegría no le duró mucho porque el soldado se los arrancó, con un ademán rápido e inesperado. Ahora el condenado trataba de arrancarle a su vez los pañuelos al soldado; éste se los había metido debajo del cinturón, y se mantenía alerta. Así luchaban, medio en broma. Sólo cuando el oficial apareció completamente desnudo, prestaron atención. Sobre todo el condenado pareció impresionado por la idea de este asombroso trueque de la suerte. Lo que le había sucedido a él, ahora le sucedía al oficial. Tal vez hasta el final. Aparentemente, el explorador extranjero había dado la orden. Por lo tanto, esto era la venganza. Sin haber sufrido hasta el fin, ahora sería vengado hasta el fin. Una amplia y silenciosa sonrisa apareció entonces en su rostro, y no desapareció más. Mientras tanto, el oficial se dirigió hacia la máquina. Aunque ya había demostrado con largueza que la comprendía, era sin embargo casi alucinante ver cómo la manejaba, y cómo ella le respondía. Apenas acercaba una mano a la Rastra, ésta se levantaba y bajaba varias veces, hasta adoptar la posición correcta para recibirlo; tocó apenas el borde de la Cama, y ésta comenzó inmediatamente a vibrar; la mordaza de fieltro se aproximó a su boca; se veía que el oficial hubiera preferido no ponérsela, pero su vacilación sólo duró un instante, luego se sometió y aceptó la mordaza en la boca. Todo estaba preparado, sólo las correas pendían a los costados, pero eran evidentemente innecesarias, no hacía falta sujetar al oficial. Pero el condenado advirtió las correas sueltas; como según su opinión la ejecución era incompleta si no se sujetaban las correas, hizo un gesto ansioso al soldado, y ambos se acercaron para atar al oficial. Éste había extendido ya un pie, para empujar la manivela que hacía funcionar el Diseñador; pero vio que los dos se acercaban, y retiró al pie, dejándose atar con las correas. Pero ahora ya no podía alcanzar la manivela; ni el soldado ni el condenado sabrían encontrarla, y el explorador estaba decidido a no moverse. No hacía falta; apenas se cerraron las correas, la máquina comenzó a funcionar; la Cama vibraba, las agujas bailaban sobre la piel, la Rastra subía y bajaba. El explorador miró fijamente, durante un rato; de pronto recordó que una rueda del Diseñador hubiera debido chirriar; pero no se oía ningún ruido, ni siquiera el más leve zumbido.
Trabajando tan silenciosamente, la máquina pasaba casi inadvertida. El explorador miró hacia el soldado y el condenado. El condenado mostraba más animación, todo en la máquina le interesaba, de pronto se agachaba, de pronto se estiraba, y todo el tiempo mostraba algo al soldado con el índice extendido. Para el explorador, esto era penoso. Estaba decidido a permanecer allí hasta el final, pero la vista de esos dos hombres le resultaba insoportable.
-Vuelvan a casa -dijo.
El soldado estaba dispuesto a obedecerlo, pero el condenado consideró la orden como un castigo. Con las manos juntas imploró lastimeramente que le permitieran quedarse, y como el explorador meneaba la cabeza, y no quería ceder, terminó por arrodillarse. El explorador comprendió que las órdenes eran inútiles, y decidió acercarse y sacarlos a empujones. Pero oyó un ruido arriba, en el Diseñador. Alzó la mirada. ¿Finalmente habría decidido andar mal la famosa rueda? Pero era otra cosa. Lentamente, la tapa del Diseñador se levantó, y de pronto se abrió del todo. Los dientes de una rueda emergieron y subieron; pronto apareció toda la rueda, como si alguna enorme fuerza en el interior del Diseñador comprimiera las ruedas, de modo que ya no hubiera lugar para ésta; la rueda se desplazó hasta el borde del Diseñador, cayó, rodó un momento sobre el canto por la arena, y luego quedó inmóvil. Pero pronto subió otra, y otras la siguieron, grandes, pequeñas, imperceptiblemente diminutas; con todas ocurría lo mismo, siempre parecía que el Diseñador ya debía de estar totalmente vacío, pero aparecía un nuevo grupo, extraordinariamente numeroso, subía, caía, rodaba por la arena y se detenía. Ante este fenómeno, el condenado olvidó por completo la orden del explorador, las ruedas dentadas lo fascinaban, siempre quería coger alguna, y al mismo tiempo pedía al soldado que lo ayudara, pero siempre retiraba la mano con temor, porque en ese momento caía otra rueda que por lo menos en el primer instante lo atemorizaba.
El explorador, en cambio, se sentía muy inquieto; la máquina estaba evidentemente haciéndose trizas; su andar silencioso ya era una mera ilusión. El extranjero tenía la sensación de que ahora debía ocuparse del oficial, ya que el oficial no podía ocuparse más de sí mismo. Pero mientras la caída de los engranajes absorbía toda su atención, se olvidó del resto de la máquina; cuando cayó la última rueda del Diseñador, el explorador se volvió hacia la Rastra, y recibió una nueva y más desagradable sorpresa. La Rastra no escribía, sólo pinchaba, y la Cama no hacia girar el cuerpo, sino que lo levanta temblando hacia las agujas. El explorador quiso hacer algo que pudiera detener el conjunto de la máquina, porque esto no era la tortura que el oficial había buscado sino una franca matanza. Extendió las manos. En ese momento la Rastra se elevó hacia un costado con el cuerpo atravesado en ella, como solía hacer después de la duodécima hora. La sangre corría por un centenar de heridas, no ya mezclada con agua, porque también los canalículos del agua se habían descompuesto. Y ahora falló también la última función; el cuerpo no se desprendió de las largas agujas; manando sangre, pendía sobre el hoyo de la sepultara, sin caer. La Rastra quiso volver entonces a su anterior posición, pero como si ella misma advirtiera que no se había librado todavía de su carga, permaneció suspendida sobre el hoyo.
-Ayúdenme -gritó el explorador al soldado y al condenado, y cogió los pies del oficial.
Quería empujar los pies, mientras los otros dos sostenían del otro lado la cabeza del oficial, para desengancharlo lentamente de las agujas. Pero ninguno de los dos se decidía a acercarse; el condenado terminó por alejarse; el explorador tuvo que ir a buscarlos y empujarlos a la fuerza hasta la cabeza del oficial. En ese momento, casi contra su voluntad, vio el rostro del cadáver. Era como había sido en vida; no se descubría en él ninguna señal de la prometida redención; lo que todos los demás habían hallado en la máquina, el oficial no lo había hallado; tenía los labios apretados, los ojos abiertos, con la misma expresión de siempre, la mirada tranquila y convencida; y atravesada en medio de la frente la punta de la gran aguja de hierro.
Cuando el explorador llegó a las primeras casas de la colonia, seguido por el condenado y el soldado, éste le mostró uno de los edificios y le dijo:
-Esa es la confitería.
En la planta baja de una casa había un espacio profundo, de techo bajo, cavernoso, de paredes y cielo raso ennegrecidos por el humo. Todo el frente que daba a la calle estaba abierto. Aunque esta confitería no se distinguía mucho de las demás casas de la colonia, todas en notable mal estado de conservación (aun el palacio donde se alojaba el comandante), no dejó de causar en el explorador una sensación como de evocación histérica, al permitirle vislumbrar la grandeza de los tiempos idos. Se acercó y entró, seguido por sus acompañantes, entre las mesitas vacías, dispuestas en la calle frente al edificio, y respiró el aire fresco y cargado que provenía del interior.
-El viejo está enterrado aquí -dijo el soldado-, porque el cura le negó un lugar en el camposanto. Dudaron un tiempo dónde lo enterrarían, finalmente lo enterraron aquí. El oficial no le contó a usted nada, seguramente, porque ésta era, por supuesto, su mayor vergüenza. Hasta trató varias veces de desenterrar al viejo, de noche, pero siempre lo echaban.
-¿Dónde está la tumba? -preguntó el explorador, que no podía creer lo que oía.
Inmediatamente, el soldado y el condenado le mostraron con la mano dónde debía de encontrarse la tumba. Condujeron al explorador hasta la pared; en torno de algunas mesitas estaban sentados varios clientes. Aparentemente eran obreros del puerto, hombres fornidos, de barba corta, negra y luciente. Todos estaban sin chaqueta, tenían las camisas rotas, era gente pobre y humilde. Cuando el explorador se acercó, algunos se levantaron, se ubicaron junto a la pared, y lo miraron.
-Es un extranjero -murmuraban en torno de él-, quiere ver la tumba.
Corrieron hacia un lado una de las mesitas, debajo de la cual se encontraba realmente la lápida de una sepultura. Era una lápida simple, bastante baja, de modo que una mesa podía cubrirla. Mostraba una inscripción de letras diminutas; para leerlas, el explorador tuvo que arrodillarse. Decía así: "Aquí yace el antiguo comandante. Sus partidarios, que ya deben de ser incontables, cavaron esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de determinado número de años el comandante resurgirá, desde esta casa conducirá a sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Crean y esperen!" Cuando el explorador terminó de leer y se levantó, vio que los hombres se reían, como si hubieran leído con él la inscripción, y ésta les hubiera parecido risible, y esperaban que él compartiera esa opinión. El explorador simuló no advertirlo, les repartió algunas monedas, esperó hasta que volvieran a correr la mesita sobre la tumba, salió de la confitería y se encaminó hacia el puerto.
El soldado y el condenado habían encontrado algunos conocidos en la confitería, y se quedaron conversando. Pero pronto se desligaron de ellos, porque cuando el explorador se encontraba por la mitad de la larga escalera que descendía hacia la orilla, lo alcanzaron corriendo. Probablemente querían pedirle a último momento que los llevara consigo. Mientras el explorador discutía abajo con un barquero el precio del transporte hasta el vapor, se precipitaron ambos por la escalera, en silencio, porque no se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron abajo, el explorador ya estaba en el bote, y el barquero acababa de desatarlo de la costa. Todavía podían saltar dentro del bote, pero el explorador alzó del fondo del barco un cable pesado, los amenazó con él y evitó que saltaran.