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miércoles, 25 de marzo de 2015

El Conejo y el León [Fábula. Texto completo.] Augusto Monterroso

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/monte/el_conejo_y_el_leon.htm

El Conejo y el León[Fábula. Texto completo.]Augusto Monterroso
Un celebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la Selva, semiperdido.Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente subirse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no solo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos.
Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León.
En un principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después ambos animales sintieron sus respectivas presencias y, cuando toparon el uno con el otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo desde que el hombre era hombre.
El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo.
De regreso a la ciudad el celebre Psicoanalista publicó cum laude su famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada.
FIN

domingo, 22 de marzo de 2015

El sacerdote y su amor [Cuento. Texto completo.] Yukio Mishima

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/jap/mishima/el_sacerdote_y_su_amor.htm

De acuerdo con La esencia de la Salvación, de Eshin, los Diez Placeres no son nada más que una gota de agua en el océano comparados con los goces de la Tierra Pura. El suelo es, allí, de esmeralda y los caminos que la cruzan, de cordones de oro. No hay fronteras y su superficie es plana. Cincuenta mil millones de salones y torres trabajadas en oro, plata, cristal y coral se levantan en cada uno de los Precintos sagrados. Hay maravillosos ropajes diseminados sobre enjoyadas margaritas. Dentro de los salones y sobre las torres una multitud de ángeles tocan eternamente música sagrada y entonan himnos de alabanza al Tathagata Buda. Existen grandes estanques de oro y esmeralda en los jardines para que los fieles realicen sus abluciones. Los estanques de oro están rodeados de arena de plata y los de esmeralda, de arena de cristal. Hay plantas de loto en las fuentes que brillan con mil fuegos cuando el viento acaricia la superficie del agua. Día y noche el aire se colma con el canto de las grullas, gansos, pavos reales, papagayos y Kalavinkas de dulce acento que tienen rostros de mujeres hermosas. Estos y otras miríadas de pájaros cien veces alhajados elevan sus melodiosos cantos en alabanza a Buda. (Aun cuando sus voces resuenen dulcemente, esta inmensa colección de aves debe resultar extremadamente ruidosa).
Las orillas de estanques y ríos están cubiertas de bosquecillos con preciosos árboles sagrados que poseen troncos de oro, ramas de plata y flores de coral. Su belleza se refleja en las aguas. El aire está colmado de cuerdas enjoyadas de las que cuelgan legiones de campanas preciosas que tañen por siempre la Ley Suprema de Buda, y extraños instrumentos musicales, que resuenan sin ser pulsados, se extienden en lontananza por el diáfano cielo.
Una mesa con siete joyas, sobre cuya resplandeciente superficie se encuentran siete recipientes colmados por los más exquisitos manjares, aparece frente a aquellos que sienten algún tipo de apetito. No es necesario llevarse a la boca estas viandas. Basta deleitarse con su aroma y colores. En tal forma, el estómago se satisface y el cuerpo se nutre mientras que el sujeto se mantiene espiritual y físicamente puro. Una vez terminada la merienda, los recipientes y la mesa desaparecen.
De la misma manera, el cuerpo se viste automáticamente sin necesidad de coser, lavar, teñir o zurcir.
Las lámparas tampoco son necesarias, pues el cielo está iluminado por una luz omnipresente. Además, la Tierra Pura goza de una temperatura moderada durante todo el año, haciendo innecesario refrescarse o abrigarse. Cien mil esencias tenues perfuman el aire y pétalos de loto caen en constante lluvia.
En el capítulo de "El Portal de Inspección" se nos enseña que, visto y considerando que los no iniciados no pueden adentrarse profundamente en la Tierra Pura, deben ocuparse en despertar sus poderes de "imaginación exterior" y, luego, en engrandecerlos continuamente. El poder de la imaginación permite escapar a las trabas de nuestra vida mundana y contemplar a Buda. Si estamos dotados de una rica y turbulenta fantasía, podremos concentrar nuestra atención en una sola flor de loto y, desde allí, expandirnos hacia infinitos horizontes.
A través de una observación microscópica y de cierta proyección astronómica, la flor de loto puede convertirse en los cimientos de una teoría del universo y en el agente por medio del cual nos será posible percibir la Verdad. En primer lugar, debemos saber que cada pétalo tiene ochenta y cuatro mil nervaduras, y que cada nervadura posee ochenta y cuatro mil luces. Más aún, la más pequeña de estas flores tiene un diámetro de doscientos cincuenta yojana. Presumiendo que el yoyana del cual hablan las Sagradas Escrituras corresponde a setenta y cinco millas cada uno, podemos llegar a la conclusión de que una flor de loto de un diámetro de diecinueve mil millas no es de las más grandes.
Pues bien, esa flor tiene ochenta y cuatro mil pétalos y dentro de cada uno hay un millón de joyas resplandecientes con mil luces diferentes. Sobre el cáliz bellamente adornado de la flor se levantan cuatro alhajados pilares, cada uno de los cuales es cien billones de veces más grande que el Monte Sumeru, que sobresale en el centro del universo budista. Grandes tapices cuelgan de sus pilares. Cada uno de ellos está adornado con cincuenta mil millones de joyas que emiten ochenta y cuatro mil luces por unidad. Cada luz está compuesta de ochenta y cuatro mil tonos diferentes de oro.
La concentración en tales imágenes es conocida como "Pensamiento del asiento de Loto en el que se sienta Buda", y el mundo que se vislumbra como fondo de nuestra historia es un mundo imaginado en esa escala.
El sacerdote del Templo de Shiga era un hombre de gran virtud. Sus cejas eran muy blancas y apenas podía con sus huesos. Recorría el templo de un lado a otro, apoyado en un bastón.
A los ojos de este sabio asceta el mundo sólo era un montón de basura. Había vivido retirado durante muchos años y el pequeño retoño de pino que había plantado con sus propias manos, al mudarse a su celda actual era ya un gran árbol cuyas ramas se agitaban al viento. Un monje que había logrado abandonar el Mundo Fluctuante desde tanto tiempo atrás, debía nutrir gran seguridad respecto a su futuro.
Sonreía, compasivo, frente a nobles poderosos, y reflexionaba acerca de la imposibilidad que demostraba aquella gente en advertir que los placeres no eran sino sueños vacíos. Cuando contemplaba a alguna mujer hermosa, su única reacción era experimentar piedad por los hombres que aún habitan el mundo de las desilusiones y se sacuden en las olas del deseo carnal.
Cuando un hombre no responde a las motivaciones que regulan el mundo material, ese mundo parece sumergirse en un completo reposo. Para los ojos del Gran Sacerdote, el mundo sólo ofrecía reposo, estaba reducido a un dibujo, al mapa de cierta tierra extranjera. Cuando se ha alcanzado el estado de ánimo en el cual las pasiones indignas del mundo han desaparecido, también se olvida el temor. Es por esta razón que el Sacerdote no podía explicarse la existencia del Infierno. Sabía, más allá de toda duda, que el mundo no ejercía ya ningún poder sobre él, pero como carecía por completo de soberbia no se detenía a pensar que ello se debía a su enorme virtud.
En cuanto a su cuerpo, podía decirse que ya no tenía casi carne. Al bañarse se regocijaba viendo cómo sus huesos salientes estaban precariamente cubiertos por carne marchita. Habiendo su cuerpo alcanzado ese estado, podía avenirse a él como si perteneciera a otra persona. Un cuerpo en tales condiciones parecía estar más calificado para ser nutrido por la Tierra Pura que por alimentos y bebidas terrestres.
Soñaba noche a noche con la Tierra Pura y, al despertar, sólo sabía que subsistir en este mundo significaba estar atado a una triste ensoñación evanescente.
Cuando llegaba la época de admirar las flores, gran cantidad de gente venía de la capital con el objeto de visitar la villa de Shiga. Esto no molestaba al sacerdote, ya que hacía tiempo que había superado el estado en el que los ruidos del mundo pueden irritar la mente.
Abandonó su celda, en un atardecer de primavera, y caminó hacia el lago. Era la hora en que las sombras del crepúsculo avanzan lentamente sobre la brillante luz de la tarde. Ni el más leve movimiento agitaba la superficie del agua. El sacerdote se detuvo en la orilla y comenzó a practicar el sagrado rito de la Contemplación del Agua.
En aquel momento, un carruaje tirado por bueyes, perteneciente a todas luces a una persona de alto rango, rodeó el lago y se detuvo cerca del sacerdote. Su dueña, una dama de la Corte del distrito Kyogoku de la Capital, poseía el alto título de Gran Concubina Imperial. Esta dama deseaba contemplar el paisaje de Shiga en la recién llegada primavera y, al regresar, había hecho detener el carruaje. Alzó la cortina para echar una última mirada al lago.
El Gran Sacerdote miró, casualmente, en esa dirección y, de inmediato se sintió abrumado por tanta belleza. Sus ojos se encontraron con los de la mujer y, como no hiciera nada por apartarlos, ella no trató de ocultarse.
Su liberalidad no era tanta como para permitir que los hombres la miraran con apasionamiento; pero reflexionó que los motivos de aquel austero y viejo asceta no podían ser los mismos que los de los hombres comunes.
La dama bajó la cortina tras algunos minutos. El carruaje echó a andar y, después de cruzar el Paso de Shiga, se encaminó lentamente por la ruta que conducía a la Capital. Cayó la noche. Hasta que el carruaje no fue más que un punto entre los árboles lejanos, el Gran Sacerdote permaneció como petrificado en el mismo lugar.
En un abrir y cerrar de ojos el mundo se había vengado del sacerdote con terrible saña. Todo cuanto había creído tan inexpugnable, caía en ruinas.
Volvió al templo, contempló la imagen de Buda e invocó su Sagrado Nombre. Pero las sombras opacas de los pensamientos impuros se cernían sobre él. Se dijo que la belleza de una mujer no era más que una aparición fugaz, un fenómeno temporario compuesto de carne perecedera. Sin embargo, aunque intentaba borrarla, la inefable belleza que había contemplado junto al lago, pesaba ahora sobre su corazón con la fuerza de algo llegado desde una infinita distancia. El Gran Sacerdote no era lo suficientemente joven, ni física ni espiritualmente, como para creer que ese nuevo sentimiento era sólo una trampa que su carne le jugaba. La carne de un hombre, y lo sabía bien, no se agita tan rápidamente. Antes bien, tenía la sensación de haber sido sumergido en algún veneno sutil y poderoso que había alterado su espíritu.
El Gran Sacerdote no había quebrantado nunca su voto de castidad. La lucha interior librada en su juventud contra el deseo lo había llevado a considerar a las mujeres sólo como meros seres materiales. La única carne era la que existía realmente en su imaginación. Considerándola más como una abstracción ideal que como un hecho físico, confiaba en su fortaleza espiritual para subyugarla. En ese sentido, el sacerdote había triunfado. Nadie que lo conociera podría ponerlo en duda.
Pero el rostro de mujer que había levantado la cortina del carruaje era demasiado armonioso y refulgente como para ser designado como un mero objeto de la carne. El sacerdote no supo qué nombre darle. Sólo pudo reflexionar en que, para que tan portentoso hecho se produjera, algo hasta aquel momento oculto y al acecho en su interior, se había revelado finalmente. Ese algo no era sino este mundo, que hasta entonces había permanecido en reposo, y que, súbitamente, emergía de la oscuridad y comenzaba a agitarse.
Era como si hubiera permanecido, de pie, junto al camino que lleva a la capital, con las manos firmemente apretadas sobre los oídos, y hubiera visto cruzar con gran estrépito dos grandes carros tirados por bueyes. Al destaparse los oídos, bruscamente, el estruendo lo envolvía.
Percibir el flujo y reflujo de fenómenos transitorios, sentir su fragor rugiente en los oídos, era entrar dentro del círculo de este mundo. Para un hombre como el Gran Sacerdote, que no había admitido concesiones en su contacto con el mundo exterior, significaba someterse nuevamente a un estado de dependencia.
Aun leyendo a los Sutras exhalaba grandes suspiros de angustia. Pensó, entonces, que la naturaleza servía para distraer su espíritu e intentó concentrarse en las montañas que, a través de la ventana de su celda, se destacaban en la distancia contra el cielo nocturno. Pero sus pensamientos, en vez de concentrarse en la belleza, se desvanecían como nubes y desaparecían.
Fijaba su mirada en la luna, pero sus pensamientos fluctuaban como antes, y cuando fue a inclinarse, nuevamente, frente a la Suprema Imagen, en un desesperado esfuerzo por recobrar la pureza de su mente, el rostro de Buda se transformó y se convirtió en las facciones de la dama del carruaje. Su universo había quedado aprisionado dentro de los límites de un estrecho círculo donde se enfrentaban el Gran Sacerdote y la Gran Concubina Imperial.
La Gran Concubina Imperial de Kyogoku olvidó rápidamente al viejo sacerdote que la observara con tanta atención en el lago de Shiga. Sin embargo, poco tiempo después llegó a sus oídos un rumor que le recordó el incidente. Uno de los habitantes del villorrio había sorprendido al Gran Sacerdote mirando cómo se perdía en la distancia el carruaje de la dama. Se lo había comentado a un caballero de la Corte que admiraba las flores de Shiga, agregando que, desde aquel día, el Sacerdote se comportaba como quien ha perdido la razón.
La Concubina Imperial fingió no creer en tales habladurías, pero la virtud del sacerdote era conocida en toda la capital y el suceso sirvió para alimentar la vanidad de la dama.
Estaba verdaderamente cansada del amor que recibía de los hombres de este mundo. La Concubina Imperial tenía clara conciencia de lo hermosa que era y se inclinaba hacia otras disciplinas, como la religión, que trataran a su belleza y a su alto rango como cosas desprovistas de valor. El mundo la aburría soberanamente y, por ende, creía también en la Tierra Pura. Era inevitable que el Budismo Jodo, que rechazaba toda la belleza y el brillo del mundo visible como si fuera corrupción y contaminación, tuviera un atractivo especial para quien, como la Concubina Imperial, estaba tan desilusionada de la elegante superficialidad de la vida cortesana. Elegancia que, por otra parte, parecía anunciar inequívocamente los Últimos Días de la Ley y su degeneración.
Entre aquellos que consideraban al amor como su principal preocupación, la Concubina Imperial ocupaba un alto puesto como la personificación misma del refinamiento. El hecho de que jamás hubiera brindado su amor a hombre alguno no hacía sino acrecentar su fama. Aun cuando cumplía sus deberes para con el Emperador con el más absoluto decoro, nadie creía, ni por un momento, que estuviera enamorada de él. La Gran Concubina Imperial soñaba con una pasión al borde de lo imposible.
El Gran Sacerdote del Templo de Shiga era famoso por su virtud y todos en la Capital sabían hasta qué punto este anciano prelado había hecho abandono del mundo. Tanto más sorprendente era, entonces, el rumor de que había sido prendado por los encantos de la Concubina Imperial, y que, por ella, había sacrificado la vida eterna. Rehusar los goces de la Tierra Pura que estaban casi al alcance de su mano, equivalía al mayor sacrificio y a la más importante ofrenda.
La Gran Concubina Imperial se mostraba totalmente indiferente a los encantos de los nobles y jóvenes libertinos que abundaban en la Corte. Los atributos físicos de los hombres ya no representaban nada para ella. Su única ambición era encontrar a alguien que pudiera ofrecerle un amor fuerte y profundo.
Una mujer con tales aspiraciones se convierte en una criatura aterradora. Si hubiera sido sólo una cortesana, la habrían conformado las riquezas y la frivolidad. La Gran Concubina poseía todo lo que la riqueza del mundo puede brindar. El hombre que aguardaba tendría que ofrecerle, pues, los bienes del universo del futuro.
Los comentarios sobre el enamoramiento del Gran Sacerdote inundaron la Corte, hasta que, finalmente, y en son de broma, la historia fue repetida hasta al mismo Emperador. Esta chismografía desagradaba a la Gran Concubina, que guardaba una actitud fría e indiferente. Comprendía perfectamente que existían dos motivos para que los cortesanos pudieran bromear libremente sobre un asunto cuyo comentario, normalmente, les estaría vedado. El primero, que, refiriéndose al amor del Gran Sacerdote, estaban halagando la belleza de la mujer que inspiraba aun a un eclesiástico de tan gran virtud, tamaña distracción y, en segundo término, todos sabían que el amor del anciano por la noble dama jamás podría ser retribuido.
La Gran Concubina Imperial reconstruyó mentalmente los rasgos del viejo sacerdote que había visto a través de la ventana del carruaje. No se parecía en absoluto a los rostros de ninguno de los hombres que la habían amado hasta entonces. Era extraño que el amor surgiera en el corazón de un hombre que no poseía ninguna condición como para ser amado. La dama recordó frases tales como "mi amor perdido y sin esperanzas" que eran usadas a menudo por los poetastros de Palacio cuando deseaban despertar eco en los corazones de sus indiferentes amadas. La situación del más desgraciado de aquellos elegantes resultaba envidiable frente a la del Gran Sacerdote. Sin embargo, a la Concubina Imperial los escarceos poéticos de tales jóvenes se le antojaron adornos mundanos, inspirados por la vanidad y totalmente desprovistos de sentimiento.
A esta altura, el lector comprenderá claramente que la Gran Concubina Imperial no era, como comúnmente se la creía, la personificación de la elegancia cortesana, sino una persona que encontraba en la evidencia de ser amada una verdadera razón de vivir. Pese a su alto rango era, antes que nada, una mujer, y todo el poder y la autoridad del mundo carecían de valor si no le brindaban tal evidencia. Los hombres que la rodeaban se entregaban a luchar sin fin para alcanzar el poder político. Ella soñaba con dominar el mundo por otros medios puramente femeninos.
Había conocido a muchas mujeres que habían tomado los hábitos que se habían retirado del mundo. Tales mujeres la hacían reír. Cualquiera sea la razón alegada por una mujer para abandonar el mundo, le es casi imposible desprenderse de sus posesiones. Sólo los hombres son verdaderamente capaces de abandonar cuanto poseen.
El viejo sacerdote del lago había dejado, en determinada etapa de su vida, el Mundo Fluctuante y sus placeres. Ante los ojos de la Concubina Imperial era más hombre que todos los nobles que poblaban la Corte. Y así como había abandonado una vez este Mundo Fluctuante, estaba dispuesto ahora, por ella, a renunciar también al mundo futuro.
La Concubina recordó la idea de la sagrada flor de loto que su profunda fe había impreso vívidamente en su mente. Pensó en el enorme loto con una anchura de doscientas cincuenta yojana. Aquella planta absurda se ajustaba más a sus gustos que las mezquinas flores flotantes de los estanques de la Capital. Por las noches, el susurro del viento entre los árboles del jardín le parecía insípido comparado con la música delicada que produce la brisa, en la Tierra Pura, cuando sacude a las plantas sagradas.
Al recordar los extraños instrumentos que colgaban del cielo y tañían sin ser tocados, el sonido del arpa de Palacio sólo se le antojaba una despreciable imitación.
El Sacerdote del Templo de Shiga luchaba. En sus combates juveniles contra la carne, lo había sostenido siempre la esperanza de alcanzar el mundo futuro. Pero, en cambio, esta lucha desesperada de su vejez se asociaba con un sentimiento de pérdida irreparable.
La imposibilidad de consumar su amor por la Gran Concubina Imperial se le aparecía tan clara como el sol en el cielo. Al mismo tiempo, tenía perfecta conciencia de la imposibilidad de avanzar hacia la Tierra Pura, mientras permaneciera esclavo de aquel amor. El Gran Sacerdote había vivido en un estado de incomparable libertad y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraba sin futuro y en la más completa oscuridad. El coraje que lo había acompañado durante las luchas de su juventud había tenido, quizás, sus raíces en su propio orgullo y confianza, en saber que se estaba privando voluntariamente del placer que tenía al alcance de la mano.
El Gran Sacerdote sentía miedo nuevamente. Hasta que aquel noble carruaje se aproximara a la orilla del Lago Shiga, su convencimiento era que cuanto le esperaba ya no era sino la liberación del Nirvana. Ahora se encontraba, de pronto, frente a la oscuridad del mundo donde es imposible adivinar lo que nos acecha a cada paso.
En vano acudía a todas las formas de meditación religiosa. Ensayó la Contemplación del Crisantemo, la Contemplación del Aspecto Total y la Contemplación de las Partes; pero cada vez que intentaba concentrarse, el hermoso rostro de la Concubina aparecía ante sus ojos. Tampoco fue un remedio la Contemplación del Agua, pues invariablemente aparecían los bellos rasgos resplandecientes entre las ondas del lago.
Todo esto, sin duda, era sólo una consecuencia de su apasionamiento. Bien pronto, el sacerdote advirtió que la concentración le producía más mal que bien, y fue entonces cuando ensayó aliviar su espíritu por medio de la dispersión. Le asombraba constatar que la meditación lo hundía, paradójicamente, en una desilusión aún más profunda. A medida que su espíritu iba sucumbiendo bajo tal peso, el sacerdote decidió que antes de proseguir una lucha estéril, era mejor concentrar deliberadamente sus pensamientos en la figura de la Gran Concubina Imperial.
El Gran Sacerdote hallaba una nueva satisfacción al adornar su visión de la dama en las más variadas formas, como si se tratara de una imagen budista cubierta de diademas y baldaquines. Al hacerlo, el objeto de su amor se transformaba en un ser de creciente esplendor, distante e imposible. Esto le producía una alegría especial, seguramente porque de lo contrario, el ver a la Gran Concubina Imperial como a una mujer común y corriente era más peligroso. La revestía de todas las humanas fragilidades.
Mientras reflexionaba sobre este asunto, la verdad se hizo en su corazón. No veía en la Gran Concubina Imperial a una criatura de carne y hueso, ni tampoco a una visión. Era, en todo caso, un símbolo de la realidad, un símbolo de la esencia de las cosas. Resulta verdaderamente extraño perseguir esa esencia en la figura de una mujer. Y, sin embargo, existía un motivo. Aun al enamorarse, el sacerdote de Shiga no había perdido el hábito, adquirido tras largos años de contemplación, de esforzarse por alcanzar la esencia de las cosas a través de una constante abstracción. La Gran Concubina Imperial de Kyogoku, se había identificado con la visión del inmenso loto de doscientos cincuenta yojana. Reclinada en el agua y sostenida por todas las flores de loto, la Cortesana se volvía. tan grande como el Monte Sumeru.
Cuanto más convertía a su amor en un imposible, más profundamente traicionaba el sacerdote a Buda, pues la imposibilidad de su amor se encontraba aparejada con la imposibilidad de llegar a la iluminación. Y cuanto más advertía que su amor no podía tener esperanza, más crecía la fantasía que lo alimentaba y más se arraigaban sus pensamientos impuros. Mientras consideraba que su amor tenía alguna remota posibilidad, le había sido más fácil renunciar a él; pero ahora que la Gran Concubina se había convertido en una criatura fabulosa y totalmente inalcanzable, el amor del Gran Sacerdote se inmovilizaba como un gran lago de aguas calmas que cubría, inexorablemente, la superficie de la tierra.
Esperaba ver el rostro de su dama aún una vez más, pero temía que esa figura, que ahora se había vuelto una gigantesca flor de loto, se desvaneciera sin dejar rastros. Si aquello sucedía, el Gran Sacerdote se salvaría. Esta vez no dudaba de alcanzar la verdad. Y aquella mera perspectiva llenó al sacerdote de miedo y reverencia.
El melancólico amor del anciano había comenzado a crear curiosas estratagemas. Cuando, por fin, se decidió a visitar a la Gran Concubina, creyó en la ilusión de estar saliendo de una enfermedad que estaba marchitando su cuerpo. El caviloso sacerdote interpretó la alegría que acompañaba a su determinación como el alivio de haber escapado finalmente a las trabas de su amor.
Ninguno de los servidores de la Gran Concubina halló nada extraño en el hecho de que un anciano sacerdote permaneciera de pie en un rincón del jardín, apoyado en su bastón y mirando tristemente la Residencia. Era frecuente encontrar a ascetas y mendigos frente a las grandes casas de la Capital, aguardando limosnas.
Una de las cortesanas mencionó el hecho a su señora. La Gran Concubina miró, casualmente, a través del postigo que la separaba del jardín. Bajo las sombras del verde follaje, un anciano sacerdote macilento y de raídas vestiduras negras, inclinaba la cabeza. La dama lo observó por algún tiempo, y cuando hubo reconocido al sacerdote del lago de Shiga, su pálido rostro se volvió aún más demacrado.
Pasados algunos minutos de indecisión, impartió las órdenes necesarias para que la presencia del sacerdote en el jardín fuera ignorada.
Por primera vez el desasosiego hizo presa de ella. Había visto a mucha gente hacer abandono del mundo, pero ahora se encontraba por primera vez con alguien que renunciaba al mundo futuro. La visión resultaba siniestra y aterradora. Todos los placeres que había extraído su imaginación ante la idea del amor del sacerdote, desaparecieron en un segundo. Aunque aquel hombre hubiera renunciado al mundo futuro por ella, ahora comprendía que ese mundo jamás pasaría a sus propias manos.
La Gran Concubina Imperial contempló sus ropas elegantes y su hermoso cuerpo. Luego, miró hacia el jardín y observó al feo anciano andrajoso. El hecho de que pudiera existir alguna relación entre ambos tenia una extraña fascinación.
¡Qué diferente de la espléndida visión resultaba todo! El Gran Sacerdote parecía ahora una persona salida del Infierno mismo. Nada quedaba del hombre de virtuosa presencia que traía consigo el destello de la Tierra Pura. Su luz interior, que hacía evocar la gloria, se había desvanecido totalmente. Aun cuando se trataba del hombre del Lago de Shiga, era una persona completamente distinta.
Como la mayoría de los cortesanos, la Gran Concubina Imperial tendía a estar en guardia contra sus propias emociones, especialmente cuando se enfrentaba con algo que podía afectarla profundamente.
Al comprobar el amor del Gran Sacerdote, la invadió el descorazonamiento. La pasión consumada con la cual tanto había soñado durante años, adquiría una forma, preciso es reconocerlo, harto descolorida.
Cuando el sacerdote, apoyado en su bastón, llegó a la capital, casi había olvidado su fatiga. Penetró sigilosamente en las posesiones de la Gran Concubina Imperial en Kyogoku y observó desde el jardín. Tras aquellos postigos estaba la dama de sus pensamientos.
Al asumir su adoración una forma sin mácula, el mundo futuro comenzó a ejercer nuevamente su fascinación sobre el Gran Sacerdote. Nunca antes había vislumbrado la Tierra Pura con tanta intensidad. Su anhelo hacia ella se volvió casi sensual. Sólo debía pasar ahora por la formalidad de presentarse ante la Gran Concubina, declararle su amor y, de tal manera, librarse de una vez por todas de pensamientos impuros que lo ataban aún a este mundo. Faltaba ese único requisito para acercarse aún más a la Tierra Pura.
Le resultaba doloroso permanecer de pie, apoyado en el bastón. Los ardientes rayos del sol de mayo atravesaban las hojas y caían sobre su cabeza afeitada. Una y otra vez creyó perder el sentido. ¡Si tan sólo la dama advirtiera su propósito y lo invitara a saludarla para cumplir así con aquella formalidad! El Gran Sacerdote esperaba y, apoyado en su bastón, luchaba contra su creciente debilidad.
Finalmente llegó el crepúsculo. Nada sabía aún de la Gran Concubina, quien, por lógica, no podía conocer el pensamiento del sacerdote que, a través de ella, vislumbraba la Tierra Pura. Se limitaba a observarlo a través de los postigos. El sacerdote continuaba en el mismo sitio, inmóvil. La claridad nocturna iluminó el jardín.
La Gran Concubina Imperial se atemorizó. Presintió que cuanto veía en el jardín no era sino la encarnación de aquella "desilusión profundamente arraigada" de la que hablan los Sutras. Quedó abrumada ante la posibilidad de merecer las penas del Infierno.
Después de haber llevado a la perdición a un sacerdote de tan gran virtud, no era, seguramente, la Tierra Pura cuanto podía esperar, sino, en cambio, el Infierno mismo con todos los terrores que ella tan bien conocía. El amor supremo con el cual soñara se había derrumbado. Ser amada así, equivalía a una forma de condenación. Del mismo modo en que el Gran Sacerdote vislumbraba por su intermedio la Tierra Pura, la Gran Concubina contemplaba el horrible reino del Infierno a través del amor de aquel anciano.
Sin embargo, esta noble dama de Kyogoku era demasiado orgullosa como para sucumbir a sus temores sin luchar, y decidió poner en juego todos los recursos de su innata crueldad.
"El Gran Sacerdote -se dijo- tendrá que sucumbir, tarde o temprano, al mareo." Lo observó a través de los postigos esperando verlo en el suelo; pero, para su fastidio, la silenciosa figura continuaba inmóvil.
Cayó la noche y, a la luz de la luna, la figura del sacerdote se asemejaba a un montón de huesos blancos.
La dama, llena de temor, no podía conciliar el sueño. Dejó de mirar a través de los postigos y dio la espalda al jardín. Sin embargo, le parecía sentir constantemente la penetrante mirada del sacerdote.
Sabía que aquél no era un amor vulgar. Por temor a ser amada y, por ende, de terminar en el Infierno, la Gran Concubina Imperial rezaba con más fervor que nunca por la Tierra Pura. Una Tierra Pura propia e invulnerable que ansiaba conservar en su corazón. Era diferente a la del sacerdote y no tenía relación con su amor. No dudaba de que, si alguna vez la mencionaba ante el anciano, aquella interpretación personal se desintegraría inmediatamente.
El amor del sacerdote, se decía, no tenía nada que ver con ella. Era una aventura unilateral en la que sus sentimientos no tenían parte alguna. No había, pues, razón por la cual se la descalificara en su admisión en la Tierra Pura. Aun cuando el Gran Sacerdote perdiera el sentido y falleciera, ella se mantendría indemne. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche y la temperatura se hacía más fría, su confianza comenzó a abandonarla.
El Sacerdote permanecía en el jardín. Cuando las nubes ocultaban la luna, se asemejaba a un extraño árbol viejo y nudoso.
La dama, consumida de angustia, insistía en que aquel anciano le era totalmente ajeno. Las palabras parecían explotar en su corazón. ¿Por qué, en nombre del Cielo, tenía que ocurrir esto?
En aquellos momentos, y por extraño que parezca, la Gran Concubina Imperial se había olvidado completamente de su belleza. Quizás fuera más correcto decir que se había visto obligada a hacerlo.
Finalmente, los tenues matices del amanecer irrumpieron en el cielo oscuro y la figura del sacerdote se destacó en la media luz. Todavía permanecía en pie. La Gran Concubina Imperial estaba derrotada.
Llamó a una doncella y le ordenó invitar al sacerdote a dejar el jardín y a arrodillarse junto al postigo.
El Gran Sacerdote se hallaba en la frontera del olvido, donde la carne se desintegra. Ya no sabía si esperaba a la Gran Concubina Imperial o al mundo futuro. Aun cuando distinguió la figura de la doncella aproximándose desde la residencia en la pálida luz del amanecer, ni siquiera comprendió que cuanto había esperado con tantas ansias, se hallaba finalmente al alcance de su mano.
La doncella trasmitió el mensaje de su señora. Al escucharlo, el sacerdote profirió un grito horrendo e inhumano. La doncella intentó guiarlo de la mano, pero él no se lo permitió y se dirigió hacia la casa con pasos increíblemente rápidos y seguros.
La oscuridad reinaba tras el postigo y resultaba imposible ver, desde afuera, a la Gran Concubina. El sacerdote cayó de rodillas y, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar. Estuvo allí por largo rato con el cuerpo sacudido por esporádicas convulsiones.
Entonces, en la semi penumbra del amanecer, una blanca mano emergió dulcemente del postigo. El sacerdote del Templo de Shiga la tomó entre las suyas y se la llev6 a la frente y a las mejillas.
La Gran Concubina Imperial de Kyogoku tocó unos dedos extrañamente fríos. Al mismo tiempo, sintió algo húmedo y tibio. Alguien mojaba sus manos con tristes lágrimas.
Cuando los pálidos reflejos de la luz matutina comenzaron a iluminarla a través del postigo, la ferviente fe de la dama le infundió una maravillosa inspiración. No dudó ni por un instante de que aquella mano extraña era la de Buda.
Entonces, la gran visión surgió nuevamente en el corazón de la Concubina. El suelo de esmeraldas de la Tierra Pura; los millones de torres de siete joyas; los ángeles y su música; los estanques dorados con arenas de plata; los lotos resplandecientes y la dulce voz de las Kalavinkas. Si aquella era la Tierra Pura que le tocaría en suerte -y en aquel momento no dudaba de que así sería-, ¿por qué no aceptar el amor del Gran Sacerdote?
Aguardó a que el hombre con las manos de Buda le rogara abrir el postigo que los separaba. Cuando se lo pidiera, ella levantaría tal barrera y su cuerpo incomparablemente hermoso aparecería frente a él como en su primer encuentro junto al lago. Ella lo invitaría a entrar.
La Gran Concubina Imperial esperó.
Pero el Gran Sacerdote del Templo de Shiga no dijo nada. No pidió nada. Después de cierto tiempo, las viejas manos aflojaron su presión y los blancos dedos de la dama quedaron solos en la penumbra del amanecer. El Sacerdote se alejó. Un frío mortal descendió sobre el corazón de la Gran Concubina Imperial.
Pocos días después llegó a la Corte el rumor de que el espíritu del Gran Sacerdote había alcanzado la liberación final en su celda de Shiga. Al enterarse de tal noticia, la dama de Kyogoku se dedicó a copiar en rollos y rollos, con la más hermosa escritura, el pensamiento de los Sutras.

domingo, 15 de marzo de 2015

La muerte violeta [Cuento. Texto completo.] Gustav Meyrink

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La muerte violeta
[Cuento. Texto completo.]Gustav Meyrink
El tibetano calló.

Su desmedrada figura permaneció todavía algún tiempo de pie, erguida e inmóvil, y luego desapareció en la jungla.

Sir Roger Thornton miraba fijamente la hoguera. Si no fuera un penitente, un sannyasin, aquel tibetano que, además, iba en peregrinación a Benarés, no hubiera creído ni una sola de sus palabras. Pero un sannyasin no miente ni puede ser engañado. ¡Y luego aquellas contradicciones pérfidas y crueles en el rostro del asiático! ¿O sería que se dejó engañar por el resplandor de la hoguera que tan extrañamente se reflejaba en los ojos mongoles?

Los tibetanos odian a los europeos y guardan celosamente sus mágicos secretos, con los que esperan aniquilar un día a los orgullosos extranjeros cuando llegue la hora. Sea como fuere, Sir Roger Thornton desea comprobar con sus propios ojos si, efectivamente, existen fuerzas ocultas en ese pueblo extraño. Pero necesita compañeros, hombres valerosos cuya voluntad no se quiebre ante los horrores de un mundo diferente. El inglés pasa revista a sus compañeros... Aquel afgano sería el único entre los asiáticos para ser tomado en cuenta. Es intrépido como una fiera, pero supersticioso. Así pues, solo queda su criado europeo.

Sir Roger lo toca con la punta de su bastón. Jaburek quedó completamente sordo a los diez años, pero sabe leer cada palabra en los labios de su amo, por muy rara que sea. Sir Roger le cuenta con expresivos gestos lo que oyó decir al tibetano... A unas veinte jornadas del lugar donde se encuentran, en un valle de las laderas del Himavat, exactamente señalado, hay un trozo de tierra sumamente extraño. Por tres de sus lados se elevan muros rocosos, cortados a pico; el único acceso está cerrado por gases ponzoñosos que emanan continuamente del suelo y matan al instante a todo ser viviente que pretenda pasar. En el desfiladero, que cubre unos ciento treinta kilómetros cuadrados, en medio de la vegetación más exuberante, vive, al parecer, una pequeña tribu de raza tibetana que, según el rumor, va tocada de rojos gorros puntiagudos y adora a un ser malvado y satánico en forma de pavo real. Ese ser diabólico enseñó a los habitantes la magia negra, y en el transcurso de los siglos les ha ido revelando misterios que un día habrán de transformar el globo terrestre. Se dice que les enseñó una especie de melodía capaz de aniquilar en un instante al hombre más fuerte.

Jaburek sonrió desdeñosamente.

Sir Roger le explicó que se proponía cruzar los lugares envenenados con ayuda de escafandras y balones de aire comprimido y luego penetrar en el interior del misterioso desfiladero.

Jaburek asintió con la cabeza y se frotó con satisfacción las sucias manos. El tibetano no había mentido. Allá abajo se extendía, cubierta de verdor, la extraña garganta: un cinturón de tierra amarillenta, desértica y corroída por las erosiones, separaba el desfiladero del mundo exterior en una anchura que se tardaba media hora en recorrer. El gas que surgía del suelo era ácido carbónico puro. Sir Roger Thornton, que desde la cumbre de una colina pudo apreciar la anchura de aquel cinturón, decidió emprender la marcha la mañana siguiente. Las escafandras que había encargado en Bombay funcionaban perfectamente.

Jaburek llevaba los dos rifles de repetición y diversos instrumentos que su amo consideraba indispensables. El afgano se negó tenazmente a acompañarlos y declaró estar dispuesto a meterse en una cueva de tigres, pero que se cuidaría mucho de hacer nada que pudiera comprometer su alma inmortal.
Así, los únicos osados fueron los dos europeos.
Los cascos de cobre de las escafandras refulgían al sol y lanzaban extrañas sombras al suelo esponjoso del que ascendían, en innumerables y diminutas burbujas, las letales emanaciones. Sir Roger imprimió a su marcha un ritmo rápido para evitar el consumo del aire comprimido antes de haber cruzado la zona de los gases. Todo lo veía turbio, como a través de una tenue capa de agua. La luz del sol, de un verde fantasmal, teñía los lejanos glaciares del “techo del mundo”, que levantaba sus gigantescos perfiles como un singular paisaje de muerte. Finalmente, hallaron verde césped y Sir Roger encendió un fósforo para cerciorarse de la presencia del aire atmosférico en todos los niveles. Después se quitaron los cascos y descargaron los balones de aire.
A sus espaldas se elevaba la muralla de gas, como una temblorosa masa de agua. En el aire flotaba un aroma embriagador de flores de amberia. Tornasoladas mariposas, del tamaño de una mano, cubiertas de raros dibujos, descansaban con las alas abiertas, como si fueran libros de magia, sobre inmóviles flores. Caminando bastante separados uno de otro, ambos se dirigieron hacia un bosquecillo que les cerraba el horizonte. Sir Roger hizo una señal a su sordo criado, porque le pareció haber oído un ruido. Jaburek preparó el rifle.

Al llegar a un extremo del bosque, una pradera se ofreció a su vista. Apenas a cuatrocientos metros, unos cien hombres, evidentemente tibetanos, tocados con gorros rojos, habían formado un semicírculo y esperaban a los intrusos. Sir Roger avanzó, seguido de su criado. Los tibetanos llevaban las habituales zamarras de piel de carnero; mas, a pesar de ello, casi no parecían seres humanos, tan espantosamente feos y deformes eran sus rostros. Dejaron que los dos hombres se acercasen más y, de pronto, a una orden de su jefe, levantaron todos a la vez las manos, se oprimieron con fuerza los oídos y gritaron algo. Jaburek miró interrogativamente a su amo y levantó el rifle, porque el extraño movimiento de los tibetanos le pareció una señal de ataque. Pero lo que sus ojos vieron le heló la sangre en las venas: en torno a su amo se había formado una masa gaseosa, agitada y remolineante, parecida a la que habían atravesado poco antes. La figura de Sir Roger perdió los contornos, como si hubiese sido devastada por el remolino; la cabeza se tornó puntiaguda; toda la masa se hundió en sí misma, como en fusión, y en el lugar donde hacía un instante se encontraba el audaz inglés había ahora un cono de color violeta claro del tamaño de un pilón de azúcar.

El sordo Jaburek fue presa de la ira. Los tibetanos seguían gritando y él observaba con gran atención sus labios para descifrar lo que decían. Era siempre una y la misma palabra. De pronto, el jefe de los tibetanos dio un salto adelante y todos se callaron, al tiempo que bajaban las manos. Como panteras se arrojaron sobre Jaburek. Este empezó a disparar contra la multitud, que se detuvo por un instante. Instintivamente, les gritó la palabra que poco antes había leído en sus labios.

-¡Emelen!, ¡E... me... len...! -rugía, una y otra vez, hasta que el desfiladero se estremeció como agitado por las fuerzas de la naturaleza.

Todo lo veía como a través de unos lentes de gran intensidad y el suelo parecía hundirse bajo sus pies... Pero solo duró un momento; ahora veía de nuevo con claridad. Los tibetanos habían desaparecido, como antes su amo, y solo incontables pilones de azúcar color lila se levantaban ante él. El jefe de los tibetanos aún vivía. Las piernas se le habían convertido en una papilla azulenca y el tronco comenzaba a encogerse: era como si el hombre estuviese siendo digerido por un ser del todo transparente. No llevaba gorro rojo, sino una especie de tocado en forma de mitra donde se movían unos ojos amarillentos.

Jaburek le descargó un culatazo en el cráneo, pero no pudo evitar que el moribundo le hiriera en el pie con una hoz arrojada en el último momento. Miró a su alrededor. La soledad era absoluta. El aroma de las flores de amberia se intensificó y se hizo casi punzante. Parecía emanar de los conos color lila, que Jaburek se puso a observar ahora. Todos eran iguales y estaban formados de la misma materia gelatinosa de color morado claro. Era imposible encontrar los restos de Sir Roger entre todas aquellas moradas pirámides. Jaburek arreó un puntapié en la cara del jefe tibetano muerto y, rechinando los dientes, volvió sobre sus pasos. Desde lejos vio sobre la hierba, brillando al sol, los dos cascos. Llenó el balón de aire con una bomba portátil y penetró en la zona gaseosa. El camino parecía no acabar nunca. El infeliz sentía que las lágrimas mojaban sus mejillas.

¡Oh, Dios, su amo estaba muerto! ¡Muerto aquí, en la lejana India! Los gigantes helados del Himalaya bostezaban cara al cielo. ¡Qué les importaba el dolor de un pequeño corazón humano! Jaburek trasladó fielmente al papel, palabra por palabra, todo lo que había sucedido y no comprendía, y dirigió su escrito al secretario de su amo, que residía en Bombay, en la calle Adheritollah, número 17. El afgano se encargó de llevarlo. Poco tiempo después Jaburek murió porque la hoz del jefe tibetano estaba envenenada.

“Alá es Uno y Mahoma su profeta”, rezó el afgano, tocando el suelo con la frente. Los cazadores hindúes cubrieron el cadáver con flores y lo incineraron, entre cantos piadosos, sobre una hoguera de leña.

Alí Murad Bey, el secretario, palideció al recibir el horrible mensaje y transmitió el escrito a la redacción de la Indian Gazette.

El nuevo diluvio llegó.

La Indian Gazette, que publicó el “caso de Sir Roger Thornton”, apareció al día siguiente con tres horas de retraso. Un accidente extraño y horripilante tuvo la culpa del retraso: Birendranath Naorodjee, redactor del periódico, y dos empleados subalternos que solían revisar las páginas con él a medianoche, antes de salir la edición, desaparecieron del despacho sin dejar rastro. En lugar de ellos había en el suelo tres cilindros azulencos y gelatinosos, y junto a ellos el periódico recién impreso. Apenas acababa la policía, con la petulancia de siempre, de tomar las primeras declaraciones, cuando llegaron las noticias de innumerables casos similares.

Personas que leían periódicos desaparecían por docenas ante la vista de la asustada multitud que cruzaba las calles, presa de agitación. Innumerables pirámides moradas quedaban esparcidas alrededor, en las escaleras, mercados y callejuelas, hasta donde abarcaba la vista. Al anochecer, Bombay quedó medio despoblada. Una orden de las autoridades sanitarias dispuso la inmediata clausura del puerto, así como de todo tráfico con el exterior, a fin de impedir la propagación de la nueva epidemia, pues no podía tratarse de otra cosa. El telégrafo y el cable zumbaron día y noche mandando al mundo entero la terrible noticia y detalles del “caso de Sir Roger Thornton”.

Al día siguiente la cuarentena fue levantada, como extemporánea. Mensajes de terror de todos los países anunciaban que la “muerte morada” se propagaba por todas partes, casi simultáneamente, y amenazaba con despoblar la tierra. Todo el mundo perdió la cabeza y la sociedad civilizada parecía un gigantesco hormiguero en que un mozo de aldea había metido su pipa encendida. En Alemania, la epidemia estalló primero en Hamburgo. Austria, donde no se leen más que las noticias locales, se libró durante algunas semanas. El primer caso ocurrido en Hamburgo fue particularmente estremecedor. El pastor Stüiken, hombre al que la edad venerable había vuelto casi sordo, estaba sentado por la mañana a la mesa del desayuno, rodeado de sus familiares. Teobaldo, el hijo mayor, con su larga pipa de estudiante; Yette, la fiel esposa, y Mina y Tina. En una palabra, todos, todos. El anciano padre acababa de desplegar un periódico inglés recién llegado y leía a los suyos el relato del “caso de Sir Roger Thornton”. Apenas había pronunciado la palabra “Emelen” e iba a fortalecerse con un sorbo de café, cuando advirtió, presa de horror, que solo lo rodeaban conos de gelatina morada. De uno de ellos sobresalía aún la larga pipa estudiantil. Todas las catorce almas se las llevó el Señor a su seno. El piadoso anciano cayó desmayado.

Una semana más tarde, la mayor parte de la humanidad estaba muerta. Le fue reservado a un sabio alemán poder arrojar un poco de luz sobre los acontecimientos. La circunstancia de que la epidemia respetase a los sordos y sordomudos le sugirió la idea de que se trataba de un fenómeno puramente acústico. En su solitaria buhardilla de estudioso llevó al papel una larga conferencia científica y anunció con algunas frases su lectura pública. El sabio, con su exposición, se refirió a ciertos escritos religiosos hindúes, casi desconocidos, que trataban acerca de la provocación de tormentas de fluidos astrales remolineantes mediante la pronunciación de ciertas palabras y fórmulas secretas, y fundamentó su relato en las más modernas experiencias en el campo de la teoría de las vibraciones y radiaciones.

Pronunció su disertación en Berlín y fue tal la afluencia de público que tuvo que valerse de un tubo acústico mientras leía las largas frases. Cerró su memorable discurso con las siguientes lapidarias palabras:

-Vayan a ver a un especialista del oído para que los vuelva sordos y cuídense de pronunciar la palabra... “Emelen”.

Un segundo después el sabio y sus oyentes no eran más que conos inanimados de gelatina, pero el manuscrito no fue destruido; fue conocido y estudiado, y así la humanidad pudo evitar su total exterminio. Algunos decenios más tarde, estamos en 19..., una nueva generación de sordomudos puebla el globo terrestre. Usos y costumbres son diferentes, las clases y la propiedad han sido desplazadas. Un especialista del oído gobierna al mundo. Las partituras han sido arrojadas a la basura, junto con las viejas recetas de los alquimistas de la Edad Media.

Mozart, Beethoven y Wagner se han vuelto ridículos, como antaño Alberto Magno y Bombasto Paracelso. En las cámaras de tormento de los museos, algún piano polvoriento muestra sus viejos dientes.

FIN
"Der violette tod", 1916

sábado, 7 de marzo de 2015

La felicidad [Cuento. Texto completo.] Guy de Maupassant

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La felicidad[Cuento. Texto completo.]Guy de Maupassant
Era la hora del té, antes que trajeran las luces. La ciudad dominaba el mar; el sol, que acababa de ponerse, había dejado el cielo rosa a su paso, salpicado de polvo de oro; y el Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía resplandeciente bajo el día agonizante, parecía una interminable plancha de metal pulimentado.
Lejos, a la derecha, las montañas escarpadas dibujaban su perfil negro sobre el púrpura pálido del poniente.
Se hablaba del amor, se discutía sobre este viejo tema, volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas veces. La suave melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo un sentimiento de ternura en las almas, y aquella palabra, “amor”, constantemente pronunciada, tan pronto por la voz fuerte de un hombre como por una voz femenina de timbre ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.
¿Se puede amar durante muchos años seguidos?
-Sí -decían algunos.
-No -aseguraban otros.
Distinguían los diversos casos, establecían diferencias, se citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres, estaban llenos de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no podían citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían emocionados, hablaban de aquel tema vulgar y soberano, del acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con una emoción honda y un interés ardiente.
De pronto, alguien, con la mirada fija en un punto lejano, exclamó:
-¡Miren allí! ¿Qué es aquello?
Sobre el mar, en el horizonte, surgía una masa gris, enorme y confusa.
Las mujeres se levantaron y contemplaron sin comprender aquel fenómeno sorprendente que jamás habían visto.
Alguien dijo:
-Es Córcega. Se la ve así dos o tres veces al año en ciertas condiciones atmosféricas excepcionales, cuando el aire, de una limpidez perfecta, no la oculta con esas brumas de vapor que siempre velan las lejanías.
Vagamente, se distinguían las crestas de las montañas, donde creyeron reconocer la nieve. Todos quedaron sorprendidos, turbados, casi asustados por aquella brusca aparición de una tierra, por aquel fantasma salido del mar. Así debieron de ser las extrañas visiones que tuvieron los navegantes que, como Colón, partieron a través de los océanos inexplorados.
Entonces, un anciano caballero, que aún no había hablado, dijo:
-En esa isla que se alza ante nosotros como para responder a lo que estábamos diciendo y despertar en mi memoria un curioso recuerdo, conocí un ejemplo admirable de un amor constante, inverosímilmente feliz. Se lo contaré. Hace cinco años hice un viaje a Córcega. Es una isla salvaje, más desconocida y lejana de nosotros que América, a pesar de que a veces se la vea desde las costas de Francia, como hoy. Imagínense un mundo todavía en el caos, un mar de montañas separadas por angostos barrancos por los que corren torrentes; no hay llanuras, sino inmensas olas de granito y gigantescas ondulaciones de tierra cubiertas de matorrales o de umbrosos bosques de castaños y pinos. Es un suelo virgen, inculto, desierto, aunque a veces se descubra un pueblo, que parece un amontonamiento de rocas en la cima de un monte. No hay cultivos, ni industrias, ni arte. Jamás se encuentra un trozo de madera tallada, un fragmento de piedra esculpida, ni hay huellas del gusto infantil o refinado de los antepasados por las cosas graciosas y bellas. Es esto precisamente lo que más choca en aquel soberbio y duro país: la indiferencia hereditaria por esa búsqueda de formas seductoras que se llama arte. Italia, donde cada palacio, lleno de obras maestras, es una obra maestra por sí mismo; donde el mármol, la madera, el bronce, el hierro, los metales y las piedras atestiguan el genio del hombre; donde los más pequeños objetos antiguos que se encuentran en las casas viejas revelan esa divina preocupación por la gracia, es para todos nosotros la patria sagrada a la que se ama porque nos muestra y nos prueba el esfuerzo, la grandeza, la potencia y el triunfo de la inteligencia creadora. Frente a ella, la ruda Córcega se ha conservado como en sus primeros días. El hombre vive allí en su tosca casa, indiferente a todo lo que no afecte a su propia existencia o a sus querellas de familia. Ha conservado los defectos y las cualidades de las razas incultas, violento, rencoroso, inconscientemente sanguinario, pero también hospitalario, generoso, leal, ingenuo, capaz de abrir sus puertas a los caminantes y de dar su fiel amistad a la menor muestra de simpatía. Hacía un mes que vagaba a través de esta isla magnífica, con la sensación de que estaba en los confines del mundo. No había ni posadas, ni tabernas, ni carreteras. Llegaba, por senderos de mulas, a esas aldeas que se sujetan en las laderas de las montañas y desde las que se dominan abismos tortuosos de cuyas profundidades sube por la noche el rumor continuo, la voz sorda y honda del torrente. Llamaba a las puertas de las casas, y pedía un refugio para la noche y algo de comer hasta el día siguiente. Me sentaba a la humilde mesa y dormía bajo un techo humilde; a la mañana siguiente, estrechaba la mano que me tendía el huésped, el cual me conducía hasta los límites del pueblo. Una noche, tras diez horas de camino, llegué a una casita aislada en el fondo de un pequeño valle que se abría al mar una legua más abajo. Las dos vertientes montañosas, cubiertas de matorrales, de rocas desmoronadas y de grandes árboles, cerraban como dos murallas sombrías aquel barranco lamentablemente triste. En torno a la choza, un viñedo y un pequeño huerto, y un poco más lejos, varios grandes castaños: lo suficiente, en fin, para vivir, y una fortuna para aquel país pobre. La mujer que me recibió era vieja, grave y limpia, excepcionalmente. El hombre, sentado en una silla de paja, se levantó para saludarme y se volvió a sentar sin decir una palabra. Su compañera me dijo:
-Perdónele, se ha quedado sordo. Tiene ya ochenta y dos años.
Me sorprendió que hablara el francés de Francia.
-¿Son ustedes de Córcega?
Ella me respondió:
-No. Somos del continente. Pero hace cincuenta años que vivimos aquí.
Una sensación de angustia y de espanto se apoderó de mí al pensar en aquellos cincuenta años transcurridos en un lugar tan sombrío, tan alejado de las ciudades donde vive la gente. Llegó un viejo pastor, y nos pusimos a comer el único plato de la cena: una sopa espesa en la que habían hervido todo junto: patatas, tocino y coles. Al acabar la breve comida, fui a sentarme ante la puerta, con el corazón sobrecogido por la melancolía del triste paisaje, oprimido por esa angustia que se apodera a veces de los viajeros ciertas noches tristes en ciertos lugares desolados. Parece como si todo, la existencia y el universo, estuviera a punto de acabar. Bruscamente se descubre la horrible miseria de la vida, el aislamiento de todos, la nada de todo y la negra soledad del corazón, que se mece y se engaña a sí mismo con sueños hasta la muerte. La vieja se acercó a mí y, con esa curiosidad que vive siempre en el fondo de las almas más resignadas, me preguntó:
-¿Viene usted de Francia, entonces?
-Sí, viajo por gusto.
-¿Será usted de París, quizá?
-No, soy de Nancy.
Me pareció que la agitaba una extraordinaria emoción. Ignoro cómo lo sentí. Ella repitió con voz lenta:
-¿Es usted de Nancy?
En la puerta apareció el hombre, con esa impasibilidad de los sordos.
-No importa. No oye nada -dijo ella. Luego, al cabo de unos segundos, añadió:
-Entonces, conocerá usted a mucha gente en Nancy.
-Sí, a casi todo el mundo.
-¿Conoce a la familia de Sainte-Allaize?
-Sí, muy bien. Eran amigos de mi padre.
-¿Cómo se llama usted?
Le dije mi nombre. Me miró fijamente, y luego, con esa voz de quien evoca sus recuerdos, me dijo:
-Sí, sí, me acuerdo. ¿Y los Brisemare? ¿Qué fue de ellos?
-Murieron todos.
-¡Ah! ¿Conocía a los Sirmont?
-Sí, el último es general.
Entonces, estremeciéndose de emoción y de angustia, por algún sentimiento confuso, poderoso y sagrado, por no sé qué deseo de confesar, de decirlo todo, de hablar de cosas que había tenido hasta aquel momento encerradas en el fondo de su corazón, y también de todas aquellas personas cuyo nombre agitaba su espíritu, me dijo:
-Sí, ya sé: Henri de Sirmont. Es mi hermano.
Alcé mis ojos hasta ella, sobrecogido de sorpresa. Y, de pronto, lo recordé todo. Tiempo atrás había sido un escándalo en la noble Lorena. Una muchacha, bella y rica, Suzanne de Sirmont, había sido raptada por un suboficial de húsares del regimiento que mandaba su padre. Era un guapo mozo, hijo de campesinos, pero que sabía llevar muy bien el dormán, aquel soldado que sedujo a la hija de su coronel. Se debió fijar en él y enamorarse, viendo desfilar los escuadrones. Pero ¿cómo le habló, cómo pudieron verse, comprenderse? ¿Cómo se atrevió ella a hacerle comprender que le amaba? No se pudo saber. Nada logró adivinarse, y nadie lo presentía. Una noche, cuando el soldado acababa de cumplir su servicio, desapareció con ella. Los buscaron, pero no lograron encontrarlos. Jamás se tuvo noticias de ella, y la consideraron como muerta. Y yo la volvía a encontrar de aquella forma, en aquel siniestro valle.
-Sí, sí, ahora me acuerdo -le dije, a mi vez-. Usted es la señorita Suzanne.
Ella dijo que sí con la cabeza. Caían lágrimas de sus ojos. Entonces, señalándome con una mirada al anciano inmóvil a la puerta de su casucha, me dijo:
-Es él.
Y me di cuenta de que lo seguía queriendo, de que lo veía aún con sus ojos de seducida. Le pregunté:
-¿Ha sido usted feliz, por lo menos?
Ella me respondió, con una voz que le salía dél corazón:
-Sí, muy feliz. Me ha hecho muy feliz. Jamás he lamentado nada.
La contemplé, triste, sorprendido, maravillado por el poder del amor. Aquella señorita rica se había marchado con aquel hombre, con aquel campesino. Se había transformado ella misma en campesina. Se había acostumbrado a su vida sin encantos, sin lujo, sin delicadeza de ninguna clase; se había doblegado a sus costumbres sencillas. Y todavía lo amaba. Se había transformado en una aldeana con gorro, con falda de paño. Comía en un plato de barro sobre una mesa de madera, sentada en una silla de paja, un guiso de coles y patatas con tocino. Se acostaba en un jergón junto a él. ¡Y nunca había pensado en nada, sino en él! No había echado de menos ni las joyas, ni las finas telas, ni las elegancias, ni la blandura de los asientos, ni la tibieza perfumada de las alcobas cubiertas de tapices, ni la suavidad de los colchones de pluma donde los cuerpos se hunden para el reposo. Nunca había necesitado más que a él; su presencia colmaba sus deseos. Había abandonado la vida de muy joven, y la sociedad, y a todos los que la habían criado y querido. Sola con él, se había ido a aquel barranco salvaje. Y él lo había sido todo en su vida, todo lo que se desea, todo lo que se sueña, todo lo que se espera sin cesar, todo lo que se ansía sin límites. Le había llenado de dicha la existencia. No habría podido ser más feliz. Y durante toda la noche, oyendo el ronquido sordo del viejo soldado tendido sobre su yacija junto a la mujer que lo había seguido hasta tan lejos, pensé en aquella extraña y sencilla aventura, en aquella felicidad tan completa, hecha de tan poco. Y me marché al amanecer, tras haber estrechado la mano a los dos ancianos esposos.
El narrador se calló.
Una mujer dijo:
-No demuestra nada. Esa mujer tenía un ideal demasiado fácil, necesidades demasiado primitivas y exigencias demasiado sencillas. Tenía que ser una necia.
Otra, lentamente, dijo:
-¿Y qué importa? Fue feliz.
Y lejos, al final del horizonte, Córcega se hundía en la noche, volvía a entrar lentamente en el mar, borrándose su gran sombra aparecida como para contar por sí misma la historia de los dos humildes amantes que se habían refugiado en su costa.
FIN