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miércoles, 29 de abril de 2015

Polifemo [Cuento. Texto completo.] Armando Palacio Valdés

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/palacio/polifemo.htm

El coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas; de estatura gigantesca, paso rígido, imponente; enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aun más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de África había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.
Por allí paseaba también metódicamente los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.
El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.
-Voy a comunicarle a usted un secreto -decía a cualquiera que le acompañase en el paseo-. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.
Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.
Paseaba generalmente solo; pero cuando algún amigo se acercaba, hallábalo propicio. Quizás aceptase de buen grado la compañía por tener ocasión de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz potente. Lo cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque de San Francisco se estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios exclusivos del coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el dulce murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito imperativo, autoritario, severo, del guerrero de África. De tal modo, que el clérigo que lo acompañaba a tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a pasear por el parque, parecía estar allí únicamente para abrir, ahora uno, después otro, todos los registros que la voz del coronel poseía. ¡Cuántas veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos; viendo su ademán airado y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el desgraciado sacerdote que había tenido la imprevisión de acercarse a él!
Este hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho o diez años, como nosotros. ¡Desdichado! No podíamos verle en el paseo sin sentir hacia él compasión infinita. Andando el tiempo he visto a un domador de fieras introducir un cordero en la jaula del león. Tal impresión me produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su tío. No entendíamos cómo aquel infeliz muchacho podía conservar el apetito y desempeñar regularmente sus funciones vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría consumido por una fiebre lenta. Si transcurrían algunos días sin que apareciese por el parque, la misma duda agitaba nuestros corazones. “¿Se lo habrá merendado ya?” Y cuando al cabo lo hallábamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentábamos a la par sorpresa y consuelo. Pero estábamos seguros de que un día u otro concluiría por ser víctima de algún capricho sanguinario de Polifemo.
Lo raro del caso era que Gasparito no ofrecía en su rostro vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento, que debían ser los únicos en él impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus ojos una alegría cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su tío, marchaba con la mayor soltura, sonriente, feliz, brincando unas veces, otras compasadamente, llegando su audacia o su inocencia hasta hacernos muecas a espaldas de él. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. “¡Gaspaar!” El aire vibraba y transmitía aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí estábamos nos quedaba el color entero. Sólo Gasparito atendía como si le llamase una sirena. “¿Qué quiere usted, tío?” Y venía hacia él ejecutando algún paso de baile.
Además de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro que debía de vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo parecía. Era un hermoso danés, de color azulado, grande, suelto, vigoroso, que respondía por el nombre de “Muley”, en recuerdo sin duda de algún moro infeliz sacrificado por su amo. El “Muley”, como Gasparito, vivía en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetón, campechano, incapaz de falsía, era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo y más tratable de cuantos he conocido en mi vida.
Con estas partes no es milagro que todos los chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que era posible hacerlo, sin peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos el honor de regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás nos daban para merendar. El “Muley” lo aceptaba todo con fingido regocijo, y nos daba muestras inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se vea hasta qué punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este memorable can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, diré que no mostraba más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con nosotros algunas veces (en provincias, y en aquel tiempo, entre los niños no existían clases sociales) un pobrecito hospiciano llamado Andrés, que nada podía darle, porque nada tenía. Pues bien, las preferencias de “.Muley” estaban por él. Los rabotazos más vivos, las carocas más subidas y vehementes a él se consagraban, en menoscabo de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier diputado de la mayoría!
¿Adivinaba el “Muley” que aquel niño desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba más de su cariño que nosotros? Lo ignoro; pero así parecería serlo.
Por su parte, Andresito había llegado a concebir una verdadera pasión por este animal. Cuando nos hallábamos jugando en lo más alto del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por allí de improviso el “Muley”, ya se sabía, llamaba aparte a Andresito, y se entretenía con él largo rato, como si tuviera que comunicarle algún secreto. La silueta colosal de Polifemo se columbraba allá entre los árboles.
Pero estas entrevistas rápidas y llenas de zozobra fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo rato y a solas.
Por eso una tarde, con osadía increíble, se llevó en presencia nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de dicha. El “Muley” parecía también satisfechísimo. Por fortuna, el coronel aún no se había ido del paseo ni advirtió la deserción de su perro.
Repitiéronse una tarde y otra tales escapatorias. La amistad de Andresito y “Muley” se iba consolidando. Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el “Muley”. Si la ocasión se presentase, seguro estoy de que éste no sería menos.
Pero aún no estaba contento el hospiciano. En su mente germinó la idea de llevarse el “Muley” a dormir con él a la Inclusa. Como ayudante que era del cocinero, dormía en uno de los corredores, al lado del cuarto de éste, en un jergón fementido de hoja de maíz. Una tarde condujo el perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa para el desgraciado! No había sentido en su vida otras caricias que las del “Muley”. Los maestros primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo en la mano. Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió el escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde anterior. Se despojó de la camisa:
-Mira, “Muley” -dijo en voz baja mostrándole el cardenal.
El perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne amoratada.
Luego que abrieron las puertas lo soltó. El “Muley” corrió a casa de su dueño; pero a la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormir juntos aquella noche, y la siguiente, y la otra también. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito era feliz al borde de una sima.
Una tarde, hallándonos todos en apretado grupo jugando a los botones, oímos detrás algo como dos formidables estampidos:
-¡Alto! ¡Alto!
Todas las cabezas se volvieron como movidas por un resorte. Frente a nosotros se alzaba la talla ciclópea del coronel Toledano.
-¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?
Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.
Otra vez sonó la trompeta del juicio final.
-¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable ladrón...?
El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El “Muley", que le acompañaba, nos miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de gran inquietud.
Entonces Andresito, más pálido que la cera, adelantó un paso, y dijo:
-No culpe a nadie, señor. Yo he sido.
-¿Cómo?
-Que he sido yo -repitió el chico en voz más alta.
-¡Hola! ¡Has sido tú! -dijo el coronel sonriendo ferozmente-. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?
Andresito permaneció mudo.
-¿No sabes de quién es? -volvió a preguntar a grandes gritos. -Sí, señor.
-¿Cómo... ? Habla más alto.
Y se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.
-Que sí, señor.
-¿De quién es, vamos a ver?
-Del señor Polifemo.
Cerré los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro tanto.
Cuando los abrí, pensé que Andresito estaría ya borrado del libro de los vivos. No fue así, por fortuna. El coronel lo miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.
-¿Y por qué te lo llevas?
-Porque es mi amigo y me quiere -dijo el niño con voz firme.
El coronel volvió a mirarlo fijamente.
-Está bien -dijo al cabo-. ¡Pues cuidado conque otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas.
Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo volviéndose hacia él:
-Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas a secuestrar al perro! ¡Cuidado!
Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza.
Andresito había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió rápidamente.
-¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.
-Porque lo quiero mucho... Porque es el único que me quiere en el mundo -gimió Andrés.
-¿Pues de quién eres hijo? -preguntó el coronel sorprendido.
-Soy de la Inclusa.
-¿Cómo? -gritó Polifemo.
-Soy hospiciano.
Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzose al niño, le separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas con su pañuelo, lo abrazó y lo besó, repitiendo con agitación:
-¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho... Yo no lo sabía... Llévate el perro cuando se te antoje... Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes...? Todo el tiempo que quieras...
Y después que lo hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro de voz que nosotros no sospechábamos en él, se fue de nuevo al paseo, volviéndose repetidas veces para gritarle:
-Puedes llevártelo cuando quieras, sabes, ¿hijo mío...? Cuando quieras... ¿lo oyes?
Dios me perdone, pero juraría haber visto una lágrima en el ojo sangriento de Polifemo.
FIN

miércoles, 22 de abril de 2015

Celefais [Cuento. Texto completo.] H.P. Lovecraft

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/lovecraf/celefais.htm

Celefais[Cuento. Texto completo.]H.P. Lovecraft
En un sueño, Kuranes vio la ciudad del valle, y la costa que se extendía más allá, y el nevado pico que dominaba el mar, y las galeras de alegres colores que salían del puerto rumbo a lejanas regiones donde el mar se junta con el cielo. Fue en un sueño también, donde recibió el nombre de Kuranes, ya que despierto se llamaba de otra manera. Quizá le resultó natural soñar un nuevo nombre, pues era el último miembro de su familia, y estaba solo entre los indiferentes millones de londinenses, de modo que no eran muchos los que hablaban con él y recordaban quién había sido. Había perdido sus tierras y riquezas; y le tenía sin cuidado la vida de las gentes de su alrededor; porque él prefería soñar y escribir sobre sus sueños. Sus escritos hacían reír a quienes los enseñaba, por lo que algún tiempo después se los guardó para sí, y finalmente dejó de escribir. Cuanto más se retraía del mundo que le rodeaba, más maravillosos se volvían sus sueños; y habría sido completamente inútil intentar transcribirlos al papel. Kuranes no era moderno, y no pensaba como los demás escritores. Mientras ellos se esforzaban en despojar la vida de sus bordados ropajes del mito y mostrar con desnuda fealdad lo repugnante que es la realidad, Kuranes buscaba tan sólo la belleza. Y cuando no conseguía revelar la verdad y la experiencia, la buscaba en la fantasía y la ilusión, en cuyo mismo umbral la descubría entre los brumosos recuerdos de los cuentos y los sueños de niñez.
No son muchas las personas que saben las maravillas que guardan para ellas los relatos y visiones de su propia juventud; pues cuando somos niños escuchamos y soñamos y pensamos pensamientos a medias sugeridos; y cuando llegamos a la madurez y tratamos de recordar, la ponzoña de la vida nos ha vuelto torpes y prosaicos. Pero algunos de nosotros despiertan por la noche con extraños fantasmas de montes y jardines encantados, de fuentes que cantan al sol, de dorados acantilados que se asoman a unos mares rumorosos, de llanuras que se extienden en torno a soñolientas ciudades de bronce y de piedra, y de oscuras compañías de héroes que cabalgan sobre enjaezados caballos blancos por los linderos de bosques espesos; entonces sabemos que hemos vuelto la mirada, a través de la puerta de marfil, hacia ese mundo de maravilla que fue nuestro, antes de alcanzar la sabiduría y la infelicidad.
Kuranes regresó súbitamente a su viejo mundo de la niñez. Había estado soñando con la casa donde había nacido: el gran edificio de piedra cubierto de hiedra, donde habían vivido tres generaciones de antepasados suyos, y donde él había esperado morir. Brillaba la luna, y Kuranes había salido sigilosamente a la fragante noche de verano; atravesó los jardines, descendió por las terrazas, dejó atrás los grandes robles del parque, y recorrió el largo camino que conducía al pueblo. El pueblo parecía muy viejo; tenía su borde mordido como la luna que ha empezado a menguar, y Kuranes se preguntó si los tejados puntiagudos de las casitas ocultaban el sueño o la muerte. En las calles había tallos de larga yerba, y los cristales de las ventanas de uno y otro lado estaban rotos o miraban ciegamente. Kuranes no se detuvo, sino que siguió caminando trabajosamente, como llamado hacia algún objetivo. No se atrevió a desobedecer ese impulso por temor a que resultase una ilusión como las solicitudes y aspiraciones de la vida vigil, que no conducen a objetivo ninguno. Luego se sintió atraído hacia un callejón que salía de la calle del pueblo en dirección a los acantilados del canal, y llegó al final de todo... al precipicio y abismo donde el pueblo y el mundo caían súbitamente en un vacío infinito, y donde incluso el cielo, allá delante, estaba vacío y no lo iluminaban siquiera la luna roída o las curiosas estrellas. La fe le había instado a seguir avanzando hacia el precipicio, arrojándose al abismo, por el que descendió flotando, flotando, flotando; pasó oscuros, informes sueños no soñados, esferas de apagado resplandor que podían ser sueños apenas soñados, y seres alados y rientes que parecían burlarse de los soñadores de todos los mundos. Luego pareció abrirse una grieta de claridad en las tinieblas que tenía ante sí, y vio la ciudad del valle brillando espléndidamente allá, allá abajo, sobre un fondo de mar y de cielo, y una montaña coronada de nieve cerca de la costa.
Kuranes despertó en el instante en que vio la ciudad; sin embargo, supo con esa mirada fugaz que no era otra que Celefais, la ciudad del Valle de Ooth-Nargai, situada más allá de los Montes Tanarios, donde su espíritu había morado durante la eternidad de una hora, en una tarde de verano, hacía mucho tiempo, cuando había huido de su niñera y había dejado que la cálida brisa del mar lo aquietara y lo durmiera mientras observaba las nubes desde el acantilado próximo al pueblo. Había protestado cuando lo encontraron, lo despertaron y lo llevaron a casa; porque precisamente en el momento en que lo hicieron volver en sí, estaba a punto de embarcar en una galera dorada rumbo a esas seductoras regiones donde el cielo se junta con el mar. Ahora se sintió igualmente irritado al despertar, ya que al cabo de cuarenta monótonos años había encontrado su ciudad fabulosa.
Pero tres noches después, Kuranes volvió a Celefais. Como antes, soñó primero con el pueblo que parecía dormido o muerto, y con el abismo al que debía descender flotando en silencio; luego apareció la grieta de claridad una vez más, contempló los relucientes alminares de la ciudad, las graciosas galeras fondeadas en el puerto azul, y los árboles gingco del Monte Arán mecidos por la brisa marina. Pero esta vez no lo sacaron del sueño; y descendió suavemente hacia la herbosa ladera como un ser alado, hasta que al fin sus pies descansaron blandamente en el césped. En efecto, había regresado al valle de Ooth-Nargai, y a la espléndida ciudad de Celefais.
Kuranes paseó en medio de yerbas fragantes y flores espléndidas, cruzó el burbujeante Naraxa por el minúsculo puente de madera donde había tallado su nombre hacía muchísimos años, atravesó la rumorosa arboleda, y se dirigió hacia el gran puente de piedra que hay a la entrada de la ciudad. Todo era antiguo; aunque los mármoles de sus muros no habían perdido su frescor, ni se habían empañado las pulidas estatuas de bronce que sostenían. Y Kuranes vio que no tenía por qué temer que hubiesen desaparecido las cosas que él conocía; porque hasta los centinelas de las murallas eran los mismos, y tan jóvenes como él los recordaba. Cuando entró en la ciudad, y cruzó las puertas de bronce, y pisó el pavimento de ónice, los mercaderes y camelleros lo saludaron como si jamás se hubiese ausentado; y lo mismo ocurrió en el templo de turquesa de Nath-Horthath, donde los sacerdotes, adornados con guirnaldas de orquídeas le dijeron que no existe el tiempo en Ooth-Nargai, sino sólo la perpetua juventud. A continuación, Kuranes bajó por la Calle de los Pilares hasta la muralla del mar, y se mezcló con los mercaderes y marineros y los hombres extraños de esas regiones en las que el cielo se junta con el mar. Allí permaneció mucho tiempo, mirando por encima del puerto resplandeciente donde las ondulaciones del agua centelleaban bajo un sol desconocido, y donde se mecían fondeadas las galeras de lejanos lugares. Y contempló también el Monte Arán, que se alzaba majestuoso desde la orilla, con sus verdes laderas cubiertas de árboles cimbreantes y con su blanca cima rozando el cielo.
Más que nunca deseó Kuranes zarpar en una galera hacia lejanos lugares, de los que tantas historias extrañas había oído; así que buscó nuevamente al capitán que en otro tiempo había accedido a llevarlo. Encontró al hombre, Athib, sentado en el mismo cofre de especias en que lo viera en el pasado; y Athib no pareció tener conciencia del tiempo transcurrido. Luego fueron los dos en bote a una galera del puerto, dio órdenes a los remeros, y salieron al Mar Cerenerio que llega hasta el cielo. Durante varios días se deslizaron por las aguas ondulantes, hasta que al fin llegaron al horizonte, donde el mar se junta con el cielo. No se detuvo aquí la galera, sino que siguió navegando ágilmente por el cielo azul entre vellones de nube teñidos de rosa. Y muy por debajo de la quilla, Kuranes divisó extrañas tierras y ríos y ciudades de insuperable belleza, tendidas indolentemente a un sol que no parecía disminuir ni desaparecer jamás. Por último, Athib le dijo que su viaje no terminaba nunca, y que pronto entraría en el puerto de Sarannian, la ciudad de mármol rosa de las nubes, construida sobre la etérea costa donde el viento de poniente sopla hacia el cielo; pero cuando las más elevadas de las torres esculpidas de la ciudad surgieron a la vista, se produjo un ruido en alguna parte del espacio, y Kuranes despertó en su buhardilla de Londres.
Después, Kuranes buscó en vano durante meses la maravillosa ciudad de Celefais y sus galeras que hacían la ruta del cielo; y aunque sus sueños lo llevaron a numerosos y espléndidos lugares, nadie pudo decirle cómo encontrar el Valle de Ooth-Nargai, situado más allá de los Montes Tanarios. Una noche voló por encima de oscuras montañas donde brillaban débiles y solitarias fogatas de campamento, muy diseminadas, y había extrañas y velludas manadas de reses cuyos cabestros portaban tintineantes cencerros; y en la parte más inculta de esta región montañosa, tan remota que pocos hombres podían haberla visto, descubrió una especie de muralla o calzada empedrada, espantosamente antigua, que zigzagueaba a lo largo de cordilleras y valles, y demasiado gigantesca para haber sido construida por manos humanas. Más allá de esa muralla, en la claridad gris del alba, llegó a un país de exóticos jardines y cerezos; y cuando el sol se elevó, contempló tanta belleza de flores blancas, verdes follajes y campos de césped, pálidos senderos, cristalinos manantiales, pequeños lagos azules, puentes esculpidos y pagodas de roja techumbre, que, embargado de felicidad, olvidó Celefais por un instante. Pero nuevamente la recordó al descender por un blanco camino hacia una pagoda de roja techumbre; y si hubiese querido preguntar por ella a la gente de esta tierra, habría descubierto que no había allí gente alguna, sino pájaros y abejas y mariposas. Otra noche, Kuranes subió por una interminable y húmeda escalera de caracol, hecha de piedra, y llegó a la ventana de una torre que dominaba una inmensa llanura y un río iluminado por la luna llena; y en la silenciosa ciudad que se extendía a partir de la orilla del río, creyó ver algún rasgo o disposición que había conocido anteriormente. Habría bajado a preguntar el camino de Ooth-Nargai, si no hubiese surgido la temible aurora de algún remoto lugar del otro lado del horizonte, mostrando las ruinas y antigüedades de la ciudad, y el estancamiento del río cubierto de cañas, y la tierra sembrada de muertos, tal como había permanecido desde que el rey Kynaratholis regresara de sus conquistas para encontrarse con la venganza de los dioses.
Y así, Kuranes buscó inútilmente la maravillosa ciudad de Celefais y las galeras que navegaban por el cielo rumbo a Seranninan, contemplando entretanto numerosas maravillas y escapando en una ocasión milagrosamente del indescriptible gran sacerdote que se oculta tras una máscara de seda amarilla y vive solitario en un monasterio prehistórico de piedra, en la fría y desierta meseta de Leng. Al cabo del tiempo, le resultaron tan insoportables los desolados intervalos del día, que empezó a procurarse drogas a fin de aumentar sus periodos de sueño. El hachís lo ayudó enormemente, y en una ocasión lo trasladó a una región del espacio donde no existen las formas, pero los gases incandescentes estudian los secretos de la existencia. Y un gas violeta le dijo que esta parte del espacio estaba al exterior de lo que él llamaba el infinito. El gas no había oído hablar de planetas ni de organismos, sino que identificaba a Kuranes como una infinitud de materia, energía y gravitación. Kuranes se sintió ahora muy deseoso de regresar a la Celefais salpicada de alminares, y aumentó su dosis de droga. Después, un día de verano, lo echaron de su buhardilla, y vagó sin rumbo por las calles, cruzó un puente, y se dirigió a una zona donde las casas eran cada vez más escuálidas. Y allí fue donde culminó su realización, y encontró el cortejo de caballeros que venían de Celefais para llevarlo allí para siempre.
Hermosos eran los caballeros, montados sobre caballos ruanos y ataviados con relucientes armaduras, y cuyos tabardos tenían bordados extraños blasones con hilo de oro. Eran tantos, que Kuranes casi los tomó por un ejército, aunque habían sido enviados en su honor; porque era él quien había creado Ooth-Nargai en sus sueños, motivo por el cual iba a ser nombrado ahora su dios supremo. A continuación, dieron a Kuranes un caballo y lo colocaron a la cabeza de la comitiva, y emprendieron la marcha majestuosa por las campiñas de Surrey, hacia la región donde Kuranes y sus antepasados habían nacido. Era muy extraño, pero mientras cabalgaban parecía que retrocedían en el tiempo; pues cada vez que cruzaban un pueblo en el crepúsculo, veían a sus vecinos y sus casas como Chaucer y sus predecesores les vieron; y hasta se cruzaban a veces con algún caballero con un pequeño grupo de seguidores. Al avecinarse la noche marcharon más deprisa, y no tardaron en galopar tan prodigiosamente como si volaran en el aire. Cuando empezaba a alborear, llegaron a un pueblo que Kuranes había visto bullente de animación en su niñez, y dormido o muerto durante sus sueños. Ahora estaba vivo, y los madrugadores aldeanos hicieron una reverencia al paso de los jinetes calle abajo, entre el resonar de los cascos, que luego desaparecieron por el callejón que termina en el abismo de los sueños. Kuranes se había precipitado en ese abismo de noche solamente, y se preguntaba cómo sería de día; así que miró con ansiedad cuando la columna empezó a acercarse al borde. Y mientras galopaba cuesta arriba hacia el precipicio, una luz radiante y dorada surgió de occidente y vistió el paisaje con refulgentes ropajes. El abismo era un caos hirviente de rosáceo y cerúleo esplendor; unas voces invisibles cantaban gozosas mientras el séquito de caballeros saltaba al vacío y descendía flotando graciosamente a través de las nubes luminosas y los plateados centelleos. Seguían flotando interminablemente los jinetes, y sus corceles pateaban el éter como si galopasen sobre doradas arenas; luego, los encendidos vapores se abrieron para revelar un resplandor aún más grande: el resplandor de la ciudad de Celefais, y la costa, más allá; y el pico que dominaba el mar, y las galeras de vivos colores que zarpan del puerto rumbo a lejanas regiones donde el cielo se junta con el mar.
Y Kuranes reinó en Ooth-Nargai y todas las regiones vecinas de los sueños, y tuvo su corte alternativamente en Celefais y en la Serannian formada de nubes. Y aún reina allí, y reinará feliz para siempre; aunque al pie de los acantilados de Innsmouth, las corrientes del canal jugaban con el cuerpo de un vagabundo que había cruzado el pueblo semidesierto al amanecer; jugaban burlonamente, y lo arrojaban contra las rocas, junto a las Torres de Trevor cubiertas de hiedra, donde un millonario obeso y cervecero disfruta de un ambiente comprado de nobleza extinguida.
FIN

sábado, 18 de abril de 2015

Historia completamente absurda [Cuento. Texto completo.] Giovanni Papini

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/papini/historia_completamente_absurda.htm

Hace ya cuatro días, mientras me hallaba escribiendo con una ligera irritación algunas de las páginas más falsas de mis memorias, oí golpear levemente a la puerta pero no me levanté ni respondí. Los golpes eran demasiado débiles y no me gusta tratar con tímidos.Al día siguiente, a la misma hora, oí llamar nuevamente; esta vez los golpes eran más fuertes y resueltos. Pero tampoco quise abrir ese día porque no estimo absolutamente a quienes se corrigen demasiado pronto.
El día posterior, siempre a la misma hora, los golpes fueron repetidos en tono violento y antes de que pudiese levantarme vi abrirse la puerta y adelantarse la mediocre figura de un hombre bastante joven, con el rostro algo encendido y la cabeza cubierta de cabellos rojos y crespos que se inclinaba torpemente sin decir palabra. No bien encontró una silla se arrojó encima y como yo permanecía de pie me indicó el sillón para que me sentara. Después de obedecerlo, creí tener el derecho de preguntarle quién era y le rogué, con tono nada cortés, que me indicara su nombre y la razón que lo había forzado a invadir mi cuarto. Pero el hombre no se alteró y de inmediato me hizo comprender que deseaba seguir siendo por el momento lo que hasta entonces era para mi: un desconocido.
-El motivo que me trae ante usted -prosiguió sonriendo- se halla dentro de mi cartera y se lo haré conocer enseguida.
En efecto, advertí que llevaba en la mano un maletín de cuero amarillo sucio con guarniciones de latón gastado que abrió al momento extrayendo de él un libro.
-Este libro -dijo poniéndome ante la vista el grueso volumen forrado de papel náutico con grandes flores de rojo herrumbe- contiene una historia imaginaria que he creado, inventado, redactado y copiado. No he escrito más que esto en toda mi vida y me atrevo a creer que no le desagradará. Hasta ahora no le conocía más que su nombradía y sólo hace unos pocos días una mujer que lo ama me dijo que es usted uno de los pocos hombres que no se aterra de sí mismo y el único que ha tenido el valor de aconsejar la muerte a muchos de sus semejantes. A causa de esto he pensado leerle mi historia, que narra la vida de un hombre fantástico al que le ocurren las más singulares e insólitas aventuras. Cuando usted la haya escuchado me dirá qué debo hacer. Si mi historia le agrada, me prometerá hacerme célebre en el plazo de un año; si no le gusta me mataré dentro de veinticuatro horas. Dígame si acepta estas condiciones y comenzaré.
Comprendí que no podía hacer otra cosa que proseguir en esa actitud pasiva que había mantenido hasta entonces y le indiqué, con un gesto que no logró ser amable, que lo escucharía y haría todo lo que deseaba.
"¿Quien podrá ser -pensaba entre mí- la mujer que me ama y le habló de mí a este hombre? Jamás he sabido que me amara una mujer y si ello hubiera ocurrido no lo habría tolerado porque no hay situación más incómoda y ridícula que la de los ídolos de un animal cualquiera..." Pero el desconocido me arrancó de estos pensamientos con un zapateo poco elocuente pero claro. El libro estaba abierto y mi atención era considerada necesaria.
El hombre comenzó la lectura. Las primeras palabras se me escaparon; puse mayor atención en las siguientes. De pronto agucé el oído y sentí un breve estremecimiento en la espalda. Diez o veinte segundos más tarde mi rostro enrojeció; mis piernas se movieron nerviosamente; al cabo de otros diez segundos me incorporé. El desconocido suspendió la lectura y me miró, interrogándome humildemente con la mirada. Yo también lo miré del mismo modo e incluso como suplicando, pero estaba demasiado aturdido para echarlo y le dije simplemente, como cualquier idiota sociable:
-Continúe, se lo ruego.
La extraordinaria lectura continuó. No podía estarme quieto en el sillón y los escalofríos recorrían no sólo mi espalda, sinó también la cabeza y el cuerpo entero. Si hubiese visto mi cara en un espejo tal vez me hubiera reído y todo habría pasado, ya que probablemente reflejaba un abyecto estupor y un furor indeciso. Traté por un momento de no seguir oyendo las palabras del calmo lector pero no logré sino confundirme más y escuché íntegra, palabra por palabra, pausa tras pausa, la historia que el hombre leía con su cabeza roja inclinada sobre el bien encuadernado volumen. ¿Que podía o debía hacer en tan especialísima circunstancia? ¿Aferrar al maldito lector, morderlo y lanzarlo fuera del cuarto como a un fantasma inoportuno?
¿Pero por qué debía hacer eso? Sin embargo, aquella lectura me producía un fastidio inexpresable, una impresión penosísima de sueño absurdo y desagradable sin esperanza de poder despertar. Creí por un momento que caería en un furor convulsivo y vi en mi imaginación a un enfermero uniformado de blanco que me ponía la camisa de fuerza con infinitas y desmañadas precauciones.
Pero finalmente terminó la lectura. No recuerdo cuántas horas duró, pero aún en medio de mi confusión noté que el lector tenía la voz ronca y la frente húmeda de sudor. Una vez cerrado el libro y guardado en su maletín, el desconocido me miró con ansiedad aunque su mirada no tenía ya la avidez del comienzo. Mi abatimiento era tan grande que él mismo lo advirtió y su admiración aumentó enormemente al ver que me restregaba un ojo y no sabía qué contestarle. Me parecía en ese momento que nunca más podría volver a hablar y hasta las cosas más simples que me rodeaban se presentaron a mis ojos tan extrañas y hostiles que casi tuve una sensación de repugnancia. Todo esto parece demasiado vil y vergonzoso; pienso lo mismo y no tengo indulgencia alguna para mi turbación. Pero el motivo de mi desequilibrio era de mucho peso: la historia que aquel hombre había leído era la narración detallada y completa de toda mi vida íntima interior y exterior. Durante aquel lapso yo había escuchado la relación minuciosa, fiel, inexorable de todo lo que había sentido, soñado y hecho desde que vine al mundo. Si un ser divino, lector de corazones y testigo invisible, hubiese estado a mi lado desde mi nacimiento y hubiera escrito lo que observó de mis pensamientos y de mis acciones, habría redactado una historia perfectamente igual a la que el ignoto lector declaraba imaginaria e inventada por él. Las cosas más pequeñas y secretas eran recordadas y ni siquiera un sueño o un amor o una vileza oculta o un cálculo innoble escaparon al escritor. El terrible libro contenía hasta sucesos o matices de pensamiento que ya había olvidado y que recordaba solamente al escucharlas.
Mi confusión y mi temor provenían de esta exactitud impecable y de esta inquietante escrupulosidad. Jamás había visto a ese hombre; ese hombre afirmaba no haberme visto nunca. Yo vivía muy solitario, en una ciudad a la que nadie viene si no es forzado por el destino o la necesidad, y a ningún amigo, si aun podía decir que los tenía, le había confiado nunca mis aventuras de cazador furtivo, mis viajes de salteador de almas, mis ambiciones de buscador de lo inverosímil. No había escrito nunca, ni para mí ni para los demás, una relación completa y sincera de mi vida y justamente en aquellos días estaba fabricando fingidas memorias para ocultarme a los hombres incluso después de la muerte.
¿Quien, pues, podía haberle dicho a ese visitante todo lo que narraba sin pudor y sin piedad en su odioso libro forrado de papel antiguo color herrumbre? ¡Y él afirmaba que había inventado esa historia y me presentaba, a mí, mi vida, mi vida entera, como una historia imaginaria!
Me hallaba terriblemente turbado y conmovido, pero de una cosa estaba bien seguro: ese libro no debía ser divulgado entre los hombres. Aun cuando debiera morir ese increíble infeliz autor y lector, yo no podía permitir que mi vida fuese difundida y conocida en el mundo, entre todos mis impersonales enemigos. Esta decisión, que sentí firme y sólida en mi fuero íntimo, comenzó a reanimarme levemente. El hombre continuaba mirándome con aire consternado y casi suplicante. Habían transcurrido sólo dos minutos desde que terminó su lectura y no parecía haber comprendido el motivo de mi turbación. Finalmente, pude hablar.
-Discúlpeme, señor -le pregunté-. ¿Usted asegura que esta historia ha sido verdaderamente inventada por usted?
-Precisamente -respondió el enigmático lector ya un poco tranquilizado-, la he pensado e imaginado yo durante muchos años y cada tanto hice retoques y cambios en la vida de mi héroe. Sin embargo, todo ello pertenece a mi inventiva.
Sus palabras me incomodaban cada vez más, pero logré formular todavía otra pregunta:
-Dígame, por favor: ¿está usted verdaderamente seguro de no haberme conocido antes de ahora? ¿De no haber escuchado nunca narrar mi vida a alguien que me conozca?
El desconocido no pudo contener una sonrisa asombrada al oír mis palabras.
-Le he dicho ya -contestó- que hasta hace poco tiempo no conocía más que su nombre y que solamente hace unos días supe que usted acostumbraba aconsejar la muerte. Pero nada más conozco sobre usted.
Su condena estaba ya decidida y era necesario que no demorase en ser ejecutada.
-¿Está siempre dispuesto -le pregunté con solemnidad- a mantener las condiciones establecidas por usted mismo antes de comenzar la lectura?
-Sin ninguna duda -respondió con un ligero temblor en la voz-. No tengo otras puertas a las que llamar y esta obra es mi vida entera. Siento que no podría hacer ninguna otra cosa.
-Debo entonces decirle -agregué con la misma solemnidad, pero atemperada por cierta melancolía- que su historia es estúpida, aburrida, incoherente y abominable. Su héroe, como usted lo llama, no es sino un malandrín aburrido que disgustará a cualquier lector refinado. No quiero ser demasiado cruel agregándole todavía más detalles.
Comprobé que el hombre no aguardaba estas palabras y me di cuenta de que sus párpados se cerraron instantáneamente. Pero al mismo tiempo reconocí que su poder sobre mí mismo era igual a su honestidad. De inmediato reabrió los ojos y me miró sin temor y sin odio.
-¿Quiere acompañarme afuera? -me preguntó con voz demasiado dulce para ser natural.
-Cómo no -respondí, y luego de ponerme el sombrero salimos de la casa sin hablar.
El desconocido llevaba siempre en la mano su maletín de cuero amarillo y yo lo seguí delirante hasta la orilla del río que corría caudaloso y resonante entre las negras murallas de piedra. Una vez que echó una mirada a su alrededor y comprobó que no se hallaba nadie que tuviese aspecto de salvador se volvió hacia mí diciendo:
-Perdóneme si mi lectura lo hartó. Creo que nunca más me tocará aburrir a un ser viviente. Olvídese de mí no bien le sea posible.
Y estas fueron justamente sus últimas palabras, porque saltando ágilmente el parapeto y con rápido empuje se arrojó al río con su maletín. Me asomé para verlo una vez más pero el agua yo lo había recibido y cubierto. Una niña tímida y rubia se había percatado del rápido suicidio pero no pareció asombrarla demasiado y continuó su camino comiendo avellanas. Volví a casa después de realizar algunas tentativas inútiles. Apenas entré en mi cuarto me extendí sobre la cama y me adormecí sin demasiado esfuerzo, como abatido y quebrantado por lo inexplicable.
Esta mañana me desperté muy tarde y con una extraña impresión. Me parece estar ya muerto y esperar solamente que vengan a sepultarme. He tomado inmediatamente previsiones para mi funeral y fui personalmente a la empresa de pompas fúnebres con el fin de que nada sea descuidado. A cada momento espero que traigan el ataúd. Siento ya pertenecer a otro mundo y todas las cosas que me circundan tienen un indecible aire de cosas pasadas, concluidas, sin ningún interés para mí.
Un amigo me ha traído flores y le dije que podía esperar para ponerlas sobre mi tumba. Me pareció que sonreía, pero los hombres sonríen siempre cuando no comprenden nada.

miércoles, 8 de abril de 2015

Sutilezas de un enamorado Narración XIV - El heptamerón [Cuento. Texto completo.] Margarita de Navarra

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Sutilezas de un enamoradoNarración XIV - El heptamerón
[Cuento. Texto completo.]Margarita de Navarra
Sutilezas de un enamorado que, presentándose como un buen amigo, recogió de una dama milanesa el fruto de sus anteriores trabajos
 



En el ducado de Milán, por los años en que era gobernador el gran señor Chaumont, vivía un caballero llamado el señor de Bonnivet, que por sus merecimientos llegó más tarde a almirante de Francia; siendo muy apreciado en Milán, tanto por el gobernador como por todo el mundo, dadas las virtudes que se reunían en él, asistía gustoso a las fiestas en que se reunían las damas, de las que era el más apreciado, después del rey Francisco, tanto por su apostura, gracia y palabras como por la fama que todos le daban de ser uno de los más diestros guerreros de su tiempo.
Un día que vestido de máscara fue a un carnaval, se puso a bailar con una de las más distinguidas y hermosas damas de la ciudad y, cuando los oboes hacían una pausa, le dirigía endechas amorosas, cosa que sabía decir mejor que nadie. Pero ella, que no estaba obligada con él, en lugar de seguirle el juego quiso desviar la conversación, asegurándole que nunca amó ni amaría a otro hombre que no fuera su marido y que no debía esperar nada de ella. No se sintió desalentado el caballero con esta respuesta y la persiguió insistentemente todo el carnaval. A pesar de todo, la encontró firme en su propósito de no amar ni a él ni a otro, cosa que no pudo creer, vistas las pocas prendas de su marido y la gran belleza de ella. Y puesto que ella practicaba el disimulo, se decidió a usar él también el engaño, y desde aquel momento cesó en la persecución que le hacía y se informó tan bien de su vida que supo que amaba a un caballero muy prudente y honesto. El dicho señor de Bonnivet frecuentó poco a poco la amistad de este caballero, con tal suavidad y astucia que aquél no se percató del motivo y le profesó tal estima que, después de su dama, era la persona que más apreciaba del mundo. El señor de Bonnivet, para arrancarle su secreto del corazón, fingió confiarle el suyo, diciéndole que amaba a una dama que no podía imaginarse quién era, y rogándole le guardara el secreto y que ellos dos no fuesen más que un solo corazón y un solo pensamiento. El infeliz caballero, en prueba de estima recíproca, va y le confiesa de cabo a cabo sus relaciones con la dama de la que Bonnivet se quería vengar; y una vez al día, se reunían en cualquier lugar para darse cuenta juntamente de las aventuras que les habían ocurrido durante la jornada, cosa que uno decía con mentira y el otro con verdad. Y confesó el caballero haber amado durante tres años a esta dama sin haber conseguido nada de ella, a no ser buenas palabras y certeza de ser amado. El llamado Bonnivet le aconsejó por todos los medios a su alcance para que consiguiera su intento, con lo que al cabo de pocos días el caballero se encontró con que ella le concedió lo que le pedía, y no quedaba más que encontrar el medio, lo que en seguida fue hallado por consejo del señor Bonnivet. Y un día, antes de comer, le dijo el caballero:
-Señor, estoy más obligado con vos que con ningún hombre del mundo, ya que, a causa de vuestros buenos consejos, confío en tener esta noche lo que durante tantos años he deseado.
-Yo te ruego -le dijo Bonnivet- que me digas cómo piensas que se realice tu propósito, para que yo vea si hay engaño o riesgo y poder socorrerte y servirte como amigo.
El caballero le contó cómo ella tenía medio de hacer dejar abierta la gran puerta de la casa, bajo pretexto de cualquier enfermedad de alguno de sus hermanos, la cual requería en todo momento ir a la ciudad a preguntar por su estado, y así podría él entrar en el patio, pero guardándose bien de subir por la escalera y debiendo subir unos pocos escalones que había a mano derecha y entrar en la primera habitación que encontrara, donde se reunían todas las puertas de las habitaciones de su suegro y cuñado, y que eligiera con cuidado la tercera más cercana a los dichos escalones; y, si al empujarla la encontraba cerrada, que se fuera, pues era señal de que su marido había vuelto, lo que sin embargo, no debía hacer antes de dos horas; y, si la encontraba abierta, que entrara suavemente y la cerrara rápido con cerrojo, constándole que en la habitación estaría ella sola, y, sobre todo, que no olvidara mandar hacer unos zapatos de fieltro, por temor al ruido, y que se guardara mucho de llegar antes de pasadas dos horas de la medianoche, porque sus cuñados a quienes gustaba mucho el juego, no se iban nunca a acostar antes de la una de la madrugada. El citado Bonnivet le dijo:
-Ve, amigo, Dios te guía; te ruego que evites los inconvenientes y si mi amistad te sirve para algo, no ahorraré esfuerzos por cuanto esté en mi roano.
El caballero se lo agradeció mucho y le dijo que en este asunto no podía estar demasiado seguro, y se marchó para disponer las cosas. El señor Bonnivet, por su parte, no quedó inactivo; y viendo que era llegado el momento de vengarse de dama tan cruel, se retiró a su morada y se hizo cortar la barba de igual longitud y anchura que la del caballero; también se hizo cortar el pelo, a fin de que al tocarlo no se pudiera advertir la diferencia. No olvidó los zapatos de fieltro y el vestir ropas semejantes a las del caballero. Y, como era muy estimado por el suegro de esta dama, no tuvo temor de ir más temprano, pensando que si era apercibido iría en derechura a la habitación del buen hombre con el cual tenía algunos asuntos. Y, sobre la medianoche, entró en la casa de la dama, donde encontró bastantes gentes que iban y venían, mas pasó entre ellos sin ser reconocido y llegó a la galería y tocando las dos primeras puertas las encontró cerradas, que no así la tercera, a la que empujó suavemente. Y una vez estuvo dentro, la cerró con llave y tendiendo la vista en derredor vio la habitación vestida toda de lienzo blanco, incluido el techo y el suelo, y un lecho con telas muy finas, tan blanco como no era posible más; y la dama estaba sola en él, con su cofia y su camisa toda cubierta de perlas y pedrería, como pudo advertir mirando por una esquina de la cortina sin que ella lo viera, ya que había un gran cirio de cera blanca que volvía la habitación clara como en pleno día; y, por miedo a ser reconocido, extinguió primeramente el velón que ardía en la habitación y después se despojó de la camisa y fue a acostarse junto a ella. Esta, que esperaba que fuera aquel que durante tanto tiempo la había amado, lo recibió con las mejores caricias que pudo. Pero él, que sabía bien que estaban dedicadas a otro, se guardó mucho de decir una sola palabra y no pensó más que en llevar a cabo su venganza, que no era otra que arrebatarle su honor y su pudor sin poner de su parte agrado ni gracia. Pero contra su propósito y mal de su agrado, la dama se tenía por tan contenta con tal venganza, que pensó haberlo recompensado de sus afanes, hasta que una hora después de que sonara la medianoche llegó el momento de decir adiós. Y en aquel instante, y en el tono de voz más bajo que pudo, le preguntó si ella estaba tan contenta de él como él lo estaba de ella. Ésta, creyendo que se trataba de su amigo, le dijo que no sólo estaba contenta, sino incluso maravillada de la profundidad de su amor, que lo había mantenido una hora sin hablar con ella. En aquel momento, él se puso a reír muy fuerte, diciendo:
-Ahora bien, señora, ¿me rechazáis otra vez, como habías acostumbrado hasta ahora?
La dama, que lo conoció por la voz y la risa, se sintió desesperada de vergüenza, llamándole mil y mil veces traidor, malvado y falso, queriendo arrojarse del lecho para buscar un cuchillo con el que matarse, vista su desgracia de que había perdido el honor por un hombre al que no amaba nada y que, para vengarse de ella, podía divulgar el asunto a todo el mundo. Pero él la retuvo entre sus brazos y, con buenas y dulces palabras, le aseguró amarla más que aquél a quien ella amaba y celar cuanto se refiriera a su honor de tal modo que ella no tendría tacha alguna nunca. Lo que la pobre tonta creyó, escuchando de sus labios la trama que había ingeniado y los trabajos que se había dado por conseguirla, asegurándole que la amaría mejor que el otro, que no había ocultado su secreto, y diciéndole que ya conocía franceses, que eran más prudentes, perseverantes y discretos que los italianos. Así fue, como en lo sucesivo, ella no compartió la opinión de sus compatriotas, para coincidir con la de él. Pero le rogó encarecidamente que durante algún tiempo no acudiera a las fiestas o lugares donde ella se encontrara, a no ser disfrazado, porque sentiría tal vergüenza que su aspecto lo diría a todo el mundo. Él se lo prometió y le rogó también que, cuando su amigo viniera a las dos de la madrugada, se mostrara cariñosa y luego, poco a poco, podría deshacerse de él; cosa que hizo con tanta dificultad que, a no ser por el amor que le profesaba, por nada se lo hubiera concedido. Sin embargo, al decirle adiós, la dejó tan satisfecha que bien hubiera deseado ella que permaneciera a su lado durante más tiempo.
Después que él se levantó, volvió a ponerse sus vestidos, salió de la habitación y dejó la puerta entreabierta, tal como la encontrara. Y, como había estado casi dos horas a partir de la medianoche y temía encontrarse al caballero en su camino, se retiró a lo alto de los escalones, desde donde en seguida lo vio pasar y entrar en la habitación de la dama. y se fue a su morada a descansar de sus trabajos, como así hizo, de modo que las nueve de la mañana le dieron en la cama, y cuando se levantaba llegó el hidalgo, que no tardó en contarle su buena suerte, aunque no tan buena como había esperado; ya que, según dijo, al entrar en la cámara de la dama, la encontró levantada y envuelta en su bata de noche, con una gran fiebre, el pulso muy alterado, el rostro ardiendo y un sudor que comenzaba a brotarle por todo el cuerpo, de forma que ella le rogó se volviera en seguida, ya que, por miedo a los inconvenientes, no se había atrevido a llamar a sus doncellas; porque se encontraba tan mal que tenía mayor necesidad de pensar en la muerte que en el amor, y de oír hablar de Dios que de Cupido, y que se sentía muy pesarosa del riesgo en que él se colocara por su culpa, visto que ella no tenía poder para devolverle en este mundo lo que esperaba se lo concediera en seguida en el otro. Así que se sintió tan triste y asombrado que su ardor y alegría se convirtieron en hielo y tristeza, marchándose acto seguido.
Y a la mañana, al despuntar el día, envió por noticias y supo que ella se encontraba verdaderamente muy mal. Y, al contar sus desventuras, lloraba tan intensamente que parecía que el alma se le iría por las lágrimas. Bonnivet, que tenía tantas ganas de reír como el otro de llorar, lo consoló lo mejor que supo, diciéndole que las cosas de larga duración tienen siempre un comienzo difícil y que el retraso de la satisfacción de su amor le haría encontrar más tarde un mejor goce; y en tales términos se separaron. La dama guardó cama algunos días; y, al recobrar la salud, dio permiso a su primer pretendiente, fundándolo en el temor que había temido de morir y en remordimientos de conciencia, y se decidió por el señor de Bonnivet, cuya amistad duró según costumbre, lo mismo que la belleza de las flores del campo.
FIN

lunes, 6 de abril de 2015

El nene [Cuento: Texto completo.] Alberto Moravia

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El nene[Cuento: Texto completo.]Alberto Moravia
Un día en que mi mujer andaba de mal humor, le dijo la verdad a aquella buena señora que nos traía la ayuda de la Sociedad Asistencial de Roma y que no dejaba de preguntarnos por qué traíamos tantos hijos al mundo: “Si tuviéramos dinero, en la noche iríamos al cine… Pero como no lo tenemos, nos vamos a la cama y así nacen los hijos”. La señora se sintió ofendida al oír tales palabras y se fue sin decir nada. Yo regañé a mi mujer porque no es bueno decir siempre la verdad, y antes de decirla uno debe saber con quién trata.

Cuando era joven, antes de casarme, a veces me entretenía leyendo la nota roja del periódico de Roma, en la que cuentan todas las desgracias que le pueden suceder a la gente, como robos, asesinatos, suicidios, accidentes callejeros. Y de entre todas estas desgracias, la única que me parecía imposible que pudiera pasarme era la de convertirme en lo que el periódico llamaba “un caso piadoso”, es decir, una persona tan desgraciada que inspira compasión sin que le haya ocurrido ninguna desgracia en especial, sino así sin más, por el solo hecho de existir. Era joven, como ya he dicho, y aún no sabía lo que significaba mantener a una familia numerosa. Pero ahora, con asombro, veo que poco a poco me he convertido en un verdadero “caso piadoso”. Leía, por ejemplo: viven en la más negra de las miserias. Bien, yo vivo ahora en la más negra de las miserias. O bien: viven en casas que de casa solo tienen el nombre. Bien, yo vivo en Tormarancio, con mi mujer y seis hijos en un solo cuarto alfombrado de colchones y, cuando llueve, el agua va y viene como en los muebles de Ripetta. Y en otra ocasión: la infeliz, cuando supo que estaba embarazada, tomó una decisión criminal: deshacerse del fruto de su amor. Pues bien, de común acuerdo tomamos esta decisión, mi mujer y yo, al descubrir que estaba embarazada por séptima vez. En fin, decidimos abandonar a la criatura en una iglesia, tan pronto como lo permitiera el clima, confiándola a la caridad del primero que la encontrara.

Mi mujer, gracias a la intercesión de esas buenas señoras, se fue a parir en el hospital y, luego, apenas se sintió mejorada, regresó a Tormarancio con el nene. Al entrar al cuarto, me dijo: “¿Me creerías que, a pesar de que un hospital es un hospital, me hubiera gustado quedarme ahí con tal de no regresar nunca?”

Era un nene hermoso y robusto, con un galillo muy fuerte; así que por la noche, cuando se despertaba y comenzaba a llorar, ya no dejaba dormir a nadie.

Cuando llegó el mes de mayo y el aire se puso bastante tibio como para andar en la calle sin abrigo, salimos de Tormarancio y nos fuimos a Roma. Mi mujer cargaba al nene apretándolo contra su pecho, envuelto en un montón de trapos, como si fuera a dejarlo en un campo cubierto de nieve. Al entrar a la ciudad, tal vez para demostrar que no le dolía, empezó a hablar sin darse punto de reposo, alterada, jadeante, con los cabellos al aire y los ojos desorbitados. A veces hablaba de todas las iglesias donde podíamos dejarlo, haciendo hincapié en que debía ser una iglesia frecuentada por gente rica, porque si lo recogía alguien tan pobre como nosotros, más valía quedarnos con él; en otras me decía que era preferible una iglesia dedicada a la Virgen, porque la Virgen también había tenido un hijo, y podía entender ciertas cosas y le concedería su deseo. Su modo de hablar me cansaba y me ponía histérico, pues yo también estaba mortificado y me inquietaba lo que estaba haciendo, pero me repetía que era necesario no perder la cabeza, mostrarme sereno y animarla. Hice alguna objeción, al menos para interrumpir aquel río de palabras, y luego propuse: “Una idea… ¿Qué tal si lo dejamos en la Basílica de San Pedro?” Ella se quedó pensando un instante, luego repuso: “No, esa es más bien una plaza de armas… ni siquiera lo verían… Prefiero hacer la prueba en una iglesia chiquita que está en la calle Conotti, donde están todas esas tiendas elegantes… Allí va mucha gente rica. Ese es el lugar”.

Tomamos el autobús y, viéndose entre tanta gente, por fin se calló. De vez en cuando envolvía al nene de nuevo, apretado entre su cobijita, o le descubría el rostro, con precaución, para mirarlo. El nene dormía, con su carita blanca y chapeteada, hundida entre los trapos. Estaba mal vestido, como nosotros. Lo único bueno que llevaba eran sus guantitos de lana azul, y tenía las manitas de fuera, bien abiertas, como si los presumiera. Nos bajamos en la plazoleta Goldoni, y de inmediato mi mujer reinició con su parloteo. Se detuvo frente al escaparate de un joyero y, mostrándome las joyas expuestas en repisitas forradas de terciopelo rojo, me dijo: “Mira cuánta belleza… La gente viene a esta calle a comprar joyas y puras cosas bonitas… Aquí no vienen los pobres… Entre tienda y tienda van a rezar un rato a la iglesia… Tienen buena disposición… Ven al nene y se lo llevan”.

Decía esto mirando las joyas, apretando al nene contra su pecho, con los ojos de par en par, como si hablara para sí misma. Yo no tuve el valor de contradecirla. Entramos a la iglesia. Era pequeña, pintada de amarillo, jaspeado, como si fuera de mármol, con muchas capillas y el altar mayor. Mi mujer dijo que la recordaba distinta, y que ahora, viéndola bien, no le gustaba ni tantito. Pero mojó los dedos en el agua bendita y se santiguó. Después, con el nene en brazos, comenzó a recorrer lentamente la iglesia, examinándola con una actitud descontentadiza y desconfiada. De la cúpula, a través de las lumbreras, caía una luz fría pero clara. Mi mujer iba de capilla en capilla, mirándolo todo: bancas, altares, cuadros, para ver si era el caso de dejar ahí al nene. Yo caminaba detrás de ella, a una cierta distancia, sin perder de vista la entrada. Entró de repente una señorita alta, vestida de rojo, de cabellos rubios como el oro. Se arrodilló, forzando la estrechez de su falda, rezó tal vez ni siquiera un minuto, se persignó y salió sin mirarnos. Mi mujer, que había visto todo, me dijo de pronto: “No, no me gusta… Aquí viene gente como esa señorita, que tiene prisa de divertirse y ver tiendas. Vámonos”. Y diciendo esto, salió de la iglesia.

Remontamos un buen trecho por el Corso, siempre corriendo, mi mujer adelante y yo tras ella. Cerca de la Plaza Venecia entramos en otra iglesia. Esta era más grande que la otra, muy oscura, llena de telas, doraderas y vitrinas abarrotadas de corazones de plata que brillaban en la oscuridad. Había mucha gente y, a ojo de buen cubero, consideré que se trataba de gente adinerada; las señoras con sombrero, los hombres bien vestidos. Un sacerdote manoteaba desde el púlpito, predicando. Todo el mundo estaba de pie, mirando hacia él, y pensé que eso era bueno porque nadie nos observaría. Le dije a mi mujer, en voz muy baja: “¿Quieres que lo dejemos aquí?” Me dijo que sí, por señas. Nos dirigimos hacia una de las capillas laterales, muy oscura; no había nadie y casi no se veía. Mi mujer cubrió el rostro del nene con una punta de la cobija que lo abrigaba y luego lo dejó sobre una silla, tal y como se deja un bulto que estorba, para sentirse más libre. Luego se arrodilló y estuvo rezando un largo rato, con la cara entre las manos, mientras yo, sin saber qué hacer, miraba los cientos y cientos de corazones de plata de todos los tamaños que tapizaban las paredes de la capilla. Finalmente mi mujer se puso de pie, cariacontecida; se persignó y, paso a paso, se alejó de la capilla, y yo tras ella, a cierta distancia. En ese momento, el predicador gritaba: “Y Jesús dijo: ¡Pedro!, ¿adónde vas?” Lo percibí de inmediato, porque me pareció que me lo preguntaba a mí. Pero cuando mi mujer se disponía a apartar la cortina para salir, una voz nos hizo brincar a los dos: “Señora, dejó un paquete en la silla”. Era una mujer vestida de negro, una de esas beatas que se pasan todo el santo día entre la iglesia y la sacristía. “Es cierto”, dijo mi mujer, “gracias… Se me olvidaba”. En fin, recogimos el bulto y salimos de la iglesia más muertos que vivos.

Ya fuera de la iglesia, mi mujer dijo: “Nadie quiere a mi pobre hijo”, más o menos como un vendedor que piensa vender pronto la mercancía y luego ve que en todo el mercado no hay nadie que se interese por ella. Mientras tanto, ella había empezado a correr de nuevo, con su modo enajenado, casi sin tocar el suelo con los pies. Fuimos a dar a la Plaza de los Santos Apóstoles. La iglesia estaba abierta y, tan pronto como entramos, al verla tan grande, tan espaciosa y oscura, mi mujer me susurró al oído: “Esto es lo que necesitamos”. Caminó decididamente hacia una capilla lateral, dejó al nene sobre una banca y, como sí el pavimento le quemara los pies, sin persignarse, sin rezar, sin siquiera darle un beso en la frente, se alejó de prisa hacia el portón de la iglesia. Pero solo había dado unos cuantos pasos cuando la iglesia retumbó con un llanto desesperado: era la hora de mamar, y el nene, puntual, lloraba porque tenía hambre. Quizás mi mujer perdió la cabeza al oír un llanto tan fuerte. Primero corrió hacia la puerta, luego volvió sobre sus pasos, siempre corriendo, y, sin ponerse a pensar dónde estaba, se sentó en una banca, tomó al nene en brazos y se desabrochó para darle el pecho. Pero no acababa de sacarse completamente la teta -que el niño, como un verdadero lobo, agarró a dos manos, callándose al instante-, cuando una voz grosera comenzó a gritar: “Esas cosas no se hacen en la casa de Dios. ¡Fuera, fuera! ¡A la calle!”

Era el sacristán; un viejito con barbita blanca, y con una voz más grande que él. Mi mujer le dijo, levantándose y cubriendo lo mejor que pudo la cabeza del nene y el pecho: “La Virgen, sin embargo, en los cuadros siempre tiene a un niño en brazos”. El sacristán le respondió: “Y tú quisieras ser como la Virgen. ¡Presuntuosa!” Basta. Salimos de la iglesia y fuimos a sentarnos en el jardín de la Plaza Venecia; allí mi mujer le dio el pecho al nene hasta que este se hartó y se durmió de nuevo.

Ya era de noche. Estaban cerrando las iglesias y estábamos muy cansados, como idiotas, sin que se nos ocurriera nada. Me desesperaba el hecho de tener que pensar en algo que no tenía ganas de hacer, y le dije: “Mira, ya es tarde y no aguanto más. Tenemos que decidirnos”. Ella me contestó, con amargura: “Pero es tu sangre… ¿Quieres abandonarlo en cualquier esquina así nada más, como si fuera el cucurucho de tripas para los gatos?” Le dije: “¡Claro que no! Pero ciertas cosas se hacen pronto, sin pensarlo mucho, o nunca se hacen”. Y ella: “Lo que pasa es que tienes miedo de que me arrepienta y me lo lleve otra vez a casa… ¡Ustedes los hombres son unos cobardes!” Comprendí que no debía contradecirla en esos momentos y le contesté con moderación: “Te comprendo, no te apures… Pero date cuenta de que por muy mal que le vaya, siempre le irá mejor que si crece en Tormarancio, en un cuarto sin excusado ni cocina, entre las cucarachas en invierno y las moscas en verano”. Esta vez, ella no dijo nada.

Sin saber adónde ir, tomamos por la calle Nazionale, recorriéndola hasta la Torre de Nerón. Poco más adelante, vi una callecita que subía, totalmente desierta, con un coche gris, cerrado, parado frente a un portón. Tuve una idea: fui hacia el coche, moví una de las manijas y la portezuela se abrió. Le dije a mi mujer: “¡Pronto, este es el momento…! Déjalo en el asiento trasero”. Obedeciendo, ella dejó al nene bien acomodado en los asientos posteriores, y luego cerré la portezuela. Hicimos todo esto en un instante, sin que nadie nos viera. Luego la tomé del brazo y nos alejamos corriendo hacia la Plaza del Quirinal.

La plaza estaba desierta y casi a oscuras, con pocos faroles encendidos bajo los palacios y todas las luces de Roma brillando en la noche, tras los parapetos. Mi mujer se acercó a la fuente bajo el obelisco, se sentó en una banca y de pronto empezó a llorar, agachada, dándome la espalda. Le dije: “¿Y ahora qué te pasa?” Y ella: “Ahora que lo he abandonado, siento que me falta… Que me falta algo aquí, en el pecho, donde se me colgaba… ”

Le dije, por no dejar: “Bueno, es natural. Pero ya se te pasará”. Se alzó de hombros y siguió llorando. Luego, de repente, se le secó el llanto como se seca la lluvia en la calle cuando sopla el viento. Se levantó, furiosa, y dijo, señalando uno de los palacios: “¡Ahora mismo entro ahí y hago que me reciba el rey y le cuento todo!” “¡Detente!”, le grité, agarrándola de un brazo, “estás loca. ¿Es que no sabes que ya no hay rey?” Y ella: “¿Y eso a mí qué me importa? ¡Voy a hablar con el que se quedó en su lugar! Alguien ha de estar”. En fin, ella corría ya hacia el portón, y no quiero ni imaginar el escándalo que habría armado si yo no le hubiera dicho de pronto, desesperado: “¡Óyeme…! Cambié de idea… Regresemos al coche, nos llevamos al nene… Quiero decir que nos quedamos con él… Al fin y al cabo, da lo mismo uno más que uno menos…” Esta idea, que era la principal, suplantó inmediatamente a la de hablar con el rey. “¿Crees que esté ahí todavía?”, dijo, mientras se encaminaba rápidamente hacia la callecita donde estaba el coche gris. “Claro que sí”, le contesté. “No han pasado ni cinco minutos”.

En efecto, el coche aún estaba ahí; pero en el preciso momento en que mi mujer se disponía a abrir la portezuela, un hombre maduro, chaparro, con pinta de autoritario, salió del portón, gritando: “ ¡Quieta, quieta! ¿Qué busca en mi coche?” “¡Busco algo que es mío!”, respondió mi mujer sin darse la vuelta para verlo y agachándose para recoger el bulto con el nene que estaba en el asiento, pero el otro insistía: “¿Pero qué es lo que se lleva? ¡Este coche es mío, mío! ¿No entiende?”. Hubieran visto a mi mujer. Irguiéndose, lo embistió de esta manera: “¡Pero quién te quita nada! No tengas miedo, nadie te quita nada. ¡Mira cómo escupo tu coche!” Y, dicho y hecho, le escupió la portezuela. “Pero ese bulto… ”, siguió diciendo el hombre, asombradísimo. Y ella: “No es un bulto… Es mi hijo… ¡Mira!”.

Le destapó la cara al nene, mostrándoselo, y agregó: “Tú, ni naciendo otra vez, podrás tener con tu mujer un nene tan bonito como este… ¡Y no te atrevas a ponerme las manos encima, porque grito y llamo a los policías y les digo que querías robarme a mi hijo!”. En fin, le dijo tantas cosas, que al pobre hombre, con la cara roja y la boca abierta, por poco le da un ataque. Finalmente, sin prisa alguna, se alejó del coche y me alcanzó en la esquina de la calle.
FIN