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jueves, 2 de febrero de 2017

Dos historias cortas de miedo de Arthur Machen

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cuentos de terror de Arthur Machen

Hablar de cuentos de terror es hablar forzosamente de Edgar Allan Poe, de H.P. Lovecraft, de Stephen King, de algunas historias de Guy de Maupassant… Y también, claro, de Arthur Machen, un escritor no tan conocido para el lector medio, pero muy alabado entre los lectores avezados del relato corto de miedo.
Machen, galés de nacimiento (1863-1947), es un clásico de la literatura de terror, y su novela corta El gran Dios Pan (1894), denostada y denunciada como un libro decante cuando se publicó, ha influido en numerosos autores, entre ellos el citado Stephen King. Trabajó como actor ambulante antes de consagrarse como escritor, traductor y crítico literario.
Su novela corta Los tres impostores (1895) es uno de sus libros más conocidos. Para quienes no conozcan aún a Arthur Machen, ofrezco dos historias cortas de miedo: “Los arqueros” y “Los niños felices”
“Podría hablarse de una geografía puntual en Machen donde los excesos del mal y el espanto emergen y se expanden con plena seguridad: los pasajes callejeros y los interiores de respetables mansiones. Lugares ambos que, bien mirados, constituyen sendos ‘reversos’ del orbe multitudinario. El amparo que avenidas, cafés, restaurantes, plazas y pobladas veredas prodigan a perseguidores y perseguidos, cesan absolutamente en aquellos, privados, sustraídos a la mirada pública, al tráfago de las multitudes, sitios propicios para que lo atávico contamine, aunque más no sea momentáneamente, las estribaciones de lo moderno”. Guillermo García, “Arthur Machen o el horror en la ciudad

Cuento corto de miedo Arthur Machen: Los arqueros

Pasó durante la Retirada de los 80 mil, y la autoridad de la censura es suficiente excusa para no ser más explícito. Pero pasó durante el más terrible día de aquella terrible época, el día en que la ruina y el desastre llegó tan cerca que su sombra cayó sobre Londres; y, sin ninguna noticia certera, los corazones de los hombres se angustiaron; como si la agonía de los ejércitos en el campo de batalla hubiera ingresado en sus almas.
En este amargo día, cuando trescientos mil soldados con sus artillerías se desbordaron como una inundación contra la pequeña compañía inglesa, había un punto específico en nuestra línea de batalla que estaba en peligro atroz, no de mera derrota, sino de suprema aniquilación. Con el permiso de la Censura y de los expertos militares, esa posición podía ser descripta como una saliente, y si esa unidad que la defendía era aplastada y quebrada, entonces, todas las fuerzas británicas serían despedazadas, y los Aliados deberían retroceder y se perdería inevitablemente el Sedán.
Durante toda la mañana los cañones alemanes habían tronado y desgarrado el área, y a los cientos o más de hombres que la defendían. Los hombres bromeaban sobre los cañonazos y encontraban nombres graciosos para estos, hacían apuestas y los recibían con pequeñas canciones. Pero las balas seguían explotando y desgarrando las extremidades de buenos ingleses, y a medida que las horas del día avanzaban, también lo hacían los terribles cañonazos. Parecía que no había auxilio. La artillería inglesa era buena, pero no había suficientes unidades cerca y las que quedaban habían sido rápidamente reducidas a chatarra por las explosiones.
Hay momentos en una tormenta en el mar en que la gente se dice entre sí, “esto es lo peor; no puede ser más duro.” Y entonces hay un trueno diez veces más fiero que todos los anteriores. Así estaban en esa trinchera los británicos.
historias cortas de miedo
No había corazones más fuertes en el mundo entero que los de aquellos hombres; pero igualmente se veían espantados por esos mortíferos cañonazos alemanes que les caían encima y los aplastaban. Y en un momento pudieron divisar desde sus cubrimientos, que una tremenda muchedumbre se estaba movilizando hacia sus líneas. Los quinientos supervivientes que aún resistían pudieron divisar a lo lejos a la infantería alemana que venía a presionarlos, columna tras columna, una hueste de hombres grises, diez mil de ellos.
No había mucha esperanza. Algunos de ellos se chocaron las manos. Un hombre improvisó una nueva versión del canto de batalla, “Adiós, adiós a Tipperary,” terminando con “y no volveremos más”. Todos se comenzaron a despedir con rapidez. Los oficiales creían que esta sería una buena oportunidad de ascenso; en tanto los alemanes avanzaban línea tras línea. El humorista de Tipperary preguntó: “¿qué precio tiene en Sidney Street?” Y un par de ametralladoras hicieron lo mejor posible. Pero todos sabían que era inútil. Los cuerpos grises seguían su avance en compañías y batallones, y otros se les unían, y se expandían y avanzaban más y más.
“Mundo sin fin. Amén,” dijo uno de los soldados con cierta irrelevancia, mientras apuntaba y disparaba. Y luego recordó, no podía saber el porqué, un extraño restaurante vegetariano en Londres, donde había ido una o dos veces a comer excéntricos platos de coteletas hechas de lentejas y nueces que pretendían ser bistecs. Todos los platos de ese restaurante tenían impresos una figura azulada de San Jorge, con la consigna Adsit Anglis Sanctus Geogius, que San Jorge ayude a los ingleses. Este soldado resultó que sabía latín y otras cosas inútiles, y en ese momento, mientras disparaba a su hombre en la masa que avanzaba, a 300 yardas de distancia, vociferó aquella pía frase vegetariana. Y siguió disparando hasta el fin, y al final Bill, a su derecha, tuvo que abofetearlo alegremente para obligarlo a detenerse, diciéndole que si seguía así, malgastaría las municiones de Su Majestad y no podía desperdiciarlas en horadar pequeños parches de alemanes muertos.
El estudiante de latín, luego de pronunciar su invocación, sintió algo así como una sensación de entre estremecimiento y shock eléctrico. El rugido de la batalla se acalló en sus oídos y se trocó en un apacible murmullo, y en vez de tal sonido, escuchó, según dijo luego, una gran voz, que resonaba como el trueno: “¡Formación, formación, formación!”
Su corazón comenzó a arder como una brasa y luego se enfrió como el hielo, ya que le pareció escuchar como un tumulto de voces respondía al llamamiento. Escuchó, o creyó escuchar, a cientos que gritaban: “¡San Jorge, San Jorge!”
“¡Ha! Señor; ¡ha! ¡dulce Santo, sálvanos!”
“¡San Jorge por la feliz Inglaterra!”
“¡Salve! ¡Salve! Monseigneur San Jorge, socórrenos.”
“¡Ha! ¡San Jorge! ¡Ha! ¡San Jorge! Un fuerte y enorme arco.”
“¡Caballero del Cielo, ayúdanos!”
Y mientras el soldado escuchaba esas voces, vio frente a sí mismo, más allá de la trinchera, una larga línea de formas, con aureolas resplandecientes a su alrededor. Eran como hombres que llevaban arcos, y luego de un grito, lanzaron su nube de flechas, silbando y zumbando a través del aire, hacia la masa de alemanes.
Los otros hombres en la trinchera seguían disparando. No tenían esperanza; pero seguían apuntando como si estuvieran disparando en Bisley. De pronto uno de ellos elevó su voz en inglés, “¡Dios nos ayuda!” gritó al hombre que estaba a su lado, “¡esto es maravilloso! ¡Mira a aquellos hombres, míralos! ¿Los ves? No están cayendo por docenas, ni por cientos; caen por miles. ¡Mira, mira, mira! Mientras te digo esto, ha caído un regimiento.”
“¡Cállate!” dijo el otro soldado, tomando un blanco, “¡que estamos por ser gaseados!”
Pero luego de hablar tragó saliva del asombro, ya que era verdad que los hombres grises estaban cayendo por miles. Los ingleses podían escuchar los gritos guturales de los oficiales alemanes, el crepitar de sus revólveres al disparar a los renuentes; y cómo línea tras línea, caían todos por tierra.
En todo momento el soldado cultivado en el latín escuchaba el grito: “¡Salve, salve! ¡Monseigneur, santo, rápido en nuestra ayuda! ¡San Jorge, ayúdanos!”
“¡Sumo Caballero, defiéndenos!”
Las zumbantes flechas volaban tan rápido y en espesas nubes que oscurecían el cielo; la masa pagana se iba disolviendo frente a los soldados.
“¡Más ametralladoras!” gritó Bill a Tom.
“No los escuches,” respondió Tom. “Pero, gracias a Dios, de todas maneras; hemos triunfado.”
De hecho, hubo diez mil soldados alemanes muertos antes de llegar a esa saliente de la tropa inglesa, y consecuentemente no alcanzaron Sedán. En Alemania, un país regido por los principios científicos, el Alto Mando General decidió que los indignos ingleses habían utilizado tanques que contenían un gas venenoso de naturaleza desconocida, y no hallaron heridas reconocibles en los cuerpos de los soldados muertos. Pero el hombre que había probado nueces que sabían como bistec supo que San Jorge había traído esos arqueros de Agincourt a auxiliar a sus pares.

Traducción de Darío Lavia

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Cuento corto de miedo de Arthur Machen: Los niños felices

Un día después de la Navidad de 1915, mis deberes profesionales me llevaron al Norte; o, para ser más preciso, como nuestros convencionalismos, al “Distrito Nordeste”. Había habido ciertas charlas singulares; varios chismorreos respecto a que los alemanes tenían un «escondrijo» por parte de Malton Head. Nadie parecía saber exactamente qué hacían allí o qué esperaban lograr. Mas la información corría como un incendio de una boca a otra, y se creyó conveniente que tal habladuría fuese seguida hasta sus orígenes, y expuesta al público o negada de una vez por todas.
Me dirigí, pues, al Distrito Nordeste, el domingo 26 de diciembre de 1915, y continué mis investigaciones a partir de la Bahía Helmsdale, que es un pequeño pueblo marítimo situado a tres kilómetros escasos del cabo Malton. La gente de los prados y las marismas también se había enterado de la fábula, considerándola con supremo desdén. Por lo que pude averiguar, dicho cuento había tenido origen en los juegos de unos niños que durante el verano habían vivido en Helmsdale. Habían improvisado un burdo drama de espías alemanes y su captura, y habían utilizado la Caverna Helvy, situada entre Helmsdale y el cabo Malton, como escenario de sus juegos. Esto era todo; aparentemente, los bobos habían hecho el resto; los bobos que creían de todo corazón a los «rusos», y se persignaban ante aquel que expresaba sus dudas respecto a los «Ángeles de Mons».
–Los niños forjaron un cuento que no se creían –me espetó un habitante del pueblo, que seguramente me juzgó más prudente que otras personas.
Naturalmente, no podía comprender, pese a todo, que un periodista tiene dos deberes: proclamar la verdad y denunciar la mentira.
A primeras horas de la tarde del lunes, ya había terminado con los «alemanes» y su escondite, y decidí detenerme en Banwick antes de regresar a casa, pues había oído comentar a menudo que era un lugar bellísimo y curioso. De modo que cogí el tren de la una y media, y empecé a internarme, deteniéndome en muchas estaciones desconocidas en medio de las grandes mesetas; cambié de tren en Marishes Ambo, y proseguí el viaje por un territorio extraño, a la escasa luz de la tarde invernal. De pronto, el tren abandonó el terreno llano y comenzó a descender por una cañada profunda y estrecha, oscurecida por bosques a cada lado, amarillenta por las ramas quebradas, solemne en su soledad. Lo único que se movía era el río acaudalado y turbulento que espumeaba sobre las rocas, y formaba plácidos remansos en las orillas.
Los oscuros bosques se diseminaron en grupos de antiguas matas de espinos; grandes rocas grises, de formas raras, surgían del suelo; y otras dentadas se elevaban hacia las alturas a cada lado de la cañada. El río iba creciendo y ensanchándose, y siguiendo su curso llegamos a Banwick al ponerse el sol.
Contemplé la maravilla de la ciudad a la luz del crepúsculo, rojizo por occidente. Las nubes ensombrecían los rosales; había mares de verdor por entre islas de luz carmesí; y nubes relucientes como espadas flamígeras, como dragones de fuego. Y por debajo de aquellos colores, de aquellas luces confundidas se veían las luces del puerto abajo, y más arriba, al otro lado del puente, la abadía en ruinas y la inmensa iglesia en la colina.
Salí de la estación por una antigua calle, tortuosa y estrecha, con recintos cavernosos y patios que se abrían al otro lado, y tramos de peldaños que ascendían hacia las terrazas de las casas, o descendían al puerto y a la marea del agua. Distinguí muchas casas torcidas, casi hundidas por el peso de los años, casi por debajo del nivel del suelo, con techumbres de troncos de árbol derruidas y portales encorvados, con rastros de grabados grotescos en sus muros. Y cuando llegué al muelle, al otro lado del puerto había la más asombrosa confusión de techos de tejas rojas que había visto en mi vida, y la gran iglesia normanda de color gris, en la colina pelada que los dominaba. Más abajo, las barcas se balanceaban con la marea, y el agua ardía en los fuegos del atardecer. Era la ciudad de un sueño mágico. Estuve en el muelle hasta que en el cielo hubo desaparecido todo resplandor, y las aguas y la noche invernal quedaron completamente a oscuras en Banwick.
Hallé una vieja posada junto al puerto. Los muros de las habitaciones iban al encuentro unas de otras, formando unos extraños e inesperados ángulos; había agudas proyecciones y raras junturas de ladrillos, como si una habitación tratase de internarse en otra; había indicios de escaleras imprevistas en los rincones de los techos. Mas también había un bar donde Tom Smart había gustado de sentarse, con un buen fuego de leños, viejos sillones y bastantes perspectivas de conseguir «algo caliente» después de cenar.
Me senté en tan agradable lugar una hora o dos, y conversé con la amable gente del pueblo que entraba y salía. Todos me hablaban de las viejas aventuras o la industria de la población. Antaño era un gran puerto ballenero, y tenían unos magníficos astilleros; y más adelante, Banwick fue famoso por su corte del ámbar.
–Pero ahora ya no es nada –se entristeció un parroquiano del bar–, y nosotros nada poseemos.
Salí a dar una vuelta antes de cenar. Banwick estaba en tinieblas, en espesas tinieblas. Por buenos motivos, no ardía en sus calles ni una sola luz; y apenas se distinguían algunos resquicios luminosos a través de los visillos de las ventanas. Era como andar por una ciudad de la Edad Media, con las formas antiguas de las casas apenas visibles en la oscuridad, formas que me recordaban los cuadros extraños y cavernosos del París y Tours medievales que trazó Doré.
Apenas había nadie en las calles; aunque todos los patios y callejones parecían llenos de niños. Divisé a varios corriendo aquí y allá. Y nunca había oído unas voces infantiles tan felices. Unos cantaban, otros reían, y atisbando por una de las oscuras cavernas, percibí un corro de niños que danzaban, dando vueltas y más vueltas, cantando con voces muy diáfanas una bella melodía; seguramente una tonadilla local, supuse, ya que se trataba de unas modulaciones que jamás había escuchado.
Regresé a la posada y hablé con su propietario respecto a la gran cantidad de niños que jugaban en las oscuras calles y en los patios, y en lo felices que todos me habían parecido.
Durante un instante me contempló fijamente y al fin me dijo:
–Bueno, caballero, los niños andan un poco sueltos estos días. Sus padres se hallan en el frente, y sus madres no pueden dominarlos ni sujetarlos en casa. De modo que todos se han vuelto un poco salvajes.
Había algo raro en su expresión. Pero no conseguí descubrir en qué estribaba la rareza. Y me di cuenta de que mi observación le había dejado inquieto, pero yo ignoraba en absoluto qué le pasaba. Cené y me senté un par de horas a discutir de los «alemanes» en su escondite del cabo Malton.
Terminé mi relato del mito alemán, y en vez de irme a la cama, decidí que debía dar otra vuelta por Banwick, envuelto en su maravillosa oscuridad. De modo que salí y crucé el puente subiendo por la calle del otro lado, donde se veía (se hubiese visto en pleno día) el amontonamiento de tejados rojos casi unos encima de otros, que había contemplado aquel atardecer. Ante mi asombro, vi que los extraordinarios niños de Banwick continuaban en la calle, alborotando, jugando y riendo, bailando y cantando, por las escaleras que daban a los patios interiores, pareciendo de esta forma que flotasen en el aire. Sus alegres carcajadas resonaban como campanadas en la noche.
Eran las once y cuarto cuando salí de la posada, y estaba precisamente pensando que las madres de aquella población eran excesivamente indulgentes con sus hijos, cuando éstos empezaron a entonar la antigua melodía que ya había escuchado antes. Las diáfanas y modélicas voces se elevaban en la oscuridad: a lo que me pareció, por centenares. Yo me hallaba en una callejuela, y vi con gran estupor que los niños pasaban ante mí en una larga procesión que ascendía por la colina hacia la abadía. Ignoro si había aparecido una luna muy pálida, o si las nubes pasaban por delante de las estrellas; pero el aire se aplacó, y conseguí divisar a los niños con toda claridad, andando lentamente y cantando, en un transporte de exaltación en tanto entonaban la dulce melodía en medio del bosque invernal, que en aquellos momentos parecía transformado por una temprana primavera.
Todos vestían de blanco, algunos con extrañas marcas en sus cuerpos que, supuse, tenían cierto significado en aquel fragmento de místico misterio que estaba yo contemplando.
Muchos llevaban coronas hechas con algas húmedas en torno a las sienes; uno mostraba una cicatriz pintada en la garganta; un chiquillo llevaba una túnica abierta, y señalaba una profunda herida encima del corazón, de la que parecía manar sangre; otro niño tenía las manitas muy separadas, con las palmas llenas de espinos y sangrando, como si se las hubiesen atravesado. Uno de los cantores llevaba un bebé en brazos, e incluso éste presentaba una herida en la cara.
La procesión pasó ante mí, y oí cantar a los niños mientras seguían ascendiendo por la colina hacia la antigua iglesia. Regresé a la posada, y al atravesar el puente me asaltó de repente la idea de que era el día de los Santos Inocentes. Sin duda, acababa de presenciar una confusa reliquia de alguna tradición medieval, por lo que al llegar a mi destino le formulé al posadero unas preguntas al respecto.
Entonces comprendí el significado de la extraña expresión que antes había observado en su rostro. Empezó a temblar y a estremecerse de horror; y luego se alejó de mí como si yo fuese un mensajero de la muerte.
Unas semanas más tarde estaba leyendo un libro titulado Los antiguos ritos de Banwick. Lo había escrito, en el reinado de la reina Isabel I de Inglaterra, un autor anónimo que había conocido el esplendor de la antigua abadía y la desolación que la asoló. Y hallé este pasaje:
«Y en el Día de los Inocentes, a medianoche, se celebró un maravilloso y solemne servicio religioso. Ya que cuando los monjes terminaron de cantar el Tedeum en los maitines, subió al altar el abad, espléndidamente ataviado con una vestidura de oro, por lo que era una maravilla contemplarle. Y también entraron en el templo todos los niños de tierna edad de Banwick, todos ataviados con túnicas blancas. Luego, el abad empezó a cantar la misa de los Santos Inocentes. Y cuando terminó la consagración de la misa, se adelantó hasta el Santo Libro el niño más pequeño de cuantos se hallaban presentes y podían estar de pie. Y este niño llegó al altar, y el abad lo instaló en un trono de oro reluciente, y se inclinó y lo adoró, entonando:
Talium Regnum Celoerum, Aleluya. De éste es el Reino de los Cielos, Aleluya.
Y todo el coro cantó en respuesta:
Amicti sunt stolis albis, Aleluya, Aleluya. (Vestidos están con túnicas blancas, Aleluya, Aleluya).
Y el prior y todos los monjes, por orden, adoraron y reverenciaron al niño que se hallaba sentado en el trono.»
Yo había presenciado la procesión de la Orden Blanca de los Santos Inocentes. Había visto a los que salían cantando de las aguas profundas donde se hallaba el Lusitania; había visto a los mártires inocentes de los campos de Flandes y Francia regocijándose ante la idea de oír misa en su morada espiritual.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Cuento sureño de Eudora Welty: Clytie

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Cuento sureño de Eudora Welty: Clytie

“La narrativa de Eudora Welty está marcada por el uso de elementos extraños en escenarios cotidianos, frecuentes, incluso burdos. Sin embargo, la utilización de acciones o personajes que se oponen a ese contexto de normalidad, permite que el desarrollo de la historia adquiera un ritmo rápido, en contraposición a la idea de lo habitual, y (re)construye el imaginario del lector, en lo que respecta a  situarse frente a la vida de las personas comunes; apuntala así, un juego de traslación simbólica sencilla desde lo estático, hacia lo dinámico en situaciones diarias, usuales.
A la autora norteamericana se la suele adherir a un subgénero de la novela gótica llamado gótico sureño que se diferencia del gótico –tradicional– en su trabajo conceptual de lo representativo, pues utiliza elementos supernaturales para consolidar la representación de la sociedad norteamericana. Mientras que el otro trabaja con lo supernatural con un objetivo menos englobante: crear suspense”.

Cuento de Eudora Welty: Clytie

Era al atardecer, las pesadas nubes plateadas parecían más grandes y anchas que campos de algodón, y, al poco, empezó a llover. Mientras aún brillaba el sol, empezaron a caer grandes gotas redondas sobre los calientes cobertizos de chapa, que empaparon las falsas fachadas blancas de la hilera de almacenes del pueblecito de Farr’s Gin. Una gallina y sus pollitos amarillos cruzaron corriendo la carretera, con gran inquietud; el polvo se convirtió en un sucio río y los pájaros bajaron volando hacia él inmediatamente, y se situaron a la orilla de los charcos para bañarse. Los perros de caza se levantaron de los porches de los almacenes, se sacudieron hasta el rabo y fueron a tumbarse dentro. Las pocas personas que estaban de pie como largas sombras junto a la calle entraron en la oficina de correos. Un muchacho golpeó con los talones descalzos a la mula, que empezó a cruzar lentamente el pueblo hacia el campo.
Cuando ya todos los demás se habían puesto a cubierto, la señorita Clytie Farr seguía aún inmóvil en la carretera, atisbando hacia delante, a su manera miope, y tan empapada como los pajaritos.
Solía salir de la vieja mansión a aquella hora de la tarde y recorría el pueblo a toda prisa. Al principio salía con un pretexto u otro y durante un tiempo se dedicó a dar en voz baja explicaciones que nadie podía oír. Después empezó a mandar que cargaran cantidades a cuenta, que, según la administradora de correos, jamás se pagarían, lo mismo que las del resto, aunque los Farr fueran demasiado finos para relacionarse con los demás. Pero ahora Clytie salía sin ningún objetivo. Salía todos los días y ya nadie hablaba con ella: parecía tener mucha prisa y no darse cuenta de quién le hablaba. Y todos decían que un sábado, con tantos caballos y vehículos, la atropellarían, pues siempre cruzaba la calle de aquella forma atolondrada y precipitada.
Tal vez fuera simplemente que la señorita Clytie estaba perdiendo el juicio, decían las señoras que tomaban el fresco en la puerta, igual que le había pasado a su hermana; y seguramente se quedaría allí sin más, esperando que la mandaran irse a casa. Tendría que escurrir bien toda la ropa que llevaba encima: la blusa y la falda y las largas medias negras. Llevaba uno de los sombreros de paja de la tienda de artículos de confección, con una vieja cinta negra de satén prendida para mejorar su aspecto, atado a la barbilla. Ahora, por la presión de la lluvia, mientras las señoras miraban, el sombrero había empezado a combarse hacia abajo lentamente, por ambos lados, y parecía todavía más absurdo y anticuado, como esas gorras viejas que ponen a los caballos. Y, con una paciencia casi de animal, la señorita Clytie seguía allí bajo la lluvia, los largos brazos inertes, un poco separados de los costados, como si estuviera esperando que llegase por la calle algo que la condujese bajo techado.
Al cabo de un rato sonó un trueno.
—¡Señorita Clytie! ¡Métase en algún sitio, que llueve, señorita Clytie! —gritó alguien.
La vieja señorita Clytie no miró siquiera a su alrededor, sino que cerró los puños, se los metió en las axilas, estiró los codos como alas de gallina y echó a correr, el pobre sombrero crujiendo y batiendo sobre sus orejas.
—Vaya, ahí va la señorita Clytie —dijeron las señoras, y una de ellas tuvo una premonición.
cuento sureño de Eudora Welty
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Eudora Welty
La señorita Clytie corrió hacia la casa bajo la lluvia torrencial por el sendero de los cuatro cedros negros mojados, que desprendían un olor acre como el humo.
—¿Dónde demonios estabas? —dijo la hermana mayor, Octavia, desde una ventana de arriba. Clytie alzó la vista a tiempo de ver caer la cortina.
Entró en el vestíbulo y esperó, temblando. Estaba muy oscuro y vacío. La única luz caía sobre la sábana blanca que tapaba el único mueble solitario, un órgano. Las cortinas rojas que había sobre la puerta del gabinete, sostenidas por manos de marfil, estaban inmóviles como troncos de árbol en la casa sin aire. Todas las ventanas estaban cerradas y todas las persianas bajadas; aun así, se oía el repiqueteo de la lluvia.
Clytie cogió una cerilla y avanzó hacia el poste de la escalera, donde un Hermes de bronce sostenía un artilugio de gas. E inmediatamente encima de este, iluminada, pero muy quieta, como una de las reliquias inamovibles de la casa, se erguía Octavia, esperando en las escaleras.
Estaba plantada sólidamente ante el cristal de color violeta y limón de la ventana, en el descansillo; con dedos arrugados e inquietos sujetaba el broche de diamantes que llevaba siempre al pecho de su largo vestido negro. Era un gran gesto inmarcesible de Octavia, aquel de acariciar el broche.
—No es suficiente ya que tengamos que esperar aquí… muertos de hambre —decía Octavia mientras Clytie aguardaba abajo—. Sino que tienes que escaparte, y no contestar cuando te llamo.¡Marcharse a vagabundear por las calles! ¡Qué vulgaridad…! ¡Qué vulgaridad, Dios mío!
—No te preocupes, hermana —consiguió decir Clytie.
—Pero siempre vuelves.
—Claro…
—Gerald ya está despierto, y también papá —dijo Octavia con el mismo tono de reproche, un tono muy fuerte, pues casi siempre estaba llamando a alguien.
Clytie fue a encender la cocina. Como si estuviera helada de frío, en pleno junio, se quedó quieta ante la puerta abierta del horno y pronto una expresión de interés y placer animó su rostro, que en los últimos años, pese al sombrero de paja, mostraba el paso del tiempo. Se reanudaba ahora algún sueño. En la calle había estado pensando en el rostro de un niño que acababa de ver. El niño, que jugaba con otro de la misma edad persiguiéndole con una pistola de juguete, al pasar a su lado la había mirado con una actitud tan franca, tan serena, tan confiada… Con aquel rostro pacífico y pequeño aún en el pensamiento, rosado como las llamas, como una inspiración que alejase cualquier otro pensamiento, Clytie se había olvidado de sí misma y se había visto obligada a quedarse quieta, allí donde estaba, en medio de la calle. Pero había empezado a llover y alguien le había gritado y no había podido llegar al final de sus meditaciones.
Hacía mucho tiempo ya que Clytie había empezado a mirar las caras y a pensar en ellas.
Todos te dirían que no había más de ciento cincuenta personas, negros incluidos, en Farr’s Gin. Sin embargo, a Clytie el número de rostros le parecía casi infinito. Ahora ya sabía contemplar lenta y detenidamente un rostro; estaba convencida de que era imposible verlo entero de inmediato, de una vez. Lo primero que descubría en un rostro era siempre que nunca lo había visto. Cuando empezó a mirar los semblantes reales de la gente, para ella dejó de existir la familiaridad. La visión más profunda y conmovedora del mundo entero tenía que ser una cara. ¿Era posible, acaso, comprender los ojos y las bocas de otras personas, que ocultaban algo que ella no sabía y preguntaban secretamente algo desconocido aún? Volvió a recordar la sonrisa misteriosa del viejo que vendía cacahuetes en la puerta de la iglesia. El rostro de aquel viejo pareció reposar un instante en la puerta de hierro del horno, aposentado en la melena del león. Había quien decía que el chico del señor Tom Bate, como se hacía llamar, tenía una cara tan insulsa como una semilla de sandía, no obstante, para Clytie, que veía granos de arena en sus ojos y en sus tiesas pestañas rubias, el muchacho podría haber salido del desierto, como un egipcio.
Pero mientras pensaba en el chico del señor Tom Bate, la golpeó en la espalda un ramalazo terrible de viento; se volvió. El largo visillo verde de la ventana se hinchó y brincó. La ventana de la cocina estaba abierta de par en par, la había abierto ella, claro. La cerró  despacio.
Octavia, que jamás bajaba al piso de abajo, Dios sabe por qué, nunca le habría perdonado una ventana abierta, de llegar a enterarse. Lluvia y sol significaban la ruina, según la mentalidad de Octavia. Clytie recorrió la casa cerciorándose de que estaba todo en orden. No era que la ruina en sí pudiera inquietar a Octavia. Ruina o intrusión, incluso con tesoros de incalculable valor, e incluso en la pobreza, no la asustaban en absoluto; era más bien una especie de fisgoneo desde fuera, y esto ella no lo perdonaba. Todo esto lo traslucía en su cara.
Clytie preparó las tres comidas en la cocina, pues cada uno tomaba cosas distintas, y preparó las tres bandejas. Tuvo que subirlas por las escaleras, en el orden correspondiente. Fruncía el entrecejo con gesto de concentración, pues le costaba mantener derechos todos los platos, bien encajados en los bordes, como habría hecho la vieja Lethy. Habían tenido que despedir a la cocinera hacía ya bastante tiempo, cuando su padre tuvo el primer ataque. Su padre le tenía mucho cariño a la vieja Lethy, había sido su aya y volvió del campo para verle cuando supo que se estaba muriendo.
Llegó y llamó a la puerta trasera, y, como siempre, ante cualquier intrusión por la puerta delantera o la trasera, Octavia atisbó desde la cocina y gritó:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¿A qué demonios viene usted aquí?
Y aunque tanto la veja Lethy como su padre habían suplicado que les permitieran verse, Octavia se había puesto a gritar, como hacía siempre, y había expulsado a la intrusa. Y Clytie, como siempre, había permanecido muda en la cocina; aunque al fin, obedeciendo a su hermana, dijo también:
—Vete, Lethy.
Pero su padre no había muerto. En vez de muerto estaba ciego, paralítico, y solo podía emitir sonidos ininteligibles y tomar líquidos. Lethy volvía aún de vez en cuando por la puerta trasera, pero nunca la dejaban entrar, y el viejo ya no oía, ni siquiera podía suplicar que le dejaran verla. Solamente se admitía una visita en su habitación, una vez por semana: el barbero, para afeitarle. En tal ocasión nadie decía una palabra.
Clytie subió primero a la habitación de su padre y dejó la bandeja en la mesita de mármol que había junto a la cama.
—Quiero darle de comer a papá —dijo Octavia quitándole el cuenco de las manos.
—Tú le diste la última vez —dijo Clytie.
Renunciando al cuenco, bajó la vista hacia el rostro afilado que descansaba sobre la almohada. Al día siguiente tocaba la visita del barbero, y la barba negra despuntaba como un campo de agujas por las mejillas desoladas. El anciano tenía los ojos semicerrados. Era imposible saber lo que sentía.
Parecía realmente remoto, olvidado, libre… Octavia empezó a darle de comer.
Sin apartar los ojos del rostro de su padre, Clytie empezó a hablar con rapidez y amargura, con las palabras más disparatadas que se le venían a la cabeza. Pero pronto empezó a llorar y sollozar, como una niña pequeña a quien los grandullones hubieran tirado al agua.
—Ya basta —ordenó Octavia.
Pero Clytie no podía apartar los ojos del rostro sin afeitar de su padre y de su boca abierta e inmóvil.
—Y yo le daré de comer mañana si quiero —añadió Octavia.
Se levantó. Le caía sobre la frente el pelo tupido, que había vuelto a crecer después de una enfermedad y estaba teñido de un color casi  púrpura.  Los largos pliegues de acordeón que, empezando en el cuello, le caían a todo lo largo del vestido se abrían y se cerraban sobre sus pechos cuando respiraba.
—¿Te has olvidado de Gerald? —dijo—. Y yo también tengo hambre.
Clytie volvió a la cocina y llevó la cena a su hermana. Después, se la llevó a su hermano.
La habitación de Gerald estaba a oscuras, y Clytie tuvo que atravesar la barricada habitual. El olor a whisky lo impregnaba todo; incluso se inflamó el aire con el chispazo de la cerilla cuando encendió la lámpara.
—Es de noche —dijo luego Clytie.
Gerald estaba tumbado en la cama y la miraba. A la pobre luz de la estancia le pareció su padre.
—Queda más café abajo en la cocina —dijo.
—¿Me lo traerás? —preguntó Gerald. La miraba con expresión seria y cansada.
Se plantó ante él y le hizo incorporarse. Tomó el café mientras ella se inclinaba hacia él con los ojos cerrados, descansando.
Entonces Gerald la apartó a un lado y se derrumbó en la cama y empezó a contar qué bonito era cuando él tenía su propia casita al final de la calle, toda nueva, con todos los servicios, cocina de gas, luces eléctricas, cuando estaba casado con Rosemary. Rosemary… ella había dejado un trabajo en el pueblo vecino solo para casarse con él. ¿Cómo podía haberle abandonado luego tan pronto? De nada había servido haberla amenazado una y otra vez con matarla. De nada había servido haberle puesto un revólver en el pecho. Ella no lo había entendido. Él no había hecho más que saborear su dicha. Él solo había querido jugar con ella. En cierto modo, quería demostrarle que la amaba por encima de la vida y la muerte.
—Por encima de la vida y la muerte —repitió cerrando los ojos.
Clytie no le contestó, como hacía siempre Octavia durante estas escenas, en las que Gerald invariablemente terminaba llorando.
Fuera, junto a la ventana cerrada, empezó a cantar un sinsonte. Clytie separó la cortina y apoyó la oreja en el cristal. Había dejado de llover. El canto del pájaro sonaba en gotas líquidas que bajaban por árboles negrísimos y por la noche.
—Vete al infierno —dijo Gerald. Tenía la cabeza debajo de la almohada.
Clytie cogió la bandeja y dejó a Gerald con la cara tapada. A ellos no necesitaba mirarles la cara.
Eran sus caras las que se interponían.
Bajó precipitadamente a la cocina y empezó a cenar.
Los rostros de ellos se interponían entre el suyo y el de otra persona. Eran sus caras las que habían irrumpido hacía mucho, entrometiéndose y ocultando otra cara que la miraba a ella. Y ahora era difícil recordar su aspecto, o cuándo la había visto por primera vez. Debió de ser cuando ella era joven. Sí, en una especie de glorieta, y ella se había reído, se había inclinado hacia delante… y la visión de aquel rostro, tan pequeño como los demás rostros —el del niño confiado, el del viejo viajero inocente, incluso el del barbero codicioso y el de Lethy y los de los vendedores ambulantes que llamaban uno tras otro y se quedaban en la puerta sin que nadie contestara— y, sin embargo, distinto, sin embargo, mucho más… Aquel rostro había estado muy próximo al suyo, era casi familiar, casi inaccesible, y luego el rostro de Octavia se había interpuesto bruscamente y en otras ocasiones el rostro apopléjico de su padre, el rostro de su hermano Gerald y el rostro de su hermano Henry, con el agujero de la bala atravesándole la frente… Era solo porque se parecían a una visión por lo que examinaba los rostros secretos, misteriosos, nunca repetidos que encontraba en las calles del pueblo.
Pero siempre había una interrupción. Si alguien le hablaba, ella huía. Si veía que iba a encontrarse con alguien en la calle, ya se sabía que se escondería enseguida detrás de algún matorral y se pondría una ramita delante de la cara hasta que la persona desapareciera. Cuando alguien la llamaba por su nombre, primero se ponía roja, luego blanca, y era como si se sintiese defraudada, según comentó una señora en el almacén.
Además, cada día estaba más asustada. La gente se daba cuenta porque ya nunca se arreglaba. Durante años, de vez en cuando, salía con lo que ella llamaba el «modelo», todo verde cazador, un sombrero que le caía rodeándole la cara como un cubo, un vestido de seda verde, incluso zapatos verdes de puntera afilada. Si hacía buen tiempo, llevaba el modelo todo el día; y a la mañana siguiente volvía al vestido de manga corta y al sombrero viejo atado a la barbilla, como si el modelo hubiera sido un sueño. Hacía ya mucho tiempo que Clytie no se ponía aquel vestido para salir a la calle.
A veces, cuando una vecina, intentado ser amable o solo por curiosidad, le preguntaba su opinión sobre algo (por ejemplo, un tipo de punto de ganchillo) ella no escapaba, sino que, esbozando una sonrisita angustiada, decía con voz infantil: «Es bonito». Sin embargo, añadían siempre las señoras, ya nada que procediese de la casa de los Farr era bonito.
—Es bonito —dijo Clytie cuando la señora de la casa de al lado le enseñó el nuevo rosal que había plantado, todo florido.
Pero menos de una hora después salió corriendo de la casa, gritando:
—¡Mi hermana Octavia dice que tiene usted que quitar de ahí ese rosal! ¡Mi hermana Octavia dice que quite de ahí el rosal y lo aparte de mi valla! Si no lo hace, la mataré. ¡Quítelo! Y al otro lado de los Farr vivía una familia con un niño que siempre estaba jugando en su patio. El gato de Octavia se colaba por debajo de la cerca y él lo cogía en brazos. Le cantaba una canción que sabía.
Clytie salía corriendo de la casa, echando chispas, con el mensaje de Octavia.
—¡No hagas eso! ¡No lo hagas! —gritaba angustiada—. ¡Si vuelves a hacerlo, tendré que matarte! Y volvía corriendo al huerto y empezaba a maldecir. Lo de maldecir era nuevo y maldecía suavemente, como un cantante que entona por primera vez una canción. Pero era algo que no podía evitar.
Palabras que al principio la horrorizaban le brotaban ahora en torrente de la garganta, que pronto, sin embargo, sentía extrañamente descansada y relajada. Maldecía sola en la paz del huerto. Todos decían, con tono un tanto reprobatorio, que no hacía más que imitar a su hermana mayor, que años atrás solía salir a aquel mismo huerto y maldecir del mismo modo, aunque con una voz sonora y autoritaria que se oía hasta en la oficina de correos. A veces, a medio discurso, Clytie levantaba la vista hacia Octavia, que estaba en su ventana, y la miraba. Cuando Octavia dejaba caer al fin la cortina, Clytie se quedaba muda.
Por último, con una suavidad que era una mezcla de miedo,  cansancio  y amor, un amor abrumador, cruzaba la verja y se dirigía al pueblo, apretando cada vez más el paso hasta que sus largas piernas adquirían una velocidad insólita y ridícula. Nadie en todo el pueblo podría haber mantenido el paso de la señorita Clytie, decían, en igualdad de condiciones.
Comía también muy deprisa, sola en la cocina, tal como lo estaba haciendo ahora. Mordía de forma salvaje la carne del pesado tenedor de plata y mordisqueaba el huesecillo de pollo hasta dejarlo mondo y lirondo.
Cuando iba por la mitad de la escalera, recordó la segunda taza de café de Gerald y volvió a buscarla. Después de bajar las otras bandejas y lavar los platos, repasó puertas y ventanas para cerciorarse de que quedaba todo bien cerrado.
A la mañana siguiente, Clytie, mordiéndose los labios, sonriente, preparaba el desayuno. Lejos, por la ventana abierta, se veía un tren carguero que cruzaba furtivo el puente iluminado por el sol.
Pasaron unos negros por la calle, iban a pescar, y el chico del señor Tom Bate, que pasaba también por allí, se volvió hacia la ventana y la miró.
Gerald se presentó vestido y con las gafas puestas; dijo que pensaba ir a la tienda aquel día. La tienda del viejo Farr hacía ya muy poco negocio, y la gente apenas si echaba de menos a Gerald cuando no iba. En realidad, casi no podían saber si había ido o no, debido a aquellas botas grandes que, colgadas de un alambre, tapaban prácticamente un despacho que parecía una jaula. Una niñita en edad escolar podía atender a cualquier cliente.
Gerald entró en el comedor.
—¿Cómo estás hoy, Clytie? —preguntó.
—Bien, Gerald, ¿qué tal estás tú?
—Me voy a la tienda —dijo.
Se sentó rígido y ella despejó una parte de la mesa, delante de él. Octavia gritó desde arriba:
—¿Dónde demonios está mi dedal? Me has robado el dedal, Clytie Farr. ¡Me has quitado mi dedalito de plata!
—Ya empezamos —dijo Gerald exasperado. Clytie vio que sus labios delgados, finos, casi negros, se tensaban crispados—. ¿Cómo puede vivir un hombre en esta casa solo con mujeres?¿Cómo es posible?
Se levantó de un salto y dobló la servilleta exactamente por la mitad. Salió del comedor sin haber probado el desayuno. Clytie le oyó subir las escaleras camino de su cuarto.
— ¡Mi dedal! —gritaba Octavia.
Clytie esperó un momento. Acuclillándose con avidez, como una ardillita, tomó parte del desayuno en la cocina, antes de subir las escaleras.
A las nueve llamó a la puerta principal el señor Bobo, el barbero.
Sin esperar, pues nunca contestaban a la llamada, se permitió entrar y avanzó como un pequeño general por el vestíbulo. Vio el viejo órgano que nunca  destapaban  ni  tocaban, salvo en los funerales, y entonces no se invitaba a nadie. Siguió adelante, pasó de puntillas bajo el brazo de aquella estatua masculina y subió la oscura escalera. Allí estaban, alineados arriba, al final de la escalera, y todos le miraban con repugnancia. El señor Bobo creía firmemente que estaban todos locos; incluso Gerald, que a las nueve de la mañana ya había empezado a beber.
El señor Bobo era bajito y hasta que había empezado a ir a aquella casa una vez por semana se había enorgullecido siempre de ello. Pero no disfrutaba mirando hacia arriba desde abajo los cuellos suaves y largos, los rostros en relieve, repelentes y fríos de los Farr. A saber lo que le haría una de aquellas hermanas si hiciera un movimiento. (¡Como si fuera a hacerlo!) Cuando llegó al piso de arriba, desaparecieron y le dejaron solo. Alzó la barbilla y se plantó con las piernas rechonchas muy separadas, mirando a su alrededor. El pasillo del piso de arriba estaba completamente vacío. No había siquiera una silla donde sentarse.
—O venden los muebles por la noche —decía el señor Bobo a la gente de Farr’s Gin—, o son tan tacaños que no quieren usarlos.
El señor Bobo se quedó allí quieto y esperó a que le llamaran; le pesaba haber empezado a ir a aquella casa a afeitar al viejo señor Farr. Pero le había sorprendido tanto recibir una carta por correo… Una carta escrita en un papel tan viejo y amarillento que, en un principio, creyó que la habían escrito hacía mil años y no la habían entregado. La firma decía: «Octavia Farr», y no tenía siquiera el encabezamiento de «Querido señor Bobo». Decía escuetamente: «Venga a mi residencia a  las nueve en punto todos los viernes por la mañana, hasta nueva orden, para afeitar al señor James Farr».
Primero pensó que iría solo un día. Y después cada vez que iba pensaba que no volvería nunca, sobre todo porque no sabía cuán-do iban a pagarle. Por supuesto, tenía su encanto lo de ser la única persona de Farr’s Gin a quien permitían entrar en la casa (salvo el enterrador, que había entrado cuando el joven Henry se pegó un tiro, pero nunca había hablado de ello). Además, no era fácil afeitar a un hombre tan enfermo como el señor Farr… Era más difícil que afeitar un cadáver o a un tipo borrachísimo. Imagínate que estás así, decía el señor Bobo, no puedes mover la cara, no puedes levantar la barbilla ni estirar la mandíbula, ni siquiera mover los ojos cuando se acerca la navaja. El problema del señor Farr era que su rostro no ofrecía resistencia alguna a la cuchilla.
Su cara no se sostenía.
—No volveré nunca —concluía siempre el señor Bobo cuando se lo contaba a sus clientes—. Aunque me pagasen. Ya he visto bastante.
Pero allí estaba de nuevo, esperando ante la puerta de la habitación del enfermo. Esta es la última vez, pensó. ¡Lo juro por Dios!
Y se preguntó por qué no se moriría el viejo.
Justo en aquel momento salió de la habitación la señorita Clytie. Apareció con aquellos andares tan extraños, de lado, y cuanto más se le acercaba, más despacio se movía’.
—¿Sí? —preguntó nervioso el señor Bobo.
Clytie contempló aquel rostro pequeño y vacilante. ¡Qué miedo asomaba a sus ojillos verdes! Era un rostro patético, pequeño, codicioso; qué expresión tan afligida, como la de un gatito extraviado.
¿Qué sería lo que tan desesperadamente necesitaba aquella criaturita glotona?
Clytie se le acercó y se detuvo frente a él. En vez de decirle que podía pasar y afeitar a su padre, tendió la mano y, con una suavidad sobrecogedora, le acarició la mejilla.
Y durante un instante siguió plantada allí mirándole inquisitivamente, y él permaneció quieto como una estatua, como la estatua de Hermes.
A continuación, ambos lanzaron un grito desesperado. El señor Bobo se volvió y huyó, haciendo molinetes con la navaja. Bajó las escaleras y salió por la puerta principal; Clytie, pálida como un fantasma, se derrumbó sobre la barandilla. El horroroso olor a ron de laurel, a tónico capilar, el raspar horrible y húmedo de una barba invisible, los ojos densos, verdes y saltones… ¡lo que había cogido con su mano! Apenas si podía soportar el pensamiento de aquel rostro.
De la puerta cerrada de la habitación del enfermo llegó el grito de Octavia.
—¡Clytie! ¡Clytie! ¡No le has traído a papá el agua de lluvia! ¿Dónde diablos está el agua de lluvia para afeitar a papá? Clytie bajó dócilmente las escaleras.
Su hermano Gerald abrió de golpe la puerta de la habitación y la llamó.
—¿Qué pasa ahora? ¡Esto es un manicomio! Alguien ha  pasado  corriendo  por  delante  de  mi cuarto. Lo he oído. ¿Dónde escondes a tus hombres? ¿Por qué tienes que traerlos a casa?
Volvió a cerrar de un portazo y Clytie oyó que instalaba de nuevo la barricada.
Cruzó el vestíbulo y salió por la puerta de atrás. Se quedó quieta allí, junto al viejo barril de agua de lluvia y de pronto sintió que ahora aquel objeto era su amigo, tan oportunamente, y sus brazos lo rodearon casi con impaciente gratitud. El barril estaba lleno de agua de lluvia. Emanaba de él una oscura fragancia, una fragancia espesa, penetrante, como de hielo y flores y el rocío de la noche.
Clytie se inclinó un poco y atisbó en el agua, que se mecía lentamente. Le pareció ver una cara
Sí, claro. Era el rostro que había estado buscando, del que había estado separada. El dedo índice de una mano se levantó como para tocar la oscura mejilla, como para hacerle una señal.
Clytie se inclinó más, tal como había hecho para tocar la mejilla del barbero.
Era un rostro ondulante, inescrutable. Tenía las cejas fruncidas, como en un rictus de dolor. Los ojos eran grandes, profundos, ávidos casi, la nariz fea y descolorida, como si hubiese llorado mucho, la boca vieja y cerrada a toda comunicación. El otro lado de la cara lo cubría un pelo negro, alborotado y revuelto. Todo en aquel rostro la asustaba, y la conmovían los indicios de espera prolongada, de sufrimiento.
Por segunda vez aquella mañana, Clytie retrocedió y, al hacerlo, el otro rostro  retrocedió también.
Lo reconoció, reconoció aquel semblante, pero demasiado tarde. Siguió allí quieta, con  el corazón afligido, como si la pobre visión medio recordada al fin la hubiera traicionado.
—¡Clytie! ¡Clytie! ¡El agua! ¡El agua! —le llegó monumental la voz de Octavia.
Clytie hizo lo único que se le ocurrió. Dobló el cuerpo anguloso aún más y se inclinó y lanzó la cabeza al barril, la sumergió en el agua. Se hundió bajo la superficie chispeante en la profundidad amable y sin rasgos; y allí se quedó.
Cuando la vieja  Lethy la encontró  se había caído del todo en  el barril; las flacas piernas delicadas, con las medias negras, estiradas y abiertas, parecían unas tenacillas.

El entierro de Roger Malvin [Cuento - Texto completo.] Nathaniel Hawthorne

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Nathaniel Hawthorne

Estados Unidos:
1804-1864

El entierro de Roger Malvin

[Cuento - Texto completo.]
Nathaniel Hawthorne

Uno de los pocos sucesos de las guerras contra los indios susceptibles de recibir la luz de luna de lo novelesco, fue la expedición emprendida en defensa de las fronteras en el año de 1725, que terminó con la célebre “batalla de Lovell”. La imaginación, si tiene el juicio de dejar en la sombra ciertos incidentes, encuentra mucho que admirar en el heroísmo de la pequeña tropa que combatió en proporción de dos a uno en las entrañas del territorio enemigo. La evidente valentía desplegada por ambos bandos se ajustó a la concepción civilizada del coraje; y los propios anales de la caballería podrían sin bochorno registrar las hazañas de uno o dos individuos. La batalla, fatal para quienes lucharon, no tuvo consecuencias tan infortunadas para el país, pues dispersó las fuerzas de una tribu y condujo a la paz que reinó en los años siguientes. La historia y la tradición son extraordinariamente detalladas en sus recuentos de este suceso; y el capitán de una avanzada de colonizadores adquirió tanta fama militar como los victoriosos caudillos de legiones. Pese al empleo de nombres ficticios, algunos hechos contenidos en las páginas siguientes serán reconocidos por quienes han oído, de labios de los viejos, acerca de la suerte de los pocos combatientes que quedaron en condiciones de replegarse tras la “batalla de Lovell”.
***
Los primeros rayos del sol bañaban con su luz alegre las copas de los árboles, bajo los cuales se habían dejado caer aquella víspera un par de hombres heridos y agotados. Su lecho de hojas secas de roble se esparcía sobre el pequeño espacio llano al pie de una roca, situada cerca de la cima de uno de los suaves promontorios que moldean los contornos de esa parte del país. La mole de granito, que levantaba su lisa superficie unos seis u ocho metros sobre sus cabezas, no dejaba de asemejarse a una enorme lápida, sobre la cual las vetas parecían componer una inscripción en caracteres olvidados. En un trecho de varios acres a la redonda, los robles y otros árboles de madera dura tomaban el lugar de los pinos que poblaban aquella zona. Cerca de nuestros caminantes se erguía un robusto roblecillo.
La grave herida del hombre mayor probablemente lo había privado de sueño, ya que se enderezó penosamente hasta quedar sentado tan pronto dio el primer rayo de sol en la copa del árbol más alto. Las hondas líneas de su rostro y sus cabellos entrecanos denotaban que había pasado de la edad madura; pero su musculatura, salvo por los efectos de la herida, habría sido tan capaz de soportar fatigas como en el vigor temprano de la vida. La debilidad y el agotamiento marcaban ahora sus rasgos; y la mirada desesperanzada que dirigió a las profundidades del bosque probaba su convencimiento de que se aproximaba el fin de su peregrinaje. A continuación volvió los ojos hacia el compañero recostado a su lado. El joven -pues escasamente era un hombre crecido- reposaba con la cabeza sobre el brazo, inmerso en un sueño agitado que a cada momento parecía estar a punto de romperse debido a las punzadas de sus heridas. Con la mano derecha agarraba un mosquete y, a juzgar por la violenta expresión de su semblante, en su sopor volvía a presenciar el conflicto del cual era uno de los pocos sobrevivientes. Un grito -potente y penetrante en el delirio de su sueño- se abrió camino como un murmullo imperfecto entre sus labios y, sobresaltándose hasta de oír el delgado sonido de su propia voz, despertó súbitamente. El primer acto de revivir recuerdos fue preguntar lleno de ansiedad por el estado del compañero herido. Este último sacudió la cabeza.
-Rubén, mi chico -dijo-, la roca a cuya sombra nos sentamos será la lápida de un viejo cazador. Todavía nos faltan leguas y leguas de monte desolado; y de nada me serviría que el humo de mi propia chimenea estuviera al otro lado de aquel cerro. La bala india era más mortífera de lo que yo creía.
-Está cansado por estas tres jornadas -replicó el joven-, y otro poco de descanso lo recuperará. Quédese aquí sentado mientras busco en el bosque las hierbas y raíces que tienen que servirnos de sustento. Cuando hayamos comido se apoyará en mí y enderezaremos nuestras caras rumbo a casa. No dudo que con mi ayuda podrá aguantar hasta algún fuerte fronterizo.
-No me quedan dos días de vida, Rubén -dijo con calma el otro-, y no pienso agobiarte más con mi inútil cuerpo, cuando a duras penas puedes con el tuyo. Tus heridas son hondas y vas con rapidez perdiendo fuerzas. Sin embargo, si te apresuras solo, puedes salvarte. Para mí no hay esperanza. Voy a aguardar la muerte aquí.
-Si ha de ser así, me quedo entonces a cuidarlo -dijo Rubén, resuelto.
-No, hijo mío, no -objetó su compañero-. Deja que el deseo de un moribundo tenga influencia en ti. Dame una vez la mano y ándate. ¿Piensas que aliviará mis últimos momentos la idea de que te abandono a una muerte más lenta? Te he amado como un padre, Rubén; y en una ocasión como ésta debo tener algo de la autoridad de un padre. Te ordeno que te vayas, para poder morir en paz.
-¿Y porque ha sido un padre para mí debo entonces dejarlo que perezca y quede sin enterrar en la espesura?-exclamó el joven-. No. Si es verdad que se acerca su fin, voy a cuidar de usted y voy a recibir sus últimas palabras. Cavaré cerca de esta roca una tumba en la que, si la debilidad me rinde, yaceremos los dos; o, si el cielo me da fuerzas, me abriré camino a casa.
-En las ciudades y dondequiera que residen los hombres -respondió el otro-, entierran a los muertos; los esconden de la vista de los vivos. Pero aquí, donde quizás no va a oírse un paso en cien años, ¿por qué no descansar a cielo abierto, cubierto sólo por las hojas de roble cuando el viento de otoño las esparza? En cuanto a un monumento, aquí está esta roca gris, en la que labraré con mano moribunda el nombre de Roger Malvin; y el caminante en días futuros sabrá que duerme aquí un cazador y un guerrero. No tardes, pues, por este despropósito; y apresúrate, si no por tu bien, por el de la que se sentirá desconsolada.
Malvin pronunció estas últimas palabras con voz quebrada y su efecto sobre el compañero fue más que evidente. Le recordaban que había otros deberes menos cuestionables que compartir la suerte de un hombre a quien de nada beneficiaría con su muerte. Tampoco puede aseverarse que ningún sentimiento egoísta pugnó por penetrar al corazón de Rubén, aunque la conciencia lo hacía resistirse con mayor ahínco a los ruegos de su compañero.
-¡Qué horrible es esperar el lento paso de la muerte en estas soledades! -exclamó-. El bravo no se acobarda en la batalla; y, cuando hay amigos alrededor del lecho, incluso una mujer puede morir sin perder el aplomo; pero aquí…
-No voy a amilanarme, ni aun aquí, Rubén Bourne -lo interrumpió Malvin-. No soy un hombre de débil corazón y, si lo fuera, existe un soporte más seguro que el de los amigos terrenales. Eres joven y amas la vida. Vas a necesitar más consuelo que yo en tu lance postrero. Y cuando me hayas depositado en la tierra y estés solo, y la noche descienda sobre el bosque, vas a sentir toda la amargura de mi muerte, que ahora puedes esquivar. Pero no quiero incitar un motivo egoísta en tu naturaleza generosa. Déjame por mi bien, de modo que, tras rezar una oración por tu seguridad, me quede tiempo para rendir cuentas sin que me perturben las penas de este mundo.
-Y su hija, ¿cómo me atreveré a mirarla a los ojos? -inquirió Rubén-. Va a preguntarme por la suerte de su padre, cuya vida juré defender con la mía. ¿Debo decirle que marché con él tres días desde el campo de batalla y que lo abandoné para que pereciera en la espesura? ¿No sería mejor recostarme y morir a su lado que regresar a salvo y contarle esto a Dorcas?
-Dile a mi hija -dijo Roger Malvin- que aunque tú mismo estabas gravemente herido, y débil, y agotado, por varias leguas dirigiste mis pasos vacilantes y que me abandonaste sólo a instancias de mis sinceras súplicas, porque yo no quería que tu sangre me manchara el alma. Dile que fuiste leal en el dolor y en el peligro y que si tu flujo vital hubiera podido salvarme, se habría derramado hasta la última gota. Y dile que serás algo más preciado que un padre, que mi bendición cae sobre ambos y que mis ojos moribundos columbran un camino largo y placentero que habrán de recorrer en compañía.
Mientras hablaba, Malvin casi se levantó; y el vigor de sus palabras finales pareció colmar el bosque agreste y desolado con una visión de felicidad. Pero cuando se desplomó, exhausto, en el lecho de hojarasca, se extinguió la luz que se había encendido en los ojos de Rubén. Éste sentía que era pecaminoso y necio pensar en la felicidad en aquellos momentos. Su compañero observaba cómo cambiaba de expresión y trató, con generosa maña, de inducirlo a su propio bien.
-Tal vez me equivoco respecto al tiempo que tengo por vivir -continuó-. Puede ser que, con pronta ayuda, me recupere de mi herida. Los fugitivos delanteros ya deben de haber llevado noticias del combate fatal a las fronteras y van a enviar partidas de socorro para quienes estamos en estas condiciones. Si te encuentras con una de éstas y los traes aquí, ¿quién quita que pueda sentarme otra vez frente a la chimenea?
Una sonrisa lastimera cruzó el rostro del moribundo al insinuar aquella esperanza infundada; la cual, empero, no dejó de producir efecto en Rubén. Ni el mero egoísmo ni la afligida situación de Dorcas lo habrían impelido a abandonar al compañero en esa coyuntura; pero sus deseos se apresuraron a adoptar la idea de que podía salvarse la vida de Malvin y su temperamento optimista elevó casi hasta ser certeza la remota posibilidad de conseguir ayuda humana.
-Ciertamente hay razones, poderosas razones, para esperar que haya amigos no muy lejos -dijo a media voz-. A las primeras escaramuzas salió huyendo un cobarde, ileso y de seguro a muy buen paso. Todo hombre recto en las fronteras se terciaría el mosquete al oír la noticia; y, aunque ningún grupo va a adentrarse tanto en los bosques, tal vez me los encuentre a un día de camino.
-Aconséjeme con sinceridad -dijo, dirigiéndose a Malvin, dudoso de sus propios motivos-. ¿Si se encontrara en mi lugar, me abandonaría mientras hubiera vida?
-Hace ya veinte años -replicó Roger Malvin suspirando, pues era consciente de la gran diferencia entre ambos casos-, hace veinte años que escapé junto con un amigo del cautiverio de los indios cerca de Montreal. Caminamos muchos días por el bosque hasta que al fin, rendido por el hambre y el cansancio, mi amigo se echó al suelo y me rogó que lo dejara, pues sabía que si yo me quedaba ambos pereceríamos. Y, con pocas esperanzas de obtener socorro, hice una almohada de hojas secas bajo su cabeza y partí apretando el paso.
-¿Y volvió a tiempo para salvarlo? -preguntó Rubén, pendiente de las palabras de Malvin como si fueran a profetizarle éxito.
-Sí -respondió el otro-. Llegué al campamento de unos cazadores antes del anochecer de ese mismo día. Los conduje al lugar donde mi camarada esperaba la muerte; y ahora vive sano y vigoroso en su granja, en tierras colonizadas, mientras yo estoy herido aquí en las profundidades del territorio inexplorado.
Este ejemplo, de mucho peso sobre la decisión de Rubén, venía robustecido, sin que él lo supiera, por la fuerza oculta de muchos otros motivos. Roger Malvin se daba cuenta de que estaba a punto de obtener la victoria.
-Ahora vete, hijo mío, y que el cielo te ayude -dijo-. No te regreses con tus compañeros cuando te los encuentres, sino que manda aquí a tres o cuatro que estén disponibles para buscarme; y créeme, Rubén, mi corazón estará más alegre con cada paso que des en dirección a casa.
Pero se dio, tal vez, un cambio en su expresión y en su voz mientras decía esto; puesto que, después de todo, era un sino espantoso quedarse agonizando en la espesura.
Rubén Bourne, apenas medio convencido de estar obrando correctamente, se levantó por fin y se dispuso a partir. Pero antes, contra la voluntad de Malvin, recogió una provisión de hierbas y raíces, lo único que habían comido en los dos últimos días.
Colocó estas inútiles raciones al alcance del moribundo, para quien igualmente apiló un lecho de hojas secas de roble. Luego, subiendo a la cima de la roca, que por un lado era áspera y escabrosa, arqueó el roblecillo y amarró su pañuelo de la rama más alta. Tal precaución no era innecesaria para guiar a quien viniera en busca de Malvin, pues ningún flanco de la roca, excepto el amplio y liso frente, se podía ver desde cierta distancia debido a la tupida broza del bosque. El pañuelo había servido para vendar una herida en el brazo de Rubén. Cuando lo ató al árbol juró por la sangre que lo manchaba que iba a regresar, bien a salvar la vida de su compañero, bien a depositar su cadáver en la tumba. Bajó después y esperó cabizbajo las palabras de despedida de Malvin.
La veteranía de este último le dictó prolijos consejos acerca del viaje del joven por el bosque no hollado. Hablaba sobre el tema con calmosa seriedad, como si enviara a Rubén al combate o de caza mientras él se quedaba en la seguridad del hogar, y no como si el rostro humano que pronto iba a desampararlo fuera el último que jamás contemplara. Pero antes de terminar flaqueó su entereza.
-Lleva mi bendición a Dorcas y dile que mi última oración será por ella y por ti. Pídele que no guarde aversión porque me dejaste, pues la vida no te habría pesado si con su sacrificio me hubieras hecho un bien. Se casará contigo después de haber llorado un rato por su padre. ¡Que el cielo les conceda largos años felices y que los hijos de sus hijos estén al pie de su lecho mortuorio! Y, Rubén -añadió, mientras por fin se abría paso el desaliento de la mortalidad-, regresa, cuando hayan sanado tus heridas y otra vez tengas bríos, regresa a esta roca agreste, entierra mis huesos en una sepultura y reza una oración por ellos.
Los colonos de aquellas fronteras guardaban un respeto casi supersticioso por los ritos de entierro, proveniente tal vez de las costumbres de los indios, que guerreaban con los muertos igual que con los vivos. Y hay muchos casos de sacrificio de la vida en un intento por sepultar a quienes habían sido derribados por la “espada de la selva”. Rubén, por tanto, reconocía la enorme importancia de la promesa que con toda solemnidad hizo de regresar y efectuar las exequias de Roger Malvin. Era patente que este último, al expresarse de todo corazón en el adiós, ya ni siquiera trataba de convencer al joven de que la ayuda más rápida serviría para preservar su vida. Rubén sabía en su fuero interno que nunca más vería la cara viva de Malvin. Su generosidad lo habría constreñido a demorarse, hasta pasar la escena de la muerte; pero las ganas de vivir y la esperanza de la dicha le habían animado el corazón y era incapaz de resistirlas.
-Es suficiente -dijo Roger Malvin tras escuchar la promesa de Rubén-. Ándate, y que Dios te dé alas.
Sin decir nada el joven le apretó la mano, dio media vuelta y se alejó. Empero, cuando con paso lento y vacilante había recorrido un corto trecho, lo hizo volver la voz de Malvin.
-Rubén, Rubén -llamaba débilmente.
Rubén se arrodilló junto al agonizante.
-Levántame y recuéstame en la roca -fue su último ruego-. Así mi cara queda mirando a casa y podré verte por un momento más mientras te pierdes entre los árboles.
Habiendo hecho la deseada modificación en la postura de su compañero, Rubén reemprendió el solitario peregrinaje. Al principio caminó más rápido de lo que era compatible con sus fuerzas, pues una especie de sentimiento de culpa, que en ocasiones atormenta a los hombres en sus acciones más justificadas, lo impelía a ocultarse de los ojos de Malvin. Pero después de haber pisado un largo rato la crujiente hojarasca regresó a hurtadillas, movido por una curiosidad desenfrenada y lancinante y, escondido tras la raíz terrosa de un árbol descuajado, acechó atentamente al hombre abandonado. No se nublaba el sol de la mañana y árboles y arbustos inhalaban el dulce aire del mes de mayo. Sin embargo, la faz de la naturaleza parecía ensombrecida, como si se compadeciera de la agonía mortal y del dolor. Roger Malvin levantaba las manos en fervorosa oración, algunas de cuyas frases se deslizaban por la quietud del bosque y penetraban en el corazón de Rubén, atormentándolo con ramalazos indecibles. Pedían, con acentos quebrantados, por la felicidad de éste y la de Dorcas. Al oír esto el joven, la conciencia, o algo parecido, lo urgía fuertemente a regresar y otra vez reclinarse al pie de la roca. Sentía cuán duro era el destino de aquel ser bueno y generoso que había abandonado en la adversidad. La muerte llegaría como un cadáver que se acercara lentamente, reptando por el bosque y asomando de árbol en árbol, cada vez más cerca, sus espantosos y congelados rasgos. Pero igual suerte habría corrido Rubén de haberse demorado otro crepúsculo. ¿Quién puede reprocharle que rehuyera tan inútil sacrificio? Mientras lanzaba una mirada de despedida, un soplo de brisa agitó el pequeño pendón que colgaba del roblecillo y le hizo recordar a Rubén su promesa.
***
Varias circunstancias se aunaron para retardar al caminante herido en su regreso a la frontera. Al segundo día las nubes, encapotando el cielo, le hicieron imposible ajustar el rumbo según la posición del sol. Sólo sabía que cada impulso de sus ya casi extintas fuerzas lo alejaba aún más del hogar que buscaba. Las bayas y otros frutos silvestres le suministraban el escaso sustento. Es cierto, a veces pasaban saltando frente a él manadas de venados y las perdices al oír sus pisadas batían las alas y volaban, pero había agotado sus municiones en la batalla y no tenía con qué derribarlos. Las heridas, inflamadas por el constante esfuerzo del que dependían sus esperanzas de sobrevivir, corroían su fibra y a ratos le confundían la razón. Pero, incluso en los extravíos de la mente, el joven corazón de Rubén se aferraba a la existencia; y sólo cuando por fin fue incapaz de dar un paso más, se desplomó bajo un árbol, obligado a esperar allí la muerte.
En esta situación fue descubierto por una partida que a las primeras nuevas del combate fue despachada a socorrer a los sobrevivientes. Lo condujeron a la colonia más cercana, que resultó ser su lugar de residencia.
Dorcas, con la sencillez característica de antaño, veló al pie del lecho del pretendiente herido y administró ese bálsamo que es don exclusivo de la mano y del corazón de la mujer. Por varios días la memoria de Rubén vagó soñolienta entre los peligros y fatigas que había atravesado y no pudo dar respuestas claras a las preguntas con que muchos estuvieron prontos a importunarlo. No habían circulado detalles de primera mano sobre la batalla, ni tampoco sabían las madres, las esposas y los hijos si los seres queridos estaban retenidos en cautiverio o bajo la más firme cadena de la muerte. Dorcas abrigó sus temores en silencio, hasta una tarde en que Rubén despertó de un sueño agitado y pareció reconocerla más conscientemente que en ningún momento previo. Percibió ella que su mente se había aclarado y no pudo seguir reprimiendo la ansiedad filial.
-¿Y mi padre, Rubén? -comenzó a decir; pero un cambio en la expresión de su enamorado la detuvo.
El joven se crispó como por un dolor agudo y la sangre fluyó violentamente a sus mejillas macilentas. Su primer impulso fue cubrirse la cara; pero, al parecer con un esfuerzo extremo, se enderezó a medias y habló con vehemencia, defendiéndose de una acusación imaginaria.
-Tu padre fue herido de gravedad en el combate, Dorcas; y me pidió que no cargara con él, únicamente que lo llevara a la orilla del lago para poder calmar la sed y allí morir. Pero yo no quería abandonarlo en ese trance y, aunque yo también sangraba, le di apoyo. Le presté la mitad de mis fuerzas y partí con él. Caminamos juntos tres días y tu padre aguantó más de lo que yo esperaba; pero, cuando desperté al amanecer del cuarto día, lo encontré débil y agotado. No podía seguir. Su vida se escapaba rápidamente
-¡Murió! -gimió Dorcas desmayadamente.
A Rubén le pareció imposible admitir que su egoísta amor a la vida lo había hecho alzar el vuelo antes de que se consumara el destino del padre. No habló más. Se limitó a agachar la cabeza y, entre la vergüenza y el agotamiento, se recostó de nuevo y hundió la cara en la almohada. Dorcas lloró al ver confirmados sus temores; pero, habiéndolo previsto tanto tiempo, el golpe no fue tan violento.
-¿Cavaste en la espesura una tumba para mi pobre padre, Rubén? -fue la pregunta con que manifestó su devoción filial.
-Mis manos estaban débiles, pero hice lo que pude -contestó el joven con acento apagado-. Sobre su cabeza se levanta una noble lápida. ¡Quisiera el cielo que mi sueño fuera tan profundo como el suyo!
Dorcas, notando el extravío de las últimas palabras, por el momento no hizo más preguntas; pero su corazón encontró alivio pensando que a Roger Malvin no le faltaron los ritos funerales que fue posible conferirle. La historia del coraje y la lealtad de Rubén no perdió nada cuando ella la repitió a sus amigos; y el infeliz muchacho, cuando salía tambaleándose a tomar el aire, recibía de todas las bocas la miserable y humillante tortura del elogio inmerecido. Todos convenían en que se había ganado el derecho de pedir la mano de la doncella a cuyo padre le había sido “fiel hasta la muerte”; y, como mi relato no es de amor, baste decir que en unos pocos meses Rubén se convirtió en el esposo de Dorcas Malvin. Durante la boda la novia se cubría de rubores, pero el rostro del novio estaba pálido.
En el pecho de Rubén Bourne había ahora un relato inconfesable, algo que había de ocultar con suma cautela a la mujer que más quería y en quien más confiaba. Deploraba honda y amargamente la cobardía moral que había refrenado sus palabras cuando estuvo a punto de revelarle la verdad a Dorcas. Pero el orgullo, el temor de perder su cariño, el miedo del desprecio general, le prohibían enmendar su falsedad. No creía merecer censura alguna por haber abandonado a Roger Malvin. Su presencia, el vano sacrificio de su vida, sólo habría añadido otra agonía innecesaria a la hora final del moribundo; pero el encubrimiento le había impartido a un acto justificable muchos de los efectos de la culpa. Así, Rubén, mientras que la razón le decía que había obrado bien, padecía en alto grado los horrores mentales que castigan al autor de un crimen secreto. Ciertas asociaciones de ideas a veces lo llevaban a imaginarse casi que era un asesino. También, durante años, lo rondó un pensamiento que, aunque se daba cuenta de cuán insensato y extravagante era, no estaba en su poder desterrar de su mente. Era la obsesiva y atormentadora fantasía de que su suegro todavía esperaba, al pie de la roca, sobre las hojas secas, vivo, la ayuda prometida. Estos espejismos, sin embargo, se iban como venían y él nunca los tomaba por realidades; pero en los estados de ánimo más tranquilos y lúcidos era consciente de tener una promesa por cumplir y de que un cadáver insepulto lo llamaba desde la espesura. No obstante, las consecuencias de su engaño eran tales que le impedían obedecer aquel llamado. Ahora era demasiado tarde, no podía pedir la ayuda de los amigos de Roger Malvin para efectuar la postergada inhumación; y los temores supersticiosos, de los que nadie era más susceptible que las gentes de los poblados fronterizos, le impedían ir solo. Tampoco sabía cómo buscar en el ilimitado bosque virgen la piedra lisa y con una inscripción en cuya base reposaba el cadáver: los recuerdos de cada etapa de su trayectoria eran confusos y del último tramo no quedó en su mente impresión alguna. Había, sin embargo, un impulso continuo, una voz que sólo él oía, que le ordenaba ir a cumplir con su promesa; y tenía la impresión de que, en caso de decidirse a abrir trocha, sería conducido derecho hasta los huesos de Malvin. Pero año tras año, sin oírlo pero sí sintiéndolo, pasaba sin atender el llamamiento. Su obsesión secreta llegó a ser como una cadena que le agarrotaba el alma y como una serpiente que le roía el corazón. Se convirtió en un hombre triste, desalentado e irritable.
Pasados unos años tras su boda, comenzaron a hacerse visibles ciertos cambios en la prosperidad material de Rubén y Dorcas. Las únicas riquezas del primero habían sido su recio corazón y su potente brazo; pero ella, única heredera de su padre, hizo a su marido amo de una granja, cultivada por más tiempo, más grande y más bien surtida que la mayoría de las de la frontera. Rubén Bourne, sin embargo, era un negligente labrador. Y mientras las tierras de los otros colonos cada año eran más productivas, las suyas se deterioraban al mismo ritmo. Los obstáculos para la agricultura habían disminuido grandemente con el cese de las hostilidades de los indios, durante las cuales los hombres sostenían el arado en una mano y el mosquete en la otra, y corrían con suerte si el salvaje enemigo no arruinaba, en el campo o en el granero, los frutos de su labor riesgosa. Pero Rubén no se benefició de la cambiada situación del país. Tampoco puede negarse que las ocasiones en que atendió con diligencia sus asuntos fueron recompensadas con muy poco éxito. La irritabilidad que últimamente lo había distinguido fue otra causa de la mengua de su prosperidad, pues daba pie a frecuentes disputas en el inevitable roce con los colonos vecinos. El resultado fueron incontables litigios, ya que las gentes de Nueva Inglaterra, en las primeras etapas y en las circunstancias más incivilizadas del país, recurrían, cuando podían, a las vías legales para dirimir sus pleitos. En resumen, al mundo no le iba bien con Rubén Bourne; y, aunque no fue sino muchos años después del matrimonio, por fin llegó a arruinarse. Contaba sólo con un último recurso contra el mal sino que lo perseguía. Desnudaría al sol algún rincón profundo de los bosques y buscaría la subsistencia en el regazo virgen de la tierra.
Rubén y Dorcas tenían un hijo único de quince años cumplidos, bello en la juventud y promesa de una espléndida hombría. Estaba especialmente dotado, y ya empezaba a sobresalir en ellas, para las bravías faenas de la vida de frontera. Su pie era ligero, su puntería certera, alerta su sentido, alegre y noble el corazón; y todos los que esperaban un regreso de las guerras de los indios hablaban de Cyrus Bourne como un futuro caudillo del país. Su padre lo quería con un fervor profundo y silencioso, como si todo lo que fuera bueno y dichoso en su persona hubiese sido traspasado al hijo, llevándose consigo su cariño. Incluso Dorcas, amorosa y amada, le era asaz menos querida; ya que los pensamientos secretos de Rubén y sus emociones retraídas lo habían ido convirtiendo en un hombre egoísta. Ya no podía amar intensamente, excepto cuando percibía o imaginaba un reflejo o parecido de su propia mente. Reconocía en Cyrus lo que él había sido en otros tiempos; y de vez en cuando parecía compartir el espíritu del muchacho y reanimarse con una vida lozana y festiva. Rubén partió en compañía de su hijo en una expedición que tenía el propósito de escoger una extensión de tierra y de talar y quemar la broza, condición necesaria para el trasteo de los enseres domésticos. En estas estuvieron dos meses de otoño, tras los cuales Rubén Bourne y el joven cazador regresaron para pasar el último invierno en el asentamiento.
***
Corrían los primeros días del mes de mayo cuando la reducida familia partió en dos los lazos afectivos que los ligaban a las cosas y se despidió de los pocos que en el infortunio decían llamarse sus amigos. La tristeza del adiós tuvo para cada uno de los peregrinos mitigaciones particulares. Rubén, taciturno y huraño por la infelicidad, arrancó a paso largo, con su habitual ceño fruncido, cabizbajo, lamentando muy poco y sin dignarse a reconocerlo. Dorcas, aunque lloró profusamente el rompimiento de los vínculos con que su espíritu sencillo y afectuoso se aferraba de todo, sentía que los habitantes de las entrañas de su corazón se mudaban con ella y que lo demás se repondría donde quiera que fuese. Y el muchacho, tras derramar una lágrima, pensaba en los azarosos placeres del bosque inexplorado.
¿Quién, en el fervor de la ilusión, no ha deseado ser un nómada en un mundo silvestre y soleado, con un ser tierno y puro que se apoye liviano en su brazo? Para la marcha libre y jubilosa de la juventud no habría más barreras que el agitado océano y las montañas coronadas de nieve. La más serena madurez escogería una morada donde la naturaleza hubiera derramado sus riquezas por partida doble en el valle de un arroyo transparente. Y cuando la vejez, tras largos años de vida sana, se arrimara furtiva y allí lo sorprendiera, encontraría al padre de una raza, al patriarca de un pueblo, al fundador de una nación en ciernes. Al sobrevenir la muerte, como el dulce sueño que nos embarga tras un día de dicha, sus lejanos descendientes llorarían ante el polvo venerable. Revestido de misteriosos atributos por la tradición, los hombres de las generaciones venideras lo mirarían como a un dios y la remota posteridad vería su figura, vagamente gloriosa, erguida en las lejanías del valle de cien siglos.
El enmarañado y lóbrego bosque que atravesaban los personajes de mi relato era harto distinto de la tierra de fantasía del soñador. Pero en el modo de vivir de éstos había algo que la naturaleza reclamaba como suyo y los atenazantes cuidados que habían traído del mundo eran los únicos estorbos de su felicidad. El alentado y brioso caballo que cargaba todos sus haberes no se plantaba bajo el peso añadido de Dorcas, aunque la recia crianza la sostenía a ella, en el último tramo de cada jornada, al lado del marido. Rubén y el hijo, mosquetes al hombro y hachas a las espaldas, marchaban a paso vigoroso, cada uno a la mira de la caza que les proporcionaba alimento. Al dictado del hambre hacían un alto y preparaban la comida a la orilla de alguna corriente cristalina que, cuando se arrodillaban a beber con labios sedientos, murmuraba con dulce renuencia como una doncella ante el primer beso de amor. Dormían bajo una enramada y despertaban al despuntar el alba, repuestos para las faenas de otro día. Dorcas y el muchacho avanzaban llenos de alborozo; y hasta el ánimo de Rubén reflejaba a ratos alegría exterior, aunque adentro había una helada pesadumbre que él comparaba con los ventisqueros en las hoyas y vegas de los riachuelos mientras la fronda arriba era de un verde claro.
Cyrus Bourne era tan buen baquiano de los bosques como para saber que su padre no se ceñía a la ruta que habían seguido en la expedición del otoño anterior. Ahora caminaban más hacia el norte, alejándose directamente de los poblados y penetrando en una región cuyos únicos dueños seguían siendo las bestias salvajes y los hombres salvajes. El muchacho a veces insinuaba sus opiniones al respecto y Rubén escuchaba con atención, llegando a cambiar de rumbo en una o dos ocasiones, según el consejo del hijo. Pero después de hacerlo parecía incómodo. Lanzaba vistazos rápidos y erráticos, como al acecho de enemigos ocultos tras los árboles; y, al no descubrir nada, miraba atrás como con miedo de que alguien lo siguiera. Cyrus, dándose cuenta de que el padre poco a poco retomaba la antigua dirección, dejó de intervenir; y, aunque algo empezó a pesarle en el pecho, su temple aventurero le impedía lamentar que el camino se hiciera más largo y misterioso.
Hicieron alto en la tarde del quinto día y organizaron el sencillo campamento casi una hora antes de la puesta del sol. En las últimas leguas el territorio se había ido diversificando con suaves ondulaciones que parecían las enormes olas de un mar petrificado; y en una de las correspondientes hondonadas, en un lugar agreste y romántico, la familia levantó el cobertizo y encendió la hoguera. Algo nos hace estremecer -y sin embargo nos caldea el corazón- cuando pensamos en los tres, unidos por los fuertes lazos del amor y separados de todos los que vivían por fuera de este vínculo. Los negros pinos los miraban desde arriba y cuando el viento soplaba entre sus copas se escuchaba por el bosque un sonido compasivo. ¿O gemían esos añosos árboles por miedo a que por fin hubieran venido los hombres a hundir el hacha en su corteza? Mientras Dorcas alistaba la cena, Rubén y el hijo se proponían dar una vuelta en busca de la caza que no habían podido conseguir durante la jornada. El chico, luego de prometer que no se alejaría del campamento, partió con paso tan ligero y elástico como el del venado que pensaba derribar; en tanto que su padre, sintiendo una dicha pasajera al seguirlo con la vista, se dispuso a tomar el rumbo opuesto. Dorcas, mientras tanto, se había acomodado cerca de la fogata de chamizas, sobre el musgoso y carcomido tronco de un árbol desarraigado años atrás. Su ocupación, interrumpida por un vistazo ocasional a la olla que empezaba a hervir en las llamas, era la lectura del Almanaque de Massachusetts de ese año, el cual, con la excepción de una vieja Biblia en letra gótica, componía el acervo literario de la familia. Nadie presta más atención a las divisiones arbitrarias del tiempo que quienes están apartados de la sociedad; y Dorcas comentó, como si el dato tuviera importancia, que ese día era doce de mayo. Su marido dio un bote.
-¡El doce de mayo!, y bien que debería recordarlo -murmuró, mientras numerosos pensamientos le confundían momentáneamente el cerebro-. ¿Dónde estoy? ¿Adónde me dirijo? ¿En dónde lo dejé?
Dorcas, demasiado acostumbrada a los accesos caprichosos del marido como para notar alguna rareza en su conducta, puso a un lado el almanaque y le habló con el tono compungido que los de tierno corazón asignan a las penas que hace tiempo se enfriaron y murieron.
-Fue por estas fechas, hace dieciocho años, que mi padre dejó este mundo por uno mejor. Contó con un brazo amable que le sostuviera la cabeza y una voz bondadosa que lo animara, Rubén, en la hora final. Y el pensamiento del fiel cuidado que le prestaste me ha consolado en muchas ocasiones desde entonces. ¡Oh, morir sería horrible para un hombre solo en un lugar salvaje como este!
-Pídele al cielo, Dorcas -dijo Rubén con voz entrecortada-, pídele al cielo que ninguno de nosotros muera solo y quede sin enterrar en este bosque lúgubre.
Y se alejó de prisa, dejándola que vigilara el fuego bajo los tristes pinos.
Rubén Bourne aflojaba el paso a medida que se hacía menos aguda la punzada que sin intención le habían causado las palabras de Dorcas. Sin embargo, lo abrumaban numerosas y extrañas reflexiones; y, caminando más como sonámbulo que como cazador, no puede atribuirse a sus designios el hecho de que su tortuosa orientación lo hubiera mantenido en las cercanías del campamento. De modo imperceptible sus pasos fueron trazando un círculo; tampoco se dio cuenta de que estaba en los límites de un terreno muy poblado de vegetación, pero no de pinos. En lugar de estos últimos había robles y otras maderas duras; y rodeaban sus raíces tupidos matorrales que dejaban, empero, claros entre los árboles, cubiertos por una gruesa capa de hojarasca. Cuando se oía el susurro de las ramas o el crujir de los troncos, como si el bosque despertara de un sueño, Rubén alzaba por instinto el mosquete que descansaba en su brazo y echaba una mirada rápida y aguda a cada lado; pero, convencido en su atención parcial de que allí no había animal alguno, volvía a sumirse en sus cavilaciones. Meditaba en la extraña influencia que lo había desviado del curso prefijado hasta este recóndito paraje. Incapaz de penetrar en el rincón secreto del alma donde yacían escondidos sus motivos, creía que una voz sobrenatural lo había llamado y que una fuerza sobrenatural le había impedido retroceder. Confiaba en que el propósito del cielo fuera darle la oportunidad de expiar su pecado; tenía la esperanza de encontrar los huesos insepultos hacía tanto tiempo y de que, tras cubrirlos de tierra, la paz bañaría con su luz el sepulcro de su corazón. Fue despertado de estos pensamientos por un chasquido en la maleza, a cierta distancia del sitio por donde vagaba. Percibiendo que algo se movía tras las espesas frondas, disparó con el instinto de un montero y con la puntería de un tirador. Un gemido apagado, prueba de que había dado en el blanco, y mediante el cual hasta los animales expresan la agonía de la muerte, pasó inadvertido para Rubén Bourne. ¿Qué recuerdos lo asaltaban ahora?
El matorral hacia donde Rubén había disparado quedaba cerca de la cima de un promontorio y se enmarañaba al pie de una roca que, por la forma y lisura de uno de sus flancos, no dejaba de asemejarse a una enorme lápida. Su imagen persistía en la memoria de Rubén como reproducida en un espejo. Incluso reconoció las vetas que parecían componer una inscripción en caracteres olvidados. Todo seguía igual, con la excepción de que un espeso monte bajo envolvía la parte inferior de la roca y habría ocultado a Roger Malvin de haber estado aún recostado en ella. Pero a continuación Rubén echó de ver otro cambio efectuado por el tiempo desde que estuvo allí escondido en ese mismo sitio, tras la raíz terrosa del árbol descuajado. El roblecillo en el que había atado el símbolo ensangrentado de su promesa había crecido bastante, convirtiéndose en un árbol ciertamente distante del pleno desarrollo, pero con una nada exigua extensión del umbroso ramaje. Exhibía una peculiaridad que hizo temblar a Rubén. Las ramas del medio para abajo eran de una vitalidad exuberante y el follaje excesivo orlaba el tronco casi hasta el suelo; pero una plaga al parecer había atacado la parte superior del roble y la rama más alta aparecía marchita, privada de savia y por completo muerta. Rubén recordó cómo ondeaba la pequeña bandera en esa última rama, verde y lozana dieciocho años atrás. ¿De quién era la culpa que la había maldecido?
***
Dorcas, tras la partida de los dos cazadores, continuó preparando la comida de esa noche. La rústica mesa era el tronco invadido de musgo de un gran árbol derribado. En la parte más ancha había extendido un mantel de blancura inmaculada y había dispuesto lo que quedaba de los relucientes cubiertos de peltre que habían sido su orgullo en el asentamiento. Extraña vista la de aquel limitado rincón de solaz hogareño en la desierta entraña de la naturaleza. El sol se demoraba todavía en las ramas más altas de los árboles que crecían en las lomas; pero las sombras de la noche se hacían más oscuras en la hondonada donde habían instalado el campamento y la lumbre se ponía más roja mientras reverberaba en los altos troncos de los pinos y oscilaba en los negros matorrales que bordeaban el paraje. El corazón de Dorcas no se sentía triste, puesto que presentía que era mejor viajar por la espesura con dos seres queridos que ser una mujer desamparada en medio de un gentío indiferente. Mientras se ocupaba en componer asientos de madera carcomida cubriéndolos con hojas para Rubén y el hijo, su voz danzaba por el sombrío bosque al compás de una tonada que había aprendido en la juventud. La tosca melodía, creación de un bardo que no alcanzó la fama, se refería a una noche de invierno en una cabaña en la frontera, en la que, protegida de incursiones salvajes por la nieve apilada, la familia se reunía llena de contento junto al fuego. La canción poseía el anónimo encanto del pensamiento que no se tomó en préstamo, pero en particular había tres o cuatro versos repetidos que fulguraban aparte de los otros como las llamas del hogar cuyos placeres celebraban. En ellos, con la magia de unas pocas y sencillas palabras, el poeta había infundido la mismísima esencia del amor doméstico y la dicha hogareña. Eran al mismo tiempo poesía y retrato. Mientras Dorcas cantaba, las paredes del hogar abandonando volvían a rodearla; ya no veía más los tristes pinos ni escuchaba el viento que, al iniciarse cada verso, soplaba gravemente entre las ramas y que se extinguía con un sordo quejido por el peso de aquella tonada. La espabiló el estallido de un arma en las cercanías; y el sonido repentino, o bien su soledad junto a la hoguera, la hizo temblar violentamente. Al momento siguiente echó a reír con el orgullo de un corazón materno.
-¡Mi hermoso cazador! ¡Mi niño ha matado un venado! -exclamó, recordando que Cyrus había salido en la dirección de donde procedió el disparo.
Esperó un rato prudente a que se oyeran los ligeros pasos de su hijo, saltando por la crujiente hojarasca para contarle de su éxito. Pero él no aparecía, de modo que envió en su busca un alegre llamado entre los árboles.
-¡Cyrus, Cyrus!
Todavía demoraba en llegar, así que, puesto que la detonación parecía haber venido de muy cerca, decidió ir a buscarlo en persona. Además, podría necesitar su ayuda para traer la carne de venado que, en su ilusión, había conseguido. Partió pues, dirigiendo los pasos por el sonido recordado y cantando al andar para que el muchacho se percatara de su aproximación y corriera a su encuentro. Detrás de cada árbol y en cada escondrijo entre los matorrales esperaba toparse el rostro de su hijo, riendo con la malicia juguetona que nace del cariño. El sol ahora se había puesto tras el horizonte y la luz mortecina que se filtraba entre las hojas bastaba para conjurar múltiples espejismos en su acuciosa fantasía. Varias veces le pareció ver su cara borrosa atisbando entre el follaje; y en una ocasión le pareció que él le hacía señas al pie de un peñasco. Pero al fijar la mirada en aquella figura descubrió que no era más que el tronco de un roble orlado hasta el suelo de ramitas, una de las cuales sobresalía entre las otras y era mecida por la brisa. Bordeando la base de la roca se encontró de pronto al lado de su esposo, que había llegado por otro lado. Apoyado en la culata del mosquete, cuya boca apuntaba contra las hojas secas, parecía absorto en la contemplación de un objeto a sus pies.
-¿Qué es esto, Rubén? ¿Mataste un venado y te dormiste sobre él? -exclamó Dorcas, riendo con alegría tras dar una ojeada superficial a su postura y su semblante.
Él no se movió ni volvió sus ojos hacia ella; y un temor escalofriante, vago en su origen y en su objeto, comenzó a helarle la sangre en las venas. Entonces se dio cuenta de que la cara de su esposo mostraba una palidez cadavérica y de que sus rasgos estaban tiesos, como si no pudieran asumir una expresión distinta del terrible desespero que había cuajado en ellos. No daba la menor muestra de haber notado su llegada.
-¡Por amor al cielo, Rubén, háblame! -gritó Dorcas; y el extraño sonido de su propia voz la asustó más que el silencio total.
Su marido reaccionó, la miró a la cara, la condujo al frente de la roca y señaló con el dedo.
¡Ay, allí yacía el muchacho, dormido, pero no soñando, sobre las hojas secas del bosque! La mejilla descansando en el brazo; los rizos echados hacia atrás, despejada la frente; los miembros levemente relajados. ¿Lo había rendido un súbito cansancio? ¿Lo iría a despertar la voz de la madre? Pero ella sabía que se trataba de la muerte.
-Esta piedra anchurosa es la lápida de tu sangre cercana, Dorcas -dijo su esposo-. Verterás tus lágrimas al mismo tiempo por tu padre y tu hijo.
Ella no lo escuchó. Profiriendo un alarido desgarrado que parecía venir de las profundidades de su alma doliente, perdió el sentido y se desplomó al lado de su muchacho muerto. En ese instante la rama marchita del roble se desprendió en el aire quieto y cayó hecha pedazos en la roca, en las hojas, en Rubén, en la mujer y el hijo, en los huesos de Roger Malvin. Y fue así que se abrió el corazón de Rubén y brotaron las lágrimas como agua de una piedra. El desdichado adulto vino a pagar la promesa hecha por el joven herido. Reparó su pecado… se había levantado la maldición que pesaba sobre él. En la misma hora en que derramó sangre más preciada que la propia, una oración, la primera en años, subió al cielo salida de los labios de Rubén Bourne.
FIN

“Roger Malvin’s Burial”,
Mosses from an Old Manse, 1832
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