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domingo, 29 de octubre de 2017

Cuento infantil: Barba Azul

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Cuento infantil: Barba Azul

Adaptado por Charles Perrault y publicado por este en 1697, Barba Azul se ha consolidado desde entonces como uno de los grandes cuentos infantiles de todos los tiempos. Tal es su importancia que ha sido adaptado al cine, la ópera, los cómics, etcétera.
Barba Azul es la historia de un estigma físico por una parte (un hombre rico es rechazado por tener la barba azul) y por otra parte es la historia de una tentación imposible de sortear de quien acaba casándose con él.
Como ocurre tantas veces en los cuentos, el marido parte de viaje y deja a la mujer en casa, lo cual, forzosamente, tendrá grandes consecuencias en el desarrollo de la narración.
Barba Azul, aun siendo un cuento infantil, carece de la fantasía y la ingenuidad de otras historias del género. Esto quizá no le resta valor al relato sino que le da un extra.

Cuento infantil: Barba Azul

Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles tapizados de brocado y carrozas completamente doradas; pero, por desgracia, aquel hombre tenía la barba azul: aquello le hacía tan feo y tan terrible, que no había mujer ni joven que no huyera de él.
Una distinguida dama, vecina suya, tenía dos hijas sumamente hermosas. Él le pidió una en matrimonio, y dejó a su elección que le diera la que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de tomar por esposo a un hombre que tuviera la barba azul. Lo que tampoco les gustaba era que se había casado ya con varias mujeres y no se sabía qué había sido de ellas.
Barba Azul, para irse conociendo, las llevó con su madre, con tres o cuatro de sus mejores amigas y con algunos jóvenes de la localidad a una de sus casas de campo, donde se quedaron ocho días enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza y de pesca, bailes y festines, meriendas: nadie dormía, y se pasaban toda la noche gastándose bromas unos a otros. En fin, todo resultó tan bien, que a la menor de las hermanas empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy honesto.
En cuanto regresaron a la ciudad se consumó el matrimonio.
Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su mujer que tenía que hacer un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas, por un asunto importante; que le rogaba que se divirtiera mucho durante su ausencia, que invitara a sus amigas, que las llevara al campo si quería y que no dejase de comer bien.
–Éstas son –le dijo– las llaves de los dos grandes guardamuebles; éstas, las de la vajilla de oro y plata que no se saca a diario; éstas, las de mis cajas fuertes, donde están el oro y la plata; ésta, la de los estuches donde están las pedrerías, y ésta, la llave maestra de todos las habitaciones de la casa. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete del fondo de la gran galería del piso de abajo: abrid todo, andad por donde queráis, pero os prohíbo entrar en ese pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal suerte que, si llegáis a abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de mi cólera.
Ella prometió observar estrictamente cuanto se le acababa de ordenar, y él, después de besarla, sube a su carroza y sale de viaje.
Las vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a buscarlas para ir a casa de la recién casada, de lo impacientes que estaban por ver todas las riquezas de su casa, pues no se habían atrevido a ir cuando estaba el marido, porque su barba azul les daba miedo.
Y ahí las tenemos recorriendo en seguida las habitaciones, los gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y ricos. Después subieron a los guardamuebles, donde no dejaban de admirar la cantidad y la belleza de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos, donde se veía uno de cuerpo entero, y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata y otros de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que se pudo ver jamás. No paraban de exagerar y envidiar la suerte de su amiga, que sin embargo no se divertía a la vista de todas aquellas riquezas, debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del piso de abajo.
Se vio tan dominada por la curiosidad, que, sin considerar que era una descortesía dejarlas solas, bajó por una pequeña escalera secreta, y con tal precipitación, que creyó romperse la cabeza dos o tres veces.
Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un rato, pensando en la prohibición que su marido le había hecho, y considerando que podría sucederle alguna desgracia por ser desobediente; pero la tentación era tan fuerte, que no pudo resistirla: cogió la llavecita y, temblando, abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban cerradas; después de algunos momentos empezó a ver que el suelo restos de sangre de las mujeres anteriores que había tenido Barba Azul. Creyó que se moría de miedo, y la llave del gabinete, que acababa de sacar de la cerradura, se le cayó de las manos.
Después de haberse recobrado un poco, recogió la llave, volvió a cerrar la puerta y subió a su habitación para reponerse un poco; pero no lo conseguía, de lo angustiada que estaba.
Habiendo notado que la llave estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por más que la lavaba e incluso la frotaba con arena y estropajo, siempre quedaba sangre, pues la llave estaba encantada y no había manera de limpiarla del todo: cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía en otro.
Barba Azul volvió aquella misma noche de su viaje y dijo que había recibido cartas en el camino que le anunciaban que el asunto por el cual se había ido acababa de solucionarse a su favor. Su mujer hizo todo lo que pudo por demostrarle que estaba encantada de su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo que había pasado.
–¿Cómo es que –le dijo– la llave del gabinete no está con las demás?
–Se me habrá quedado arriba en la mesa –contestó.
–No dejéis de dármela enseguida –dijo Barba Azul.
Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que traer la llave.
Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer:
–¿Por qué tiene sangre esta llave?
–No lo sé –respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte.
–No lo sabéis –prosiguió Barba Azul–; pues yo sí lo sé: habéis querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis en él e iréis a ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis visto.
Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón con todas las muestras de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y afligida como estaba, hubiera enternecido a una roca; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
–Señora, debéis de morir –le dijo–, y ahora mismo.
–Ya que he de morir –le respondió, mirándole con los ojos bañados en lágrimas–, dadme un poco de tiempo para encomendarme a Dios.
–Os doy medio cuarto de hora –prosiguió Barba Azul–, pero ni un momento más.
Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo:
–Ana, hermana mía (pues así se llamaba), por favor, sube a lo más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me prometieron que vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para que se den prisa.
Su hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre afligida le gritaba de cuando en cuando:
–Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana le respondía:
–No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.
Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer:
–¡Baja en seguida o subiré yo a por ti!
–Un momento, por favor –le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito:
–Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana respondía:
–No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.
–¡Vamos, baja en seguida –gritaba Barba Azul– o subo yo a por ti!
–Ya voy –respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana:
–Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
–Veo –respondió su hermana– una gran polvareda que viene de aquel lado.
–¿Son mis hermanos?
–¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas.
–¿Quieres bajar de una vez? –gritaba Barba Azul.
–Un momento –respondía su mujer; y luego volvía a preguntar:
–Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
–Veo –respondió– dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos.
–¡Alabado sea Dios! –exclamó un momento después–. Son mis hermanos; estoy haciéndoles todas las señas que puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló.
La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa y desmelenada.
–Es inútil –dijo Barba Azul–, tienes que morir.
Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza.
La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para recogerse.
–No, no –dijo–, encomiéndate a Dios.
Y, levantando el brazo…
En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, que Barba Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se abrió vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directos hacia Barba Azul. Él reconoció a los hermanos de su mujer, el uno dragón y el otro mosquetero, así que huyó enseguida para salvarse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes de que pudiera alcanzar la salida. Le atravesaron el cuerpo con su espada y lo dejaron muerto.
La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, y así su mujer se convirtió en la dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en comprar cargos de capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre muy honesto, que le hizo olvidar los malos ratos que había pasado con Barba Azul.

EL VIAJERO, un microrrelato de Miguel Bravo Vadillo

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EL VIAJERO, un microrrelato de Miguel Bravo Vadillo

Al viajero le gusta pasear sin rumbo fijo y registrar los distintos olores que desprenden los jardines, las tiendas, los restaurantes de cada nueva ciudad que visita. A la hora acostumbrada degusta algún guiso popular; más tarde, se interesa por su arte, sus tradiciones y costumbres. Observador nato, el viajero rastrea aquellos tesoros que suelen pasar desapercibidos a los habitantes del lugar, pero que se muestran con apasionada novedad a la mirada escrutadora del recién llegado. A pesar de todo, nunca consigue adaptarse a esas ciudades que, al cabo, considera extrañas; y lo bueno que encuentra en ellas lo juzga una leve sombra, una mala copia de su ciudad natal, cuya sola reminiscencia le hace sentir una profunda nostalgia.
Hoy, muchos años después de salir de ella, el viajero ha regresado a esa ciudad ideal que él juzga la única verdadera; y, aunque nada puede ver con los ojos ni tocar con las manos, siente que todo permanece puro y perfecto, pues cuanto allí existe es incorruptible esencia que solo el pensamiento sabe captar. Entonces, una indecible alegría desborda su alma: allí no hay lugar para los prejuicios ni para la opinión, allí todo está bien; y el viajero comprende que por fin podrá comenzar a vivir según su anhelo.
¡Vivir! Y, sin embargo, sus familiares y amigos –habitantes de una ciudad imperfecta– lloran desconsolados mientras dan el último adiós a su cadáver.

domingo, 22 de octubre de 2017

“Catedral”, de Raymond Carver

https://narrativabreve.com/2013/09/cuento-raymond-carver-catedral.html


Cuento de Hebe Uhart: Mi tío de Lima

En 2015, Carlos Pardo escribía en Babelia acerca de ese libro: “(…) cada frase de Hebe Uhart es una lección de cercanía y la evidencia de que es una de las mejores escritoras de nuestro idioma”.
Babelia, 2 de marzo de 2016
Nuestro colaborador Ernesto Bustos Garrido nos ofrece hoy un cuento de Hebe Uhart, escritora argentina que ganó recientemente el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, dotado con 60 mil dólares, medalla y diploma. En el jurado había grandes plumas como César Aira,  Martín KohanAlejandra CostamagnaRamón Díaz Eterovic y Jorge Volpi.
“Mi tío de Lima” es un relato-escena que narra el encuentro entre una familia compuesta por tres generaciones de mujeres (abuela, madre e hija), que narra la llegada de un pariente que vive en Lima, del que nada sabían desde hacía cuarenta años.
El cuento pertenece a la antología Camilo asciende, publicado en el diario La Nación de Buenos Aires.

Mi tío de Lima, un relato corto de Hebe Uhart

–¿Con quién vives tú?
–Con mi mamá, mi papá y mi abuelita –dije.
–Ve a llamar a tu mamá, ¿quieres? Dile que vino José Mazzini de Lima.
Observé que la fórmula peruana para pedir una cosa era diferente: él no quería decir si yo quería ir a llamar a mi mamá, era como si dijera: “Quiero que llames a tu mamá con tu consentimiento”, pero disentir era imposible.
La voz era rica, plena, suave. No era una voz de argentino. Era como si brotara de algún lugar profundo dentro de él y como si vibrara un poquito en su cuerpo.
–¡Vino José Mazzini de Lima!
–Abrí la puerta del comedor –dijo mi mamá.
Ella se acomodó el pelo y acomodó una silla. Estaba nerviosa: hacía 40 años había llegado el tío Pipotto de Lima justo el día en que se escaparon los chanchos. Ahora este tío y el comedor estaba desordenado,
–¡Sacá esos trapos! ¡No servís para nada!
Habitualmente esa observación me irritaba, pero esa vez no me afectó; venía un pariente de Lima y por eso mismo iba a esconder los trapos en un lugar insólito: detrás de un jarrón de porcelana; ojalá que se asomaran un poco.
Finalmente mi mamá salió, ya con cara de recibir visita. La cara de visita era para todos igual: afable, cortés, casi siempre desenvuelta, como si de antemano descontara que iba a recibir un gran placer. Con esa misma cara recibía a una amiga íntima y también a la señora de Bastión, que tenía un hijo mogólico de 40 años y explicaba minuciosamente cómo le cortaba la carne en pedacitos para que no se atragantara. Salió a la calle y dijo:
–¿Qué tal? –como si lo hubiera visto hace un año.
Mi tío de Lima, con la voz un poco emocionada, con un leve matiz de duda para que la emoción fuera después más plena y el encuentro más histórico, le dijo:
–Tú eres Emilia, ¿ya?
–Y tú José –dijo mi mamá hablando de tú seguramente por contagio. Nunca la había oído hablar de tú y pensé que a lo mejor lo haría en otras oportunidades que yo desconocía.
Se abrazaron y José tenía los ojos brillosos. Entonces mi mamá dijo:
–A ver…Vos sos hijo de Cayetano.
–No –dijo–, de Juanito. Cayetano tuvo dos hijos: uno volvió a Italia y el segundo, Marcos…
–Pero es cierto –dijo mi mamá un poco fastidiada porque se había equivocado–. ¡Qué tonta! Si sos hermano de…
Cuando se estableció bien la filiación, lo invitó al comedor a sentarse en unas sillas duras, altas e incómodas. Mi tío de Lima se sentó sin reparar en ellas como si una silla fuera un obstáculo útil para sentarse, y siguió muy emocionado.
–¿Y la tía Teresa? –dijo.
No dijo “la tía”; dijo algo así como “la zia”. Claro, resulta que era sobrino de mi abuela. Pero mi abuela estaba en su pieza, sentada en su cama rezando, acomodando todas las estampitas como para un solitario y no sabía que había venido un sobrino. Ella acomodaba todas las estampitas sobre la cama, les rezaba y las cambiaba de lugar de acuerdo con algún orden.
Ella rezaba para todos, pero quién sabe si se acordaba de ese sobrino.
Mi mamá dijo:
–Un momentito, le voy a avisar. Quedate con el tío José.
El tío José me sonrió y me contó cómo había venido.
Mi mamá no fue alborozada a decirle a mi abuela que había venido José; fue para ver si la abuela tenía las estampitas en orden sobre la frazada y para peinarla. Con el apuro, el peinado y es precipitación, mi abuela no entendía de qué se trataba. Sólo que era alguien de Lima. Mi abuela hizo un gesto como diciendo: “Justo ahora”. Estaba por la oración de San Francisco. Estaba atrasada en el rezo y ya venía atrasada del día anterior. Además quería estar con cierta majestad en la cama y sentía en ese momento que no tenía ninguna majestad, se sentía un poco débil. Mi mamá le puso colonia y mi abuela revivió. Le pidió a mi mamá que saliera y la dejara sola un minuto para prepararse para la visita. Mi abuela era imperiosa; tenía la nariz larga y afilada y la mandíbula sobresaliente; llevaba la boca siempre apretada y era flaca. Ella decía siempre:
–Pónelo cua. Pónelo la. Torna cuesto. Porta vía. Mete cuesto in la. Guarda cua. Tapa il sole. Ve in casa. Prego, levanta la stampa. Sta in calma.
Después entró mi tío de Lima a la pieza de mi abuela, y otra vez la filiación. Con mi abuela fue más largo el asunto; dijo que sí, que comprendía, pero me parece que dijo que entendía porque ya iba para largo. La verdad es que mi abuela, por tratarse de ella, hizo mucha alharaca. Ella también tenía una voz para las visitas y una amabilidad distinta, pero siempre como si el centro fuera ella. Ella sabía que era una anciana venerable que había vivido y trabajado duramente: no esperaba más que laureles y siempre cosechaba laureles y rosas de las visitas. Pero esta vez era diferente: le pidió a mi mamá estar a solas con su sobrino de Lima y mi mamá vio la parte práctica del asunto, que era hacer la comida, mandarme al almacén, etc. Todo esto era normal. Lo que no era normal era lo que se oía desde la pieza de mi abuela. MI abuela lloraba con la voz quebrada, como si le hubiera salido una voz finita, de viejita femenina, con agudos estridentes que nunca le había escuchado.
Se estaba confidenciando. Era una voz de víctima y de prima dona, a veces de pajarito. José le decía “tía” como si la hubiera visto toda la vida y le preguntaba cosas en italiano con esa voz rica y peruana. Mi abuela se había olvidado del italiano en la Argentina y siempre dijo que a ella Italia no le iba ni le venía. El italiano que ella hablaba era un idioma propio, una mezcla, y cuando tenía que hablar con unas amigas italianas, decía todo que sí para abreviar, pero la mitad no entendía. Pero ahora con el sobrino ella quería hacerse entender y él le hablaba un italiano perfecto y ella lo entendía. No se oían órdenes ni aseveraciones como de costumbre. A veces parecían lamentos, recuerdos. La voz de él era serena, un poco grave. Oí que mi abuela le preguntó:
–¿Il tuo padre vive ancora?
Preguntó con una voz humilde y temerosa, pero ya más en confianza, no con voz amable de visita, sino como si fuera un sobrino que ella viera cada tanto.
–No –dijo él–, papá falleció en el 50. ¿A ver? Espera. Sí, digo bien, en el 50 porque…
Lo dijo en tono neutro, objetivo, como si recordara la fecha de la muerte de un presidente.
–Ah –dijo medio desconcertada mi abuela–. ¿Y Caetán?
–Caetán falleció de joven, cuando la fiebre amarilla, espera, a ver si me equivoco… pero no, fue en el 18 –sorprendido–. ¿No lo supiste, pues?
–¡Emilia, Emilia! –dijo mi abuela llamando a grandes voces a mi mamá–. ¡Ha morto Caetán!
Se echó a llorar tapándose la cara con las manos. Yo nunca la había visto llorar a mi abuela. Mi mamá estaba haciendo tallerines y a salsa se estaba por quemar.
–Y claro, mamá –dijo mi mamá–. ¿No te acordás de que ya avisaron? Yo tengo la idea de que avisaron.
Y le habló por lo bajo a José, diciéndole que a mi abuela le fallaba un poco la memoria. Mi abuela agarró la estampa de San Cayetano; y como no veía casi nada hizo un esfuerzo para mirarlo bien a ver si era, y mientras, lloraba, pero no ya con esos sollozos impactantes, sino que se le lloraba.
Después vino otra vez mi tío de Lima a comer a mi casa Ese día habían puesto un mantel de supergala que yo no había visto nunca puesto, y la mejor vajilla. Yo jamás había visto todo el despliegue junto. Mi abuela se mostró amable, lo suficiente, y correctamente cariñosa.
Después que mi tío se fue, mi abuela, más imperiosa que de costumbre empezó a decir:
–Mételo cua. Guarda cuesto la. Súbito el trapo, ve.

Cuento seleccionado por Ernesto Bustos Garrido
*** Este cuento pertenece a la antología Camilo asciende, publicado en el diario La Nación de Buenos Aires.
Cuento de Hebe Uhart: El budín esponjoso

Cuento de Hebe Uhart: Mi tío de Lima

En 2015, Carlos Pardo escribía en Babelia acerca de ese libro: “(…) cada frase de Hebe Uhart es una lección de cercanía y la evidencia de que es una de las mejores escritoras de nuestro idioma”.
Babelia, 2 de marzo de 2016
Nuestro colaborador Ernesto Bustos Garrido nos ofrece hoy un cuento de Hebe Uhart, escritora argentina que ganó recientemente el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, dotado con 60 mil dólares, medalla y diploma. En el jurado había grandes plumas como César Aira,  Martín KohanAlejandra CostamagnaRamón Díaz Eterovic y Jorge Volpi.
“Mi tío de Lima” es un relato-escena que narra el encuentro entre una familia compuesta por tres generaciones de mujeres (abuela, madre e hija), que narra la llegada de un pariente que vive en Lima, del que nada sabían desde hacía cuarenta años.
El cuento pertenece a la antología Camilo asciende, publicado en el diario La Nación de Buenos Aires.

Mi tío de Lima, un relato corto de Hebe Uhart

–¿Con quién vives tú?
–Con mi mamá, mi papá y mi abuelita –dije.
–Ve a llamar a tu mamá, ¿quieres? Dile que vino José Mazzini de Lima.
Observé que la fórmula peruana para pedir una cosa era diferente: él no quería decir si yo quería ir a llamar a mi mamá, era como si dijera: “Quiero que llames a tu mamá con tu consentimiento”, pero disentir era imposible.
La voz era rica, plena, suave. No era una voz de argentino. Era como si brotara de algún lugar profundo dentro de él y como si vibrara un poquito en su cuerpo.
–¡Vino José Mazzini de Lima!
–Abrí la puerta del comedor –dijo mi mamá.
Ella se acomodó el pelo y acomodó una silla. Estaba nerviosa: hacía 40 años había llegado el tío Pipotto de Lima justo el día en que se escaparon los chanchos. Ahora este tío y el comedor estaba desordenado,
–¡Sacá esos trapos! ¡No servís para nada!
Habitualmente esa observación me irritaba, pero esa vez no me afectó; venía un pariente de Lima y por eso mismo iba a esconder los trapos en un lugar insólito: detrás de un jarrón de porcelana; ojalá que se asomaran un poco.
Finalmente mi mamá salió, ya con cara de recibir visita. La cara de visita era para todos igual: afable, cortés, casi siempre desenvuelta, como si de antemano descontara que iba a recibir un gran placer. Con esa misma cara recibía a una amiga íntima y también a la señora de Bastión, que tenía un hijo mogólico de 40 años y explicaba minuciosamente cómo le cortaba la carne en pedacitos para que no se atragantara. Salió a la calle y dijo:
–¿Qué tal? –como si lo hubiera visto hace un año.
Mi tío de Lima, con la voz un poco emocionada, con un leve matiz de duda para que la emoción fuera después más plena y el encuentro más histórico, le dijo:
–Tú eres Emilia, ¿ya?
–Y tú José –dijo mi mamá hablando de tú seguramente por contagio. Nunca la había oído hablar de tú y pensé que a lo mejor lo haría en otras oportunidades que yo desconocía.
Se abrazaron y José tenía los ojos brillosos. Entonces mi mamá dijo:
–A ver…Vos sos hijo de Cayetano.
–No –dijo–, de Juanito. Cayetano tuvo dos hijos: uno volvió a Italia y el segundo, Marcos…
–Pero es cierto –dijo mi mamá un poco fastidiada porque se había equivocado–. ¡Qué tonta! Si sos hermano de…
Cuando se estableció bien la filiación, lo invitó al comedor a sentarse en unas sillas duras, altas e incómodas. Mi tío de Lima se sentó sin reparar en ellas como si una silla fuera un obstáculo útil para sentarse, y siguió muy emocionado.
–¿Y la tía Teresa? –dijo.
No dijo “la tía”; dijo algo así como “la zia”. Claro, resulta que era sobrino de mi abuela. Pero mi abuela estaba en su pieza, sentada en su cama rezando, acomodando todas las estampitas como para un solitario y no sabía que había venido un sobrino. Ella acomodaba todas las estampitas sobre la cama, les rezaba y las cambiaba de lugar de acuerdo con algún orden.
Ella rezaba para todos, pero quién sabe si se acordaba de ese sobrino.
Mi mamá dijo:
–Un momentito, le voy a avisar. Quedate con el tío José.
El tío José me sonrió y me contó cómo había venido.
Mi mamá no fue alborozada a decirle a mi abuela que había venido José; fue para ver si la abuela tenía las estampitas en orden sobre la frazada y para peinarla. Con el apuro, el peinado y es precipitación, mi abuela no entendía de qué se trataba. Sólo que era alguien de Lima. Mi abuela hizo un gesto como diciendo: “Justo ahora”. Estaba por la oración de San Francisco. Estaba atrasada en el rezo y ya venía atrasada del día anterior. Además quería estar con cierta majestad en la cama y sentía en ese momento que no tenía ninguna majestad, se sentía un poco débil. Mi mamá le puso colonia y mi abuela revivió. Le pidió a mi mamá que saliera y la dejara sola un minuto para prepararse para la visita. Mi abuela era imperiosa; tenía la nariz larga y afilada y la mandíbula sobresaliente; llevaba la boca siempre apretada y era flaca. Ella decía siempre:
–Pónelo cua. Pónelo la. Torna cuesto. Porta vía. Mete cuesto in la. Guarda cua. Tapa il sole. Ve in casa. Prego, levanta la stampa. Sta in calma.
Después entró mi tío de Lima a la pieza de mi abuela, y otra vez la filiación. Con mi abuela fue más largo el asunto; dijo que sí, que comprendía, pero me parece que dijo que entendía porque ya iba para largo. La verdad es que mi abuela, por tratarse de ella, hizo mucha alharaca. Ella también tenía una voz para las visitas y una amabilidad distinta, pero siempre como si el centro fuera ella. Ella sabía que era una anciana venerable que había vivido y trabajado duramente: no esperaba más que laureles y siempre cosechaba laureles y rosas de las visitas. Pero esta vez era diferente: le pidió a mi mamá estar a solas con su sobrino de Lima y mi mamá vio la parte práctica del asunto, que era hacer la comida, mandarme al almacén, etc. Todo esto era normal. Lo que no era normal era lo que se oía desde la pieza de mi abuela. MI abuela lloraba con la voz quebrada, como si le hubiera salido una voz finita, de viejita femenina, con agudos estridentes que nunca le había escuchado.
Se estaba confidenciando. Era una voz de víctima y de prima dona, a veces de pajarito. José le decía “tía” como si la hubiera visto toda la vida y le preguntaba cosas en italiano con esa voz rica y peruana. Mi abuela se había olvidado del italiano en la Argentina y siempre dijo que a ella Italia no le iba ni le venía. El italiano que ella hablaba era un idioma propio, una mezcla, y cuando tenía que hablar con unas amigas italianas, decía todo que sí para abreviar, pero la mitad no entendía. Pero ahora con el sobrino ella quería hacerse entender y él le hablaba un italiano perfecto y ella lo entendía. No se oían órdenes ni aseveraciones como de costumbre. A veces parecían lamentos, recuerdos. La voz de él era serena, un poco grave. Oí que mi abuela le preguntó:
–¿Il tuo padre vive ancora?
Preguntó con una voz humilde y temerosa, pero ya más en confianza, no con voz amable de visita, sino como si fuera un sobrino que ella viera cada tanto.
–No –dijo él–, papá falleció en el 50. ¿A ver? Espera. Sí, digo bien, en el 50 porque…
Lo dijo en tono neutro, objetivo, como si recordara la fecha de la muerte de un presidente.
–Ah –dijo medio desconcertada mi abuela–. ¿Y Caetán?
–Caetán falleció de joven, cuando la fiebre amarilla, espera, a ver si me equivoco… pero no, fue en el 18 –sorprendido–. ¿No lo supiste, pues?
–¡Emilia, Emilia! –dijo mi abuela llamando a grandes voces a mi mamá–. ¡Ha morto Caetán!
Se echó a llorar tapándose la cara con las manos. Yo nunca la había visto llorar a mi abuela. Mi mamá estaba haciendo tallerines y a salsa se estaba por quemar.
–Y claro, mamá –dijo mi mamá–. ¿No te acordás de que ya avisaron? Yo tengo la idea de que avisaron.
Y le habló por lo bajo a José, diciéndole que a mi abuela le fallaba un poco la memoria. Mi abuela agarró la estampa de San Cayetano; y como no veía casi nada hizo un esfuerzo para mirarlo bien a ver si era, y mientras, lloraba, pero no ya con esos sollozos impactantes, sino que se le lloraba.
Después vino otra vez mi tío de Lima a comer a mi casa Ese día habían puesto un mantel de supergala que yo no había visto nunca puesto, y la mejor vajilla. Yo jamás había visto todo el despliegue junto. Mi abuela se mostró amable, lo suficiente, y correctamente cariñosa.
Después que mi tío se fue, mi abuela, más imperiosa que de costumbre empezó a decir:
–Mételo cua. Guarda cuesto la. Súbito el trapo, ve.

Cuento seleccionado por Ernesto Bustos Garrido
*** Este cuento pertenece a la antología Camilo asciende, publicado en el diario La Nación de Buenos Aires.
Cuento de Hebe Uhart: El budín esponjoso

Cuento de terror de Abelardo Castillo: Mis vecinos golpean

Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a veces, me sobresalto sin motivo aparente, e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración de una historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escucha. Ellos ignoran que se trata de los ruidos, ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sordos), cuyo origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto.
A veces, el sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica velada quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen en las casas muy antiguas. Yo suspiro aliviado y, después de un momento, reanudo la conversación, puedo bromear o hablar con inteligencia, hasta con calma, esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas excesivamente nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier momento pueden volver a llamar. Pero otras veces los golpes se repiten con insistencia, y me veo obligado a levantar el tono de la voz, o a reír con fuerza, o a gritar como un loco. Mis amigos, que ignoran por completo lo que ocurre en la gran casa vecina, aseguran entonces que debo cuidar mis nervios y optan por no llevarme la contraria; lo hacen con buena intención, lo sé, pero esto da lugar a situaciones aún más terribles, pues, en mi afán de hacer que no oigan el tumulto, comienzo a vociferar por cualquier motivo, insensatamente, hasta que ellos menean la cabeza con un gesto que significa: ya es demasiado tarde. Y me dejan solo.

No recuerdo con exactitud cuándo empecé a oír los golpes: sin embargo, tengo razones para creer que el llamado se repitió durante mucho tiempo antes de que yo llegara a advertirlo. Mi madre, estoy seguro, también los oía; más de una vez, siendo niño, la he visto mirar furtivamente a su alrededor, o con el oído atento, pegado a la pared. Por aquel entonces yo no podía relacionar sus actitudes con ellos, pero, de algún modo, siempre intuí que el misterioso edificio (el blanco y enorme edificio rodeado de jardines hondos y circundado por un alto paredón) contra cuya medianera está levantada nuestra propia casa, ocultaba algún grave secreto. Recuerdo que una medianoche mi madre se despertó dando un grito. Tenía los ojos muy abiertos y se me antojaba imposible que nadie en el mundo pudiese abrir de tal manera los ojos. Torcía la boca con un gesto extraño, un gesto que, en cierto modo, se parecía a una sonrisa pero era mucho más amplio que una sonrisa vulgar: se extendía a ambos lados de la cara como las muecas de esas máscaras que yo había visto en carnaval. Sonriendo y mirándome así, me dijo, como quien cuenta un secreto:
–¿Has oído?
–No, madre –respondí, y la contemplaba extasiado, pues nunca había visto un gesto tan extraordinario y divertido como este que ahora tenía su cara.
–Son ellos –murmuró, moviendo rápidamente los ojos hacia todas partes, como si temiera que alguien que no fuese yo pudiera escuchar nuestra conversación–. Ellos quieren que vaya.
Nos reímos mucho aquella noche, y yo me dormí luego, apaciblemente entre sus brazos. A la mañana, mi madre no recordaba nada o no quería hacer notar que recordaba, y a partir de entonces se volvió cada día más reconcentrada y empezó a adelgazar. Usaba, lo recuerdo, un largo camisón blanco que la hacía parecer mucho más alta de lo que en realidad era, y se deslizaba, lentamente, junto a las paredes. Estoy seguro, sí, de que ella sabía quiénes viven del otro lado, y hasta es probable que también lo supieran mis parientes que –muy de tarde en tarde y, a medida que pasaba el tiempo, cada día con menos frecuencia– solían visitarnos; pues, en más de una ocasión, los he oído reconvenir a mi madre:
–Pero, Catalina, mujer, no tenías otro sitio donde instalarte que al lado de un…
Y callaban o bajaban el tono. Aunque, alguna vez, yo creí entender la palabra que ellos no se atrevían a pronunciar en voz alta. Luego agregaban que aquel sitio no era el más indicado para ella, ni siquiera para el niño, para mí, tan delicados, e indudablemente se referían a nuestro temperamento y al de toda mi familia, excitable y tan extraño.
Un día por fin se la llevaron. Ella no parecía del todo conforme pues gesticulaba y, según me parece ahora, hasta gritó. Pero yo era muy pequeño entonces y evoco confusamente aquellos años, tanto, que no podría asegurar que fueran nuestros familiares quienes la arrastraban aquel día hacia la calle. De cualquier modo, mi primera comunicación directa con ellos, los que viven del otro lado, se remonta a una época muy posterior a mi infancia.
Algo, alguna cosa triste u horrible, debió de haberme pasado aquella noche porque al llegar a mi casa y encerrarme en mi cuarto, apoyé la cabeza contra la pared. Al hacerlo, sentí un ruido atroz, un crujido, como si en realidad en vez de arrimarme a la pared me hubiera arrojado contra ella. Y, ahora que lo pienso, eso fue lo que ocurrió, porque un momento después yo estaba tendido en el piso y me dolía espantosamente el cráneo. Entonces, oí un sonido análogo –o mejor: idéntico– al que había hecho mi cabeza un segundo antes.
cuento de terror de Abelardo Castillo
Escritor Abelardo Castillo
No sé si debo contar lo que pasó de inmediato. Sin embargo, no es demasiado increíble: a todo el mundo le ha sucedido que oyendo un golpe a través del tabique de su habitación sienta la incontrolable necesidad de responder; no debe asombrar entonces que del otro lado llegara una especie de respuesta, y que, acto seguido, yo mismo repitiera el experimento. Aquella noche me divertí bastante. Creo que reía a carcajadas y daba toda clase de alaridos al imaginar, pared por medio, a un hombre acostado en el suelo dando topetazos contra el zócalo.
Como digo, este fue el origen de mi comunicación con los habitantes de la casa vecina (escribo «los habitantes» porque con el tiempo he advertido claramente que del otro lado hay, con toda seguridad, más de una persona, y hasta sospecho que se turnan para golpear), casa que mis parientes nunca mencionaron en voz alta, porque no se atrevían, pero que mi prima Laura nombró claramente una tarde, cuando, señalándome con su dedo malvado, dijo:
–Este vive al lado de un matrimonio.
Solo que ella dijo otra cosa, una palabra que en mis oídos de niño sonaba como matrimonio y que alcanzó a pronunciar un segundo antes de que alguien le tapara la boca con la mano.
Por eso mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que tal vez me aman realmente, ignoran el motivo de mis repentinos sobresaltos cuando ellos, los que viven pared por medio, me advierten que no se han olvidado de mí.
A veces, como he dicho, es un llamado sordo, rápido –una especie de tanteo o de insinuación velada–, que cesa de inmediato y que puede no volver a repetirse en horas, o en días, o aun en semanas. Pero en otras ocasiones, en los últimos tiempos sobre todo, se transforma en un tumulto imperioso, violento, que surge desde el zócalo a unos treinta centímetros del suelo –lo que no deja lugar a dudas acerca de la posición en que golpean, ya que no ignoro el instrumento que utilizan para tentarme– y siento que debo contestar, que es inhumano no hacerlo pues entre los que llaman puede haber algún ser querido, pero no quiero oírlos y hablo en voz alta, y río a todo pulmón, y vocifero de tal modo que mis buenos amigos menean la cabeza con un gesto triste y acaban por dejarme solo, sin comprender que no debieran dejarme solo, aquí, en mi cuarto fronterizo al gran edificio blanco, la gran casona blanca de ellos, oculta entre jardines hondos y custodiada por una alta pared.

Nota: Este relato tiene un leve toque a “Casa tomada” el célebre cuento de Julio Cortázar. “Mis vecinos golpean” es un relato fantástico sobre una cuestión que puede ser real, porque las paredes traslucen susurros, palabras, respiraciones y gemidos.
Ernesto Bustos Garrido

cuentosErnesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios; también en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, fundamentalmente en el diario La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta fue Secretario de Prensa del Presidente Eduardo Frei Montalva. En los setenta, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta, quizá tardíamente, transformarse en escritor.