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miércoles, 27 de noviembre de 2013

Rosa y el cascarudo [Cuento. Texto completo.] Mario de Andrade

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/por/andrade/rosa_y_el_cascarudo.htm


Belazarte me contó:No creo en bichos malignos, pero del cascarudo, no sé. Mire lo que sucedió con Rosa... Dieciocho años. Yo no sabía que los tenía. Nadie había reparado en eso. Ni doña Carlotita ni doña Ana, ya viejecitas y solteronas, ambas con cuarenta y muchos. Rosa había venido para acompañarlas a los siete años cuando se le murió la madre. Murió o dio la hija, que es lo mismo que morir. Rosa crecía. Su adorable tipo portugués se pulía poco a poco de las vaguedades físicas de la infancia. Diez años, catorce años, quince... Al final dieciocho en mayo pasado. Pero Rosa seguía con siete, por lo menos en lo que respecta a nuestra alma. Servía siempre a las dos solteronas con la misma fantasía caprichosa de la antigua Rosita. A veces limpiaba bien la casa, a veces mal. En ocasiones se olvidaba del palillero al poner la mesa para el almuerzo. Y en el cuarto acariciaba con la misma ignorancia de madre a la misma muñeca que, ¡no sé cuánto tiempo hace!, le había dado doña Carlotita con la intención de mostrarse simpática. Parece increíble, ¿no?, pero nuestro mundo está hecho de esos increíbles: Rosa, toda una muchacha ya, era infantil y de pureza infantil. Que las purezas como las morales son muchas y diferentes... cambian con los tiempos y con la edad... no debería ser así, pero es así, y no hay nada que discutir. Pero con dieciocho años en 1923, Rosa poseía la pureza de los niños de... allá por la batalla del Riachuelo1 más o menos... Eso: de los niños de 1865. ¡Rosa... qué anacronismo!
En la casita en la que vivían las tres, camino de la Lapa2, su juventud se desarrolló sólo en el cuerpo. También salía poco y la ciudad era para ella el viaje que uno hace una vez por año cuando mucho, por algún finado. Entonces doña Ana y doña Carlotita se vestían de seda negra, ¡sí señor! Se ponían toda esa seda negra haciendo barullo que era una lástima. Rosa acompañaba a las patronas con su ropa fina más nuevita, llevando los jarros de leche y las plantas de la huerta. Iban a Aratá3 donde reposaba el recuerdo del capitán Fragoso Vale, padre de las dos tías. Junto al mármol raso doña Carlotita y doña Ana lloraban. Rosa lloraba también para hacer compañía. Notaba que las otras lloraban, se imaginaba que era necesario llorar también, ¡enseguida!, llanto llanto... abría los pequeños grifos de los ojos negros negros, que brillaban aun más. Después visitaban haciendo comentarios las tumbas endomingadas. Aquel olor... Velas derretidas, familias descansando, agitación dificultosa para tomar el ómnibus... ¡qué aturdimiento, Dios mío! ¡La impresión llena de miedos era desagradable!
Anualmente ese viaje grande de Rosa. No más: llegadas hasta la iglesia de la Lapa algún domingo suelto y en Semana Santa. Rosa no soñaba ni maduraba. Siempre atendiendo la huerta y a doña Carlotita. Atendiendo la cena y a doña Ana. Todo con la misma igualdad infantil que no implica desamor, no. Ni era indiferencia, era no imaginar las diferencias, eso sí. Uno pone diez dedos para hacer la comida, dos brazos para barrer la casa, un pedacito de amistad para Fulano, tres pedacitos de amistad para Zutano que es más simpático, una mirada a la bonita vista de al lado con el campanario de Nuestra Señora de O4 en un embobamiento allá lejos, y de sopetón, ¡zás! se hace todo amor como en el truco5 para ver si toca una buena mano. Así es como hacemos... Rosa no lo hacía. Era siempre el mismo pedazo de cuerpo que ponía en todas las cosas: dedos, brazos, vista y boca. Lloraba con eso y con eso mismo atendía a doña Carlotita.
Indistinta y bien barridita. Vacía. Una hermanita. El mundo no existía para... ¡qué hermana!, santita de iglesia perdida en los alrededores de Évora.6 Hablo de la santita representativa que está en el altar, hecha de argamasa pintada. La otra, la representada, usted bien sabe: está allá en el cielo sin interceder por nosotros... Rosa, si se precisaba, intercedía. Pero sin saber por qué. Intercedía con el mismo pedazo de cuerpo, dedos, brazos, vista y boca, sin nada más. La pureza, la infantilidad, la pobreza de espíritu se empañaban en una redoma que la separaba de la vida. ¿Vecindad? Sólo la casita de más allá, en la misma calle sin vereda, barrio oscuro, verde de pasto libre. La callejuela era engullida en un arrebato por la confusión civilizada de la calle de los tranvías. Pero ya en la esquina el almacencito de don Costa le impedía a Rosa entrar en la calle de los tranvías. Y don Costa pasaba de los cincuenta, viudo sin hijos, pitando de su pipa maloliente. Rosa se detenía allí. El almacén movía toda la dinámica alimenticia de la existencia de doña Ana, de doña Carlotita y de ella. Y eso en las horas apuradas de la mañana, después de hervir la leche que el lechero dejaba muy temprano en el portón.
Rosa saludaba a las vecinas de la otra casa. De tanto en tanto se paraba un minuto para conversar con Ricardita. Pero no tenía tema, ¿qué tenía que hacer? partir enseguida. Con esas despreocupaciones de vivir y de disfrutar de la vida, ¡cómo podía reparar en su propia juventud!, no podía. El único que reparó en eso fue Juan. Primero él envolvía los dos panes en el papel ceniciento y tiraba el paquete en la galería. Golpeaba para que supieran y se iba tlindliirim dlimdlrim, en su triciclo.
Solamente cuando había lluvia y viento, esperaba con el paquete en la mano.
-Buenos días.
-Buenos días.
-¡Qué lluvia!
-Un espanto.
-Hasta mañana.
-Hasta mañana.
Pero una vez, cuando envolvía los panes en el triciclo, vio que Rosa volvía del almacén. Esperó con toda naturalidad, no era ningún maleducado. El sol daba de lleno en el cuerpo que estaba llegando. Fue entonces que Juan reparó en el cambio de Rosa, era otra. Enteramente mujer con piernas bien delineadas y dos senos agudos conteniéndose en la lisura de la blusa, como el rubí del anillo dentro del guante. Así es... Juan no vio nada de eso, estoy fantaseando la historia. Después del siglo diecinueve los contadores parece que se sienten en la obligación de desmenuzar con descaro esas cosas. Ni aquel color de manzana camesa7 amorenada limpia... Ni aquellos ojos de esplendor solar... Juan reparó apenas en que tenía un malestar por dentro y concluyó que el malestar provenía de Rosa. Era Rosa la que le estaba causando eso, no tenía dudas. Derramó una risa perdida por la cara. Se fue atontado, sin decir bien ni siquiera "buenos días". Pero desde entonces no tiró más los panes desde la acera. Esperaba que Rosa viniera a buscarlos de su mano.
-¡Buenos días!
-Buenos días. ¿Por qué no los tiró?
-Es que... se pueden ensuciar.
-Hasta mañana.
-¡Hasta mañana, Rosa!
Sentía ese tal malestar y se iba.
Juan era casi una Rosa también. Sólo que tenía padre y madre, eso le enseña a uno. Y tal vez a causa de los veinte años... De verdad que había llegado a esa edad sin contacto con mujer, pero los sueños lo atizaban, vivía mordido de impaciencias cortas. Pero hacía pan, entregaba pan y se dormía temprano. Los domingos jugaba al fútbol en el Lapa Atlético. Cuando descubrió que no podía más vivir sin Rosa, le confesó todo al padre.
-Pues cásate, hijo. Es una muchacha buena, ¿no es así?
-Sí, padre.
-¡Pues entonces cásate! La panadería es tuya... no tengo más hijos... Y si la muchacha es buena...
Esa tarde doña Ana y doña Carlotita recibían la visita avergonzada de Juan. ¡Cómo costaba hablar de eso! Al final, cuando ellas adivinaron que ese muchacho, corto de palabras pero sereno de gestos, les llevaba a Rosa, se emocionaron mucho. Se emocionaron porque encontraron el asunto muy bonito, muy conmovedor. Y en un instante se dieron cuenta de que la criadota estaba hecha toda una muchacha ya. Precisaba casarse. ¡Qué maravilla, Rosa se casaba! ¡Iba a tener hijos! Ellas serían las madrinas... Casi se desvirgaban del gozo de ser madres de los hijos de Rosita. Se sentían abrazadas, apretadas y, ¡por la santa cruz!, cometían cada pecadote en el inconsciente...
-¡Rosa!
-¿Señora?
-¡Ven acá!
-¡Ya voy, sí señora!
Aún no sabían si Juan era bueno, pero parecía. Y querían disfrutar la turbación de Rosa y del joven, ¡qué maravilla! Apretados contra los batientes de la puerta relumbraron dieciocho años fresquitos.
-Rosa, fíjate. El joven vino a pedirte en casamiento.
-¡Pedir qué!...
-El joven dice que quiere casarse contigo.
Rosa hizo de la boca una rueda roja. Los dientes regulares muy blancos. No se avergonzó. No bajó los ojos. Rosa comenzó a llorar. Se escapó hacia adentro sollozando. Doña Carlotita la encontró sentada en el banquito junto al fogón. Lloraba con grititos, sollozaba encogiendo los hombros, desamparada.
-¡Rosa, qué es eso! ¿¡Entonces es así que se hace!? ¡Si tú no quieres, dilo!
-¡No! Doña Carlotita, ¡no! ¡Cómo puede ser! ¡Yo no quiero dejarla a usted!...
Doña Carlotita ponderó, disfrutó, aconsejó... Rosa no sabía para dónde ir, si se casaba; Rosa sólo sabía atender a doña Carlotita... Rosa se puso a llorar fuerte. Fue preciso taparle la boca, ¡alabado sea!, ¡para que el joven no escuchara, pobre! Al fin vino doña Ana para saber lo que sucedía, muerta de curiosidad.
Juan se quedó solo en la sala, no sabía lo que había pasado allá adentro, pero no obstante adivinando que le parecía que Rosa no gustaba de él.
Ahora sí, estaba realmente aturdido. Se avergonzó de la sala, de estar solo, no sé, fue tomando el sombrero y saliendo con paso de buey de carro. Abría los ojos espantado. Ahora se daba cuenta de que verdaderamente gustaba de Rosa. ¡El rechazo le produjo un dolor, pobre!...
Fue una tarde de silencio en su casa. El padre condenó, ofendió a la chica. Después, dándose cuenta que eso le hacía mal al hijo se calló.
Al día siguiente tiró el pan junto a la puerta y se fue. Le daba de repente un cosa extraña por dentro, venía de allá de debajo del cuerpo apretando, casi sofocaba, y la imagen de Rosa le salía por los ojos discutiendo con la vida indiferente de la calle y de la entrega del pan. ¡Gracias a Dios que llegó a casa! Pero le faltaban letras y calle para cultivar la tristeza. Y Rosa no aparecía para cultivar el deseo... Ese domingo él fue un zaguero estupendo. Gracias a él el Lapa Atlético venció. Venció porque de repentemente8 ella aparecía en su cuerpo y le daba aquella voluntad, es decir, dos voluntades: la... ya sabida, y la otra, de olvido y continuar dominando la vida... Entonces él veía la pelota, adivinaba para qué lado iba, se tiraba, ¡qué le importaba ahora recibir una patada en la cara!, ¡quebrarse la columna!, ¡qué reventara todo!, ¡que se muriese!, pero la pelota no tenía que entrar en el arco. Juan naturalmente pensaba que era a causa de la pelota.
Rosa, cuando vio que de verdad no dejaba a doña Ana y a doña Carlotita, tuvo un alegrón. Cantó. Ahora es que el cascarudo entra en escena... Rosa sintió una gran calma. Y no pensó más en Juan.
-¡Te olvidaste del palillero otra vez!
-¡Discúlpeme, doña Ana!
Continuó limpiando la casa unas veces bien otras mal. Continuó arrullando a la muñeca de porcelana. Continuó.
Esa noche de mucho calor, quiso dormir con la ventana abierta. Rodaba satisfecha el cuerpo desnudo dentro del camisón, y después se durmió. Un cascarudo entró, zzz, zzz, zzzuuuuuummmm, ¡paf! Rosa dormida se estremeció con la sensación de esas patas metálicas en el pecho. Abrió los ojos en la oscuridad. El cascarudo se paseaba lentamente. Encontró el orificio del camisón y avanzaba por el valle ardiente entre montes. Rosa imaginó una mordida horrible en el pecho, se sentó de un salto, comprimiendo el pecho. Con el movimiento, el cascarudo se despegó de la epidermis lisa y cayó en su barriga, zzz, tzzz... tic. Rosa lanzó un grito agudísimo. Se tumbó en la cama retorciéndose. El bicho seguía descendiendo, tzz... Al final se enmarañó tzz-tic, estaba preso. Rosa estiraba las piernas con endurecimientos de ataque. Rodaba. Cayó.
Doña Ana y doña Carlotita la encontraron así, espasmódica, con la espuma escurriéndose de un lado de la boca. Los ojos desorbitados relampagueando como brasa. ¡Pero cómo saber qué era! Rosa no hablaba, retorciéndose. Pero doña Ana, orientada por el gesto que la pobre repetía, descubrió el bicho. Lo arrancó con aspereza, aspereza para librar rápido a la joven. Y fue difícil calmarla... Se iba tranquilizando... de repente volvía todo y era tal cual el ataque, tiraba las cobijas, gruñía, retorciéndose, los ojos revirados, hum... Terror sin fundamento, bien se ve. Nueva faena. La lavaron, doña Carlotita se tomó el trabajo de encender el fuego para tener agua tibia que tranquiliza más, dicen. Le cambiaron el camisón, mucha agua con azúcar...
-También, dejaste la ventana abierta, Rosa...
Sólo dos horas después todo dormía en la casa otra vez. Todo no. Dos ojos fijos en la oscuridad, atentos a cualquier resabio perdido de luz y a las imágenes silenciosas de la oscuridad. Rosa no duerme en toda la noche. Finalmente escucha los ruidos de la casa despertando. Doña Ana viene a ver. Rosa finge dormir, enojada sin razón. ¡Tiene un odio de esa vieja! Tiene asco de doña Carlotita... Oye el estallido de la leña en el fuego. Escucha el ruido del pan arrojado contra la puerta de calle. Rosa se frota los dedos fuertemente por el cuerpo. Se despereza. Al final se levantó.
Ahora camina más pausada. Trae una seriedad aún nunca vista, en las comisuras de los labios. ¡Qué negruras en los párpados! Piensa que va a trabajar y trabaja. Limpia con deber toda la casa., poniendo diez dedos para hacer la comida, poniendo dos brazos para barrer, poniendo los ojos en la mesa para no olvidar el palillero. Doña Carlotita se resfrió. Entonces Rosa le da una porción de amistad. Le prepara té. Se sienta en la cabecera de la cama, velando mucho, sin hablar. Las dos viejas la miran desconfiadas. No la reconocen más y tienen miedo de la extraña. En efecto, Rosa cambió, es otra Rosa. Es una rosa abierta. Imperativa, enérgica. Se impone. Doña Carlotita tiene miedo de preguntarle si pasó bien la noche. Doña Ana tiene miedo de aconsejarle que descanse más. Es sábado sin embargo y podría limpiar la casa el lunes... Rosa limpia toda la casa como nunca la limpió. Hace una limpieza completa en su propio cuarto. La muñeca... Rosa le despega los últimos rizos de la cabeza, con gesto frío. Le hunde un ojo, portuguesamente, a lo Camões.9 Pero piensa que doña Carlotita se va a afligir. Uno nunca debe dar disgustos inútiles a los demás, la vida está ya tan llena de ellos... piensa. Suspira. Esconde la muñeca en el fondo de la canasta.
Cuando fue a dormir tuvo un miedo repentino: ¡dormir sola! ¡Y si se quedase soltera! No sé a qué hora la cama se le tornó insoportablemente solitaria. Se levanta. Abre de par en par la ventana, entra con el pecho en la noche, desesperadamente temeraria. Rosa espera al cascarudo. No hay cascarudos esa noche. Terminó cansándose en esa posición, a la espera. No sabía lo que estaba esperando. Nosotros sí que sabemos, ¿no? Pero el cascarudo no llegó. Era una noche calurosa... La vida palpitaba en un ardor de estrellas estallantes inmóviles. ¡Un silencio!... El sueño de todos los hombres, durmiendo indiferentes, sin amoldarse con ella... El olor de campo requemado endurecía el aire que dejó de circular, ¡no entraba en el pecho! No había absolutamente nada en la noche vacía. Rosa espera un poquito más... Desengañada, se acuesta después. Se adormece agitada. Sueña mezclas imposibles. Sueña que se acabaron todos los cascarudos de este mundo y que un grupo de muchachas se burla de ella zumbando: ¡Soltera!, a las carcajadas. Llora en sueños.
Al otro día doña Ana piensa que es necesario pasear a la joven. Van a misa. Rosa marcha adelante y va a enamorar a todos los hombres que encuentra. Tiene que atrapar uno. Cualquiera. Tiene que atrapar uno para no quedar soltera. En el almacén de don Costa, Pedro Mulatón ya llegó a beber el primer aguardiente del día. Rosa tira una línea para él que más parece de mujer de la vida. Pedro Mulatón siente un deseo fácil de ese cuerpo, y la sigue. Rosa lo sabe. ¿Quién es ese hombre? Eso no lo sabe. Aunque supiera que es vagabundo y borracho, es el primer hombre que encuentra, es preciso agarrarlo, si no, muere soltera. Ahora no enamorará más a nadie. Se finge inocente y virgen, riquezas que ya no tiene... Pero es artista y representa. De vez en cuando se da vuelta para mirar. Mira a doña Ana. Ríe para ella con esa risa provocante que llena los cuerpos de voluntad.
Al salir de misa, otra mirada más canalla aún. Pedro Mulatón se detiene en el almacén. Bebe más y trama cosas feas. Rosa imagina que falta azúcar, sólo para ir al almacén. Es Pedro quien le trae el paquete, conversando. La invita para la noche. Ella se niega porque así no se casará. Para él es indiferente: casarse o no casarse... Irá a pedirla.
Esta vez las dos tías ni llaman a Rosa, hombre repugnante ¿no? ¡Cómo iban a casarla con esos treinta y cinco años!... Por lo menos de treinta y cinco a cuarenta. Y mulato, amarillo pálido ya descolorido... por el aguardiente, ¡Virgen Santa!... Disculpe, pero Rosa no quería casarse. Entonces ella aparece y dice que quiere casarse con Pedro Mulatón. Ellas no le pueden aconsejar nada delante de él, despiden a Pedro. Van a recoger informaciones. Que vuelva el jueves.
Las informaciones son las que nos imaginamos, pésimas.
Vagabundo, chupandín, de mal carácter, no sirve. Rosa llora. Se va casar con Pedro Mulatón y si no la dejan, huye. Doña Ana y doña Carlotita ceden con la muerte en el alma.
Cuando Juan supo que Rosa se iba a casar, le vino una desesperación en la barriga. Salió atontado, para distraerse. Se encontró con unos compañeros y se le dio por la bebida. Lo dejaron por ahí, sentado en el cordón de la vereda, a la madrugada, totalmente borracho. El vigilante hizo que se levantara.
-¡Muchacho, no puedes dormir en este lugar! ¡Ve para tu casa!
Se fue, llorando, diciendo que no tenía la culpa. Después se acostó en el césped de una calle lateral y se durmió. El sol lo llamó. Dolor de cabeza, un gusto horrible en la boca... Y la vergüenza. Ni sabe cómo entró en su casa. La rabia del padre es terrible. ¡Qué insultos! Su hijo esto, su no sé qué más, palabras feas que dan escalofríos... Nadie se imaginaría que un hombre tan bueno pudiese decir esas cosas. ¡Bien!, todo hombre sabe palabrotas, basta tener un dolor desesperado para que salgan. Porque el padre de Juan sufre de veras. Tanto como la madre que sólo llora. Llora mucho. Juan tiene repugnancia de sí mismo. De repente, cuando vuelve del reparto, Carmela lo llama desde la cerca. Dice que Juan no debe beber así, porque la madre lloró mucho. Carmela llora también. Juan se da cuenta que si vuelve a tomar se va a hacer más daño. Jura que no va a caer otra vez en eso. Carmela y él suspiran mirándose. Quedándose allí.
Me estaba olvidando de Rosa... Cuento el resto de lo que sucedió con Juan otro día. Le prepararon un ajuar apurado, en menos de un mes. Aún en víspera del casamiento, doña Carlotita le insistió que dejase al novio. Pedro Mulatón era un infame, hasta un ratero, ¡Dios me perdone! Rosa no escuchó nada. Pateó el piso. Se quiso casar y se casó. Me dio que sentía que estaba equivocada, pero no quería pensar y no pensaba. Las dos solteronas lloraron mucho cuando ella partió casada y victoriosa, sin una lágrima. Dura.
Rosa fue muy infeliz.
FIN
Belazarte, 1934
NOTAS:
1. Riachuelo: decisiva batalla naval que se libró al sur de la ciudad de Corrientes durante la guerra con el Paraguay y en la cual resultaron victoriosas las armas brasileñas.
2. Lapa: barrio de Sao Paulo.
3. Aratá: cementerio de Sao Paulo.
4. Iglesia del barrio de la Lapa.
5. Campista: en el original, juego de naipes.
6. Évora: ciudad del sur de Portugal.
7. Manzana camesa: especie de manzana.
8. Derrepentemente: en el original, neologismo del autor que procuramos mantener.
9. Camoes: (1524-1580), escritor portugués, autor de Los Lusíadas (1572), epopeya que narra el viaje de Vasco da Gama a Oriente. Está considerado el gran poeta de la nacionalidad portuguesa y su nombre es todo un símbolo de su país. Perdió su ojo derecho luchando en África.
Traducción: Carlos Alberto Pasero

lunes, 25 de noviembre de 2013

El síndrome de Diógenes se puede prevenir a tiempo

http://www.espectador.com/salud/279028/el-sindrome-de-diogenes-se-puede-prevenir-a-tiempo

SALUD

El síndrome de Diógenes se puede prevenir a tiempo


Una enfermedad no tan conocida, el síndrome de Diógenes, enmarca patrones como el aislamiento social, la reclusión en el propio hogar, el abandono de la higiene y la acumulación de grandes cantidades de basura en el domicilio. Fue reconocida en 1975 y este año ingresó en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos Mentales. Nicolás Bottinelli licenciado en psicología, presentó una investigación realizada para la Defensoría del Vecino, "Síndrome de Diógenes: Impactos en el sujeto, la comunidad y los abordajes estatales". El Espectador dialogó con Fernando Rodríguez, defensor del vecino, para profundizar aspectos del trabajo.
Rodríguez lleva siete años en la Defensoría del vecino. En 2006 se registró el primer caso en que la entidad tomó cartas en el asunto. “Nos dimos cuenta de que era un fenómeno muy complejo, desconocido”.

La gestión de la Intendencia respecto a la problemática era prácticamente nula, la respuesta se reducía a “limpiar la casa por pedido y denuncia de los vecinos”, expresó.

La problemática, explicó Rodríguez, encierra una doble preocupación. Por un lado, el pedido de los vecinos, la solicitud de mantener la higiene de los espacios públicos y privados. Por otro lado, la salud de quien padece el síndrome de Diógenes, el derecho a la atención sanitaria. 

Rodríguez comentó que la Defensoría ha enfrentado “situaciones inhumanas”, verdaderos “basurales” en pequeñas habitaciones. 

El trabajo de la defensoría, según explicó Rodríguez, todavía no se efectúa a tiempo. Precisamente, se lo adjudicó al poco conocimiento que existe sobre el síndrome. Sin embargo, “no vale la alerta oportuna, si no hay respuesta oportuna”, sentenció.

De todos modos, hay indicadores como el “auto-abandono” o “descuido” en la higiene, “abandono” del cuidado sanitario, “ruptura de vínculos sociales”, dijo Rodríguez. 

En el cierre, Rodríguez subrayó la importancia de que el sistema de salud dé cuenta de esta realidad. “A veces estos pacientes se comportan con normalidad, tal vez el psiquiatra constate alguna patología, pero si no se observa la vida cotidiana del paciente, el terapeuta clínico puede llegar a no conocer ni cerca la situación que está viviendo”, concluyó.

 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Tandy [Cuento. Texto completo.] Sherwood Anderson

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/anderson/tandy.htm

Tandy[Cuento. Texto completo.]Sherwood Anderson
Vivió hasta la edad de siete años en una casa vieja, sin pintar, junto a un camino abandonado que arrancaba de Trunion Pike. Su padre no se ocupaba apenas de ella, y su madre había fallecido. Su padre se pasaba el tiempo discutiendo y discurriendo sobre religión. Afirmaba que él era un agnóstico; y de tal manera vivía absorto en la empresa de echar abajo las ideas que acerca de Dios se habían deslizado en el cerebro de sus convecinos, que no alcanzó a ver cómo se manifestaba Dios en aquella niñita que vivía tan pronto en un sitio como en otro, casi olvidada, gracias a la bondad de los parientes de su fallecida madre.

Llegó a Winesburgo un forastero que vio en la niña lo que no había visto su padre. Era un joven de elevada estatura, de pelo rojizo, que casi siempre estaba borracho. A veces solía sentarse en una silla delante de la New Willard House, con el padre de la niña, Tom Hard. Este hablaba, sosteniendo que no era posible la existencia de Dios; el extranjero lo oía sonriendo y guiñaba el ojo a los que estaban cerca de ellos. Se hicieron grandes amigos, él y Tom, y solían estar juntos muy a menudo.

El forastero era hijo de un rico negociante de Cleveland y había venido a Winesburgo con una finalidad. Quería curarse del hábito de la bebida, y pensó que tendría mayores probabilidades de luchar con aquel vicio que estaba aniquilándolo si ponía tierra de por medio entre él y sus amigos de la ciudad y se iba a vivir en un pueblo del campo.

Su estancia en Winesburgo no fue precisamente un éxito. La monotonía con que transcurrían las horas lo llevó a darse con más ahínco que nunca a la bebida. Pero acertó en una cosa. Puso a la hija de Tom Hard un nombre que encerraba un gran sentido.

Una tarde venía el forastero haciendo eses por la calle principal del pueblo, todavía con la resaca de una copiosa borrachera. Tom Hard estaba sentado en una silla, delante de la New Willard House, y tenía encima de las rodillas a su hijita, de cinco años entonces.

Sentado en el andén de madera, se hallaba a su lado George Willard. El forastero se dejó caer junto a él en una silla. Todo su cuerpo tiritaba; y cuando habló, su voz era temblorosa.

Era la hora del crepúsculo y la oscuridad se cernía sobre la población y sobre la línea del ferrocarril que pasaba frente al hotel, al pie de un pequeño declive. A lo lejos, hacia el oeste, resonaba el prolongado silbido de la locomotora de un tren de pasajeros. Un perro, que había estado durmiendo en mitad de la carretera, se levantó y empezó a ladrar. El forastero se puso a charlar sin ton ni son e hizo una profecía acerca de la niña que el agnóstico tenía en brazos.

-Vine a este pueblo para apartarme de la bebida -dijo, y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. No miraba a Tom Hard, sino que inclinaba el busto hacia adelante, con la mirada perdida en la oscuridad, como si estuviese viendo una visión-. Huí al campo para curarme, pero ha sido inútil. Les diré por qué.

Se volvió y miró a la niña que estaba sentada muy tiesa sobre la rodilla de su padre; ella le devolvió la mirada. El forastero puso la mano sobre el brazo de Tom Hard.

-No es la bebida mi única debilidad -dijo-. Tengo otra. Soy un enamorado y no he dado todavía con un objeto para mi amor. Esto tiene mucha importancia, y usted lo comprenderá si tiene suficiente experiencia para ello. Por esto es inevitable que yo acabe mal. Son pocos los que lo comprenden.

El forastero se calló como abrumado de tristeza, pero lo despertó un nuevo silbido de la locomotora del tren de pasajeros.

-No he perdido la fe. Lo digo muy alto. Pero he venido a parar a un lugar en el que nadie comprenderá mi fe -dijo con voz áspera. Dirigió una mirada intensa a la niña y empezó a hablar para ella, sin prestar atención al padre-. Esa mujer vendrá -dijo, y su voz se hizo ahora aguda y ansiosa-. Pero cuando llegue ya habré partido yo. ¿Te das cuenta? Las horas de nuestra cita no coinciden. Sería cosa del destino que hubiera dado yo con ella precisamente en una tarde como ésta, estando yo destrozado por el alcohol. y siendo ella tan sólo una niña.

Las espaldas del forastero empezaron a temblar violentamente; intentó hacer un cigarrillo, pero se cayó el papel de sus dedos temblorosos. Se puso furioso y gruñó:

-Creen que no tiene mérito el ser mujer y hacerse amar, pero yo sé muy bien lo que eso significa -exclamó, y se volvió otra vez hacia la niña-. Yo lo comprendo -dijo-. Tal vez soy yo el único hombre que lo comprende.

Su mirada vagó otra vez por la oscuridad de la calle.

-La conozco aún sin haberla visto nunca -continuó suavemente-. Conozco sus luchas y sus derrotas. Es precisamente por esas derrotas por lo que resulta para mí el único ser amado. Desde ahora las mujeres tendrán otro rasgo distintivo nacido de sus derrotas. He discurrido un nombre para esa condición. La llamo Tandy1. Discurrí este nombre cuando yo era un soñador auténtico y antes que mi cuerpo se envileciese. Es la condición de ser fuerte para ser amada. Es algo que los hombres necesitarían encontrar en las mujeres, pero que no lo encuentran.

El forastero se puso en pie y permaneció frente a Tom Hard. Su cuerpo se balanceaba atrás y adelante y parecía que iba a caerse; pero lo que hizo fue arrodillarse sobre la acera y llevar las manos de la niñita a sus labios de borracho, besándolas con éxtasis.

-Sé Tandy -le díjo ansiosamente-. Atrévete a ser fuerte y valerosa. Ese es el camino. Arriésgalo todo. Ten valor suficiente para atreverte a que te amen. Sé algo más que un hombre o mujer. Sé Tandy.

El forastero se levantó y se alejó tambaleándose por la calle. Uno o dos días después subió a un tren y regresó a su casa de Cleveland. Aquella misma noche de verano, después de la conversación frente al hotel, Tom Hard llevó a la niña a la casa de un pariente que la había invitado a pasar la noche en su casa. Caminando por la oscuridad, bajo los árboles, se olvidó de la charla del forastero y volvió a concentrar su pensamiento en la búsqueda de argumentos capaces de destruir la fe de los hombres que creían en Dios. Llamó a su hija por su nombre y ésta se echó a llorar.

-No quiero que me llamen así -declaró-. Quiero que me llamen Tandy, eso es, Tandy Hard.

La niña lloraba tan desconsoladamente que Tom Hard se enterneció y se puso a consolarla. Se detuvo bajo un árbol, la tomó en sus brazos y empezó a acariciarla.

-Vamos, sé buena -le dijo vivamente, pero ella no se tranquilizó. Se entregó con abandono infantil a su dolor, y su voz rompió el sosiego nocturno de la calle.

-Quiero ser Tandy. Quiero ser Tandy. Quiero ser Tandy Hard -exclamó, moviendo la cabeza y sollozando, como si su energía infantil no pudiese sostener aquella visión que las palabras del borracho habían despertado en ella.

FIN
1. "Tandy": Palabra inventada, sin sentido.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Odio desde la otra vida [Cuento. Texto completo.] Roberto Arlt


http://ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/arlt/odio_desde_la_otra_vida.htm
Odio desde la otra vida
[Cuento. Texto completo.]Roberto Arlt
Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:-Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?
El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:
-Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole la espalda era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.
Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo:
-Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.
Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró:
-Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla.
Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:
-Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo verde.
Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:
-Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo -y acto seguido el misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha.
Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural. Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba loco. Quizás el desconocido era un bribón que lo había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía.
El árabe prosiguió:
-Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: "Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así". Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto que ella le dijo eso?
Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:
-Usted y Lucía se odian desde la otra vida.
-...
-Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones.
Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda lo aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía.
-Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de ustedes podría odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya.
Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:
-¡Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.
Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro "assani", presto como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.
Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el Raisuli.
Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y lo invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:
-Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad.
Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos:
-Rakka, trae la pipa -y dirigiéndose a Fernando, aclaró:
-Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.
Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.
Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa.
Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!
Fernando examinó el filo de su yatagán -era reciente y tajante-, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.
Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.
Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte.
Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente lo protegían.
No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.
De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no lo conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:
-Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.
Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:
-Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.
Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.
-Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo?
Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:
-Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar...
Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.
Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros lo tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos lo obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que lo había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:
-Lucía, Lucía, soy inocente.
Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.
El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:
-Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él.
-Soy inocente -exclamó Fernando-. Lo encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.
Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a "Lucía". Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. "Lucía", rodeada de sus eunucos, lo observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. "Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:
-Afcha, échalo a los perros.
El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...
El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo:
-¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.
Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:
-Todo esto es extraño e increíblemente verídico.
Tell Aviv continuó:
-Si tú quieres puedes matar a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.
-No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.
Tell Aviv insistió.
-No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.
Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:
-Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.
Y levantándose, salió.
Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí lo encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:
-Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre...

miércoles, 6 de noviembre de 2013

El pequeño vigía lombardo [Cuento juvenil: Texto completo.] Edmundo de Amicis



http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/amicis/el_pequeno_vigia_lombardo.htm

El pequeño vigía lombardo
[Cuento juvenil: Texto completo.]Edmundo de Amicis
En 1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de las batallas de Solferino y San Martino, donde los franceses y los italianos triunfaron sobre los austriacos, en una hermosa mañana del mes de junio, una sección de caballería de Saluzo iba a paso lento, por una estrecha senda solitaria, hacia el enemigo, explorando el campo atentamente. Mandaban la sección un oficial y un sargento, y todos miraban a lo lejos delante de sí, con los ojos fijos, silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento, entre los árboles, las divisiones de las avanzadas enemigas.Llegaron así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho como de doce años, que descortezaba una gruesa rama con un cuchillo para proporcionarse un bastón. En una de las ventanas de la casa tremolaba al viento la bandera tricolor; dentro no había nadie: los aldeanos, izada su bandera, habían escapado por miedo a los austriacos. Apenas divisó la caballería, el muchacho tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un hermoso niño, de aire descarado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y enseñaba el pecho desnudo.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó el oficial parando el caballo-. ¿Por qué no has huido con tu familia?
-Yo no tengo familia -respondió el muchacho-. Soy expósito. Trabajo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.
-¿Has visto pasar a los austriacos?
-No, desde hace tres días.
El oficial se quedó un poco pensativo, después se apeó del caballo, y dejando a los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado: no se veía más que un pedazo de campo. "Es menester subir sobre los árboles", pensó el oficial; y bajó. Precisamente delante de la era se alzaba un fresno altísimo y flexible, cuya cumbre casi se mecía en las nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando primero el árbol y luego a los soldados; de pronto preguntó al muchacho:
-¿Tienes buena vista, chico?
-¿Yo? -respondió el muchacho-. Yo veo un gorrioncillo aunque esté a dos leguas.
-¿Sabrías tú subir a la cima de aquel árbol?
-¿A la cima de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo.
-¿Y sabrás decirme lo que veas desde allí arriba, si son soldados austriacos, nubes de polvo, fusiles que relucen, caballos...?
-Seguro que sabré.
-¿Qué quieres por prestarme este servicio?
-¿Qué quiero? -dijo el muchacho sonriendo-. Nada. ¡Vaya una cosa! Y después... si fuera por los alemanes, entonces por ningún precio: ¡pero por los nuestros!... Si yo soy lombardo.
-Bien; súbete, pues.
-Espere que me quite los zapatos.
Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, echó al suelo la gorra y se abrazó al tronco del fresno.
-Pero, mira... -exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobrecogido por un repentino temor.
El muchacho se volvió a mirarlo con sus hermosos ojos azules, en actitud interrogante.
-Nada -dijo el oficial-; sube.
El muchacho se encaramó como un gato.
-¡Miren adelante! -gritó el oficial a los soldados.
En pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas pero con el pecho descubierto, y su rubia cabeza, que resplandecía con el sol, parecía oro. El oficial apenas lo veía: tan pequeño resultaba allí arriba.
-Mira hacia el frente, y muy lejos -gritó el oficial.
El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la puso sobre los ojos a manera de pantalla.
-¿Qué ves? -preguntó el oficial.
El muchacho inclinó la cara hacia él, y, haciendo portavoz con su mano, respondió:
-Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.
-¿A qué distancia de aquí?
-Media legua.
-¿Se mueven?
-Están parados.
-¿Qué otra cosa ves? -preguntó el oficial después de un instante de silencio-. Mira a la derecha.
El chico dijo:
-Cerca del cementerio, entre los árboles, hay algo que brilla; parecen bayonetas.
-¿Ves gente?
-No; estarán escondidos entre los sembrados.
En aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire y fue a perderse lejos, detrás de la casa.
-¡Bájate, muchacho! -gritó el oficial-. Te han visto. No quiero saber más. Vente abajo.
-Yo no tengo miedo -respondió el chico.
-¡Baja!... -repitió el oficial-. ¿Qué más ves a la izquierda?
-¿A la izquierda?
El muchacho volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento otro silbido más agudo y más bajo hendió los aires. El muchacho se ocultó todo lo que pudo.
-¡Vamos -exclamó-, la han tomado conmigo!-. La bala le había pasado muy cerca.
-¡Abajo! -gritó el oficial con energía, furioso.
-En seguida bajo -respondió el chico-, pero el árbol me resguarda; no tenga usted cuidado. ¿A la izquierda quiere usted saber?
-A la izquierda -dijo el oficial-, pero baja.
-A la izquierda -gritó el niño, dirigiendo el cuerpo hacia aquella parte-, donde hay una capilla, me parece ver...
Un tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio al muchacho venir abajo, deteniéndose en un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose después de cabeza con los brazos abiertos.
-¡Maldición! -gritó el oficial, acudiendo.
El chico cayó a tierra de espaldas, y quedó tendido con los brazos abiertos, boca arriba: un arroyo de sangre le salió del pecho, a la izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos: el oficial se agachó y le separó la camisa; la bala le había entrado en el pulmón izquierdo.
-¡Está muerto! -exclamó el oficial.
-¡No, vive! -replicó el sargento.
-¡Ah, pobre niño, valiente muchacho! -gritó el oficial-. ¡Ánimo, ánimo!
Pero mientras decía "ánimo" y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial palideció y lo miró fijo un minuto; después le arregló la cabeza sobre la hierba, se levantó y estuvo otro instante mirándolo. También el sargento y los dos soldados, inmóviles, lo miraban; los demás estaban vueltos hacia el enemigo.
-¡Pobre muchacho! -repitió tristemente el oficial-. ¡Pobre y valiente niño!
Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el pobre niño muerto, dejándole la cara descubierta. El sargento colocó a su lado los zapatos, la gorra, el bastón y el cuchillo.
Permanecieron aún un rato silenciosos; después, el oficial se volvió hacia el sargento y le dijo:
-Mandaremos que lo recoja la ambulancia: ha muerto como soldado, y como soldado debemos enterrarlo.
Dicho esto, dio al muerto un beso en la frente y gritó:
-¡A caballo!
Todos se aseguraron en las sillas, reuniéndose la sección, y volvió a emprender su marcha.
Pocas horas después, el niño muerto tuvo los honores de guerra.
Al ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigió hacia el enemigo, y por el mismo camino que había recorrido por la mañana la sección de caballería, avanzaba en dos filas un bravo batallón de cazadores, que pocos días antes había regado valerosamente con su sangre el collado de San Martino.
La noticia de la muerte del muchacho había corrido ya entre los soldados antes de que dejaran sus campamentos. El camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a pocos pasos de distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el pequeño cadáver tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la orilla del arroyo, que estaba muy florida, arrancó las flores, y se las echó. Entonces todos los cazadores, conforme iban pasando, cortaban flores y las arrojaban sobre el muerto. En pocos momentos, el muchacho se vio cubierto de flores, y todos los soldados le dirigían sus saludos al pasar: ¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Adiós, rubio! ¡Viva! ¡Bendito seas! ¡Adiós!
Un oficial le puso su cruz roja, otro lo besó en la frente, y las flores continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrentado, sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en la bandera, con el rostro pálido y casi sonriendo, como si oyese aquellos saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su patria.
FIN