Óscar Castro, un poeta de pocas palabras
La vida del poeta y escritor chileno Oscar Castro (1910-1947) fue escueta. Apenas vivió 37 años y siempre optó por un bajo perfil. Nació un 25 de marzo del año 1910 en la ciudad de Rancagua.
Tuvo una infancia y una juventud difíciles debido a las escasas condiciones de vida de su familia. Sus primeros poemas son publicados en 1926 por la revista Don Fausto bajo el seudónimo de Raúl Gris.
También escribió en la prensa local y se inició en la literatura con un Responso a García Lorca (1936). En 1938 publicóCamino del alba con prólogo de Augusto D’Halmar. Poeta, novelista, cuentista y periodista en ocasiones. El 25 de octubre de 1934 funda el grupo literario “Los Inútiles” de destacada actividad cultural en Rancagua.
Afectado por la tuberculosis, soportó una existencia de permanente privación material. Falleció en una oscura sala en el Hospital Salvador, Santiago, el 1º de noviembre de 1947.
Entre sus obras más conocidas están La vida, simplemente, La Comarca del Jazmín, Llampo de Sangre y La sombra de las cumbres.
Ernesto Bustos Garrido (Corebo)
Cuento de Óscar Castro: El conjuro
En los ojos nocturnos de Celedonio Parra barájanse lentamente los naipes verdes del porotal. Esos ojos labriegos, ante la invasión jocunda de las guías trepadoras, ante los capis tiernos, que van inflándose soplados por la savia, se refrescan de una desnuda alegría. Alegría de agua cantante, de cielo liviano, de libre viento corredor. No es solamente la perspectiva de la copiosa cosecha, sino el florecer de su esfuerzo lo que pone campanillas de júbilo en el alma de Celedonio Parra. Aquella cuadra de tierra sembrada, con sus maizales de espadas relucientes, con sus zapallos que florecen copas de oro, con su jugosa gravidez, es obra de este hombre que ahora la mira, complacido, desde la cerca rústica que separa su casa del campo abierto.
Celedonio Parra tiene la carne de avellana y los nervios de boldo montañés. Su barba es amarillenta como un lino oxidado. Sus manos están pesadas de callos, veteadas de rugosidades como la corteza terrestre. Y sus espaldas tienen una curva liviana de colina en descenso. Si pudiésemos mirarlo hacia adentro, veríamos su espíritu riendo, tal una flor de quisco cercada de espinas. Es duro como las montañas; pero, como ellas, tiene también arroyos que llevan cielo en sus cristales.
El campesino piensa en su mujer y en sus hijos, y los sembrados van trasmutándose con lentitud en trapos de colores chillones, en monedas que sirven para pagar deudas, en comestibles distintos a los que produce el suelo.
Vuélvese el hombre pausadamente y penetra en su casa, que huele a humo, a pobreza a cebolla recién picada. En el fondo de sus pupilas, un viento invisible continúa jugando una brisca de esperanzas con los naipes verdísimos del porotal.
Y he aquí, de pronto, como una granizada imprevista, la noticia tremenda que hizo encogerse como un puño las almas labriegas. La trajo una mañana Juan Palacios, regador de la hacienda, y ella fue colándose como un viento por todas las puertas que se asoman al camino. Entró golpeando con sus puños inflexibles el pecho duro de cada campesino. Se hizo asombro, protesta, dolor sobre los rostros de canela. Gimió en las almas de las mujeres cansadas de tener hijos y de hacer todos los días idénticos menesteres.
—¡La cuncunilla!
—¡La cuncunilla!
—¡La cuncunilla!
Unos bichos voraces, implacables, de color plomizo y cuerpo peludo, habían aparecido sobre las hojas y los tallos que sostenían en sus brazos frágiles la venidera cosecha. Todos sabían lo que aquello significaba. Pronto las hojas estarían caladas, los tallos se doblarían impotentes, las legumbres y hortalizas no podrían fructificar.
Celedonio Parra era viejo y conocía muchas cosas. A él acudieron los campesinos en una vislumbre de desesperada esperanza. Celedonio, cogiendo en su mano dos o tres de los gusanillos, los pisoteó con una ojota rústica, en un gesto de impotencia desolada.
—¿Qué se puee hacer, Celedonio?
La pregunta salía de diez bocas anhelantes, y los ojos se colgaban de esos otros ojos que ahora tenían una negra nube sobre la negrura del iris.
—Mi padre me dijo que pa’ esto no hay remedio. Hay que dejar que la cuncunilla se llene y se muera sola.
—Pero son miles. No van a’ejar ni rastro en una semana.
Y uno, desolado:
—El porotal mío ya’stá pa’ nunca.
Y otro:
—¡Y la cosecha que venía tan güenaza este año!
Con la vista perdida en el océano verde extendido hasta el pie mismo de las montañas, Celedonio deja caer unas palabras:
—Lo único, lo único, sería hablar con el patrón pa’ que trajera un cura. Esos busanos del diablo le hacen caso, en veces, a los conjuros.
—¡Vamos pa’onde el patrón!
—¡Vamos!
—¡Pero al tiro!
La esperanza los lleva. Van por el camino con una fe grandiosa en las entrañas. Caminan, caminan, temerosos de perder un solo segundo. Y no hablan casi, pues les parece que las palabras se les enredan en los pies. Allá, tras una hilera militar de álamos, aparecen, veinte minutos más tarde, las casas de la hacienda. Primero una reja, luego un pequeño parque, al final un corredor sostenido por pilastras de luma, asentadas sobre las bases de piedra. Allí está don Adolfo con su sonrisa bonachona y su manta de colores violentos. Es relativamente joven —cuarenta y cinco años—, a pesar de lo cual los inquilinos lo miran como a un padre. Sentado en su silla de mimbre, no se ha percatado de que sus inquilinos se aproximan. Al tornar la cabeza, distraído, encuentra a los once hombres que se han detenido frente a la reja. Sin levantarse y elevando su voz paternal y suave, dice a los que aguardan:
—¡Adelante, niños! ¿Qué se les ofrece?
Encogidos, con ese instintivo respeto al amo que distingue al verdadero campesino, se adelantan por la senda del parque. Ante el corredor, vuelven a detenerse torturando con sus manos ásperas el borde de las chupallas.
En voz baja, uno dice:
—Habla vos, Celedonio.
Pero no se deciden. Miran el mimbre de la silla la montura del caballero, desbordante de pellones que está en un rincón: los dibujos multicolores de los mosaicos…
—¿Qué hay, Celedonio? ¿Te comieron la lengua los traros?
Celedonio se ríe, escupe sobre un prado de violetas, y comienza:
—Usté sabe, patrón, que cayó la cuncunilla en la siembra…
—Sí, ayer me dijeron. Es una fregatina, pero no se conocen remedios para matarla.
—Es que nosotros habíamos pensao… No sé si usté crea en estas cosas… Habíamos pensao que un cura puee venir a echarle un conjuro a los busanitos esos. Algunas veces ha resultao. Y, al fin, na se pierde con hacele un empeño. Pior es dejar las cosas como’stán. ¿No le parece?
Una sonrisa quiere aflorar al rostro de don Adolfo; pero ésta la borra con rapidez, y dice a los solicitantes, con perfecta seriedad:
—Bueno, yo no tengo inconveniente ninguno. Esta tarde voy a la ciudad, y si quieren puedo traer un frailecito.
—Muchas gracias, patrón.
—Dios se lo pague, patrón.
Pero Celedonio no ha concluido su petición, y añade tras rascarse la cabeza y arrojar un nuevo escupitajo sobre las violetas:
—¡Ah!, otra cosa, señor. El curita tiene que ser sanfranciscano, porque son los únicos que tienen poer contra la cuncunilla. A los otros no les entienden esos busanitos. Así me dijo mi taita por lo menos, cuando yo era mocoso, disculpando el moo de hablar.
—Bien—remata don Adolfo—, váyanse tranquilos, a la noche tendrán aquí al frailecito.
—Entonces, hasta mañana, patrón.
—Y muchísimas gracias.
—Hasta mañana, niños.
Desde muy temprano, al siguiente día, los inquilinos comienzan sus preparativos. Desbordados los ojos de una fe rabiosa, anhelantes las bocas oscuras, salen de sus ranchos al encuentro de Celedonio, que los aguarda en el camino.
—A las ocho v’a ser la cosa.
—¿Serán como las seis ya?
Celedonio escruta la cordillera, en cuya cima va lentamente agrandándose un incendio de colores maravillosos.
—Farta toavía—responde.
Cantan las diucas y sus goterones de música desafinada caen sobre las aguas trémulas de la mañana. A la distancia mugen las vacas y se escucha el —¡ah, guacha loba, guacha loba!— con que los peones las obligan a tomar el camino de la lechería. Un jilguero endulza el viento con su chorro liviano de melodía: canta, canta, como una mazorca infinita de trinos.
De pronto, Celedonio deja escapar una exclamación:
—¡Ah, chupalla! ¡Se los había olvidao una cosa!
—¿Qué cosa? —inquieren sus compañeros.
—Los puentes pa’ que pase el conjuro a toas las siembras. Vayan a buscar tablones y palos. En toas las cequias y canales hay que poner uno. La’e no, lagua se lleva las palabras del curita.
Corren todos, presurosos; se desparraman por los potreros y, al cabo de una hora, no hay canal ni acequia regadora que no tenga su flamante puente de tablas, ramas o palos.
Los minutos se hacen largos, lentos, interminables. Hay en todos los ranchos una enorme expectación. Las mujeres de los inquilinos, desgreñadas, con los morenos brazos al viento, aparecen de vez en vez en las puertas con el cuchillo de picar papas en las manos. Los chiquillos escrutan ansiosos la carretera hacia el lado del norte. Y, de improviso, son voces infantiles las que dan la noticia:
—¡Ya viene el curita!
—¡Con el patrón y el patrón chico!
—¡Allá en la güelta vienen!
En efecto, el coche del patrón conduce al esperado personaje. Es un fraile de ojos escrutadores manos pálidas y boca delgada.
—¡Es sanfranciscano!
El cura saluda a los chiquillos, que se descubren reverentes. Pasa dejando una nube de polvo en pos y tras ella corren los rapaces. Al llegar a donde está Celedonio, el tumulto es ya considerable.
—Buenos días, hijos.
—Buenos días, niños.
—¡Güenos días, pairecito; güenos días, patrón!
Las chupallas aletean en el aire y no vuelven a cubrir las cabezas.
Revestido de toda su majestad, el sacerdote desciende del vehículo y mira los campos, buscando una ubicación conveniente para dar comienzo a la ceremonia. Los rapaces se han detenido a respetuosa distancia y cuchichean entre sí. Algunas mujeres acuden también, con el alma llena de repentina fe.
—Empezaremos por aquí—dice el fraile.
Saca del coche un hisopo y un tiesto con agua bendita. No se oye volar una mosca en torno. Los latinajos empiezan a salir con runruneo de colmena de la boca frailuna. Cada palabra es como una siembra de anhelos sobre las almas humildes. Algunos inquilinos tienen la cabeza baja; otros miran obstinadamente los sembrados en espera de un milagro nunca visto. Las mujeres se han arrodillado y revuelven en su boca todas las oraciones que conocen.
Uno de los labriegos, los ojos encendidos, dice al oído de Celedonio:
—Agora es cuando le v’a llegar al perno a la cuncunilla.
Y otro añade:
—¡Friéguense por tragonas! ¡Muéranse, reviéntense, animales del diablo!
Celedonio, rápido, le advierte:
—No miente al Malo agora, mi amigo
El cura alza en ese momento el hisopo mojado y salpica en cruz el aire. Las mujeres se golpean el pecho, compungidas e insignificantes.
El mismo ceremonial se repite por los cuatro costados de la hacienda. Después, el cura sube de nuevo a su coche, y las pupilas campesinas, claras de gratitud, lo miran alejarse hacia las casas. En seguida, reunidos, desatan la lengua:
—¿Oyiste vos lo que icía?
—Algo le alcancé a pescar. En una parte por ey parece que las amenazaba con el infierno.
—Y yo me fijé que las hojas llegaban a remecerse cuando el pairecito les plantó la rociá.
Luego miran los campos sembrados, temerosos de averiguar lo que entre las hojas ocurre.
El sol, desde lo alto, desparrama agua luciente sobre los potreros, las bestias y los hombres con su hisopo de llamas.
Todavía la rama del cielo florecía desveladas estrellas cuando Celedonio Parra y Zoila, su mujer, abandonaron el lecho. Desde el hueco tenebroso de la puerta echaron una larga mirada a los sembrados, que parecían dormitar en el frío celeste del alba. Ese frío también adentraba finos puñales de inquietud en el corazón de hombre y mujer. No se miraban ni decían nada, pero sentíanse más unidos que nunca por la común angustia. Dos días habían pasado desde que el sacerdote viniera con su agua bendita y sus latines a encenderles la esperanza. La cuncunilla proseguía, no obstante, su labor devastadora, y cada labriego sentía el trabajo silencioso de los pequeños enemigos en el fondo vivo de sus entrañas. Junto con roer las hojas, los bichitos iban también horadando y reduciendo a polvo todos los proyectos hechos sobre el producto de las siembras…
Los campesinos andaban por ahí como almas en pena, mirando los brotes lacios, la nervadura desnuda de las hojas y el incesante bullir de las condenadas cuncunillas. En los atardeceres asomaban, por las puertas de las viviendas hembras cansadas de rezar o maldecir; chiquillos hambrientos que no comprendían bien la tragedia, pero que la sentían gravitar sobre sus cabezas; perros famélicos que iban pregonando el hambre en el acordeón de sus costillas. La protesta contra el destino no afloraba ya en las palabras, sino que relucía en los ojos y en los gestos desolados de todos.
Celedonio seguía con miedo el proceso del nuevo día que llegaba. Ese día, al abrir las compuertas de la luz, revelaría su sentencia definitiva. El varón y la hembra hubiesen querido que no terminara nunca de aclarar, para conservar siquiera el consuelo desolado de su incertidumbre. Pero los perfiles de la cordillera se precisaban más y más. La puntilla de la nube recibió un flechazo de luz; después otra y otra. Todas las cosas fueron dibujando sus contornos. Los gallos cantaban gloriosaniente. Afinaban las aguas su delgada y desnuda voz. Y los árboles maduraban trinos y gorjeos enloquecidos.
Sin una palabra, inmóviles los rostros ansiosos lentos los pasos, Celedonio y Zoila se llegaron hasta las primeras matas del porotal. ¡Dios mío! ¿Era posible? ¡No podían creerles a sus ojos y hubieron de palpar los cuerpos secos de las cuncunillas que colgaban de unas hilachas sedosas! Enfebrecidos de regocijo, siguieron explorando. Y en todo era lo mismo. ¡El enemigo se moría, se moría sin remedio! La mujer apenas podía mirar por entre las lágrimas: lágrimas calientes de gratitud, de consuelo, de… ¡qué sabía ella qué! Y al hombre le temblaban las manos y el corazón le batía tambores en el pecho. Pero no se paraban. Iban por cada hilera, presurosos, sin objeto, sonámbulos. Las guías les acariciaban el rostro como manos amigas. Y así llegaron hasta el final del sembrado. Allí, de espalda a la cordillera, se pararon. La mujer cayó de rodillas, tal si la tierra la hubiese llamado. El varón irguióse más sobre las columnas de sus pies, para ver los campos hasta el final.
Ambos componían el oscuro relieve de una medalla sobre el disco del sol, que levantaba sobre los Andes su ígnea custodia.
Cantaban todavía los pájaros.