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domingo, 27 de marzo de 2016

Cuento de Óscar Castro: El conjuro

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Escritor Óscar Castro
Escritor Óscar Castro
Escritor Óscar Castro
Óscar Castro, un poeta de pocas palabras
La vida del poeta y escritor chileno Oscar Castro (1910-1947) fue escueta. Apenas vivió 37 años y siempre optó por un bajo perfil. Nació un 25 de marzo del año 1910 en la ciudad de Rancagua.
Tuvo una infancia y una juventud difíciles debido a las escasas condiciones de vida de su familia. Sus primeros poemas son publicados en 1926 por la revista Don Fausto bajo el seudónimo de Raúl Gris.
También escribió en la prensa local y se  inició en la literatura con un Responso a García Lorca (1936). En 1938 publicóCamino del alba con prólogo de Augusto D’Halmar. Poeta, novelista, cuentista y periodista en ocasiones. El 25 de octubre de 1934 funda el grupo literario “Los Inútiles” de destacada actividad cultural en Rancagua.
Afectado por la tuberculosis, soportó una existencia de permanente privación material. Falleció en una oscura sala en el Hospital Salvador, Santiago, el 1º de noviembre de 1947.
Entre sus obras más conocidas están La vida, simplementeLa Comarca del JazmínLlampo de Sangre y La sombra de las cumbres.
Ernesto Bustos Garrido (Corebo)
Procesión del santo
Procesión del santo

Cuento de Óscar Castro: El conjuro

En los ojos nocturnos de Celedonio Parra barájanse lentamente los naipes verdes del porotal. Esos ojos labriegos, ante la invasión jocunda de las guías trepadoras, ante los capis tiernos, que van inflándose soplados por la savia, se refrescan de una desnuda alegría. Alegría de agua cantante, de cielo liviano, de libre viento corredor. No es solamente la perspectiva de la copiosa cosecha, sino el florecer de su esfuerzo lo que pone campanillas de júbilo en el alma de Celedonio Parra. Aquella cuadra de tierra sembrada, con sus maizales de espadas relucientes, con sus zapallos que florecen copas de oro, con su jugosa gravidez, es obra de este hombre que ahora la mira, complacido, desde la cerca rústica que separa su casa del campo abierto.
Celedonio Parra tiene la carne de avellana y los nervios de boldo montañés. Su barba es amarillenta como un lino oxidado. Sus manos están pesadas de callos, veteadas de rugosidades como la corteza terrestre. Y sus espaldas tienen una curva liviana de colina en descenso. Si pudiésemos mirarlo hacia adentro, veríamos su espíritu riendo, tal una flor de quisco cercada de espinas. Es duro como las montañas; pero, como ellas, tiene también arroyos que llevan cielo en sus cristales.
El campesino piensa en su mujer y en sus hijos, y los sembrados van trasmutándose con lentitud en trapos de colores chillones, en monedas que sirven para pagar deudas, en comestibles distintos a los que produce el suelo.
Vuélvese el hombre pausadamente y penetra en su casa, que huele a humo, a pobreza a cebolla recién picada. En el fondo de sus pupilas, un viento invisible continúa jugando una brisca de esperanzas con los naipes verdísimos del porotal.
Y he aquí, de pronto, como una granizada imprevista, la noticia tremenda que hizo encogerse como un puño las almas labriegas. La trajo una mañana Juan Palacios, regador de la hacienda, y ella fue colándose como un viento por todas las puertas que se asoman al camino. Entró golpeando con sus puños inflexibles el pecho duro de cada campesino. Se hizo asombro, protesta, dolor sobre los rostros de canela. Gimió en las almas de las mujeres cansadas de tener hijos y de hacer todos los días idénticos menesteres.
—¡La cuncunilla!
—¡La cuncunilla!
—¡La cuncunilla!
Unos bichos voraces, implacables, de color plomizo y cuerpo peludo, habían aparecido sobre las hojas y los tallos que sostenían en sus brazos frágiles la venidera cosecha. Todos sabían lo que aquello significaba. Pronto las hojas estarían caladas, los tallos se doblarían impotentes, las legumbres y hortalizas no podrían fructificar.
Celedonio Parra era viejo y conocía muchas cosas. A él acudieron los campesinos en una vislumbre de desesperada esperanza. Celedonio, cogiendo en su mano dos o tres de los gusanillos, los pisoteó con una ojota rústica, en un gesto de impotencia desolada.
—¿Qué se puee hacer, Celedonio?
La pregunta salía de diez bocas anhelantes, y los ojos se colgaban de esos otros ojos que ahora tenían una negra nube sobre la negrura del iris.
—Mi padre me dijo que pa’ esto no hay remedio. Hay que dejar que la cuncunilla se llene y se muera sola.
—Pero son miles. No van a’ejar ni rastro en una semana.
Y uno, desolado:
—El porotal mío ya’stá pa’ nunca.
Y otro:
—¡Y la cosecha que venía tan güenaza este año!
Con la vista perdida en el océano verde extendido hasta el pie mismo de las montañas, Celedonio deja caer unas palabras:
—Lo único, lo único, sería hablar con el patrón pa’ que trajera un cura. Esos busanos del diablo le hacen caso, en veces, a los conjuros.
—¡Vamos pa’onde el patrón!
—¡Vamos!
—¡Pero al tiro!
La esperanza los lleva. Van por el camino con una fe grandiosa en las entrañas. Caminan, caminan, temerosos de perder un solo segundo. Y no hablan casi, pues les parece que las palabras se les enredan en los pies. Allá, tras una hilera militar de álamos, aparecen, veinte minutos más tarde, las casas de la hacienda. Primero una reja, luego un pequeño parque, al final un corredor sostenido por pilastras de luma, asentadas sobre las bases de piedra. Allí está don Adolfo con su sonrisa bonachona y su manta de colores violentos. Es relativamente joven —cuarenta y cinco años—, a pesar de lo cual los inquilinos lo miran como a un padre. Sentado en su silla de mimbre, no se ha percatado de que sus inquilinos se aproximan. Al tornar la cabeza, distraído, encuentra a los once hombres que se han detenido frente a la reja. Sin levantarse y elevando su voz paternal y suave, dice a los que aguardan:
—¡Adelante, niños! ¿Qué se les ofrece?
Encogidos, con ese instintivo respeto al amo que distingue al verdadero campesino, se adelantan por la senda del parque. Ante el corredor, vuelven a detenerse torturando con sus manos ásperas el borde de las chupallas.
En voz baja, uno dice:
—Habla vos, Celedonio.
Pero no se deciden. Miran el mimbre de la silla la montura del caballero, desbordante de pellones que está en un rincón: los dibujos multicolores de los mosaicos…
—¿Qué hay, Celedonio? ¿Te comieron la lengua los traros?
Celedonio se ríe, escupe sobre un prado de violetas, y comienza:
—Usté sabe, patrón, que cayó la cuncunilla en la siembra…
—Sí, ayer me dijeron. Es una fregatina, pero no se conocen remedios para matarla.
—Es que nosotros habíamos pensao… No sé si usté crea en estas cosas… Habíamos pensao que un cura puee venir a echarle un conjuro a los busanitos esos. Algunas veces ha resultao. Y, al fin, na se pierde con hacele un empeño. Pior es dejar las cosas como’stán. ¿No le parece?
Una sonrisa quiere aflorar al rostro de don Adolfo; pero ésta la borra con rapidez, y dice a los solicitantes, con perfecta seriedad:
—Bueno, yo no tengo inconveniente ninguno. Esta tarde voy a la ciudad, y si quieren puedo traer un frailecito.
—Muchas gracias, patrón.
—Dios se lo pague, patrón.
Pero Celedonio no ha concluido su petición, y añade tras rascarse la cabeza y arrojar un nuevo escupitajo sobre las violetas:
—¡Ah!, otra cosa, señor. El curita tiene que ser sanfranciscano, porque son los únicos que tienen poer contra la cuncunilla. A los otros no les entienden esos busanitos. Así me dijo mi taita por lo menos, cuando yo era mocoso, disculpando el moo de hablar.
—Bien—remata don Adolfo—, váyanse tranquilos, a la noche tendrán aquí al frailecito.
—Entonces, hasta mañana, patrón.
—Y muchísimas gracias.
—Hasta mañana, niños.
Desde muy temprano, al siguiente día, los inquilinos comienzan sus preparativos. Desbordados los ojos de una fe rabiosa, anhelantes las bocas oscuras, salen de sus ranchos al encuentro de Celedonio, que los aguarda en el camino.
—A las ocho v’a ser la cosa.
—¿Serán como las seis ya?
Celedonio escruta la cordillera, en cuya cima va lentamente agrandándose un incendio de colores maravillosos.
—Farta toavía—responde.
Cantan las diucas y sus goterones de música desafinada caen sobre las aguas trémulas de la mañana. A la distancia mugen las vacas y se escucha el —¡ah, guacha loba, guacha loba!— con que los peones las obligan a tomar el camino de la lechería. Un jilguero endulza el viento con su chorro liviano de melodía: canta, canta, como una mazorca infinita de trinos.
De pronto, Celedonio deja escapar una exclamación:
—¡Ah, chupalla! ¡Se los había olvidao una cosa!
—¿Qué cosa? —inquieren sus compañeros.
—Los puentes pa’ que pase el conjuro a toas las siembras. Vayan a buscar tablones y palos. En toas las cequias y canales hay que poner uno. La’e no, lagua se lleva las palabras del curita.
Corren todos, presurosos; se desparraman por los potreros y, al cabo de una hora, no hay canal ni acequia regadora que no tenga su flamante puente de tablas, ramas o palos.
Los minutos se hacen largos, lentos, interminables. Hay en todos los ranchos una enorme expectación. Las mujeres de los inquilinos, desgreñadas, con los morenos brazos al viento, aparecen de vez en vez en las puertas con el cuchillo de picar papas en las manos. Los chiquillos escrutan ansiosos la carretera hacia el lado del norte. Y, de improviso, son voces infantiles las que dan la noticia:
—¡Ya viene el curita!
—¡Con el patrón y el patrón chico!
—¡Allá en la güelta vienen!
En efecto, el coche del patrón conduce al esperado personaje. Es un fraile de ojos escrutadores manos pálidas y boca delgada.
—¡Es sanfranciscano!
El cura saluda a los chiquillos, que se descubren reverentes. Pasa dejando una nube de polvo en pos y tras ella corren los rapaces. Al llegar a donde está Celedonio, el tumulto es ya considerable.
—Buenos días, hijos.
—Buenos días, niños.
—¡Güenos días, pairecito; güenos días, patrón!
Las chupallas aletean en el aire y no vuelven a cubrir las cabezas.
Revestido de toda su majestad, el sacerdote desciende del vehículo y mira los campos, buscando una ubicación conveniente para dar comienzo a la ceremonia. Los rapaces se han detenido a respetuosa distancia y cuchichean entre sí. Algunas mujeres acuden también, con el alma llena de repentina fe.
—Empezaremos por aquí—dice el fraile.
Saca del coche un hisopo y un tiesto con agua bendita. No se oye volar una mosca en torno. Los latinajos empiezan a salir con runruneo de colmena de la boca frailuna. Cada palabra es como una siembra de anhelos sobre las almas humildes. Algunos inquilinos tienen la cabeza baja; otros miran obstinadamente los sembrados en espera de un milagro nunca visto. Las mujeres se han arrodillado y revuelven en su boca todas las oraciones que conocen.
Uno de los labriegos, los ojos encendidos, dice al oído de Celedonio:
—Agora es cuando le v’a llegar al perno a la cuncunilla.
Y otro añade:
—¡Friéguense por tragonas! ¡Muéranse, reviéntense, animales del diablo!
Celedonio, rápido, le advierte:
—No miente al Malo agora, mi amigo
El cura alza en ese momento el hisopo mojado y salpica en cruz el aire. Las mujeres se golpean el pecho, compungidas e insignificantes.
El mismo ceremonial se repite por los cuatro costados de la hacienda. Después, el cura sube de nuevo a su coche, y las pupilas campesinas, claras de gratitud, lo miran alejarse hacia las casas. En seguida, reunidos, desatan la lengua:
—¿Oyiste vos lo que icía?
—Algo le alcancé a pescar. En una parte por ey parece que las amenazaba con el infierno.
—Y yo me fijé que las hojas llegaban a remecerse cuando el pairecito les plantó la rociá.
Luego miran los campos sembrados, temerosos de averiguar lo que entre las hojas ocurre.
El sol, desde lo alto, desparrama agua luciente sobre los potreros, las bestias y los hombres con su hisopo de llamas.
Todavía la rama del cielo florecía desveladas estrellas cuando Celedonio Parra y Zoila, su mujer, abandonaron el lecho. Desde el hueco tenebroso de la puerta echaron una larga mirada a los sembrados, que parecían dormitar en el frío celeste del alba. Ese frío también adentraba finos puñales de inquietud en el corazón de hombre y mujer. No se miraban ni decían nada, pero sentíanse más unidos que nunca por la común angustia. Dos días habían pasado desde que el sacerdote viniera con su agua bendita y sus latines a encenderles la esperanza. La cuncunilla proseguía, no obstante, su labor devastadora, y cada labriego sentía el trabajo silencioso de los pequeños enemigos en el fondo vivo de sus entrañas. Junto con roer las hojas, los bichitos iban también horadando y reduciendo a polvo todos los proyectos hechos sobre el producto de las siembras…
Los campesinos andaban por ahí como almas en pena, mirando los brotes lacios, la nervadura desnuda de las hojas y el incesante bullir de las condenadas cuncunillas. En los atardeceres asomaban, por las puertas de las viviendas hembras cansadas de rezar o maldecir; chiquillos hambrientos que no comprendían bien la tragedia, pero que la sentían gravitar sobre sus cabezas; perros famélicos que iban pregonando el hambre en el acordeón de sus costillas. La protesta contra el destino no afloraba ya en las palabras, sino que relucía en los ojos y en los gestos desolados de todos.
Celedonio seguía con miedo el proceso del nuevo día que llegaba. Ese día, al abrir las compuertas de la luz, revelaría su sentencia definitiva. El varón y la hembra hubiesen querido que no terminara nunca de aclarar, para conservar siquiera el consuelo desolado de su incertidumbre. Pero los perfiles de la cordillera se precisaban más y más. La puntilla de la nube recibió un flechazo de luz; después otra y otra. Todas las cosas fueron dibujando sus contornos. Los gallos cantaban gloriosaniente. Afinaban las aguas su delgada y desnuda voz. Y los árboles maduraban trinos y gorjeos enloquecidos.
Sin una palabra, inmóviles los rostros ansiosos lentos los pasos, Celedonio y Zoila se llegaron hasta las primeras matas del porotal. ¡Dios mío! ¿Era posible? ¡No podían creerles a sus ojos y hubieron de palpar los cuerpos secos de las cuncunillas que colgaban de unas hilachas sedosas! Enfebrecidos de regocijo, siguieron explorando. Y en todo era lo mismo. ¡El enemigo se moría, se moría sin remedio! La mujer apenas podía mirar por entre las lágrimas: lágrimas calientes de gratitud, de consuelo, de… ¡qué sabía ella qué! Y al hombre le temblaban las manos y el corazón le batía tambores en el pecho. Pero no se paraban. Iban por cada hilera, presurosos, sin objeto, sonámbulos. Las guías les acariciaban el rostro como manos amigas. Y así llegaron hasta el final del sembrado. Allí, de espalda a la cordillera, se pararon. La mujer cayó de rodillas, tal si la tierra la hubiese llamado. El varón irguióse más sobre las columnas de sus pies, para ver los campos hasta el final.
Ambos componían el oscuro relieve de una medalla sobre el disco del sol, que levantaba sobre los Andes su ígnea custodia.
Cantaban todavía los pájaros.

viernes, 25 de marzo de 2016

Cuento de Óscar Castro: El conjuro



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Escritor Óscar Castro

Escritor Óscar Castro
Escritor Óscar Castro
Óscar Castro, un poeta de pocas palabras
La vida del poeta y escritor chileno Oscar Castro (1910-1947) fue escueta. Apenas vivió 37 años y siempre optó por un bajo perfil. Nació un 25 de marzo del año 1910 en la ciudad de Rancagua.
Tuvo una infancia y una juventud difíciles debido a las escasas condiciones de vida de su familia. Sus primeros poemas son publicados en 1926 por la revista Don Fausto bajo el seudónimo de Raúl Gris.
También escribió en la prensa local y se  inició en la literatura con un Responso a García Lorca (1936). En 1938 publicóCamino del alba con prólogo de Augusto D’Halmar. Poeta, novelista, cuentista y periodista en ocasiones. El 25 de octubre de 1934 funda el grupo literario “Los Inútiles” de destacada actividad cultural en Rancagua.
Afectado por la tuberculosis, soportó una existencia de permanente privación material. Falleció en una oscura sala en el Hospital Salvador, Santiago, el 1º de noviembre de 1947.
Entre sus obras más conocidas están La vida, simplementeLa Comarca del JazmínLlampo de Sangre y La sombra de las cumbres.
Ernesto Bustos Garrido (Corebo)
Procesión del santo
Procesión del santo

Cuento de Óscar Castro: El conjuro

En los ojos nocturnos de Celedonio Parra barájanse lentamente los naipes verdes del porotal. Esos ojos labriegos, ante la invasión jocunda de las guías trepadoras, ante los capis tiernos, que van inflándose soplados por la savia, se refrescan de una desnuda alegría. Alegría de agua cantante, de cielo liviano, de libre viento corredor. No es solamente la perspectiva de la copiosa cosecha, sino el florecer de su esfuerzo lo que pone campanillas de júbilo en el alma de Celedonio Parra. Aquella cuadra de tierra sembrada, con sus maizales de espadas relucientes, con sus zapallos que florecen copas de oro, con su jugosa gravidez, es obra de este hombre que ahora la mira, complacido, desde la cerca rústica que separa su casa del campo abierto.
Celedonio Parra tiene la carne de avellana y los nervios de boldo montañés. Su barba es amarillenta como un lino oxidado. Sus manos están pesadas de callos, veteadas de rugosidades como la corteza terrestre. Y sus espaldas tienen una curva liviana de colina en descenso. Si pudiésemos mirarlo hacia adentro, veríamos su espíritu riendo, tal una flor de quisco cercada de espinas. Es duro como las montañas; pero, como ellas, tiene también arroyos que llevan cielo en sus cristales.
El campesino piensa en su mujer y en sus hijos, y los sembrados van trasmutándose con lentitud en trapos de colores chillones, en monedas que sirven para pagar deudas, en comestibles distintos a los que produce el suelo.
Vuélvese el hombre pausadamente y penetra en su casa, que huele a humo, a pobreza a cebolla recién picada. En el fondo de sus pupilas, un viento invisible continúa jugando una brisca de esperanzas con los naipes verdísimos del porotal.
Y he aquí, de pronto, como una granizada imprevista, la noticia tremenda que hizo encogerse como un puño las almas labriegas. La trajo una mañana Juan Palacios, regador de la hacienda, y ella fue colándose como un viento por todas las puertas que se asoman al camino. Entró golpeando con sus puños inflexibles el pecho duro de cada campesino. Se hizo asombro, protesta, dolor sobre los rostros de canela. Gimió en las almas de las mujeres cansadas de tener hijos y de hacer todos los días idénticos menesteres.
—¡La cuncunilla!
—¡La cuncunilla!
—¡La cuncunilla!
Unos bichos voraces, implacables, de color plomizo y cuerpo peludo, habían aparecido sobre las hojas y los tallos que sostenían en sus brazos frágiles la venidera cosecha. Todos sabían lo que aquello significaba. Pronto las hojas estarían caladas, los tallos se doblarían impotentes, las legumbres y hortalizas no podrían fructificar.
Celedonio Parra era viejo y conocía muchas cosas. A él acudieron los campesinos en una vislumbre de desesperada esperanza. Celedonio, cogiendo en su mano dos o tres de los gusanillos, los pisoteó con una ojota rústica, en un gesto de impotencia desolada.
—¿Qué se puee hacer, Celedonio?
La pregunta salía de diez bocas anhelantes, y los ojos se colgaban de esos otros ojos que ahora tenían una negra nube sobre la negrura del iris.
—Mi padre me dijo que pa’ esto no hay remedio. Hay que dejar que la cuncunilla se llene y se muera sola.
—Pero son miles. No van a’ejar ni rastro en una semana.
Y uno, desolado:
—El porotal mío ya’stá pa’ nunca.
Y otro:
—¡Y la cosecha que venía tan güenaza este año!
Con la vista perdida en el océano verde extendido hasta el pie mismo de las montañas, Celedonio deja caer unas palabras:
—Lo único, lo único, sería hablar con el patrón pa’ que trajera un cura. Esos busanos del diablo le hacen caso, en veces, a los conjuros.
—¡Vamos pa’onde el patrón!
—¡Vamos!
—¡Pero al tiro!
La esperanza los lleva. Van por el camino con una fe grandiosa en las entrañas. Caminan, caminan, temerosos de perder un solo segundo. Y no hablan casi, pues les parece que las palabras se les enredan en los pies. Allá, tras una hilera militar de álamos, aparecen, veinte minutos más tarde, las casas de la hacienda. Primero una reja, luego un pequeño parque, al final un corredor sostenido por pilastras de luma, asentadas sobre las bases de piedra. Allí está don Adolfo con su sonrisa bonachona y su manta de colores violentos. Es relativamente joven —cuarenta y cinco años—, a pesar de lo cual los inquilinos lo miran como a un padre. Sentado en su silla de mimbre, no se ha percatado de que sus inquilinos se aproximan. Al tornar la cabeza, distraído, encuentra a los once hombres que se han detenido frente a la reja. Sin levantarse y elevando su voz paternal y suave, dice a los que aguardan:
—¡Adelante, niños! ¿Qué se les ofrece?
Encogidos, con ese instintivo respeto al amo que distingue al verdadero campesino, se adelantan por la senda del parque. Ante el corredor, vuelven a detenerse torturando con sus manos ásperas el borde de las chupallas.
En voz baja, uno dice:
—Habla vos, Celedonio.
Pero no se deciden. Miran el mimbre de la silla la montura del caballero, desbordante de pellones que está en un rincón: los dibujos multicolores de los mosaicos…
—¿Qué hay, Celedonio? ¿Te comieron la lengua los traros?
Celedonio se ríe, escupe sobre un prado de violetas, y comienza:
—Usté sabe, patrón, que cayó la cuncunilla en la siembra…
—Sí, ayer me dijeron. Es una fregatina, pero no se conocen remedios para matarla.
—Es que nosotros habíamos pensao… No sé si usté crea en estas cosas… Habíamos pensao que un cura puee venir a echarle un conjuro a los busanitos esos. Algunas veces ha resultao. Y, al fin, na se pierde con hacele un empeño. Pior es dejar las cosas como’stán. ¿No le parece?
Una sonrisa quiere aflorar al rostro de don Adolfo; pero ésta la borra con rapidez, y dice a los solicitantes, con perfecta seriedad:
—Bueno, yo no tengo inconveniente ninguno. Esta tarde voy a la ciudad, y si quieren puedo traer un frailecito.
—Muchas gracias, patrón.
—Dios se lo pague, patrón.
Pero Celedonio no ha concluido su petición, y añade tras rascarse la cabeza y arrojar un nuevo escupitajo sobre las violetas:
—¡Ah!, otra cosa, señor. El curita tiene que ser sanfranciscano, porque son los únicos que tienen poer contra la cuncunilla. A los otros no les entienden esos busanitos. Así me dijo mi taita por lo menos, cuando yo era mocoso, disculpando el moo de hablar.
—Bien—remata don Adolfo—, váyanse tranquilos, a la noche tendrán aquí al frailecito.
—Entonces, hasta mañana, patrón.
—Y muchísimas gracias.
—Hasta mañana, niños.
Desde muy temprano, al siguiente día, los inquilinos comienzan sus preparativos. Desbordados los ojos de una fe rabiosa, anhelantes las bocas oscuras, salen de sus ranchos al encuentro de Celedonio, que los aguarda en el camino.
—A las ocho v’a ser la cosa.
—¿Serán como las seis ya?
Celedonio escruta la cordillera, en cuya cima va lentamente agrandándose un incendio de colores maravillosos.
—Farta toavía—responde.
Cantan las diucas y sus goterones de música desafinada caen sobre las aguas trémulas de la mañana. A la distancia mugen las vacas y se escucha el —¡ah, guacha loba, guacha loba!— con que los peones las obligan a tomar el camino de la lechería. Un jilguero endulza el viento con su chorro liviano de melodía: canta, canta, como una mazorca infinita de trinos.
De pronto, Celedonio deja escapar una exclamación:
—¡Ah, chupalla! ¡Se los había olvidao una cosa!
—¿Qué cosa? —inquieren sus compañeros.
—Los puentes pa’ que pase el conjuro a toas las siembras. Vayan a buscar tablones y palos. En toas las cequias y canales hay que poner uno. La’e no, lagua se lleva las palabras del curita.
Corren todos, presurosos; se desparraman por los potreros y, al cabo de una hora, no hay canal ni acequia regadora que no tenga su flamante puente de tablas, ramas o palos.
Los minutos se hacen largos, lentos, interminables. Hay en todos los ranchos una enorme expectación. Las mujeres de los inquilinos, desgreñadas, con los morenos brazos al viento, aparecen de vez en vez en las puertas con el cuchillo de picar papas en las manos. Los chiquillos escrutan ansiosos la carretera hacia el lado del norte. Y, de improviso, son voces infantiles las que dan la noticia:
—¡Ya viene el curita!
—¡Con el patrón y el patrón chico!
—¡Allá en la güelta vienen!
En efecto, el coche del patrón conduce al esperado personaje. Es un fraile de ojos escrutadores manos pálidas y boca delgada.
—¡Es sanfranciscano!
El cura saluda a los chiquillos, que se descubren reverentes. Pasa dejando una nube de polvo en pos y tras ella corren los rapaces. Al llegar a donde está Celedonio, el tumulto es ya considerable.
—Buenos días, hijos.
—Buenos días, niños.
—¡Güenos días, pairecito; güenos días, patrón!
Las chupallas aletean en el aire y no vuelven a cubrir las cabezas.
Revestido de toda su majestad, el sacerdote desciende del vehículo y mira los campos, buscando una ubicación conveniente para dar comienzo a la ceremonia. Los rapaces se han detenido a respetuosa distancia y cuchichean entre sí. Algunas mujeres acuden también, con el alma llena de repentina fe.
—Empezaremos por aquí—dice el fraile.
Saca del coche un hisopo y un tiesto con agua bendita. No se oye volar una mosca en torno. Los latinajos empiezan a salir con runruneo de colmena de la boca frailuna. Cada palabra es como una siembra de anhelos sobre las almas humildes. Algunos inquilinos tienen la cabeza baja; otros miran obstinadamente los sembrados en espera de un milagro nunca visto. Las mujeres se han arrodillado y revuelven en su boca todas las oraciones que conocen.
Uno de los labriegos, los ojos encendidos, dice al oído de Celedonio:
—Agora es cuando le v’a llegar al perno a la cuncunilla.
Y otro añade:
—¡Friéguense por tragonas! ¡Muéranse, reviéntense, animales del diablo!
Celedonio, rápido, le advierte:
—No miente al Malo agora, mi amigo
El cura alza en ese momento el hisopo mojado y salpica en cruz el aire. Las mujeres se golpean el pecho, compungidas e insignificantes.
El mismo ceremonial se repite por los cuatro costados de la hacienda. Después, el cura sube de nuevo a su coche, y las pupilas campesinas, claras de gratitud, lo miran alejarse hacia las casas. En seguida, reunidos, desatan la lengua:
—¿Oyiste vos lo que icía?
—Algo le alcancé a pescar. En una parte por ey parece que las amenazaba con el infierno.
—Y yo me fijé que las hojas llegaban a remecerse cuando el pairecito les plantó la rociá.
Luego miran los campos sembrados, temerosos de averiguar lo que entre las hojas ocurre.
El sol, desde lo alto, desparrama agua luciente sobre los potreros, las bestias y los hombres con su hisopo de llamas.
Todavía la rama del cielo florecía desveladas estrellas cuando Celedonio Parra y Zoila, su mujer, abandonaron el lecho. Desde el hueco tenebroso de la puerta echaron una larga mirada a los sembrados, que parecían dormitar en el frío celeste del alba. Ese frío también adentraba finos puñales de inquietud en el corazón de hombre y mujer. No se miraban ni decían nada, pero sentíanse más unidos que nunca por la común angustia. Dos días habían pasado desde que el sacerdote viniera con su agua bendita y sus latines a encenderles la esperanza. La cuncunilla proseguía, no obstante, su labor devastadora, y cada labriego sentía el trabajo silencioso de los pequeños enemigos en el fondo vivo de sus entrañas. Junto con roer las hojas, los bichitos iban también horadando y reduciendo a polvo todos los proyectos hechos sobre el producto de las siembras…
Los campesinos andaban por ahí como almas en pena, mirando los brotes lacios, la nervadura desnuda de las hojas y el incesante bullir de las condenadas cuncunillas. En los atardeceres asomaban, por las puertas de las viviendas hembras cansadas de rezar o maldecir; chiquillos hambrientos que no comprendían bien la tragedia, pero que la sentían gravitar sobre sus cabezas; perros famélicos que iban pregonando el hambre en el acordeón de sus costillas. La protesta contra el destino no afloraba ya en las palabras, sino que relucía en los ojos y en los gestos desolados de todos.
Celedonio seguía con miedo el proceso del nuevo día que llegaba. Ese día, al abrir las compuertas de la luz, revelaría su sentencia definitiva. El varón y la hembra hubiesen querido que no terminara nunca de aclarar, para conservar siquiera el consuelo desolado de su incertidumbre. Pero los perfiles de la cordillera se precisaban más y más. La puntilla de la nube recibió un flechazo de luz; después otra y otra. Todas las cosas fueron dibujando sus contornos. Los gallos cantaban gloriosaniente. Afinaban las aguas su delgada y desnuda voz. Y los árboles maduraban trinos y gorjeos enloquecidos.
Sin una palabra, inmóviles los rostros ansiosos lentos los pasos, Celedonio y Zoila se llegaron hasta las primeras matas del porotal. ¡Dios mío! ¿Era posible? ¡No podían creerles a sus ojos y hubieron de palpar los cuerpos secos de las cuncunillas que colgaban de unas hilachas sedosas! Enfebrecidos de regocijo, siguieron explorando. Y en todo era lo mismo. ¡El enemigo se moría, se moría sin remedio! La mujer apenas podía mirar por entre las lágrimas: lágrimas calientes de gratitud, de consuelo, de… ¡qué sabía ella qué! Y al hombre le temblaban las manos y el corazón le batía tambores en el pecho. Pero no se paraban. Iban por cada hilera, presurosos, sin objeto, sonámbulos. Las guías les acariciaban el rostro como manos amigas. Y así llegaron hasta el final del sembrado. Allí, de espalda a la cordillera, se pararon. La mujer cayó de rodillas, tal si la tierra la hubiese llamado. El varón irguióse más sobre las columnas de sus pies, para ver los campos hasta el final.
Ambos componían el oscuro relieve de una medalla sobre el disco del sol, que levantaba sobre los Andes su ígnea custodia.
Cantaban todavía los pájaros.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Tinieblas egipcias [Cuento. Texto completo.] Mijaíl Bulgákov

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/bulgakov/tinieblas_egipcias.htm

Mijaíl Bulgákov

Rusia:
1891-1940

Tinieblas egipcias

[Cuento. Texto completo.]

Mijaíl Bulgákov


¿Dónde se ha metido todo el mundo el día de mi cumpleaños? ¿Dónde están los faroles eléctricos de Moscú? ¿La gente? ¿El cielo? ¡Detrás de las ventanas no hay nada! Tinieblas...
Estamos aislados de la gente. Los primeros faroles de petróleo se encuentran a nueve verstas de nosotros, en la estación del ferrocarril. Seguramente allí parpadea un farolillo que poco a poco se extingue a causa de la tormenta. A medianoche pasará aullando el tren rápido que va a Moscú y ni siquiera se detendrá: no le hace falta una estación olvidada, sepultada bajo la nieve. Apenas la registrará...
Los primeros faroles eléctricos están a cuarenta verstas, en la capital del distrito. Allí la vida es dulce. Hay un cine, almacenes. Al mismo tiempo, mientras la tormenta aquí aúlla y deja caer la nieve sobre los campos, en la pantalla flota una caña, se mecen las palmeras, parpadea una isla tropical...
Nosotros estamos solos.
-Tinieblas egipcias -observó el enfermero Demián Lukich levantando la cortina.
El enfermero se expresa con solemnidad, pero con mucha exactitud. Justamente: egipcias.
-Tome una copa más -le invité. (¡Ah, no me juzguen! Nosotros, el médico, el enfermero y las dos comadronas, ¡también somos seres humanos! Durante meses no vemos a nadie, excepto a cientos de enfermos. Trabajamos, estamos enterrados bajo la nieve. ¿Acaso no podemos bebernos dos copas de alcohol mezclado con agua y acompañarlas con sardinas de la región el día del cumpleaños del médico?)
-¡A su salud, doctor! -dijo conmovido Demián Lukich.
-¡Le deseamos que se acostumbre a estar entre nosotros! -dijo Ana Nikoláievna, y mientras hacía chocar su copa con la mía, se arreglaba su vestido de gala.
La segunda comadrona, Pelagueia Ivánovna, también chocó conmigo su copa, bebió y de inmediato se puso en cuclillas y removió la estufa con el atizador. Un cálido brillo se agitó en nuestros rostros. Nuestros pechos se calentaban por el vodka.
-De verdad que no comprendo -dije excitadamente mientras miraba la nube de chispas que levantaba el atizador- qué hizo esa mujer con la belladona. ¡Es terrible!
La sonrisa apareció en los rostros del enfermero y de las comadronas.
El asunto era el siguiente. Ese día, durante la consulta de la mañana, entró en mi consultorio una sonrosada campesina de unos treinta años. Hizo una reverencia ante el sillón ginecológico que estaba a mi espalda, sacó de su seno un frasco de boca ancha y dijo en tono halagüeño:
-Gracias, ciudadano doctor, por las gotas. ¡Me han ayudado tanto, tanto...! Deme otro frasquito.
Cogí de sus manos el frasco vacío, miré la etiqueta y la vista se me nubló. En la etiqueta estaba escrito, con la amplia caligrafía de Demián Lukich: "Tinct. Belladonn...", etcétera. "16 de diciembre de 1917."
En otras palabras, yo le había recetado a la mujer una dosis respetable de belladona y hoy, día de mi cumpleaños, 17 de diciembre, la mujer volvía con el frasco vacío y la petición de que se le repitiera la dosis.
-Tú..., tú..., ¿te lo tomaste todo ayer? -pregunté con voz asombrada.
-Todo, padrecito querido, todo -dijo la campesina con voz cantarina-; que Dios te dé salud por estas gotas..., medio frasquito en cuanto llegué, y medio frasquito cuando me acosté a dormir. Como mano de santo...
Me apoyé en el sillón ginecológico.
-¿Cuántas gotas te dije que tomaras? -exclamé con voz ahogada-. Cinco gotas... ¿Qué has hecho, mujer? Qué has..., yo te...
-¡Le juro que las tomé! -dijo la campesina pensando, quizá, que yo no la creía y suponía que se había curado sin mi belladona.
Sujeté sus mejillas sonrosadas con mis manos y examiné las pupilas. Pero las pupilas estaban perfectamente. Bastante bonitas y completamente normales. El pulso de la mujer también estaba bien. En definitiva, no presentaba ningún síntoma de envenenamiento por belladona.
-¡No puede ser...! -dije, e inmediatamente grité-: ¡¡¡Demián Lukich!!!
Demián Lukich, con su bata blanca, emergió del corredor de la farmacia.
-¡Contemple, Demián Lukich, lo que esta buena mujer ha hecho! No entiendo nada...
La mujer giraba asustada la cabeza, comprendiendo que era culpable de algo.
Demián Lukich se apoderó del frasco, lo olió, lo hizo girar en sus manos y dijo con severidad:
-Querida, mientes. ¡No has tomado la medicina!
-Le ju... -comenzó a decir la mujer.
-Mujer, no nos engañes -dijo Demián Lukich, torciendo con severidad la boca-, comprendemos todo perfectamente bien. Confiesa, ¿a quién has curado con esas gotas?
La campesina levantó sus pupilas normales hacia el techo esmeradamente blanqueado y se santiguó.
-Que me...
-Basta, basta... -refunfuñó Demián Lukich, y se dirigió a mí-: Ellas, doctor, hacen lo siguiente. Cualquier artista como ésta va a la clínica, le recetan una medicina y luego, cuando llega a la aldea, convida a todas las campesinas.
-Pero qué dice usted, ciudadano enfer...
-¡Basta! -interrumpió tajante el enfermero-. Llevo aquí más de siete años. Lo sé. Naturalmente ha repartido las gotas por todas las casas de la aldea -dijo, dirigiéndose nuevamente a mí.
-Deme más de esas gotitas -pidió de manera enternecedora la campesina.
-No, mujer -le contesté, y me sequé el sudor de la frente-; ya no tendrás que curarte con esas gotas. ¿Estás mejor del estómago?
-¡Me he curado como por milagro...!
-Bien, magnífico. Te recetaré otras gotitas, también muy buenas.
Receté valeriana a la campesina, que, desilusionada, se marchó.
De este caso hablábamos en mi apartamento el día de mi cumpleaños, cuando en el exterior colgaban, como una pesada cortina, las tinieblas egipcias.
-Lo que pasa es que -dijo Demián Lukich, masticando delicadamente el pescado en aceite-, lo que pasa es que nosotros ya estamos habituados a este lugar. En cambio usted, doctor, después de la universidad, después de la capital, tiene que acostumbrarse mucho, muchísimo. ¡Es un lugar muy alejado!
-¡Ah, un lugar muy alejado! -replicó como un eco Ana Nikoláievna.
La tormenta bramó en alguna parte de las chimeneas, se oyó detrás de la pared. Un reflejo púrpura caía sobre la hoja metálica que estaba junto a la estufa. ¡Bendito sea el fuego que abriga al personal médico en este alejado lugar!
-¿Ha oído hablar de su antecesor, Leopold Leopóldovich? -preguntó el enfermero, y después de ofrecer delicadamente un cigarrillo a Ana Nikoláievna encendió el suyo.
-¡Era un doctor maravilloso! -exclamó con entusiasmo Pelagueia Ivánovna, mirando con ojos brillantes el agradable fuego. Una peineta de gala, con piedras falsas, se encendía y se apagaba en sus cabellos negros.
-Sí, una personalidad extraordinaria -confirmó el enfermero-. Los campesinos lo adoraban. Él sabía cómo tratarlos. ¿Liponti debía hacer una operación? ¡Ahora mismo! Porque en lugar de Leopold Leopóldovich ellos lo llamaban Liponti Lipóntievich. Creían en él. Él sabía cómo hablar con ellos. Por ejemplo, una vez llegó al consultorio su amigo Fiódor Kosói, de Dúltsevo. Así así, dijo, Liponti Lipóntievich, tengo el pecho tapado, no puedo respirar. Además, parece que me arañan la garganta...
-Laringitis -dije maquinalmente, acostumbrado, después de un mes de enloquecida carrera, a los instantáneos diagnósticos campesinos.
-Exactamente. "Bien", le dice Liponti, "te voy a dar un medicamento. Estarás curado dentro de dos días. Aquí tienes unos emplastos de mostaza franceses. Te pegas uno en la espalda, entre las paletillas, y el otro en el pecho. Mantenlos ahí durante diez minutos y luego quítatelos. ¡En marcha! ¡Hazlo!" El campesino cogió los emplastos y se marchó. Dos días más tarde apareció en el consultorio.
"-¿Qué ocurre? -le pregunta Liponti.
"Kosói contesta:
"-Pues resulta, Liponti Lipóntievich, que tus emplastos no me han ayudado en nada.
"-¡Mientes! -se indigna Liponti-. ¡Los emplastos franceses no pueden no ayudar! Seguramente no te los has puesto.
"-Cómo que no me los he puesto. Todavía los traigo puestos...
"Y al decir esto se vuelve de espaldas, ¡y tenía el emplasto pegado sobre la pelliza!"
Solté una carcajada. Pelagueia Ivánovna reía y golpeaba con saña un tronco con el atizador...
-Usted dirá lo que quiera, pero eso es un chiste -dije-; ¡no puede ser verdad!
-¿¡Un chiste!? ¿¡Un chiste!? -exclamaron las comadronas, a cual más fuerte.
-¡No! -exclamó con enojo el enfermero-. Aquí, sabe usted, la vida toda está hecha de esos chistes... Aquí ocurren cosas como ésa...
-¡Y el azúcar! -exclamó Ana Nikoláievna-. ¡Cuéntenos lo del azúcar, Pelagueia Ivánovna!
Pelagueia Ivánovna cerró la estufa y comenzó a hablar, con la vista baja.
-Voy un día a ese mismo Dúltsevo a ver a una parturienta...
-Ese Dúltsevo es famoso -no pudo contenerse el enfermero, y añadió-: ¡Perdón! ¡Continúe, colega!
-Bien, como es natural, la examino -continuó la colega Pelagueia Ivánovna-, y siento bajo mis dedos algo incomprensible en el canal de parto... Algo que estaba suelto, una especie de trocitos... Era ¡azúcar refinado!
-¡Ese sí es un chiste! -hizo notar solemnemente Demián Lukich.
-Un momento..., no entiendo nada...
-¡La abuela! -replicó Pelagueia Ivánovna-. La curandera se lo había enseñado. Tendrá, le había dicho, un parto difícil. El bebé no quiere salir a este mundo de Dios. En consecuencia, hay que atraerlo. ¡Así que decidieron seducirlo con dulce!
-¡Qué horror! -dije.
-A las parturientas les dan a masticar cabellos -dijo Ana Nikoláievna.
-¡¿Para qué?!
-Quién sabe. Tres veces nos han traído parturientas así. Aquella pobre mujer estaba acostada y no hacía más que escupir. Tenía la boca llena de cerdas. Es por superstición. Creen que así el parto será más sencillo...
Los ojos de las comadronas brillaban por los recuerdos. Estuvimos largo rato sentados junto al fuego, tomando té. Yo escuchaba sus relatos como embrujado. Contaban cómo, cuando era necesario llevar a la parturienta de la  aldea  al  hospital,  Pelagueia  Ivánovna  siempre  iba detrás en su trineo por si cambiaban de opinión durante el camino y llevaban de nuevo a la parturienta a las manos de la comadrona de la aldea. Contaban cómo, en cierta ocasión, a una parturienta que tenía al bebé en una posición incorrecta, la colgaron del techo cabeza abajo, para que el niño se diera la vuelta. Contaban que una comadrona de la aldea de Korobovo, que había oído decir que los médicos hacen un corte en la bolsa de aguas, llenó de cortes la cabeza del bebé con un cuchillo de cocina, de tal forma que ni siquiera una persona tan famosa y hábil como Liponti pudo salvarle y menos mal que pudo salvar a la madre. Contaban cómo...
Hacía mucho tiempo que habíamos cerrado la estufa. Mis invitados se marcharon a su casa. Durante un rato vi cómo la ventana de la habitación de Ana Nikoláievna despedía una luz opaca que luego se apagó. Todo desapareció. Con la tormenta se mezcló una espesísima noche de diciembre y una cortina negra me ocultó el cielo y la tierra.
Yo paseaba de un lado a otro de mi gabinete; el suelo crujía bajo mis pasos, hacía calor gracias a la estufa holandesa y se oía roer en algún lugar a un diligente ratón.
"Pero no -pensaba yo-, lucharé contra las tinieblas egipcias durante todo el tiempo que el destino me mantenga en este lugar perdido. Azúcar refinado... ¡Qué les parece...!"
En mis sueños, nacidos a la luz de la lámpara cubierta por una pantalla verde, surgió la enorme ciudad universitaria y en ella una clínica, y en la clínica, una enorme sala, un suelo de azulejos, brillantes grifos, blancas sábanas esterilizadas, un asistente con una barba puntiaguda, muy sabia y canosa...
En momentos así un golpe en la puerta siempre inquieta, asusta. Me estremecí...
-¿Quién está ahí, Axinia? -pregunté, asomándome por la barandilla de la escalera interior (el apartamento del médico era de dos pisos: arriba estaban el gabinete y el dormitorio y abajo, el comedor, otra habitación -de finalidad desconocida- y la cocina, en la cual se alojaban Axinia, la cocinera, y su marido, el inamovible guardián de la clínica).
Resonó la pesada cerradura, la luz de una lámpara penetró y se balanceó en el piso de abajo. Entró una corriente de aire frío. Luego, Axinia me informó:
-Ha llegado un enfermo...
Yo, a decir verdad, me alegré. No tenía sueño y, como consecuencia del ruido del ratón y de los recuerdos, comenzaba a sentirme algo melancólico y solitario. Además un "enfermo" significaba que no era una mujer, es decir que no se trataba de lo peor: un parto.
-¿Puede caminar?
-Sí -contestó bostezando Axinia.
-Entonces que vaya al gabinete.
La escalera crujió durante largo rato. Subía un hombre sólido, de gran peso. Entretanto yo ya me había sentado detrás del escritorio, e intentaba que la vivacidad de mis veinticuatro años no se escapara del caparazón profesional del esculapio. Mi mano derecha sostenía el estetoscopio, como si fuera un revólver.
Una figura vestida con una pelliza de cordero y botas de fieltro entró con dificultad por la puerta. La figura tenía el gorro en las manos.
-¿Por qué viene usted tan tarde? -pregunté con enorme seriedad, para tranquilidad de mi conciencia.
-Perdone usted, ciudadano doctor -respondió la figura, con una voz baja, agradable y suave-, ¡la tormenta es una verdadera desgracia! He llegado tarde, pero qué se puede hacer; ¡discúlpeme, por favor!
"Un hombre educado", pensé con satisfacción. La figura me había gustado mucho e incluso la espesa barba pelirroja me había producido una buena impresión. Por lo visto aquella barba era objeto de un cierto cuidado. Su dueño no sólo la recortaba, sino que además le untaba alguna substancia que cualquier médico que hubiera pasado aunque sólo fuera un corto tiempo en la aldea podría distinguir sin dificultad: aceite vegetal.
-¿De qué se trata? Quítese la pelliza. ¿De dónde es usted?
La pelliza quedó como una montaña sobre la silla.
-La fiebre me tortura -contestó el enfermo, y me miró tristemente.
-¿La fiebre? ¡Aja! ¿Viene usted de Dúltsevo?
-Exactamente. Soy molinero.
-¿Y cómo le atormenta la fiebre? ¡Cuénteme!
-Cada día, en cuanto dan las doce, comienza a dolerme la cabeza. Luego me sube la fiebre, me martiriza durante un par de horas y luego me deja.
"¡El diagnóstico está listo!", tintineó victoriosamente en mi cabeza.
-¿Y en las horas restantes no tiene nada?
-Tengo las piernas débiles...
-Aja... ¡Desabróchese la ropa! Jumm... así.
Hacia el final del examen, el enfermo me había encantado. Después de las ancianas obtusas, de los adolescentes asustados que se apartan aterrados de la cucharilla de metal, después del asunto de la mañana con la belladona, mi ojo universitario descansaba en aquel molinero.
Las palabras del molinero eran sensatas. Además, resultó que sabía leer y escribir, e incluso cada uno de sus gestos estaba impregnado de respeto por mi ciencia favorita: la medicina.
-Bien, amigo -dije dándole un golpecito en su amplio y cálido pecho-, usted tiene malaria. Una fiebre intermitente... Ahora tengo toda una sala vacía. Le recomiendo que se interne. Le atenderemos como es debido. Comenzaré a curarle con polvos y, si eso no le ayuda, le inyectaremos. Tendremos éxito. ¿Eh? ¿Se internará...?
-¡Se lo agradezco profundamente! -contestó muy cortésmente el molinero-. Hemos oído hablar mucho de usted. Todos están contentos. Dicen que usted cura tan bien... Incluso estoy de acuerdo con las inyecciones, con tal de curarme.
"¡Vaya, este hombre es en verdad un rayo de luz en la oscuridad!", pensé, y me senté detrás del escritorio. El sentimiento que experimentaba en ese momento era tan agradable, que no parecía que fuera un molinero ajeno a mí quien había venido a visitarme en la clínica, sino mi hermano.
En una receta escribí:
Chinini mur. 0,5
D.T. dos. N 10 
S. al molinero Judov 
un sobre a medianoche.
Y estampé una audaz firma.
En otra receta:
"¡Pelagueia Ivánovna! Reciba en la sala número 2 al molinero. Tiene malaria. Hay que darle un sobre de quinina, como es costumbre en estos casos, unas cuatro horas antes del ataque, es decir a la medianoche.
 ¡Ahí tiene usted una excepción! ¡Es un molinero con educación!"
Ya acostado en mi cama, recibí de las manos de la hosca y soñolienta Axinia la nota de respuesta:
"¡Querido doctor! Lo he hecho todo. Pel. Lbova."
Me quedé dormido.
...Y desperté.
-¿Qué pasa? ¿Qué? ¡¿Qué ocurre, Axinia?! -farfullé.
Axinia estaba de pie, cubriéndose recatadamente con una falda de lunares blancos sobre fondo oscuro. La vela alumbraba temblorosamente su rostro adormilado y agitado.
-Acaba de venir Maria. Pelagueia Ivánovna le ha ordenado que lo llamara a usted de inmediato.
-¿Qué ha sucedido?
-Dice que el molinero se está muriendo en la sala número 2.
-¡¿Qué?! ¿Se está muriendo? ¿¡Qué es eso de que se está muriendo!?
Mis pies descalzos sintieron de inmediato el suelo helado, al no dar con las zapatillas. Se me rompían las cerillas y tardé bastante en encender la llamita azulada de la lámpara... El reloj marcaba exactamente las seis.
"¿Qué ocurre...? ¿Qué ocurre? ¡¿Acaso no será malaria?! ¿Qué tendrá el molinero? El pulso era magnífico..."
Antes de cinco minutos, con los calcetines puestos al revés,  la chaqueta sin abotonar, despeinado, con mis botas de fieltro, atravesé corriendo el patio, todavía completamente oscuro, y entré en la sala número 2.
Sobre una cama deshecha, junto a unas sábanas arrugadas, vestido tan sólo con la ropa de la clínica, estaba sentado el molinero. Le alumbraba una pequeña lámpara de petróleo. Su barba pelirroja estaba completamente despeinada y sus ojos me parecieron negros y enormes. El molinero se tambaleaba, como si estuviera borracho. Se observaba a sí mismo con horror, respiraba pesadamente...
La enfermera Maria, con la boca abierta, miraba el rostro púrpura oscuro del molinero.
Pelagueia Ivánovna, con la bata torcida y la cabeza descubierta, se lanzó a mi encuentro.
-¡Doctor! -exclamó con voz algo ronca-. ¡Le juro que no tengo la culpa! ¿Quién podía haberlo esperado? Usted mismo escribió que era una persona educada...
-¡¿Pero qué pasa?!
-¡Imagínese, doctor! ¡Se ha tomado los diez sobres de quinina de una sola vez! A medianoche.
* * *
Era un opaco amanecer de invierno. Demián Lukich recogía la sonda estomacal. Olía a aceite de alcanfor. La palangana que se encontraba en el suelo estaba llena de un líquido parduzco. El molinero yacía agotado y pálido, cubierto hasta el mentón por las sábanas. La barba pelirroja sobresalía erizada. Me incliné. Le tomé el pulso y me convencí de que el molinero había salido con bien.
-¿Cómo está? -le pregunté.
-Tengo tinieblas egipcias en los ojos... Oh... Oh... -contestó el molinero con una débil voz de bajo.
-¡Yo también! -contesté irritado.
-¿Cómo? -replicó el molinero (todavía me oía mal).
-Explícame una sola cosa, buen hombre: ¡¿por qué lo has hecho?! -le grité con fuerza en el oído.
Aquel sombrío y hostil bajo me respondió:
-Pensé que no valía la pena perder el tiempo tomando los sobres de uno en uno. Me los tomé todos juntos y asunto terminado.
-¡Es monstruoso! -exclamé.
-¡Un chiste! -respondió el enfermero, en una especie de cáustica modorra.
* * *
"Pero no..., lucharé. Lucharé... Yo..." Y se apoderó de mí un dulce sueño después de una noche difícil. Se extendió un velo de tinieblas egipcias... y en él me pareció verme a mí..., no sé si con una espada o con un estetoscopio. Camino... Lucho... En un lugar apartado. Pero no estoy solo. Conmigo camina mi ejército: Demián Lukich, Ana Nikoláievna, Pelagueia Ivánovna. Todos con batas blancas y siempre adelante, adelante...
-¡Qué cosa tan espléndida es el sueño...!
FIN