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viernes, 18 de marzo de 2016

Cuento de Daniel Riquelme: El perro del regimiento

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Daniel Riquelme, cuento
El autor del cuento, Daniel Rioquelme, con su perro Regalón
Cuento de Daniel Riquelme: El perro del regimiento
Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo. Perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de una marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada “roto” cría al suyo entre sus hijos.
Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el cariño de los soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su regimiento, lo llamaron Coquimbo, para que de ese modo fuera algo de todos y de cada uno.
Sin embargo, no pocas protestas levantaba al principio su presencia en el cuartel; causa era de grandes alborotos y por ellos tratóse en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado en consejo general de ofendidos, pero Coquimbo no apareció. Se había hecho humo como en todos los casos en que presentía tormentas sobre su lomo. Porque siempre encontraba en los soldados el seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de su abuela, y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo peligro había pasado.
Se cuenta que Coquimbo tocó personalmente parte de la gloria que en el día memorable del Alto de la Alianza conquistó su regimiento a las órdenes del comandante Pinto Aguero, a quien pasó el mando, bajo las balas, en reemplazo de Gorostiaga. Y se cuenta también que de ese modo, en un mismo día y jornada, el jefe casual del Coquimbo y el último ser que respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada uno, en su esfera, había alcanzado en ellas…
Pero mejor será referir el cuento tal como pasó, para nadie quede con la comezón de esos puntos y medias palabras, sobre todo cuando nada hay que esconder.
Al entrar en batalla, la madrugada del 26 de mayo de 1880, el Regimiento Coquimbo no sabía a qué atenerse respecto de su segundo jefe, el comandante Pinto, pues días antes solamente de la marcha sobre Tacna había recibido un ascenso de mayor y su nombramiento de segundo comandante.
Por noble compañerismo, deseaban todos los oficiales del cuerpo que semejante honor recayera en algún capitán de la propia casa, y con tales deseos esperaban, francamente, a otro. Pero el ministro de la guerra en campaña, a la sazón don Rafael Sotomayor, lo había dispuesto así.
Por tales razones, que a nadie ofendían, el comandante Pinto Aguero fue recibido con reserva y frialdad en el regimiento. Sencillamente, era un desconocido para todos ellos; acaso sería también un cobarde. ¿Quién sabía lo contrario? ¿Dónde se había probado?
Así las cosas y los ánimos, despuntó con el sol la hora de la batalla que iba a trocar bien luego no sólo la ojeriza de los hombres, sino la suerte de tres naciones.
Rotos los fuegos, a los diez minutos quedaba fuera de combate, gloriosa y mortalmente herido a la cabeza de su tropa, el que más tarde iba a de ser el héroe feliz de Huamachuco, don Alejandro Gorostiaga.
En consecuencia, el mando correspondía —¡travesuras del destino!— al segundo jefe; por lo que el regimiento se preguntaba con verdadera ansiedad qué haría Pinto Aguero como primer jefe.
Pero la expectación, por fortuna, duró bien poco.
Luego se vio al joven comandante salir al galope de su caballo de las filas postreras, pasar por el flanco de las unidades que lo miraban ávidamente, llegar al sitio que le señalaba su puesto, la cabeza del regimiento, y seguir más adelante todavía.
Todos se miraron entonces, ¿a dónde iba a parar?
Veinte pasos a vanguardia revolvió su corcel y desde tal punto, guante que arrojaba a la desconfianza y al valor de los suyos, ordenó el avance del regimiento, sereno como en una parada de gala, únicamente altivo y dichoso por la honra de comandar a tantos bravos.
La tropa, aliviada de enorme peso, y porque la audacia es aliento y contagio, lanzóse impávida detrás de su jefe; pero en el fragor de la lucha, fue inútil todo empeño de llegar a su lado.
El capitán desconocido de la víspera, el cobarde tal vez, no se dejó alcanzar por ninguno, aunque dos veces desmontado, y concluida la batalla, oficiales y subalternos, rodeando su caballo herido, lo aclamaron en un grito de admiración.
Coquimbo, por su parte, que en la vida tanto suelen tocarse los extremos, había atrapado del ancho mameluco de bayeta (y así lo retuvo hasta que llegaron los nuestros), a uno de los enemigos que huía al reflejo de las bayonetas chilenas, caladas al toque pavoroso de deguello.
Y esta hazaña que Coquimbo realizó de su cuenta y riesgo, concluyó de confirmarlo el niño mimado del regimiento.
Su humilde personalidad vino a ser, en cierto modo, el símbolo vivo y querido de la personalidad de todos; de algo material del regimiento, así como la bandera lo es de ese ideal de honor y de deber, que los soldados encarnan en sus frágiles pliegues.
Él, por su lado, pagaba a cada uno su deuda de gratitud con un amor sin preferencia, eternamente alegre y sumiso como cariño de perro.
Comía en todos los platos; diferenciaba el uniforme y, según los rotos, hasta sabía distinguir los grados. Por un instinto de egoísmo digno de los humanos, no toleraba dentro del cuartel la presencia de ningún otro perro que pudiera, con el tiempo, arrebatarle el aprecio que se había conquistado con una acción que acaso él mismo calificaba de distinguida.
Llegó, por fin, el día de la marcha sobre las trincheras que defendían a Lima.
Coquimbo, naturalmente, era de la gran partida. Los soldados, muy de mañana, le hicieron su tocado de batalla.
Pero el perro, cosa extraña para todos, no dio al ver los aprestos que tanto conocía, las muestras de contento que manifestaba cada vez que el regimiento salía a campaña.
No ladró ni empleó el día en sus afanosos trajines de la mayoría de las cuadras: de éstas a la cocina y de ahí a husmear el aspecto de la calle, bullicioso y feliz, como un tambor de la banda.
Antes, por el contrario, triste y casi gruñón, se echó desde temprano a orillas del camino, frente a la puerta del canal en que se levantaban las rucas del regimiento, como para demostrar que no se quedaría atrás y asegurarse de que tampoco sería olvidado.
¡Pobre Coquimbo!
¡Quién puede decir si no olía en el aire la sangre de sus amigos, que en el curso de breves horas iba a correr a torrentes, prescindiendo del propio y cercano fin que a él le aguardaba!
La noche cerró sobre Lurín, rellena de una niebla que daba al cielo y a la tierra el tinte lívido de una alborada de invierno.
Casi confundido con la franja argentada de espuma que formaban las olas fosforescentes al romperse sobre la playa, marchaba el Coquimbo cual una sierpe de metálicas escamas.
El eco de las aguas apagaba los rumores de esa marcha de gato que avanza sobre su presa.
Todos sabían que del silencio dependía el éxito afortunado del asalto que llevaban a las trincheras enemigas.
Y nadie hablaba y los soldados se huían para evitar el choque de has armas.
Y ni una luz, ni un reflejo de luz.
A doscientos pasos no se había visto esa sombra que, llevando en su seno todos los huracanes de la batalla, volaba, sin embargo, siniestra y callada como la misma muerte.
En tales condiciones, cada paso adelante era un tanto más en ha cuenta de las probabilidades favorables.
Y así habían caminado ya unas cuantas horas.
Las esperanzas crecían en proporción; pero de pronto, inesperadamente, resonó en la vasta llanura el ladrido de un perro, nota agudísima que, a semejanza de la voz del clarín, puede, en el silencio de la noche, oírse a grandes distancias, sobre todo en las alturas.
—¡Coquimbo! —exclamaron los soldados.
Y suspiraron como si un hermano de armas hubiera incurrido en pena de la vida.
De allí a poco se destacó al frente de la columna la silueta de un jinete que llegaba a media rienda.
Reconocido con las precauciones de ordenanza, pasó a hablar con el comandante Soto, el bravo José María Segundo Soto, y, tras de lacónica plática, partió con igual prisa, borrándose en la niebla, a corta distancia.
Era el jinete un ayudante de campo del jefe de la División, coronel Lynch, el cual ordenaba redoblar “silencio y cuidado” por haberse descubierto avanzadas peruanas en la dirección que llevaba el Coquimbo.
A manera de palabra mágica, la nueva consigna corrió de boca en oreja desde la cabeza hasta la última fila, y se continuó la marcha; pero esta vez parecía que los soldados se tragaban el aliento.
Una cuncuna no habría hecho más ruido al deslizarse sobre el tronco de un árbol.
Sólo se oía el ir y venir de las olas del mar; aquí suave y manso como haciéndose cómplice del golpe; allá violento y sonoro, donde las rocas lo dejaban sin playa.
Entre tanto, comenzaba a divisarse en el horizonte de vanguardia una mancha renegrida y profunda, que hubiese hecho creer en la boca de una cueva inmensa cavada en el cielo.
Eran el Morro y el Salto del Fraile, lejanos todavía; pero ya visibles.
Hasta ahí la fortuna estaba por los nuestros; nada había que lamentar. El plan de ataque se cumplía al pie de la letra. Los soldados se estrechaban las manos en silencio, saboreando el triunfo. Mas el destino había escrito en la portada de las grandes victorias que les tenía deparadas, el nombre de una víctima, cuya sangre, oscura y sin deudos, pero muy armada, debía correr la primera sobre aquel campo, como ofrenda a los números adversos.
Coquimbo ladró de nuevo, con furia y seguidamente, en ademán de lanzarse hacia las sombras.
En vano los soldados trataban de aquietarlo por todos los medios que les sugería su cariñosa angustia.
¡Todo inútil!
Coquimbo, con su finísimo oído, sentía el paso o veía en las tinieblas las avanzadas enemigas que había denunciado el coronel Lynch, y seguía ladrando, pero lo hizo allí por última vez para amigos y contrarios.
Un oficial se destacó del grupo que rodeaba al comandante Soto. Separó dos soldados y entre los tres, a tientas, volviendo la cara, ejecutaron a Coquimbo bajo las aguas que cubrieron su agonía.
En las filas se oyó algo como uno de esos extraños sollozos que el viento arranca a las arboladuras de los bosques… y siguieron andando con una prisa rabiosa que parecía buscar el desahogo de una venganza implacable.
Y quien haya criado un perro y hecho de él un compañero y un amigo comprenderá, sin duda, la lágrima que esta sencilla escena que yo cuento como puedo arrancó a los bravos del Coquimbo, a esos rotos de corazón tan ancho y duro como la mole de piedra y bronce que iban a asaltar, pero en cuyo fondo brilla con la luz de las más dulces ternuras mujeriles de este rasgo característico: su piadoso amor a los animales.
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El autor
Daniel Riquelme es un escritor chileno, nacido en Santiago en 1857 y muerto en Lausana (Suiza) en 1912. Hijo de un taquígrafo de Cámara de Diputados y de una profesora particular, estudió en el Instituto Nacional. No terminó́ sus estudios de Leyes y desempeñó cargos administrativos en el Ministerio de Hacienda hasta el momento de la Guerra del Pacífico. Inició la campaña del 1879 como corresponsal de El Heraldo de Valparaíso. Estando en Lima, durante la ocupación, redactó con Isidoro Errázuriz: “La Actualidad”. A su regreso a Chile, ejerció el cargo de Jefe de Sección, Subsecretario e Inspector de Escuelas Profesionales en el Ministerio de Industria y Obras Públicas. Enfermo, viajó a Suiza en busca de cura para la tuberculosis que le afectaba, pero falleció en la ciudad de Lausana en 1912.
Su obra fue publicada generalmente en los diarios y periódicos de la época. Hay en ella cuadros de costumbres, anécdotas, cuentos livianos, evocaciones, y relatos humorísticos y algo incisivos, todos de estilo sencillo y directo. “Su dominio del lenguaje es óptimo y logra un dinamismo descriptivo repleto de gracia y naturalidad. Sus cuadros narrativos fueron los primeros en incorporar en la literatura chilena a la clase popular como protagonista”, dice el blog oficial de la Biblioteca Nacional de Chile, Memoria Chilena.
Agrega: Sus primeros escritos, aparecidos en forma de anécdotas en los diarios El Mercurio y La Libertad Electoral, y fueron recopilados en 1888 con el título de “Chascarrillos Militares”. Estos textos servirán de base de la novela “Bajo la Tienda”, publicada en 1890. Es autor de un meritorio resumen de la Historia de Chile (1899) basado en la obra de Diego Barros Arana. Escribió también tres ensayos: La revolución del 20 de Abril de 1851El Incendio de la Compañía, ambos en 1893 y El Terremoto del Señor de Mayo, en 1905. Sus obras póstumas son: Páginas de Sangre de la Historia de Chile (1932) y La Expedición a Lima (1967).

El criollismo en el ojo del huracán, por Ernesto Bustos Garrido


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El criollismo en el ojo del huracán

Mariano Latorre, criollismo
Mariano Latorre, criollismoMariano Latorre, padre del criollismo

El criollismo en el ojo del huracán

Por Ernesto Bustos Garrido (Corebo)
Un aparecido comentarista de TV chilena, involucrado en asuntos con la justicia, y que tiene un programa de literatura en un canal de cable, hablando días atrás en Santiago con el escritor Hernán Rivera Letelier (la reina Isabel cantaba rancheras) le endilgó, gratuitamente, unos garrotazos inmisericordes a los criollistas. Hizo burla de esa corriente literaria, de moda a comienzos del siglo xx, dándole el carácter de un género menor, simplón y campesino. Se sumó así, transcurrido más de un siglo, a otros críticos del pasado, lógicamente con más abolengo que él, que trataron de empequeñecer la importancia que tuvo dicha corriente en el surgimiento de numerosos movimientos literarios aupados en la transformación de la sociedad, como el surrealismo, por ejemplo.
Juan Emar y otros de su generación como Augusto D’Halmar también intentaron hacer carne de cañón con los autores que desde fines del siglo xix y comienzos del siglo xx llevaron a sus páginas la realidad en las minas, en el campo, dominado brutalmente por oligarcas y dueños de fundos. Sus abusos y desmanes, incluido el derecho a pernada, su desprecio por el hombre y su familia, la explotación criminal de su fuerza y su lealtad, aparecieron en las obras de Mariano Latorres considerado el máximo exponente chileno del criollismo, en Luis Durand y en su obra Frontera, en Baldomero Lillo, que narró el drama en las minas de carbón, y en un autor un poco desconocido llamado Daniel Riquelme, quien nos regaló un cuento que figura en todas las antologías que reúnen a los mejores exponentes del criollismo: “El perro del regimiento”.
Para los lectores de lo simple, lo diáfano, de lo clásico, ofrezco el cuento de Riquelme, “El perro del regimiento”.
ernesto-bustos-garridoErnesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios, Pontificia Universidad Católica de Chile y Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, funda-mentalmente en La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta y setenta fue Secretario de Prensa de la Presidencia de Eduardo Frei Montalva, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta transformarse en escritor.

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