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domingo, 30 de octubre de 2016

Cuento breve recomendado: “Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón

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Eloy Tizón
“Todo aquel que no se pliegue dócilmente a los dictados del mercado debe ser consciente de que no va a tenerlo fácil; ha escogido un camino en rampa, áspero, lleno de dificultad y con muchos escollos. Necesitará una buena dosis de sentido del humor junto a una gran capacidad de resistencia para superar los mil inconvenientes y mantener viva la llama a lo largo de años y años. Su auditorio será reducido y apenas ganará dinero con ello. Las satisfacciones —que también las hay, y nada desdeñables— provendrán de otro lado, del placer generado por el propio trabajo, del aprecio de unos pocos contemporáneos y una minoría de lectores exigentes. Con franqueza, no creo que el escritor literario llegue a extinguirse del todo; ni siquiera los regímenes totalitarios más atroces, fascistas o comunistas, lo han conseguido. Por muy poderoso que sea, ningún mercado impedirá que un loco se encierre, a solas en su cuarto, pese a quien pese, para producir belleza y emoción; y que otro loco, más tarde, lea esas páginas. De hecho, estoy seguro de que en este mismo instante, en algún lugar del planeta, esto ya está sucediendo.”
“Escribir, para mí, es tener ganas de escribir. Ganas de que haya algo donde antes no había nada. Ganas de llenar un hueco. De cubrir un vacío. De salvar del olvido algo, algo pequeño, irrelevante, de poco peso, como el color del cielo una tarde, el traje arrugado de Pablo o las mechas en la melena de Mónica. Cualquier cosa”.
“Me importa mucho la voz, las voces. De hecho, no termino de arrancar y le doy muchas vueltas al material hasta que no estoy bien seguro de saber cómo habla el narrador, qué entonación emplea, de qué giros se sirve, cuál es su música. Es casi lo único que necesito para ponerme en marcha. Cuando consigo sintonizar con nitidez la voz —las voces—, el resto me preocupa poco, no necesito saber el argumento ni tener planificado nada; me lanzo sin más. Confío ciegamente en la voz. Estoy de acuerdo con Borges cuando afirma que «saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis particular, es haber descubierto un destino.”. 
Eloy Tizón

VELOCIDAD DE LOS JARDINES
Eloy Tizón (España, 1964)

Muchos dijeron que cuando pasamos al tercer curso terminó la diversión. Cumplimos dieciséis, diecisiete años y todo adquirió una velocidad inquietante. Ciencias o letras fue la primera aduana, el paso fronterizo que separaba a los amigos como viajeros cambiando de tren con sus bultos entre la nieve y los celadores. Las aulas se disgregaban. Javier Luendo Martínez se separó de Ana Mª Cuesta y Richi Hurtado dejó de tratarse con las gemelas Estévez y Ana Mª Paz Morago abandonó a su novio y la beca, por este orden, y Christian Cruz fue expulsado de la escuela por arrojarle al profesor de Laboratorio un frasco con un feto embalsamado.
Oh sí, arrastrábamos a Platón de clase en clase y una cosa llamada hilomorfismo de alguna corriente olvidable. La revolución rusa se extendía por nuestros cuadernos y en la página sesenta y tantos el zar era fusilado entre tachones. Las causas económicas de la guerra eran complejas, no es lo que parece, si bien el impresionismo aportó a la pintura un fresco colorido y una nueva visión de la naturaleza. Mercedes Cifuentes era una alumna muy gorda que no se trataba con nadie y aquel curso regresó fulminantemente delgada y seguía sin tratarse.
Fue una especie de hecatombe. Media clase se enamoró de Olivia Reyes, todos a la vez o por turnos, cuando entraba cada mañana aseada, apenas empolvada, era una visión crujiente y vulnerable que llegaba a hacerte daño si se te ocurría pensar en ello a medianoche. Olivia llegaba siempre tres cuartos de hora tarde y hasta que ella aparecía el temario era algo muerto, un desperdicio, el profesor divagaba sobre Bismark como si cepillase su cadáver de frac penosamente, la tiza repelía. Los pupitres se animaban con su llegada. Parecía mentira Olivia Reyes, algo tan esponjoso y aromático cuando pisaba el aula riendo, aportando la fábula de su perfil, su luz de proa, parecía mentira y hacía tanto daño.
Los primeros días de primavera contienen un aire alucinante, increíble, un olor que procede de no se sabe dónde. Este efecto es agrandado por la visión inicial de las ropas veraniegas (los abrigos ahorcados en el armario hasta otro año), las alumnas de brazos desnudos transportando en sus carpetas reinados y decapitaciones. Entrábamos a la escuela atravesando un gran patio de cemento rojo con las áreas de baloncesto delimitadas en blanco, un árbol escuchimizado nos bendecía, trotábamos por la doble escalinata apremiados por el jefe de estudio –el jefe de estudio consistía en un bigote rubio que más que nada imprecaba–, cuando el timbrazo de la hora daba el pistoletazo de salida para la carrera diaria de sabiduría y ciencia. 
Ya estábamos todos, Susana Peinado y su collar de espinillas, Marcial Escribano que repetía por tercera vez y su hermano era paracaidista, el otro que pasaba los apuntes a máquina y que no me acuerdo de cómo se llamaba, 3º B en pleno con sus bajas, los caídos en el suspenso, los desertores a ciencias, todos nosotros asistiendo a las peripecias del latín en la pizarra como en un cine de barrio, como si el latín fuese espía o terrateniente. 
Pero 3º B fue otra cosa. Además del amor y sus alteraciones hormonales, estaba el comportamiento extraño del muchacho a quien llamaban Aubi, resumen de su verdadero nombre. Le conocíamos desde básica, era vecino nuestro, habíamos comido juntos hot-dogs en Los Sótanos de la Gran Vía y después jugado en las máquinas espaciales con los ojos vendados por una apuesta. Y nada. Desembarcó en 3º B medio sonámbulo, no nos hablaba o a regañadientes y la primera semana de curso ya se había peleado a golpes en la puerta con el bizco Adriano Parra, que hay que reconocer que era un aprovechado, magullándose y cayendo sobre el capó de un auto aparcado en doble fila, primera lesión del curso.
En el test psicológico le salió introvertido. Al partido de revancha contra el San Viator ni acudió. Dejaba los controles en blanco después de haber deletreado trabajosamente sus datos en las líneas reservadas para ello y abandonaba el estupor del examen duro y altivo, saliéndose al pasillo, mientras los demás forcejeábamos con aquella cosa tremenda y a contrarreloj de causas y consecuencias. Entre unas cosas y otras 3º B se fracturaba y la señorita Cristina, que estuvo un mes de suplente y tan preparada, declaró un día que Aubi tenía un problema de crecimiento. 
El segundo trimestre se abalanzó con su caja de sorpresas. Al principio no queríamos creerlo. Natividad Serrano, una chica de segundo pero muy desarrollada, telefoneó una tarde lluviosa a Ángel Andrés Corominas para decirle que sí, que era cierto, que las gemelas Estévez se lo habían confirmado al cruzarse las tres en tutoría. Lo encontramos escandaloso y terrible, tan fuera de lugar como el entendimiento agente o la casuística aplicada. Y es que nos parecía que Olivia Reyes nos pertenecía un poco a todos, a las mañanas desvalidas de tercero de letras, con sus arcos de medio punto y sus ablativos que la risa de Olivia perfumaba, aquellas mañanas de aquel curso único que no regresaría. 
Perder a Olivia Reyes oprimía a la clase entera, lo enfocábamos de un modo personal, histórico, igual que si tantas horas de juventud pasadas frente al cine del encerado diesen al final un fruto prodigioso y ese fruto era Olivia. Saber que se iría alejando de nosotros, que ya estaba muy lejos aunque siguiese en el pupitre de enfrente y nos prestase la escuadra o el hálito de sus manos, nos dañaba tanto como la tarde en que la vimos entrar en el descapotable de un amigo trajeado, perfectamente amoldable y cariñosa, Olivia, el revuelo de su falda soleada en el aire de primavera rayado por el polen. Sucedía que su corazón pertenecía a otro. Pensábamos en aquel raro objeto, en aquel corazón de Olivia Reyes como en una habitación llena de polen.
Acababa de firmarse el Tratado de Versalles, Europa entraba en un período de relativa tranquilidad después de dejar atrás los sucesos de 1914 y la segunda evaluación, cuando el aula recibió en pleno rostro la noticia. Que la deseada Olivia Reyes se hubiese decidido entre todos por ese introvertido de Aubi, que despreciaba todas las cosas importantes, los exámenes y las revanchas, nos llenaba de confusión y pasmo. Meditábamos en ello no menos de dos veces al día, mientras Catilina hacía de las suyas y el Kaiser vociferaba. Quizá, después de todo, las muchachas empolvadas se interesaban por los introvertidos con un problema de crecimiento. Eso lo confundía todo.
En tercero se acabó la diversión, dijeron muchos. Lo que sucede es que hasta entonces nos habíamos movido entre elecciones simples. Religión o Ética. Manualidades u Hogar. Entrenar al balonmano con Agapito Huertas o ajedrez con el cojo Ladislao. Tercero de letras no estaba capacitado para afrontar aquella decisión definitiva, la muchacha más hermosa del colegio e impuntual, con media clase enamorándose de ella, todos a la vez o por turnos, Olivia Reyes detrás del intratable Aubi o sea lo peor. 
Y es que Aubi seguía sin quererla, no quería a nadie, estaba furioso con todos, se encerraba en su pupitre del fondo a ojear por la ventana los torneos de balón prisionero en el patio lateral. Asunción Ramos Ojeda, que era de ruta y se quedaba en el comedor, decía que era Olivia Reyes quien telefoneaba todas las tardes a Aubi y su madre se oponía a la relación. Se produjeron debates. Aubi era un buen chico. Aubi era un aguafiestas. Lo que pasa es que muchos os creéis que con una chica ya está.
Luego nos enteramos que sí, que el Renacimiento había enterrado la concepción medieval del universo. Fíjate si no en Galileo, qué avance. Resultaba que nada era tan sencillo, hubo que desalojar dos veces el colegio por amenaza de bomba. Los pasillos desaguaban centenares de estudiantes excitados con la idea de la bomba y los textos por el aire, las señoritas se retorcían las manos histéricamente solicitando mucha calma y sólo se veía a don Amadeo, el director, fumando con placidez en el descansillo y como al margen de todo y abstraído con su úlcera y el medio año de vida que le habían diagnosticado ayer mismo: hasta dentro de dos horas no volvemos por si acaso.
El curso fue para el recuerdo. Hasta el claustro de profesores llegó la alteración. A don Alberto le abrieron expediente los inspectores por echar de clase a un alumno sin motivo. Hubo que sujetar entre tres a don Esteban que se empeñaba en ilustrar la ley de la gravedad arrojándose él mismo por la ventana. La profesora de Inglés tuvo trillizos; dos camilleros improvisados se la llevaron a la maternidad, casi podría decirse que con la tiza entre los dedos, mientras el aula boquiabierta, con los bolígrafos suspendidos, dejaba a medio subrayar una línea de Mr. Pickwick. La luz primaveral inundaba las cajoneras y parcelaba la clase en cuadriláteros de sombra, había ese espesor humano de cuerpos reunidos lavados apresuradamente y hastío, y entonces Benito Almagro, que odiaba los matices, hizo en voz alta un comentario procaz e improcedente. 
Notamos desde el principio que aquél iba a ser un amor desventurado. La claridad de Olivia Reyes se empañaba, incluso nos gustaba menos. Hay amores que aplastan a quien los recibe. Así sucedió con Aubi del 3º B de letras, desde el momento en que Olivia tomó la decisión de reemplazarnos a todos, en el inmueble de su corazón, por el rostro silencioso de un rival introvertido. Se notaba que Aubi no sabía qué hacer con tan gran espacio reservado, reservado para él, estaba solo frente a la enorme cantidad de deseo derrochado. En absoluto comprendía el sentido de la donación de Olivia Reyes, así que salía aturdido del vestuario camino de los plintos o del reconocimiento médico. Todos en hilera ante la pantalla de rayos X y luego el christma del esternón te lo mandaban a casa. La dirección del colegio enviaba por correo los pulmones de todos los matriculados y el flaco Ibáñez estaba preocupado porque le habían dicho que si fumas se notaba. En el buzón se mezclaría el corazón de Olivia Reyes, certificado, con la propaganda de tostadoras o algo por el estilo. 
Ella le telefoneaba todas las tardes a casa. A nosotros nunca nos había llamado. Era un planteamiento incorrecto. El aula contenía la respiración hasta que sonaba la sirena de salida, parecía que callados sonaría antes, salíamos en desbandada dejando a medias la lección y la bomba de Hiroshima flotando interrumpida en el limbo del horario.
Pero volvamos al aire y la luz de la primavera, que deberían ser los únicos protagonistas. Se trataba de una luz incomprensible. Siendo así que la adolescencia consiste en ese aire que no es posible explicarse. Podría escribirse en esa luz (ya que no es posible escribir sobre esa luz), conseguir que la suave carne de pomelo de esa luz quedase inscrita, en cierto modo «pensada». Aún está por ver si se puede, si yo puedo. La luz explicaría las gafas de don Amadeo y el tirante caído de la telefonista un martes de aquel año, la luz lo explica todo. Ahora que me acuerdo hubo cierto revuelo con el romance entre Maribel Sanz y César Roldán (delegado). 
La tutora aprovechó para decirnos que los trillizos habían nacido como es debido y, después de atajar el estruendo de aplausos y silbidos, no se sabía bien si a favor de los trillizos o en contra de ellos, pasó a presentarnos al profesor suplente de Inglés. No sé qué tenía, la chaqueta cruzada o el aire concentrado y lunático. De golpe 3º B en pleno perdió interés por el idioma («perdió el conocimiento»), todo el mundo se escapaba a la cafetería El Cairo en horas lectivas a repensar sus raros apuntes y a mirar mucho las pegatinas del vecino. Lo importante era contar con una buena nota media, una buena nota media es decisiva, a ti qué te da de nota media. 
El aula estaba prácticamente desierta, mientras el nuevo profesor de Inglés desempolvaba adverbios, nerviosísimo con el fracaso pedagógico y los pupitres vacíos. Mayo estallaba contra los ventanales, por un instante hubo un arcoiris en el reloj de pulsera de Aubi que sesteaba al fondo, la clase parpadeaba en sueños a la altura del cinturón del docente desesperado, y entonces entró Olivia Reyes.
Fue un suceso lamentable, la velocidad que lo trastocaba todo. Pero también fue una escena lenta, goteante. Primero el profesor le recriminó el retraso y después continuó echándole en cara a la palpitante Olivia Reyes la falta de interés colectiva y la indiferencia acumulada y su propia impotencia para enseñar. Después la expulsó por las buenas y le anunció que no se presentaría al examen. Era algo muy peligroso, a esas alturas del curso (el curso en que la diversión concluyó), porque una expulsión significaba la posibilidad casi segura de tener que repetir. El nuevo no sabía nada de los problemas de Olivia ni de su corazón ocupado en desalojar una imagen dañina.
Todavía flotaba en el aire el aroma aseado del cuerpo de Olivia Reyes, no había acabado de salir cuando inesperadamente Aubi se levantó y solicitó que a él también lo expulsaran. Estaba patético y tembloroso ahí de pie, con el espacio que Olivia Reyes le había dedicado y que él rechazaba, nos rechazaba a todos, pero reclamaba del nuevo profesor la expulsión, repetir curso, el fin de los estudios. Los años han difuminado la escena, cubriéndola de barnices (¿quién se dedica a embrumar nuestros recuerdos con tan mal gusto?), pero la clase conserva la disputa entre los dos, la tensión insoportable mientras Aubi, y tres o cuatro más que se le unieron, recogían sus ficheros deslomados y salían hacia el destierro y la nada. Allí terminaba su historial académico, por culpa de unos trillizos.
Más tarde los alumnos nos juntamos en El Cairo y tuvimos que relatarlo cien mil veces a los ausentes. La escena se repasó por todos lados hasta deformarla, añadiendo detalles a veces absurdos, como la versión que presentaba al profesor amenazando a Olivia con un peine. Nada une tanto a dos personas como hablar mal de una tercera. Fue la última ocasión que tuvo la clase para reconciliarse, antes de hundirse del todo en el sinsentido de la madurez, en el futuro. Resulta curioso que sólo recuerde de aquel día unos pocos fragmentos irrelevantes. Grupos de cabezas gritando. Un gran esparadrapo sobre la nuez de Adriano Parra. Las piernas de Aubi continuaban temblando mientras recibía las felicitaciones y la envidia de muchos de nosotros. Fue el mártir de los perezosos, ese día, con la cazadora brillante de insignias y las zapatillas de basket.
En el otro extremo, separada por la masa de cuerpos escolares exaltados, Olivia Reyes estrenaba unos ojos de asombro y melancolía. Lo sigo recordando. No se acercó a agradecer el gesto loco de Aubi al enfrentarse al profesor (que poco después fue trasladado a otro centro y ahí terminó el incidente: que en aquel momento nos parecía tan importante como el asesinato del archiduque en Sarajevo y el cálculo integral, pero juntos). Buscó algo en su bolso, que no encontró, y ya sin poder contenerse, vimos cómo Olivia se alejaba a otra parte con su aflicción y sus nuevos ojos de estreno arrasados por el llanto.
No he vuelto a ver a ninguno. Tercero de letras no existe. He oído decir que las gemelas Estévez trabajan de recepcionistas en una empresa de microordenadores. ¿Por qué la vida es tan chapucera? Daría cualquier cosa por saber qué ha sido de Christian Cruz o de Mercedes Cifuentes. Adónde han ido a parar tantos rostros recién levantados que vi durante un año, dónde están todos esos brazos y piernas ya antiguos que se movían en el patio de cemento rojo del colegio, braceando entre el polen. Los quiero a todos. Pensaba que me eran indiferentes o los odiaba cuando los tenía enfrente a todas horas y ahora resulta que me hacen mucha falta.
Los busco como eran entonces a la hora de pasar lista, con sus pelos duros de colonia y las caras en blanco. Aquilio Gómez, presente. Fernández Cuesta, aún no ha llegado. Un apacible rubor de estratosfera se extiende por los pasillos que quedan entre la fila de pupitres, la madera desgastada por generaciones de codos y nalgas y desánimo. Una mano reparte las hojas del examen final, dividido ingenuamente en dos grupos para intentar que se copie un poco menos. Atmósfera general de desastre y matadero. La voz de la profesora canturrea: «Para el grupo A, primera pregunta: Causas y consecuencias de…» Hay una calma expectante hasta que termina el dictado de preguntas. El examen ha comenzado. Todo adquiere otro ritmo, una velocidad diferente cuando la puerta se abre y entra en clase Olivia Reyes.
Comentario
El relato “velocidad de los jardines” es un milagro, el milagro de la desaparición de la impostura literaria. Creo que su fuerza, su absoluta emotividad, parte del hecho de que, por una vez, sentimos que lo que se nos dice es verdad, es auténtico, le quema al autor. Digámoslo claramente: la literatura es una sucesión de mentiras bien escritas. No sólo los escritores sin escrúpulos (muchos, por cierto) elaboran novelas sobre temas sociales que les tienen sin cuidado (violencia doméstica, inmigración), sino que hasta los grandes novelistas y poetas fingen (como decía Pessoa) la mayor parte de lo que escriben. Lo fascinante es que en este cuento se puede probar químicamente que todo es de verdad.
Muchos dijeron que cuando pasamos al tercer curso terminó la diversión. Cumplimos dieciséis, diecisiete años y todo adquirió una velocidad inquietante. Ciencias o letras fue la primera aduana…
“Velocidad de los jardines” trata un asunto menor, casi ridículo: el trauma que para los que estudiamos BUP suponía pasar a tercero, elegir literatura o matemáticas, latín o química. Es decir, afrontar la madurez. El estilo empleado por Tizón en este cuento es mucho más llano que en el resto del libro, lo que ayuda a percibir lo contado como genuino. Sin embargo, el talento del autor hace regates inauditos a la ramplonería: «La revolución rusa se extendía por nuestros cuadernos y en la página sesenta y tantos el zar era fusilado entre tachones.» El cuento va sumando anécdotas, personajes, episodios de adolescencia fácilmente reconocibles: «Fue una especie de hecatombe. Media clase se enamoró de Olivia Reyes.» Y también: «En el test psicológico le salió introvertido.» La evocación se sucede página a página, salen muchos nombres propios, mucho 3º B, y hasta vemos a la mano que escribe ese texto temblar. El autor ha destapado su propio corazón ante nosotros, lo que le lleva a escribir en la última página: «No he vuelto a ver a ninguno. Tercero de letras no existe. He oído decir que las gemelas Estévez trabajan de recepcionistas en una empresa de microordenadores. ¿Por qué la vida es tan chapucera? Daría cualquier cosa por saber qué ha sido de Christian Cruz o de Mercedes Cifuentes. Adónde han ido a parar tantos rostros recién levantados que vi durante un año, dónde están todos esos brazos y piernas ya antiguos que se movían en el patio de cemento rojo del colegio, braceando entre el polen.»
El párrafo no termina ahí. Le sigue una frase breve, decisiva. Ésta: «Los quiero a todos.» Estas cuatro palabras son el epicentro emocional del relato, su origen y su fruto: “Velocidad de los jardines” viene de ahí y nos lleva hasta ahí. Es decir, consigue hacer algo increíble: que el lector sienta exactamente lo que el autor siente. Las palabras amorosas están completamente desgastadas. El verbo querer, el verbo amar, la frase «no puedo vivir sin ti» no significan ya nada. Salen en todas las canciones; salen incluso en los anuncios de la tele. Sin embargo, Eloy Tizón desempolva el verbo querer, le hace la respiración artificial a base de datos, anécdotas, ingenio, y consigue preparar al lector para el renacimiento de esta palabra. «Los quiero a todos» hace blanco en nuestro corazón (aunque nos dé asco decirlo: corazón) y catapulta este relato por encima de casi cualquier cosa que yo he leído en mi vida.
Alberto Olmos, revista Teína
Cuento seleccionado por Miguel Díez R.

miércoles, 26 de octubre de 2016

Tercera historia [Cuento - Texto completo.] Giovannino Guareschi

http://ciudadseva.com/texto/tercera-historia/

Giovannino Guareschi

Italia:
1908-1968

Tercera historia

[Cuento - Texto completo.]
Giovannino Guareschi

¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.
Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada.
-¿Quieres hacerme de escalera? -le dije.
La muchacha dejó la cesta y yo trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa.
-Extiende el delantal, que vamos a medias -dije a la muchacha.
Ella contestó que no valía la pena.
-¿No te agradan las ciruelas? -pregunté.
-Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí -me dijo.
Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer.
-Tú le tomas el pelo a la gente -exclamé mirándola enojado; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
La encontré dos tardes después siempre en el camino.
-¡Adiós, larguirucha! -le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que había aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.
-¿Se podría saber por qué me miras así? -le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto.
-Yo no te miro -contestó tímidamente.
Subí a mi bicicleta.
-¡Cuídate, larguirucha! -le grité-. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no le tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.
Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás.
Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manillar a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.
Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manillar y saqué una piquetilla.
-Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él -dije.
La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.
-¿Por qué hablas así? -me preguntó en voz baja.
Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?
-Porque sí -contesté-. Tú debes ir de paseo sola o, si no, conmigo.
-Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más -dijo-. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.
-Pues espera a que yo tenga dieciocho años -grité-. Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita.
Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres, me largaba. Me importaban un pito las mujeres, pero esa no debía hacerse la estúpida con los demás.
Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.
-Adiós -le decía al pasar.
-Adiós -me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.
-Tengo dieciocho años -le dije-. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes.
-Tú tienes dieciocho años -me contestó-, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me apedrearían si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
-¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo señas de que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.
-Los muchachos -exclamé- antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así.
-Decía por decir -explicó la muchacha-. No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!…
Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.
-Querida mía, ¿por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia.
-No -contestó la muchacha- entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra. Cuanto más se vive, menos cuentan las diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.
-En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar -dije saltando en la bicicleta-. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, te romperé la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a las filas, le grité:
-Mañana parto para alistarme.
-Hasta la vista -contestó la muchacha.
-Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la fábrica. Si esa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté delante de ella.
-Concluí -le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisional.
-Es muy linda -contestó la muchacha.
Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
-¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? -pregunté.
La muchacha suspiró.
-Lo siento, pero el árbol se quemó.
-¿Se quemó? -dije con asombro-. ¿De cuándo acá los ciruelos se queman?
-Hace seis meses -contestó la muchacha-. Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos. Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas solo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo.
-¿Y tú? -le pregunté.
-También yo -dijo con un suspiro-; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó.
Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo.
-¿Te hice daño? -pregunté.
-Ninguno.
Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro.
-¿Y entonces? -dije finalmente.
-Te he esperado -suspiró la muchacha- para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?
Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.
-Entonces -repitió la muchacha-, ¿puedo irme?
-No -le contesté-. Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio. De mí no te ríes, querida mía.
-Está bien -dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.
Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.
Han pasado doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta.
-Adiós.
-Adiós.
-¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar un poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la fábrica.
FIN

1948


martes, 25 de octubre de 2016

Cuento de Gabriel Casaccia: El Pozo

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ciemtp. Gabriel Casaccia
La imprevista salida de su novia cogió a Alfonso Caballero de sorpresa, dejándole atónico por unos instantes. Sería difícil describir el estupor y la emoción que se adueñaron de su ánimo cuando su novia, Clara Figueredo, le declaró con voz entera: “Voy a irme a Buenos Aires para trabajar de modista. Lo tengo ya resuelto”. Allí estaba Clara, toda llorosa, vestida de humilde traje negro, retorciendo entre sus manos un pañolito humedecido por las lágrimas, sentada en el mezquino comedor de la casa, donde tres días antes había velado el cadáver de su madre. Sola al cabo de varios minutos de embarazoso silencio, durante los cuales Alfonso iba colmándose de irritación, se le ocurrió a éste contestarle una simpleza, porque la cólera no le permitía pensar con serenidad:
–Pero aquí también podés trabajar de modista.
–Sí, es cierto –le respondió Clara, sin mirarle–, pero en Buenos Aires está Juanita, que me ha invitado varias veces para ir y que me ayudará a empezar.
Alfonso hizo con la mano un ademán brusco, de desagrado:
–Esa no es una contestación. Lo que querés es abandonarme, romper nuestro noviazgo, y estás buscando un pretexto.
Dejó de hablar de golpe. La cólera le sofocaba. Clara no le respondió nada. Este silencio exasperó más a Alfonso. Tenía que cerrar los puños para contener las ganas que tenía de abofetearla. Barboteó:
–Respondeme. Hablá. ¿Por qué no me decís nada? Eres una miserable… Sabés que no puedo casarme todavía, y en lugar de tener la paciencia de esperar, me dejás.
Tomó una silla y se sentó. Hasta entonces había estado de pie. Rebullíase en su asiento, no dejaba las manos quietas y su mirada se detenía, ya en Clara, ya en un punto cualquiera de la habitación, yendo de un lugar a otro con extraña presteza. Había momentos en que sentía deseos de tomar a Clara por el cuello y apretárselo hasta arrancarle la confesión de que lo amaba, y en otros se sentía tentado de salir corriendo de la pieza, sin despedirse. La excitación no le dejaba pensar en nada. Se alzó de la silla como para marcharse; pero de pronto, se le ocurrió que Clara lo amenazaba con su viaje para animarlo y apurarle a que se casase con ella, pues la muerte reciente de su madre le dejaba sola y sin amparo. Esta idea hizo que se borrase de inmediato del rostro de Alfonso todo gesto de enojo. Volvió a sentarse, a la vez que echaba sobre Clara una intensa y acariciadora mirada. Y, en silencio, adelantó despacio una mano para coger una de las de ella. Durante largo rato apretujó, sin pronunciar una palabra, esa mano que se le entregaba inerte. Clara recibía las caricias con indiferencia y semblante de ausencia. Esta frialdad, que Alfonso interpretó tal vez como mansedumbre, le llevó a intentar pasarle el brazo por la cintura; pero ella lo apartó de sí, con suave firmeza. Ese ademán, rechazándole, hizo que Alfonso se levantase con violencia y semblante demudado de la silla, que cayó al suelo. Clara se echó hacia atrás, con instintivo movimiento de temor. Alfonso preguntó, agitando una mano:
–¿Cuándo se te ha metido esa ocurrencia en la cabeza?
–Desde que murió mamá –respondió Clara, y agregó con un suspiro–: Su muerte me ha dejado desesperada y muy sola. Debés comprenderlo… Yo me iré por algún tiempo. Nos escribiremos, y cuando puedas casarte, yo vendré o vos irás a buscarme.
–¡Mentís!… Es una excusa tuya para romper del todo. ¿De dónde voy a sacar el dinero para ir a buscarte? Creés que a mí me vas a engañar con cuatro palabras. Querés huir de mí. Hace tiempo que andás en busca de una ocasión… Ya lo había notado. Ahora, con la muerte de tu madre, se te ha presentado la tan deseada oportunidad… Pero cuidate –exclamó, con tono amenazador.
Y tomando el sombrero con gesto brusco, sin volverse a mirarla, salió casi a la carrera de la habitación, oyéndose a poco el golpe de la puerta de calle al ser cerrada con fuerza.
Alfonso comenzó a errar por las calles de la ciudad, envueltas en la luminosidad transparente y tibia de un sol de mediodía. Era en el mes de junio, un día templado. Sus pasos parecían más nítidos y fuertes al resonar en las losas blancas y resquebrajadas de las aceras, sin viandantes. Sentíase dominado por una tristeza infinita, como si hubiese perdido para siempre la facultad de alegrarse y gozar de las cosas. “Me ha engañado…, me ha engañado”, repetíase, mientras ambulaba, sin rumbo, al azar. Caminaba; sufría. Su mente estaba llena de Clara y de él, como si sólo ellos existiesen en aquel momento sobre la Tierra. Sentía agudas punzadas en la nuca, tras las cuales le daba como vahídos. Varias veces vióse obligado a pararse en mitad de la calle para recobrarse y no perder el equilibrio. Poco a poco notó que esas punzadas le servían para distraerle de su otro dolor. Mientras no le aquejaba punzada alguna se ponía a pensar en ella y a esperarla; luego, una vez que venía y pasaba, vuelta a empezar. Aquel pasatiempo duró como una hora, y tan en serio lo había tomado Alfonso, que cuando las punzadas desaparecieron, sus angustias y torturas aumentaron. Dolíale terriblemente la soledad en que le dejaría Clara con su viaje. ¿Cómo llenar sus horas y sus ocios y sus días? Cinco años de noviazgo, cinco años colmados de Clara, y, de repente, su vida quedaba vacía, sin nada adentro, sin nada a su alrededor. Pensó: “Iré a rogarle de rodillas que desista de su proyecto. Me humillaré; me escuchará; tiene que escucharme. Le diré que si no me escucha me mataré”. Tornó a detenerse de repente en mitad de la acera, como ya lo había hecho otras veces, con ese movimiento característico de quien de pronto es golpeado por un pensamiento súbito. Enseguida siguió andando, pero con otra idea en la cabeza. “Puedo matarme”, se dijo. No era la primera vez que, como un reptil, se le deslizaba esa ida del suicidio y se le enroscaba al pensamiento. Algunas veces había solido pensar que de un tiro podría quebrar su existencia, con la misma facilidad con que se corta un hilo. Pero, en realidad, en una sola ocasión había pensado seriamente en matarse. Fue al comienzo de su noviazgo con Clara, en que ésta le hizo un desaire, y estuvieron varias semanas sin hablarse.
No; él no se sometería a los caprichos de Clara. ¿Por qué había de pedirle nada? ¡Jamás! Siempre la había tenido bajo su dominio, y no iba ahora a flaquear y a mostrarse débil. Esta idea, de que aún estaba a tiempo de hacerse obedecer por Clara y sojuzgarla, impidiendo su viaje a Buenos Aires, calmó su nerviosidad y lo tranquilizó un poco. En tanto, sin él notarlo, sus pasos lo habían ido llevando nuevamente hasta la casa de Clara. Detúvose ante su portal, sorprendido e indeciso entre continuar andando o llamar. Alzó la mano varias veces con este propósito, y otras tantas la dejó caer. “Esta estúpida va a creer que no puedo vivir sin ella; pero yo no la necesito. A mí me da igual vivir solo”. De pronto, se le cortó el hilo del pensamiento, olvidóse de todo, tan ajeno a sí mismo, que era como si no estuviese allí ni en ninguna otra parte. Cuando se rehízo, lo que le llevó cierto tiempo, se preguntó intempestivamente si Clara lo amaba como para poder exigirle que renunciase a su viaje. Alfonso no osaba confesarse a sí mismo que Clara ya no lo amaba, porque eso hubiese sido un golpe espantoso y contra el cual, por instinto, sentíase sin defensa. Sobresaltóse al oír que se abría la puerta de calle de la casa de Clara. Apareció una mujer de la vecindad, a quien conocía por haberla encontrado otras veces allí.
–Entre, Alfonso –le invitó obsequiosa la mujer aquella, haciéndose a un lado para darle paso.
–¿Yo? ¿Por qué?.. Si yo no he llamado –contestó Alfonso con gesto titubeante.
–Pero si usted ha llamado.
 –¡Ah!… Sí…
Y tras decir esto, guardó silencio, con mirada pensativa. La mujer no apartaba de él sus ojos de susto. Veía algo de extraño, y que la llenaba de un vago temor, en ese rostro absorto, macerado por una preocupación dolorosa, que saltaba a la vista.
–¿Cómo está Clara? –preguntó de repente.
–Todo lo bien que se puede estar después de lo que acaba de pasar – respondió la mujer cariacontecida; y añadió–: Pero usted la vio hace unas horas.
–¡Ah!, sí –contestó Alfonso, como si recién lo recordase. Y después de un rato, dijo–: Entraré a verla. Necesito verla.
Y al mismo tiempo que franqueaba la puerta murmuró algo entre dientes, que la mujer no entendió. Esta se quedó en la puerta.
Alfonso halló a Clara en la cocina, cuyos muros despintados y ahumados le daban un aspecto de pobreza y suciedad. La mirada siempre atónita de su novio, como si tuviese frente a sí alguna sorprendente u horrible visión, infundió gran temor en Clara, que no atinó a hacerle esta pregunta, que descubría la impresión que su extraño aspecto le producía:
–¿Qué te sucede?
–Todavía tenés el descaro de preguntármelo –replicó Alfonso, con una sonrisa forzada y burlona al mismo tiempo.
–Alfonso, calmate y dejá que te explique.
–Te escucho. Hablá. No estoy nervioso.
–Tú sabes que por el momento no podemos casarnos. Es inútil, pues, que me quede. Cuando llegue el día de casarnos, volveré…
–¡Volverás! –la interrumpió–. No sé cómo me contengo y no te estrangulo. –Sentía que se le iban las manos hacia el cuello de Clara.
Temerosa, ésta murmuró con un hilo de voz:
–Me quedaré, Alfonso.
Él la estuvo mirando un rato, y luego le dijo, mordiendo las palabras:
–Te odio…, te desprecio.
Y salió de la cocina sin dirigirle una mirada. Pasó junto a la vecina, que aún estaba en la puerta, sin saludarla, y siguió calle arriba. Su desesperación lo impulsaba a andar, como si buscase que el cansancio físico lo rindiese. Era cerca de la una de la tarde. A las tres, aún continuaba caminando. Se recorrió media ciudad; pero el cansancio no venía, como si no se hubiera movido del sitio. No hacía sino pensar en el viaje de Clara y en ésta con tal rabia y aborrecimiento que lo trastornaban. Había momentos en que su odio desaparecía para ser reemplazado por un sentimiento de ternura hacia Clara. De toda su conversación reciente recordaba una sola frase, que unas veces se la repetía con enternecimiento, y otras lleno de furor: “Me quedaré, Alfonso”. Al final, tras tanto vagar, terminó por dirigirse, con el espíritu deshecho, a la casa de huéspedes en que habitaba. Entró en su pieza y, sin quitarse el sombrero, se desplomó en una mecedora. En la habitación reinaba la oscuridad. Sin hacer el más ligero movimiento, como si se hubiera petrificado en el sillón, dejó que su ánimo fuese arrastrado por la riada impetuosa y desordenada de su pensar… Se le apareció una calle resplandeciente de luces, y la corriente lenta y perezosa de la multitud, represada entre ambas márgenes de los edificios. Asunción se engalanaba con el brillo de las luces y el gayo colorido de las banderas, festejando un aniversario patrio. Pasaron a su lado tres muchachas. ¡Qué sorpresa y qué sensación viva y dulce al par! Era la primera vez que veía a Clara y que su corazón estremecíase en forma tan extraña al paso de una desconocida; llenóse de un sentimiento de gozo nunca sentido hasta entonces… (Alfonso abrió los ojos, que se encontraron con la oscuridad, pegados a las tinieblas, como si tuviese la frente apoyada en un muro negro). “Negro como un pozo sin fondo”, pensó… Contaba siete años más o menos, y se pasaba las horas con la cabeza asomada a un viejo pozo, dando voces con la boca metida en el brocal… (Con movimiento involuntario se frotó la boca con la mano, como para limpiársela, cual si lo oscuro se la hubiera tiznado). Su imaginación infantil vislumbraba en el fondo de aquel pozo húmedo y casi sin agua, monstruos temibles y fabulosos, grutas y cuevas, que refulgían, como si fueran de vidrio, y, aunque no alcanzaba a verla, le parecía que el agua aquella dormía un sueño pesado, cubierta de una espesa capa de musgo… Clara cuando ríe muestra la blancura de sus dientes. (Es le pasó por la frente. Volvía a sentir las punzadas en la nuca). “Dos, tres, cuatro… Dos, tres, cuatro…”, repetía entre dientes, a cada punzada.
(Sus labios se movían imperceptiblemente. Seguía la cuenta con ligeras pataditas en el suelo). De pronto, ya no se halló solo junto al brocal. Estaba también Clara, muy pegada a él. Ambos hundían sus miradas en aquellas negruras, en aquel agujero que semejaba la entrada del infierno. Ella era la Clara actual; pero él seguía siendo niño. Le ordenó con imperio que echase, como se arroja una piedra, un grito en lo hondo; ella se negaba, no quería doblegarse; entonces, la tomó en brazos, preparándose a hacer un gran esfuerzo, pero quedó sorprendido al notar que Clara no pesaba nada. La alzó y la dejó caer en lo hondo. (Levantó un poco ambos brazos y las volvió a apoyar con cansancio en el sillón, como si el esfuerzo de levantar a Clara lo hubiese dejado exhausto). Y la negra boca del pozo se la tragó. En el recorrido que iba haciendo el cuerpo al caer, abría como un camino de luz, que se cerraba enseguida tras él. Semejaba una luz que caía; no llegaba nunca al fondo. Caía… Seguía cayendo…
Alfonso poco a poco salió a la superficie desde el fondo de aquella alucinación; comenzó a tener conciencia de sí mismo. Paróse a pensar en su cuerpo arropado en tinieblas, en sus manos apretando los brazos del sillón, en el silencio pesado que le rodeaba, tan semejante al que se escapaba de lo hondo de aquel pozo de su infancia, repleto hasta los bordes de negrura; pero más aún de silencio, de un silencio letal y espantoso. Prestó atención, y le pareció que en la oscuridad el silencio se ahondaba, se hacía infinito. El pozo, cuya imagen no podía alejar de sí, volvió a aparecérsele; pero esta vez él estaba en el fondo, y veía sobre su cabeza, allá arriba, y muy lejos, la boca convertida en un circulillo de luz… Mas de golpe, inesperadamente, recordó punto por punto la conversación que había tenido horas antes con Clara. Y luego, casi en voz alta, pronunció estas palabras: “Me quedaré, Alfonso”… “Ella es todo para mí”, murmuró abriendo los ojos. Respiraba con embarazo, cual si el silencio y la oscuridad le oprimiesen el pecho. Le faltaba aire; se sentía como si estuviera sepultado vivo. “Me siento como si me hallase en el fondo del pozo”, se dijo con voz ahogada… Sin Clara, ¿qué hacer de su vida, hacia dónde encaminarla? Una vez ausente ella, ¿en qué emplearía el tiempo cuando estuviese fuera de la oficina en que trabajaba? El solo pensar en eso le llenaba de angustia. Veíase abandonado, sin el cobijo de una compañía, y embargábale una tristeza infinita. Destino sin objetivo; vida vacía. Faltándole Clara él dejaría de ser él. “Me quedaré solo”, dijo en voz alta al tiempo que se alzaba del sillón. Se ahogaba; no podía respirar. Suspiró con desfallecimiento. La idea de quedarse a solas con su corazón vacío, lo llenó de espanto, de terror de sí mismo, de horror a la oscuridad, a todo. Maquinalmente encendió la luz mientras se decía: “Le escribiré; le haré comprender el mal que me hace; lo que estoy sufriendo”. Y levantó la mano para encender de nuevo la luz sin darse cuenta que ya estaba encendida. Se puso a buscar recado de escribir en una mesa revuelta de papeles y revistas; pero de repente, se le cruzó por la imaginación la sospecha que bien pudiera Clara aprovechar su ausencia para huir; tal vez en aquel preciso momento ya se disponía a escapar; debía ir a la disparada, sin perder un segundo, antes que fuese demasiado tarde. Salió a la carrera en dirección de la casa de Clara. En poco tiempo llegó a ella. Allí dudó, titubeó, sintió la tentación de llamar y el deseo de volverse. Le azoraba el no saber qué le diría a Clara cuando estuviese delante de ella. No recordaba ya el verdadero motivo de su súbita carrera. Adelantó la mano, y, con la palma abierta, golpeó, con fuerza, en la huerta cerrada. Aguardó un buen espacio de tiempo. Nadie acudió a abrirle. Impaciente, púsose a descargar una lluvia de puñetazos y patadas contra la puerta.
–Recién estaba abierta –le avisó un vecino, desde la acera de enfrente.
Atraídos por el ruido y la conversación, otros vecinos se asomaron a huertas y ventanas, y Alfonso oyó a su espalda otra voz, que le decía:
–Clara está. Golpee nomás.
Al fin apareció Clara. Alfonso quiso entrar; pero ella se lo impidió saliendo al umbral y dejando la puerta entornada.
–Pero, Clara, ¿es que no tenés ya confianza en mí? Aquí no podemos hablar a gusto… Además, creo que aún somos novios.
Y la mirada de Alfonso, penetrando por la puerta entreabierta, se hundió con extraña fijeza, en el fondo oscuro del zaguán, que se alargaba, se hacía hondísimo, hasta convertirse en un pozo, cuyo final no se veía, envuelto en tinieblas. ¡El pozo de su alucinación, donde había precipitado a Clara momentos antes, como si fuese una piedra! Se estremeció. Cerró los ojos. Parecía que el pozo iba a tragarlo, a devorarlo. Abrió los ojos; Clara estaba allí; la puerta seguía entornada. Aquella ilusión había durado un segundo; pero Alfonso quedó entorpecido y jadeante, cual si hubiera huido de un grave peligro, y tardó un rato en recobrarse del todo.
–Volvé mañana temprano; te esperaré. Hablaremos con más tiempo. Ahora ya es muy tarde… –oyó que le decía Clara–. Ya te he dicho que me quedaré…
Alfonso no la escuchaba apenas. El dolor punzante en la nuca volvía a atormentarle. Las ideas más descabelladas y desconcertantes relampagueaban por un instante en su mente. Por momentos, sentía vahídos. Su atención fue atraída por el picaporte de la puerta, y en él detuvo largo rato su mirada, encontrando muy raro que recién notase que estaba roto. Reparó también en que Clara tenía zapatos sin medias. En medio de su trastorno y desesperación, Alfonso se fijaba con una lucidez extraordinaria, en los hechos y detalles más fútiles. “Me teme; está muerta de miedo; quiere alejarme; lo único que hay en ella es temor”, pensó, dejando caer sobre Clara una mirada llena de ansiedad. Alargó la mano y asió una de las de ella. La sintió fría, exánime… “¡Qué helada está! –se dijo entre sí–. El miedo le enfría las manos”.
Clara gimió con temor:
–Hacéme caso, Alfonso. Vete… Mañana hablaremos. Estoy sola.
–¿Sola! –repitió Alfonso con gesto de enojado. Su propia voz le sonó en los oídos, como si no fuese suya. A la misma Clara, a pesar del susto que tenía no se le pasó por alto el timbre de aquella voz.
“La calle sola…, sin un alma”, se le cruzó por la mente a Alfonso. Mañana ya no encontraría a Clara; vendría como hoy, como todas las tardes, y después de llamar en vano a la puerta, durante largo rato al volverse, se encontraría con las miradas y las sonrisas burlonas de todo el vecindario. Se imaginaba ver ya en la acera de enfrente las caras arrugadas por la risa. A lo mejor, en ese momento atisbaban tras las persianas. Pero no se veía a nadie. Ambos estaban solos… Mañana también estaría él allí, pero sin Clara, ¡sin nadie!… En la calle desierta… Se iba Clara y era como si con ella se fuesen todos los habitantes de la ciudad. La soledad ya no la abandonaría nunca. Se quedaría solo con su corazón, oyendo sin cesar sus palpitaciones como cuando andaba solo y no se distraía con nada… Todo el cuerpo de Alfonso fue recorrido por fuertes temblores, cual si tuviese calentura. Le ardían los párpados y un ligero sudor mojaba su frente. Su cabeza pesada y adolorida lo arrastraba hacia el fondo de ese zaguán en tinieblas, largo, sin fin, como el pozo aquel de su niñez, de aguas verdes, dormidas en lo hondo. La calle ya estaba llena de las sombras del anochecer. Alfonso quiso liberarse de sus fantasmas y le dijo a Clara, con voz apenas perceptible, como si hablase contra su voluntad.
–¿Por qué no encendés la luz del zaguán?
Y antes de que Clara le respondiese, Alfonso alargó el cuello, echando una mirada dentro de ese pozo sombrío, sin alcanzar a entrever su fondo. Sentía como si alguien le arrastrase a lo hondo, como si su cabeza fuese una bola de plomo que tirase hacia abajo. Tendió los brazos, agarrándose de Clara, no sabía si para salvarse o para llevarla tras de sí en su caída. Y juntos, porque Alfonso no se desprendía de ella, comenzaron a rodar por el espacio tenebroso. No tocaban nunca el fondo. La profundidad de aquel pozo parecía infinita. Alfonso sentía el zumbido del aire en los oídos… Le pareció que Clara, con cortos intervalos, lanzaba dos gritos agudos, y que acudía gente; pero ese pensamiento le duró lo que un relámpago, pues enseguida se dio cuenta que eso no podía suceder, porque estaban rodando dentro del pozo, y porque tenía a Clara fuertemente apretada por el cuello. Entreveía, como en sueños, que ésta agitaba desesperadamente los brazos, deshaciendo las sombras, como si fuesen crespones inmateriales… Oyó luego el ruido sordo que hacían sus cuerpos al tocar el fondo del pozo. Y acto seguido, Alfonso sintió un fuerte dolor en un brazo.
Los vecinos y la policía tuvieron que arrancar a Alfonso a la fuerza y a tirones del cuerpo sin vida de Clara, mientras una voz exclamaba:
–La ha estrangulado…
Y otra:
–Era el novio.
Alfonso se limitó a comentar con voz desesperada, echando una mirada al cuerpo de Clara.
–Se ha caído dentro del pozo… Yo tengo la culpa por haberla empujado… La pobre Clara se ha caído dentro del pozo.
Cuento seleccionado por Ernesto Bustos Garrido.

Los mundos desdoblados de Gabriel Casaccia


viernes, 21 de octubre de 2016

María [Minicuento - Texto completo.] Kjell Askildsen

http://ciudadseva.com/texto/maria/

Kjell Askildsen

Noruega:
1929


María

[Minicuento - Texto completo.]
Kjell Askildsen

Un otoño me encontré por sorpresa con mi hija María en la acera delante de la relojería; estaba más delgada, pero no me costó nada reconocerla.
No recuerdo ya por qué estaba yo en la calle, pero tenía que tratarse de algo importante, porque fue después de que la barandilla de la escalera se hubiera roto, así que en realidad ya había dejado de salir a la calle. Pero fuera como fuera, me encontré con ella, y se me ocurrió pensar: Qué casualidad tan extraña que yo haya salido justamente hoy.
Pareció alegrarse de verme, porque dijo «padre» y me dio la mano. Ella era la que más me gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era el mejor padre del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero no era culpa de ella, lo había heredado de su madre.
-María -dije-, eres realmente tú, tienes buen aspecto.
-Sí, bebo orina y soy vegetariana -contestó.
Me eché a reír, hacía mucho que no me reía; imagínate, tenía una hija con sentido del humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento hermoso.
Pero me equivoqué, qué fastidio que uno nunca consiga quitarse las ilusiones de encima. Mi hija se quedó como embobada y con la mirada perdida.
-Te estás burlando de mí -dijo-, Pero si yo te contara…
-Me pareció haberte oído decir orina -contesté.
-Orina, sí, y me he convertido en otra persona.
No lo dudé ni un momento, era lógico, debe de resultar imposible seguir siendo la misma persona antes y después de haber empezado a beber orina.
-Bueno, bueno -dije en tono conciliador, y con ganas de hablar de otra cosa, tal vez de algo agradable, nunca se sabe.
Entonces me fijé en que llevaba una alianza y le comenté:
-Veo que te has casado.
Ella miró el anillo.
-Ah, lo llevo solo para mantener a raya a los pesados.
Eso sí que tendría que ser una broma, calculé rápidamente que por lo menos tendría unos cincuenta y cinco años, y tampoco era tan guapa. Así que volví a reírme por segunda vez en mucho tiempo, y en medio de la acera.
-¿De qué te ríes? -preguntó.
-Creo que me estoy haciendo mayor -contesté, cuando me di cuenta de que me había equivocado una vez más- conque es así como se hace hoy en día.
Ella no contestó, así que no sé, supongo y espero que mi hija no sea muy representativa de los nuevos tiempos.
Pero ¿por qué he tenido hijos como ella, por qué?
Nos quedamos un instante callados, pensé que ya era hora de despedirse, un encuentro inesperado no debe durar demasiado, pero justo en ese momento mi hija me preguntó si me encontraba bien. No sé lo que quiso preguntar, pero contesté la verdad, que lo único que me molestaba eran las piernas.
-Ya no me obedecen, mis pasos son cada vez más cortos, y pronto no podré moverme.
No sé por qué le hablé tanto de mis piernas, y ciertamente resultó que no debería haberlo hecho.
-Será la edad -dijo ella.
-Desde luego que es la edad -contesté-, ¿qué otra cosa iba a ser?
-Pero supongo que ya no necesitas usarlas tanto, ¿no?
-Si tú lo dices -contesté-, si tú lo dices.
Al menos captó la ironía, diré eso en su favor, y se irritó, pero no consigo misma, porque dijo:
-Todo lo que digo está mal.
No supe qué contestar a eso, ¿qué podría haber contestado? Me limité a sacudir la cabeza inexpresivamente, ya hay demasiadas palabras en circulación por el mundo, y el que habla mucho no puede mantener lo dicho.
-Bueno, tengo que seguir mi camino -dijo mi hija tras una pausa breve, pero lo suficientemente larga-, tengo que ir al herbolario antes de que cierren. Ya nos veremos.
Y me dio la mano.
-Adiós, María -dije.
Y se marchó.
Esa era mi hija. Sé que todo tiene su lógica inherente, pero no siempre resulta fácil descubrirla.
FIN

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