Cuento de Diego Fandos: Tren a la deriva (Zebrzydowice)
Te quiero
(Anónimo)
Comencé a sentir el dolor en mi costado derecho poco después de que el tren parara en la frontera. Vino de repente, como siempre, sin avisar.
Tan sólo unos minutos antes habíamos llegado a esa estación que separa la República Checa de Polonia. Eran las tres de la mañana. Nevaba. El calor dentro del compartimento resultaba insoportable, así que salí al pasillo para intentar refrescarme. Bajé el cristal de una ventana y una ráfaga de gélido viento siberiano me golpeó en el rostro. En ese primer momento lo agradecí. Después me fijé en la estación: un humilde apeadero de ladrillo y melancolía. Policías de los dos países vestidos con largos abrigos y gorras de mariscales intercambiaban sonrisas heladas a la luz de las farolas. Se les distinguía por el color, unos uniformes eran azules y los otros verdes. La escena parecía irreal, sacada de una película de la Guerra Fría, o de la pesadilla de un niño que se está adentrando en la adolescencia. Pero era cierta. Y yo me hallaba inmerso en ella. Era uno más de los personajes.
¿Qué hacía yo allí, envuelto en tanta soledad?
En el preciso instante que vi el nombre de la estación -Zebrzydowice- una nueva ráfaga entró por la ventana. Probablemente fuera esa corriente la que provocara el comienzo del cólico. Suele ser así, un frío… un cambio de temperatura… un estado de nerviosismo… de ansiedad… de miedo… Empezaba a añorar el calor y la policía polaca iba a comenzar el control de pasaportes. Subí el cristal y volví a mi asiento.
Me acomodé. En mi compartimento solamente viajaba otro pasajero: un chaval de mi edad, más o menos, unos 25 años. Tenía rasgos eslavos, pero no supe adivinar de qué nacionalidad. Vestía vaqueros sucios, una cazadora marrón vieja y unas botas gastadas. Hacía por lo menos cinco días que no se duchaba. Parecía nervioso. Yo también comenzaba a ponerme nervioso. El inicio de un cólico no es doloroso, pero asusta, porque te advierte claramente que dentro de unas horas vas a estar sufriendo. Nunca sabes muy bien a qué intensidad va a llegar: puede ser leve o muy virulento. Yo ya había padecido dos. El primero llegó durante una clase en la universidad. El segundo, en un bar, tras una cena de sábado con los amigos. Un cólico es como bajar con un coche sin frenos por una cuesta en la que sabes que al final hay un muro de cemento. Y a mí esa cuesta abajo se me había aparecido por tercera vez allí, en Zebrydowice, lejos de un hospital, lejos de casa, lejos de mi amor (si acaso existía).
De momento, me encontraba relativamente bien. Comenzaba a sudar, pero tal vez fuera por el calor de la calefacción del tren. Creo que mi compañero estaba en esos momentos peor que yo. Me miraba a mí, miraba por la ventana, miraba al pasillo, y asimismo sudaba. Tal vez él también empezara a sentir otro cólico.
No. Su problema era diferente. Dos agentes de la policía polaca, con bigote y cara abombada, abrieron la puerta del compartimento. Saludaron en su idioma. Yo les contesté en checo. Llevaba ya siete meses en Praga y lo hablaba con cierta corrección. Y checo y polaco son parecidos. Me pidieron el pasaporte. Se lo di. Lo ojearon, lo estamparon y me lo devolvieron. Desde entonces, en mi pasaporte, una palabra, el nombre de un lugar, siempre viaja conmigo: Zebrzydowice. ¿Qué significa Zebrzydowice? Zebrzydowice significa soledad, desamor, desamparo, frío y dolor. A mi compañero también le pidieron los documentos. No sacó ningún papel. Comenzó a hablar con ellos –intentando razonar lo irrazonable- en una mezcla de checo, polaco… y ucraniano. Por lo que pude entender, era originario de Kiev, y se dirigía de Praga a Varsovia -decía- como turista. Pero no parecía un turista. Y no tenía el dinero de un turista. Uno de los agentes comenzó a gritarle, le esposó, y se sentó enfrente suyo. Su compañero llamó a alguien por la radio y, marchándose, cerró la puerta. El policía le dijo escuetamente que iban a ir hasta Katowice y que allí bajarían. Supongo que en Katowice le acusarían de algo y le repatriarían a Ucrania. Entonces ya no me resultaba difícil entender por qué aquel chaval andaba nervioso. Se encontraba lejos de casa. Su única compañía esa noche era un extranjero que no hablaba su idioma y un agente que como poco le iba a encerrar en un calabozo. Su familia, su amor (si acaso existía), se encontraban lejos de ese lugar, de Zebrzydowice. En Zebrzydowice ese hombre sólo halló desamparo, incomprensión y soledad.
Zebrzydowice. ¿Qué estaba haciendo yo en Zebrzydowice…? En ese punto alejado de cualquier ciudad… En la frontera entre dos países que mucha gente piensa que son imaginarios… varado en ese paraje… en medio de la nada.
Me encontraba completamente quieto. Permanecer quieto es una de las pocas defensas contra el cólico. Todavía no se había presentado el dolor en sí -tan sólo las molestias- así que cuanto menos me moviera, más tardaría en llegar a mi infierno particular. ¿Cuántas horas faltaban para Cracovia? El tren también permanecía quieto. Como yo. ¿Por qué? Llevábamos casi veinte minutos parados. Los tres seguimos en silencio durante otros diez minutos. Entonces, me decidí a preguntar en una mezcla de checo e inglés al policía si sabía cuándo íbamos a salir. Me entendió, se miró la hora y dijo: Cincuenta minutos. ¡Cincuenta minutos!, pensé horrorizado. ¿Por qué? Él me señaló su reloj e hizo con sus manos un movimiento contrario al de las agujas. En ese momento me acordé: durante una noche al año, el tiempo se detiene y retrocede una hora. Es la noche del cambio de horario de verano al de invierno. Esa noche era la noche. Esa noche yo estaba con un dolor incipiente de cólico de riñón. Esa noche Mijail se encontraba detenido. Esa noche Slawomir pasaba calor en un tren custodiando a un ucraniano mientras sospechaba que su mujer se estaba acostando con otro. A los tres el tiempo se nos había parado en Zebrzydowice. Afuera, en la oscuridad, nevaba. Aunque algunos no lo crean, también de noche nieva; también llueve sobre el mar; y también muere el amor. En esos instantes, en esa noche en la que el tiempo se había detenido, nevaba sobre la frontera. Y a un kilómetro de allí -cerca de nuestro silencio compartido- el impoluto, inocente y frío manto blanco cubría el cadáver congelado de un mendigo. Un pobre hombre que había muerto lejos de su hogar, lejos de su familia, lejos de su amor (si acaso existía).
Dentro del compartimento hacía calor y ninguno de los tres sabía de la muerte de ese hombre. Yo seguía quieto, sin moverme. Me habían dicho que tenía cincuenta minutos extra en mi vida. ¿Extra? ¿Para qué? ¿Para pensar? No tenía ganas de pensar. Pero allí, en esos momentos, en esa situación, era lo único que podía hacer: pensar. ¿Pensar? ¿Pensar en qué? ¿En darle vueltas y más vueltas a por qué estaba yo allí? Iba a Cracovia a ver a Ewa. A que me dijera que nuestro amor ya no era nuestro. Que había desaparecido. Que había muerto… Ella iba a responder con tristes lamentos a mis inútiles por qués. Ella iba a intentar que resultara lo menos dolorosa posible nuestra separación. Ella iba a decirme adiós con la mejor de sus sonrisas. Y después, a mi me tocaba sufrir y a ella olvidar. A mí olvidar y a ella sufrir.
Nos habíamos conocido lejos de Zebrzydowice, en Londres, en una academia de idiomas. Comenzamos a salir. Luego, ella se tuvo que volver a su Cracovia natal y yo conseguí trabajo en una agencia de viajes española en Praga, no encontré nada en Polonia. Muy pronto, Ewa se vino a la República Checa conmigo. Vivimos juntos cuatro meses en un paraíso de 60 metros cuadrados en la Mala Strana. Pero los problemas no tardaron en llegar e inundaron el paraíso. Regresó a su casa para reflexionar. Las conversaciones en la distancia cada vez resultaban más lacónicas. Quería que lo dejáramos definitivamente. Yo ahora viajaba a Cracovia para escuchar un último adiós en sus labios, que nunca me olvidaría y que otro iba a ocupar mi lugar.
Entre recuerdos de tiempos mejores y de esperanzas vacías pasaron los cincuenta minutos dentro de una hora que nunca existió, o que existió dos veces, lo cual es lo mismo porque nunca se sabe qué hacer con ella. El tiempo, como el tren, volvió a discurrir entre la nieve y la oscuridad. Y, probablemente fuera gracias al traqueteo, conseguí dormir.
Slawomir, el policía, me despertó con una sonrisa polaca cuando llegamos a Katowice. Todos debíamos bajar del tren porque ese era su final de trayecto. El sueño me había venido bien, las molestias del cólico se habían mitigado un poco, pero ahora me asaltaba el pavor de saber que debía esperar en esa estación durante otros cuarenta minutos el tren que se dirigía a Cracovia. Slawomir conminó bruscamente a Mijail para que se levantara. Mijail me miró avergonzado mientras Slawomir le comprobaba las esposas. Fue el único momento en el que cruzamos las miradas. Quise haberle dicho algo, pero no supe qué. Por otro lado, yo en ese momento no tenía fuerzas para nada. Cuando un cólico llega, la sensación de desamparo, de abandono, es total. Sólo quieres que acabe. Mijail debía sentir algo parecido.
Ellos salieron primero. Era la última vez que los veía. El pasillo se había llenado de gente. Preferí esperar un poco en la puerta. Cuando el corredor se hubo despejado, bajé al andén. Hacía frío. Mucho frío. Seguía nevando. Todo el mundo se dirigía hacia un paso subterráneo. Hice lo mismo. El paso conectaba todos los andenes con la estación. Llegué al edificio. Era viejo y muy grande. Había varios pasillos llenos de tiendas y, a pesar de que eran las cuatro de la mañana, algunas permanecían abiertas: se podían encontrar compact-discs y casetes, ropa barata, comida… También pude ver oficinas de cambio de moneda. Yo no tenía zlotys. Pensé cambiar unas coronas, pero la atmósfera del lugar -mal iluminado- no inspiraba confianza. A medida que caminaba, las molestias aumentaban. Necesitaba llegar al bar lo antes posible para sentarme. Lo vi, allí, al fondo. Sin embargo, vi también la puerta principal. Salí. Supuse que ese paseo no iba a resultarme bueno, pero nunca había estado antes en Polonia, y sentía curiosidad. Eso era Katowice. Nunca habría podido imaginar que en algún momento de mi vida pudiera encontrarme en Katowice a las cuatro de la mañana con un fuerte dolor de cólico en ciernes. Pero así era.
Un coche de policía salía de la estación hacia algún lugar. Imaginé que Mijail podría estar ahí dentro. Y Slawomir. Tal vez en alguna comisaría de Katowice esa noche Slawomir pegara a Mijail porque estaría furioso al imaginarse a su mujer en la cama con otro hombre. Y descargaría toda su ira en ese extranjero más débil que él. Tal vez la mujer de Slawomir durmiera ahora en su cama plácidamente; o tortuosamente; soñando con su marido, arrepintiéndose de una aventura que nunca debió haber ocurrido y jurándose a sí misma que nunca más sucedería. Tal vez ese coche tuviera un accidente un kilómetro después y todos murieran. Tal vez. Lo único seguro era que una farola gigantesca iluminaba la rotonda por la que en ese momento circulaba el vehículo de la policía. Y el coche desapareció en la oscuridad. Eché un vistazo rápido al área que rodeaba la estación. Parecía que el tiempo se hubiera detenido también en Katowice y que no hubiera vuelto a correr desde hacía veinte años al menos: muros desconchados, coches antiguos, luz agonizante, jardines sin cuidar y un neón rojo gigante con el nombre de la ciudad. Y con esa atmósfera de misterio que siempre impregna los lugares que visitas por primera vez.
Volví a los pasillos. Dos tenderas entradas en años me miraron. Supongo que no era muy normal ver a un occidental a esas horas. Llegué al bar. Me senté. El frío y el paseo me habían venido muy mal. Las molestias estaban dejando paso a los dolores. A partir de ese momento sólo había lugar para la angustia.
Intenté seguir la misma táctica que en el tren, permanecer inmóvil, pero ya no me servía. Pensé en buscar un médico, pero preferí esperar a encontrarme con Ewa. Cracovia distaba poco más de una hora de camino. La suciedad, el caos, y la frialdad que ese bar albergaba se agigantaron cuando los dolores comenzaron a adquirir virulencia y la realidad se empezó a distorsionar. Las personas que me rodeaban comenzaron a asustarse ante mis gestos de dolor. Una anciana se me acercó y me preguntó algo. Yo intenté sonreírle y decirle que podía irse tranquila. Se fue. Yo me quedé. Sufriendo.
El tiempo pasó muy despacio, pero llegó la hora de coger el tren. Afortunadamente, fue puntual, me instalé en un compartimento, sólo, y arrastré como pude mi dolor a través de los helados campos polacos.
Llegué a Cracovia a las seis de la mañana. Comenzaba a amanecer. Ewa me estaba esperando. No me recibió con una sonrisa, pero sí con un abrazo y un beso de enamorados. Al instante pudo percibir mi sudor y quince minutos después ingresaba en la sección de urgencias de un hospital sin nombre.
Permanecí tan sólo unas horas. Me inyectaron un tranquilizante y el dolor se calmó un poco. Ewa me llevó a su casa. Me metió en su cama. Los tres días siguientes los pasé sin poder realizar un movimiento, bebiendo mucha agua y tomando sedantes cada doce horas. Ewa trabajaba en una agencia de publicidad. Volvía a casa a las cinco de la tarde. Ya me sonreía, pero porque le había entrado conmigo un cierto complejo maternal, me trataba como a un niño indefenso: lo que era en esos momentos. En ningún momento hablamos ni del pasado ni del futuro. Yo le preguntaba por su trabajo y ella me preguntaba por el mío. Ella me leía poemas y los dos veíamos la televisión. Ella dormía en un sofá y yo miraba cómo dormía. Los contactos se limitaban a besos de dos personas que tal vez se quisieran… No podía moverme si no quería que las espantosas punzadas del cólico volvieran a atacar. Y ella me lo recordaba a cada instante.
Sus cuidados me hicieron mejorar. La mañana del domingo pude levantarme. Al día siguiente trabajaba. Pensé en volver. Tenía que volver. Se lo comenté a Ewa. Pareció no escucharme, y me dijo que había sido una pena que me hubiera dado el ataque, ya que tenía muchas ganas de enseñarme su ciudad. Yo le dije que la próxima vez habría más tiempo. Ella me sonrió. Me comentó que tenía que salir a comprar algo de comida. Se fue. Yo me quedé solo, pensando en sugerirle que se replanteara la ruptura.
Las campanas de la catedral del Wawel tocaban las diez cuando Ewa volvió. Traía un billete de vuelta a Praga para una persona, para ese mismo día, a las cuatro de la tarde. Le pregunté que por qué lo había comprado, si yo no le había dicho nada. Me dijo que si yo quería, lo podía cambiar, pero que lo había hecho pensando en mí, porque era mucho mejor volver de día que no de noche. Como siempre, me tuve que callar. Yo mismo le había comentado que tenía que regresar sin falta, y que ya me veía capaz. No había peligro de un nuevo ataque.
Silencio.
Me duché, comimos juntos un pollo al curry y me llevó a la estación. Durante el trayecto, me acordé que fue pollo al curry lo que pedimos en un restaurante hindú la primera noche que salimos juntos. No se lo mencioné. En la estación le pregunté cuándo nos volveríamos a ver. Ella dijo que pronto, aunque no especificó la fecha. Nos besamos como dos personas que tal vez se quisieran. Ella me sonrió, pero yo no supe qué escondía detrás de esa sonrisa. Subí al tren. Me dijo adiós.
El tren partió. Unas horas más tarde volví a pasar por Zebrzydowice, un lugar en medio de la nada, donde sólo reside el desamparo, el dolor, la soledad y el desamor. Pronto, yo estaría en Praga. Ella en Cracovia. Uno lejos del otro. Y entre medio, nada.
…..
Incluido en El libro de los amores limón
© Ediciones Eunate y Diego Fandos
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