nombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.net

miércoles, 29 de junio de 2016

Cuento corto de Guillermo Fadanelli: Me basta

cuento, Guillermo Fadanelli


http://grandeslibros.es/cuento-corto-guillermo-fadanelli-me-basta/

Cuento corto de Guillermo Fadanelli: Me basta




Degas Edgar (dit), Gas Hilaire-Germain Edgar de (1834-1917). Paris, musÈe d’Orsay

Todo comenzó cuando abrí una puerta que debió mantenerse siempre cerrada. No soy la clase de bebedor que acostumbra husmear en las habitaciones de las casas a donde se me invita. La rutina que sigo cuando me presento en una fiesta es sencilla: selecciono un sillón en el rincón más cómodo de la casa, sonrío, bebo todo lo que se me ponga a la mano y me marcho cuando se termina el vino o cuando los anfitriones están cansados y hartos de la reunión que ellos mismos propiciaron. Sí, es cierto que la rutina no siempre puede seguirse al pie de la letra y justo eso fue lo que sucedió el día en que abrí la puerta indebida y conocí a Siena.
No sé cuántas personas han conocido a la mujer más importante de su vida en una tina de baño, pero en mi caso los hechos ocurrieron de esa manera. La numerosa reunión tuvo lugar en una elegante casa de varios pisos ubicada en una hermosa calle empedrada al sur de la ciudad, en el barrio de Tlalpan. Los baños señalados para el uso de las visitas se hallaban ocupados y pese a que no conocía lo suficiente al anfitrión como para internarme en sus dominios, subí unas escaleras que conducían hasta el tercer piso. Estaba seguro de encontrar un baño desocupado, pero a quien descubrí desnuda, sumida en el agua tibia de la tina de baño, los ojos cerrados, sus oídos bloqueados por unos audífonos de los que emanaba un sonido para mí confuso, fue a Siena.
Permanecí más de un eterno minuto mirándola, azorado, dudoso entre marcharme de allí y volver a la reunión o alargar más mi tiempo a su lado. Sin embargo, tomar una decisión precipitada no fue necesario porque ella abrió sus hermosos ojos almendrados y me dijo: “¿Vienes a drogarte o eres un pervertido?” No recuerdo cuáles fueron las palabras que utilicé pera justificar mi intromisión, pero mi desasosiego debió parecerle gracioso porque enderezó unos grados su cuerpo, se despojó de sus audífonos y me preguntó si podía conseguirle un poco de cocaína.
No me sorprende que en los tiempos que corren las jóvenes sean tan dueñas de sí, sobre todo cuando están en presencia de un hombre que las contempla embelesado; lo que me asombró en esa ocasión fue mi propia conducta. Hurgué en mi pantalón en busca de cocaína, puse la bolsita de plástico sobre las pantaletas de Siena, las cuales se hallaban a un lado de la tina, y salí de ese cuarto a paso apresurado, como si el único impulso que animara mis extremidades consistiera en alejarme de ese lugar.
Volví a la reunión e intenté conversar con mi anfitrión, un académico famoso sepultado en honores universitarios, para conocer así detalles sobre las personas que habitaban la casona, pero me decepcionó su escrupulosa amabilidad, la cual quise interpretar como hastío, y me marché sin despedirme de nadie. Buscaba una fuerte dosis de sosiego y sabía que la encontraría en la tranquilidad de mi departamento. Minutos después de la media noche, instalado en mi casa, hice lo que nunca antes durante los diez años que he vivido en soledad: puse una tina de agua caliente, introduje mi cuerpo en el agua, conecté uno saudífonos en mis oídos e intenté reproducir en mi mente la escena recién acaecida en casa del académico. Siena era yo mismo siendo observada por un sujeto desconocido que resultaba ser también yo mismo. Aquello fue un rotundo fracaso, un gorila sumido en una estrecha tina de cerámica no podría jamás ejercer ningún poder de seducción, sino a lo más causar conmiseración o risa.
La segunda ocasión que me encontré con Siena fue al contemplar un cartel de publicidad a orillas del viaducto Piedad. La misma sonrisa complaciente, su cuerpo delicado, su cabellera lacia, era ella, no podía ser otra. La joven había permanecido en mi mente como un trauma en el imaginario de un niño y se quedaría en ese sitio por el resto de mis días. Para defenderme de ese trauma cada vez más incómodo dejé incluso de pasar por viaducto y de mirar carteles que me recordaran el incidente vivido semanas atrás. Lo hice impelido por una suerte de disciplina estricta que suele acompañarme cada vez que me encuentro asolado por el deseo. De nada me sirvió la supuesta disciplina: un jueves de agosto Siena se presentó en mi casa acompañada por un diminuto perro que llevaba una rama de árbol en el hocico.
Si las dos puertas se hubieran mantenido cerradas mi vida actual sería diferente, pero los seres humanos no tenemos opciones en la vida, eso es una mentira, sólo contamos con un camino que debe ser recorrido siguiendo la batuta de la más estricta resignación. La prueba de esto la encontré en el semblante del perro que acompañaba a Siena, un animal simpático que parecía decirme: “Bien, es tu turno para ceñirte la correa”. Por un momento fui presa del mismo deseo que me acometió cuando abrí la puerta del baño en la casa del académico, escapar, volver a mi casa, pero en esta ocasión no podía marcharme, ¿a dónde? Ni siquiera estaba seguro de querer cerrar la puerta y así desprenderme de la alucinación. Como he dicho antes no había más que una sola opción, la invité a pasar, aunque mis ojos no lograban separarse de la correa del perro, una cinta de cuero negro adornada de estoperoles.
–¿Cómo supiste dónde vivía?
–Es sencillo, soy nada menos que una de las vecinas jóvenes que aparecen en tus relatos.
–Obtuviste mi dirección de la editorial.
–Te he visto varias veces pasar frente a mi departamento. Vivo cerca de aquí.
–¿No vives en casa de tu padre?
–No era mi padre. Subí a buscar un baño desocupado y no pude resistirme. La fiesta era aburridísima y preferí darme un baño de agua tibia.
–Trabajas como modelo, te he visto en un cartel cerca de viaducto  –¿Por qué deseaba a toda costa obtener una certeza? Cobardía, ésa es la palabra. Abandonar la somnolencia amorosa en que me había hundido después de ver su cuerpo bajo una capa de agua transparente.
–La ciudad está llena de esos anuncios, si no me ves es porque estás ciego. No creas que me dedico a modelar, he posado sólo una vez.
Siena entró a la sala y dejó libre a su perro. La pequeña bestia continuaba sujetando la rama en el hocico, y la abandonó solamente para olisquear una de las patas de mi mesa plegable. Siena me preguntó si había en mi casa una tina y si le permitiría tomar un baño de agua caliente. No se tardaría más de media hora, me aseguró, y no debía preocuparme por su mascota: “Severino es un perro educado”.
Pasaron más de quince minutos luego de que su cuerpo espigado cerrara tras de sí la puerta de uno de los dos baños de mi departamento. Severino se trepó a mi sofá dispuesto a tomar una siesta. Yo, en cambio, angustiado como estaba, sumido en una especie de desesperación pasiva, abrí cautelosamente la puerta que me separaba de Siena y la descubrí recostada en la tina, con el agua apenas sobrepasando la piel de su cuerpo y los minúsculos audífonos adheridos a sus oídos. Estuve observándola durante algunos minutos hasta que ella abrió los ojos y me dijo: “¿Vienes a drogarte o eres un pervertido?”. Balbucee tal como lo hice en la residencia del académico meses atrás, ¿qué palabra podría acumular valor ante su presencia inesperada? Me preguntó si podía regalarle un poco de cocaína, sus ojos no miraban a un extraño, me comprendían como nadie antes lo había hecho a lo largo de mi vida. En seguida me dirigí a mi recámara y volví para colocar encima de sus pantaletas un papel con medio gramo de cocaína. Las bragas se hallaban a un lado de la tina, junto a su blusa de tirantes y a sus botines sin tacón. De nuevo, como en nuestro primer encuentro, salí apresuradamente del baño, pero no me marché, ¿a dónde? Preferí sentarme a un lado de Severino e intentar someter mis pronunciados deseos de llorar, de rebelarme frente a lo que parecía una sentencia definitiva. Media hora después, Siena salió del baño, me acarició el cabello, puso la correa en el cuello de Severino (el perro había recuperado su rama de árbol y aguardaba impaciente su nuevo paseo), y se marchó.
La secuencia se repitió tres veces más sin demasiadas variaciones durante siete meses, hasta que un día no pude más y le supliqué a Siena que me permitiera pasar más tiempo a su lado. “Me basta con un poco de tu amor, de tu perfume, no quiero vivir con la conciencia de que un día no volverás”, supliqué. Se burló de mí abiertamente a pesar de que mis palabras la conmovieron.
–Puedes acompañarme dos veces por mes al cine, a una reunión o a donde sea, pero la condición es que no te atrevas a hablar conmigo, serás como Severino, ¿te parece, señor escritor? Sólo responderás a mis preguntas y si un día tomas libertades de más o rompes las reglas nunca volveré a bañarme en tu tina.
–Sí, haré lo que desees, pero no comprendo por qué una joven que no ha cumplido siquiera veinte años puede someterme como a un perro.
–Lo aprendí de tus novelas.
–Son invenciones, nadie en su sano juicio puede creer en mis historias.
–Creo en tus historias, Guillermo, y espero que no tengamos nunca más una conversación tan larga como ésta. ¿Quieres que te abandone para siempre?
–No, de ninguna manera. Me basta con lo que quieras darme.
–Tengo un novio.
–No me importa saber si tienes dueño o no.
–Y amantes.
–Tampoco me importa.
–Y cada vez que me pongo ebria me acuesto con quien deseo. Lo puedo hacer incluso cuando estés presente. ¿Enterado, señor escritor?
Esta última amenaza no ha sido aún cumplida, y creo que no lo será porque Siena me ha tomado cariño. Nuestra rutina se acerca mucho a la idea que tengo de la felicidad. Nadie podría hacerme comprender lo contrario, y el dinero que se me va comprando cocaína para Siena es insignificante comparado con el que se requiere para mantener a una esposa o a una pareja permanente. Continúo escribiendo novelas y mi vida social es bastante limitada. Mis libros se venden poco, aunque sé por boca de mis editores que mi público es joven y pronto crecerán, tendrán dinero y me harán rico. A veces, Siena me permite acompañarla cuando sale a divertirse con sus amigos, pero debo mantenerme en una mesa apartada y no intervenir a menos que ella lo demande. Sólo cuando vamos al cine me deja permanecer a su lado y entonces soy tremendamente dichoso. ¡Cómo no serlo si pronto cumpliré cincuenta años! Hace unos días, Siena me comunicó que pronto se ofrecerá otra reunión en casa del académico donde nos conocimos, ese académico lleno de honores que tiene una casa de tres pisos. Allí celebraremos nuestro primer aniversario.
Guillermo Fadanelli, Mariana Constrictor, Almadía, 2011

El presidente del jurado [Cuento. Texto completo.] Charles Dickens

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/dickens/el_presidente_del_jurado.htm

Charles Dickens

Inglaterra:
1812-1870

El presidente del jurado

[Cuento. Texto completo.]

Charles Dickens


Han pasado ya algunos años desde que se cometió en Inglaterra un asesinato que atrajo poderosamente la atención pública. En nuestro país se oye hablar con bastante frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad. Pero yo hubiese enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate. Advierto, desde luego, que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la personalidad de aquel hombre.
Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó -o, mejor dicho, nadie insinuó públicamente sospecha alguna- del hombre que después fue procesado. Por la circunstancia antes expresada, los periódicos no pudieron, naturalmente, publicar en aquellos días descripciones del criminal. Es esencial que se recuerde este hecho.
Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del descubrimiento del crimen, lo encontré muy interesante y lo leí con atención. Volví, incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido lugar en un dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un relámpago, de que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba. Semejante visión, aunque instantánea, fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio, la ausencia del cuerpo de la víctima en el lecho mortuorio.
Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de las vulgares habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St. James Street. Y fue una experiencia nueva en mi vida.
En aquel instante me hallaba sentado en mi butaca, y la visión fue acompañada de un estremecimiento tan fuerte, que la desplazó del lugar en que se encontraba; si bien procede advertir que las patas de la butaca terminaban en sendas ruedecillas. A continuación me acerqué a una ventana (la habitación, situada en un segundo piso, tenía dos) a fin de tranquilizarme con la visión del animado tráfago de Piccadilly.
Era una luminosa mañana de otoño y la calle se extendía ante mí resplandeciente y animada. Soplaba un fuerte viento. Al asomarme, el viento acababa de levantar numerosas hojas caídas en el parque, elevándolas y formando con ellas una columna en espiral. Cuando la columna se derrumbó y las hojas se dispersaron, vi a dos hombres en el lado opuesto de la calle, caminando de oeste a este. Iban uno tras otro. El primero miraba con frecuencia hacia atrás, por encima del hombro. El segundo lo seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la mano derecha levantada amenazadoramente. Al principio, la singularidad de tal actitud en una avenida tan frecuentada atrajo mi atención, pero en seguida se desvió hacia otra y más notable particularidad: nadie reparaba en ellos. Ambos hombres se movían entre los demás peatones con una suavidad increíble, aun sobre aquel pavimento tan liso, y nadie, según pude observar, los rozaba, los miraba o les abría paso. Al llegar ante mi ventana los dos dirigieron su mirada hacia mí. Entonces distinguí sus rostros con toda claridad y me di cuenta de que podría reconocerlos en cualquier parte; no se crea por esto que yo aprecié conscientemente nada de extraordinario en sus rostros, excepto el detalle de que el hombre que iba en primer lugar tenía un aspecto muy abatido y que la faz de su perseguidor era del mismo tono de la cera sin refinar.
Soy soltero y toda mi servidumbre se limita a un criado y su mujer. Trabajo en la filial de un banco, como jefe de un negociado, y debo agregar que desearía sinceramente que mis deberes fuesen tan leves como generalmente se supone. Lo digo porque esos deberes me retenían en la ciudad aquel otoño, a pesar de hallarme muy necesitado de reposo y de un cambio de ambiente. No es que estuviese enfermo, pero no me encontraba bien. El lector se hará cargo de mi estado si le digo que me sentía cansado, deprimido por la sensación de llevar una vida monótona y "ligeramente dispéptico". Mi médico, hombre de mucho prestigio profesional, me aseguró, a requerimiento mío, que éste era mi verdadero estado de salud en aquella época; que no padecía ninguna enfermedad ni grave depresión, y yo cito sus palabras al pie de la letra.
A medida que las circunstancias del asesinato iban intrigando gradualmente al público, yo procuraba alejarlas de mi cerebro tanto como era posible alejar un objeto del interés y comentarios generales. Supe que se había dictado un veredicto previo de asesinato con premeditación y alevosía contra el presunto criminal, y que éste había sido conducido a Newgate para que estuviese presente cuando se dictara sentencia definitiva. Me enteré, igualmente, de que el proceso quedaba aplazado para una de las próximas audiencias de la Sala Central de lo Criminal, fundándose en algún precepto de la Ley y en la necesidad de dejar tiempo al abogado para preparar la defensa. Es posible también que yo me enterase, aunque creo que no, de la fecha exacta o aproximada en que debía celebrarse la vista de la causa.
Mi salón, dormitorio y tocador se encuentran en el mismo piso. La última de dichas habitaciones sólo tiene entrada por el dormitorio. Cierto que tiene también una puerta que da a la escalera, pero, en el tiempo que nos ocupa, hacía años ya que mi baño la obstruía, por tanto la habíamos inutilizado, cubriéndola de arpillera claveteada.
Una noche, a hora bastante avanzada, estaba yo en mi alcoba, dando instrucciones al criado antes de acostarme; la puerta que comunicaba con el cuarto de baño que daba frente a mí, en aquel momento estaba cerrada. Mi criado daba la espalda a la puerta. Y he aquí que, de repente, vi abrirse aquella puerta y aparecer a un hombre que reconocí en el acto y que me hizo una misteriosa señal. Era el segundo de los dos que caminaban aquel día en Piccadilly, el que tenía la cara del color de la cera sin refinar.
Hecho aquel signo, la figura retrocedió y cerró la puerta de nuevo. Rápidamente me acerqué a la puerta del tocador, la abrí y miré. Yo tenía en la mano una vela encendida. No esperaba encontrar a nadie allí, y, en efecto, no encontré a nadie.
Comprendiendo que mi criado estaba sorprendido, me volví hacia él y le dije:
-¿Creería usted, Derrick, que a pesar de encontrarme en la plenitud de mis facultades he imaginado ver...?
Al hablar, apoyé mi mano en su hombro. Con un repentino sobresalto, él exclamó:
-¡Oh, Dios mío, sí! Ha visto usted a un muerto que le hacía señales.
No creo que Juan Derrick, devoto y honrado servidor mío durante más de veinte años, hubiese captado la situación antes de que yo lo tocase. Su reacción, cuando apoyé mi mano sobre él, fue tan súbita, que albergo la firme certeza de que la provocó aquel contacto.
Pedí a Derrick que me trajese coñac, le ofrecí una copa y yo tomé otra. No le dije ni una palabra sobre lo que me había sucedido anteriormente. Me sentía seguro de no haber visto nunca aquel rostro fantasma, salvo la mañana de Piccadilly.
Pasé la noche muy inquieto, aunque sintiendo cierta certidumbre, difícil de explicar, de que la aparición no volvería. Al apuntar el día caí en un pesado sueño, del que me despertó Derrick cuando entró en mi habitación con una papel en la mano.
Aquel papel había motivado una ligera discusión entre su portador y mi sirviente. Era una citación para concurrir como jurado a una próxima sesión de la Audiencia. Yo nunca había sido requerido como jurado, y Juan Derrick lo sabía. Él opinaba -aun hoy no sé a punto fijo si con razón o no- que era costumbre nombrar jurados a personas de menor categoría que yo y no quiso, en consecuencia, aceptar la citación. El hombre que la llevaba tomó la negativa de mi criado con mucha frialdad. Dijo que mi asistencia o no asistencia al tribunal le tenía sin cuidado, y que su cometido se limitaba a entregar la citación.
Durante un par de días estuve indeciso entre asistir o no. No sentí, en verdad, la menor influencia misteriosa en ningún sentido. Estoy tan absolutamente seguro de esto como de todo lo que estoy narrando. Por último, resolví asistir, ya que de este modo rompería la monotonía de mi vida.
La mañana de la cita resultó ser una muy cruda del mes de noviembre. En Piccadilly había una densa niebla que se oscurecía por momentos hasta adquirir una negrura opresiva.
Cuando llegué al Palacio de Justicia, encontré los pasillos y escaleras que conducían a la sala del tribunal iluminados por luces de gas. La sala estaba alumbrada de igual modo. Creo sinceramente que hasta que los ujieres no me condujeron a ella y vi la concurrencia que se apiñaba allí, no recordé que la vista del proceso por el mencionado asesinato se celebraba aquel día. Incluso me parece que hasta que, no sin considerables dificultades por el mucho gentío, fui introducido en la sala de lo criminal, ignoré si se me citaba a ésta o a otra. Pero lo que ahora señalo no debe considerarse como un aserto positivo, porque este extremo no está suficientemente aclarado en mi mente.
Me senté en el lugar de los jurados y, mientras esperaba, contemplé la sala a través del espeso vapor mixto de niebla y vaho de respiraciones que constituía su atmósfera. Observé la negra bruma que se cernía, como sombrío cortinón, más allá de las ventanas, y escuché el rumor de las ruedas de los vehículos sobre la paja o el serrín que alfombraba el pavimento de la calle. Oí también el murmullo de la concurrencia, sobre el que a veces se elevaba alguna palabra más fuerte, alguna exclamación en voz alta, algún agudo silbido. Poco después entraron los magistrados, que eran dos, y ocuparon sus asientos. Se acalló el rumor en la sala, y se dio la orden de hacer comparecer al acusado. En el mismo instante en que se presentó lo reconocí como el primero de los dos hombres que yo viera caminando por Piccadilly.
Si mi nombre hubiese sido pronunciado en aquel instante, creo que no hubiese tenido ánimos para responder. Pero como lo mencionaron en sexto u octavo lugar, me encontré con fuerzas para contestar: "¡Presente!"
Y ahora, lector, fíjese en lo que sigue. Apenas hube ocupado mi lugar, el preso, que nos estaba mirando a todos con fijeza, pero sin dar muestras de interés particular, experimentó una agitación violenta e hizo una señal a su abogado. Tan manifiesto era el deseo del acusado de que me sustituyesen, que ello provocó una pausa, en el curso de la cual el defensor, apoyando la mano en la barra, cuchicheó con su defendido, moviendo la cabeza. Supe luego -por el propio abogado- que las primeras y presurosas palabras del acusado habían sido éstas: "Haga sustituir a ese hombre como sea". Pero, al no alegar razón alguna para ello, y habiendo de reconocer que no me conocía ni había oído mi nombre hasta que lo pronunciaron en la sala, no fue atendido su deseo.
Como no deseo avivar la memoria de la gente respecto a aquel asesino, y también porque no es indispensable para mi relato narrar al detalle los incidentes del largo proceso, me limitaré a citar las particularidades que nos acontecieron a los jurados y a mí durante los diez días, con sus noches, en que estuvimos juntos. Mencionaré, sobre todo, las curiosas experiencias personales que atravesé. Es en este aspecto, y no acerca del asesino, sobre lo que quiero despertar el interés del lector.
Me designaron presidente del jurado. En la segunda mañana del proceso, después de invertir más de dos horas en examinar las piezas de convicción -yo podía saber el transcurso del tiempo porque oía la campana del reloj de una iglesia-, habiéndoseme ocurrido dirigir la mirada a mis compañeros de jurado, encontré una inexplicable dificultad en contarlos. Los enumeré varias veces y siempre con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más.
Toqué suavemente al más próximo a mí y le cuchicheé:
-Hágame el favor de contarnos.
Él, aunque pareció sorprendido por la petición, volvió la cabeza y nos contó a todos.
-¡Pero si somos trece! -exclamó-. No, no es posible. Uno, dos... Somos doce.
A través de mis cálculos de aquel día saqué en limpio que éramos siempre doce si se nos enumeraba individualmente, pero que siempre salía uno de más si nos considerábamos en conjunto. Éramos doce, pero alguien se nos agregaba con insistencia, y yo, en mi fuero interno, sabía de quién se trataba.
Nos alojaron en la London Taverns. Dormíamos todos en un amplio aposento, en lechos individuales, y estábamos constantemente atendidos y vigilados por un funcionario. No veo razón alguna para omitir el verdadero nombre de aquel funcionario. Era un hombre inteligente, amabilísimo, cortés y muy respetado. Tenía una agradable apariencia, bellos ojos, patillas envidiablemente negras y voz agradable y bien timbrada. Se llamaba Harker.
Nos acostamos en nuestros lechos respectivos. El de Harker estaba colocado transversalmente ante la puerta. La segunda noche, como no sentía deseos de dormir y vi que Harker permanecía sentado en su cama, me acerqué a él, me senté a su lado y le ofrecí un poco de rapé. Su mano rozó la mía al tocar la tabaquera y en el acto le agitó un estremecimiento y exclamó:
-¿Qué es eso?
Siguiendo la dirección de su mirada divisé a quien esperaba ver: el segundo de los hombres de Piccadilly. Me incorporé, anduve unos cuantos pasos, me paré y miré a Harker. Éste, que ya no sentía la menor turbación, me dijo con toda naturalidad, riendo:
-Me había parecido por un momento que había un jurado de más, aunque sin cama. Pero es un efecto de la luz de la luna.
Sin hacer revelación alguna al señor Harker, me limité a proponerle que diéramos una paseíto de un extremo a otro de la habitación. Mientras andábamos procuré vigilar los movimientos de la misteriosa figura. Ésta se detenía por unos instantes a la cabecera de cada uno de mis once compañeros de jurado, acercándose mucho a la almohada. Seguía siempre el lado derecho de cada cama, y cruzaba ante los pies para dirigirse a la siguiente. Por los movimientos de su cabeza parecía que se limitaba a mirar, pensativo, a cada uno de los que descansaban. No reparó en mí ni en mi lecho, que era el más próximo al rayo de luz lunar que penetraba por una ventana alta. Aquella figura desapareció como por una escalera aérea. Por la mañana, al desayunar, resultó que todos habían soñado con la víctima del crimen, excepto Harker y yo.
Acabé por quedar convencido de que el segundo de los hombres que yo viera en Piccadilly -si podía aplicársele la expresión "hombre"- era el asesinado, persuasión que tuve mediante su testimonio directo. Pero esto sucedió de una manera para la cual yo no estaba preparado.
El quinto día de la vista, cuando iba a cerrarse el capítulo de cargos, fue mostrada una miniatura del asesinado que se había echado de menos en el lugar del crimen, encontrándose después en un lugar recóndito donde el asesino había estado practicando una fosa. Una vez identificada por los testigos, fue pasada al tribunal y examinada por el jurado. Mientras un funcionario vestido con una toga negra nos la iba entregando a todos, la figura del hombre que yo viera en segundo lugar en Piccadilly surgió impetuosamente de entre la multitud, asió la miniatura de manos del funcionario, la puso en las mías y, antes de que yo viera la miniatura, que iba en un dije, me dijo, en tono bajo y profundo:
-Yo era entonces más joven y la sangre no había desaparecido de mi rostro como ahora.
Luego la aparición se situó entre mi persona y la del siguiente jurado a quien yo había de entregar la miniatura, y a continuación entre éste y el otro jurado, y así sucesivamente hasta que el objeto volvió a mi poder. Ninguno, salvo yo, reparó en la aparición.
Cuando nos sentábamos a la mesa y, en general, siempre que nos encerrábamos juntos bajo la custodia del señor Harker, los componentes del jurado discutíamos mucho acerca del asunto que nos ocupaba. El quinto día, terminado el capítulo de cargos y teniendo, por lo tanto, este lado de la cuestión completamente claro ante nosotros, nuestra discusión se hizo más reflexiva y seria.
Figuraba entre nosotros cierto sacristán -el hombre más obtuso que he visto en mi vida- que oponía a las más claras evidencias las más absurdas objeciones, apoyado por dos hombres de poco carácter que le conocían por frecuentar su misma parroquia. Por cierto que aquellas gentes pertenecían a un distrito tan castigado por las fiebres epidémicas, que más bien debían haber solicitado un proceso contra ellas como causantes de quinientos asesinatos, por lo menos. Cuando aquellos testarudos se hallaban en la cúspide de su elocuencia, que fue hacia medianoche, y todos nos disponíamos a abandonarlos e irnos a la cama, volvía a ver al hombre asesinado. Se detuvo detrás de ellos y me hizo una señal. Al acercarme a aquellos hombres e intervenir en su conversación, lo perdí de vista. Éste fue el principio de una serie interminable de apariciones, limitadas por entonces al vasto aposento en que el jurado se hallaba reunido. En cuanto varios se agrupaban para hablar, yo veía surgir entre ellos la cabeza del asesinado. Siempre que los comentarios lo desfavorecían, me hacía imperiosos e irresistibles signos para que lo defendiera.
Téngase en cuenta que desde el quinto día, cuando se exhibió la miniatura, yo no había vuelto a ver la aparición en la sala del juicio. Tres novedades se produjeron en esta situación tan pronto como entramos en el tribunal para oír el alegato de la defensa. En primer lugar mencionaré juntos dos de ellos. La figura permanecía continuamente en la sala y no me miraba nunca; dedicaba su atención a la persona que estaba hablando en el momento. El asesinato se había cometido mediante el degüello de la víctima, y en el curso de la defensa se insinuó la posibilidad de que se tratase no de un crimen, sino de suicidio. En aquel instante, la aparición, colocándose ante los mismos ojos del defensor, y situando la garganta en la horrible postura en que fuera descubierta, comenzó a accionar ante la tráquea, ora con la mano derecha, ora con la izquierda, como para sugerir al abogado la imposibilidad de que semejante herida pudiese ser causada por la víctima. La segunda novedad consistió en que, habiendo comparecido como testigo de descargo una mujer respetable, que afirmó que el asesino era el mejor de los hombres, la aparición se plantó ante ella, mirándola al rostro, y señaló con el brazo extendido la mala catadura del asesino.
Pero fue la tercera de las aludidas novedades la que consiguió emocionarme con más intensidad. No trato de teorizar sobre ello: me limito a someterlo a la consideración del lector. Aunque la aparición no era vista por la persona a quien se dirigía, no es menos cierto que tal persona sufría invariablemente algún estremecimiento o desasosiego súbito. Me parecía que a aquel ser le estuviera vedado, por leyes desconocidas, hacerse visible, pero por el contrario podía influir sobre sus mentes. Así, por ejemplo, cuando el defensor expuso la hipótesis de una muerte voluntaria y la aparición se situó ante él realizando aquel lúgubre simulacro de degüello, es innegable que el defensor se alteró, perdió por unos instantes el hilo de su hábil discurso, se puso extremadamente pálido y hasta hubo de secarse la frente con un pañuelo. Y cuando la aparición se colocó ante la respetable testigo de descargo, los ojos de ésta siguieron, sin duda alguna, la dirección indicada por el fantasma y se fijaron, con evidente duda y titubeo, en el rostro del acusado. Bastarán, para que el lector se haga cargo completo de todo, dos detalles más. El octavo día de las sesiones, tras una pausa que hacía diariamente a primera hora de la tarde para descansar y tomar algún alimento, yo regresé a la sala con los demás jurados poco antes que los jueces. Al instalarme en mi asiento y mirar en torno, no distinguí la aparición, hasta que, alzando los ojos hacia la tribuna, vi al espectro inclinarse por encima de una mujer de atractivo aspecto, como para asegurarse de si los magistrados estaban ya en sus sitiales o no. Inmediatamente, la mujer lanzó un grito, se desmayó y hubo que sacarla de la sala. Algo análogo sucedió con el respetable y prudente juez instructor que había incoado el proceso. Cuando la causa estuvo concluida y él comenzaba a ordenar los autos correspondientes, el hombre asesinado, entrando por la puerta de los jueces, se acercó al pupitre y por encima de su hombro miró los papeles que hojeaba el magistrado. En el rostro del magistrado se produjo un cambio, su mano se detuvo, su cuerpo se estremeció con el peculiar temblor que yo conocía tan bien, y al fin hubo de murmurar:
-Perdónenme unos momentos, señores. Este aire tan viciado me ha producido cierta opresión...
No se repuso hasta después de beber un vaso de agua.
A través de la monotonía de seis de aquellos interminables días, siempre los mismos jurados y jueces en el estrado, el mismo asesino en el banquillo, los mismos letrados en la barra, las mismas preguntas y respuestas elevándose hacia el techo de la sala, el mismo raspar de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y saliendo, las mismas luces encendidas a la misma hora cuando el día había sido relativamente claro, la misma cortina de niebla fuera de la ventana cuando había bruma, la misma lluvia batiente y goteante cuando llovía, las mismas huellas de los pies de los celadores y del acusado sobre el serrín, las mismas llaves abriendo y cerrando las mismas pesadas puertas; a través, repito, de aquella fatigosa monotonía que me llevaba a sentirme presidente de jurado desde una época remotísima, y me recordaba el episodio de Piccadilly como si se hubiera producido en tiempos contemporáneos a los de Babilonia, la figura del hombre asesinado no perdió ni un ápice de nitidez ante mis ojos. No debo omitir tampoco el hecho de que la aparición que designo con la expresión "el hombre asesinado" no fijó ni una sola vez la vista en el criminal. Yo me preguntaba repetidamente: "¿Por qué no lo mira?" Pero no lo miró.
Tampoco me miró a mí, desde el día en que se mostró la miniatura, hasta los últimos minutos de la vista, ya conclusa del todo la causa. Nos retiramos a estudiarla a las diez menos siete minutos de la noche. El estúpido sacristán y sus dos amigos nos originaron tantas complicaciones, que hubimos de volver dos veces a la sala para pedir que se nos releyesen los extractos de las notas del juez instructor. Ninguno de nosotros, y creo que nadie en la sala, tenía la menor duda sobre aquellos pasajes, pero el testarudo triunvirato, que no se proponía más que obstruir, discutía sobre ellos sólo por esta razón. Al fin prevaleció el criterio de los demás y el jurado volvió a la sala a las doce y diez.
Esta vez el muerto permanecía de cara al jurado en el extremo opuesto de la sala. Cuando me senté, sus ojos se fijaron en mí con gran detenimiento. El examen pareció dejarlo satisfecho, porque a continuación extendió lentamente, primero sobre su cabeza y luego sobre toda su figura, un amplio velo gris que llevaba al brazo por primera vez.
Cuando yo emití nuestro veredicto de culpabilidad, el velo se dibujó, todo desapareció ante mis ojos, y el lugar que ocupaba el hombre asesinado quedó vacío.
El asesino, interrogado por el juez, como de costumbre, acerca de si tenía algo que alegar antes de que se pronunciase la sentencia, murmuró algunas confusas palabras que los periódicos del día siguiente calificaron de "breves frases titubeantes, incoherentes y casi ininteligibles, en las que pareció entenderse que se lamentaba de no haber sido condenado con justicia, ya que el presidente del jurado estaba predispuesto contra él". Pero la extraordinaria declaración que el acusado hizo en realidad fue ésta:
-Señoría: me constaba que yo era hombre perdido desde que vi sentarse en su puesto al presidente del jurado. Me constaba, Señoría, que no permitiría que saliese libre, porque, antes de que me detuviesen, él, no sé cómo, penetró una noche en mi habitación, se acercó a mi cama, me despertó y me pasó una cuerda alrededor del cuello.
FIN


lunes, 27 de junio de 2016

Relato Hotline suicida http://www.revistaextranasnoches.com/

http://www.revistaextranasnoches.com/#!Hotline-suicida/cu6k/573dea560cf28f6d2bcd9595


Hotline suicida
01/06/2016
|
Camila Alonso

Que se va a matar, le dice. Que tiene un arsenal de pastillas en el botiquín del baño y que piensa tragárselas todas juntas. Que primero se le va a morir el cerebro y el corazón. Y que después se va a morir ella.
El hombre del centro de asistencia al suicida le dice que no se preocupe. Que la vida es hermosa y que todo le va a ir bien. Que tenga paciencia.
La mujer amenaza con colgar el teléfono. Que no está para pelotudeces, le dice. Que la deje hablar. Que quiere pedirle un favor. Le da la dirección de su casa y le pide que en dos horas mande a la policía. Que a ella nunca nadie la va a visitar. Y que no quiere que el olor de su cuerpo en descomposición moleste a los vecinos. Que es de mala educación.
El hombre tarda en responder. En ese tipo de trabajo no se puede perder tiempo pero no se le ocurre que decir. Mira el reloj de la pared, todavía le falta media hora para que termine su turno. Que cómo se llama, le pregunta. Susana, le contesta ella, pero que ese no es su nombre real, que no le interesa decírselo. Que a alguien tiene que tener, Susana, le dice. Que uno nunca está totalmente solo en el mundo.
Ella habla en voz baja, casi en susurros. Que antes tenía una madre y un novio, dice. Pero que ya no. Que hace tiempo que no. Si fallecieron, le pregunta el hombre. Que no, dice, pero que para ella igual están muertos. Y también casados, y esperando un hijo. O una hija. Que en realidad no le importa. Que si se casó con él fue por capricho. Que nunca lo quiso. Y que su mamá le da lo mismo. Pero que ojalá que el bebé les nazca con problemas, dice. Se ríe, es una risita nerviosa pero sincera.
Que si tiene amigas, le pregunta. Ella suspira. Que no, que ya le dijo que estaba sola. Que se peleó con la única amiga que tenía y que no volvió a verla desde la secundaria. Y que ya nunca más se van a volver a ver. Porque ella sí que se murió. Que quizás esté enterrada a seis metros bajo tierra. O descansando en una urna de mármol. Que en realidad no lo sabe. Que no quiere saberlo.
El hombre le dice que si quiere, que le cuente. Que para eso está. Susana tarda en hablar, más de un minuto. Cuando al fin lo hace le tiembla la voz. Que no hay mucho que contar, le dice. Que de eso, pasaron muchos años. Que a la chica la quería mucho, dice. Que se querían mucho. Que se escapaban del aula para besarse en el descanso de las escaleras. Y que si no podían, esperaban al recreo y se encerraban en el baño del tercer piso. Que los martes después del colegio terminaban desvistiéndose en su casa. Y que a veces caminaban de la mano cuando iban a comprar al supermercado. De nuevo hace una pausa. Traga saliva. Raspa sus uñas a medio pintar contra la superficie de plástico del teléfono. Que un día las cosas se pusieron serias, dice. Que la chica le habló de una vida juntas. De tomar té de durazno en el desayuno. De manteles que hacían juego con el color de las paredes. De cuadros de arte abstracto. De adoptar un perro y ponerle Chaplin. De fumar porro en la terraza. Y de amor. Sí, le habló de amor. Que se rió, le cuenta al hombre. Que le agarró la cara a la pobre chica y la miró fijo a los ojos. Que le dijo que para ella el amor no existía. Que sólo eran amigas. Que se había confundido. Y que era mejor que ya no se vieran. Que la dejó llorando en su cama y se fue, le cuenta. Que no supo de ella hasta que la llamaron por teléfono para contarle lo del accidente. Que le temblaron las piernas, dice. Que si a él no le temblarían las piernas en un momento así. Que no fue al funeral. Que no se arrepiente de eso. No precisamente de eso.
Que no hay mucho más que contar, le dice. Que de eso, pasaron muchos años. Que a la chica la quería mucho. Que se querían mucho.
Que es una historia muy triste, le dice el hombre. Que lo siente mucho por ella. Pero que no se angustie. Que esas cosas están en el pasado. Que hay que seguir adelante. Que si es una mujer religiosa, le pregunta. Que a veces dios puede ser una buena guía espiritual para superar momentos difíciles. Susana se ríe de manera exagerada. Que por favor no siga, le pide. Que no diga estupideces. Que dios no existe. Que no cree en él, ni en buda ni en alá. Que estamos solos, dice. Que nacemos solos y morimos solos.
Que suena como una mujer independiente, dice el hombre. Que le cuente cosas sobre ella, le pide. Que algo bueno tiene que tener Susana.
Que no, que de bueno no tiene nada, dice ella. Pero que le gusta pintar cuadros. Que le gustaba. Que dejó de lado el arte por un trabajo estable, le dice. Que igual renunció hace dos semanas. Suspira. El hombre también suspira. Que seguro que el cambio es para mejor, dice. Que a él le gusta el arte. Que no lo entiende, pero que lo disfruta. Que a veces va a ver muestras culturales. Que a lo mejor, quién sabe, si ella vuelve a pintar, algún día pueda ver sus obras. Se hace una pausa. La pausa más larga hasta ahora en toda la conversación. La mujer llora. Empieza con pequeños sollozos y termina en un llanto incontenible. El hombre le pide que por favor mantenga la calma. Que están juntos en eso, dice. Que hable de lo que le hace mal. Que es más barato que pagar un psicólogo. Susana tarda en calmarse. Inhala y exhala aire muchas veces. Que no va a volver a pintar, le dice. Porque tiene cáncer de hueso y se va a morir en tres meses. Ahora el hombre es quien hace la pausa. Que si siente dolor, le pregunta después de un rato. Que no, responde ella. Que todavía no, pero que no quiere esperar a sentirlo.  El hombre se queda mudo. No sabe que decir. Mira el reloj. Su turno terminó hace más de media hora pero no puede ni quiere soltar el teléfono. Ella tampoco habla, pero su respiración indica que todavía sigue del otro lado. El hombre mira el suelo, se mira los zapatos marrones que compró de oferta. Se mira la mano izquierda descansando sobre su pantalón de jean. Mira el cable del teléfono enroscado en su dedo índice y cierra los ojos. Se acuerda de su madre postrada en una camilla de hospital. De sus extremidades deformadas y de sus gritos de dolor. Piensa en Susana, en la voz de Susana. Se la imagina toda flaquita y entubada en la misma camilla. Gritando y alucinando por los calmantes. Más gritando que alucinando. Se muerde la lengua para no decirlo, pero quiere decirlo. Una gota de transpiración le recorre la frente. Tironea del cable enroscado en su dedo. Pega el auricular del teléfono a su boca y mira hacia los costados. Aunque nadie puede oírlo, habla en voz muy baja. Ponuncia las palabras con cuidado. Que. Se. Mate, le dice. Que ya no sufra más. Que agarre el arsenal de pastillas que tiene en el botiquín del baño y que se las trague todas juntas. Que lo haga antes de que sea demasiado tarde, y el dolor no la deje ni pensar. Ella llora. No tenga miedo, Susana, dice el hombre. Que no tiene miedo, le dice ella. Que sólo quería hablar con alguien antes de irse. Que no se olvide de mandar a la policía, le dice. Que muchas gracias por todo. Que hacía rato que nadie era amable con ella. Que adiós. El hombre le pregunta si quiere que se queden hablando hasta que... bueno. Que no, dice ella. Que de nuevo gracias. Pero no corta el teléfono. El hombre tampoco. Primero escucha pasos que se alejan. Una canilla de agua abierta. Un vaso de vidrio chocando contra alguna superficie. Una canilla de agua cerrada. Pasos que se acercan. El desenrosque de un frasco de plástico. Que encuentre la paz, Susana, le dice. Y Susana traga. Tose. El agua le corre por la garganta. El hombre mira el reloj de la pared. Perdió el colectivo que lo lleva de vuelta a su casa. Se encoge de hombros. Saca una lapicera negra del cajón del escritorio. Dibuja un tablero de ta-te-tí en una libreta amarilla. Marca cruz en el centro. Susana traga de nuevo. Su respiración se escucha cada vez más lenta y pausada. El hombre tironea de un hilo que se descosió del bolsillo de su pantalón. Se mira los zapatos de nuevo. Se ata los cordones. Mete la mano en el bolsillo sano y saca un paquete de cigarrillos sin abrir. Saca también un encendedor y los deja sobre la mesa. No se escucha nada del otro lado. Pega el auricular a su oreja. Nada. ¿Susana?, dice. ¿Susana estás ahí? ¿Susana?




Autora: Camila Alonso

Nazco el día más aburrido del año (domingo) y le corto el desayuno a mi papá. Como soy del ’97 todos en el curso siempre son más grandes que yo. A los cinco años mi mamá me enseña a leer. Y a partir de ahí pido libros para mis cumpleaños. Empiezo natación. Lo dejo. Empiezo básquet. Lo dejo. Crezco y a los once me creo capaz de escribir novelas de ficción románticas y cuentos de terror. A los doce me doy cuenta de que no puedo. Empiezo gimnasia artística. Lo dejo. Empiezo teatro. Lo dejo. A los catorce me ofrecen ir a un taller de literatura  y en la segunda clase decido que no quiero dejar de ir nunca más. Pasa un año o dos hasta que encuentro mi estilo y me inclino a escribir cuentos o textos cortos haciendo críticas sociales. También me gusta matar a mis personajes. Termino el secundario y empiezo la facultad. A los 18 participo con un cuento sobre un suicida en un concurso. No gano pero igual mi familia me lleva a comer a Mc Donalds. Sigo escribiendo. Cumplo diecinueve y no tengo ni idea de lo que estoy haciendo, pero sé que quiero seguir haciéndolo.

Enlace a página personal: www.wealldisagree.tumblr.com
Perfil de Facebook: Cami Alonso
Perfil de twitter: www.twitter.com/_camialonso


Fotos: Mora Garzón
Facebook: EnFoco