Microrrelato de Rubén Abella: Londres
Tras una nueva bronca con su mujer, Richard salió de casa dando un portazo y se subió al coche.
—Esta vez se acabó —se dijo, con la voz enronquecida de tanto gritar.
Condujo a toda velocidad, espoleado por el desencanto.
Cerca de Ilford vio un todoterreno estrellado contra un poste de la luz. Se detuvo en el arcén y, olvidando sus propias circunstancias, corrió a echar una mano. El conductor estaba aplastado contra el volante, con el torso hundido y un ojo abierto que miraba ya desde la muerte. Junto a él descansaba un teléfono móvil que, asombrosamente intacto tras el choque, empezó a sonar.
Richard vaciló unos instantes, turbado por las ufanas reverberaciones de la sintonía en el ámbito lúgubre del accidente. Por fin introdujo la mano por la ventanilla rota del copiloto, cogió el teléfono y contestó.
—¿Sí? —dijo, con un hilo de voz.
—Amor, soy yo. Perdóname. Vuelve a casa, por favor. Te quiero…
No pudo escuchar más. Colgó el teléfono y, con un nudo en la garganta, se quedó mirando cómo las primeras gotas de lluvia salpicaban la pantalla.
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