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miércoles, 29 de junio de 2016

Cuento corto de Guillermo Fadanelli: Me basta

cuento, Guillermo Fadanelli


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Cuento corto de Guillermo Fadanelli: Me basta




Degas Edgar (dit), Gas Hilaire-Germain Edgar de (1834-1917). Paris, musÈe d’Orsay

Todo comenzó cuando abrí una puerta que debió mantenerse siempre cerrada. No soy la clase de bebedor que acostumbra husmear en las habitaciones de las casas a donde se me invita. La rutina que sigo cuando me presento en una fiesta es sencilla: selecciono un sillón en el rincón más cómodo de la casa, sonrío, bebo todo lo que se me ponga a la mano y me marcho cuando se termina el vino o cuando los anfitriones están cansados y hartos de la reunión que ellos mismos propiciaron. Sí, es cierto que la rutina no siempre puede seguirse al pie de la letra y justo eso fue lo que sucedió el día en que abrí la puerta indebida y conocí a Siena.
No sé cuántas personas han conocido a la mujer más importante de su vida en una tina de baño, pero en mi caso los hechos ocurrieron de esa manera. La numerosa reunión tuvo lugar en una elegante casa de varios pisos ubicada en una hermosa calle empedrada al sur de la ciudad, en el barrio de Tlalpan. Los baños señalados para el uso de las visitas se hallaban ocupados y pese a que no conocía lo suficiente al anfitrión como para internarme en sus dominios, subí unas escaleras que conducían hasta el tercer piso. Estaba seguro de encontrar un baño desocupado, pero a quien descubrí desnuda, sumida en el agua tibia de la tina de baño, los ojos cerrados, sus oídos bloqueados por unos audífonos de los que emanaba un sonido para mí confuso, fue a Siena.
Permanecí más de un eterno minuto mirándola, azorado, dudoso entre marcharme de allí y volver a la reunión o alargar más mi tiempo a su lado. Sin embargo, tomar una decisión precipitada no fue necesario porque ella abrió sus hermosos ojos almendrados y me dijo: “¿Vienes a drogarte o eres un pervertido?” No recuerdo cuáles fueron las palabras que utilicé pera justificar mi intromisión, pero mi desasosiego debió parecerle gracioso porque enderezó unos grados su cuerpo, se despojó de sus audífonos y me preguntó si podía conseguirle un poco de cocaína.
No me sorprende que en los tiempos que corren las jóvenes sean tan dueñas de sí, sobre todo cuando están en presencia de un hombre que las contempla embelesado; lo que me asombró en esa ocasión fue mi propia conducta. Hurgué en mi pantalón en busca de cocaína, puse la bolsita de plástico sobre las pantaletas de Siena, las cuales se hallaban a un lado de la tina, y salí de ese cuarto a paso apresurado, como si el único impulso que animara mis extremidades consistiera en alejarme de ese lugar.
Volví a la reunión e intenté conversar con mi anfitrión, un académico famoso sepultado en honores universitarios, para conocer así detalles sobre las personas que habitaban la casona, pero me decepcionó su escrupulosa amabilidad, la cual quise interpretar como hastío, y me marché sin despedirme de nadie. Buscaba una fuerte dosis de sosiego y sabía que la encontraría en la tranquilidad de mi departamento. Minutos después de la media noche, instalado en mi casa, hice lo que nunca antes durante los diez años que he vivido en soledad: puse una tina de agua caliente, introduje mi cuerpo en el agua, conecté uno saudífonos en mis oídos e intenté reproducir en mi mente la escena recién acaecida en casa del académico. Siena era yo mismo siendo observada por un sujeto desconocido que resultaba ser también yo mismo. Aquello fue un rotundo fracaso, un gorila sumido en una estrecha tina de cerámica no podría jamás ejercer ningún poder de seducción, sino a lo más causar conmiseración o risa.
La segunda ocasión que me encontré con Siena fue al contemplar un cartel de publicidad a orillas del viaducto Piedad. La misma sonrisa complaciente, su cuerpo delicado, su cabellera lacia, era ella, no podía ser otra. La joven había permanecido en mi mente como un trauma en el imaginario de un niño y se quedaría en ese sitio por el resto de mis días. Para defenderme de ese trauma cada vez más incómodo dejé incluso de pasar por viaducto y de mirar carteles que me recordaran el incidente vivido semanas atrás. Lo hice impelido por una suerte de disciplina estricta que suele acompañarme cada vez que me encuentro asolado por el deseo. De nada me sirvió la supuesta disciplina: un jueves de agosto Siena se presentó en mi casa acompañada por un diminuto perro que llevaba una rama de árbol en el hocico.
Si las dos puertas se hubieran mantenido cerradas mi vida actual sería diferente, pero los seres humanos no tenemos opciones en la vida, eso es una mentira, sólo contamos con un camino que debe ser recorrido siguiendo la batuta de la más estricta resignación. La prueba de esto la encontré en el semblante del perro que acompañaba a Siena, un animal simpático que parecía decirme: “Bien, es tu turno para ceñirte la correa”. Por un momento fui presa del mismo deseo que me acometió cuando abrí la puerta del baño en la casa del académico, escapar, volver a mi casa, pero en esta ocasión no podía marcharme, ¿a dónde? Ni siquiera estaba seguro de querer cerrar la puerta y así desprenderme de la alucinación. Como he dicho antes no había más que una sola opción, la invité a pasar, aunque mis ojos no lograban separarse de la correa del perro, una cinta de cuero negro adornada de estoperoles.
–¿Cómo supiste dónde vivía?
–Es sencillo, soy nada menos que una de las vecinas jóvenes que aparecen en tus relatos.
–Obtuviste mi dirección de la editorial.
–Te he visto varias veces pasar frente a mi departamento. Vivo cerca de aquí.
–¿No vives en casa de tu padre?
–No era mi padre. Subí a buscar un baño desocupado y no pude resistirme. La fiesta era aburridísima y preferí darme un baño de agua tibia.
–Trabajas como modelo, te he visto en un cartel cerca de viaducto  –¿Por qué deseaba a toda costa obtener una certeza? Cobardía, ésa es la palabra. Abandonar la somnolencia amorosa en que me había hundido después de ver su cuerpo bajo una capa de agua transparente.
–La ciudad está llena de esos anuncios, si no me ves es porque estás ciego. No creas que me dedico a modelar, he posado sólo una vez.
Siena entró a la sala y dejó libre a su perro. La pequeña bestia continuaba sujetando la rama en el hocico, y la abandonó solamente para olisquear una de las patas de mi mesa plegable. Siena me preguntó si había en mi casa una tina y si le permitiría tomar un baño de agua caliente. No se tardaría más de media hora, me aseguró, y no debía preocuparme por su mascota: “Severino es un perro educado”.
Pasaron más de quince minutos luego de que su cuerpo espigado cerrara tras de sí la puerta de uno de los dos baños de mi departamento. Severino se trepó a mi sofá dispuesto a tomar una siesta. Yo, en cambio, angustiado como estaba, sumido en una especie de desesperación pasiva, abrí cautelosamente la puerta que me separaba de Siena y la descubrí recostada en la tina, con el agua apenas sobrepasando la piel de su cuerpo y los minúsculos audífonos adheridos a sus oídos. Estuve observándola durante algunos minutos hasta que ella abrió los ojos y me dijo: “¿Vienes a drogarte o eres un pervertido?”. Balbucee tal como lo hice en la residencia del académico meses atrás, ¿qué palabra podría acumular valor ante su presencia inesperada? Me preguntó si podía regalarle un poco de cocaína, sus ojos no miraban a un extraño, me comprendían como nadie antes lo había hecho a lo largo de mi vida. En seguida me dirigí a mi recámara y volví para colocar encima de sus pantaletas un papel con medio gramo de cocaína. Las bragas se hallaban a un lado de la tina, junto a su blusa de tirantes y a sus botines sin tacón. De nuevo, como en nuestro primer encuentro, salí apresuradamente del baño, pero no me marché, ¿a dónde? Preferí sentarme a un lado de Severino e intentar someter mis pronunciados deseos de llorar, de rebelarme frente a lo que parecía una sentencia definitiva. Media hora después, Siena salió del baño, me acarició el cabello, puso la correa en el cuello de Severino (el perro había recuperado su rama de árbol y aguardaba impaciente su nuevo paseo), y se marchó.
La secuencia se repitió tres veces más sin demasiadas variaciones durante siete meses, hasta que un día no pude más y le supliqué a Siena que me permitiera pasar más tiempo a su lado. “Me basta con un poco de tu amor, de tu perfume, no quiero vivir con la conciencia de que un día no volverás”, supliqué. Se burló de mí abiertamente a pesar de que mis palabras la conmovieron.
–Puedes acompañarme dos veces por mes al cine, a una reunión o a donde sea, pero la condición es que no te atrevas a hablar conmigo, serás como Severino, ¿te parece, señor escritor? Sólo responderás a mis preguntas y si un día tomas libertades de más o rompes las reglas nunca volveré a bañarme en tu tina.
–Sí, haré lo que desees, pero no comprendo por qué una joven que no ha cumplido siquiera veinte años puede someterme como a un perro.
–Lo aprendí de tus novelas.
–Son invenciones, nadie en su sano juicio puede creer en mis historias.
–Creo en tus historias, Guillermo, y espero que no tengamos nunca más una conversación tan larga como ésta. ¿Quieres que te abandone para siempre?
–No, de ninguna manera. Me basta con lo que quieras darme.
–Tengo un novio.
–No me importa saber si tienes dueño o no.
–Y amantes.
–Tampoco me importa.
–Y cada vez que me pongo ebria me acuesto con quien deseo. Lo puedo hacer incluso cuando estés presente. ¿Enterado, señor escritor?
Esta última amenaza no ha sido aún cumplida, y creo que no lo será porque Siena me ha tomado cariño. Nuestra rutina se acerca mucho a la idea que tengo de la felicidad. Nadie podría hacerme comprender lo contrario, y el dinero que se me va comprando cocaína para Siena es insignificante comparado con el que se requiere para mantener a una esposa o a una pareja permanente. Continúo escribiendo novelas y mi vida social es bastante limitada. Mis libros se venden poco, aunque sé por boca de mis editores que mi público es joven y pronto crecerán, tendrán dinero y me harán rico. A veces, Siena me permite acompañarla cuando sale a divertirse con sus amigos, pero debo mantenerme en una mesa apartada y no intervenir a menos que ella lo demande. Sólo cuando vamos al cine me deja permanecer a su lado y entonces soy tremendamente dichoso. ¡Cómo no serlo si pronto cumpliré cincuenta años! Hace unos días, Siena me comunicó que pronto se ofrecerá otra reunión en casa del académico donde nos conocimos, ese académico lleno de honores que tiene una casa de tres pisos. Allí celebraremos nuestro primer aniversario.
Guillermo Fadanelli, Mariana Constrictor, Almadía, 2011

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