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viernes, 25 de noviembre de 2016

Microrrelato de Albert Camus: Amor amor

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Albert Camus, microrrelato

Olvidé anotar algo que me emocionó profundamente: En la radio de sao Paulo hay un programa en el que la gente pobre habla de sus problemas y pide ayuda. Esta tarde un negro alto y andrajoso, con una niñita de cinco meses en brazos y la mamila de la niña en el bolsillo, explicó francamente que, por haberlo abandonado su esposa, buscaba a alguien que se encargara de la niña sin robársela. Un ex piloto de combate, desempleado, buscaba trabajo de mecánico, etc. En la oficina, esperábamos las llamadas telefónicas del auditorio. Cinco minutos después del programa el teléfono suena incesante. Todo mundo ofrece algo. Mientras el negro está en el teléfono, el ex piloto arrulla en sus brazos a la niña, y un negro más viejo y más alto, a medio vestir, entra en las oficinas. Él estaba durmiendo y su mujer, que escuchaba el programa, lo despertó y le dijo: Ve a traer esa niña.
El cuento. Revista de imaginación. No. 135, Abril-Junio 1997.  Tomo XXIX – Año XXXIII. Pág. 79

Cuento corto de Andre Bretón: La mala memoria

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André Breton, cuento corto, mala memoria

Me contaron hace tiempo una historia muy estúpida, sombría y conmovedora. Un señor se presenta un día en un hotel y pide una habitación. Le dan la número 35. Al bajar, minutos después, deja la llave en la administración y dice:
—Excúseme, soy un hombre de muy poca memoria. Si me lo permite, cada vez que regrese le diré mi nombre: el señor Delouit, y entonces usted me repetirá en número de mi habitación.
—Muy bien, señor.
A poco, el hombre vuelve, abre la puerta de la oficina:
—El señor Delouit.
—Es el número 35.
—Gracias.
Un minuto después, un hombre extraordinariamente agitado, con el traje cubierto de barro, ensangrentando y casi sin aspecto humano, entra en la administración del hotel y dice al empleado:
—El señor Delouit.
—¿Cómo? ¿El señor Delouit? A otro con ese cuento. El señor Delouit acaba de subir.
—Perdón, soy yo… Acabo de caer por la ventana. ¿Quiere hacer el favor de decirme el número de mi habitación?
El cuentoRevista de Imaginación
No. 02, Junio 1964
Tomo I – Año I
Pág. 21
André Breton
No 78, Julio-Agosto 1977
Tomo XII – Año XIII
Pág. 533

jueves, 24 de noviembre de 2016

El tren [Cuento - Texto completo.] Santiago Dabove

http://ciudadseva.com/texto/el-tren-dabove/

El tren

[Cuento - Texto completo.]
Santiago Dabove

El tren era todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje.
Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre. Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles, y ya iba hacia la adolescencia cuando Ramos Mejía me ofreció una calle sombrosa y romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y conocer a sus padres y el patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí, y como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.
El jefe de estación, que era mi amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente, que ofrece el F. C.O., pude ser alcanzado por mi esposa, que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y en una de las resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard pero elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero yo en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos, hablando de fútbol y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar. Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible: una demora por un choque con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de Liniers, que me conocía, se puso en comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaron malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.
En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la “Compañía de Seguros” donde trabajaba. No encontré el lugar.
Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían demolido hacía tiempo la casa de la “Compañía de Seguros”. En su lugar se erigía un edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un Ministerio donde todo era inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor, y ya en el piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi madre. “A que no recordaste lo que te encargué”, dijo mi madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica. “Tienes cabeza de pájaro.”
FIN

1946
MÁS CUENTOS DE SANTIAGO DABOVE


martes, 22 de noviembre de 2016

Microrrelato de José de la Colina: En el aire

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Cuento navideño de José de la Colina, microrrelato

Fredy conducía el helicóptero, Jimmy ametrallaba a los hombrecitos amarillos que allá abajo, en la intrincada espesura, peleaban contra las tropas norteamericanas. Pero, de pronto, Freddy notó que algo anormal estaba pasando, y, horror, resultaba que Jimmy había hecho girar la ametralladora y disparaba las balas en una dirección incorrecta.
— ¡Ey, muchacho —gritó Freddy—, detente! ¡Maldición, detente! ¿Qué te pasa? ¿Estás loco, o te has pasado a los malditos comunistas?
Sin dejar su labor, Jimmy preguntó:
— ¿Cuál es el problema, muchacho?
—¡Cómo que cuál es el problema! ¡Fíjate en lo que haces! ¡Párale, mierda! ¡Estás ametrallando a los nuestros! ¡Míralos: Teddy, Johnny, Frank, Billy, Ralph, Buck, Mick, Mack, el teniente, el capitán, el sargento, todos caen, caen como moscas! ¡Pero párale ya, carajo!
Jimmy se volvió y su mirada era como de éxtasis:
—Calma, chico, calma. ¿Es que un pobre combatiente, un sencillo chico campesino de Oklahoma que se halla lejos del hogar dulce hogar, lejos de su mami y papi queridos, lejos de su adorada chica Daisie, no tiene ni el derecho de celebrar la navidad a su manera?

Los otros “Episodios Nacionales” de Almudena Grandes

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Almudena Grandes, Episodios Nacionales

Por Ernesto Bustos Garrido
Almudena Grandes Hernández ya era un nombre estelar en las nuevas letras hispanas cuando a fines de los años 80 (siglo recién pasado) comenzó a sacar a la luz su proyecto novelesco histórico “Episodios de una guerra interminable”. La madrileña con nombre árabe debutó en 1989 y de inmediato se llevó el primer lugar del certamen literario Premio La Sonrisa Vertical, por su novela Las edades de Lulú, un texto muy personal e inquietante. La aceptación del público lector es rápida y el argumento da pie a que el director de cine Bigas Luna se atreviera a hacer la película, una cinta cargada de erotismo. Luego vienen más títulos que hablan de una narradora “grande”: Te llamaré Viernes, de 1991; Malena es un nombre de tango (1994, que también es llevada al cine por Gerardo Herrero; y Atlas de la geografía humana (1998), que en Chile tomó forma de una serie televisiva homónima de gran éxito. Luego se suman a sus palmares Los aires difíciles (2002) y el libro de cuentos Modelos de mujer (1996).Los Episodios de una guerra interminable (el nombre y la idea matriz constituyen un homenaje al escritor Benito Pérez Galdós) es un proyecto de novela antibélica que retrata desde varias miradas lo que sucedió en España después del triunfo de Franco en el período 1944–1969. El proyecto consta de seis títulos de los cuales ya se han publicado tres: Inés y la alegría (2010), El lector de Julio Verne (2012) y Las Tres Bodas De Manolita (2014). En preparación y a punto de editar está Los pacientes del doctor García, que trata de la evasión de los jerarcas nazis; y le seguirán La madre de Frankenstein y  Mariano en el Bidasoa.
De la segunda entrega de esta especie de saga histórica novelada, El lector de Julio Verne,  hemos extraído dos historias o cuentos ocultos increíbles. La obra toda relata las experiencias de Nino, un niño de nueve años, hijo de un Guardia Civil que vive con su esposa y su familia en un cuartel policial en el pueblo de Fuensanta, cerca de Jaén. Nino, pese a sus cortos años, descubre que su padre sufre intensamente con su rol de guardián del régimen franquista y que en más de una ocasión en lugar de ir al monte para dar una batida contra los maquis, se esconde en su casa, bajo siete llaves, por temor a morir a manos de los guerrilleros y por estar asqueado de tanto asesinato de gente humilde e inocente.
***
 Almudena Grandes, Episodios Nacionales, Julio Verne
Las botellas de agua caliente
(La ley de la piedra y la botella)
Cuento escondido
Almudena Grandes
El hielo no esperó a diciembre, pero mi madre sí lo esperaba a él. Cuando entré en la cocina, tiritando no tanto por la temperatura como por el desconcierto, el estupor que sucedía a su primer zarpazo, me la encontré sentado al lado del fogón, refunfuñando como de costumbre, con el ceño fruncido. Se había envuelto en una capa vieja de mi padre y no pude ver qué estaba haciendo, pero cuando llegué a su lado, me sonrió.
Sostenía en las manos una funda nueva, dos trozos de manta superpuestos, cortados a la medida de una botella de gaseosa y cosidos por el borde con una hebra de lana en puntadas muy seguidas y apretadas. De la base colgaba una pieza redonda, a modo de tapa, que iría rematada con un ojal hecho a la medida del botón, que permitiría cerrarla por abajo, para conservar el calor del agua hirviendo, sin riesgos de quemaduras.
–Mira, ¿te gusta? –la sonrisa de madre se hizo más grande y encontró una manera de brillar también en sus ojos.
–Sí, es muy bonita –y sólo entonces entendí–. ¿Es para mí?
Cuando la vi asentir con la cabeza, sentí una alegría salvaje que también era orgullo, gratitud y una expectativa de felicidad, el anticipo de la que sentiría al llegar a la escuela con mi propia botella metida en su funda. No encontré palabras para expresar una emoción tan compleja, y por eso me abalancé sobre ella, la abracé con todas mis fuerzas y la besé tantas veces que estuve a punto de tumbar la silla con nosotros dos encima.
–¡Suéltame, Nino, que nos vamos a caer! –pero se reía.
–Gracias, madre –acerté a decir por fin–. Gracias, gracias, millones de gracias…
–Nada de eso. En enero cumplirás diez años, ¿o no? Eres mayor, y mucho más responsable que tu hermana, y a ella se la hice cuando tenía tu edad, así que… Pero tienes que prometerme que cuidarás bien de ella. No la pierdas de vista, no la dejes tirada en cualquier parte para irte a jugar y no la pongas en ningún sitio donde se pueda caer. Si la rompes, o te la roban, hasta el año que viene no te daré otra. Los cascos cuestan dinero, ya lo sabes.
–No te preocupes, madre, la cuidaré muy bien. ¿Dónde está?
–Todavía no la he comprado, ni siquiera me ha dado tiempo a terminar la funda. No le he hecho el ojal, ni he cosido el botón, pero si quieres, puedes estrenarla esta noche. Y de momento, para ir a la escuela…
Señaló la chimenea con la cabeza y miré por última vez, sin rencor y sin nostalgia, la piedra negra, plana, que certificaba el final de mi verdadera infancia.
–No, no merece la pena. Seguro que hoy no hace tanto frío.
Los alumnos de la escuela de mi pueblo sólo reconocíamos dos grupos de niños, los pequeños y los mayores, clasificados según un criterio muy distinto al que empleaba don Eusebio para dividirnos en cursos y grados. Piedras y botellas, esa era la ley suprema que imperaba sobre edades, estaturas o conocimientos. Los niños pequeños eran todos los que salían de casa apretando contra su pecho, con las dos manos, una piedra caliente, liada con trapos. Los mayores, en cambio, habían merecido la confianza de tutelar una botella de gaseosa rellena de agua hirviendo, que la funda casera, fabricada con un resto de manta gruesa, suavizada por el uso, convertía en una fuente de calor muy agradable.
Las botellas conservaban la temperatura durante mucho más tiempo que las piedras, y al sentarse en el pupitre, daba gusto colocárselas sobre las piernas, hacerlas rodar arriba y abajo o ponerlas en el suelo para sujetarlas con los tobillos. Yo lo había visto hacer muchas veces, mientras intentaba apurar sin resultado el calor de la piedra apenas tibia que volvía a llevarme a casa cada tarde, para  que madre la desnudara, la pusiera de nuevo a la orilla del fuego, y volviera a liarla con tiras de sábanas viejas para entregármela en el mismo momento en que me mandaba a la cama, el otro lugar donde los mayores se distinguían de los pequeños, según la ley de la piedra y la botella.
_______Escena-de-una-escuela-rural-del-pintor-Albert-Anker_____________
Escena-de-una-escuela-rural-del-pintor-Albert-Anker
Escena-de-una-escuela-rural-del-pintor-Albert-Anker
Tengo una vaca lechera, tolón, tolón
Cuento escondido
Almudena Grandes
Cuando a padre le tocaba subir al monte a dar una batida, madre no se acostaba hasta que volvía. Esas noches, yo tampoco dormía. Me quedaba despierto, boca arriba en la cama con los ojos abiertos, mirando el techo, y escuchando el silencio, al acecho de cualquier ruido, hasta que reconocía sus pasos, su voz apagada, ronca de cansancio, dándole las buenas noches a Romero, y después el repiqueteo de los besos entreverados de quejas con los que le recibía su mujer, yo ya no puedo más, una noche de estas me voy a morir de angustia, esto no puede seguir así, Antonino… A veces me levantaba y les miraba por la rendija de la puerta.
Él, tiritando en invierno, empapado en otoño o sudando en verano, pero agotado de cansancio en cualquier estación del año, se desplomaba encima de la silla para que ella le quitara las botas y contaba siempre lo mismo, nada, que no hay manera, me cago en la puta que parió a Cencerro y a toda su parentela, y yo sabía que tenía razones para hablar así, sabía que tenía razones para maldecirle, y un destino de mierda, un sueldo de mierda, una vida de mierda, como decía después, pero cuando volvía a la cama, me quedaba dormido enseguida porque habían sobrevivido los dos, mi padre y su enemigo, y sabía que lo que hacía estaba mal, muy mal, que no debería pensar así, sentir así, pero no podía evitarlo.
Yo admiraba a Cencerro. Le admiraba porque era el más poderoso, el más listo, el más valiente de todos los hombres que conocía. Le admiraba porque todas las mujeres de la Sierra Sur suspiraban por él, tan rubio, decían, tan guapo, tan fuerte. Le admiraba porque hacía lo que le daba la gana, porque entraba y salía de su casa, de su pueblo, del mío y el de los demás. Cuando le venía bien, porque su cabeza era la más cara de toda la provincia de Jaén y él, en lugar de achatarse, acusaba el incremento de su precio subiendo la cantidad de sus propinas, esos billetes de cincuenta, de cien, y hasta de quinientas pesetas que firmaba con su nombre y que nunca aparecían, porque sus dueños los escondían para guardarlos como si fueran un tesoro, o se los vendían a alguien dispuesto a pagar más de lo que valían por la firma del más grande, la pesadilla de los civiles (los guardias civiles), la leyenda del monte, “Así paga Cencerro”.
Y así pagaba, así compensaba el sufrimiento, el acoso, y las palizas que sufrían los suyos, las redadas y los golpes que soportaban sin despegar los labios o abriéndolos solamente para mentir, sí, es él, y al día siguiente los periódicos de la capital traían en la portada la fotografía de un hombre muerto, “Peligroso bandolero abatido a tiros por la Guardia Civil”, para que mi padre se desesperara, para que se desesperaran Romero y Sanchís mientras el imbécil del teniente, que era malagueño y nunca había visto la cara de Tomás Villén (Cencerro), ni la de sus hermanos, ni la de su mujer, ni la de su hija Virtudes, que se disfrazaba de pastor para subir y bajar del monte cuando le daba la gana a ella también, igual que su padre, se paseaba por Fuensanta de Martos sonriendo como un imbécil, como lo que era, porque todos sabían algo, sabían que le había vuelto a engañar y que el hombre del periódico no era Cencerro, que aquel muerto ni siquiera se le parecía, y no es que no fuera gracioso, pero los parroquianos de Cuelloduro se partían de risa mientras cantaban a dos voces la canción prohibida, aquella inocente melodía de letra tontorrona que estaba de moda en toda España, pero la Sierra Sur era más subversiva que La Internacional.
–A ver –el tabernero carraspeaba antes de levantar las manos en el aire, para dirigir el coro desde detrás del mostrador–. A la de tres. Una, dos y tres, tengo una vaca lechera….
–Lechera –respondían los que se encargaban de la segunda voz.
–No es una vaca cualquiera.
–Cualquiera.
–Se pasea por el prado, mata moscar con el rabo, tolón, tolón –y ahí se juntaban todos–, tolón, tolón…
A veces, ni siquiera les daba tiempo a acabar la segunda estrofa, la que había convertido aquella letra tan tonta en un arma, un himno, una canción de amor para un hombre legendario.
–Un cencerro le ha comprado…
–Comprado.
–A mi vaca le ha gustado…
–Gustado.
–Se pasea por el prado, mata moscas…
El tiempo que tardaba un chivato (delator) en ir corriendo desde la taberna de Cuelloduro hasta la casa cuartel, la distancia más frecuente entre las carreras populares de Fuensanta de Martos, no daba para más. Por eso, a aquellas alturas, el primero que se hubiera enterado, Michelín o Sanchís, Romero o mi padre, solía entrar a la taberna hecho una furia, con la mano sobre la culata de la pistola y los labios temblando de rabia.
–¡Silencio! –y miraba a su alrededor como si los cantantes representaran una temible amenaza.
–Con el rabo…
–¡He dicho silencio! ¿No me habéis oído?
Una vez, antes de subirse al monte, Enrique Fingenegocios llegó hasta el tolón, tolón, y Sanchís desenfundó la pistola para incrustar una bala en el techo de la taberna. Desde entonces, y aunque Cuelloduro se había negado a reparar lo que él llamaba la herida de guerra de su local, el oído de todos sus parroquianos había mejorado mucho.
–¡Esta canción está prohibida y lo sabéis de sobra!
–¿Pero cómo va a estar prohibida –terciaba el director del coro, tras el parapeto del mostrador– , si la ponen en la radio a todas horas?
–A mí, la radio me toca mucho los cojones. Y como vuelva a oír esa puta letra una sola vez, el coro entero va derecho al calabozo. Estáis avisados.
Después aunque se marchara andando de espaldas para no perderlos de vista, las sonrisas volvían a florecer discretamente en los labios que, unos minutos más tarde, empezarían a difundir por todo el pueblo aquella escena sombría y ridícula, y toda la Benemérita en pie de guerra contra “La vaca lechera”, aquella bobada musical que muchos fuensanteños seguirían silbando, tarareando y canturreando, solos o en compañía, mientras se reían a carcajadas, aunque sólo fuera porque estaban hartos de llorar y lo daban todo por bien empleado, mientras Cencerro estuviera vivo y en el monte, escupiendo desde arriba.
*** Ambos cuentos extraído de El lector de Julio Verne (Episodios de una guerra interminable), de Almudena Grandes. Primera edición Buenos Aires. Tusquets Editores 2012. Primera edición argentina, abril 2012. Páginas 28, 29, y 30, y 60 y siguientes.
Nota: Los títulos de los dos cuentos son del compilador.

Cuento corto de Italo Calivno: El pecho desnudo

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El pecho desnudo, cuento, Italo Calvino

El señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tabú de la desnudez queda implícitamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan la inseguridad e incoherencia en el comportamiento, en vez de libertad y franqueza.
Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera invisible que circunda las personas. Pero -piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular- yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa; esta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retrógrada.
De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo de rozar con ecuánime uniformidad la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo. Sí -reflexiona, satisfecho de sí mismo, prosiguiendo el camino-, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara más que la mirada de una gaviota o de una merluza.
¿Pero será justo proceder así? -sigue reflexionando-. ¿No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino? ¿No estoy, quizá, perpetuando la vieja costumbre de la supremacía masculina, encallecida con los años en insolencia rutinaria?
Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al deslizar su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviación, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acompaña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada. Creo que así mi posición resulta bastante clara -piensa Palomar-, sin malentendidos posibles. ¿Pero este sobrevolar de la mirada no podría al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciación de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomaníaca y de concupiscencia como pecado…
Tal interpretación va contra las mejores intenciones de Palomar que, pese a pertenecer a la generación madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio en las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad más abierta de la sociedad, sea porque esa visión en particular le resulta agradable. Este estímulo desinteresado es lo que desearía llegar a expresar con su mirada. Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez más hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemente el paisaje, se detendrá en los senos con cuidado especial, pero se apresurará a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cúspides nimbadas.
Esto tendría que bastar para tranquilizar definitivamente a la bañista solitaria y para despejar el terreno de inferencias desviantes. Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogiéndose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un sátiro.
El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito la intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar.

Imagen: Joven acostada con el pecho desnudo, de Víctor Moya Calvo. Fuente.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Microrrelato de Froylán Turcios: La mejor limosna

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Froylan Turcios, microrrelato, limosna

Comparto con vosotros un microrrelato del hondureño Froylán Turcios (1874-1943), un hombre de letras en toda la extensión del término (poeta, narrador, editor, antólogo, periodista…). Se le considera uno de los intelectuales más importantes de Honduras de principios del pasado siglo. Su libro más famoso es El vampiro (1910), una novela modernista que narra la relación amorosa entre dos primos: Rogerio y Luz.
La pieza que os presentol, “La mejor limosna” es dura tanto en su presentación como en su resolución. No en vano, la violencia es característica en muchos de sus cuentos. Y hasta aquí puedo leer…

Microrrelato de Froylán Turcios: La mejor limosna

Horrendo espanto produjo en la región el mísero leproso. Apareció súbitamente, calcinado y carcomido, envuelto en sus harapos húmedos de sangre, con su ácido olor a podredumbre.
Rechazado a latigazos de las aldeas y viviendas campesinas; perseguido brutalmente como perro hidrófobo por jaurías de crueles muchachos; arrastrábase moribundo de hambre y de sed, bajo los soles de fuego, sobre los ardientes arenales, con los podridos pies llenos de gusanos. Así anduvo meses y meses, vil carroña humana, hartándose de estiércoles y abrevando en los fangales de los cerdos; cada día más horrible, más execrable, más ignominioso.
El siniestro manco Mena, recién salido de la cárcel donde purgó su vigésimo asesinato, constituía otro motivo de terror en la comarca, azotada de pronto por furiosos temporales. Llovía sin cesar a torrentes; frenéticos huracanes barrían los platanares y las olas atlánticas reventaban sobre la playa con frenéticos estruendos.
En una de aquellas pavorosas noches el temible criminal leía en su cuarto, a la luz de la lámpara, un viejo libro de trágicas aventuras, cuando sonaron en su puerta tres violentos golpes.
De un puntapié zafó la gruesa tranca, apareciendo en el umbral con el pesado revólver a la diestra. En la faja de claridad que se alargó hacia afuera vio al leproso destilando cieno, con los ojos como ascuas en las cuencas áridas, el mentón en carne viva, las manos implorantes.
—¡Una limosna! —gritó—. ¡Tengo hambre! ¡Me muero de hambre! –
Sobrehumana piedad asaltó el corazón del bandolero—. ¡Tengo hambre! ¡Me muero de hambre!
El manco lo tendió muerto de un tiro exclamando:
—Esta es la mejor limosna que puedo darte.

Cuento escondido en ‘El Dios de las pequeñas cosas’, de Arundhati Roy

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Arundhati Roy, cuento escondido

Una novela sobre la India que confunde y encanta
Por Ernesto Bustos Garrido
Con frecuencia uno no se imagina que en la India se practique el catolicismo, por lo mismo que es un tanto difícil entender el fenómeno. En algunas regiones de la India subsisten hasta hoy cultos introducidos por navegantes y conquistadores europeos y asiáticos ligados al budismo. Ha sido y es una convivencia difícil. En el sur de India, una rama de la Iglesia Siria Ortodoxa extendió hace tiempo sus creencias. Existen, por tanto, cristianos allí. La novela El Dios de las pequeñas cosas da cuenta de este hecho. Sus personajes, la mayoría, pertenecen a esa fe.
Un dato curioso para entender la trama del libro, el primero de largo aliento, hasta ahora, de la escritora india Arundhati Roy. La obra fue terminada en 1996, y la autora tardó cuatro años en colocar el punto final. La historia tiene lugar, principalmente, en un pueblo llamado Ayemenem o Aymanam, en Kottayam, en el estado de Kerala de la India.
Cronológicamente la novela transcurre entre el año 1969, cuando los gemelos Rahel y Estha tienen siete años, y 1993, y cuando los hermanos se reúnen al cumplir  31 años de edad. Gran parte de la historia está escrita desde la perspectiva de los niños. Las palabras del idioma malayalam son utilizadas conjuntamente con el inglés. La historia capta varios aspectos de la vida en Kerala, como el comunismo, el sistema de castas y el cristianismo sirio-ortodoxo, tal cual se ha dicho antes.
La autora se ha destacado al mismo tiempo como una activista de los derechos humanos. Ella escribe desde los sueños, los propios y los ajenos, los que inventa para sus personajes, y aquellos sueños que imagina que sueñan Estha y Rahel. Otros personajes están sacados de su inventiva, de su propia vida o de secretos escuchadas a hurtadillas o leídas con el cuello torcido, en las paredes de los excusados.
A continuación os ofrezco un fragmento de la novela que funciona como un cuento escondido  si lo desmembramos de la trama principal.

Cristianas en la India
Cristianas en la India
El Dios de las pequeñas cosas, de Arundhati Roy
El entierro de Sophie Mol
Cuento escondido
El gobierno no pagó el entierro de Sophie Mol porque no la atropellaron en un paso de cebra. La ceremonia se celebró en Ayermenem, en la vieja iglesia, recién pintada. Era prima de Estha y Rahel 1, hija de su tío Chacko, y había ido a visitarlos desde Inglaterra. Estha y Rahel tenían siete años cuando murió Sophie Mol, que estaba a punto de cumplir los nueve. Le hicieron un ataúd de tamaño especial, para niños.
Forrado en raso.
Con asas de lustroso latón.
Yacía en él con sus pantalones amarillos inarrugables, acampanados, el pelo recogido con una cinta y aquel bolsito a la última moda “made in england” que tanto le gustaba. Tenía el rostro pálido y arrugado como el pulgar de un “dhobi” 2 por haber estado tanto tiempo en el agua. Los feligreses rodearon el féretro, y la amarilla iglesia se hinchó como una garganta con los sonidos de tristes cánticos. Los sacerdotes, de barbas rizadas, balanceaban incensarios suspendidos de cadenas y no sonreían a los niños, como solían hacer los domingos normales.
Las velas largas del altar estaban torcidas, Las cortas, no.
Una señora que se hizo pasar por pariente lejana de la familia (aunque nadie la reconoció como tal), y que siempre rondaba cerca de los difuntos (¿una adicta a los entierros?, ¿una necrófila en potencia?) puso colonia en un trozo de algodón y, con aire devoto y levemente desafiante, lo pasó por la frente de Sophie Mol. Sophie Mol olía colonia y a madera de ataúd.
Margaret Kochamma, la madre inglesa de Sophie Mol, no permitió que Chacko, el padre biológico de Sophie Mol, le pasara el brazo por los hombros para consolarla.
La familia estaba de pie, formando una apretada piña. Margaret Kochamma, Chacko, Bebé Kochamma y, junto a ella su cuñada Mammachi, la abuela de Estha y Rahel (y de Sophie Mol). Mammachi estaba casi ciega y siempre usaba gafas oscuras cuando salía de casa. Por debajo de ellas se deslizaban las lágrimas que resbalaban temblorosas a lo largo de su mandíbula como gotas de lluvia por el borde del tejado. Vestía un sobrio sari de color hueso y parecía pequeña y enferma. Chacko era su único hijo varón, y si su propio dolor la angustiaba, el de su hijo la destrozaba.
Aunque a Ammu, Estha y Rahel les permitieron asistir al entierro, los colocaron separados del resto de la familia. Nadie los miró.
En la iglesia hacía calor y los bordes blancos de las azucenas amarilleaban y languidecían. Las manos de Ammu temblaban y, con ellas, el libro de himnos. Tenía la piel fría. Estha estaba de pie junto a ella, casi dormido, con los ojos doloridos y brillantes como el cristal, y la ardiente mejilla apoyada contra la piel desnuda del brazo tembloroso de su madre, que sostenía el libro de himnos.
Rahel en cambio estaba bien despierta, desesperanzadamente alerta y destrozada de agotamiento por la batalla que reñía contra la Vida Real.
Notó que Sophie Mol había despertado para su entierro y que le enseñaba dos cosas
La Primera fue la elevada cúpula recién pintada de la amarilla iglesia, hacia lo alto de la cual Rahel nunca había levantado antes la vista cuando estaba en su interior. La habían pintado de azul, como el cielo, con nubes dispersas y diminutos reactores que, veloces como rayos, dejaban  estelas blancas que se entrecruzaban con las nubes. Bien es verdad (todo sea dicho) que debía ser más fácil darse cuenta de esas cosas tumbadas en un féretro boca arriba, que de pie entre los bancos dde la iglesia, rodeada de tristes lamentos y de libros de himnos.
Rahel se puso a pensar en el hombre que se había tomado el trabajo de subirse hasta allí con las latas de pintura (blanco para las nubes, azul para el cielo, plateado para los aviones), pinceles y disolvente. Se lo imagimó allí arriba, alguien como Velutha 3, con el torso desnudo y brillante, sentado en una tabla colgada del andamiaje en la alta cúpula, pintando aviones plateados en un cielo azul de iglesia.
Pensó en lo que habría pasado si la cuerda se hubiese roto. Se lo imaginó cayendo como una estrella oscura de aquel cielo que había pintado. Yaciendo roto sobre el suelo caliente de la iglesia, con la sangre oscura brotando de su cráneo, como un secreto.
Para entonces Esthappen y Rahel habían aprendido que el mundo tenía otras formas de romper a los hombres. Ya estaban familiarizados con el olor. Un olor empalagosos y nauseabundo. Como el de las rosas marchitas traído por la brisa.
La Segunda Cosa que Sophie Mol le enseñó a Rahel fue el murciélago bebé.
Durante la ceremonia, Rahel observó que un pequeño murciélago negro trepaba ágilmente, con sus garras prensiles y curvadas por el costoso sari que Bebé Kochamma se había puesto para el entierro. Cuando llegó al límite entre el sari y la blusa, al michelín que tanto la entristecía, a su estómago desnudo, Bebé Kochamma lanzó un grito y manoteó en el aire con su libro de himnos. Los cánticos cesaron, suplantados por un “¿Qué ha sido eso?”, “¿Qué ha pasado?”, un aleteo peludo y un alboroto de saris.
Los tristes sacerdotes se sacudieron sus rizadas barbas con dedos repletos de anillos de oro, como si unas arañas ocultas hubiesen tejido de repente telarañas en ellas.
El murciélago bebé echó a volar hacia el cielo y se convirtió en un reactor que se entrecruzaba con las nubes, sin dejar estela.
Sólo Rahel notó la voltereta que Sophie Mol dio en secreto dentro de su ataúd.
Recomenzaron los cánticos tristes y repitieron dos veces el mismo verso. Una vez más, la amarilla iglesia se hinchó como una garganta llena de voces.
***
Cuando metieron el ataúd de Sophie Mol en el hoyo del pequeño cementerio que había detrás de la iglesia, Rahel sabía que todavía no estaba muerta. Oyó (poniéndose en el lugar de Sophie Mol) el sonido apagado del lodo rojo y el sonido fuerte de la laterita naranja que ensuciaban el reluciente féretro. Oyó aquellos sonidos amortiguados por la brillante madera y el forro de raso. Las voces de los tristes sacerdotes llegaban apagados por el lodo y la madera.
¡Oh Padre misericordioso, a tus manos encomendamos
el alma de esta niña que has llamado a tu seno,
y entregamos su cuerpo a la tierra
porque polvo somos y en polvo nos convertiremos.
Bajo la tierra, Sophie Mol gritó y destrozó el raso con los dientes. Pero los gritos no pueden oírse a través de la tierra y las piedras.
Sophie Mol murió porque no pudo respirar.
Su entierro la mató. En polvo nos convertiremos, en polvo nos convertiremos, en polvo nos convertiremos. En la lápida decía “Un rayo de sol cuya compañía fue demasiado breve”.
Más tarde Ammu les explicó que “demasiado breve” quería decir “un ratito muy corto”.
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1 Estha y Rahel son hermanos gemelos. Estha es un chico y Rahel, una niña.
2 Dhobi es un hombre de una de las castas más pobres de la India, que se emplea como lavandero.
3 Velutha: un carpintero local, un intocable (de casta social inferior) por nacimiento, que muere en extrañas circunstancias.
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El Dios de las pequeñas cosas de Arundhati Roy. Traducción de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro 1998 – Colección Compactos Anagrama 1997 (Londres)  – 2013 (Barcelona)

Cuento corto de Ramiro Pinilla: Euskera Ez

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Cuento corto de Ramiro Pinilla, Euskera Ez

Bilbao las recibió con una llovizna inmóvil. En la puerta de la estación del ferrocarril la anciana desplegó un paraguas de hombre y dio el primer paso con la niña pegada a su cuerpo. La niebla de agua desdibujaba los contornos de la ciudad. Las cosas se mostraban en una lejanía amenazante y las gentes parecían caminar a un centímetro del suelo. La anciana se las arregló para apretar el pañuelo negro de su cabeza sin soltar la cesta que llevaba al brazo. Vestía el luto abrochado de las aldeanas viejas y arrastraba por sus narices una respiración tortuosa. La boca la tenía clausurada por una línea dura de labios azules.
Se detuvieron en la esquina del edificio. Cuando se les acercó el guardia municipal la niña levantó la cara para mirar a su abuela y los labios de la anciana se apretaron tanto que se hicieron blancos. El hombre observó sus atuendos de aldea y les preguntó qué buscaban. La niña volvió a mirar a la anciana, que parecía de piedra.
—La cárcel —musitó con transparencia.
El guardia miró con curiosidad a la anciana. Luego escrutó a su alrededor, sofocó la voz y repitió la pregunta, ahora en euskera. La anciana no alteró la postura de su boca.
—¿Es sorda? —preguntó el guardia.
La niña respondió también en castellano.
—Le han dicho que si la oyen en euskera será peor para su hijo. Y no sabe más.
El guardia las situó al extremo de una calle que subía. Permaneció quieto viéndolas sumergirse en una densidad traslúcida. En la cuesta la respiración de la anciana se hizo más abrupta, pero no se concedió una sola pausa. Por la calzada subían y bajaban camiones penosamente, como en una operación de guerra. La acera era tan angosta que sólo cabía un paraguas y el de la anciana desplazaba a los demás en su avanzar terminante. La tela negra salpicaba resonancias de tambor con las goteras de los aleros. La niña oía a la altura de su oreja el esfuerzo fragoroso de los pulmones de su abuela. Cuando alcanzaron el alto, la anciana recuperó su respiración sin separar los labios y sin detenerse.
Localizaron la cárcel sin error. La vieron en la distancia, mojada, como si fuera de cartón. Era uno de esos edificios con el aire taciturno inconfundible délas prisiones. La niña volvió a mirar a su abuela y ésta apretó los labios como cuando se encontró con el guardia y otra vez se le pusieron blancos.
La niña tenía doce años, pero se movía con la gravedad de las personas adultas. Era espigada, con unos ojos tristes que no correspondían a su edad, y apenas retenía otro tiempo que no fuera el de la guerra. También vestía un luto total. Y si miraba tanto a su abuela era para acordarse que no debía llorar.
Las detuvieron a la puerta del muro. Un teniente de tricornio y bigote lineal se les puso delante con las manos en el correaje.
—Qué desean.
La anciana siguió mirando al frente aunque ya había dejado de ver el edificio. El teniente repitió la pregunta. El bigote se le rompió con una mueca y regresó al resguardo del cuerpo de guardia.
—No tengo prisa —sonrió—. Mi puesto acaba a las seis.
Los otros guardias asomaron la cabeza. La anciana sostuvo el paraguas con más firmeza que nunca y la presión de un labio contra otro casi le produjo dolor. Paradas sobre el guijo de la puerta ambas daban la impresión de que la lluvia sólo caía para ellas. Entonces la niña empezó a buscar en la cesta de su abuela. La anciana le ayudó, temblando, pero la niña la miró a los ojos y supo que no tenía miedo. Salió del paraguas llevando un papel tieso. Cuando lo entregó al teniente el agua lo había ablandado.
El teniente sonrió aún más al tropezar con el sello del obispo. Regresó ante la anciana con los ojillos semicerrados.
—Es su hijo —le preguntó.
La anciana sintió en su cara la mirada de la nieta y no movió un solo tejido. El teniente le blandió el papel ante los ojos.
—Además de muda es ciega —añadió.
Los guardias volvieron a asomar la cabeza para mirar. De sus figuras aún se desprendía la guerra.
—Diga algo —ordenó el teniente a la anciana. Se metió el papel en el bolsillo y cruzó los brazos sobre el pecho. La niña le obligó a volverse tirándole de la guerrera. El teniente chocó con una mirada lacerante.
—Usted sabe que no le entiende —dijo la niña—. Que sólo habla nuestra lengua.
Sostuvo la mirada del hombre hasta obligarle a hablar.
—Pues que no salga de casa.
—Lleva más de un año sin ver al padre —dijo la niña.
El teniente contempló a ambas desde el horror de aquella cárcel de posguerra. Se irritó consigo mismo al advertir que dudaba. Siguió mirando a la niña, ya sin ningún deseo de hacerlo. Luego le devolvió el papel, y en el momento de darle la espalda dibujó en el aire una indicación con la mano.
Cruzaron un patio desolado. En una esquina había tres hombres limpiando con una manguera la caja de un camión, de cuyas labias desprendían costras de color de hígado. En la puerta del edificio les salió al paso un guardián de barba rubia y tierna. La niña le entregó el papel que llevaba en la mano. El hombre lo leyó meticulosamente y después las miró a ellas como si hubiera olvidado que las dejó allí. Giró sin pronunciar una palabra y se alejó por un corredor oscuro. La niña se preguntó cómo no ponía remedio al pesado pistolón que le golpeaba el muslo. Una repentina ráfaga de viento las azotó por la izquierda y la anciana.
Llevantó a su nieta el cuello de la chaqueta con la misma mano que llevaba la cesta. La niña no olvidaría jamás aquella boca de la abuela cosida como con pernos, ni su rostro terroso cada vez más sereno. Observó que su expresión había dejado de delatar su necesidad de hablarle. Sus ojos le transmitieron con nitidez y con un sosiego increíble que no olvidara el recado que tenía para el padre ni el único ruego que tenía que hacerle al enemigo.
El guardia regresó detrás de un hombre gordo con cara de sueño. Les habló parado a tres metros.
—Nadie puede ver a los condenados a muerte.
Su voz quebradiza produjo la impresión de que había contado un chiste. Las dos figuras de la puerta no se movieron.
—Es la norma —concluyó, parapetándose en la frase.
El de la barba rubia le marcó con el dedo un lugar del papel. El hombre gordo extrajo unas gafas del bolsillo de su guerrera, las abrió con una sola mano y las encajó en su rostro. Al darse cuenta de la fuerza de lo que había escrito emitió un gruñido. —Habría que encerrar al clero en las sacristías. Metió la mano en la cesta que llevaba la anciana y sacó un paquete.
—¿Qué es?
—Pan, tortilla y chorizos para el padre —dijo la niña.
El guardián puso en sus manos el paquete.
—Ponlo en ese balde.
La niña lo depositó cuidadosamente en el fondo de un balde que había en el suelo. El guardián las condujo a una estancia atravesada por dos tabiques de alambres formando pasillo. La abuela y la nieta esperaron un tiempo interminable estremecido por golpes de cerrojo en todo el edificio. Con el último estruendo de hierros se abrió una puerta al otro lado de los tabiques y apareció una figurita irreconocible. La anciana pegó el rostro a la alambrada y apretó con vigor un labio contra otro para no traicionar su voluntad.
La niña se aferró con los dedos a los alambres. Miró con vehemencia para comprobar si aquel era realmente su padre. Estuvo a punto de escapársele el idioma de su cocina, pero descubrió a tiempo al guardián apostado a dos pasos.
—¿Está usted bien, padre? —dijo en castellano. El hombre no acertaba a hablar. La niña comprendió que no creía del todo que ellas estuvieran allí.
—Padre.
Los brazos del hombre seguían caídos. No los movió para hablar.
—Sí. Sí. Bien. ¿Y en casa?
La niña vio cómo la abuela bebía con su expresión las palabras del hijo que no entendía. La anciana despegó los labios para dejarlos temblar.
—Todos bien —dijo la niña.
El hombre miró a su madre.
—Ama.
A la anciana se le escapó un aire de emoción por la rendija de su boca.
—Eh —exclamó el guardián—. Quiero oír que lo que hablan no sea maldito vasco.
La anciana realizó un esfuerzo potente para recuperar la clausura de sus labios.
—Ama —repitió el hombre.
Llevaba la misma boina y el mismo tabardo de caza con que lo apresaron en Santoña con medio ejército del Norte, tres años antes. La cárcel lo había reducido a la mitad de su peso. Las pisadas del guardián que recorría las celdas llamando a los veinticuatro muertos de cada noche, le había vuelto los cabellos blancos.
—Cuántas vacas tenéis en la cuadra —preguntó.
—Sólo tres —dijo la niña—. Quitamos cinco cuando tú…
—Están sanas.
—Sí.
Luego le preguntó por qué no había venido el abuelo.
—No se atrevió a verte aquí.
El hombre no tuvo necesidad de volverse hacia su madre porque desde el principio las abarcaba a las dos en una misma mirada.
—Ama.
La anciana se apretó más contra la verja.
—Rezad por ella —dijo el hombre. La niña supo que se refería a la madre asesinada en Gernika tres años antes.
—Sí —contestó.
El hombre no pudo reprimir el ruido de su respiración.
—¿Ya seguís guardando las semillas en el arcén?
—Sí —dijo la niña.
—Si no podéis con las tres vacas quitad alguna más.
—La abuela me dice que le diga que cuando usted tenía once años le pegó aquel plastazo en la cara no para castigarle por no sé qué, sino porque a ella se le había quemado el guiso y estaba de mal humor, y que le perdone ahora.
La niña palpó con pulcritud el estremecimiento del padre.
El guardián dio un fuerte chalo de mando.
—Pasó el tiempo. Despídanse. Los botones del tabardo del padre oprimieron la alambrada.
—Ama.
La niña no se atrevía a decir adiós para que no acabara todo. Recibió una mirada azul de su abuela y dio tres pasos hacia el guardián.
—Sólo pide una palabra en euskera.
—Está prohibido.
—Es la última que podrá decir al padre en este mundo.
—No es posible.
—Sólo una palabra.
—No.
—Sólo una.
El guardián titubeó.
—Una sola —dijo.
La niña regresó junto a su abuela y la miró moviendo la cabeza hacia abajo.
La anciana se concentró. Empuñó con fuerza la cesta para emprender el regreso al caserío y esperó a serenar su respiración. Siguió concentrándose con ahínco. Antes de desprenderse de la palabra la impregnó de treinta y siete años, día a día, de convivencia con el hijo, desde el parto a aquella jaula para fieras. Al saborear por anticipado que la oiría él, descubrió que ni con una muerte más podrían derrotar su mundo los enemigos. Recogió con entereza el nuevo rostro cuadriculado del hijo para el recuerdo y se sintió de hierro por dentro al pronunciar:
—Agur.
Ramiro Pinilla, Primeras historias de la Guerra Interminable (L. Haranburo, 1977)