Bilbao las recibió con una llovizna inmóvil. En la puerta de la estación del ferrocarril la anciana desplegó un paraguas de hombre y dio el primer paso con la niña pegada a su cuerpo. La niebla de agua desdibujaba los contornos de la ciudad. Las cosas se mostraban en una lejanía amenazante y las gentes parecían caminar a un centímetro del suelo. La anciana se las arregló para apretar el pañuelo negro de su cabeza sin soltar la cesta que llevaba al brazo. Vestía el luto abrochado de las aldeanas viejas y arrastraba por sus narices una respiración tortuosa. La boca la tenía clausurada por una línea dura de labios azules.
Se detuvieron en la esquina del edificio. Cuando se les acercó el guardia municipal la niña levantó la cara para mirar a su abuela y los labios de la anciana se apretaron tanto que se hicieron blancos. El hombre observó sus atuendos de aldea y les preguntó qué buscaban. La niña volvió a mirar a la anciana, que parecía de piedra.
—La cárcel —musitó con transparencia.
El guardia miró con curiosidad a la anciana. Luego escrutó a su alrededor, sofocó la voz y repitió la pregunta, ahora en euskera. La anciana no alteró la postura de su boca.
—¿Es sorda? —preguntó el guardia.
La niña respondió también en castellano.
—Le han dicho que si la oyen en euskera será peor para su hijo. Y no sabe más.
El guardia las situó al extremo de una calle que subía. Permaneció quieto viéndolas sumergirse en una densidad traslúcida. En la cuesta la respiración de la anciana se hizo más abrupta, pero no se concedió una sola pausa. Por la calzada subían y bajaban camiones penosamente, como en una operación de guerra. La acera era tan angosta que sólo cabía un paraguas y el de la anciana desplazaba a los demás en su avanzar terminante. La tela negra salpicaba resonancias de tambor con las goteras de los aleros. La niña oía a la altura de su oreja el esfuerzo fragoroso de los pulmones de su abuela. Cuando alcanzaron el alto, la anciana recuperó su respiración sin separar los labios y sin detenerse.
Localizaron la cárcel sin error. La vieron en la distancia, mojada, como si fuera de cartón. Era uno de esos edificios con el aire taciturno inconfundible délas prisiones. La niña volvió a mirar a su abuela y ésta apretó los labios como cuando se encontró con el guardia y otra vez se le pusieron blancos.
La niña tenía doce años, pero se movía con la gravedad de las personas adultas. Era espigada, con unos ojos tristes que no correspondían a su edad, y apenas retenía otro tiempo que no fuera el de la guerra. También vestía un luto total. Y si miraba tanto a su abuela era para acordarse que no debía llorar.
Las detuvieron a la puerta del muro. Un teniente de tricornio y bigote lineal se les puso delante con las manos en el correaje.
Las detuvieron a la puerta del muro. Un teniente de tricornio y bigote lineal se les puso delante con las manos en el correaje.
—Qué desean.
La anciana siguió mirando al frente aunque ya había dejado de ver el edificio. El teniente repitió la pregunta. El bigote se le rompió con una mueca y regresó al resguardo del cuerpo de guardia.
—No tengo prisa —sonrió—. Mi puesto acaba a las seis.
Los otros guardias asomaron la cabeza. La anciana sostuvo el paraguas con más firmeza que nunca y la presión de un labio contra otro casi le produjo dolor. Paradas sobre el guijo de la puerta ambas daban la impresión de que la lluvia sólo caía para ellas. Entonces la niña empezó a buscar en la cesta de su abuela. La anciana le ayudó, temblando, pero la niña la miró a los ojos y supo que no tenía miedo. Salió del paraguas llevando un papel tieso. Cuando lo entregó al teniente el agua lo había ablandado.
El teniente sonrió aún más al tropezar con el sello del obispo. Regresó ante la anciana con los ojillos semicerrados.
—Es su hijo —le preguntó.
La anciana sintió en su cara la mirada de la nieta y no movió un solo tejido. El teniente le blandió el papel ante los ojos.
—Además de muda es ciega —añadió.
Los guardias volvieron a asomar la cabeza para mirar. De sus figuras aún se desprendía la guerra.
—Diga algo —ordenó el teniente a la anciana. Se metió el papel en el bolsillo y cruzó los brazos sobre el pecho. La niña le obligó a volverse tirándole de la guerrera. El teniente chocó con una mirada lacerante.
—Usted sabe que no le entiende —dijo la niña—. Que sólo habla nuestra lengua.
Sostuvo la mirada del hombre hasta obligarle a hablar.
—Pues que no salga de casa.
—Lleva más de un año sin ver al padre —dijo la niña.
El teniente contempló a ambas desde el horror de aquella cárcel de posguerra. Se irritó consigo mismo al advertir que dudaba. Siguió mirando a la niña, ya sin ningún deseo de hacerlo. Luego le devolvió el papel, y en el momento de darle la espalda dibujó en el aire una indicación con la mano.
Cruzaron un patio desolado. En una esquina había tres hombres limpiando con una manguera la caja de un camión, de cuyas labias desprendían costras de color de hígado. En la puerta del edificio les salió al paso un guardián de barba rubia y tierna. La niña le entregó el papel que llevaba en la mano. El hombre lo leyó meticulosamente y después las miró a ellas como si hubiera olvidado que las dejó allí. Giró sin pronunciar una palabra y se alejó por un corredor oscuro. La niña se preguntó cómo no ponía remedio al pesado pistolón que le golpeaba el muslo. Una repentina ráfaga de viento las azotó por la izquierda y la anciana.
Llevantó a su nieta el cuello de la chaqueta con la misma mano que llevaba la cesta. La niña no olvidaría jamás aquella boca de la abuela cosida como con pernos, ni su rostro terroso cada vez más sereno. Observó que su expresión había dejado de delatar su necesidad de hablarle. Sus ojos le transmitieron con nitidez y con un sosiego increíble que no olvidara el recado que tenía para el padre ni el único ruego que tenía que hacerle al enemigo.
El guardia regresó detrás de un hombre gordo con cara de sueño. Les habló parado a tres metros.
—Nadie puede ver a los condenados a muerte.
Su voz quebradiza produjo la impresión de que había contado un chiste. Las dos figuras de la puerta no se movieron.
—Es la norma —concluyó, parapetándose en la frase.
El de la barba rubia le marcó con el dedo un lugar del papel. El hombre gordo extrajo unas gafas del bolsillo de su guerrera, las abrió con una sola mano y las encajó en su rostro. Al darse cuenta de la fuerza de lo que había escrito emitió un gruñido. —Habría que encerrar al clero en las sacristías. Metió la mano en la cesta que llevaba la anciana y sacó un paquete.
—¿Qué es?
—Pan, tortilla y chorizos para el padre —dijo la niña.
El guardián puso en sus manos el paquete.
El guardián puso en sus manos el paquete.
—Ponlo en ese balde.
La niña lo depositó cuidadosamente en el fondo de un balde que había en el suelo. El guardián las condujo a una estancia atravesada por dos tabiques de alambres formando pasillo. La abuela y la nieta esperaron un tiempo interminable estremecido por golpes de cerrojo en todo el edificio. Con el último estruendo de hierros se abrió una puerta al otro lado de los tabiques y apareció una figurita irreconocible. La anciana pegó el rostro a la alambrada y apretó con vigor un labio contra otro para no traicionar su voluntad.
La niña se aferró con los dedos a los alambres. Miró con vehemencia para comprobar si aquel era realmente su padre. Estuvo a punto de escapársele el idioma de su cocina, pero descubrió a tiempo al guardián apostado a dos pasos.
—¿Está usted bien, padre? —dijo en castellano. El hombre no acertaba a hablar. La niña comprendió que no creía del todo que ellas estuvieran allí.
—Padre.
Los brazos del hombre seguían caídos. No los movió para hablar.
—Sí. Sí. Bien. ¿Y en casa?
La niña vio cómo la abuela bebía con su expresión las palabras del hijo que no entendía. La anciana despegó los labios para dejarlos temblar.
—Todos bien —dijo la niña.
El hombre miró a su madre.
—Ama.
A la anciana se le escapó un aire de emoción por la rendija de su boca.
—Eh —exclamó el guardián—. Quiero oír que lo que hablan no sea maldito vasco.
—Eh —exclamó el guardián—. Quiero oír que lo que hablan no sea maldito vasco.
La anciana realizó un esfuerzo potente para recuperar la clausura de sus labios.
—Ama —repitió el hombre.
Llevaba la misma boina y el mismo tabardo de caza con que lo apresaron en Santoña con medio ejército del Norte, tres años antes. La cárcel lo había reducido a la mitad de su peso. Las pisadas del guardián que recorría las celdas llamando a los veinticuatro muertos de cada noche, le había vuelto los cabellos blancos.
—Cuántas vacas tenéis en la cuadra —preguntó.
—Sólo tres —dijo la niña—. Quitamos cinco cuando tú…
—Están sanas.
—Sí.
Luego le preguntó por qué no había venido el abuelo.
Luego le preguntó por qué no había venido el abuelo.
—No se atrevió a verte aquí.
El hombre no tuvo necesidad de volverse hacia su madre porque desde el principio las abarcaba a las dos en una misma mirada.
—Ama.
La anciana se apretó más contra la verja.
—Rezad por ella —dijo el hombre. La niña supo que se refería a la madre asesinada en Gernika tres años antes.
—Sí —contestó.
El hombre no pudo reprimir el ruido de su respiración.
—¿Ya seguís guardando las semillas en el arcén?
—Sí —dijo la niña.
—Si no podéis con las tres vacas quitad alguna más.
—La abuela me dice que le diga que cuando usted tenía once años le pegó aquel plastazo en la cara no para castigarle por no sé qué, sino porque a ella se le había quemado el guiso y estaba de mal humor, y que le perdone ahora.
La niña palpó con pulcritud el estremecimiento del padre.
El guardián dio un fuerte chalo de mando.
—Pasó el tiempo. Despídanse. Los botones del tabardo del padre oprimieron la alambrada.
—Ama.
La niña no se atrevía a decir adiós para que no acabara todo. Recibió una mirada azul de su abuela y dio tres pasos hacia el guardián.
—Sólo pide una palabra en euskera.
—Está prohibido.
—Es la última que podrá decir al padre en este mundo.
—No es posible.
—Sólo una palabra.
—No.
—Sólo una.
El guardián titubeó.
—Una sola —dijo.
La niña regresó junto a su abuela y la miró moviendo la cabeza hacia abajo.
La anciana se concentró. Empuñó con fuerza la cesta para emprender el regreso al caserío y esperó a serenar su respiración. Siguió concentrándose con ahínco. Antes de desprenderse de la palabra la impregnó de treinta y siete años, día a día, de convivencia con el hijo, desde el parto a aquella jaula para fieras. Al saborear por anticipado que la oiría él, descubrió que ni con una muerte más podrían derrotar su mundo los enemigos. Recogió con entereza el nuevo rostro cuadriculado del hijo para el recuerdo y se sintió de hierro por dentro al pronunciar:
—Agur.
Ramiro Pinilla, Primeras historias de la Guerra Interminable (L. Haranburo, 1977)
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