Cuento de Amélie Olaiz: La mesa del balcón
Pedí la mesa del balcón, nuestro lugar favorito. He desarrollado un gusto agridulce por ese sitio. Quizá porque sentada ahí rescato un poco de nosotros; de ese dulce nosotros que cuando no estoy contigo pertenece al agridulce presente.
Llegué sola con tu libro y me senté a releer un cuento, recomendación tuya, por supuesto. Era el relato que hablaba del vacío ¿lo recuerdas? No me preguntes el nombre del cuento, tampoco el del autor, después de tanto leer me han quedado lagunas. La historia la tenía más o menos clara, pero quise leerla de nuevo porque siempre descubre uno detalles que la mente no registró en las primeras lecturas.
Al abrir las páginas, me percaté de algo que venía sucediendo sin que tomara conciencia: las letras se han gastado por la frecuencia con que mis ojos las recorren. Ahora mismo es tan tenue la tinta que dudo poder terminar de leerlo. Quizá sea la última vez que lo haga. Generalmente no regreso a ver las palabras que van quedando atrás. No lo hago porque dicen que es un defecto de la vista que entorpece la lectura.
Puedes comprobar esto abriendo un pequeño orificio en el periódico de cualquier lector. Procura hacerlo en el centro del papel y asegúrate que sea entre dos cajas tipográficas para no molestar demasiado con el experimento. No es agradable leer si faltan letras. Observa por ese orificio los ojos lectores, te darás cuenta cómo regresa la vista en un movimiento mecánico, como si los ojos quisieran reconfirmar lo leído.
Bueno, como te iba diciendo, he entrenado mis ojos para eliminar ese retroceso innecesario y evitar pérdidas de tiempo. Pero hoy, por la impresión del descubrimiento, me dediqué a revisar. He regresado dos páginas y constaté que las palabras leídas se están destiñendo. Lo puedo afirmar porque sobrepuse las hojas que leo ahora a las que leí hace rato y existe un notable cambio en la intensidad de la tinta. Pronto no tendré alternativa y sólo restará confiar en mi memoria. Creo que los recuerdos funcionan igual, van perdiendo nitidez y terminamos por recordar lo que se nos da la gana y no lo que fue.
Para reconfirmar esto leí despacito y regresé renglón por renglón. Tuve que parar de hacerlo porque la zona que releí quedó en blanco. Es increíble, pero mis ojos, como gomas, desgastaron lo escrito. El cuento se está borrando. ¿Cómo te lo puedo devolver así?
Siento una extraña angustia y empiezo a leer con desesperación, como si la plaga desintegradora de textos viniera persiguiendo a mis ojos. Devoro las letras, invadida por un miedo absurdo: pensar que nuestra historia también se borra.
Me pregunto si tengo antecedentes de un caso similar, esas referencias ayudan para recuperar la calma, pero no, no encuentro un recuerdo claro que me dé el acicate para detener la angustia.
Tú sabes que no existen las casualidades, lo hemos comentado, por eso recorro con la memoria detalles de la historia de los personajes y pienso que se parecen a ti y a mí, aunque creo que, a diferencia de ellos, tú y yo somos continuidad. Tu pensamiento y el mío, por alguna extraña razón, se complementan. Uno inicia y el otro continúa para seguir y seguir, sin importar el orden o el desorden del universo que nos place pervertir.
Qué sé yo, quizá es que somos tan parecidos que podemos fluir en una adicción continua a las ideas y su contemplación. Tal vez por eso te extraño ahora.
Vuelvo a mirar las letras y me pregunto ¿qué le está pasando al libro? o ¿qué me pasa a mi? o ¿qué pasa contigo y con los recuerdos?
Desvío la vista del libro para verificar que el mundo sigue girando. Un cilindrero pasa bajo el balcón. Miro la manivela girar con la misma fluidez que la vida. Un rechinido interrumpe la armonía. El cilindrero se queda con la manivela en la mano. Presiento algo extraño, como si la realidad estuviese a punto de colapsarse y pienso que es momento de decidir. Puedo negar todo lo que sucede, cerrar el libro y pedir a ese músico callejero que suba al balcón para dar cuerda a la nostalgia, para consentir y compadecer mi carencia con la música del cilindro mientras me enternezco por mi capacidad de sentir un afecto como este. ¡No! Me niego. Sería demasiado aburrido volver al pasado, tanto como reconfirmar lo leído.
Miro hacia el edificio de enfrente y veo a Teófilo que sale por el agujero de su habitual morada estirándose como si acabara de despertar. Abre los ojos al sentir la luz, pero en ese mismo instante empieza a desaparecer, y no es que regrese por donde vino, es que la punta de la cola ha desaparecido y el fenómeno sigue por el resto del cuerpo hasta que sólo queda su cabeza. Vuelve sus ojos hacia mí y al establecer contacto visual, ¡puaff! el gato se esfuma, no hay más. El felino no está, pero tampoco la cornisa por donde caminaba, ni el agujero de donde salió, ni el muro que lo circundaba. El edificio colonial se diluye en el vacío como si fuera una gelatina de mamey al sol. Se derrite poco a poco hasta que sólo queda vapor con un ligero tono rosado que pasa frente a mí y sube rumbo al infinito.
Caigo en la cuenta de que el sitio donde está nuestro balcón puede estar padeciendo el mismo fenómeno. Al recargarme sobre el barandal un movimiento rápido y brusco hace que sienta inseguridad. Observo hacia abajo y me percato que, en efecto, el muro que sostiene el balcón ha desaparecido, estoy suspendida en el vacío con las manos aferradas a una barandilla de hierro forjado que se funde, de abajo hacia arriba, en la nada.
No puedo perder un minuto más. Recojo tu libro de la mesa, que ya ha perdido las patas, y lo cierro. Estoy consternada pero decidida. Camino, sobre un piso que ya no existe, rumbo a la salida de lo que fue nuestro restaurante favorito, bajo las escaleras ausentes y salgo a una calle que es nada.
En el vacío dejo de angustiarme y camino con tranquilidad. Pienso que, dadas las circunstancias, no importa tanto llevar un libro en blanco bajo el brazo.
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