Arriesgar la vida por causas peregrinas conduce a truncar gratuitamente las de los amigos y familiares. Pensaba en estos últimos más que en el finado –a quien ya nada ni nadie podrá librar de su estulticia– cuando leía en la prensa noticias sobre el balconing. Esta modalidad de salto al vacío parece en decadencia: será porque no está al alcance de cualquiera disponer de un balcón que cuelgue sobre una piscina.
Pero a rey muerto, rey puesto. La nueva moda consiste en poner en peligro la vida para hacerse un selfie, voz inglesa que deberíamos adoptar sin castellanizar para distinguirla de autorretrato, disciplina fotográfica que mantiene su solera y dignidad.
En lo que va de año, el Ministerio de Interior de Rusia ha contabilizado diez muertos y más de cien heridos, efectos secundarios de hacer selfies y el bobo al mismo tiempo. La cámara fiel recoge las estampas heroicas de jóvenes –y no tan jóvenes– dispuestos a inmortalizarse –tiene ironía el verbo– mientras conducen, se emborrachan, coquetean con un arma cargada o hacen malabarismos tratando de mantener la verticalidad sobre un tejado.
En sintonía con el Werther de Goethe, el siglo XVIII alimentó una moda suicida que alcanzaría también a no pocos escritores (Thomas Chatterton, Karoline von Günderrode, Heinrich von Kleist…). Ese romanticismo añejo se ha reencarnado, 300 años después, en una versión ramplona que protagonizan quienes consideran pasional y aventurero grabar los momentos más estúpidos –y a veces los últimos– de su existencia.
Doy por sentado que los familiares y amigos de estos temerarios no merecen sufrir por muertes tan absurdas.
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