Cuento de Esteban García Huertos: La filosofía de una niña
Muchas de las cándidas ideas de los niños y su naturalidad son filosóficas y enternecedoras, casi visionarias. La muestran con tal sencillez…
En Palma de Mallorca ha habido mucha humedad durante el verano de 2015. Un verano extraño y extremadamente caluroso, que ha creado desánimo y pereza y que aún tendrá un recorrido incierto. Unos meses en los que tomar el sol ha supuesto más un incordio que un placer. Y puede salirte muy caro sin darte cuenta. Algo en el mundo no marcha bien. El hombre «se come» al hombre poco a poco. La capa de ozono tiene tremendos agujeros por todos sitios. Un colador que será irreparable de no poner remedio con urgencia. Si no dejamos de perjudicarlo, llegará el momento que, aunque lo deseemos, no podremos generar el oxígeno necesario con que remendarlo.
Es viernes 04 de septiembre de 2015. Habitualmente salgo del trabajo con mis compañeros para merendar. Pero hoy, he dado un rodeo para comprar tabaco. De golpe comenzó a llover con ímpetu cuando salí del estanco, antes de poder llegar al bar, demasiado lejos para reunirme con ellos. El techo de un balcón me protegía de la incesante y cada vez más copiosa lluvia. Las gotas rebotaban con energía sobre el suelo como collares de perlas de Majorica. Una chica apareció junto a mí con un paraguas rosa. El cielo, amenazante, comenzó a nublarse y escupió ruidosas espadas luminosas. Ella ya había cruzado al otro lado, justo cuando decidí pedirle que me permitiera compartir su paraguas hasta cruzar la calle para entrar en el bar de enfrente. Ya era tarde para hacerlo. Me quedé embelesado viendo cómo se aseaban los árboles y también las baldosas del suelo, antes sucias por las cacas restregadas de caninos. Pero unos pocos minutos después, la lluvia hizo amago de mejorar ligeramente su carácter. Entonces decidí que lo mejor era cruzar a pesar de que me empapase en un par de segundos.
Pedí un café con leche natural. El bar estaba casi lleno. Aún quedaba una mesa libre. Había sitio en la barra, situada desde la mitad hasta el fondo a la derecha y me senté en una de las banquetas de espaldas a la pared. Desde allí podía controlar con la mirada todo el local y si me giraba levemente hacia la izquierda, también la calle a través de la puerta abierta. Entró gente de paso. Como a mí, les había sorprendido la lluvia durante el paseo. Una chica, que sí llevaba paraguas, pagó su desayuno: un café con leche y un cruasán. Era una privilegiada con intuición que tuvo la precaución de leerle el pensamiento al de «Arriba». Aproveché para ir a coger el periódico, que ella acababa de dejar sobre la mesa. Pero en ese momento llegó una señora sexagenaria con una niña de, quizás, seis o siete años.
La pequeña llevaba una graciosa muñeca de trapo entre sus pequeños brazos desnudos. Mostraba un bronceado moderado. El pelo castaño largo y liso, hasta los hombros, con un vestidito floreado. Menuda pero simpática y, aunque parecía seria, después observé que sonreía entusiasmada cuando la lluvia apretaba incesante tamborileando sobre el suelo embaldosado. Ambas tenían rasgos parecidos; seguramente la mujer era su abuela. Coincidimos a la vez en la mesa.
—Señora, ¿va usted a leer el periódico?
—No. Cógelo. Solo vamos a desayunar.
La dueña, atenta con los clientes, me sirvió el café con leche natural y me dio a escoger entre azúcar o sacarina. La lluvia aumentó su ritmo monótono pero relajante. Era bueno que refrescara, pero yo tenía calor por culpa de la humedad. Esa maldita humedad que te hace sentirte resbaladizo como un pez, aunque fuera del agua. Pero quise pensar que si llovía bastante, tal vez disminuyese ese malestar pegajoso sobre la piel.
Hipnotizado por la lluvia, pensé en el comportamiento caprichoso del clima. Los rayos de sol llegan a la Tierra y la calientan filtrados por la capa de ozono. El efecto es de rebote. El vapor de agua, el metano y el dióxido de carbono, junto a otros gases —los llamados «gases efecto invernadero»—, atrapan parte de esa energía creando una temperatura media ideal de 15 grados en la atmósfera, cuando se mantiene el equilibrio natural. Es lo que se llama «efecto invernadero», pues ese calor es reflejado hacia el espacio igual que la cubierta de cristal de un invernadero antes de perder parte de ese calor retenido en el proceso.
El dióxido de carbono y el metano han aumentado en los últimos años en la atmósfera. El primero más de un tercio y el segundo se ha duplicado. Por esta razón las temperaturas aumentan drásticamente cada año al haber mayor volumen de gases. A su vez los hielos polares se van derritiendo. Lo que desencadena que el nivel del mar se haya incrementado entre 15 y 25 cm su volumen, lo cual provoca que se evapore más agua y por tanto se retenga más energía. Lo que implica mayor temperatura. Esto se convierte en un círculo vicioso repitiéndose el ciclo sucesivamente.
Además se suma que se han ido talando demasiados árboles que son los que crean el oxígeno del que se nutre la capa de ozono, rompiéndose el equilibrio natural del planeta. Y no se han trasplantado o se ha hecho indebidamente. Todo sumado es la causa de «trastornos atmosféricos»: huracanes, tifones, tormentas con precipitaciones excesivas en lugar de repartidas… que suceden con mayor frecuencia de lo habitual y deseable creando desconcierto; sembrando un campo de exterminio; arremetiendo con todo lo que encuentra a su paso; ya sean vidas humanas, animales, cosechas o cualquier bien material.
Sí, tristemente nosotros mismos nos estamos destruyendo. Y por desgracia parece que todo irá a peor año tras año si no hacemos algo por evitarlo. Ha sido al salir del trabajo y conectar la radio del coche cuando he escuchado que han hospitalizado a varias personas que estaban en la terraza de un bar, a las que les ha caído encima de repente el toldo de la terraza, provocado por el hielo acumulado en escasos segundos. También los bomberos han tenido que talar varios árboles caídos en el paseo Marítimo, que han destrozado varios coches. Aunque, por suerte, no ha habido ninguna víctima grave que lamentar.
Reflexiono. Los propios ciudadanos de a pie deberíamos tomar la iniciativa de paliar lo que esté en nuestra mano, sin esperar más a que tomen medidas los líderes que nos gobiernan. Por iniciativa propia tendríamos que intentar «salvarnos»; si nos queda un mínimo de inteligencia que nos permita mover un dedo por nosotros mismos sin esperar más recompensa que la vital. Sin esperar ni un minuto más. Sería hermoso que todos plantáramos árboles para aumentar el corazón, el oxígeno de la Tierra. Es parte de lo imprescindible para que se pudiera ir «curando» nuestro hábitat, regenerándose antes la capa de ozono y por tanto restableciéndose el bienestar; el equilibrio necesario que nos permita vivir con comodidad a todos los seres del planeta. Nosotros lo agradeceremos; también las generaciones futuras.
Salí de mi ensimismamiento. La niña se acercó a la puerta en chaflán abierta de par en par. En la calle peatonal, hay muchas terrazas y bares, pequeñas tiendas y árboles a ambos lados. Todo es bueno en su justa medida, pero esto ha resultado salvajemente terrorífico, sobre todo para quien se haya comprado un coche nuevo y para el pobre agricultor que se encontrará los frutos de su cosecha destrozados e invendibles. Ya no solo había tormenta. La lluvia arrancaba las ramas de los árboles y taladraba las juntas de las baldosas sobre el suelo como dardos. Las alcantarillas, saciadas, no daban abasto a engullir toda el agua infectada de inmundicia y comenzó a subir el nivel del agua sobre la calle, invadiendo los bordillos de las aceras. Caían trozos, cada vez más grandes de agua congelada, trozos del tamaño de medio pulgar de una mano. No, no eran redondeados. Tenían aristas punzantes. No era exactamente granizo, ni tampoco aguanieve. Parecían guijarros transparentes.
Me acerqué a la puerta. La niña abrazaba con ternura la muñeca de trapo. El cielo oscuro y crispado, contrastaba con el blanco tétrico de la lluvia acristalada. Ella me dijo que su peque se llamaba Patricia. Luego me contó una adivinanza: «Grande como un balón, si la dejas botar en el suelo se muestra en partes, rojas como un corazón, ¿qué es?». Discurrí un momento. Pero era difícil. Le pedí que me diera la solución: «Una sandía roja» —dijo ella—. Y se rió con imaginación, enseñándome su medio diente aún por crecer.
—¡Ja, ja, ja…! Qué pasada… ¡Esto es demasiado…!
—Te lo estás pasando bien… ¿eh?
—Sí, pero si sigue así mucho tiempo… me voy a aburrir —dijo convencida.
Pero el tiempo pasaba y el cielo vomitaba con aspereza. Hojeé por encima el periódico —vacío de contenido, como casi todos los días—, y me tomé medio café. La niña permanecía calladita frente a su supuesta abuela, jugando con su muñeca mientras movía las piernas sin parar al ritmo de la tormenta. De vez en cuando bebía un poco de batido de chocolate y se relamía sus finos labios. Ahora parecía aburrida y estaba muy seria. A veces me giraba hacia ella, que me miraba como para dármelo a entender. Rompí el silencio y le conté una adivinanza:
—A ver si lo aciertas, guapa: «¿Qué cosita es que cuanto más le quitas más grande es?».
—¡Ufff…! «La oscuridad» —dijo con ilusión muy segura y alegre.
—Eso no puede ser.
—¿Por qué no?
—Pues porque para quitar la oscuridad hay que ponerle luz y entonces habría menos oscuridad.
—¡Ah…! ¡Jopeee…! Es verdad…
—Te dejo que lo pienses un ratito más. A ver si lo adivinas… Es difícil.
—A ver si lo aciertas. Piensa, mi niña —dijo la supuesta abuela.
La lluvia seguía apretando avasalladora y mezclada con trozos afilados de hielo que caían ariscos, con rabia macabra. Me acerqué hasta la puerta para observar el espectáculo. Varios clientes salían al porche y hacían fotos. Yo también saqué mi móvil con la misma intención. Era una extravagante foto de postal. Cuando nos quedamos los dos solos la niña me habló.
—¿Me lo dices…?
—¿Te rindes?
Ella asintió con un gesto de cabeza y una sonrisa a medias apretando los labios.
—Vale. Es el «hoyo»; o puedes llamarle «pozo» si es muy grande y profundo. Excavas un agujero, y cuanta más tierra sacas… ¡más grande es el hueco que queda!
—Ah… ¡Ja, ja, ja…!
Sin decir nada, nos quedamos mirando al cielo unos segundos. Todo se oscureció pareciendo el ocaso y cada vez aumentaba la cantidad de hielo, que caía con mayor intensidad. La niña volvió a hablarme.
—Me llamo Claudia. ¿Y tú?
—Yo me llamo Ernesto.
—Jesucristo se está pasando.
—¿Cómo que Jesu…?
—Cuando llueve así… es porque los ángeles están haciendo pis. Y como son buenos, limpian todo lo que está sucio.
—¿Qué los ángeles…? ¡Ja, ja, ja…!
—Sí, pero discuten a ver quien aguanta más —sonrió ella enseñando el medio diente.
—¿Quién aguanta más?
—Sí, juegan a hacer pis… para ver quien gana por aguantar más.
—¿Juegan…? ¿Con quiénes?
—Con los malos… con los demonios…
—¿Y cómo sabes quien gana?
—Pues los demonios. Ahora está cla-ríss-si-mo…
—¿Y cómo lo sabes?
—¡Ah…! Antes ganaban los ángeles; el cielo, aunque nublado, estaba algo azulado y caía más lluvia que hielo.
—¿Y ahora qué?
—Pero ahora no. ¡No ves que todo está oscuro y cae mucho más pis de hielo con puntas…! ¡Te haría «pupa» si te cayera encima!
—Vaya… Cuánta razón tienes… ¿Y qué pasará entonces?
—Ella me miró con sus grandes ojos aún sonriendo y me dijo sabiamente, con un aplomo y seguridad sorprendentes:
—Ahora los ángeles descansan un poco y beben agua. Les dejan que crean que van a ganar. Pero luego vuelven de nuevo con más fuerza y deshacen todo el hielo de los demonios con su pis.
—¿Y qué les pasará luego a los demonios?
—¿No lo sabes…? —dijo con tierna candidez—. Pues como necesitan calor, se cansan pronto. ¡Ya lo verás…! Los demonios deben estar ya muertos de frío y muy pronto se irán a su casa donde estarán en el fuego eterno… ¡Muyyy… calentitos!
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