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domingo, 27 de septiembre de 2015

Cuento breve recomendado: “La fe de Wei Sheng”, de Ryunosuke Akutagawa

http://narrativabreve.com/2013/11/cuento-breve-fe-wei-sheng-akutagawa.html



LA FE DE WEI SHÊNG

(cuento)

Ryunosuke Akutagawa (Japón,1892-1927)

Wei Shêng, recostado apaciblemente bajo el puente, esperaba que llegara su Señora.
Arriba se veía la alta baranda de piedra tocada a rotos por la yedra que ahí trepaba. Las blancas túnicas de los transeúntes fulguraban diáfanas en el crepúsculo, suavemente tremolando en la brisa. Sin embargo, la Señora no llegaba.
Tañendo quedamante su flauta, contemplaba Wei Shêng el bando de arena que había bajo el puente: era la única franja de amarilla arena que el agua del río no había invadido todavía. En aquel tramo, entre los juncos, tal vez vivieran numerosos cangrejos, pues se veían muchos agujeros; y desde aquel sitio subía el débil ruido del agua lamiendo la arena. Pero la Señora no venía.
Después de acercarse a la orilla del agua Wei Shêng se quedó un rato mirando la quieta línea del río por la que no pasaba ninguna embarcación.
Después de acercarse a la orilla del agua, Wei Shêng se quedó un rato mirando la quieta línea del ruido del agua lamiendo la arena. Pero la Señora no venia.
A lo largo de toda la orilla crecía una maraña tupida de juncos nuevos y se veía una gran abundancia de sauces redondos entre los juncos del río.
Por eso, el meandro de agua que serpenteaba entre los juncos y los sauces no daba la impresión de ser muy caudaloso comparado con la anchura que tenía el río de una a otra orilla. Igual que un óbi o faja que ciñera de oro una nube color mica, el agua ondulaba tranquila entre los juncos. Mas la Señora, sin embargo, no aparecía.
Paulatinamente el crepúsculo empezó a teñirse de negro. Retrocediendo por la orilla y zigzagueando de un extremo a otro del estrecho banco de arena, Wei Shêng se quedó a la espera de que surgiera algún ruido en aquel tranquilo atardecer.
Durante un rato se dejó de escuchar el paso de los transeúntes. Desde el puente no se oía el ajetreo de los zapatos o el retumbar de cascos, ni el rodar de carruajes. Sólo el ulular del viento, el gemido de los juncos, el chapotear del agua: y desde algún lugar oscuro el graznido penetrante de una garza esbelta. Si uno se detenía a meditar en todo aquello, daba la impresión que la marea era una intrusa y que desde hacía un rato, el agua que bañaba la amarilla arena estaba matizada de un cercano resplandor.
Y, sin embargo, la Señora no llegaba. Wei Shêng, frunciendo severamente el ceño, apretó cada vez más el paso recorriendo la sombra imprecisa de arena bajo el puente. Mientras, el agua había empezado a subir: primero un sun, luego un momento sintió también que el olor que emanaba de los juncos todavía visibles y que el olor del agua que emanaba del río se le prendían fríamente a la piel. Mirando a lo alto del puente sólo podía ver la balaustrada con su dura silueta negra contra el cielo y la limpia luz del crepúsculo cada vez más tenue.
Entonces Wei Shêng quedó quieto. Bajo el puente, el río le mojaba los zapatos: crecía, rebosante de una luz más fría que el acero.
Sabía que dentro de poco las rodillas y el pecho quedarían cubiertos por el inexorable crecimiento del agua; de hecho, en aquel momento, el paulatino ascenso de la marea ya cubría las canillas de Wei Shêng. Y, sin embargo, su Sefiora no llegaba.
Wei Shêng de pie entre las aguas, abrigaba todavía ciertas esperanzas cuando alzaba una y otra vez los ojos hacia aquel cielo que se veía por encima del puente.
Una luz crepuscular apenas invadía las aguas que le cubrían el torso; el macizo de juncos y sauces dejaba oír a través de la bruma del anochecer un ruido triste de cafias y hojas susurrando. Entonces, al rozar la nariz de Wei Shêng , un pez (que bien pudo ser una perca) saltó sacudiendo la cola. En el cielo, donde por un momento saltara el pez, se veía la luz de las estrellas tan suavemente difuminada que incluso las formas de la yedra que trepaban por la balaustrada eran imperceptibles en aquella oscuridad: y la Sefiora no habla llegado todavía.
Llegó la medianoche y cuando la luz de la luna se desbordaba por los juncos y los sauces del rio y las aguas y la brisa comulgaban entre susurros, el cuerpo de Wei Shêng flotó mansamente rumbo al mar. Pero el alma de Wei Shêng bajo la solitaria luz que la luna arrojaba en el cielo, probablemente trepidó entre sus anhelos; y abandonando su carcasa, el alma de Wei Shêng, al igual que el aroma de los juncos y del agua que subía del insondable no ascendió rumbo a la vacilante luz del cielo.
Miles de años después aquel alma, luego de incontables transmigraciones, se habrá incorporado de nuevo a algún ser humano. Esta es el alma que me habita; y yo (hijo de una época moderna) no puedo hacer ninguna obra de valor. Día y noche, sin orden ni concierto, llevo una vida hecha de ensueños e incongruencias, mientras espero que aparezca lo inconcebible; igual que aquel Wei Shêng que apareció a la hora del crepúsculo bajo un puente, parece que yo viviera siempre aguardando la llegada de una amada que no viene…
“Bisei no Shin”, 1919

Mientras era estudiante, Akutagawa usó la palabra occidental logos para referirse al impulso vital como a un “Intelecto Supremo” ajeno al bien y al mal. Sin embargo, sus personajes, traspasados por pasiones e instintos, llevan en ellos el principio del caos de las fuerzas irrefrenables de la naturaleza. Este “Intelecto Supremo” en el que creía de joven fue poco a poco reemplazado por la idea de que esta fuerza vital no era más que la energía animal que anida en todos los hombres oculta bajo un barniz de civilización que desaparece en las situaciones extremas. En su nota de suicidio, Akutagawa dice que una de las razones que le llevaron a esa circunstancia era la consciencia de estar perdiendo su energía vital “como lo demuestra el hecho de que he perdido el apetito por la comida y las mujeres”. La importancia que atribuye a la fuerza que le permitía ser el amo de su vida y su muerte ha llevado a considerar su suicidio como un acto de orgullo, una vindicación del arte, de la nobleza de la vida humana.
Alfredo Elejalde F.

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