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miércoles, 28 de septiembre de 2016

La lección [Cuento - Texto completo.] Ramón J. Sender

http://ciudadseva.com/texto/la-leccion/

Ramón J. Sender

España:
1901-1982


El capitán Hurtado era el único oficial profesional que teníamos en Peguerinos en 1936. No acababa de salir de su asombro ante las milicias. Veía que las virtudes civiles daban un excelente resultado en el campo de batalla, y eso debía de contradecir los principios de su ciencia militar. Tenía un gran respeto por la combatividad y el valor de los milicianos, pero no comprendía políticamente la democracia, y a los que querían hablarle de las libertades populares les contestaba con un gesto impaciente: “Para cuatro días que uno va a vivir, dejadme en paz con vuestras tonterías”. Los milicianos se reían y movían lentamente la cabeza. Pero la disposición de Hurtado para el trabajo de guerra al lado de unos hombres cuya ideología no comprendía les era simpática a todos.
-Con vosotros -solía decir Hurtado a los milicianos- se puede ir a todas partes.
Eso les halagaba.
Aquel día Hurtado llamó a cinco hombres elegidos entre los más decididos. Cuatro muchachos y un viejo. Este era tipógrafo. Entre los otros había un ingeniero industrial, un metalúrgico y dos albañiles. El tipógrafo protestaba siempre porque no tenía tiempo para nada. Desde hacía tres días trataba en vano de leer un discurso del líder sindical de su organización, que había sido publicado en folleto y que llevaba consigo todo sucio y arrugado.
Cuando acudieron a la pequeña casa de madera que había a la salida del pueblo, el capitán no había llegado aún y le esperaron más de media hora. El tipógrafo sacó de la cartuchera el folleto y se puso a leer. Por fin apareció el capitán, acompañado de un sargento telegrafista que solía manejar un heliógrafo. Ese sargento, aunque mostraba un gran entusiasmo por las ideologías políticas de los milicianos con quienes hablaba en cada caso, no tenía la simpatía de nadie. Veían en él algo servil que a nadie convencía. Era corriente oír hablar de él con reservas.
Antes de sentarse, hizo un largo aparte con el sargento. Cuando este se fue, dijo a los milicianos que le había llamado para exponerles un plan de penetración y acción en el campo enemigo. Era muy arriesgado y reclamaba la mayor atención. La derrota sufrida el día anterior por el enemigo había forzado a Mola a organizar su campo seriamente para la resistencia. El enemigo estaba muy bien fortificado, había establecido una línea regular y contaba con abundantes refuerzos. Debían de tener patrullas de reconocimiento, con los restos de la caballería mora que lograron salvarse el día anterior. Los milicianos escuchaban impacientes. Hubieran querido asimilar en un instante los conocimientos de aquel hombre. Pero cada cual pensaba que, si Hurtado sabía siempre las condiciones en que se encontraba el enemigo y en un combate conocía el momento y el lugar del contraataque, eso se debía a sus seis años de academia. Ese nombre -Academia- tenía una fuerza y un prestigio abrumador.
-No es necesario el fusil para estos servicios -explicaba Hurtado-. Son mejores las bombas de mano. Tres de vosotros llevaréis también un pico. Los otros dos, una pala. Cada uno, un rollo de cuerda de cinco o seis metros.
Después de una pausa en la que el capitán pareció muy preocupado por las hebillas de su alta bota de cuero, aunque se veía que pensaba en otra cosa, continuó:
-La penetración en el campo enemigo tiene por objeto producir la sorpresa y la desorientación. Para eso hay que saber evitar los puestos de observación, y esto se consigue estudiando bien el itinerario y escogiendo también la hora en relación con la posición del sol o de la luna. El itinerario, flanqueando el viejo camino de resineros…
De nuevo se interrumpió para vigilar la hebilla que no quería dejarse atar. Cuando parecía dispuesto a reanudar la lección, llegó de nuevo el sargento telegrafista. El capitán se levantó y salió fuera. Parecía muy distraído. El tipógrafo sacó su folleto y se puso a leer. El joven ingeniero industrial pensó que no estaba bien salir a hablar aparte con el telegrafista, pero quizá los profesionales daban un gran valor al secreto militar, y eso no podía parecerle mal.
Hurtado volvió a entrar y dijo que tenía que salir para un servicio urgente. La lección la daría al atardecer y la penetración de la patrulla sería antes del alba, al día siguiente. Había tiempo. Todavía se detuvo para advertir que si antes de la media noche no se habían podido reunir de nuevo, los milicianos debían ir a buscarle al Estado mayor o donde estuviera. El tipógrafo guardó su folleto en la cartuchera y contempló extrañado al capitán. “Es raro -pensó-. Parece un hombre diferente. Se mueve, se sienta, se levanta, habla como si le dolieran la cabeza o las muelas.”
La patrulla iba y venía por el campamento esperando la hora de la reunión. Los cinco milicianos habían quedado libres de servicio aquel día y el tipógrafo seguía leyendo el folleto, algunos de cuyos párrafos había subrayado cuidadosamente con lápiz. Después del bombardeo de la aviación enemiga, hacia las cuatro de la tarde hubo bastante calma. El silencio del frente era horadado a veces por el fuego mecánico de las ametralladoras. A veces, también, cantaba un gallo en un corral próximo, lo que según el joven ingeniero era una provocación intolerable a su estómago.
Hurtado salió al atardecer, con el sargento, hacia las avanzadas. El cabo de intendencia lo vio ir y venir indeciso. Llegó a los primeros puestos del ala derecha y advirtió a los centinelas que tuvieran cuidado al disparar porque iba a reconocer el “terreno de nadie”. Los centinelas lo vieron salir asombrados. “Con hombres tan valientes y tan inteligentes -se dijeron también- se puede ir a todas partes.” Hurtado y el telegrafista avanzaron con grandes precauciones en dirección a una casita abandonada, de cuyas ruinas salía humo. Luego los centinelas los perdieron de vista, pero en los relevos se transmitían la consigna: “Cuidado al disparar, que el capitán Hurtado anda por ahí”. Era ya medianoche y no había vuelto aún.
A la una de la madrugada el tipógrafo reunió a los demás compañeros y les recordó que el capitán les había dicho que después de medianoche debían buscarlo donde estuviera. Antes del amanecer había que realizar el servicio, y para eso necesitaban conocer las instrucciones completas. Ya de acuerdo, se enteraron por el cabo de intendencia y el sargento de la segunda compañía del batallón Fernando de Rosa del camino tomado por el capitán. Con el fusil en bandolera, la bayoneta colgada al costado y media docena de bombas de mano, llegaron los cinco a las avanzadas. Los centinelas les indicaron el lugar por donde Hurtado había desaparecido. La patrulla buscaba entre las sombras, que a veces esclarecía una luna tímida. Con la obsesión de un servicio que había que hacer “antes de la madrugada”, recordaban sus palabras: “Si a las doce no nos hemos reunido, buscadme”. Y los cinco siguieron avanzando cautelosamente en la noche.
Antes de llegar a la casita en ruinas sintieron a su izquierda una ametralladora. En la noche, los disparos eran estrellas rojas de una simetría perfecta. Se arrojaron al suelo y siguieron avanzando. Volvieron a detenerse poco después porque oyeron voces humanas. No comprendían las palabras, pero reconocían el acento atiplado de los moros. El tipógrafo y otros dos avanzaron y los demás quedaron esperando con los fusiles preparados. Pocos minutos después vieron un grupo de caballos sin jinetes atados entre sí. Como las voces se habían alejado y durante más de media hora no vieron a nadie, siguieron avanzando.
– Cuando encontremos a Hurtado -decía el tipógrafo-, va a ser muy tarde.
Otro miliciano afirmaba y añadía que, por si ese retraso no bastaba, todavía sería preciso volver al campamento a equiparse como el capitán había dicho. La última palabra que le habían oído, con la cual quedaba inconclusa una frase de un valor inapreciable era: “el itinerario junto al camino viejo de resineros…”. Había que conocer esa frase entera; había que escuchar sus instrucciones antes de penetrar en el campo enemigo si querían hacer un buen trabajo.
-Entrar en el campo enemigo -se decían- no es tarea para el primer miliciano que llega.
En el fondo de un hoyo de obús encontraron al telegrafista. Se quejaba débilmente y parecía haber perdido el conocimiento. Estaba herido en la cabeza y en el pecho. Tenía también una mano ensangrentada. Pero a veces indicaba con esa misma mano una dirección y reía vagamente. Quizá no se reía, pero la boca ancha y hundida bajo las narices daba esa impresión. En la mano izquierda le faltaba el dedo anular. Los que habían dudado del telegrafista se sentían ahora avergonzados. Con la mano ensangrentada seguía señalando el camino de Hurtado en las sombras. Pero no conseguía hablar. Como se negaba a ser evacuado le dieron agua y lo dejaron allí. Siguieron adelante. El tipógrafo dijo que los moros habían cortado el dedo anular al telegrafista para robarle la alianza de oro. Antes de terminar estas palabras llegaron dos obuses del 7,5. Un balín hirió al ingeniero en el brazo. Se oyó una blasfemia y el herido quedó rezagado buscando algo con que atarse el brazo por encima de la herida.
Pero seguían avanzando. Rebasaron dos nidos de ametralladoras, perdieron algún tiempo tratando de reconocer en la oscuridad -la luna se había ocultado de nuevo- por el tacto las facciones de un muerto. Llevaba bigote y, por lo tanto, no podía ser Hurtado. Y siguieron.
Por fin, momentos antes del amanecer, estuvieron ante Hurtado. Pero aquel era otro campamento. Quizá correspondiera al sector de Las Navas. Hurtado abrió unos ojos enormes, de asombro. Su extrañeza era como una serie de preguntas tan claras que no hacía falta formularlas.
-Dijo usted que le buscáramos -explicaban los milicianos.
Hurtado, con la voz temblorosa, mirando los fusiles, preguntaba:
-¿Yo? ¿Para qué?
Estaba tan desconcertado que no acertaba a llevarse el cigarrillo a los labios.
-Para que nos diga cómo hay que penetrar en el campo rebelde.
Hurtado había perdido la mirada juvenil y franca que tenía en Peguerinos. Los milicianos creían que estaba disgustado porque no llevaban las bombas ni los rollos de cuerda. El tipógrafo advirtió:
-Luego iremos a dejar los fusiles y a equiparnos como usted nos dijo, pero quisiéramos que terminara de darnos sus instrucciones para entrar en el campo enemigo.
Fuera comenzaba a amanecer. A la luz del día era ya visible la bandera traidora de Franco. El capitán desapareció y los milicianos quedaron recordando las palabras con las que había interrumpido su lección: “la penetración en el campo enemigo, junto al camino viejo de resineros…”. No era tan fácil entrar en el campo enemigo. Solo un oficial con seis años de academia militar podía pretender organizar un servicio tan difícil. Se sentaron todos en semicírculo. El ingeniero apretó un poco más la venda del brazo, sirviéndose de los dientes y de la mano libre. Habían dejado una silla en el centro, para Hurtado.
Este volvió, pero venían con él dos oficiales acompañados de más de quince soldados, quienes desarmaron a los milicianos y los condujeron a una zanja. Dijeron al joven ingeniero:
-Salta ahí dentro y así nos evitas tener que arrastrar luego tu cuerpo.
Dispararon sobre él y allí quedó, encogido, en el fondo. Ordenaron al tipógrafo que cogiera una paletada de cal de un pequeño montón que había al lado y la echara al muerto. El tipógrafo contestó en silencio mostrando sus manos atadas. Lo desataron. Cogió la pala y miró a su alrededor. Hurtado no estaba. Volvió a dejarla caer, salvó de un brinco una pequeña cerca de piedra y corrió, corrió, corrió. A sus espaldas oyó varias descargas de fusil. Las pistolas sonaban también como botellitas a las que se les quita de pronto un corcho muy ajustado. Sintió en las piernas los golpes de unas ramas de arbusto que no existían y en la boca un líquido caliente y salado.
Pudo llegar a Peguerinos. Allí estaba yo. Me contó todo esto mientras el médico se preparaba para hacerle una transfusión de sangre. Después sacó su folleto sindical del bolsillo y se puso a leerlo.
FIN

“Voz de Madrid”, 1938

martes, 27 de septiembre de 2016

Microrrelato de Manuel Pastrana Lozano: ¡Qué bueno era el difunto!

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difunto
                                     
Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido
                                                                                                       OLIVERIO GIRONDO

Siempre fue un cretino -había dicho mi primo Alberto. Y también tacaño y miserable -sentenciaba mi furibunda esposa Leonor. Un fracasado con manías de grandeza y pretencioso, ridículo, y además pésimo en la cama e impotente -añadía por lo bajo. Y tan alcohólico el pobre hombre, se emborrachaba antes de destapar la botella y caía por los suelos descompuesto -decía con sorna mi tía abuela Ester. ¡Qué desgracia de hombre, ni siquiera sabía ocultar nuestros encuentros clandestinos! –exclamaba con desprecio mi cuñada Iris. Total, yo ya estaba muerto, y bien muerto para desgracia mía, y con unas ganas locas de revivir y enfrentarme a esos infames que ni sospechaban que yo seguía todos sus pasos y escuchaba sus improperios y maldiciones, sus trifulcas interminables por arrebatarme todo aquello que alguna vez fue mío y ahora se disputaban como encarnizadas aves de rapiña. Y mis hermanos blasfemando, compitiendo por ganar el primer puesto de quien hablaba peor de mí. Alguien dijo una vez, no recuerdo su nombre, que lo que más le habría gustado era asistir a su propio funeral y saber en realidad lo que pensaban de él sus familiares y amigos. Mi relato le habría parecido rotundo y mortífero. Ahora lucen sus mejores trajes de duelo y acompañan el coche fúnebre en un silencio mentiroso hasta el cementerio, sin ceremonias previas, sin alusiones descomedidas. ¡Qué mejor muestra de respeto! ¡Qué maravillosa hipocresía familiar! ¡Qué conmovedora escena de amor por el difunto! Han bajado mi cuerpo hasta el fondo de la fosa que se supone será mi tumba quién sabe hasta cuándo, no pierdo las esperanzas de… Han puesto en la lápida simplemente:
                       “¡QUÉ BUENO ERA EL DIFUNTO!”

domingo, 25 de septiembre de 2016

Cuento de Charles Bukowski: Se busca una mujer



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Charles Bukowski, un escritor visceral
Por Ernesto Bustos Garrido

A Henry Charles Bukowski (Heinrich Karl Bukowski), nacido en Andernach, Renania-Palatinado, Alemania, el 16 de agosto de 1920  y fallecido en Los Ángeles, California, Estados Unidos, 9 de marzo de 1994, le han llamado de todo: escritor maldito, escritor sucio, enfermo, degenerado, puto, esperpento. El narrador peruano Julio Ribeyro lo ha nombrado como un escritor visceral; esto es más justo y más cercano a la verdad. Dice que el autor de La máquina de follar y Mujeres escribía desde las tripas, y Ribeyro se preguntaba por qué en Perú y en otras latitudes no surgían autores de esa calaña. “Casi todos los que hay o que aparecen –sostiene Ribeyro–, son muy buenos escritores, responden a la academia y conocen las reglas y los códigos del buen contar”.
Hay bastante razón en estas palabras. Charles Bukowski cuando escribía no se parecía a nadie. No tuvo referentes y si los tuvo, uno de ellos fue Hemingway, a quien admiraba por la fuerza y la solidez de sus oraciones. “Bukowski –apunta finalmente Ribeyro–, logró crear un estilo peculiar, un estilo “bukowskiano” y ha quedado así en la historia de las letras. Veamos un ejemplo.

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Cuento de Charles Bukowski: Se busca una mujer

Edna bajaba por la calle con su bolsa de la compra, cuando pasó a la altura del automóvil. Había algo escrito en la ventanilla lateral:

SE BUSCA UNA MUJER
Se paró. Era un cartón pegado a la ventanilla, con alguna especie de anuncio. En su mayor parte estaba escrito a máquina. Edna no podía leerlo desde el lugar de la acera en que se encontraba. Sólo podía ver las letras grandes:
SE BUSCA UNA MUJER

Era un coche nuevo y de los caros. Edna cruzó la hierba y se acercó a leer la parte mecanografiada: Hombre de 49 años. Divorciado. Busca una mujer con fines matrimoniales. Que tenga entre 35 y 44 años. Me gusta la televisión y los films. La buena comida. Soy contable y tengo el trabajo bien asegurado. Tengo dinero en el banco. Me gustan las mujeres algo rellenas.
Edna tenía 37 años y estaba algo rellena. Había un número de teléfono. También había tres fotos del caballero que buscaba una mujer. Parecía rico y elegante, con su traje y corbata. También parecía algo estúpido y un poco cruel. Y hecho de madera, pensó Edna, hecho de madera…
Siguió su camino, con una pequeña sonrisa. También sentía una especie de repulsión. Pero cuando llegó a su apartamento ya se había olvidado por completo de todo. Fue varias horas más tarde, sentada en la bañera, cuando empezó a pensar en él otra vez, y esta vez pensó en lo solo, en lo terriblemente solo que debía encontrarse para haber llegado a hacer una cosa así:

SE BUSCA UNA MUJER

Se lo imaginó llegando a la casa, encontrándose las facturas del gas y del teléfono en el buzón, desnudándose, tomando un baño, la televisión encendida.
Después leería el periódico de la tarde. Luego entraría en la cocina a hacerse la cena. Allí, quieto, mirando cómo se fríe el pan, en calzoncillos. Luego cogería la comida y la llevaría a una mesa, se la comería. Le podía ver bebiéndose su café. Luego más televisión. Y quizás un solitario bote de cerveza antes de acostarse. Debía haber millones de hombres como él en toda América.
Edna salió de la bañera, se secó, se vistió y salió del apartamento. El coche seguía allí. Apuntó su nombre, Joe Lighthill, y el número de teléfono. Leyó de nuevo toda la parte mecanografiada. «Films». Era un término muy culto. La gente decía «películas» normalmente. Se busca una mujer. El anuncio era bastante atrevido. Por lo menos había mostrado ser original al escribirlo.
Cuando Edna volvió a casa se tomó tres tazas de café antes de marcar el número. El teléfono sonó cuatro veces.
—¿Hola? –contestó él.
—¿Señor Lighthill?
—¿Sí?
—Es que vi su anuncio. Su anuncio en el coche…
—Ah, sí.
—Me llamo Edna.
—¿Cómo estás, Edna?
—Oh, muy bien. Pero hace tanto calor. Este tiempo es demasiado.
—Sí, hace la vida difícil.
—Bueno, señor Lighthill…
—Llámame Joe, a secas.
—Bueno, Joe, ja, ja, ja, me siento como una tonta. ¿Sabes por qué he llamado?
—Viste mi anuncio.
—Bueno, quiero decir, ja, ja, ja. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No puedes conseguir una mujer?
—Creo que no. Edna, dime. ¿Dónde están?
—¿Las mujeres?
—Sí.
—Oh, pues en todas partes, ya sabes.
—¿Dónde? Dime. ¿Dónde?
—Bueno, en la iglesia, por ejemplo. Hay mujeres en la iglesia.
—No me gusta la iglesia.
—Oh.
—Escucha. ¿Por qué no te vienes aquí, Edna?
—¿Quieres decir allí, a tu casa?
—Sí. Tengo un buen apartamento. Podemos tomarnos una copa, conversar. Sin compromiso.
—Es tarde.
—No es tan tarde. Escucha, viste mi anuncio y llamaste. Debes estar interesada.
—Bueno, es que…
—Tienes miedo, eso es lo que te pasa. Tienes miedo.
—No, yo no tengo miedo.
—Entonces vente, Edna.
—Bueno, es que…
—Vamos.
—Bueno, de acuerdo. Estaré allí en quince minutos.
Era en el último piso de un moderno complejo de apartamentos. Apartamento 17. La piscina reflejaba las luces. Edna llamó. La puerta se abrió y allí estaba el señor Lighthill. Con una calvicie incipiente; la nariz afilada con pelos saliéndole de los orificios; la camisa abierta por el cuello.
—Entra, Edna…
Ella pasó y la puerta se cerró detrás. Edna se había puesto un vestido de seda azul. No se había puesto medias. Iba en sandalias y fumando un cigarrillo.
—Siéntate. Te serviré algo de beber.
Era un sitio bonito. Todo estaba decorado en azul y verde, y además estaba muy limpio. Pudo oír al señor Lighthill canturreando sordamente mientras preparaba las bebidas… Parecía relajado y eso la tranquilizó.
El señor Lighthill —Joe— salió con las bebidas. Le alcanzó a Edna la suya y fue a sentarse a una silla en el lado opuesto de la habitación.
—Sí —dijo él—, hace calor, un calor infernal. Pero yo tengo aire acondicionado. ¿Te has dado cuenta?
—Sí, ya lo noté. Está muy bien.
—Bebe algo.
—Oh, sí.
Edna probó un trago. Estaba bueno, un poco fuerte, pero sabía bien. Vio a Joe inclinar la cabeza hacia atrás al beber. Tenía una gruesa papada. Y sus pantalones eran demasiado holgados. Parecían ser varias tallas más grandes. Le daban a sus piernas un aspecto cómico, ridículo.
—Llevas un vestido muy bonito, Edna.
—¿Te gusta?
—Oh, sí, te cae muy bien. Parece cómodo, muy cómodo.
Edna no dijo nada. Y Joe tampoco. Y allí estaban, sentados, mirándose el uno al otro, bebiéndose sus vasos. ¿Por qué no habla?, pensó Edna. Se supone que es él quien debe empezar la conversación. Verdaderamente tenía algo de madera…
Edna terminó su bebida.
—Deja que te sirva otro —dijo Joe.
—No. Me tengo que ir ya.
—Oh, vamos —dijo él—; déjame que te sirva otro trago. Necesitamos beber algo para soltarnos.
—Está bien, pero después de éste me voy.
Joe se llevó los vasos a la cocina. Esta vez no canturreó. Salió, le dio a Edna su vaso y volvió a sentarse en la silla al lado opuesto de la habitación.
La bebida era ahora más fuerte.
—Sabes –dijo—, soy bastante bueno en el sexo.
Edna bebió su vaso y no contestó nada.
—¿Qué tal eres tú en la cuestión sexual? — preguntó Joe.
—Nunca lo he hecho.
—Deberías hacerlo, sabes, así te darías cuenta de quién eres y qué eres.
—¿Tú crees que todo eso es verdad? Quiero decir, yo lo he leído en los periódicos, no sé qué pensar. Yo no lo he hecho nunca pero he visto fotos —dijo
Edna.
—Por supuesto que es verdad, deberías hacerlo.
—Tal vez no sea muy buena para estas cosas —dijo Edna—. Tal vez es por eso que estoy sola. —Se tomó un buen trago del vaso.
—Cada uno de nosotros, al fin y al cabo, siempre solos —dijo Joe.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que, no importe cómo vaya la cuestión sexual, o el amor, o ambos, llega un día en que todo se acaba.
—Eso es triste —dijo Edna.
—Sí, claro. Así llega un día en que todo se pasa. Y entonces, o se corta o todo se convierte en una tregua infernal: Dos personas viviendo juntas sin el menor sentimiento entre ellas. Creo que es mucho mejor vivir solo que eso.
—¿Tú te divorciaste de tu mujer, Joe?
—No, ella se divorció de mí.
—Y qué es lo que fue mal?
—Las orgías sexuales.
—¿Las orgías sexuales?
—Sí, ya sabes, una orgía es el lugar más solitario del mundo. Esas orgías… Me sentía desesperado… Esas pollas deslizándose dentro y fuera…
Perdóname…
—No pasa nada.
—Bueno, esas pollas deslizándose dentro y fuera, piernas enredadas, los dedos trabajando, hurgando por todos lados, bocas, todo el mundo babeando, y sudando, y una ciega determinación a hacerlo… como sea.
—No sé mucho acerca de esas cosas, Joe —dijo Edna.
—Yo creo que, sin amor, el sexo no es nada. Las cosas sólo pueden tener un significado cuando existe algún sentimiento entre los participantes.
—¿Quieres decir que a cada uno le debe gustar el otro?
—Eso ayuda bastante.
—Supón que ambos se casen. Supón que tienen que seguir juntos, por cuestiones económicas, niños, cualquier cosa.
—Las orgías no arreglarán nada.
—¿Y entonces qué?
—Bueno, no sé. Tal vez el swap.
—¿El swap?
—Sí, ya sabes, cuando dos parejas se conocen muy bien y entonces hacen intercambio de componentes. Los sentimientos, al fin y al cabo, tienen una  oportunidad. Por ejemplo, digamos que a mí siempre me ha gustado la mujer de Mike. Me viene gustando desde hace meses. La he visto pasear por la habitación. Me gustan sus movimientos, llaman mi atención. Me imagino, ya sabes, lo que va con esos movimientos. La he visto furiosa, la he visto borracha, la he visto sobria. Y entonces, el swap. Estás en la cama con ella, y por fin la estás conociendo.
Existe la posibilidad de que sea algo real. Por supuesto, Mike se está tirando a tu mujer en la otra habitación. Muy bien, buena suerte, Mike, piensas, y espero que seas tan buen amante como yo.
—¿Y funciona bien?
—Bueno, no sé… Los swaps pueden traer problemas… a la larga. Tiene que estar todo muy hablado… bien hablado y con tiempo. Y aun así puede haber gente que no sepa bastante, no importa cuánto se haya hablado…
—¿Tú sabes bastante, Joe?
—Bueno, estos swaps… Creo que pueden ser buenos para algunos… Tal vez para muchos. Pero me temo que conmigo no funcionan. Soy bastante mojigato.
Joe acabó su bebida. Edna se bebió de un trago el resto de la suya y se levantó.
—Escucha, Joe, me tengo que ir…
Joe cruzó la habitación hacia ella. Parecía un elefante mientras se acercaba, con esos pantalones. Vio sus grandes orejas. Entonces la agarró y comenzó a besarla. Su mal aliento arrastraba todas las bebidas; era un olor agrio.
Parte de su boca no hacía contacto. Era fuerte pero su fuerza no era real. Ella apartó su cabeza pero él la siguió agarrando.

SE BUSCA UNA MUJER

—¡Déjame, Joe!Estás yendo muy de prisa, Joe! ¡Deja que me vaya!
—¿Por qué viniste aquí, zorra?
La intentó besar otra vez y lo consiguió. Era horrible. Edna subió la rodilla bruscamente. Y le alcanzó de lleno. Él se llevó las manos a las partes y cayó al suelo.
—Dios, Dios… ¿Por qué has tenido que hacerme esto? Me has querido asesinar… Auuggh!
Rodó por el suelo gimiendo.
Su trasero, pensó ella, tiene un trasero tan horrible.
Lo dejó tirado en el suelo y bajó corriendo las escaleras. El aire estaba limpio allá fuera. Mientras bajaba, pudo oír gente hablando, pudo oír sus televisores. Su casa no estaba muy lejos. Sintió que necesitaba darse otro baño, quitarse su vestido de seda azul y lavarse bien todo el cuerpo. Hacía calor. Más tarde, salió de la bañera, se secó y se colocó unos rulos rosados en el pelo.
Decidió no volver a verle más.

jueves, 22 de septiembre de 2016

Cuento corto de Susana Martín Gijón: Por una vez

http://narrativabreve.com/2016/09/cuento-corto-de-susana-martin-gijon-por-una-vez.html

 cuento corto, susana martín gijjón, ciudad juárez
Nunca debí haberme entretenido en rematar aquella camisa. Nunca debí quedarme hablando con Jennifer. Nunca debí haber perdido la línea 38 del último turno que salía de la maquila. Al subir al autobús, más de una hora después, la noche era ya de una oscuridad densa. Como la de los ojos de aquel conductor que repararon en mí más tiempo del necesario, de una forma que me hizo estremecer.
Pero no supe verlo, como sí lo sospechó una afable señora, la última en descender, quien titubeó para pedirme que la acompañara hasta su domicilio pues no llegaría con la artrosis. Me disculpé con ella, no podía retrasar más el regreso a casa. Mi hermano me esperaba para que le preparara el tupper que tenía que llevarse a la obra. Con una extraña mirada, entre la lástima y la incomprensión, descendió los escalones del autobús para desvanecerse en la inmensa penumbra que parecía haber clausurado el mundo.
Cuando los baches del camino me hicieron botar, comencé a imaginarlo. Cuando el vehículo se paró inesperadamente, lo presentí. Cuando se levantó del asiento, lo supe con certeza. Vino hasta mí con una sonrisa aviesa y una expresión que me inundó de desprecio. Dicen que la policía de Ciudad Juárez nunca llega a tiempo. Por una vez lo hizo. Aquella señora les había proporcionado los datos del autobús e insistido para que lo siguieran. No me dio tiempo a escapar. Encontraron entre mis ropas la afilada tijera, aún cubierta de sangre, que le había clavado en el cuello con todas mis fuerzas. No estaba dispuesta a desaparecer como mi madre.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

A enredar los cuentos [Minicuento - Texto completo.] Gianni Rodari

http://ciudadseva.com/texto/a-enredar-los-cuentos/

Gianni Rodari

Italia:
1920-1980

A enredar los cuentos

[Minicuento - Texto completo.]
Gianni Rodari

-Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.
-¡No, Roja!
-¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”
-¡Que no, Roja!
-¡Ah!, síRoja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de papa”.
-No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.
-Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.
-¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.
-Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”
-¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”
-Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…
-¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!
-Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.
-¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.
-Exacto. Y el caballo dijo…
-¿Qué caballo? Era un lobo
-Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.
-Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?
-Bueno, toma la moneda.
Y el abuelo siguió leyendo el periódico.
FIN

Cuentos por teléfono, 1962

viernes, 16 de septiembre de 2016

UN PUÑAL, UNA BALA, UNA FLECHA David Solana González (España, 1994)

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 David Solana González, cuento
Me llamo David Solana González, nací el 1 de septiembre de 1994. Actualmente estudio la carrera de Sociología, pero antes cursé dos años de Biología. Mis aficiones no difieren mucho de las de la media de mi edad. Me gusta invertir tiempo en mis amistades y salir de fiesta. Paso más tiempo del que debería delante del ordenador. Disfruto leyendo casi cualquier cosa, pero la ciencia ficción me gusta especialmente. Casi siempre que escribo lo hago en un estado de profunda melancolía y a modo de desahogo, haciendo referencia a algún momento de mi vida. Aspiro a poder ir teniendo momentos de inspiración con otros estados de ánimo, para poder escribir más a menudo. A largo plazo me gustaría poder escribir mi propio libro, ya sea una novela o una recopilación de relatos cortos, pero eso es algo que aún veo muy distante.
UN PUÑAL, UNA BALA, UNA FLECHA
David Solana González (España, 1994)
Te convencen, convences a tu mejor amigo, pagas una pequeña fortuna, irás a la fiesta.
Te pasas algo más de diez días pensando en esa noche, imaginándote su cuerpo vistiendo mil prendas diferentes, todas maravillosas.
Llega el esperado día, te despiertas muy nervioso, te pasas la jornada deambulando de aquí para allá, con el corazón acelerado, muerto de miedo.
Llega el momento de arreglarse. Te duchas, te lavas el pelo dos veces para tenerlo lo más suave posible, limpias cada parte de tu cuerpo como pocas veces lo has hecho. Te secas, te afeitas con esmero y dedicación mientras recuerdas cómo ella, una vez, de paso, te dijo que estabas más guapo sin barba. Te pones tu ropa interior más cómoda. Te enfundas en tu traje lo más cuidadosamente posible evitando la aparición de arrugas indeseadas. En la corbata te haces un nudo Windsor en vez del simple, sabes que nadie lo notará pero te da seguridad y confianza en ti mismo. Te arreglas el pelo echándote un poco de fijador y limpias perfectamente tus zapatos embadurnándolos de betún negro. Te miras al espejo mil veces escudriñando y buscando posibles fallos. El tiempo se acaba. Te marchas a casa de tu tía.
Cenas, ríes, la noche promete ser perfecta. Termina un año, empieza otro. Lo celebras brevemente con la familia y te marchas. Recoges a tu mejor amigo. Dejas a tu hermana en su fiesta. Llegas. Agradeces a tu padre su labor de taxista y te despides.
La ves, te sonríe.
Te acercas y saludas. Te presentas ante algunos de sus amigos y presentas al tuyo. Entras al local y dejas que ella espere a sus compañeros rezagados.
Dejas el abrigo, te acercas a la barra y pides una copa. Piensas en lo guapa que está mientras charlas alegremente con tu compañero.
Pasa el rato, se acerca a ti con su mejor amiga. Habláis un rato los cuatro. No te atreves a mirar sus ojos, te intimidan. Se marchan a bailar con sus amigos. Tú la vigilas en la distancia, observando cómo se mueve al compás de la música. Te das la vuelta e incitas a tu fiel acompañante a que beba un poco. Te vuelves a girar, pero ya no distingues su silueta entre las demás.
Y ocurre, te das cuenta de que no la podías ver porque otro cuerpo la protege y abraza, mientras ella, sonriente, le besa.
En ese momento, tú, casi en la esquina opuesta del local, sientes cómo tres heridas se abren simultáneamente en tu cuerpo.
Una puñalada en la espalda, en la columna vertebral, fragmenta tu sistema nervioso y evita que puedas moverte. Una bala en la cabeza se aloja en tu cerebro y evita que puedas pensar en nada más. Una flecha en el pecho, que hace que te desangres poco a poco mientras observas el espectáculo.
Llamas a su inseparable, que está cerca de ti. Se lo cuentas y te mira incrédula. Se marcha a comprobar lo que le has dicho. Vuelve a intentar consolarte a la par que tu colega. Estás rígido, te sientes hundido, necesitas respirar aire fresco. Sales del edificio y vomitas, no por la bebida, ya que ni siquiera vas ebrio, sino de la angustia.
Vuelves a entrar, vuelves a salir, estás nervioso. Te fijas en que ella ya ha notado su error, no vuelve a cruzarse contigo en toda la noche, no vuelve a hablarte, no vuelve a mirarte.
Ni la mejor compañía que pudieras desear tener, tu mejor amigo, logra arrancarte esa visión de la cabeza. Sólo quieres marcharte.
Se acerca la hora de cierre. Recoges tu abrigo y sales. A la izquierda está ella con una legión de amistades. Tú te marchas a la derecha, acompañado de la tuya.
Camináis en la niebla. Parece que la noche se ha vestido para la ocasión. Esperáis y esperáis hasta que llega tu padre a recogeros. Intentas disimular tu estado de ánimo. Dejas a tu amigo en su casa. Llegas a la tuya.
Subes a tu habitación. Arrojas con violencia a la mesa el traje que hace unas horas te habías puesto con delicadeza. Vas al baño. Te miras al espejo durante varios minutos, preguntándole a tu reflejo cuál ha sido tu error, qué fue lo que no vio ella y muchas otras en ti que sí vieron en otros. Desistes. Vuelves a tu cuarto. Te sientas en la cama en la más absoluta oscuridad. Rememoras lo ocurrido a lo largo de toda la noche para grabarlo en la memoria.
Te acuestas, y en el momento en que las lágrimas acuden a la llamada de tus pensamientos, cierras los ojos.
Comentario
Acabo de recibir este relato, precedido de una breve nota biográfica de su autor. Lo he leído despacio una y otra vez, me ha gustado y he decidido que sea este texto de una voz joven y desconocida el que reinicie la sección de Cuentos breves recomendados, tras un largo paréntesis de silencio y descanso.
Es un texto fresco de un muchacho joven que expresa con sinceridad y acierto una breve historia personal de amor y dolor. Es convincente, muy directo y conciso, porque no hay desvío, ni interferencias, porque no sobra ni falta nada, porque está contando sucesos reales sin pinta de ficción. La presentación o preparación, el encuentro, la dolorosa decepción y los dos finales –en la fiesta y en su dormitorio– están perfectamente medidos e integrados.
Es un acierto la adopción de la segunda persona como forma narrativa que en este caso da al relato una fuerza más lograda que la primera y no digamos la tercera persona. Se impone el ritmo rápido adoptado en todo el relato, especialmente en el párrafo en que describe la preparación personal para la fiesta con abundancia de verbos de acción separados por comas y con la misma forma, pero en clara contraposición anímica, en los dos párrafos finales.
En todo el texto, si exceptuamos la frase “Parece que la noche se ha vestido para la ocasión”, solamente resplandece con fuerza el lenguaje figurado de las tres metáforas para expresar el profundo impacto de la herida amorosa: la puñalada en la espalda, la bala en la cabeza y la flecha en el pecho, que dan pie al título.
El amor es el principal sentimiento del hombre al que va unido con mucha frecuencia el dolor por su fracaso. Es un tema que recorre en novelas, relatos y poemas toda la literatura universal. Es algo cotidiano, de antes, de ahora y de mañana, y así también le sucede y lo siente y padece David, un muchacho de nuestros días. Pero lo importante es que lo expresa tan bien literariamente que a nosotros, sus lectores de este ya avanzado siglo XXI, nos toca e impresiona y lo hacemos nuestro, como en su momento nos tocaron, impresionaron e hicimos nuestros los versos más tristes de la noche nerudiana.
Miguel Díez R.