Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido
OLIVERIO GIRONDO
Siempre fue un cretino -había dicho mi primo Alberto. Y también tacaño y miserable -sentenciaba mi furibunda esposa Leonor. Un fracasado con manías de grandeza y pretencioso, ridículo, y además pésimo en la cama e impotente -añadía por lo bajo. Y tan alcohólico el pobre hombre, se emborrachaba antes de destapar la botella y caía por los suelos descompuesto -decía con sorna mi tía abuela Ester. ¡Qué desgracia de hombre, ni siquiera sabía ocultar nuestros encuentros clandestinos! –exclamaba con desprecio mi cuñada Iris. Total, yo ya estaba muerto, y bien muerto para desgracia mía, y con unas ganas locas de revivir y enfrentarme a esos infames que ni sospechaban que yo seguía todos sus pasos y escuchaba sus improperios y maldiciones, sus trifulcas interminables por arrebatarme todo aquello que alguna vez fue mío y ahora se disputaban como encarnizadas aves de rapiña. Y mis hermanos blasfemando, compitiendo por ganar el primer puesto de quien hablaba peor de mí. Alguien dijo una vez, no recuerdo su nombre, que lo que más le habría gustado era asistir a su propio funeral y saber en realidad lo que pensaban de él sus familiares y amigos. Mi relato le habría parecido rotundo y mortífero. Ahora lucen sus mejores trajes de duelo y acompañan el coche fúnebre en un silencio mentiroso hasta el cementerio, sin ceremonias previas, sin alusiones descomedidas. ¡Qué mejor muestra de respeto! ¡Qué maravillosa hipocresía familiar! ¡Qué conmovedora escena de amor por el difunto! Han bajado mi cuerpo hasta el fondo de la fosa que se supone será mi tumba quién sabe hasta cuándo, no pierdo las esperanzas de… Han puesto en la lápida simplemente:
“¡QUÉ BUENO ERA EL DIFUNTO!”
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