Cuando era niño, cazaba pajaritos con un rifle de aire comprimido. La carne casi inmaterial de los canarios y gorriones se desgarraba al impacto de sus municiones. Plumajes azules, verdes, amarillos, rojos, se manchaban con el púrpura de la sangre. Creció, se hizo hombre y ya no mataba pajarillos sino jabalíes asustados, tapires bonachones, tigres acosados, venados que aun en la muerte tenían en los ojos el pánico y la angustia. Llegó a viejo y murió. En el Infierno inventaron un castigo nuevo para él: pasear por un bosque encantado, iluminado de trinos y lleno de piezas de caza. Y él iba desarmado.
Imagen: Frans Snyders, Museo del Prado
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