Cuento de Manuel Pastrana Lozano: Cómics
“Este va a ser un día difícil” –se dijo Clark Kent, mientras se levantaba con el pie izquierdo. Para colmo, había tenido una horrible pesadilla: Superman era un comunista cruel que exterminaba sin piedad a sus enemigos de clase, los explotadores que intentaban defender el paraíso americano a costa de la sangre y el sudor de los sufridos obreros. Lo consideró un presagio siniestro. A duras penas se apretó el cinturón de su slip rojo ajustado, que cubría por encima la malla de sus entrepiernas –al estilo del calzón de los clowns de circo–, antes de ponerse su traje habitual de civil. El súper héroe había descuidado mucho su figura en los últimos tiempos, viviendo momentos disipados en los que comía y bebía mucho. Comenzaba a ser obeso. Además, la letra S característica en su pecho se deformaba y descoloraba poco a poco.
Mientras caminaba hacia el Daily Planet, su rutina cotidiana, notó que había perdido sus lentes especiales, el indispensable antifaz de cristal que usaba para ocultar la identidad de su alter ego, el poderoso Superman. El reportero camuflado entró en pánico –su lado humano, al fin y al cabo–, y comprendió que sería fácilmente reconocido como el fabuloso y mítico hombre de acero, violando así el pacto de silencio consigo mismo que había contraído en su lucha contra el crimen organizado.
Probó comunicarse con Luisa Lane, su colega amada en secreto, para explicarle que estaba enfermo, que no podría ir al trabajo. Lo intentó varias veces, pero sin resultados. Y descubrió también con espanto que sus facultades de visión remota y comunicación telepática a distancia también comenzaban a fallar.
Para mejorar su autoestima, ya bastante deteriorada, decidió entonces emprender un vuelo suave y a gran altura que pensó podría servirle para meditar y aclarar las amenazantes dudas existenciales que lo abrumaban. Levitando plácidamente en los cielos, sacó desde el interior de su capa roja su libro de cabecera favorito, un texto inspirador que siempre llevaba consigo, y empezó a releer “La vida es sueño”.
Ensimismado en su lectura y casi adormecido, sintió de pronto que era capturado por una extraña fuerza de atracción, una loca carrera hacia un centro cósmico inexplorado, que desafiaba la fuerza de gravedad del universo y le impedía retornar al punto donde estaba. Era tal vez la tierra prometida para un Superman extraterrestre. Observó a millones de seres monstruosos y deformes dispersos entre las ruinas y los escombros de esa galaxia desconocida, que lo reverenciaban como a un Mesías largamente esperado, Kalel, el primer emperador multigaláctico. Le aseguraban que estaría libre de la kriptonita, el enemigo infernal que anulaba todos sus poderes sobrenaturales. Antes de ser proclamado como su Dios Supremo –vestido esta vez con calzoncillos largos multicolores, sin mallas protectoras entre sus piernas, una capa metálica de acero inoxidable, luciendo una gran K en su pecho y usando lentes ópticos de rayos láser– , observó a lo lejos un vetusto cartel de dimensiones gigantescas, apartado en algún rincón de ese universo nuevo, de una antigüedad improbable, tal vez de millones de años luz. El aviso mostraba el rostro envejecido de un anciano personaje llamado Tío Sam, apuntando con su dedo a una multitud incierta y, en criptolenguas ignotas para él, aparecían dos frases: arriba, “Y Want You for U.S. Army” (“A Usted lo Necesito para el Ejército de los Estados Unidos”), y, más abajo, en letras destacadas, “Yanqui Go Home”.
Superman despertó de su somnolencia, terminó de leer su libro y descendió a la Tierra tranquilamente convencido de que su vida era en verdad un sueño soñado por los millones de lectores de cómics del súper héroe repartidos por en el mundo. Recuperó su autoestima, se vistió como Clark Kent y sus dudas existenciales desaparecieron para siempre.
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