¿Recordáis los microrrelatos escondidos, esos que aparecen como por casualidad en obras de mayor extensión? Pues bien, Ernesto Bustos Garrido ha encontrado un cuento escondido en la novela Coronación, de José Donoso. El título que ha elegido Bustos Garrido es [Amor en la ladera del cerro].
Cuento escondido de José Donoso: [Amor en la ladera del cerro]
René se soltó los suspensores y se sentó sobre la hierba para pelar una manzana. Después de comérsela, eructó, y dejándose caer boca arriba sobre su chaqueta, se adormeció a medias, sonriente, con las manos velludas cruzadas sobre su vientre relleno.
Entretanto, cerca de él, como si lo rondara, la Dora recogía hierbas olorosas, toronjil para cebar el mate, hierbabuena, porque era delicioso aspirar su aroma en el hueco caliente de la mano. Al inclinarse con las rodillas tiesas para recoger una tapa corona, su falda angosta se subió más arriba de sus corvas, más arriba de donde tenía enrolladas las medias. Semidormido, René divisó el trozo de piel así descubierto. Para desechar esa intrusión en las bellas imágenes que su somnolencia evocaba, se tendió boca abajo y se quedó dormido inmediatamente.
Pero no durmió mucho. La Dora acudió a tenderse a su lado y, al arrimársele, lo despertó. René se mantuvo quieto, quieto y boca abajo y con los ojos cerrados, como un animal que finge estar muerto al percibir la cercanía del peligro. Mezclado al olor del pasto volvió a sentir el característico olor de su mujer: ese olor a ropa que de tan vieja era imposible dejar limpia, pese a los frecuentes lavados; olor a humo de parafina en sus cabellos. Se aproximó tanto a él que René sintió el hueso flaco de su cadera.
–René, mi hijito… –susurró Dora en su oído.
Él se agitó un poco, balbuceando palabras entrecortadas como quien sueña. La Dora acarició el casco duro de la gomina seca de su cabeza. Los ojos de la mujer eran hondos y tibios en su rostro de cutis marchito, al que el sol benigno prestó un instante de frescura. Cuando vio que su hombre se movía, la Dora sacó una hilacha del cuello de su camisa entreabierta, y sin poder contenerse introdujo una mano bajo el cuello, tendiéndola sobre la espalda velluda de René.
–¿Que no veís que estoy durmiendo? ¿Para qué me jodís?
Los ojos de la Dora se nublaron, pero continuó acariciando la espalda de René.
No. René consideraba que por mucho que necesitara dejar un buen recuerdo, eso no podía hacerlo. No podía. A pesar de dormir en la misma cama, más de un año hacía que no tocaba a su mujer. ¿Para qué, si tenía mujeres buenas de veras? Casi siempre se las arreglaba para acostarse enojado. Otras veces llegaba tarde, de manera que después del pesado trabajo del día, era difícil que la Dora se despertara. La última vez fue tal el asco que le produjo su mujer, no sólo su cuerpo envejecito y maloliente sino, más aun, esa pasión, esa sensualidad anhelante y frustrada, que permaneció muchos días sin ir a su casa. Al regresar, le dijo a la Dora que si volvía a insistir, él se iba para siempre…
Algunas hierbas cosquilleaban la papada de René, sus orejas, e introduciéndose en sus pantalones, sus tobillos. El calor, un insecto que bajo la camisa le recorría la cintura, los olores, disolvieron en él toda posibilidad de discriminación y de resistencia. Pasó un brazo sobre el cuerpo recostado de la Dora, dejándolo pesar sobre sus pechos escasos. Ella se aminó bajo ese peso y con sus propias manos, haciendo un esfuerzo, volcó hacia sí el cuerpo inerte de René. Se apegó a la carne caliente de su hombre, apretándolo, murmurando una y otra vez:
–Mi hijito, mi hijito lindo….
La Dora tenía los ojos cerrados. Hierbas y amores secos coronaban sus cabellos. El deseo había coloreado su rostro, suavizándolo, embelleciéndolo, rostro en que el triunfo apareció violentamente al percibir que el cuerpo de René se animaba con su contacto. René rehusó mirar, rehusó pensar, dejándose hacer, dejándose arrastrar, nada más. La Dora le mordisqueaba el cuello y las orejas, pero, mudo, él le negó la boca que buscaba con ansias. Y se quedaron allí, haciendo el amor entre el pasto, y un pájaro sorprendido circuló largo rato en la última vigilancia perfectamente azul del aire, muy alto sobre la pareja yacente.
*** Fragmento extraído de la novela de José Donoso, Coronación. 119 – 121
Recopilado por Ernesto Bustos Garrido
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