nombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.net

sábado, 30 de enero de 2016

Microrrelato de Miguel Bravo Vadillo: La historia del viejo egipcio (homenaje a Chéjov)

http://narrativabreve.com/2016/01/23099.html

Antón Chéjov, cuento, Vanka
Antón Chéjov. Fuente de la imagen
Tal día como hoy, 29 de enero, nació Antón Chéjov (1860-1904), uno de los mejores cuentistas de todos los tiempos. Miguel Bravo Vadillo conmemora el aniversario del nacimiento del maestro ruso con un microrrelato y me envía estas palabras introductorias que nos sirven para su mejor comprensión. 

Te envío un microrrelato que puede servir como un pequeño homenaje a Chéjov. Estaría bien que lo publicases el día 29 de enero (fecha de su nacimiento). Ya sabes lo que escribió Ricardio Piglia en su conocida Tesis sobre el cuento. En el primer punto escribió lo siguiente: “En uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento. Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias”. Bien, con este pequeño microrrelato yo me planteé eliminar esa paradoja, y que la historia del juego y la del suicidio no estuviesen desvinculadas. Me dije: ¿Por qué no puede haber una sola historia y una sucesión consecuente entre las distintas escenas y el desenlace final? Y escribí este pequeño microrrelato para justificar el comportamiento del protagonista de una manera consecuente.
M.B.V.

Microrrelato de Miguel Bravo Vadillo: La historia del viejo egipcio

(Un homenaje a Antón Chéjov)
Un viejo egipcio, uno de los últimos adoradores de Osiris en La Tierra, acude una noche a un casino, gana un millón, regresa a casa con las ganancias y se suicida. Pero antes de hacerlo escribe una carta en la que detalla cómo deben momificar su cadáver y enterrarlo luego con su recién adquirida fortuna. Siempre quiso trascender al más allá siendo un hombre rico.

viernes, 29 de enero de 2016

Microrrelato de Oliverio Girondo: Nocturno

http://narrativabreve.com/2016/01/microrrelato-de-oliverio-girondo-nocturno.html?utm_source=Newsletter+de+Narrativa+Breve&utm_campaign=0824b16abb-Campa%C3%B1a+de+RSS&utm_medium=email&utm_term=0_eae174c202-0824b16abb-172078117


Microrrelato, Oliverio Girondo, Nocturno


Microrrelato de Oliverio Girondo: Nocturno

Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana.
Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.
¡Silencio! —grillo afónico que nos mete en el oído—. ¡Cantar de las canillas mal cerradas! —único grillo que le conviene a la ciudad—.

Microrrelato de Jordi Cebrián: El loco

http://narrativabreve.com/2016/01/microrrelato-jordi-cebrian-loco.html?utm_source=Newsletter+de+Narrativa+Breve&utm_campaign=0824b16abb-Campa%C3%B1a+de+RSS&utm_medium=email&utm_term=0_eae174c202-0824b16abb-172078117


Microrrelato, Jordi Cebrián, El loco
Microrrelato, Jordi Cebrián, El loco
Fuente de la imagen



Microrrelato de Jordi Cebrián: El loco

Dejó atrás todo, y ahora hace esculturas extrañas que vende a turistas despistados, y aprende trucos de magia que jamás muestra a nadie. Cree tener cosas que contar, reflexiones nunca dichas, nunca escritas, pero nadie quiere oírlo, ni a él le gusta hablar con gente. Antes, cuando era contable, cada día se parecía a otro día, y soñaba con vivir así, pero sin latas de comida y sin frío. Ahora es libre, o algo parecido, y no tiene que explicarse ante nadie, y come cuando quiere y hace lo que quiere. Pero, incluso ahora, cada día es igual al anterior.

miércoles, 27 de enero de 2016

Manuscrito hallado en una botella [Cuento. Texto completo.] Edgar Allan Poe

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/manuscrito_hallado_en_una_botella.htm

Edgar Allan Poe

Estados Unidos:
1809-1849

Manuscrito hallado en una botella

[Cuento. Texto completo.]

Edgar Allan Poe


Qui n'a plus qu'un moment à vivre
N'a plus rien à dissimuler. 

Auinault - Atys

Sobre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.
Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.
Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba.
Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.
Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se puso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.
La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.
Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente logramos procurarnos en el castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía -aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora- volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar insondable.
Esperamos en vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas... olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría el mar negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del "kraken".
Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente en la noche. "¡Mire, mire!" exclamó, chillando junto a mi oído, "¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!". Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por los portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia sublimidad, después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros.
En ese instante no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco desconocido.
En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las enormes cuadernas del buque.
Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro. No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver.
* * *
Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora a mi alma.
* * *
Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.
* * *
Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra descubrimiento.
Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.
He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales.
Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino."
Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada construcción.
Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.
He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro... es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación... un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.
El barco y todo su contenido está impregnado por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.
Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los cuales las palabras tornado y simún resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.
Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.
Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con las más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.
La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.
Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez... nos precipitamos furiosamente en la vorágine... y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida... ¡oh, Dios!... ¡y se hunde ...!
MÁS CUENTOS DE ESTE AUTOR


martes, 26 de enero de 2016

Cuento: Cordero asado (de Roald Dahl)

http://www.taringa.net/post/arte/3132271/Cuento-Cordero-asado-de-Roald-Dahl.html


Breve introduccion del autor para que conozcan: Roald Dahl es un escritor ingles con una larga trayectoria en el mundo de la literatura infantil y tambien para adultos con sus cuentos con finales totalmente inesperados (recomiendo: El bello Jorgito, Hombre del sur, Cerdo, Genesis y catastrofe, Piel, la subida al cielo, Wiliam y Mary, La señora Bixby y el abrigo del coronel, y obviamente su unica pero mortalmente divertida novela Mitio Osvaldo). Leanlo no se van arrepentir . El es el autor del libro Charly y la fabrica de chocolate (todas las peliculas estan basadas en este cuento). Dahl tambien fue el creador de Los gremlins y muchos otros personajes. Elcuento que sigue no es para chicos 

Cordero asado (Roald Dahl: del libro Relatos de lo inesperado)


La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente. 
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo. 
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes. 
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura. 
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara. 
—¡Hola, querido! —dijo ella. 
—¡Hola! —contestó él. 
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco. 
—¿Cansado, querido? 
—Sí —respondió él—, estoy cansado. 
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar. 
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso. 
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose. 
—Siéntate —dijo él secamente. 
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino. 
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky. 
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella. 
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal. 
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves. 
—No —dijo él. 
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla. 
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto. 
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas. 
—No quiero —dijo él. 
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos. 
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera. 
—No me apetece —dijo él. 
—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece. 
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara. 
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada. 
—Vamos —dijo él—, siéntate. 
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos. 
—Tengo algo que decirte. 
—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa? 
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad. 
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado. 
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra. 
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera. 
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido. 
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada. 
Esta vez él no contestó. 
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo. 
Era una pierna de cordero. 
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella. 
Se detuvo. 
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir. 
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra. 
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento. 
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle. 
«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.» 
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían? 
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse. 
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar. 
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también. 
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes. 
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín. 
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles. 
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador. 
—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está? 
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes. 
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes. 
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa. 
—¿Quiere carne, señora Maloney? 
—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero. 
—¡Oh! 
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien? 
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho? 
—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas. 
—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego? 
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam? 
El hombre echó una mirada a la tienda. 
—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick. 
—Magnífico —dijo ella—, le encanta. 
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo: 
—Gracias, Sam. Buenas noches. 
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido. 
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.» 
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo. 
—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella. 
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir. 
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó: 
—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto! 
—¿Quién habla? 
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney. 
—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto? 
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto. 
—Iremos en seguida —dijo el hombre. 
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil. 
—¿Está muerto? —preguntó ella. 
—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido? 
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono. 
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad. 
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo. 
—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives. 
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle. 
«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...» 
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría. 
—No —dijo ella. 
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida. 
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan. 
—No —dijo ella. 
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría. 
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte. 
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal. 
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado. 
—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal? 
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella. 
—¿Y un atizador? 
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje. 
La búsqueda continuó. 
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados. 
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida? 
—Sí, claro. ¿Quiere whisky? 
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso. 
—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo. 
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando. 
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras. 
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo: 
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro? 
—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad! 
—¿Quiere que vaya a apagarlo? 
—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias. 
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos. 
—Jack Nooan —dijo. 
—¿Sí? 
—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros? 
—Si está en nuestras manos, señora Maloney... 
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado. 
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan. 
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo. 
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida. 
—¿Quieres más, Charlie? 
—No, será mejor que no lo acabemos. 
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor. 
—Bueno, dame un poco más. 
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas. 
—Por eso debería ser fácil de encontrar. 
—Eso es lo que a mí me parece. 
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó: 
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa. 
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack? 
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.