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viernes, 1 de enero de 2016

Cuento escondido de Alejo Carpentier: [En la ópera]

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Ernesto Bustos Garrido nos ofrece un cuento escondido de Alejo Carpentier, incluido en Los pasos perdidos. Nuestro colaborador da dos versiones del texto: la original (en texto corrido) y otra con puntos aparte, para hacer más cómoda la lectura. Al final incluimos un glosario, realizado por Bustos Garrido.

Relato escondido de Alejo Carpentier: [En la ópera]

(Versión original)
Mi mano sobresaltada (*) busca sobre el mármol de la mesa de noche, aquel despertador que está sonando, si acaso muy arriba en el mapa, a miles de kilómetros de distancia. Y necesito de alguna reflexión, echando una larga ojeada a la plaza, entre persianas, para comprender que mi hábito –el de cada mañana, allá– ha sido burlado por el triángulo de un vendedor ambulante. Óyese luego el caramillo de un amolador de tijeras, extrañamente concertado sobre el melismático pregón de un gigante negro que lleva una cesta de calamares en su cabeza. Los árboles mecidos por la brisa tempranera, nievan de blancas pelusas una estatua de prócer que tiene algo de Lord Byron, y algo también de Lamartine, por el modo de presentar una bandera a invisibles amotinados. A lo lejos repican las campanas de una iglesia, con uno de esos ritmos parroquiales, conseguido en el guindarse de las cuerdas, que ignoran carillones eléctricos de las falsas torres góticas de mi país. Mouche, dormida, se ha atravesado en la cama de modo que no queda lugar para mí. A veces, molesta por un calor inhabitual, trata de quitarse la sábana de encima, enredando más las piernas en ella. La miro, largamente, algo resquemado por el chasco de la víspera: aquella crisis de alegría, debida al perfume de un naranjo cercano, que nos alcanzó en este cuarto piso, acabando con los grandes júbilos físicos que yo me hubiera prometido para aquella primera noche de convivencia con ella en un clima nuevo. Yo la había calmado con un somnífero, recurriendo luego a la venda negra para hundir más pronto mi despecho en el sueño. Vuelvo a mirar entre las persianas. Más allá del Palacio de los Gobernadores, con sus columnas clásicas sosteniendo un cornisamento barroco, reconozco la fachada Segundo Imperio del teatro donde anoche, a falta de espectáculos de un color local, nos acogieron, bajo grandes arañas de cristal, los marmóreos drapeados de las Musas custodiadas por los bustos de Meyerbeer, Donizetti, Rossini y Herold. Una escalera con curvas y floreo de rococó en el pasamano nos había conducido a la sala de terciopelos encarnados, con dentículos de oro al borde de los balcones, donde se afinaban los instrumentos de la orquesta, cubiertos por las alborotadas conversaciones de la platea. Todo el mundo parecía conocerse. Las risas se encendían y corrían por los palcos, de cuya penumbra cálida emergían brazos desnudos, manos que ponían en movimiento cosas tan rescatadas del otro siglo como gemelos de nácar, impertinentes, y abanicos de plumas. La carne de los escotes, la atadura de los senos, los hombros, tenían una cierta abundancia muelle y empolvada que invitaba a la evocación del camafeo y del cubrecorsé de encajes. Pensaba divertirme con los ridículos de la ópera que iba a representarse dentro de las grandes tradiciones de la bravura, la coloratura, la floritura. Pero ya se había alzado el telón sobre el jardín del Castillo de Lamermoore, sin que lo desusado de una escenografía de falsas perspectivas, mentideros, y birlibirloques, estuviera aguzando mi ironía. Me sentía dominado, más bien, por un indefinible encanto, hechos de recuerdos imprecisos y de muy remotas y fragmentadas añoranzas. Esa gran rotonda de terciopelo, con sus escotes generosos, el pañuelo de encajes entibiado entre los senos, las cabelleras profundas, el perfume a veces excesivo; ese escenario donde los cantantes perfilaban sus arias con las manos llevadas al corazón, en medio de una portentosa vegetación de telas colgadas; ese complejo de tradiciones, comportamientos, maneras de hacer, imposible ya de remozar en una gran capital moderna, era el mundo mágico del teatro, tal como pudo haberlo conocido mi ardiente y pálida bisabuela, la de ojos a la vez sensuales y velados, toda vestida de raso blanco, del retrato de Madrazo, que tanto me hiciera soñar en mi niñez, antes que mi padre tuviera que vender el óleo en días de penuria. Una tarde en que yo estaba solo en la casa yo había descubierto, en el fondo de un baúl, el libro con cubiertas de marfil y cerradura de plata donde la dama del retrato hubiera llevado su diario de novia. En una página, bajo pétalos de rosa que el tiempo había vuelto de color tabaco, encontré la maravillosa descripción de una Gemma di Vergy cantada en el teatro de La Habana que en todo debía corresponder a lo que contemplaba esa noche. Ya no esperaban afuera los cocheros negros de altas botas y chisteras con escarapela; no se mecerían en el puerto los fanales de las corbetas, ni habría tonadilla en fin de fiesta. Pero eran, en el público, los mismos rostros enrojecidos de gozo ante la función romántica; era la misma desatención ante lo que no cantaban las primeras figuras, y que, apenas salido de páginas muy sabidas, sólo servía de fondo melodioso a un vasto mecanismo de miradas intencionadas, de ojeadas vigilantes, de cuchicheos detrás del abanico, risas ahogadas, noticias que iban y venían, discreteos, desdenes y fintas, juego cuyas reglas me eran desconocidas, pero que yo observaba con envidia de niño dejado fuera de un gran baile de disfraces.
*** La apertura de este texto es nerudiana. Extraído de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Editorial Andrés Bello/Santiago de Chile/ abril de 1992

Relato escondido de Alejo Carpentier: [En la ópera]

(Modificada la puntuación por Ernesto Bustos Garrido)
Mi mano sobresaltada (*) busca sobre el mármol de la mesa de noche, aquel despertador que está sonando, si acaso muy arriba en el mapa, a miles de kilómetros de distancia. Y necesito de alguna reflexión, echando una larga ojeada a la plaza, entre persianas, para comprender que mi hábito –el de cada mañana, allá- ha sido burlado por el triángulo de un vendedor ambulante. Óyese luego el caramillo de un amolador de tijeras, extrañamente concertado sobre el melismático pregón de un gigante negro que lleva una cesta de calamares en su cabeza.
Los árboles mecidos por la brisa tempranera, nievan de blancas pelusas una estatua de prócer que tiene algo de Lord Byron, y algo también de Lamartine, por el modo de presentar una bandera a invisibles amotinados.
A lo lejos repican las campanas de una iglesia, con uno de esos ritmos parroquiales, conseguido en el guindarse de las cuerdas, que ignoran carillones eléctricos de las falsas torres góticas de mi país.
Mouche, dormida, se ha atravesado en la cama de modo que no queda lugar para mí. A veces, molesta por un calor inhabitual, trata de quitarse la sábana de encima, enredando más las piernas en ella. La miro, largamente, algo resquemado por el chasco de la víspera: aquella crisis de alegría, debida al perfume de un naranjo cercano, que nos alcanzó en este cuarto piso, acabando con los grandes júbilos físicos que yo me hubiera prometido para aquella primera noche de convivencia con ella en un clima nuevo.
Yo la había calmado con un somnífero, recurriendo luego a la venda negra para hundir más pronto mi despecho en el sueño.
Vuelvo a mirar entre las persianas. Más allá del Palacio de los Gobernadores, con sus columnas clásicas sosteniendo un cornisamento barroco, reconozco la fachada Segundo Imperio del teatro donde anoche, a falta de espectáculos de un color local, nos acogieron, bajo grandes arañas de cristal, los marmóreos drapeados de las Musas custodiadas por los bustos de Meyerbeer, Donizetti, Rossini y Herold.
Una escalera con curvas y floreo de rococó en el pasamano nos había conducido a la sala de terciopelos encarnados, con dentículos de oro al borde de los balcones, donde se afinaban los instrumentos de la orquesta, cubiertos por las alborotadas conversaciones de la platea.
Todo el mundo parecía conocerse. Las risas se encendían y corrían por los palcos, de cuya penumbra cálida emergían brazos desnudos, manos que ponían en movimiento cosas tan rescatadas del otro siglo como gemelos de nácar, impertinentes, y abanicos de plumas. La carne de los escotes, la atadura de los senos, los hombros, tenían una cierta abundancia muelle y empolvada que invitaba a la evocación del camafeo y del cubrecorsé de encajes. Pensaba divertirme con los ridículos de la ópera que iba a representarse dentro de las grandes tradiciones de la bravura, la coloratura, la floritura.
Pero ya se había alzado el telón sobre el jardín del Castillo de Lamermoore, sin que lo desusado de una escenografía de falsas perspectivas, mentideros, y birlibirloques, estuviera aguzando mi ironía. Me sentía dominado, más bien, por un indefinible encanto, hechos de recuerdos imprecisos y de muy remotas y fragmentadas añoranzas.
Esa gran rotonda de terciopelo, con sus escotes generosos, el pañuelo de encajes entibiado entre los senos, las cabelleras profundas, el perfume a veces excesivo; ese escenario donde los cantantes perfilaban sus arias con las manos llevadas al corazón, en medio de una portentosa vegetación de telas colgadas; ese complejo de tradiciones, comportamientos, maneras de hacer, imposible ya de remozar en una gran capital mopderna, era el mundo mágico del teatro, tal como pudo haberlo conocido mi ardiente y pálida bisabuela, la de ojos a la vez sensuales y velados, toda vestida de raso blanco, del retrato de Madrazo, que tanto me hiciera soñar en mi niñez, antes que mi padre tuviera que vender el óleo en días de penuria.
Una tarde en que yo estaba solo en la casa yo había descubierto, en el fondo de un baúl, el libro con cubiertas de marfil y cerradura de plata donde la dama del retrato hubiera llevado su diario de novia. En una página, bajo pétalos de rosa que el tiempo había vuelto de color tabaco, encontré la maravillosa descripción de una Gemma di Vergy cantada en el teatro de La Habana que en todo debía corresponder a lo que contemplaba esa noche.
Ya no esperaban afuera los cocheros negros de altas botas y chisteras con escarapela; no se mecerían en el puerto los fanales de las corbetas, ni habría tonadilla en fin de fiesta. Pero eran, en el público, los mismos rostros enrojecidos de gozo ante la función romántica; era la misma desatención ante lo que no cantaban las primeras figuras, y que, apenas salido de páginas muy sabidas, sólo servía de fondo melodioso a un vasto mecanismo de miradas intencionadas, de ojeadas vigilantes, de cuchicheos detrás del abanico, risas ahogadas, noticias que iban y venían, discreteos, desdenes y fintas, juego cuyas reglas me eran desconocidas, pero que yo observaba con envidia de niño dejado fuera de un gran baile de disfraces. Fin

*** La apertura de este texto es nerudiana. Extraído de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Editorial Andrés Bello/Santiago de Chile/ abril de 1992
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Glosario
Caramillo: Flautilla de caña, madera o hueso que emite sonidos agudos.
Amolador: La persona que ejerce el oficio de afilar herramientas punzantes y cortantes como cuchillos y tijeras.
Melisma: En música, melisma (del griego, μέλισμα, “canto”) es la técnica de cambiar la altura de una sílaba musical mientras es cantada.
Guindarse: Colgarse, ahorcarse.
Cornisamento: Conjunto de elementos, especialmente molduras, que coronan un edificio, sin incluir el techo, y que se encuentran inmediatamente sobre las columnas en la arquitectura clásica. Tradicionalmente incluye tres secciones: arquitrabe, friso y cornisa.
Drapeado: adj.-s. Dícese de cierto plegado de tela en adornos de vestidos y de tapicería.
Dentículo: (Para el elemento arquitectónico, véase Dentellón). Los dentículos dermales, dentículos dérmicos, o simplemente dentículos, son estructuras que se encuentran en la superficie corporal de muchos insectos y peces cartilaginosos.
Camafeo: Se llama camafeo a todo relieve obtenido en piedra preciosa, generalmente, de variado color y con delicadas figuras. Para los camafeos, las piedras utilizadas eran las ágatas y más aun las variedades sardónica y ónice, aprovechando la distinción de colores que ofrecen las aguas o capas de tales piedras.
Floritura: f. mús. Adorno en el canto. Ejemplo: esa soprano hace muchas florituras. P. ext., adorno innecesario en otras actividades o cosas. Ejemplo: fue un discurso lleno de florituras y falto de sustancia.
Birlibirloque: loc. adv. col. Por arte de magia, por encantamiento. Ejemplo: le sacaba caramelos de las orejas por arte de birlibirloque.
Federico de Madrazo y Kuntz: (Roma, 12 de febrero de 1815 – Madrid, 10 de junio de 1894) fue un pintor español, especializado en los retratos de estilo romántico. Raimundo de Madrazo y Garreta fue un pintor español realista del siglo XIX. Era hijo y discípulo del famoso retratista Federico Madrazo, cuñado del no menos famoso Mariano Fortuny, hermano de Ricardo Madrazo y nieto del notable pintor José Madrazo.
Gemma di Vergy (título original en italiano; en español, Gema de Vergy) es una tragedia lirica u ópera trágica en dos actos con música de Gaetano Donizetti y libreto en italiano de Emanuele Bidéra, basado en la tragedia Charles VII chez ses grands vassaux (Carlos VII en las casas de sus grandes vasallos, 1831) de Alejandro Dumas, que también fue el tema de la ópera El sarraceno del compositor ruso César Cui. Se estrenó el 26 de diciembre de 1834 en el Teatro de La Scala, Milán.
Chistera: 1 Sombrero de ala estrecha y copa alta, casi cilíndrica y plana por arriba. sombrero de copa. 2   Especie de pala alargada y cóncava que se usa para jugar a la pelota. cesta. Diccionario Manual de la Lengua Española Vox. Larousse Editorial, S.L.
Fanal s. m: 1 Campana de cristal u otro material transparente que sirve para resguardar una luz, una figura, etc. 2 Farol grande empleado a bordo de los barcos como insignia de mando y para indicar su situación durante la noche. Diccionario Manual de la Lengua Española Larousse Editorial, S.L.
Finta: f. Ademán o amago para engañar, sobre todo en algunos deportes como el fútbol, la esgrima o el boxeo. Ejemplo: el contrario hizo una finta que le despistó.

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