nombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.netnombresanimados.net

sábado, 23 de enero de 2016

Cuento de Francisco Rodríguez Criado: El vino hace milagros

http://narrativabreve.com/2016/01/cuento-francisco-rodriguez-criado-el-vino-hace-milagros.html


Cuento de Francisco Rodríguez Criado: El vino hace milagros

No merece la pena entrar en detalles para explicarles por qué este servidor, licenciado en ingeniería como el número dos de su promoción, se encuentra en una situación económica tan precaria. Y digo que no merece la pena explicarlo porque mi mujer lleva siglos contando a unos y otros, con pelos y señales, ese asuntillo que me llevó a la ruina. Para qué darle más vueltas, entonces…
Lo que importa es que ayer tuve que hacer una visita a mi padre, a quien no había dirigido la palabra en los últimos diez años. No crean que fue una decisión fácil: mi mujer necesita rumiar detenidamente todo pensamiento que cruza por su mente; por eso, desde que se le ocurrió la idea de que yo pidiese ayuda a mi padre hasta que me echó a la calle de un puntapié pasaron al menos cinco minutos.
Dejando a un lado mi orgullo y el mal carácter de mi padre, ¿qué mal había en presentarse intempestivamente en su casa para pedirle una determinada cantidad de dinero? Padre no hay más que uno, ¿no?
Tras un aburrido trayecto en autobús urbano, llegué a su vivienda. Pulsé el timbre y respiré profundamente. A los pocos segundos la inmensa silueta de mi progenitor se recortó en el umbral de la puerta. Ojalá tuviese más de un padre, pensé cuando su ceñudo semblante chocó con este humilde mortal. Así podría elegir a otro en momentos como este.
No recuerdo exactamente con qué palabras inauguramos el combate. Tampoco recuerdo si conseguí justificar con éxito los motivos por los que me encontraba allí después de tanto tiempo sin dar señales de vida. Creo que ambos nos esforzamos por disimular cierta hostilidad. (Yo a mi padre le quiero, y él a mí también, pero hay que ver lo poco que nos aguantamos mutuamente). Pero después de varios minutos de recriminaciones (verbales o mudas) me invitó, como tantas veces había hecho cuando yo era niño, a pasar a su salón privado, para así jactarse una vez más de su colección de armas. Ustedes pensarán que aproveché su ensimismamiento ante tanto rifle, pistola y espada para llevarle a mi terreno. Pues no se equivocan: eso fue lo que hice, o mejor dicho, lo que intenté. Mi padre es un hombre fuerte, orgulloso, temperamental, una de esas personas a las que les gustaría vivir eternamente. Y una de sus “virtudes” consiste en exigir a su interlocutor atenta y paciente escucha durante sus monólogos. Porque déjenme decirles algo: mi padre habla y habla y habla.
Después de las armas, sus plantas. Y después de las plantas, sus libros. Aguanté estoicamente sus digresiones sobre los conflictos militares, la literatura francesa, sus viajes a Centroamérica (en una época en la que él aún no era mi padre y yo aún no era su hijo), la falta de valores de la juventud… No hubiera estado mal, lo confieso, entregarse a tanta sabiduría si no fuera porque aún revoloteaba sobre mi conciencia la dichosa carta del banco en la que nos invitaban a saldar nuestras deudas si no queríamos que embargaran todos nuestros bienes. No es que tuviéramos mucho, pero un desahucio, estéticamente, es algo horroroso. Y, además, uno tiene su orgullo.
–Padre, tengo que hablar con usted –dije por fin, con un tono de voz que ponía de manifiesto mi angustia.
Por raro que parezca, mi padre me permitió pronunciar hasta la última palabra de aquella frase. ¡Seis palabras, en total!
–¡Bien, si hemos de tratar un tema serio, pongámonos cómodos!
¡Bendito sea!
Nos sentamos. Yo, en el sofá de piel, frente a una mesita baja de cristal; él, en su butaca de mimbre. La escuálida lámpara que colgaba del techo proyectaba una luz tenue, casi mortuoria, sobre nosotros.
Sin más preámbulos pasé a narrar mi odisea. Y en eso estaba cuando me interrumpió para llamar a la sirvienta, una mujer mayor, hosca y distante, que únicamente sabía expresarse con monosílabos.
–¡Una botella de vino! –pidió mi anfitrión con vehemencia–. Es un vino tinto joven, muy bueno: un Portillejo de 1999 –añadió, dirigiéndose ahora a mí, en voz baja, guiñándome un ojo.
No me gusta el vino, nunca me gustó. Hice todo lo posible para eludir su invitación. Pero cuando la botella estuvo frente a nosotros, haciendo las funciones de oráculo, él: «Bebe, bebe, que pueda sentirme orgulloso de mi hijo». ¡Y vaya si bebí!
El vino hace milagros. Ahora lo sé. Después de cuatro tragos, todas las rencillas entre padre e hijo pasaron a un segundo término. Por acuerdo tácito, nos habíamos perdonado mutuamente. A fin de cuentas, mi padre era un tipo majo. Y yo, un hijo pródigo (de segunda categoría, eso sí, que tampoco está nada mal en los tiempos que corren). Así que para festejarlo, bebimos y bebimos.
Tras una charla amena de hora y media, marcada por confidencias y anécdotas de tiempos pasados, nos despedimos cariñosamente.
Regresé a mi morada, ya de noche, absorto en mis pensamientos. Sin prisas. Feliz. Saludando a las farolas. Con una bolsa de plástico en la mano.
Al llegar a casa encontré a mi mujer en el salón, dormida sobre la mesa, la cabeza entre los brazos.
Al percatarse de mi presencia, comenzó a desperezarse.
Pregunté por Sandra, nuestra hija.
–Acostada hace rato –respondió secamente–. ¡Dónde si no!
Sí, la pregunta no tenía mucho sentido. Hay veces que uno pregunta precisamente para evitar ser preguntado. Pero a pesar de ese truco:
–¿Qué tal la reunión?
Le expliqué que todo había marchado muy bien, que mi padre y yo habíamos hecho las paces. Quise entrar en detalles, compartir con ella mi alegría de hijo redimido… pero no quiso escuchar… Me pidió que pasase directamente al tema principal: el préstamo.
¿Un préstamo, mi padre? Entre nosotros, mi padre no tiene un céntimo. Su segunda esposa, tras el divorcio, lo dejó casi en la ruina. Sí, claro que lo sabía cuando fui a visitarle. No quise prevenir a mi mujer, antes de mi partida, de que su idea no iba a dar los frutos esperados; no me hubiera creído. Fui simplemente, lo confieso, porque me apetecía verle.
La segunda parte de esta intrascendente aventura empieza en el momento en que le confirmo a mi mujer que seguimos siendo tan pobres como lo éramos horas antes. Se lo explico de forma lacónica, sin eufemismos, sin circunloquios ni artificios literarios. (No es que yo sea un tipo valiente, es que había bebido más de la cuenta).
–¡Pero ha merecido la pena la visita! –aseguro con entusiasmo–. Mira qué regalo me ha hecho el abuelo… ¡Tres botellas de Portillejo 1999! Un vino exquisito, te lo aseguro. ¡Pruébalo, pruébalo, te gustará!
Mi mujer no me pega nunca. Bueno, casi nunca.
Se puso hecha una furia, pero después de vomitarme todo el veneno que tenía acumulado tras años y años de matrimonio, la cabeza entre las manos, sollozando («El piso nos lo quitan», y yo: «Que no, mujer, que no, mira que eres pesimista»), acabó por aceptar un vasito de vino. Y lo aceptó con resignación, como si aquel fuese el vino de la Última Cena. Lo suyo es religiosidad, sin duda.
Así, entre gimoteos y vasitos de vino, pasamos un buen rato… Sí, nos bebimos dos botellas de vino. Una cada uno. Viéndola reír, con aquella candidez, aquella inocencia, aquellas lágrimas risueñas, pensé que sería genial recuperarnos económicamente. Aunque solo fuera para cogernos de vez en cuando una trompa a base del mejor vino.
Hoy no he ido a trabajar. La resaca, ya se sabe. Mi mujer, una vez más, ha demostrado ser el auténtico pulmón familiar: se ha levantado a primera hora de la mañana, ha arreglado la casa y ha preparado el desayuno. ¿Ahora? Bueno, en estos instantes está tratando nuestro problema con los jefecillos del banco. Y qué quieren que les diga, tengo toda la confianza del mundo de que van a concedernos una prórroga: se ha llevado la botella de vino Portillejo de 1999 que sobró anoche.
Francisco Rodríguez Criado, Siete minutos, La Bolsa de Pipas, Mallorca, 2003

No hay comentarios:

Publicar un comentario