Un “Conejo” que dice cosas y hace pensar
Por Ernesto Bustos Garrido
John Updike (Shillington, Pensilvania, 1932-Beverly Farms, Massachusetts, 2009) fue uno de los grandes maestros de la narrativa norteamericana contemporánea, autor de una amplia obra que abarca poesía y ensayo, narración breve y novela. Laureado dos premios Pulitzer (1982 y 1991) y un American Book Award (1982), Updike está considerado como uno de los cronistas más cáusticos de la sociedad norteamericana del siglo xx.
Es el creador del personaje literario Harry “Conejo” Angstrom, que Updike usó para expresar sus dudas y su crítica hacia la moral de la sociedad en que estaba inserto. En el cuento que hemos seleccionado, “A&P”, crea una trama singular y muy contestataria a partir del hecho trivial de tres muchachas que ingresan casi desnudas a un supermercado. Desde su puesto de privilegio en la caja, el protagonista observa las diversas reacciones que las muchachas despiertan entre el público y en el dueño o gerente del supermercado. El desenlace es en cierto modo inesperado porque Sammy se rebela contra la forma con la que el gerente del establecimiento trata a las chicas. De la lectura de “A&P” se pueden sacar muchas lecciones. Ha sido la intención de John Updike y lo consigue.
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Cuento de John Updike: “A&P”
Entran esas tres chicas con nada más que el bañador puesto. Yo estoy en la tercera caja, de espaldas a la puerta, de modo que no las veo hasta que están junto al pan. La que primero me llamó la atención fue la del bikini verde a cuadros. Era una chica rolliza, muy morena y con un culo grande y encantador […] Me quedé parado con un paquete de galletas HiHo en la mano, tratando de recordar si lo había marcado o no. Vuelvo a marcarlo y la clienta empieza a ponerme como un trapo. Es una de esas vigilantes-de-cajas-registradoras, una bruja de cincuenta tacos, con carmín en los pómulos y sin cejas, y sé que le ha alegrado la vida cogerme en una falta. Lleva cincuenta años vigilando cajas registradoras y seguramente no ha visto una equivocación en su vida.
Para cuando conseguí calmarla y meter su compra en una bolsa, me suelta un pequeño resoplido al pasar; de haber nacido en el momento adecuado la habrían quemado en Salem. Cuando logré que siguiera (la mujer odiosa) su camino, las chicas ya habían rodeado el pan y regresaban, sin carrito, en dirección a mi caja, a lo largo de los mostradores, por el pasillo que hay entre las cajas registradoras y los cubos Special. Ni siquiera iban calzadas. Allí estaba la rolliza del bikini y una chica alta de pelo negro y la tercera, que no era tan alta. Ella era la reina. En cierto modo conducía a las otras dos, que echaban miraditas alrededor y se encorvaban. Ella no miraba alrededor; la reina no; se limitaba a andar en línea recta y despacio sobre esas piernas largas y blancas de prima donna. Tenía un bañador de un color rosa sucio.
Los borregos que empujaban sus carritos por el pasillo –las chicas caminaban en contra del tráfico habitual (no es que tengamos señales de dirección única ni nada parecido)– eran bastante cómicos. Los veías dar una sacudida, pegar un brinco o hipar cuando reparaban en los hombros blancos de la reina, pero volvían a clavar rápidamente la mirada en sus carros y seguían empujando. Apuesto a que podrías volar con dinamita un A&P y la gente seguiría alargando el brazo, tachando los copos de avena de sus listas y murmurando: “Veamos, había una tercera cosa, empezaba por E, espárragos…”.
Ya sabes, una cosa es una chica en bañador en la playa y otra en el frío del A&P, bajo los tubos fluorescentes y contra todos esos paquetes amontonados, deslizando sus pies descalzos por nuestro suelo de baldosas.
Aquí viene la parte triste de la historia. Los grandes almacenes estaban bastante vacíos porque era un jueves por la tarde, de modo que no había gran cosa que hacer, aparte de apoyarse en la caja registradora y esperar a que volvieran a aparecer las chicas. Todo el establecimiento era como un flíper, y yo no sabía de qué túnel saldrían. Al cabo de un rato salieron del pasillo del fondo rodeando las bombillas, los discos con descuento de los Caribbean Six o alguna otra porquería en la que te asombra que se gaste la pasta la gente. Por allá vienen, la reina todavía abriendo la marcha con un pequeño tarro gris en las manos. Están cerradas de la caja tres a la siete, y la veo titubear entre Stokes y yo, pero Stokesie, con su habitual suerte, atrae a un viejo con pantalones grises […] así que las chicas se dirigen hacia mí. La reina deja el tarro y yo lo cojo entre mis dedos helados.
De pronto la suerte de todos empieza agotarse. Entra Lengel el gerente. Lengel es un hombre bastante gris que da catequesis a niños los domingos. Se acerca y dice: “Niñas, no estáis en la playa. Queremos que vayáis decentemente vestidas cuando vengáis aquí.” “Somos decentes”, replica de pronto la reina, sacando el labio inferior y picándose al recordar de dónde viene, un lugar desde el cual la gente que lleva el A&P debe de parecer bastante horrible. “No quiero discutir con vosotras, chicas. En adelante venid con los hombros cubiertos. Son las normas”.
Lengel se da media vuelta. Esas son las normas para usted. Normas es lo que quiere la gente importante. Lo que los demás queremos es delincuencia juvenil.
Todo el tiempo habían ido llegando clientes con carros pero, como puedes imaginarte, los borregos, al ver la escena, se habían amontonado frente a Stokesie, quien abrió una bolsa de papel con tanta delicadeza como si pelara un melocotón, sin querer perderse una sílaba. Yo notaba en el silencio que todo el mundo se estaba poniendo nervioso, sobre todo Lengel, quien me preguntó: “¿Has marcado su compra, Sammy?”.
Las chicas, y lo comprendo perfectamente, tienen prisa por largarse, de modo que digo a Lengel: “Yo renuncio”.
(Lo digo lo bastante rápido para que ellas me oigan y me miren a mí, su insospechado héroe)
“¿Has dicho algo, Sammy?”
“He dicho que renuncio.”
“Eso me ha parecido oír.”
“No tenía usted por qué avergonzarlas de ese modo.”
“Eran ellas las que estaban avergonzándonos.”
Empecé a decir algo que salió como “Memeces”.
“No creo que sepas lo que estás diciendo”, dijo Lengel.
“Sé que no lo cree, dije, pero yo sí lo creo”.
Tiré del lazo de detrás de mi delantal y empecé a quitármelo por los hombros. Un par de clientes que se habían acercado a mi caja chocaron entre sí, como cerdos asustados en un tobogán. Lengel suspira y se vuelve muy paciente, viejo y gris. Hace años que es amigo de mis padres.
“Sammy, no quieres hacer esto a tus padres”, me dice.
Es cierto, no quiero. Pero creo que una vez que empiezas un gesto, es fatal no llevarlo hasta el final. “Lo lamentarás el resto de tu vida”, dice Lengel, y sé que eso también es cierto. Me limito a cruzar despacio la célula fotoeléctrica con la camisa blanca que mi madre me planchó anoche, la puerta se abre sola y fuera el sol patina sobre el asfalto.
Busqué a mis chicas con la mirada, pero habían desaparecido. No había nadie aparte de un matrimonio joven gritando a sus hijos por una chocolatina. Al volver la vista hacia los grandes almacenes, alcancé a ver a Lengel en mi puesto en la caja, cobrando a los borregos que desfilaban ante él. Tenía la cara gris y la espalda rígida, como si le acabaran de inyectar hierro, y se me encogió el estómago al comprender lo hostil que iba a ser el mundo para mí en el futuro.
*** John Updike, “A&P”, en Richard Ford, Antología del cuento norteamericano. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2002. Traducción de Aurora Echevarría.
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